CAPITULO VI

8 de mayo de 1917. Ararat.

«Los nogales del parque empiezan a florecer. Su fragancia, las plegarias matutinas en la capilla, los alrededores familiares y los rostros de la anciana servidumbre evocan recuerdos de mi juventud. Me aíslan de la guerra, del Rey y de las turbadoras alucinaciones de la Historia. He buscado refugio en una adorable alucinación de otra especie; me he puesto seriamente a escribir una novela sobre el caudillo Ordony, un antepasado de nuestra familia. Paso días enteros en la biblioteca del castillo y, en las estepas asiáticas del gran período migratorio, durante el cual siete tribus —nuestros antepasados húngaros— emprendieron el camino del oeste durante el siglo IX después de Jesucristo, empiezo a encontrarme como en casa. Una de las tribus iba capitaneada por Ordony. Juan Hwang me es de gran ayuda para la busca de fuentes de información; su presencia, afortunadamente, no ha llamado la atención de mi familia, porque pasa inadvertido en la inmensidad del castillo y entre las bandadas de huéspedes. Mamá me reprocha constantemente que eluda la compañía. Pero todos me aburren inmensamente; en estos momentos no me interesa más que la novela.

»¿Cómo debieron ser mis antepasados de las estepas de Asia de hace mil años? Me basta asomarme a las ventanas que dan al parque donde los prisioneros de guerra rusos están cortando la hierba. Entre ellos hay algunos tipos maravillosos. Uzbeks, perfiles turcos primitivos del Cáucaso, o mongoles de ojos rasgados. Asia ha invadido nuestro parque de Ararat, pero pacíficamente, desde luego. Cuando pasamos por donde están los prisioneros rusos, se quitan el gorro, se cuadran, rígidos y levantan sus hoces como si presentasen armas. Son hombres tranquilos, buena gente. Están contentos de estar aquí, bien tratados y bien alimentados. Es mejor estar aquí, segando la hierba bajo la sombra de los nogales en flor que en los campos de batalla, siendo segados por la muerte. Ninguno de los rusos está aquí por casualidad. Papá y tío Dmitri incluyen siempre una lista de nombres en sus cartas. Requisan de los miserables campos de concentración a sus protegidos y se los llevan a sus tierras o alquerías. Algunos veces vamos a ver una de sus fiestas y vemos aquellas interminables y agotadoras danzas, con los brazos cruzados en alto y saltando sobre sus tacones. Tienen un increíble don de la danza. Cantan encantados para nosotras, y sus canciones a cuatro voces son verdaderamente bellísimas. Juan Hwang está constantemente entre ellos y tiene ya recogidas más de doscientas palabras que son comunes a los idiomas ruso y húngaro. Estos rusos han aprendido muy aprisa el húngaro. Su facilidad se ve fortalecido por el hecho de que las viudas de guerra del pueblo están más que encantadas de compartir sus rayadas sábanas con todos estos Ivanes y Nikolais. Supongo que las Katiuskas de las propiedades de tío Dmitri deben hacer lo mismo con los húngaros. De esta forma el pueblo, si le dejasen, pasaría encantado toda la guerra entre las sábanas.

»Ayer por la tarde, mi hermano Rere dio una gran representación de circo en el parque. Encontró el cochecillo al que solía enganchar a mi burrita blanca Mici, cuando era pequeña. Mici tenía unos ojos azules grandes como ciruelas. En vista de que no tenía asno, Rere se puso él mismo los arneses y sentó a uno de los rusos en el cochecito, que lo azotaba con un látigo, jugando, desde luego. El juego fue idea de Rere, porque los idiotas, en el fondo, son como chiquillos. Era una cosa risible ver a un conde con gorra derby enjaezado con unos arneses y arrastrando un carruaje como un animal de tiro mientras un prisionero ruso azotaba su espalda con un látigo. Todo el mundo se reía a carcajadas.

»Juan Hwang, a mi lado, no se ha reído. De nuevo en sus facciones se filtraba aquella sorprendente alucinación de cuando estaba abstraído en sus pensamientos. Tiene la inquebrantable teoría de que las fuentes del rejuvenecimiento del mundo residen en los hombres primitivos de las grandes cavernas del Oriente y que los pueblos de Occidente son débiles y decadentes. Me es imposible seguir sus razonamientos pero sus palabras quedan grabadas en mí. Esta noche, mientras estaba paseando por el parque pensando en un capítulo de mi novela, me detuve a escuchar. Las cuatro voces armónicas de una canción rusa llegaron a mí desde los heniles. Era bello y aterrador, parecía como si toda Asia estuviese cantando y el viento barriese las voces desde las estepas de los kirghises. El melodioso poder de las armonías, cuando alcanzaban el clima de la melancólica canción, parecía casi amenazar al castillo.»

15 de mayo.

«Es inútil, no puedo aislarme del mundo exterior. La proximidad de la guerra es evocada constantemente, no sólo por la presencia de los prisioneros rusos, sino por el gran mapa clavado en uno de los salones de la planta baja. El señor Gruber es quien tiene la misión de mover adelante o atrás las diminutas banderitas de colores, según los comunicados de los periódicos de la mañana. Y cada uno de estos movimientos puede quizá representar setenta mil bajas. Zia es quien tiene la misión de fabricar las banderitas y está muy orgullosa de ello. Tiene sólo siete años, pero, en lugar de hacer vestidos para sus muñecas, hace banderitas de colores que representan les frentes de batalla. Después del desayuno, papá se pone delante del mapa, fumando su cigarro, con las piernas abiertas y anota la situación militar satisfecho o contrariado. En general, todo el mundo discute la situación militar durante el día entero; y todo el mundo lo hace con un tono que parece sugerir que sólo él está en posesión de los grandes secretos militares, pero que no quiere revelar más que fragmentos de los mismos. Yo siento una sola cosa, una especie de incurable jaqueca; la guerra sigue adelante y la punta de la bayoneta va penetrando hacia el punto fatal del cuerpo del mundo. El Rey es para mí un pensamiento de gran importancia.»

17 de mayo.

«Un día magnífico y muy feliz. Los escritores como yo siempre están satisfechos de ver su obra impresa. Estoy particularmente satisfecha porque he sometido mi manuscrito bajo un nombre de guerra, «Pájaro Azul», y una revista literaria llamada Luna Llena, ha aceptado imprimirlo. Es una novela corta que se desarrolla así:

EL ANIMALITO MISTERIOSO

Antes de quedarse dormido, el rey Mondolfred XVII alcanzó su vaso y bebió otre sorbo de leche, procedente de unas cabras alimentadas con pétalos de rosa. Su chambelán cerró las pesadas cortinas del endoselado lecho y salió de puntillas del dormitorio real alumbrado por la tenue lamparilla puesta delante de la imagen de la Santa Virgen.

Una hilera de inmóviles alabarderos montaba la guardia a lo largo de los corredores del palacio. La luna lanzaba su luz fantasmagórica a través de las ventanas ojivales emplomadas. Debía ser cosa de medianoche cuando un curioso animalito apareció sobre el suelo de mármol del corredor y, saltando como una pelota de goma, consiguió desaparecer por una hendidura de la puerta principal. Era del tamaño de una rata, pero más redondo, y bajo la luz de la luna parecía de un color de púrpura oscuro.

—¿Qué ha sido esto? —preguntó Andrés de Berulia, que estaba cerca de la puerta.

—Una comadreja, me parece... —dijo el alabardero a su lado.

—No era una comadreja —dijo otro más alejado sin mover ni siquiera ligeramente la cabeza al contestar.

—¿Qué es eso? ¿De qué habláis? —preguntó una tercera voz.

—De un curioso animalito que acaba de pasar.

—Estáis viendo visiones —dijo Michael de Gorma con voz grave, quien era capaz de quedarse dormido de pie con los ojos abiertos.

Los alabarderos no prosiguieron su discusión sobre el curioso animalito. El silencio y la luz de la luna reinaron de nuevo en los corredores del real palacio.

Pero el misterioso animalito reapareció al día siguiente a medianoche. Esta vez fue visto por todos, dos de los alabarderos lo vieron incluso aparecer por una rendija de la puerta en la cámara real. Andrés de Berulia arrojó su alabarda sobre el fugitivo animal. El arma, con su chirrido peculiar, resbaló sobre el mármol, en persecución de la víctima, y llegó incluso a él, pero el animalito hizo un hábil regate, esquivándola, y consiguió escabullirse por la rendija de la puerta, a pesar de que esta grieta era tan estrecha que apenas entraba en ella la punta de la alabarda. Evidentemente, el animalito tenía la curiosa habilidad de peder cambiar a voluntad la forma de su cuerpo.

Esta vez los alabarderos pusieron lo ocurrido en conocimiento del chambelán mayor. A la noche siguiente montaron una guardia en el dormitorio con la orden de mantener las miradas fijas en el soberano. Bajo la influencia de la leche de cabra, Mondolfred XVII, con las manos cruzadas sobre el pecho, dormía apaciblemente bajo su dosel. La débil luz azulada de la lamparilla tocaba apenas su barba de un rubio rojizo. Sobre medianoche la guardia vio al extraño animalito salir de las mantas del Rey. En cosa de pocos segundos se produjo en el corredor exterior un terrible alboroto. Las alabardas volaron en dirección del animalito, pero en vano. La rígida hilera de alabarderos zumbaba de emoción, y algunos de ellos aseguraron que el animalito no tenía cuerpo, sino que era una sombra.

Al día siguiente los consejeros del Rey pasaron el tiempo discutiendo la forma de atrapar y dar muerte al misterioso animal. No le dijeron nada al Rey por temor a perturbar su descanso. Por la noche el montero mayor del Rey apostó a la puerta del palacio los mejores sabuesos de las perreras reales. Los monteros sujetaban los perros con las traíllas, que temblaban ya ante la expectación de la cacería.

Súbitamente se oyeron, procedentes del corredor, los gritos de los alabarderos y el metálico chocar de las armas contra el suelo. Bajo la luz de la luna se vio claramente al animal aparecer por debajo de la puerta y bajar zigzagueando las escaleras, dirigiéndose hacia el parque. En aquel momento los monteros lanzaron un agudo grito y las jaurías se precipitaron hacia el animalito desencadenando una tempestad de furiosos ladridos. Saltando por encima de los setos en su loca persecución, los manchados sabuesos parecían casi volar bajo la luz de la luna. El animalito, corriendo a una velocidad vertiginosa, buscó refugio en la esquina del alto muro de piedra que rodeaba los últimos establos. Los alocados ladridos de los perros se convirtieron de repente en una locura ensordecedora. Se caían de espaldas al saltar y durante un momento la forma purpúrea del animalito apareció entre los colmillos de uno de los perros, pero de nuevo se deslizó al suelo y con una portentosa ostentación de fuerza describió un arco en el aire alcanzando otra vez el muro de piedra. Furiosos, los perros se lanzaban contra el muro y su ímpetu les hizo casi alcanzar la cumbre, pero sólo consiguieron arañar la arista con sus patas delanteras y caer de nuevo de espaldas al suelo. La caza había resultado infructuosa.

El propio comandante de las fuerzas tomó parte en la conferencia del día siguiente. Los mejores arqueros, lanzadores de picas y lanceros del real ejército se estacionaron alrededor de palacio formando cerradas filas. La fiebre de la batalla se apoderaba de todos los soldados, y los consejeros del Rey consideraban que su honor y dignidad dependían de la destrucción del pequeño animal.

A medianoche, cuando de nuevo se oyó el tumulto en el corredor, un diluvio de dardos y flechas cayó sobre las escaleras. El huidizo animal halló milagrosamente un camino entre la densa selva de las piernas de los soldados. Uno de ellos consiguió alcanzarlo con su bota claveteada pero el animalito escapó por debajo; sin embargo, su carrera fue pronto cortada Un momento después, la acerada punta del pico del hábil piquero Juan de Zorhin, alcanzó el blanco. Un triunfante aullido de victoria sonó en el aire. Todos se arremolinaron alrededor del héroe, que se precipitó por el corredor con su pica en alto porque los consejeros del Rey esperaban impacientes. Llevaron una antorcha para examinar mejor la presa capturada.

La punta de la pica atravesaba un corazón humano.

18 de mayo.

«Le he dicho a Juan Hwang que he escrito con el seudónimo de «Pájaro Negro» y le he dado a leer mi cuento. Me dijo que estaba bien, pero no me pareció tan entusiasmado como esperaba. Desde luego, no quiere a los Habsburgo y en su opinión el Rey no es más que un instrumento inútil. No les he enseñado mi cuento a papá y mamá porque son incapaces de comprender ningún simbolismo. Pero no he podido resistir la tentación de dárselo a tío Cini. Su opinión ha sido desalentadora. Sostiene que escribir de esta forma es peligroso y desmoralizador. Todo él mundo tiene el deber de orar por la victoria alemana. Explicó la situación militar y el fiasco de la ofensiva francesa. Su rostro estaba congestionado al hablar de la victoria alemana: y comprendo que es un Schäyenheim de cuerpo entero.»

4 de junio.

«Los días transcurren monótonos. El verano es particularmente caluroso y asfixiante este año. Algunas veces paso horas enteras en un banco del jardín, sentada inmóvil en medio del perfecto silencio de la caída de, la tarde, sin que la más leve brisa mueva las hojas. No puedo quitarme de la cabeza la espantosa tormenta que azota al mundo entero. Envidio a Zia y a todos los chiquillos que no experimentan esta sensación y pueden entregarse a los placeres del verano.

Ha llegado otra carta de tío Dmitri, vía Suecia, después de una demora de unas seis semanas. La carta ha traído dos tristes noticias; por una parte, la abdicación del Zar, y que a Miroshka (tía Mira) han tenido que amputarle un dedo del pie que se le heló durante una cacería en el mes de enero. El Zar abdicó el 15 de marzo y el mundo entero lo supo pocos días después, pero tío Dmitri habla del asunto como si fuese una cosa confidencial familiar, encargándonos que no propalemos la noticia. ¡Cuan sorprendentemente ingenua puede llegar a ser la gente! La carta dice así:

Después del asesinato de Rasputín la Corte hizo cuánto pudo por salvar lo que podía ser salvado y yo mismo tuve dos audiencias con el Zar. A fines de febrero las demostraciones de hambre en Moscú y San Petersburgo han alcanzado proporciones de verdadera revolución y el Gobierno ha tratado en vano de aplacar a la Duna. No ha servido de nada dictar autos de detención contra los jefes del partido liberal. El Gobierno ha tenido que dimitir e Iki fue nombrado nuevo Primer Ministro (es un primo mío a quien puedes recordar haber conocido en mi casa). Pero cuando parecía que el gobierno Lvov iba a conseguir dominar la situación, ha aparecido en la escena política un abogado de poderosa palabra; es un hombre que conozco muy bien porque intentó un proceso difamatorio contra mí poco antes de la guerra; referíase al mantenimiento de una muchacha y sobornó a unos testigos para probar que pasé dos noches con una mujer llamada Olga Ilovna en el Hotel Georgia de Moscú, disfrazado de tratante en pieles bajo el nombre de Simitcs; ni una palabra de todo esto es verdad porque pasé tan sólo media hora hablando con esta mujer en su habitación. Y así, este sucio abogado, Kerenski, se apoderó del poder y convirtió a mi desgraciada patria en una República. Ya sabes lo que significa la palabra «república» y si no lo sabes te aconsejo que no lo averigües, porque este canallesco abogado socialista está engatusando a los campesinos con promesas de todas clases y distribución de tierras. Pero la Entente le hará pronto tragar sus palabras. Ayer mismo, hablé con sir Evelyn Johnson quien me dijo confidencialmente que una parte de la escuadra inglesa estaba ya en camino por el Báltico, y que Inglaterra pondría orden en los asuntos internos de Rusia.

»Papá quedó visiblemente anonadado después de haber leído esta carta. Distribuyó una caja entera de cigarros entre los prisioneros rusos que trabajan en el parque. Esto es algo que no había hecho jamás.»

10 de junio.

«Según los comunicados, la estrella germana está en ascenso. El Rey ocupa mi mente; me gustaría estar a su lado para aliviar su sobrecargada responsabilidad. Temo que debe haberse arrepentido desde hace ya tiempo de su carta al príncipe Sixto porque los hechos han demostrado que tío Cini tenía razón.

»Juan Hwang ronda a solas por el parque durante horas y horas, con aspecto desesperado. Hay una gran conmoción en el mapa del salón de la planta baja porque las banderitas avanzan triunfantes y todo el mundo tiene su pregunta o su comentario que hacer.

»Si alguna vez escribo una novela moderna tomaré al señor Gruber, el secretario de papá, como modelo de uno de mis personajes. Uno de sus ojos es verde y el otro pardo, y ambos se destacan en medio de sus facciones pulcramente afeitadas. Pese a su pesada corpulencia es ligero en el andar. Cuando explica algo tiene la costumbre de apoyar un dedo en la nariz abriendo sus ventanas para aspirar el aire. Después, al terminar la frase, suele empujar con el índice a su interlocutor, que generalmente pierde el equilibrio. Pero termina la mayoría de sus frases con un resoplido y agita los brazos en el aire con tal fuerza que parece que tengan que desconjuntarse sus articulaciones, haciendo chascar los dedos con tal rapidez que nadie puede darse cuenta de sus movimientos. De repente se aleja unos pasos, se detiene, mira con sus ojos, desiguales a la víctima de su elocuencia, retrocede y lanza un resoplido ante su rostro con un rasposo Oh, la, la!... emitido con voz gutural lanzando al aire los acentos al terminar la frase, como hace un malabarista con sus pelotas blancas; hace sus preguntas como si le interesasen mucho las respuestas, pero se contesta él mismo, acercando su rostro al mío y en estas circunstancias sus ojos se acercan tanto uno a otro que no se sabe cuál es el verde y cuál el pardo. El señor Gruber es alemán por parte de su padre, pero su madre era francesa. ¿Qué puede desear un hombre así? ¿Se alegra de los avances alemanes o se entristece de las derrotas francesas? No puedo averiguarlo. Lo observo por que me parece verme a mí misma en él; también yo soy esta mezcla, sangre húngara y alemana. Algunas veces siento un gran deseo de poseer el espíritu oriental de Juan Hwang, mientras otras veces no puedo soportar su presencia y pienso en tío Cini»

27 de julio.

«Después de la gran derrota francesa en la Champagne, con su gran pérdida de sangre, la última ofensiva rusa se ha derrumbado también y la estrella alemana asciende cada vez a mayor altura. Tío Cini está alegre como un pájaro porque está borracho a partir de la mañana. Durante semanas enteras el aire ha estado saturado de emociones y soy incapaz de continuar mi novela, como tampoco tengo ganas de proseguir este diario. El calor es insoportable, como si el mundo entero estuviese en llamas. Esta mañana Juan Hwang me ha brindado este resumen de la situación.

«Kerenski, antes de lanzar su ofensiva contra los alemanes, imploró de sus aliados occidentales que aprobasen la conferencia de Estocolmo sobre el socialismo internacional, porque sólo una conferencia de esta naturaleza puede traer consigo una verdadera paz democrática, además que esta conferencia puede también inducir a los pueblos hambrientos de Alemania y la Monarquía a la rebelión. Los miembros de las naciones de la Entente no quieren, sin embargo, aprobar la conferencia de Estocolmo, porque temen que podrían prestar nuevas fuerzas al espíritu revolucionario que ha sacudido ya a toda Europa. Por extraño que pueda parecer, el moderado Kerenski está tan alejado de sus corazones como el emperador de Alemania. Creen que Kerenski no tiene por qué mezclarse con los asuntos internacionales; su deber es cumplir con sus compromisos contractuales y atacar a los alemanes. Kerenski, como un chico obediente, los ha atacado. No sólo los cadáveres de los rusos quedaron colgando de las alambradas de espino del frente oriental, sino también el último vestigio de la paciencia del pueblo.»

26 de octubre.

»Cuando comenzaron las hostilidades, el emperador Guillermo dijo que la guerra habría terminado cuando las hojas comenzasen a caer. Desde entonces las hojas han caído tres veces, incluso en el parque de Ararat. Hemos pasado estos últimos dos meses en Septemvir Utca. Hace ahora seis meses que vi al Rey por última vez y no he sabido nada de él desde entonces. Imagino que debe ser feliz porque los periódicos vienen ahora llenos de las decisivas victorias conseguidas por la ofensiva austroalemana dirigida contra los italianos en Caporeto.»

23 de marzo de 1918. Viena.

«Han transcurrido cinco meses desde que escribí la última palabra en mi Diario. Tampoco ha adelantado mi novela; desde entonces mi estado mental parece haberme exigido una completa ruptura con todas las preocupaciones del mundo. Como un globo flota al capricho del viento. Estas últimas semanas las he pasado con Juan Hwang en nuestra casa de Bösendorferstrasse. He regresado a Viena par estar cerca del Rey. Algunas veces me parece que me ha olvidado completamente. Cuanto más se eleva la estrella alemana, más parece alejarse de mí. Los grandes titulares de los periódicos dicen que los alemanes del frente occidental han conseguido incluso dispersar totalmente las unidades de caballería del general Gough. Sí, la estrella germana, y con ella la de la Monarquía, asciende cada vez a mayor altura, pero al propio tiempo, el hambre en Viena ha llegado a ser algo grave. No sé lo que sería de mí sin las provisiones de mi casa. El fértil cerebro del señor Gruber ha organizado un pequeño servicio de contrabando en beneficio de mi modesto personal doméstico. He estado pensando en solicitar una audiencia con el Rey, con una excusa cualquiera. Es terrible pensar cuan lejos, a cuánta altura, se ha situado de mí. Ayer era domingo y estuve sola en casa, porque la servidumbre había ido a divertirse al Prater. Como recuerdo, arreglé las sillas en el salón de la misma forma que estaban aquella tarde de mayo de hace siete años. ¡Dios mío, cuántas cosas han ocurrido en siete años! Recuerdo perfectamente al Rey, tan alejado todavía del trono en aquellos tiempos, sentado en aquel sillón forrado de rojo obscuro. He encontrado en mi guardarropa el traje azul celeste que llevaba aquel día, y me lo he puesto. He representado la escena de nuestro primer encuentro. Todo a mi alrededor cobraba vida; la música zíngara y la fragancia de los árboles en flor entraba en la habitación por la ventana; me parecía oír ruido de voces, pero al mismo tiempo todo me parecía también una horrenda alucinación. He arrojado la pelota al sillón tapizado de rojo: Apfelstrudel! Y me he quitado el pendiente saliendo de la habitación para pagar el rescate; me he detenido detrás de la puerta esperando que viniese mi caballero errante a sacarme del pozo. Pero no ha venido. Esperé así media hora, una hora, y lentamente comenzó a obscurecer. El miedo y una sensación de impotencia se apoderaron de mí; empecé a llorar quedamente en la obscuridad, y tendí la mano en busca del corazón del Rey que me había prometido la profecía de Frau Katz.

»¿Por qué me ha abandonado de esta manera desde hace un año? Lo he servido abnegadamente, incluso con riesgo de mi vida, en Ginebra...

»Esta noche he orado largo rato. He encontrado esta frase en el libro de San Ignacio de Loyola: «Enséñanos, Señor, a trabajar, y no pedir recompensa.»

17 de abril.

«La estrella alemana sigue ascendiente, rutilante. Rumanía está a los pies de Alemania desde Navidad; el tratado de Brest-Litovsk selló el destino de la destrozada Rusia hace algunas semanas, los periódicos de esta mañana anunciaban triunfalmente el arrollador avance alemán desde Yprés hacia París. El barón K., del Ministerio de Asuntos Exteriores, me ha llamado esta mañana. Dice que la victoria final está ya asegurada y que se están ya haciendo planes en Schönbrunn. El archiduque Maximiliano ha sido elegido para gobernar el nuevo estado eslavónico del sur cuando entre a formar parte de la Monarquía. Toda Rumanía y las regiones del sur de Polonia caerán bajo el dominio húngaro. La Monarquía será más grande y más poderosa que nunca.

»El Rey ha desaparecido de mi vista exactamente como el día de la coronación. Pero esta vez se ha alejado mucho más y a mayores alturas.

»Un día de acontecimientos, un día fatal. Ha caído como un estallido después de la enojosa y triste monotonía de los tiempos recientes.»

20 de abril

«Todo ocurrió exactamente de la misma forma que hace un año. Estaba en el baño sobre las once de esta mañana cuando entró mi doncella Margaret diciéndome que un desconocido deseaba hablar conmigo. Margaret no tiene memoria para las fisonomías. Le dije que lo despidiese (debía ser un pedigüeño o un corredor). No quería irse, era portador de una carta que tenía que entregar en mis manos; una carta de Schönbrunn. Cuando salí despeinada a la puerta me encontré con los mismos ojos cercanos que escudriñaron mi rostro. Era aquel hombre de rostro impasible y azulado. La carta estaba escrita en la misma clase de papel y lápiz:

Le ruego se halle en el apartamento número 15 de Blau Lampe Strasse, donde nos reunimos hace un año, a las seis de esta tarde. Muy importante.

«Esta vez las dos últimas palabras indicaban claramente que el Rey no me invitaba a una cita de amor. Juan Hwang ha salido esta mañana temprano y no ha regresado todavía por la tarde. Le he dejado una nota diciéndole dónde iba; imagino con qué impaciencia ha debido esperar mi regreso.

»En él taxi tuve la sensación de que la Montaña había temblado de nuevo y que, más que nunca, estaba a punto de abrir sus profundidades.

»De nuevo el hombre de azulado rostro me abrió la puerta y el Rey estaba ya en la habitación. La tristeza se impuso al latir de mi corazón; ¡cuánto había cambiado en el transcurso de un año! Parecía diez años más viejo. Su voz era suave y afectuosa al precipitarse hacia mí tendiéndome la mano. Después, su rostro se ensombreció súbitamente.

—¡En valiente lío me ha metido su tío Cini!

«Esto fue para mí una sorpresa, porque hasta ahora siempre había llamado a tío Cini, «mi ministro de Asuntes Exteriores». Y ahora, de repente, se convertía en su tío Cini».

—¿Qué ha ocurrido?

—Ha pronunciado un disparatado discurso. Contestando a las tentativas de paz de los franceses, ha declarado que Alsacia y Lorena pertenecían de derecho a Alemania, y que la Monarquía no había albergado jamás la menor duda sobre los derechos de Alemania. Ante lo cual Clemenceau ha tenido un ataque de rabia y contestado por medio de la Agencia Havas diciendo que el ministro de Asuntos Exteriores mentía como un villano, porque la Monarquía había apoyado la pretensión francesa el año pasado.

»Me quedé sin aliento.

—¿La carta a Sixto de Borbón?

»El Rey asintió silenciosamente.

—Esta mañana me han llamado por teléfono. Tío Cini estaba al otro extremo del alambre, en Bucarest, donde acababa de dictar las condiciones del tratado de paz con Rumanía. Estaba furioso y me preguntó si les había dado a mis cuñados alguna carta relacionada con nuestra entrevista del año pasado. Le dije que se calmase, que no había escrito ninguna carta. Pero no quedó convencido; ha tomado el tren inmediatamente y estará aquí mañana por la mañana.

»El Rey buscó mi mano.

—Kristina, usted estuvo presente a la entrevista desde el principio al fin. Ahora escuche bien las palabras que tengo que decirle. Ya sabe usted cuál es la situación militar; los alemanes avanzan sin detenerse. Cuando un hombre se encuentra en un apuro se agarra donde puede. Esto es lo que está haciendo ahora Clemenceau conmigo. Quiere dar a la publicidad mi carta dirigida a Sixto. Si los alemanes se enteran de ella, habrá sido inútil la alianza de la Monarquía a los victoriosos; todos nuestros sacrificios habrán sido estériles, los alemanes romperán con nosotros como aliados traidores. Conozco a Lüdendorf y es capaz de hacerme fusilar.

»Quedó mirando en el vacío, y en aquel momento su expresión era tan lastimosa como la de un chiquillo. Su traje de paisano mal cortado acentuaba su aspecto infantil.

—Tome una hoja de papel, por favor —dijo, saliendo de sus meditaciones—, y escriba exactamente lo que le diré, porque cada palabra es importante. Aquí tiene usted lo que pasó en esta habitación en marzo último. Los cinco nos quedamos aquí después de la marcha de tío Cini. Los dos Borbones, usted, yo y Osear.

—¿Florián?

—No, no, Florián —dijo en rey con énfasis—. ¡Oscar!

—¿Oscar? ¿Qué Oscar?

»El rey señaló hacia la puerta.

—El que le ha abierto la puerta. El que le ha entregado la carta. Mi hombre de confianza. Se llama Oscar.

«Tomé buena nota de ello, porque olvido fácilmente los nombres. Así, pues, aquel hombre de rostro mudo de color de pizarra se llamaba Oscar.

—Cuando terminé mi carta a mi cuñado Sixto —prosiguió el Rey—, miré a mi alrededor con la carta en la mano y después se la di a Oscar para que la metiese en un sobre. Por favor, subraye esto. Fue a la habitación contigua. Estuvo fuera tanto tiempo que lo llamé: «¿Qué ocurre? ¿Es que no encuentra usted un sobre?» Y Oscar contestó: «Estoy buscando uno en los cajones de la mesa.» Después, cuando apareció otra vez a la puerta, estaba mojando el sobre con los labios con objeto de cerrarlo. ¿Ha anotado usted todo esto?

—Sí, Majestad.

»El Rey se levantó, recorrió dos o tres veces la habitación con las manos en la espalda y salió súbitamente. Cuando regresó a los pocos segundos me fue difícil reconocerlo. Llevaba la barba postiza, el cuello del gabán levantado hasta los ojos y el sombrero hundido hasta la frente.

—Tengo que marcharme ahora, Kristina, porque hay mucho que hacer. Tenga la bondad de estar mañana, por la mañana, en Schönbrunn a las nueve. A las nueve en punto. Y relea usted varias veces lo que ha escrito a fin de no cometer ninguna equivocación.

»Tomó mi mano entre las suyas y dijo, casi en tono de excusa:

—Le estoy muy agradecido. Adiós.

»Dió rápidamente medía vuelta y desapareció.

»En casa, con gran sorpresa por mi parte, no solamente me esperaba Juan Hwang, sino también Florián, a quien no había visto desde la entrevista celebrada con los Borbones. Después de tanto tiempo me produjo una impresión peor que la que me había producido el Rey. Su rostro era más gris y anguloso que nunca, y ahora parecía realmente como si no fuese de carne y hueso. Tuve que explicarles todo lo ocurrido, con todos los pormenores mientras ellos me escuchaban atentamente, inmóviles. Cuando hube terminado, Juan Hwang apartó la silla a un lado y se asomó a la ventana. Florián continuó con la mirada vaga, inmóvil. Juan Hwang fue el primero en romper el silencio.

—El Rey es inexcusablemente estúpido. Está bajo el hechizo de la victoria alemana; es sordo y no puede oír lo que pasa a su lado. La Monarquía está exactamente en el punto en que estaba Rusia el año pasado. —Florián asintió nerviosamente. Juan Hwang continuó—: Berlín y Viena no pueden sostenerse de hambre. En los alrededores de la Baja Cámara húngara se puede oír hablar abiertamente de una ruptura con Austria. Viena está llena de socialistas, mientras los checos... El Rey tiene que estar completamente ciego para no ver lo que quieren los checos.

»Hizo un gesto de reprobación con la mano. Florián dijo:

—El Rey no puede hacer más que una cosa. Cuando tío Cini vaya a verlo mañana para pedirle cuentas, en lugar de repudiar la carta de esta forma estúpida y cobarde, tiene que decirle: «Sí, escribí la carta y asumo la responsabilidad.» Y si tío Cini está dispuesto a discutir, tiene que hacerlo detener en el acto.

—¡Exacto! —exclamó Juan Hwang.

—EL Rey tiene que declarar un armisticio inmediatamente y ponerse al frente de las tropas contra los alemanes. Es la única forma de salvar algo de la situación.

»Juan Hwang se acercó a mí diciéndome apasionadamente:

—Escucha, Kristina, Florián tiene razón; es el único camino. Pero el Rey es demasiado cobarde para seguirlo. El destino ha puesto este importante papel en tus manos. Tú eres más grande que el Rey y tío Cini juntos. Más grande, porque eres bella y apasionada. En momentos como éste es siempre la belleza y la pasión de una mujer la que decide el curso de la Historia.

»El rostro ceniciento de Florián asintió.

—Mañana —prosiguió Juan Hwang— debes desenmascarar la infantil falsedad del Rey. Debes agarrar al Rey y arrastrarlo contigo hacia abajo. ¿Abajo? ¡Arriba! Si haces lo contrario de lo que te pide, no lo traicionarás... ¡salvarás su vida!

—El Rey es un hombre honrado —dijo Florián—, pero es terriblemente débil e indeciso. Estoy de acuerdo con Juan Hwang en todos los puntos. El futuro de la Monarquía, del Rey y de todos nosotros, será decidido mañana.

»No puedo recordar cuánto duró la discusión. Me fui a la cama sin haber probado bocado y mi corazón y mi cerebro parecían completamente turbados. Las profundidades de la Montaña estaban abiertas y mostrábanse amenazadoras. La Gran Misión, la Misión Importante de Frau Katz aparecía de nuevo; entraba finalmente en mi vida. Juan Hwang y Florián rodeaban mi cama con pasos silenciosos, y antes de quedarme dormida oí palabras como éstas:

—Recordad, condesa, que la vida de millones de soldados depende de lo que ocurra mañana...

—Serénate y tranquiliza el corazón del Rey. El Rey te escuchará. El Rey te ama.»

21 de abril.

«Pocos minutos antes de las nueve de esta manaba estaba ya en la antecámara del Rey en Schönbrunn. El ayudante se limitó a decirme que el ministro de Asuntos Exteriores estaba con Su Majestad. La antesala estaba llena de altos personajes militares y de Estado que discutían la situación en voz apagada. Sus palabras demostraban con claridad que creían inminente la victoria alemana. Juan Hwang y Florián seguían rondando a mi alrededor como dos sombras y cuanto me habían dicho me parecía una torturante alucinación. Allí, en aquella habitación blanca y dorada, cada una de las palabras —Somme, Gough, Lüdendorf, el Marne— y cada una de las ventajas militares alemanas adquiría una substancia deslumbradora.

»El ayudante abrió la puerta y se inclinó delante de mí. Mi corazón latía en mi garganta. Tío Cini, con su flotante corbata negra, estaba sentado frente al Rey. El Rey llevaba el uniforme de mariscal de campo, con una profusión de estrellas y —quizá fuese a causa del resplandeciente uniforme y el antiguo marco de la gran habitación— Carlos era ahora el rey y emperador, potente y majestuoso. Avanzó unos pasos hacia mí y me saludó con marcada frialdad.

—Buenos días condesa.

»Pero al estrecharme la mano vi en sus ojos un guiño de confabulación. Después inició la conversación, mientras tío Cini estaba de pie al lado de la mesa, alto, negro y amarillo.

—Le he rogado que viniese usted, condesa —dijo el Rey con tono malhumorado y severo—, porque quisiera que nos dijese exactamente lo que ocurrió cuando la carta que el príncipe Sixto se llevó de Laxenburg le fue entregada el año pasado. Trate de recordar todos los pormenores y no diga más que la verdad.

»En aquel momento una muda súplica apareció en sus ojos; fue sólo un instante, pero penetró en mi corazón.

«Mientras repetía lenta y tranquilamente la lección aprendida de memoria, tío Cini fijaba sus ojos fríos en mí. Cuando terminé, me hizo una pregunta.

—¿Así Osear puso la carta en un sobre?

—Sí.

—¿En la habitación contigua?

—Sí, lo recuerdo perfectamente.

»Tío Cini se inclinó sobre la mesa, cruzó sus largos brazos sobre el pecho y volvió hacia el Rey una mirada sardónica.

—Majestad, este incidente del sobre me parece demasiado infantil. Temo que Clemenceau tenga razón.

»El Rey se levantó violentamente de la silla y gritó con voz apasionada:

—¿A quién das crédito, a Clemenceau o a tu emperador?

«Tío Cini quedó impasible ante la reprimenda. Con la misma sonrisa respondió:

—Majestad, permitidme que os conteste con una conocida anécdota. Un viajero fatigado llegó a una alquería y le pidió al granjero que le prestase su muía. El granjero dijo que lo sentía mucho, pero que el día anterior había prestado la muía a un vecino suyo. En aquel momento la muía relinchó en el establo y el viajero exclamó: «¡Pero su muía está aquí!» El granjero se puso rojo de rabia y gritó: «¿A quién cree usted, a mi muía o a mí?» —Tío Cini hizo una leve inclinación delante del Rey—. La muía, desde luego, es Clemenceau—. En el acto la sonrisa desapareció del rostro de tío Cini y con una expresión pétrea se apartó de la mesa para dirigirse a su cartera que había dejado sobre uno de los sillones. Abriéndola, sacó un ejemplar de Le Temps—. Acaso Vuestra Majestad —dijo— ignore la clase de prueba que Clemenceau tiene en su posesión —Extendió el periódico sobre la mesa—. Aquí... el periódico reproduce un facsímil de la carta, escrita por la propia mano de Vuestra Majestad, en la cual admitís la justicia de las pretensiones francesas sobre Alsacia y Lorena.

»El Rey cogió el periódico, examinó la reproducción y dijo con calma:

—Esta no es mi escritura.

»Tío Cini se inclinó de nuevo sobre la mesa, cruzó sus brazos inverosímilmente largos, semejantes a tenazas, sobre su pecho, y con una sonrisa en la que se combinaba la deferencia del subordinado con el más insolente sarcasmo, dijo:

—Seguramente Vuestra Majestad conoce la historia que se cuenta respecto al conde de Bombelles, el médico del emperador José II. Bombelles era un hombre muy elegante y una vez dijo en un grupo de amigos que un verdadero caballero no usa nunca zapatos de color. Alguien miró al suelo y dijo: «¡Pero si Vuestra Excelencia usa ahora zapatos de color!» Bombelles bajó la mirada a sus pies y respondió: «¡Estos no son mis pies!»

»Inclinándose levemente, tío Cini miró al Rey a través de sus párpados entornados. El Rey no sonreía. Apretó un pulsador fijado en el ojo de un pez de ónix que había sobre la mesa y cuando entró el ayudante, dijo:

—Haga entrar a ese hombre.

«Tuvimos que esperar un momento, pero nadie dijo nada. Tío Cini se puso el monóculo rápidamente y el círculo que el cristal describió en el aire pareció un halo de desdén. El Rey estaba de cara a la ventana, mirando hacía el parque. Yo cerré los ojos, porque estaba a punto de desvanecerme.

«Cuando la puerta se abrió vi a des guardias armados hacer entrar a Oscar, el hombre de rostro azulado, mientras ellos permanecían afuera. Sólo el ayudante acompañó a Osear dentro de la habitación y volvió a salir. Osear estaba de pie delante de la puerta blanca y dorada, con la cabeza ligeramente baja, como un condenado a muerte. Embarazado, sostenía su sombrero entre sus manos. El Rey se volvió hacia él.

—Tenga usted la bondad de decirnos...

«Pero tío Cini lo interrumpió bruscamente.

—No hay necesidad, señor. Es la tercera vez que oigo esta historia.

«Comenzó a frotarse sus largas y huesudas manos delante del rostro del Rey.

—Majestad, quisiera que comprendiese que todo esto es inútil. ¿Cree Vuestra Majestad que los franceses han perdido la cabeza?

»El Rey miró fríamente a tío Cini de pies a cabeza y con una calma y dignidad que hasta cierto punto no le cuadraba en aquel momento, dijo:

—Una vez más, conde, le digo que yo no he escrito esta carta. —Golpeó el periódico con la palma de la mano y exclamó con calor—: ¡No es mi escritura! ¿Quiere usted mi palabra de honor?

»Tío Cini seguía frotándose las manos.

—¿De qué me serviría creer en la palabra de Vuestra Majestad? ¡Es Clemenceau quien debe tener la prueba!

—¡Monsieur Clemenceau la tendrá! —gritó el Rey—. Tome una muestra de la escritura de este hombre.

»Se acercó a la mesa, tomó papel y pluma y se volvió hacia Oscar.

—Siéntese y escriba lo que le dicte.

»Oscar soltó su sombrero sobre el suelo y extendió sus muñecas esposadas. El Rey pulsó el timbre y a un signo de su mano el ayudante liberó las muñecas de Oscar. Éste se sentó y se frotó las muñecas antes de empezar a escribir. El Rey comenzó a dictar:

—La Monarquía reconoce el inalienable derecho de Francia a Alsacia y Lorena...

«Oscar escribió deprisa. Tío Cini se puso el monóculo y tomó la hoja de papel con una sonrisa de despreció. Después buscó nerviosamente el periódico y confrontó la reproducción y la escritura de Osear. La sonrisa de desprecio se desvaneció en sus labios.

»Yo me acerqué y miré las dos escrituras. Mi corazón se detuvo. Eran sorprendentemente semejantes.

»Cini estaba atónito y embarazado cuando el Rey dije secamente:

—¡Mire estas, por favor! ¡Jamás las he curvado de esta forma!

«Tío Cini dirigió una mirada de pez al rostro azulado de Oscar.

—¿Cómo ha osado usted hacer esta falsificación?

»La cabeza baja no contestó. El Rey volvió a apretar el pulsador, el ayudante reapareció, volvió a poner las esposas en las muñecas de Oscar y se lo llevó. El Rey se volvió hacia tío Cini.

—Haga que Clemenceau se entere en el acto que hemos encontrado al falsario y haremos lo necesario para que él mismo pueda examinar su letra. Tome las precauciones para que el prisionero sea transferido a la custodia de la Entente. Y ahora voy a enviar al emperador de Alemania un telegrama que redactaremos juntos. Siéntese y se lo dictaré.

»El Rey estaba al otro lado de la mesa, con un puño en la cadera y el otro descansando sobre la mesa. Su voz tenía un timbre metálico.

Querido Guillermo: He silenciado las bajas y falsas acusaciones de Clemenceau. La voz de mis cañones darán en el frente occidental la respuesta a los franceses por lo que han tratado de hacer. Sinceramente, Carlos.

»Esperó a que tío Cini hubiese escrito la última palabra y súbitamente echó la cabeza atrás.

—¿Merece este mensaje el honor de su aprobación?

»Tío Cini asintió sin una palabra. El Rey se levantó de la mesa e hizo sonar sus espuelas de oro. La conferencia había terminado.

»Yo no recobré la serenidad hasta que el taxi estuvo en la puerta de Bösendorferstrasse. Subí las escaleras con el corazón angustiado Juan Hwang y Florián me recibieron con el fuego cruzado de sus miradas. Era difícil empezar con todo lo que tenía que decir. Comencé diciendo que la realidad, el momento, la situación, era distinta del futuro que no podía ser previsto. Después di cuenta de lo que había ocurrido mientras los cuatro ojos me iban mirando con creciente frialdad. Cuando terminé, Juan Hwang fue el primero en hablar. Tenía una palidez mortal.

—¿Es verdad eso? ¿Es eso todo lo que has hecho?

—No he hecho nada —dije yo aterrada.

»Se precipitó hacia la puerta y agarró el puño del picaporte como si se dispusiese a salir corriendo, como si hubiese algo todavía, en alguna parte, que pudiese ser salvado

»Y entonces ocurrió una cosa horrible. Juan Hwang, súbitamente, dio un salto desde la puerta y comenzó a estrangularme mientras rugía con su voz ahogada:

—¡Maldita prostituta!... ¡Maldita prostituta!...

«Rodamos por el suelo; los dedos de Juan Hwang se habían clavado en mi garganta y dirigí una mirada de súplica hacia Florián. Pero Florián no se movió, no acudió en mi ayuda. Su rostro cetrino, cruel y mudo, mirándome desde arriba, era el rostro de una terrible e ignota imagen del Juicio. Sólo vi que tomaba su sombrero y salía de la habitación

»Y Juan Hwang me dejó allí, en el suelo. Salió con tal violencia que las macizas puertas de roble estallaron al cerrarse con la voz, profunda del cañón. Mientras yacía sobre la alfombra, medio inconsciente, la explosión repercutió por los corredores y los ecos fueron creciendo hasta parecer que los cañones de los campos de batalla estallaban a mi lado. Me desvanecí.»

26 de abril.

«Éste es el quinto día transcurrido desde la desaparición de Juan Hwang. El escándalo causado por la carta a Sixto de Borbón ha trascendido a la Prensa internacional. ¿Qué puede haber sido Oscar? Probablemente los franceses lo habrán ejecutado ya. Las tropas alemanas avanzan en todos los frentes como una tormenta.»

28 de abril.

«El barón K. me ha hecho esta mañana otra corta visita. Me ha confiado, bajo promesa de secreto, que Schönbrunn está bajo la fiebre de la excitación. Ayer por la tarde la Reina fue a Viena en su coche cerrado para asistir a la inauguración de un nuevo hospital militar. Cuando regresaba, sobre las ocho de la noche, una vez el carruaje hubo entrado por la puerta principal del parque fueron disparados dos tiros de revólver desde los arbustos laterales, alcanzando los dos a los cristales del vehículo. Los dos caballos se asustaron y se dirigieron hacia el palacio a una velocidad desenfrenada. La Reina no sufrió daño alguno y la dama de honor que la acompañaba sólo tuvo un agujero de bala en el borde del sombrero. Desde entonces se han puesto detectives detrás de todos los arbustos y la guardia ha sido cuadruplicada. No hay rastro de quién pueda ser el asesino. El incidente se guarda en el más estricto secreto.

»Cuando el barón K. se marchó escondí el rostro entre las manos. Tengo la sensación, si bien no podría decir por qué, de que Florián es el culpable de este atentado, aunque no tengo la menor prueba de ello. Esta cuestión hállase suspendida en mi interior como una especie de siniestra vestidura, cuya presencia es inquietante, terrible, mientras su propietario no sea conocido. Ahora se me ha ocurrido pensar que el otro atentado, el del día del entierro de Francisco José, pudo ser también obra de...

»¿O Juan Hwang, quizá?»