Capítulo 5
El interior del Jaguar era todo lo cómodo que no lo era la compañía. Sophie estaba sentada en medio de sus padres tan tiesa como un palo.
El severo rictus de Carlo hacía mella en ella, tanto como el comprensivo silencio de Maria.
El chófer conducía sin dejar de mirar hacia delante. El señor Cole llevaba muchos años con ellos, por eso levantó la mirada y sonrió a través del retrovisor animándola a hacer lo mismo.
Sin embargo, Sophie no tenía motivos para reír.
—Te vamos a dejar en el campus. Dormirás ahí esta noche y todas las siguientes —ordenó Carlo—. Vas a dejar de salir con ese chico. Quiero que te centres en tus estudios. Es lo mejor.
Las luces largas de un coche los dejaron parcialmente cegados, pero sirvió para sacarla de su letargo y la hizo reaccionar.
—No.
—¿Cómo dices? —replicó Carlo.
—Digo que no —contestó con brusquedad—. No puedes obligarme a que deje de querer a alguien solo porque no tiene una cuenta con muchos ceros.
Los labios de Carlo se curvaron convexamente.
—Tú no quieres a ese chico…
—Estoy enamorada de él —afirmó, alzando la cabeza para mirar a su padre—. ¿Sabes lo que es el amor, papá?
Carlo y Maria se miraron el uno al otro sin saber qué decir.
—Claro que sí. No digas tonterías.
—¡No son tonterías! —gritó Sophie—. ¡Es la mejor persona que he conocido en toda mi vida! ¡Y le quiero! ¡No voy a dejar de verle!
Carlo cerró uno de sus puños sobre su rodilla.
Maria oteó a su hija guardando la compostura. Sophie parecía mayor, toda una mujer. Había crecido desde que vivía sola en Washington. Como madre, ya había percibido ciertos cambios cuando estuvo en verano en Luisiana. Pero ahora esos cambios se habían acentuado. Siempre fue valiente y atrevida, pero ahora esas características estaban reforzadas por una nueva seguridad.
¿Esa seguridad se la había dado Nick? ¿El amor al que ella tan apasionadamente hacia referencia?
—Te lo advierto, Sophie. Si sigues con él… Dejo de pagar tu formación. No quiero mantener a nadie que solo quiera chupar del bote.
—Nick no haría eso jamás —gruñó ofendida—. No es un gorrón. Ni yo tampoco. En cuanto pueda ponerme a trabajar, podrás olvidarte de darme un solo centavo más.
—Por favor, Carlo… No llevemos las cosas a ese punto —susurró Maria, compungida—. Sophie es nuestra hija y dijimos que le daríamos lo mejor.
—Ha tirado el dinero que he dado para su habitación en el campus solo para acostarse con él. Así valora la educación que le damos. ¿Cuál era el pacto que hicimos antes de que te fueras de Luisiana? —preguntó; se sentía traicionado.
—Si es eso lo que te ofende, en cuanto pueda te lo devolveré —respondió Sophie con acritud.
—No, Sophie. Repite cuál era el pacto.
Ella miró hacia otro lado, avergonzada por cómo se estaban portando con ella.
—Quedamos en que yo estudiaría y en que me centraría solo en mi carrera. Nada de chicos. Nada de novios.
—Exacto. Y me encuentro con que desde hace mucho tiempo ya no duermes en el campus, ¡sino con él!
—Papá, ¿qué quieres que haga? ¡Me he enamorado! —se defendió.
Carlo habló con los dientes apretados:
—Lo que quiero es que te saques la carrera, te olvides de amoríos y vuelvas a Luisiana a trabajar conmigo. Eso es lo que quiero —concluyó.
Sophie sorbió por la nariz y un músculo de impotencia le tembló en la mandíbula.
—¡Ni siquiera os habéis esforzado en conocerle! ¡No le habéis hecho ni una sola pregunta sobre quién es o sobre lo que quiere! —exclamó. Se habían portado tan mal con él—. ¡Habéis sido injustos y me ha dado vergüenza!
—Solo queremos lo mejor para ti. No soportamos que nos hayas engañado —respondió su padre.
—No os he engañado. Solo he creído que no era el mejor momento para deciros que había conocido a alguien.
—Sophie, te conozco —interrumpió Maria—, no nos lo querías decir por miedo a que nosotros te dijéramos la verdad. Él no es para ti.
—¡No! ¡No os lo dije porque no quería que vuestros prejuicios perjudicaran mi relación con él! ¡Y es justo lo que habéis conseguido! ¡Sois unos clasistas!
—No lo somos. Somos padres y sabemos cómo va la vida y el tipo de interesados que verían en ti un futuro asegurado —replicó Carlo con seriedad—. Elige: o él, o nosotros.
—No, Carlo —lo censuró Maria con sorpresa—. Esto no se soluciona así.
—¿Quieres que elija? ¿Es una elección? —dijo Sophie, asombrada y herida.
—Y si sigues con él —continuó su padre con el rostro oculto en unas sombras—, te quedas sin financiación. Para todo. Y tu carrera es cara. ¿De dónde vas a sacar el dinero para licenciarte y crear tu propia empresa? ¿Qué vas a hacer sola aquí y sin dinero? Volverás a Luisiana.
—¿Vas a hacerme esto solo porque me he enamorado? —preguntó, incrédula—. Estás siendo cruel. No puedes tratarme así, ya no soy una niña.
Carlo guardó silencio. Sabía que se estaba comportando como un ogro, pero temía por la seguridad y la felicidad de Sophie, y haría lo posible por tenerla cerca y a buen recaudo.
Sophie sabía que aquella discusión estaba perdida. Podría saltar del coche y huir corriendo hacia los brazos de Nick, pero eso agrandaría más la herida y perdería a sus padres para siempre.
Y ella no quería tal desenlace. Quería a sus padres.
Igual que amaba a Nick con todo su corazón.
Debía evaluar los daños colaterales y hacer algún sacrificio. Sabía cómo darle la vuelta a la conversación y llegar a un acuerdo. Iba a ser una empresaria excelente, y ahora había llegado el momento de ceder algo de terreno para conseguir una victoria personal: quedarse con Nick costara lo que costase y lograr que sus padres lo aceptaran.
Sin embargo, para ello, debía vender una parte de sí misma. Tragarse el orgullo y aceptar algo negativo por algo positivo.
—De acuerdo, papá. Tú y yo jamás hemos tenido problemas para hablar entre nosotros. Negociemos.
* * *
El coche había llegado a la Universidad George Washington y se detuvo frente al campus. Carlo la observó atentamente, mientras Maria tenía la mirada perdida.
—¿Qué hay que negociar?
—No voy a dejar a Nick.
—No hay más que hablar, entonces…
—En cambio, te puedo ofrecer algo que anhelas tanto como yo deseo continuar con él.
Carlo pasó los dedos por la gabardina pulcramente doblada sobre sus piernas y la miró de soslayo.
—¿Y?
—No tengo dinero —concluyó Sophie—. Está claro que hasta que no cumpla los veinticinco no podré hacer uso de la herencia que dejó para mí el abuelo y que tengo en mi cuenta a plazo fijo. Dentro de dos años habré acabado la carrera y estaré preparada para hacer las prácticas en nuestra empresa y relanzarla.
—Sí.
—Finánciame y, cuando salga de aquí, iré a Luisiana y me encargaré del negocio familiar. —Tragó saliva amargamente—. Me sacrificaré, pues ya sabéis que esa no es mi aspiración, pero debéis entender que Nick es mi novio y creo que lo va a ser… para siempre. —Ella misma se sorprendió. Sí. Estaba tan segura de que Nick era para ella como de que su apellido era Ciceroni—. Si queréis mi felicidad, tal y como decís, tenéis que intentar aceptarle. Hacer sacrificios como yo.
—¿Entrarás en el negocio de la familia? —preguntó Carlo para asegurarse.
—Sí.
—Será por un tiempo indefinido.
—Lo aceptaré.
—Cuando salgas de aquí, si aún sigues con ese tipo…, irás a vivir a Luisiana, no importará donde él tenga su trabajo. Vivirás en Luisiana.
—Te estás adelantando mucho. Las condiciones no deben…
—Las condiciones las ponemos nosotros —zanjó Maria—. Somos tus apoderados y tú no eres una chica cualquiera. Eres una Ciceroni, miembro de una de las familias productoras de azúcar más importantes del sur de Estados Unidos. Eres quien eres y vamos a cuidar de tus intereses.
—Nick jamás se aprovecharía de eso, mamá. Estáis exagerando mucho.
—Nunca se sabe —añadió Carlo—. Redactaré un informe con unas cláusulas…
—¿Cláusulas? ¿De verdad quieres hacer un contrato de permanencia y de vida con tu propia hija?
—Haré lo posible para cuidar de ti y protegerte.
—No apruebo lo que hacéis. Es demasiado sórdido y muy poco justo. Nunca os voy a perdonar la coacción a la que me habéis sometido… solo por enamorarme de alguien que no pertenece a vuestro círculo. —Achicó los ojos y censuró su actitud con desprecio—. Esto lo va a cambiar todo.
—Las historias de hombres pobres y princesas no existen, Sophia. La gente se mueve por otras cosas que tú desconoces, y nuestra labor es protegerte —recordó él con amargura—. Hay hombres muy aprovechados, y con el tiempo a todos se les cae la máscara. No sé cuánto vais a durar tú y ese Nicholas, pero no vamos a dejar nuestros poderes en sus manos solo por que sea tu pareja. Vamos a cubrirnos las espaldas muy bien.
—Lo único que me demuestra eso es que no confiáis en mí. Y que no me queréis —afirmó llorosa.
—Te queremos demasiado como para permitir que pierdas tus objetivos de vista solo por el apuesto rostro y los ojos dorados de ese chico —le replicó su madre—. El amor es hermoso al principio, pero, después, el tiempo lo desgasta y lo convierte en un espejismo: crees que sigue ahí, cuando ahí ya no hay nada.
—¿Es lo que te ha pasado a ti, mamá? —preguntó Sophie sabiendo que le iba a ofender—. ¿Es lo que os ha pasado a vosotros? —Rio sin ganas—. Antes pensaba que, cuando fuera mayor, me gustaría ser como mis padres. Ahora, cuando pasen los años, espero no parecerme nunca a ninguno de los dos.
Maria sonrió con tristeza y volvió a mirar por la ventana. Carlo la estudió con atención.
—Lo que me ha pasado a mí… —murmuró con ojos tristes— es la vida, Sophie. La vida nos ha pasado por encima. —Se cubrió la boca con la mano y no volvió a decir nada más.
Sophie sabía que estaba recordando a su hermano. ¿Unos padres podían llegar a superar la muerte de un hijo? Al contemplar la luz apagada en sus ojos, se dio cuenta de que habían heridas que jamás se cerraban; cortes lacerantes que cambiaban a las personas para siempre.
¿Eso le sucedería a ella cuando renunciara a su ambición de crear su propia cadena? Esperaba que no, porque a cambio, ganaba a Nick, y que su familia, hasta cierto punto, la aceptara.
Y para Sophie, sus padres, aunque se comportaran de un modo tan abyecto y frío en ese momento, eran muy importantes.
—Entonces, ahora sí que no hay más que hablar —dijo Sophie animando a su padre a que saliera del coche—. Trataréis a Nick con corrección cuando lo veáis, y nunca os meteréis en mi relación con él. A cambio, seré una más de tu plantilla.
Carlo guardó silencio durante unos momentos y dijo:
—Te enviaré las cláusulas de nuestro contrato. Las palabras, a veces, se las lleva el viento.
—Las mías no, papá —le aseguró ella sin darle ni un beso ni un abrazo, alejándose del coche y de ellos—. Soy una Ciceroni de verdad. ¿Puedes decir tú lo mismo?
Aquellas palabras le dolieron, pero lo disimuló todo lo que pudo.
—Mañana coges vacaciones, ¿verdad?
—¿Cómo? —preguntó incrédula. ¿Acaso su padre pensaba que le iba a apetecer pasar la Navidad con ellos después de lo que había pasado?
—Las vacaciones de Navidad. Te esperamos. Puedes venir con Nick si lo deseas.
Ella dejó escapar un sonido de exasperación. Carlo era un hombre que no medía sus acciones y que pensaba, equivocadamente, que nada era tan grave como para no ver a la familia. Invitaba a Nick después del feo que le había hecho… No. Ni hablar. Era demasiado pronto. Y ella tenía algo muy importante que hacer para darle una lección a sus padres.
Había crecido. Era una mujer y estaba enamorada. Eso iba a cambiar las cosas.
—Patto. —Carlo le ofreció la mano a su hija.
Sophie se abrazó a sí misma y le dio el abrigo con el que la había cubierto su madre.
—Patto —dijo antes de desaparecer de su vista.
Su madre bajó la ventanilla y le gritó:
—Sophie.
—¿Qué?
—¿Qué era lo que os habéis dicho Nick y tú al despediros? ¿Era japonés?
Sophie se giró, hizo una mueca de desdén a su madre, caminando de espaldas y contestó:
—Le he dicho que le elijo a él. Siempre.
Maria movió las pestañas y asintió con seriedad, para desaparecer de nuevo en la oscuridad del vehículo.
Su relación sería distante y fría a partir de ese momento, y era un peaje que todos debían pagar. Los sueños rotos salían caros.
Mientras su hija se alejaba, Carlo se quedó con la mano alzada —pues su hija no se la había estrechado—, el abrigo de su mujer en la otra y la mirada fija en la punta de sus zapatos negros, pensativo y cabizbajo.
—Carlo, entra —le pidió Maria desde el interior.
Él obedeció y, al cerrar la puerta, una vez en la seguridad del coche, Maria se relamió los labios, afectada.
—Nunca habíamos discutido con ella.
—Lo sé.
—Pero, con el tiempo, espero que Sophie vea que hemos hecho lo mejor para ella. Y espero no nos hayamos equivocado con ese chico… Aunque parece muy enamo…
—Tonterías. El tiempo lo dirá. No durarán nada —aseguró Carlo.
—¿Y si no es así?
—Si no es así… —Le pidió al chófer que arrancara con un gesto—. Llévanos al hotel.
—Sí, señor.
—Si no es así —prosiguió—, lo mejor será atarlo en corto. Ten a tus amigos cerca, y a tus enemigos más cerca todavía. Ese muchacho es como los demás. Otro trepa inculto en busca de una vida fácil. Los vigilaremos.
«¿Y si no lo era?», pensó sintiéndose algo culpable.
—Sophie está muy disgustada con lo sucedido —añadió, contrita.
—Se le pasará. Es fuerte. —Carlo hablaba con contundencia. Quería a Sophia con todo su corazón—. A veces, los padres debemos decidir qué es lo mejor para nuestros hijos, cuando ellos no pueden verlo.
Maria apoyó la cabeza en el hombro de Carlo, que la rodeó con un brazo, esperando que su mutuo apoyo endulzara el sabor tan amargo que les había dejado aquel encuentro con su hija.
* * *
Nick no sabía a qué atenerse.
Desde la noche anterior no sabía nada de Sophie. Había salido tan precipitadamente de su casa que se había dejado su móvil en la habitación, así que no había podido llamarla.
En la clase de Japonés, había estado hablando con Clint sobre lo sucedido. Su amigo no daba crédito a lo que había pasado y le apoyaba en todo.
Estar nervioso y angustiado era algo muy extraño para un hombre tan seguro como él. Ahora, en la duda, en la cohibición, en el miedo por pensar que Sophie se había ido con sus padres, sentía que su mundo se desmoronaba.
Después, la había ido a ver a su habitación, pero tampoco allí había dado con ella.
¿Dónde demonios estaba?
¿Lo había dejado atrás?
Aparcó el todoterreno en el jardín, y bajó compungido del coche. Le dolía el pecho, y la ausencia de Sophie le carcomía el alma.
Si ella se había ido, ¿qué sentido tenía todo lo demás?
Antes de conocerla se imaginaba la vida de una manera, más bien solo, pues nadie podría llenarle como él necesitaba. Pero Sophie, con su empatía, su amabilidad, su pasión, su sentido del humor y su impagable presencia lo había colmado por completo, y ahora no se imaginaba a él mismo sin ella.
Desde que se conocieron, todos los días habían dormido juntos, no se habían separado ni una sola vez, excepto en las vacaciones de verano, y lo habían pasado tan mal que no querían volver a repetirlo.
Ella era una constante en su vida. No podía creerse que hubiera podido vivir veintitrés años sin ella, ignorante y tan solo como un hombre que no hubiera conocido el amor verdadero pudiera estar. Pero el corazón ignorante y ciego no sufría, y él lo había llevado muy bien.
Hasta que llegó ella y pintó su mundo gris de colores luminosos.
Ahora él tenía veinticuatro, y ella veinte. Ya eran adultos y nadie les podía exigir nada ni prohibirles tener su propia manera de quererse y de vivir.
Cerró la puerta del todoterreno con fuerza, rabioso y furioso con la situación.
Aquel había sido el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad. ¿De verdad Sophie se había ido así sin más? ¿Sin decirle nada? ¿Se habría ido con sus padres a Luisiana? ¿Lo llamaría desde allí?
Esperó a que Dalton saliera a saludarlo con su alegría y su locura particular, pero el perro tampoco apareció. Eso sí que le extrañó. ¿Dónde estaba?
La razón, la que se alejaba de sus sueños, le empujaba a creer que ella se había asustado ante la amenaza de sus padres y había tirado la toalla respecto a su historia de amor.
Nick sabía que Sophie era una niña rica, muy diferente a él, hecha a la antigua usanza, la de Luisiana, la del sur de la America profunda. Y, aun así, ella se había entregado a él sin pensar en ninguna de las etiquetas que sus padres habían insistido en ponerle. Lo había aceptado desde el primer día tal y como era: cursando su carrera de lenguas, viviendo en la casa de su tío, ganándose un dinero en sus trabajos que conseguía los fines de semana sirviendo copas, aceptando a su perro Dalton como suyo y sin criticar su excéntrico gusto por UB40, Phil Collins o Sting.
¿Acaso había sido todo una mentira? ¿No lo quería? No podía ser, porque él estaba loco por ella.
Nick abrió la puerta de la casa, con ganas de llorar.
Hasta que levantó la cabeza y se dio cuenta de que la mesa en la que la noche anterior habían cenado lasaña con los Ciceroni, estaba recogida y limpia, no como él la había dejado.
Sobre ella, dos velas iluminaban el mantel de color rojo. Una botella de champán en una cubitera con hielo. Dos copas vacías y un sobre sin abrir era lo único que decoraba el mantel.
Entonces oyó la música que desde hacía algún rato había empezado a sonar. Era el Falling in love with you, reversionado por UB40.
Y también escuchó el crepitar de la madera al arder. La chimenea estaba encendida.
Las lágrimas le impedían ver lo que le rodeaba, hasta que levantó la mirada y, justo enfrente, sentada sobre la mesa de la cocina, observándolo con atención, solo cubierta con una sudadera negra y larga que era propiedad suya, vio a Sophie, tan emocionada como él. Dalton jugaba a sus pies con una cuerda que intentaba desgarrar.
Sophie bajó de un saltito y lo miró fijamente a los ojos, caminando con lentitud, también algo nerviosa. Sus caderas se movían de un lado al otro. En los pies llevaba unos calcetines antideslizantes de rayas negras y blancas.
Una adorable mujer con un ligero aire de niña eterna.
Nick tragó saliva cuando ella se detuvo a un palmo de su cuerpo y le sonrió con algo de vergüenza. Jamás le había parecido tan hermosa como en ese momento.
—Sophie… ¿Qué es esto? —preguntó Nick con voz ronca.
Ella se encogió de hombros y se secó las lágrimas de los ojos con la manga extralarga de la sudadera.
—Es una demostración.
—¿Una demostración? —susurró mirando de nuevo la mesa—. ¿Qué quieres demostrar?
—Quiero demostrarme que yo elijo lo que quiero y que mi corazón manda sobre mí, antes que los «deberías» y de los «sería mejor». —Se puso de puntillas y le tomó el rostro con las manos—. Quiero pedirte perdón por el mal trago de anoche. Odio que mis padres te hayan hecho creer que tú no eres suficiente para mí. Porque no es verdad, Nick.
—Sophie…
—No es del todo verdad. Lo único que es verdad es que jamás tendré suficiente de ti, nunca me cansaré.
Nick parpadeó emocionado, y sonrió como un tonto enamorado, tan tan enamorado que se llenó de Sophie.
—Valiente Sophie… —susurró acongojado.
—Te quiero, Nick. Estoy loca por ti. Y es ese tipo de locura que hace que cometamos locuras… —Se mordió el labio inferior y pegó su nariz a la de él—. ¿Tú estás loco por mí?
—Estoy tarado y sin remedio —le aseguró tomándola de la cintura.
—Entonces, si los locos de amor hacemos locuras, haz una bien grande conmigo. Una escatológica, de esas que permanecen en los anales de una vida.
Nick entrecerró los ojos y su corazón pegó un brinco.
—¿Qué quieres que haga?
—En esa mesa —le explicó— hay un sobre con dos billetes a Las Vegas. Uno a tu nombre; otro al mío. Quiero… Nick… Yo…
—¿Tú qué?
—Quiero que te cases conmigo.
Nick la levantó en vilo por la cintura y la dejó caer poco a poco, rozándola contra su cuerpo, mientras la besaba con la encendida pasión y el fervoroso arrojo de alguien hambriento, de alguien que quiere comerse lo que más le gusta del mundo.
Sophie contestó a su beso y rodeó sus caderas con las piernas.
Él estaba eufórico de la alegría, feliz por verla allí con él y agradecido y honrado por su proposición. La adrenalina lo excitó hasta tal punto de ponerlo completamente erecto.
Con ella a cuestas la tiró sobre el sofá, sin dejar de internar su lengua en su boca, poniéndola caliente como sabía que la ponían sus besos.
Le subió la sudadera hasta dejarla desnuda de cintura hacia abajo y le quitó las braguitas de un solo movimiento.
—Esto me sobra —dijo.
—Pero, Nick…
—Chis, Sophie —le gruñó, y la besó de nuevo, se colocó entre sus piernas y sacó su erección de los pantalones y el calzoncillo—. Quiero estar dentro de ti. —Se hizo hueco y, al final, cuando su carne dura tocó la más tierna de ella y descubrió que estaba humedecida, le sonrió malvadamente y le dijo—: Dios… Niña mala.
La penetró, poco a poco, como siempre, porque ella seguía siendo estrecha aunque lo hicieran todos los días. Y cuando estuvo metido hasta la empuñadura le subió las piernas un poco más sobre su espalda, y empezó a poseerla con ritmo, fuerza y sin pausa.
Se miraron a los ojos, como hacían siempre, aunque esta vez de un modo más especial, sabiendo que querían estar juntos y para siempre. De verdad.
Sophie empezó a gemir y lo atrajo para que no dejara de besarla, para que la calentara más.
Nick no se detuvo, tiró de su labio inferior al tiempo que caía de rodillas sobre la alfombra beis bajo el sofá, y se llevó a Sophie con él, hasta que la empaló por completo.
Sophie dejó caer la cabeza hacia atrás, las puntas de su larga y lisa melena se enredaban en los dedos de Nick, que sujetaban con fuerza sus nalgas, mientras la perforaba, rellenándola con su pene, estirando su carne. Cuando Sophie expuso su garganta, Nick la lamió y la besó, dándole un chupetón que sabía que la enfurecería en cuanto lo viera. Pero no le importaba.
Necesitaba marcarla.
Después bajó la cabeza a sus pechos y los torturó como sabía que a ella la enloquecía. Se centró en el izquierdo, succionándolo y disfrutando de las contracciones reflejas vaginales de Sophie a cada mordisco, a cada lametazo.
Y ninguno de los dos pudo aguantar más.
Sophie se agarró a su cabeza, tirando de su pelo, subiendo y bajando sobre su erección cada vez más rápido. Nick la sostuvo contra él, llegando hasta su interior, sabiendo que esa posición era más intensa para ella, pues llegaba más profundo.
Cuando Sophie empezó a llorar barrida por su orgasmo, Nick se dejó llevar y acabó de vaciarse en su interior. Ambos acabaron tirados sobre la alfombra.
Sudorosos y extasiados por el placer, Nick se apoyó en sus codos y retiró el pelo de la cara de su futura mujer, que aún temblaba, respirando por la boca.
—¿Esto que me has hecho… es un sí? —preguntó ella entre bocanadas.
Nick se echó a reír, hundió el rostro en su cuello y contestó:
—Sí, Sophie. Hagamos una locura para la posteridad. Me muero de ganas de casarme contigo.