Avanzo hasta el asiento y él me sigue. Cuando estamos sentados y con los cinturones abrochados, no puedo evitar acariciar un cabello rebelde que cuelga sobre su frente.
—Gracias.
Cubre mi mano con la suya y nos apoyamos en el reposabrazos.
—¿Por qué?
—Por la ropa. Por ir en primera clase. Por ayudarme con Rebecca y con Ella. Todo esto te está costando mucho dinero.
—A mí el dinero me da igual. —Su tono es indiferente, desdeñoso.
—¿Y qué hay del adolescente de antaño, que soñaba con tener dinero y poder?
—Se hizo un hombre.
—Con dinero y con poder.
Me ofrece una sonrisa irónica.
—Permíteme reformular la frase. No me importa gastar dinero porque tengo mucho. Y tampoco me apetece dejar de tenerlo. Es una forma de control. Me gusta el control.
—¿No me digas? —ironizo, burlona.
Recorre mi labio inferior con el pulgar y luego hace lo mismo con su boca.
—Te gusta cuando tengo el control.
—A veces —concedo.
—Estoy trabajando muy duro para que sea siempre.
—Pues no te agotes, o el mundo se quedará sin un artista maravilloso.
—Hablando de dinero, ese comentario te va a costar caro —amenaza, mientras la azafata empieza a recitar las indicaciones de seguridad.
Siento un dardo de calor en la columna. No sé adónde me llevará Chris a continuación, pero no tengo ninguna duda de que será deliciosamente inolvidable. Se inclina hacia mí.
—¿Sabes? Conozco un club estupendo al que podríamos apuntarnos juntos —susurra.
Me tenso en mi asiento y el profundo redoble de su risa hace vibrar mi cuello con promesas seductoras.
—El club de la milla de altura —añade—. Ya sabes, el club de los que lo han hecho en un...
Me giro para mirarle a la cara.
—Olvídalo —digo sin dejarle acabar—. Y eso no es negociable, hagas lo que hagas. Hay gente por todas partes.
—¿Y si alquilo un avión privado para cuando regresemos?
No puede hablar en serio.
—¿Harías eso sólo para que... para que pudiéramos pertenecer al club?
En sus labios se dibuja una sonrisa maliciosa.
—Sin dudarlo. De hecho, ya que este viaje es el primero de muchos que quiero hacer contigo, se me ocurre que quizás es la mejor forma de volar. —Adopta un gesto de confusión—. Una cosa, ¿cómo es que no has viajado si teníais dinero en vuestra familia?
La pregunta me sienta como un tiro y me tenso antes de poder evitarlo.
—Supongo que estuve siempre liada con actividades extraescolares y cosas así. —El avión se dirige a la pista y, temiendo que se dé cuenta del pánico que me ha sobrecogido, procuro girarme hacia la ventanilla y fingir un interés desmedido por lo que veo. En silencio, me reprocho haber desperdiciado una oportunidad para empezar a compartir mi pasado con Chris. Pero lo que sucede es que tengo la firme convicción de que, si abro la caja de Pandora para dejar salir un demonio, aunque sea uno de los más pequeños, los más grandes se escaparán antes de que esté preparada.
Chris retira su mano de la mía y percibo que su alejamiento no es sólo físico. Me cuesta horrores no arrastrar su mano a mi regazo de nuevo.
—Parece que habrá tormenta —murmuro con los ojos puestos en las nubes oscuras, cargadas con un chaparrón inminente, que me hacen pensar en el peso del secreto que albergo dentro.
—No tendrás miedo, ¿verdad?
Me pregunto si se refiere a volar en la tormenta. Chris suele decir las cosas con doble sentido. Aunque me cuesta, intento poner buena cara y me giro hacia él para enfrentarme a su penetrante mirada. Sabe que al mirar por la ventanilla estaba evitando su pregunta; lo veo en sus ojos.
—No sé qué esperar. Esto es nuevo para mí —contesto.
—Porque en realidad apenas has viajado.
No es una pregunta y esta vez estoy segura de que no estamos hablando del tiempo. Parpadeo ante su mirada indescifrable, pero hay expectación en el aire. La respuesta a por qué no he viajado está en la punta de mi lengua, colgada ahí, pero no consigo empujarla más allá.
—Sí. Porque apenas he viajado.
Despegamos, y es como conducir por una carretera llena de baches. Mis dedos vuelven a enroscarse en el reposabrazos, pero esta vez se me ponen los nudillos blancos de tanto apretar. Chris vuelve a colocar su mano sobre la mía y suspiro por dentro al volver a sentir su tacto.
—Sólo son turbulencias —me asegura—. Se calmará cuando alcancemos una mayor altitud y volemos por encima de las nubes.
Como si desafiara su afirmación, el avión recibe una sacudida y parece caer. Me pongo tensa y me falta la respiración.
—¿Estás seguro de que esto es normal?
—Muy normal.
—Vale —resoplo—. Me fío de ti.
—Pero no siempre.
Hay serenidad en sus ojos, y me pregunto cuánto tardará en levantar otra vez un muro delante de los míos. Vuelvo a estar arrinconada. Si le cuento todo a Chris, puede que lo pierda. Si le mantengo apartado, puede que sea él quien se aparte de mí de nuevo. Es hora de, por lo menos, empezar a recorrer la senda que lleva a mi infierno.
El avión recibe otra sacudida y el corazón me baja al estómago.
Tiro de mi mano para sacarla de debajo de la suya y levanto el reposabrazos, esperando retirar también, de algún modo, el muro que nos separa.
—Éramos las mascotas de nuestro padre —digo, inclinándome hacia él—. Nos dejaba en casa y se iba por ahí con alguna de sus numerosas amantes.
Su rostro se vuelve comprensivo y se gira hacia mí.
—¿Cuándo te enteraste de la existencia de las otras mujeres?
—Cuando fui a la universidad. Entonces se me cayeron las gafas que me hacían ver el mundo de color de rosa, las gafas que mi madre se había empeñado en que nos pusiéramos las dos.
—Ella lo sabía. —No es una pregunta.
—Desde luego —afirmo—. Claro que lo sabía. Si te digo que éramos sus mascotas, hazte a la idea de que ella era su perrita faldera. Estaba tan enamorada de él que aceptaba cualquier migaja que le daba. Y apenas recibía nada.
Tiene la mirada pensativa, preocupada.
—¿Qué papel tenía tu padre en tu vida?
—Era un ídolo que nunca estaba. Besaba el suelo que pisaba, igual que mi madre. Cómo iba a imaginar que no éramos más que una familia de cara a la galería, la familia que le servía para quedar bien con los clientes, los amigos, o quién sabe. Creo que era una cuestión de poder. O, quizá, lo hacía sólo porque podía hacerlo. O porque no quería que mi madre se quedara con todo su dinero. No tengo ni idea. Hace años que dejé de intentar buscarle un sentido. Imagino que él tendría algún motivo.
—¿Crees que tu madre sabía por qué?
—Creo que se convenció a sí misma de que él la amaba. Estaba cegada de amor.
—No te tomes esto a mal —avisa con voz suave—, pero ¿lo que la cegaba era el amor o el dinero?
Odio esta pregunta que yo misma me he hecho, sólo para rechazarla de inmediato, más veces de las que podría contar.
—Realmente no tengo ni idea de qué le pasaba por la cabeza. La madre que creía conocer no era la que descubrí cuando me quité las gafas. —Niego con la cabeza—. Pero no. Nunca me dio la impresión de que aguantaba por el dinero. —Mi mente viaja al pasado—. Abandonó todo lo que amaba salvo la pintura. Escondía los cuadros y las pinturas cuando él estaba en casa.
—Me dijiste que fue ella la que te hizo amar el arte.
Asiento.
—Sí. Fue ella. —Suelto un suspiro profundo, intentando escapar de la sensación tensa que me estrangula las vías respiratorias—. Al mirar atrás veo que se trataba de una relación abusiva, casi un síndrome de Estocolmo, donde el secuestrado adora a su secuestrador.
El avión vuelve a moverse y le aprieto la mano. Siento cómo su fuerza y sus ánimos van penetrando en mí, y me alegro de habérselo contado.
—¿Tienes algún cuadro suyo? —pregunta un instante después.
—No. Cuando yo me fui a la universidad, ella abandonó la pintura por completo. Mi padre quería que invirtiera el tiempo en organizar actos benéficos para gente VIP que le hacían quedar bien a él. Regresaba de uno de los eventos que organizaba la cadena cuando murió. Él ni siquiera estaba en el país cuando ocurrió, claro.
—Por eso le culpas a él por su muerte.
Me miro la mano que, de algún modo, ha acabado posada sobre su pierna. Revivo el recuerdo atroz del momento en que me dijeron que mi madre había muerto. Chris me acaricia la mejilla.
—¿Estás bien?
—Yo sólo... Estoy recordando el día en que murió. —Tengo que hacer un esfuerzo para despejar la mente y continuar—. No le culpo a él por su muerte. Le culpo por su vida miserable. Aunque fue ella quien decidió y aceptó vivir así, eso no hace que pueda disculpar su forma de tratarla toda la vida. —Me recorre una quemazón punzante sólo de pensar en lo que voy a revelar—. Ni siquiera lloró en su funeral, Chris. Ni una sola lágrima. Ni una.
Lleva su mano hasta mi nuca y apoya su frente en la mía. Abre la boca para hablar y le prevengo rápidamente.
—No digas que lo sientes. Sabes que eso no ayuda.
—No, no ayuda.
Nos reclinamos en los asientos y me apoyo en su hombro. No dice nada más, pero no tiene que hacerlo. Vuelve a estar a mi lado cuando lo necesito. La sensación es agridulce porque sé que, ahora, mis demonios no serán sólo míos. Serán también los suyos.
Cuando estamos en Los Ángeles, y acomodados en el asiento trasero de un taxi privado rumbo al hotel, Chris revisa sus mensajes.
—Blake ha encontrado el vuelo de Ella. Sólo compró un billete de ida. ¿Crees que tenía pensado quedarse en París y no quería decírtelo?
—Dejó todas sus pertenencias y me dijo que volvería en un mes. —Niego con la cabeza—. No. No pretendía quedarse. Se iba también a Italia.
Le envía un mensaje a Blake con la información y obtiene una respuesta al instante.
—Blake dice que ha comprobado si Ella utilizó algún medio de transporte para salir de París. No hay nada que indique que fuera a Italia. Quiere saber si estás segura de que no ha renunciado a su puesto en el colegio.
Arrugo la frente y ya estoy marcando.
—No se me había ocurrido eso. —Tengo que dejar un mensaje para la persona indicada—. Espero que no tarden en devolverme la llamada.
—Entérate de cuál es su situación actual en el colegio, y si no ha renunciado, haré que el equipo de Blake siga buscando.
Asiento y me preparo mentalmente para la llamada del colegio. No sólo necesito saber que Ella está a salvo, sino que es hora de que renuncie oficialmente. Es un poco descorazonador, a pesar de mi nueva profesión soñada.
El coche se detiene delante del hotel y entramos a toda prisa para dejar nuestras cosas en la habitación y acto seguido nos dirigimos al hospital. Llegamos justo a tiempo para el acto que está organizando Chris para un grupo de veinte niños, todos pacientes de la unidad infantil de oncología. Tanto los padres como los niños ingresados nos reciben con gran entusiasmo, y acabo posando para fotos en las que no esperaba estar. Entonces, por fin, me presentan a Dylan, el niño con leucemia. Está claro que tiene un vínculo muy fuerte con Chris, y este con él. Es un chaval de lo más simpático; amable y listo. Mi corazón se retuerce al ver sus ojos enmarcados por siniestras ojeras, la cabeza sin pelo que delata los tratamientos que recibe y la fragilidad de su cuerpo, que hace que aparente tener menos de trece años.
Chris toma asiento frente a un caballete colocado delante de las camas de los niños, y Dylan y yo lo acompañamos. Juntos observamos a Chris, mientras satisface las peticiones de los niños para que dibuje cosas. Estoy alucinada por su forma de interactuar con el público que tiene delante. Realmente tengo el corazón en la garganta, más que en el pecho, al ver cómo arranca sonrisas a muchas caras taciturnas.
Transcurrida la primera hora del encuentro, me dirijo a la cafetería para traerle a Chris un refresco y una chocolatina, puesto que no ha comido desde el almuerzo y ya son las siete. La madre de Dylan, Brandy, una rubia muy guapa de treinta y tantos, me aborda en el pasillo y caminamos juntas.
—¿Te importa que te acompañe?
—Para nada —aseguro—. Dylan es un chico estupendo. Ya veo por qué tiene a Chris encantado.
—Gracias, y sí, tienen una conexión especial. Chris ha sido una bendición a muchos niveles. —Se abre la puerta del ascensor y entramos mientras continúa—. ¿Sabías que llama a Dylan todos los días y, además, me llama a mí o a mi marido para ver qué tal estamos?
—No lo sabía, pero no me sorprende. Habla de vosotros a menudo.
Se abren las puertas del ascensor y nos dirigimos a la cafetería.
—Ha pagado las cosas que no cubría nuestro seguro, y no es una cifra pequeña. —Hay una mezcla de agradecimiento y tristeza en su voz.
—Pagaría lo que hiciera falta para salvar a Dylan —afirmo.
Deja de caminar.
—No hay dinero que pueda salvarle. —Las palabras salen temblando de sus labios y se desvanecen en un susurro. Sus ojos se humedecen y asoman lágrimas como gotas de lluvia—. Se va a morir. —Me agarra el brazo, y siento su desesperación cuando clava sus dedos en mi piel—. ¿Sabes que Chris se culpará por ello, verdad?
Se me agarrota la garganta.
—Sí, lo sé.
—No dejes que lo haga.
—No creo que pueda evitarlo, pero estaré allí para apoyarle —digo bajando la voz—, y para apoyarte a ti también, si me necesitas. Por favor, apúntate mi teléfono. Llámame cuando quieras, Brandy. Pídeme lo que quieras.
Poco a poco me suelta el brazo e intercambiamos nuestros números de teléfono. Nos dirigimos a la cafetería sin decirnos nada más. Tras el silencio lúgubre, por increíble que parezca, conseguimos charlar distendidamente. Poco después nos encontramos en la habitación, observando a Chris y a Dylan hablar animadamente mientras engullen chocolate.
—Los médicos le tienen prohibido el dulce —susurra Brandy—, pero ¿cómo voy a negarle las cosas con las que disfruta?
—Yo tampoco le negaría nada de lo que quisiera —asiento. Mis ojos viajan de Dylan a Chris. Es bueno con los niños y me pregunto si habrá pensado en tener hijos. Yo no había pensado nunca en ello, pero, después de hoy, no sé si quiero ser madre. ¿Cómo resistir que te arrebaten a alguien a quien amas tanto? Perder a mi madre ya fue muy duro. Y si algún día pierdo a Chris...
—Le amas —dice Brandy en voz baja—. Lo veo en tus ojos cuando le miras.
Me quedo mirando a Chris, embelesada.
—Sí. Le amo.
—Bien —dice con aprobación, y centro mi atención en ella—. Sam y yo hemos sido testigos de toda la pena que arrastra este hombre por el mundo. Necesita que alguien comparta con él esa carga.
Este análisis me golpea el pecho. Chris ha soportado estoicamente y a solas todos los embates de la vida desde que era un adolescente. Que Brandy vea lo que esconde bajo su coraza afable me dice mucho sobre la clase de personas que son ella y su marido. Están viviendo una verdadera pesadilla y, con todo, son capaces de ver más allá y preocuparse por Chris. Pienso en lo hecho polvo que estaba al hablar por teléfono hace dos noches, y comprendo que necesita que yo le ayude a sobrellevar las emociones de este fin de semana. Este no es el momento de compartir con él los demonios que llevo dentro, y no se trata de que quiera aplazar el odiado momento. Porque, ahora, lo que toca es estar aquí para él, demostrarle que le quiero, aunque no me atreva a decírselo hasta estar realmente segura de que sabe quién soy.
Brandy hace un gesto con la barbilla.
—Nos reclaman.
Levanto la vista. Chris y Dylan gesticulan para que nos acerquemos. Unos minutos más tarde he cedido ante lo que parecía imposible. He accedido a ver Viernes trece con ellos dos tras convencer a Brandy y a Sam de que se vayan a casa y disfruten de unas merecidas horas de descanso.
Tres horas más tarde, Chris y yo nos hemos enroscado en el sillón que hay junto a la cama de Dylan. A nuestro lado, sobre una mesilla de hospital con ruedas, reposa el cuadro de Freddy y Jason que pintó Chris. La peli por fin termina y Dylan no ha parado de reírse ante mis gritos y mis quejas. Su alegría es música para mis oídos. Es un chaval asombroso. Se merece vivir.
Chris acciona el mando del DVD para apagarlo y mira el reloj.
—Son las once. Será mejor que te vayas a dormir, Dylan.
Hago una mueca.
—Duerme por los dos. Porque yo seguro que no voy a poder.
El chico se ríe y se acurruca en la cama.
—¿Os quedaréis hasta que me duerma?
Chris y yo nos miramos y yo asiento.
—Estamos aquí, campeón —le asegura Chris, y reclina el sillón hasta que queda como una cama. Le doy la espalda, me encajo contra él y me rodea con su brazo.
Dylan atenúa las luces con un botón que hay junto a su cama y cierro los ojos. Estoy agotada. Ha sido un día de locos, lleno de emociones fuertes, intrigas y noticias inesperadas.
—Me alegro de que estés aquí —me susurra Chris al oído, enviando un escalofrío por mi espalda.
—Yo también —susurra Dylan, que lo ha escuchado.
—Y yo —contesto a los dos. Ha sido un día de emociones fuertes, intrigas, noticias inesperadas y, además, un descubrimiento agridulce.
18
Él es todo lo que soy, todo lo que no soy. Ya no recuerdo dónde empiezo y dónde acaba él, o dónde acaba él y dónde empiezo yo. Él es mi Amo. Yo soy su esclava. Me esfuerzo por recordar quién era yo antes de que apareciera él. Me aterroriza pensar que he sido capaz de entregarme a él tan completamente cuando sé que él no ha hecho lo mismo conmigo. ¿Qué será de mí cuando él no esté? ¿Acaso me atrevo a quedarme y descubrir que la respuesta es nada? ¿Y qué hará él si le digo que me marcho?
Me despierto de golpe con una de las últimas escalofriantes entradas del diario de Rebecca dando vueltas en mi mente. La luz del día entra por la ventana de la habitación del hospital, y al mirar a mi alrededor me doy cuenta de que Dylan y Chris no están.
Noto un trozo de papel que se arruga bajo mi mano y lo levanto para descubrir la letra de Chris: «He sacado a Dylan a escondidas para un encuentro secreto con el cocinero y un montón de tortitas de chocolate. Tenemos que ir al hotel, ducharnos y estar listos a las diez. La enfermera te ha dejado un neceser en el baño».
Miro el reloj y son las ocho de la mañana. No me puedo creer que Chris y yo hayamos dormido tanto tiempo y tan profundamente en un sillón. Me pongo en pie, me estiro y me dirijo al baño, llevándome el teléfono por si llama Chris. Sobre el lavabo, bajo el neceser desechable, hay un periódico que obviamente han colocado allí para que yo lo vea. Lo recojo y parpadeo ante una foto en la que aparecemos Chris, Dylan y yo. Chris ha garabateado bajo ella: «MARK DEBE ESTAR CONTENTO». Frunzo el ceño un momento hasta que se me enciende la bombilla. «Vaya, sí, Mark sí que debe estar contento.» Chris y yo llevamos nuestras camisetas de Allure y se ven perfectamente. Le hago una foto al periódico con el móvil y se la envío a Mark. Apenas he abierto mi cepillo de dientes nuevo cuando recibo su respuesta: «LA CAMISETA LE QUEDA MEJOR A USTED QUE A CHRIS». Me quedo mirando fijamente el mensaje y suelto una carcajada. «¡Ja!» Esta es una de esas respuestas completamente extrañas que Mark incluye a veces en sus correos electrónicos y, al parecer, también en sus mensajes de texto, con las que aparenta ser una persona normal más que un Amo. Intuyo que detrás de él hay más de lo que sugieren sus encorsetados «señorita McMillan, esto, señorita McMillan, lo otro», y me pregunto si realmente es el hombre de los diarios. Por algún motivo no acabo de imaginarme al Amo que ha descrito Rebecca haciendo chistes como este, o poniendo fin a un correo electrónico, como hizo una vez conmigo, escribiendo una cita de Los juegos del hambre, que dice: «Y que la suerte esté siempre de su lado». Empiezo a teclear mi respuesta y acabo borrándola dos veces, luego agarro mi cepillo de dientes. ¿Por qué le estoy dando tantas vueltas a un mensaje para Mark?
Unos minutos más tarde he conseguido domar mi pelo enmarañado. Me miro en el espejo y mis ojos marrones, combinados con el castaño de mi cabello, parecen resaltar mucho más la palidez de mi piel. Pero ya no le doy la importancia que le habría dado hace sólo veinticuatro horas. Ver a estos chicos luchar junto a sus familias por su vida me ha hecho contemplar mis inseguridades con cierta perspectiva. También me ha hecho pensar en lo importante que es vivir el momento, en lo fácil que resulta que te arrebaten la vida, como les fue arrebatada a mi madre y a la madre de Chris. Por mucho que me aterrorice la decisión, tengo que renunciar el lunes a mi trabajo de profesora.
Salgo del baño y regreso a la habitación de Dylan, con la determinación de compartir esta decisión con Chris, pero compruebo que sigo sola. El sonido de unas voces me lleva a mirar hacia la puerta entreabierta, donde veo a Brandy enfrascada en una tensa conversación con un hombre en bata y zuecos. No parece contenta. El hombre, que deduzco debe ser médico, le da un apretón en el hombro y se marcha. Ella se lleva las manos a la cara.
Cruzo volando la habitación y abro la puerta.
—¿Brandy? —exclamo. Se aparta las manos de la cara y veo que las lágrimas le bañan las mejillas—. ¡Oh, cariño! ¿Qué pasa? —La envuelvo con un abrazo y se cuelga de mí.
—Su cáncer progresa más rápido de lo esperado.
Me siento como si acabaran de vaciarme por dentro, y Dylan ni siquiera es hijo mío. ¿Cómo debe sentirse ella y qué puedo hacer para consolarla?
Un momento después da un paso hacia atrás.
—Necesito ver a mi hijo. Necesito llamar a Sam. Está en el trabajo.
—Ya le llamo yo —ofrezco—. Tú ve a refrescarte un poco y a estar con Dylan.
Me da el número de su marido y me vuelve a abrazar, temblando. Levanto la vista y el corazón me da un vuelco al ver a Chris salir del ascensor junto a Dylan. Le hago un gesto con la mano para indicarle que se marche y rápidamente vuelve a subirse al ascensor, llevándose al niño con él. Suelto un suspiro mudo de alivio ante lo que podría haber sido un descalabro emocional para madre e hijo. No sé cómo, pero tengo que ayudar a Brandy a recobrar la compostura y a estar fuerte para su hijo, cuando sé que se está muriendo por dentro junto a él. Y, sin saber cómo, también me digo que debo ayudar a Chris a superar estos momentos. En el fondo, tengo la certeza de que esto va a abrirle heridas muy profundas a mi hombre, ya herido, y sufro sólo de pensarlo.
Cuando por fin tengo a Brandy más o menos serena, le envío un mensaje a Chris diciendo que él y Dylan ya pueden subir. Unos minutos después, el chico entra en la habitación, caminando sin prisa y sonriendo mientras canta la canción de «Pesadilla en Elm Street».
—Uno, dos, Freddy viene por ti. Tres, cuatro, cierra la puerta. Cinco, seis, coge un crucifijo.
Chris le sigue, con la sombra rubia de su barba de un día en la mandíbula, su pelo despeinado y sexy y sus ojos apesadumbrados, como los de Brandy. Todavía no está al tanto de las novedades sobre el avance del cáncer, pero es lo bastante listo como para saber que han llegado malas noticias.
Dylan continúa cantando al sentarse sobre la cama.
—Siete, ocho, mantente despierta.
—Basta —exclamo, pero sonrío ante sus intentos de atormentarme.
—Sí, basta —dice Brandy, riendo—. A mí también me pone los pelos de punta esa canción.
—No puedes tener miedo sólo por oír la canción —argumenta Dylan.
Tiemblo sólo de pensar en esa película.
—Hay muchos motivos por los que accedí a ver Viernes trece en lugar de Pesadilla en Elm Street, y esa canción es el principal.
—La próxima vez obligaremos a Sara a verla —promete Chris, sentado junto a él.
Dylan golpea la cama.
—¡Sí! —exclama, y se ríe.
Al verlos juntos diciéndose adiós por hoy, antes de marcharnos, me doy cuenta de golpe de que tanto Dylan como Chris sustituyen una forma de horror por otra: el chico utiliza películas de ficción y monstruos para enfrentarse al cáncer; Chris recurre al dolor para combatir el dolor. No me sorprende que los dos hayan creado un vínculo tan fuerte.
—¿Y bien? —pregunta cuando entramos al ascensor.
Me cuesta mucho decirle algo que sé que le hará daño.
—Su cáncer avanza más rápido de lo esperado.
Deja caer la cabeza hacia atrás, levantando la vista al techo, y su gesto atormentado me desgarra por dentro. Rodeo su cintura con mis brazos y aprieto la mejilla contra su corazón, que late a toda velocidad.
—Lo siento.
Entierra la nariz en mi pelo y aspira, como si le aliviara.
—Ya he pasado por esto antes, pero este chico... Él es especial.
Levanto la barbilla y mi mirada se encuentra con su mirada turbada.
—Lo sé. Veo el vínculo que has creado con él.
Se abre el ascensor y entrelaza sus dedos con los míos. Poco después nos encontramos disfrutando del buen tiempo de Los Ángeles, mucho más cálido que el de casa. Pasamos un rato intentando parar un taxi, un esfuerzo más que ahora mismo Chris no necesita. Por fin, estamos camino del hotel y saco el difícil tema del padre de Dylan.
—Le dije a Brandy que llamaría yo a su marido. Creo que sabía que si hablaba con él, se derrumbaría de nuevo. ¿Quieres hablar tú con él o lo hago yo?
Chris desengancha el móvil del cinturón.
—Lo haré yo.
Lo observo mientras le explica al padre de Dylan lo que ha ocurrido. Su rostro es una máscara carente de emociones durante toda la conversación, pero se está agarrando la pierna con tanta fuerza que los músculos de su brazo se retuercen bajo el tatuaje del dragón.
Cuando llegamos al hotel Chris sigue hablando por teléfono, le extiende al conductor un billete de cien dólares por un viaje de sólo diez y le indica que se marche. La conversación termina cuando llegamos a nuestra planta y se nota que tiene los nervios a flor de piel. Tampoco me mira a mí y no sé muy bien qué decir ni qué hacer ahí de pie, en silencio, mientras introduce la tarjeta en la cerradura y abre la puerta de un empujón.
Me sorprende que entre primero cuando siempre me cede el paso. Cierro la puerta detrás de nosotros a tiempo de verle golpear la pared y luego apretar los puños contra la superficie. Deja caer la cabeza entre los hombros y puedo ver cómo tiemblan los tersos músculos de su cuerpo.
Reduzco la distancia que hay entre nosotros y alargo los brazos hacia él.
—No lo hagas —ordena, y me detiene en seco con su voz grave, brusca y cortante—. Estoy en un lugar peligroso.
—Quiero que estés allí conmigo, Chris. Déjame ayudarte.
La profundidad de la desesperación en sus ojos parece un túnel que lleva al infierno.
—Esta parte de mí es el motivo por el que quise alejarte de mi vida.
—No te funcionó entonces, y no te va a funcionar ahora.
Me agarra y me coloca entre la pared y él.
—En momentos así es cuando yo...
—Lo sé —interrumpo—. Este es uno de esos momentos en que necesitas dolor para sustituir al dolor. Lo entiendo, y más después de lo que he visto durante las últimas veinticuatro horas. Pero si queremos que esto salga bien, tendrás que encontrar el modo de llevarme contigo, estés donde estés.
—No hay nada delicado en mí cuando me siento así. No quieres estar con el que soy ahora mismo.
—Quiero estar contigo siempre, Chris.
Me mira durante unos segundos y, entonces, de pronto, sus dedos se enredan en mi pelo y me está besando. Su enfado y su dolor sangran en mi boca, abrasándome con su intensidad. Mis manos van a su pecho y me las aprisiona con una de las suyas.
—No me toques. No hasta que haya superado esto.
—Vale. —Sin saber cómo, consigo sonar fuerte, aunque estoy consternada por lo fuera de sí que está.
—Desvístete —ordena—. No me fío de mí mismo para hacerlo.
No sé lo que quiere decir con eso, pero da un paso hacia atrás y se quita la camiseta de un tirón. Me quito el top y el sujetador, y trato de quitarme los pantalones, pero me cuesta porque la mano me tiembla incontrolablemente.
En un momento tengo a Chris delante de mí, posando sus manos firmes sobre el temblor de mis muñecas.
—Maldita sea, sabía que esto era una mala idea. Te estoy asustando, Sara.
—Tú no me asustas, Chris. Tú sufres, así que yo sufro.
Una tormenta de emociones recorre su rostro. Deja caer la frente y la apoya contra la mía, como hizo en el avión. Respira de forma entrecortada y resulta obvio que está luchando por controlar lo que siente.
Es casi imposible resistir la necesidad imperiosa que tengo de tocarle.
—Deja de intentar controlarlo, Chris. Déjalo salir. Puedo con ello.
—Yo no puedo.
Da un paso hacia atrás y me deja de piedra cuando se da la vuelta y camina hasta el baño. Parpadeo a su espalda. ¿No puede? ¿Y qué quiere decir eso? Oigo cómo suena la ducha e intento quedarme donde estoy, está claro que quiere espacio, pero no puedo dárselo. Sé que mi desnudez no es la vestimenta más adecuada para una confrontación, pero él tampoco está precisamente vestido.
Entro al baño como un torbellino justo cuando él está metiéndose en la ducha acristalada. Sigo avanzando y abro la puerta.
—¿No puedes? —digo, retándolo—. ¿Y eso qué quiere decir? ¿No puedes estar conmigo? ¿Quieres que me marche?
Saca la cabeza de la ducha y me besa.
—Significa que no puedo. Que no quiero hacer algo que te pueda obligar a marcharte. —Acaricia mis labios con su pulgar mojado—. Y ahora mismo creo que lo haría.
Pero advierto que la parte más negra de su estado de ánimo ha cambiado de rumbo a la misma velocidad de siempre. No es el que era hace sólo unos minutos. Me atrevo a meterme en la ducha y le abrazo. El agua caliente me envuelve y, para mi alivio, también lo hacen sus brazos. Noto cómo se le endurece el miembro, cómo se vuelve más grueso, y me voy excitando con la idea, hasta que miro sus ojos y detecto que la tormenta no ha amainado todavía. No está bien, como pensaba. Ni de lejos. Dice que no gestiona el dolor a través del sexo, pero está excitado, y no puedo hacerle daño. No le haré daño. Sólo puedo ofrecerle placer.
Le aprieto contra la pared, sacándolo del chorro de agua, y me permite hacerlo. Lo tomo como una buena señal y lentamente bajo por su cuerpo y me arrodillo. Su suave inspiración es una indicación de que puedo seguir y de que soy bienvenida. Me saco el pelo mojado de la boca y rodeo con mi mano el tronco de su palpitante miembro. No le atormento. Necesita que le alivie de forma rápida y contundente. Necesita liberarse. Eso espero. Introduzco la delicada piel de su firme erección entre mis labios y siento en mi lengua el sabor salado de su excitación. Sin más demora, me meto todo lo que puedo de él en la boca y su mano baja y sujeta mi cabeza.
—Más duro —ordena con voz ronca, sus caderas se arquean hacia la succión de mi boca y siento cómo late sobre mi lengua.
Levanto la vista y observo su forma de mirarme. Sus dientes apretados, su mandíbula tensa, la lujuria y la cólera, todo está en su mirada ardiente. Es excitante provocarle una reacción así a este hombre poderoso y sexy; es excitante que me desee, que me necesite. Y me necesita. Nunca he estado tan segura de ello como ahora.
Mis dedos se tensan alrededor de él y chupo con más fuerza, tragándole más. Bombea contra mí, introduciéndose hasta el fondo de mi garganta, follándome la boca, y su deseo es una criatura que vive, que respira y me posee. Todo lo que me dé es poco. Mi lengua recorre su palpitante falo y gime con una voz grave, gutural. Echa la cabeza hacia atrás contra los azulejos y siento cómo su mente, al fin, se queda en blanco.
Me arde el cuerpo con su sabor, con su tacto contra mi lengua, con el poder que tengo para alejarle de su dolor. Rodeo sus nalgas con la mano para apretarme contra él y la tensión que noto me indica que está cerca de la liberación.
—Bien, cariño —murmura, con la voz grave, ronca. Sexy—. Muy bien. —Su mano se tensa alrededor de mi cabeza y la urgencia le atraviesa hasta llegar a mí. Empieza a embestir más fuerte, apretando su falo contra el fondo de mi boca y me lo trago. Me lo trago, ansiosa por sentir el momento que llega con un gemido afónico que se escapa de sus labios. Su miembro palpita en mi boca y siento su salada liberación en mis papilas gustativas, donde he sentido sangrar su enfado no hace mucho. Deslizo mi lengua y mis labios de arriba abajo, relajándole lentamente para terminar.
Chris baja la barbilla, respira fuerte y me mira. Me pongo en pie y me aprieta contra él.
—Dime que eso ha ayudado —susurro, y se lo estoy exigiendo. Necesito saber que puedo ser lo que él necesita, que podemos atravesar juntos la oscuridad.
—Haces más que ayudar. Eres el motivo por el que sigo respirando. —La ronca declaración es un susurro contra mis labios un momento antes de que me bese. Su delicada lengua acaricia la mía y me dice tanto o más que sus palabras.
Termina el beso y no hablamos. Nos enjabonamos, perdidos el uno en el otro, y no tiene nada que ver con el sexo, sino con profundizar en el vínculo que hay entre nosotros. Cuando llega el momento, me aprieta contra la pared y se introduce en mí. Nuestros ojos conectan como lo han hecho nuestros cuerpos y lo que sucede me llena de una manera que nunca había experimentado. Él me necesita y yo le necesito a él. Nunca he dudado de que eso fuera cierto. Siempre he sabido que éramos dos piezas del mismo puzle que encajaban en el hueco de nuestro dolor. Hubo un tiempo en el que estaba segura de que ambos estábamos demasiado heridos como para no acabar por destruirnos mutuamente. Ahora pienso que nos estamos salvando.
19
Llegamos al almuerzo benéfico y miro a Chris, esperando que haya superado el momento turbio que ha tenido. Nos sentamos en una de las veinticinco mesas y escuchamos cómo un hombre relata a los potenciales donantes la historia de su hijo que murió de cáncer. No puedo evitar pensar en Dylan y aparto los ojos del orador para posarlos sobre Chris. Está de perfil con expresión impasible, sentado rígido. Sé que sabe que le estoy observando, pero se limita a mirar al frente, con la mandíbula tensa. Alargo el brazo, le cojo la mano y se gira lentamente hacia mí, y durante un fugaz instante me permite ver el dolor que emana de las astillas ámbar de sus ojos. Le acaricio la mejilla, diciéndole en silencio que lo comprendo, y me aprieta la mano. Su atención regresa poco a poco al escenario.
Una vez más, me invade una cruda certeza. Chris es dolor y oscuridad, y no importa que insista en que tiene esa parte suya bajo control, está claro que no es así. No dudo que realmente quiere tenerla bajo control. Quiero sanarle, quiero estar allí para él, pero me pregunto si realmente puedo estarlo. No estoy segura de que me lo permita.
Sigo dándole vueltas a esto durante el resto de las intervenciones y siento cierto alivio cuando el almuerzo llega a su fin, pero no voy a poder escapar tan fácilmente, todavía. Chris y yo nos mezclamos con los invitados y me deja anonadada cómo consigue mantener su fachada de buen humor. Sabe qué decir en cada momento y no le cuesta arrancar sonrisas a sus interlocutores.
Una hora más tarde, hacemos una visita a los chavales en el hospital. Chris bosqueja para ellos animales graciosos y personajes de dibujos animados. Increíblemente, nadie salvo yo parece notar lo atormentado que está. Al observarle veo más allá del hombre hermoso y sexy que aparenta ser; veo al hombre que, a pesar de su propio dolor, se entrega por completo a estas familias que lo pasan mal, y me enamoro aún más de él.
Cuando terminamos de visitar a los pacientes, nos dirigimos hacia la habitación de Dylan, la última parada en nuestro recorrido. Poco antes de llegar, Chris se detiene y baja los ojos para leer un mensaje de texto.
Me preocupa la mirada lúgubre que esboza.
—¿Qué? —exijo.
Teclea un mensaje antes de contestar.
—Según Blake, no han cambiado el candado del trastero, pero parece que alguien lo ha dejado todo patas arriba. Quiere saber si había cosas tiradas por todas partes la última vez que estuvimos allí.
—No. Dile que no.
—Ya se lo he dicho. —Vuelve a dirigir los ojos al móvil para leer la respuesta de Blake—. Piensa que el detective ese de poca monta aprovechó el apagón para cambiar nuestro candado abierto por otro igual.
Intuyo lo que me va a decir a continuación y me anticipo.
—No cerramos el trastero con nuestro candado. Lo hicimos con el suyo. Así podía regresar cuando le diera la gana.
—Eso es. Estoy convencido de que llevaba esperando la oportunidad de hacerlo desde la noche en que te lo encontraste. Seguro que volvió a sustituir su candado por el original cuando encontró lo que buscaba en el trastero.
Me empieza a doler la cabeza.
—¿Hasta qué punto lo ha revuelto todo?
—Por lo que dice Blake, hay cosas tiradas por todas partes.
Un sonido de frustración se escapa de mis labios.
—¿Podemos llamar a la policía?
—Blake afirma que será imposible demostrar que otra persona ha entrado en el trastero. Cree que deberíamos seguir sin involucrar a la policía, como decidimos en su momento.
A regañadientes, acepto que estamos entre la espada y la pared.
—Si había más diarios, están perdidos para siempre. —Y, con ellos, la respuesta al interrogante de su paradero y la identidad del responsable de su desaparición.
—Blake y todo el equipo de Seguridad Walker son de lo mejor que hay. Si alguien puede encontrar a Rebecca, son ellos.
—Que no la hayan encontrado a pesar de lo buenos que dices que son, Chris, hace que me preocupe más todavía.
Tensa la boca.
—Por desgracia, estoy de acuerdo.
Antes de entrar en la habitación de Dylan intento deshacerme de mi lúgubre estado de ánimo, pero al llegar compruebo que mis esfuerzos son en vano. El niño lleno de energía que conocí el día anterior ya no está por ninguna parte. Está en la cama, doblado sobre una cuña, vomitando mientras su madre, a su lado, intenta consolarle. La única cosa que mantiene mis pies en la tierra es la necesidad de ayudar a que todo el mundo siga con los pies en la tierra. La mano de Brandy tiembla con cada arcada, y detecto cómo crece en Chris una energía oscura. Es como un animal salvaje que recorre una jaula de arriba abajo y no puede escapar.
Sin embargo, consigue dominarse y descubre que Brandy no ha comido ni ha dormido. La convence para que se tome un descanso y nos sentamos con Dylan. Chris se apoya en el borde de la cama del niño y accede al ruego de dibujar otra imagen de Freddy Krueger. Milagrosamente, el chico parece mejorar en el momento en que Chris empieza a trazar la figura sobre el cuaderno que ha llevado todo el rato con él.
A las cuatro, se marcha para reunirse con los patrocinadores de la fundación y yo me quedo con Dylan y con Brandy. Acordamos encontrarnos en el hotel a las cinco y media. Pero llegan las seis menos cuarto y sigo delante del hospital, donde llevo más de media hora intentando parar un taxi. Le he enviado un mensaje a Chris, pero no me ha contestado.
Al fin me llama.
—Acabo de salir de mi reunión. ¿Ya has conseguido un taxi?
—No —contesto con desesperación—. Al parecer hay dos grandes congresos en la ciudad y además se estrena una película.
—Llama y dile a la empresa de taxis que les darás una propina de cien dólares. Te veré delante del hotel para pagar. Si eso no funciona, te envío un taxi privado.
Quince minutos más tarde, Chris me recibe delante del hotel con vaqueros y una camiseta blanca. Varios mechones de pelo húmedo le caen sobre la cara. Me abre la puerta y se asoma a la ventanilla del copiloto para pagar al conductor. Salgo del taxi con prisa, porque me tiene que dar tiempo a ducharme y a vestirme. Antes de subir a la acera, Chris posa sus manos sobre mis hombros y me besa con fuerza en los labios.
—Te he echado de menos.
Aunque es muy receloso de su intimidad, parece ignorar a todos los que nos rodean. Le miro y parpadeo, perdiéndome en la vulnerabilidad que adivino en su mirada y que resulta tan raro ver; una vulnerabilidad que siempre consigue penetrar profundamente en mí y volverme del revés. Acaricio uno de sus mechones húmedos y se precipita sobre mí una cascada de emociones.
—Chris, yo... —Suena un claxon, él tira de mi brazo y un taxi pasa a mi lado a toda velocidad. Me subo a la acera y, en silencio, termino mi frase: «te quiero...».
—Maldito majara —gruñe, entrelazando sus dedos con los míos.
Empezamos a andar hacia la entrada del hotel, pero mi confesión espontánea me ha sido arrebatada por un taxi amarillo. Me digo que es algo bueno. Ha sido una locura hacer esa declaración ahora. No es el momento ni el lugar, pero no puedo librarme de la sensación de que me arrepentiré de haber dejado escapar el momento.
Me ducho a toda prisa, me pongo el albornoz del hotel, me peino y me maquillo. Acabo de alisarme el pelo con las planchas cuando aparece Chris en el umbral de la puerta. Lleva puesto su esmoquin. Dejo las planchas sobre el lavabo y me doy la vuelta, deleitándome con su aspecto. El esmoquin, sin una arruga y hecho a medida, se ajusta a su percha musculada y fibrosa con resultados deliciosos. Y a pesar de haber accedido a ir, según establece el protocolo, «vestido de pingüino», como dice él, no se ha afeitado y una sombra clara le recubre la mandíbula. Su pelo rubio está despeinado y un poco salvaje. Al contemplarlo siento que el contraste lo reafirma como el hombre que conozco y amo y también como un rebelde con causa.
—Eres el hombre más sexy que existe —declaro.
Chris sonríe y, por primera vez en todo el día, también lo hacen sus ojos.
—Voy a dejar que me demuestres que efectivamente crees que lo soy cuando regresemos aquí esta noche. —De detrás de su espalda saca una cajita forrada de terciopelo—. Esto es para ti. —Sonríe—. Y para mí.
Me quedo sin aliento al leer «ADANYEVA.COM» sobre la caja. Es la tienda de juguetes eróticos de la que le hablé a Chris hace dos noches por teléfono.
—Me imagino que no será una pala rosa...
—No pongas cara de decepción —me dice con tono de burla—. Haré que nos manden una para cuando regresemos. —Abre la tapa y descubre tres piezas de joyería sobre seda negra. Por un lado hay dos aros de plata, de los que cuelgan sendas tiras de rubíes. La tercera pieza es otro aro con una tira en forma de lágrima y engastada con los mismos rubíes.
—Para ponerte bajo el vestido —anuncia.
Sin poder evitarlo, resuena en mi cabeza una de las entradas del diario de Rebecca, como si me estuviera hablando aquí mismo: «Me giró, me tiró del vestido y el sujetador hacia abajo y me colocó unas pinzas en los pezones al tiempo que me ordenaba que aguantase el dolor». Me cruzo de brazos y niego con la cabeza.
—No. No puedo llevar eso durante la fiesta.
Chris deja la caja sobre el tocador y avanza hacia mí. Doy un paso hacia atrás, pero ya lo tengo delante, rodeando mi cara con sus manos.
—No son pinzas, si es eso lo que crees. No te pediría que te pusieras pinzas durante un periodo de tiempo tan largo. Son joyas. A ti te provocarán una deliciosa fricción, y a mí me distraerán y me excitarán, algo que necesito, creo, esta noche.
—Ah.
—Ah —repite, curvando los labios. Baja la mano para deshacer el nudo de mi albornoz y clava su mirada en la mía—. Déjame enseñarte.
El pánico de hace unos momentos se transforma en un ardiente calor en mi tripa. No desvío los ojos de su penetrante mirada. Dejo caer los brazos y mi albornoz se abre. El aire frío sobre mi piel me resulta dulcemente provocador. Su rostro adopta un gesto de aprobación y sus dedos rozan delicadamente mis pezones. Intento tragarme un gemido, sin éxito. Chris me lleva a un lado y apoya mi trasero contra el tocador, sus caderas se amoldan a las mías y siento cómo el grueso pulso de su erección se aprieta contra mi estómago.
Con una actitud indolente, toca las puntas rosadas hasta que se convierten en duros nudos, y me atraviesan sensaciones dulces y deliciosas. Le sujeto las muñecas.
—Para. Nos tenemos que ir. Tengo que vestirme.
—Sólo estoy asegurándome de que estás preparada.
—Estoy preparada. Ése es el problema.
Toma mis pechos entre sus manos y los aprieta juntos, agachándose para lamer mis pezones a la vez. Aletean mis pestañas y bajo la mano hasta su cabeza. No tengo fuerzas para decirle que se detenga. Tendré que vestirme más deprisa. No me doy cuenta del momento en que alarga el brazo para alcanzar uno de los aros para los pezones. De pronto lo está enganchando en mi turgente piel.
Me muerdo el labio y bajo la mirada para observar las joyas que ahora cuelgan.
—¿Te duele? —pregunta, dándole unos golpecitos con el dedo y enviando dardos de placer directamente a mi sexo.
—No —digo, suspirando con fuerza—. No duele.
Su hermoso rostro luce satisfacción y vuelve a agachar la cabeza, raspando mi pezón desnudo con su lengua. Esta vez, al observar cómo ajusta el aro, algo me excita más que la visión de las joyas en mi cuerpo; la idea de que Chris estará pensando en ellas toda la noche.
Me levanta con sus brazos, me coloca sobre el lavabo y me separa las piernas. Se agacha y me acaricia la ingle con la palma de su mano, deteniéndose a lamer la carne hinchada de mi sexo, que mima y tortura con su pulgar.
—¿Estás pensando en follarme, Sara?
—No. Estoy pensando en que me folles tú a mí.
Se ríe. Un sonido grave y sexy que hace que me derrita como la miel. Siento que me humedezco aún más y él también lo nota. Lo sé por la forma que tiene su mirada de volverse más incisiva y oscura, y también por el bailoteo ámbar que adivino al fondo de sus ojos.
—A pesar de lo mucho que me gustaría follarte ahora, cariño, presiento que la espera valdrá la pena. —Extrae de la caja el aro para el clítoris y lo cierra alrededor del montículo hinchado y sensible. Separa mis piernas más todavía—. No te muevas. Quiero mirarte. —Da un paso hacia atrás.
Cierro el albornoz de golpe y me pongo en pie de un salto, situándome delante de él sin tocarle. Levanto la barbilla.
—Me has dejado con las ganas. Si quieres verme, tendrás que esperar a después. —Le esquivo y pongo distancia entre nosotros, antes de darme la vuelta para mirarle de frente—. Y ahora fuera, tengo que ponerme el vestido.
—Nada de sujetador ni braguitas. —Es una orden. El macho alfa Chris que conozco bien y que encuentro tan rematadamente excitante, en toda su gloria.
—Ya veremos.
En una fracción de segundo se ha colocado delante de mí y me aplasta contra él con fuerza.
—Ni sujetador ni braguitas, ¿entendido?
Su corazón late con vigor bajo la palma de mi mano. Esta conversación también le afecta. No tiene todo el poder, pero se nota en el aire su necesidad de tenerlo, y es tan viva como yo me siento cuando me toca.
Me pongo de puntillas y le beso.
—Sí. Entendido.
Hay un instante en que se muestra tenso y parece no ceder; después encuentro de repente su mano sobre mi piel desnuda, bajo mi albornoz, que ahora está abierto. Sus labios rozan los míos, luego su lengua; su tacto es como un susurro breve.
—¿Cómo es que siempre acabas haciendo justo lo contrario de lo que creo que vas a hacer? —pregunta con voz grave. Me aparta y sale del baño, cerrando tras él.
Me quedo varios segundos mirando la puerta, preguntándome si hacer lo contrario de lo que espera es algo bueno o malo. Pero la verdad es que con Chris no intento ser una persona diferente, como lo he intentado con otros hombres en mi vida. Me estoy redescubriendo, o quizás es que me estoy encontrando por primera vez en mi vida.
Me mentalizo y me activo de un salto. Me pongo las medias negras, los tacones altos y, finalmente, el vestido esmeralda. Sin sujetador. Sin braguitas. Los rubíes ya me están provocando sin piedad igual que lo ha hecho Chris con la boca y los dedos. Inspecciono mi reflejo en el espejo, y el vestido me encanta, incluso más de lo que me gustó en la tienda. El verde tan vivo favorece mi piel pálida y el vestido se ajusta a mi cuerpo sin ser demasiado sexy. Y, afortunadamente, me tapa lo bastante como para esconder bien las joyas que cuelgan de mis pezones.
Alcanzando el picaporte de la puerta, me detengo un momento y me sube la adrenalina ante la idea de que Chris me espera al otro lado. Entro en el dormitorio y lo encuentro apoyado contra la puerta de la entrada, una pierna cruzada sobre la otra, el brazo sobre el pecho. Me mira con expectación, invitándome en silencio a caminar hacia él, y no tengo fuerzas para desafiarle. Ver el poder que emana me excita sin remedio. Sus ojos siguen cada uno de mis pasos, tocándome sin tocarme, seduciéndome con la promesa del placer que ya ha demostrado que él, y sólo él, puede ofrecerme.
Me detengo delante de él y sigue sin moverse, no alarga su brazo hacia mí.
—Date la vuelta.
Hago automáticamente lo que me pide. Tiene razón. Deseo fervientemente estos momentos en los que él tiene el control. Me arde en las entrañas la incógnita de lo que pretende hacer a continuación. No me dejaría llevar así por nadie más, pero con él siento que puedo hacerlo.
Algo frío se desliza por mi cuello y me doy cuenta de que me está colocando un collar. Sorprendida, llevo la mano hasta la joya que tengo en la garganta.
—Ve a mirarte al espejo —susurra inclinándose hacia mí.
Llena de curiosidad, me apresuro al baño para mirar mi reflejo. El collar desciende hasta mi escote; se trata de una joya redondeada de color esmeralda con un filo de diamantes que brillan como estrellas. Chris aparece detrás de mí, sus ojos se encuentran con los míos en el espejo, y la conexión me lleva otra vez a ese estado de anhelo que sólo él me crea y del que nunca me canso. Hay una voracidad desnuda en su expresión, mucho más profunda que la necesidad física que existe entre ambos. El regalo le importa. Es especial. No tiene nada que ver con los obsequios que mi padre le hacía a mi madre. Me gusta que sea tan importante para él.
—No podría ser más perfecto —digo en voz baja—. Gracias.
Sus ojos se escurren posesivamente hasta mi ombligo y entierra su cara en mi pelo, apretando su boca contra mi oreja.
—Tú sí que eres perfecta —susurra con voz animal.
Todo lo que hace Chris es crudo y verdadero, como el dolor que se esfuerza por enterrar en la profunda caverna de su alma. Y odio pensar que llegará el momento en que descubra que yo no soy en absoluto perfecta.
20
Tras dejar la habitación del hotel, entramos en el ascensor, que está repleto. Chris se apoya contra la pared y yo me encajo bajo su brazo. Su tacto es una quemadura que gozo, aunque hay en él una intimidad que me resulta difícil experimentar en público. Los rubíes cuelgan entre mis piernas y me excitan al rozar mi clítoris, una sensación que no duele, pero de la que es imposible escapar. Tampoco puedo escapar del abultado paquete de Chris, que se ciñe, henchido, contra mi trasero. Me acaricia el cuello con la nariz, y tiemblo. Casi puedo saborear su placer ante mi reacción, y sus manos recorren mis costillas de arriba abajo, tirando de la seda de mi vestido y de las joyas que tengo en los pezones. Llevo mis manos a las suyas, procurando mantenerlas quietas con un reproche silencioso, y él se ríe junto a mi oreja en voz baja de una forma muy sexy.
Sonrío ante su actitud juguetona y de pronto me choca el contraste entre este momento y otro, en la bodega, en el que tampoco llevé sujetador ni braguitas. Me había reprendido por intentar ver romanticismo en lo que era una aventura sexy. Ni siquiera conocer a sus padrinos aquella cálida noche de agosto pudo disipar mis dudas de hacia dónde nos encaminábamos Chris y yo. Si me dejara llevar, no sería difícil juntar todas mis dudas y liarme con todo lo que podría ir mal esta noche. La lista de preocupaciones es larga: el inminente regreso de Chris a París; las decisiones que debo tomar respecto a mi vida profesional; mi secreto... Se me encoge el estómago y justo entonces se abren las puertas del ascensor.
Al salir, dejo mentalmente mis preocupaciones dentro. Esta noche Chris necesita que tenga la cabeza despejada y que esté centrada. Mi Príncipe Oscuro está haciendo equilibrios en el borde del abismo por Dylan y necesito ser la cuerda de la que pueda valerse para no caer.
Una vez en el pasillo, Chris entrelaza sus dedos con los míos y este acto, pequeño e íntimo, me sobrecoge el corazón y me provoca una sensación mucho más cálida que el delicado balanceo de las joyas entre mis piernas al caminar. Le lanzo una mirada de soslayo y descubro que él está haciendo lo mismo y es como si me llegara una brisa de verano. Él flota dentro de mí y me completa, y por primera vez en toda mi vida, en lugar de sentir que estoy sola o que pertenezco a alguien, siento que estoy en una relación. Qué irónico, pienso, considerando que este es el mismo hombre al que he rogado que me reclame como suya y que me posea. Él es pasión oscura y calor travieso, y todo lo que obtenga de él me sabe a poco.
Salimos del hotel a la cálida noche sin nubes; sobre nuestras cabezas brillan docenas de estrellas. Cuelgo mi bolso pequeño, negro y brillante de mi hombro, sobre el fino tirante esmeralda. El taxi privado que ha pedido Chris nos está esperando, pero nos giramos al escuchar a una pareja de ancianos que también va a la gala y que no logra parar un taxi.
Chris y yo compartimos una mirada, entendiéndonos sin hablar, y da un paso hacia la pareja.
—Pueden venir con nosotros. Vamos todos al mismo sitio.
Un elegante 911 se detiene junto al botones y tengo un flashback momentáneo: me veo de regreso a la noche de la cata de vinos en la galería. Había salido de la galería y me había encontrado a Chris apoyado en el 911, el mismo coche que tiene mi padre. Me doy cuenta de que entonces comparé a dos hombres imposibles de comparar, y las sonrisas que Chris acaba de ofrecer a la pareja de ancianos lo confirman.
Dentro del coche, sentada en el centro, empiezo a hablar con la mujer que tengo al lado. Chris reposa su mano sobre mi rodilla, acariciando distraídamente mis medias de seda, transmitiéndome calor. Me suben corrientes de placer por la pierna, dardos que hacen diana en mi clítoris hinchado, que está extremadamente sensible.
Se está volviendo imposible centrarme en la conversación y, cuando ya no puedo más, le sujeto la mano para que se quede quieto y le lanzo una mirada de advertencia.
Él arquea una ceja.
—¿Algún problema?
Le miro a los ojos y hablo con voz suave.
—Sabes perfectamente lo que estás haciendo.
—Sí —coincide, y mueve los labios—. Perfectamente.
—Claro que sí —replico, y el hecho de que lo sepa, más que asustarme, me atrae por lo erótico que resulta. Por eso mismo procuro no soltarle la mano durante los diez minutos que dura el trayecto.
El chófer detiene el coche delante del Museo de la Infancia, donde se está celebrando la gala. Nada más salir empiezan a destellar los flashes de las cámaras. Según avanzamos por la alfombra roja que han colocado sobre las escaleras de entrada, la incomodidad de Chris es obvia y no me sorprende cuando rechaza amablemente visitar la sala de prensa. Sé lo poco que le gustan los focos, y que se exponga a ellos por una buena acción me dice mucho de cuánto significa todo esto para él.
Una vez dentro del edificio, nos detenemos bajo un enorme arco que da a la gran sala triangular donde se está desarrollando el evento. Entre nosotros y la banda que toca al fondo se congregan unos cien invitados que charlan de pie. La música asciende hacia la enorme bóveda que nos cubre y me quedo sin aliento al admirar los murales que decoran las paredes.
Como se me parecen a otro mural, mucho más familiar, no puedo evitar mencionarlo.
—Me recuerda al despacho de Mark. Tú pintaste el mural, ¿verdad?
Se le tensan las comisuras de la boca.
—Sí.
—¿Sí? ¿Sólo sí?
Se encoge de hombros.
—Me aseguró que vendería uno de mis cuadros en Riptide por una cifra astronómica y acordé pintarle la pared si lo conseguía.
—Y donaste el dinero al hospital.
Veo cómo las emociones recorren su cara y se endurecen las líneas de su expresión.
—Pagué por los tratamientos de Dylan y abrí una cuenta para su familia que todavía no saben que existe.
Sus palabras me golpean el pecho y sé que a él también.
—Parece que Mark y tú hacéis juntos muchas cosas buenas, pero tenéis una relación extraña.
—Tenemos una relación comercial.
—Pero fuisteis amigos.
—«Amigos» es una palabra que demasiada gente usa a la ligera —comenta en tono seco, y salta a la vista que está harto de hablar de Mark. Dirige la mano hacia una mesa con comida—. ¿Tienes hambre?
—Estoy hambrienta —contesto, pero me molesta su forma de evitar el tema de Mark.
Su mano me rodea la cintura, juntando nuestras caderas con discreción.
—Yo también estoy hambriento, pero no de comida —murmura, y dejo de pensar en Mark al instante. Parece que quiera devorarme aquí y ahora. Mi cuerpo reacciona y la ausencia de mis braguitas hace que el calor húmedo entre mis muslos me resulte más que evidente.
Me sonrojo ante el comentario y no sé por qué. Hace menos de una hora, este mismo hombre me lamió los pezones y enganchó rubíes en ellos, pero es que hay momentos en los que Chris es un macho tan poderoso que me derrito por él.
Y él lo sabe. Lo veo en su cara, en el calor travieso que arde al fondo de sus ojos verdes. Tampoco me importa que lo sepa. Ya no me da miedo, como antes, que conozca mi forma de reaccionar ante él. Siento alivio al ver que, poco a poco, se va dibujando una sonrisa sensual en sus labios, que borra las líneas duras que tenían sus facciones hace un momento.
—Anda, mira —dice con un tono suave y seductor—, nuestra dulce maestra se sonroja. Parece que no la he corrompido del todo... todavía. —Hace una pausa—. Pero descuida, estoy trabajando en ello.
—Tú me acusaste de intentar corromperte a ti.
—Y lo has hecho, pero me has corrompido de la mejor forma posible, cariño.
Frunzo las cejas.
—¿Y eso qué significa?
—Si no lo sabes aún, pronto lo sabrás.
Me conduce hasta el centro de la multitud y me quedo con la duda del significado de sus palabras. En cualquier caso no debería sorprenderme. Con él, todo son dobles significados y enigmas; mensajes ocultos que entiendo más tarde, si es que llego a hacerlo.
Pasamos junto a varias mesas con comida y nos detenemos ante una que ofrece muchos tipos distintos de canapés. Llenamos nuestros pequeños platos y hacemos lo posible por comer mientras charlamos con todas las personas que se acercan para hablar con Chris. Le acabo de dar un mordisco a un sándwich cuando, de repente, surge de no sé dónde Gina Ray, una actriz bastante famosa que, según he visto en Google, ha salido con Chris. Viene hacia nosotros.
Tiene el pelo largo y sedoso de color castaño y lleva un vestido rojo con mucho escote. Al ver a Chris se abraza a él, apretándose contra su brazo.
—¡Chris! —exclama—. ¡Qué bueno verte! —Su voz, al igual que ella, es muy expresiva; una mezcla de animal salvaje y bombón de Hollywood.
Me sofoco y súbitamente parece que las inseguridades que me juré dejar en el ascensor han hallado la forma de llegar hasta la gala. Comparada con ella, que es toda una estrella digna de alguien como Chris, me siento torpe y poco femenina. Tengo la impresión de interpretar el papel de la dulce maestrilla que está fuera de lugar en un evento importante; que no pega nada con un hombre como Chris. Dejo mi plato en la mesa y lucho contra mis ganas de salir corriendo; aunque, si lo hiciera, ignoro dónde iría.
Chris parece notar mi reacción y se escurre del abrazo de Gina para rodearme la cintura.
—Sara, esta es Gina Ray. Gina lleva varios años apoyando de forma activa nuestra fundación. —Me lanza una mirada cargada de intenciones—. Y en contra de lo que afirman ciertos paparazzi que la persiguen a todas partes como animales hambrientos, nunca hemos salido juntos. Gina, esta es Sara McMillan, con quien sí que estoy saliendo. Espero que me veas con ella muchas veces en el futuro.
Sus palabras me alivian y me provocan un dulce calor en el pecho. Me fundo con Chris, que lleva sus dedos hasta mi cadera.
Gina mira al cielo con un gesto juguetón.
—Ya me disculpé con mi talonario por el escándalo de que salíamos juntos, Chris. Deja de culparme por hacerte pasar por eso. —Centra su atención en mí, y sus pálidos ojos azules, tan distintos de mis ojos profundos y achocolatados, me recuerdan a diamantes bajo la luz de la luna—. Y encantada de conocerte, Sara. —Me tiende la mano y yo la acepto. La luz del flash de una cámara nos ciega un instante y, sin soltarme la mano, le lanza a Chris una mirada de reproche.
»No me culpes si las noticias de mañana dicen que Gina Ray ha tenido un encontronazo con la nueva novia de su examante, ¿vale? No-me-culpes. —Alguien la llama y me suelta la mano—. ¡Os veo en un ratito!
—Así que leíste el cotilleo ese que afirmaba que salíamos juntos —susurra Chris con tono acusatorio cuando estamos a solas de nuevo.
—¿Por qué dices eso? —pregunto con tono culpable.
—Cuando me abrazó, por poco te atragantas con el sándwich.
Me encojo de hombros.
—Es una estrella de cine. Al verla aluciné.
Frunce los labios.
—¿Ah, sí?
—Bueno, vale. Puede que haya buscado información sobre ti en Internet en algún momento.
—¿Hay alguna otra cosa que hayas descubierto que necesite explicarte?
—No. Nada más. —Y lo digo de verdad. Creo que todavía tiene secretos sobre los que no quiere hablar, pero ninguno que yo pueda descubrir a través de Google. Los descubriré buscando en su dolor, que espero me permita entender algún día. Mi voz se suaviza—. Sé todo lo que necesito saber.
En sus ojos verdes brilla un atisbo del tormento que al parecer se me da tan bien crear en él.
—Sara... —Es interrumpido por un grupo de personas que quieren hablar con él y conocerme a mí. Y me quedo con las ganas de saber qué es lo que estaba a punto de decirme. Nos enfrascamos en varias conversaciones, pero nuestros ojos se buscan y no dejamos de mirarnos. Las palabras que no nos decimos queman en el aire, deseando ser escuchadas.
Durante la siguiente hora nos dedicamos a mezclarnos con la animada concurrencia y siento alivio a medida que nos relajamos para disfrutar de una noche distendida y amena. Me regocijo en su forma de tocarme a menudo, cada roce de su mano entibia mi alma, donde este hombre se ha instalado y ha echado raíces. Y cuando nuestros ojos se encuentran, me recorre una sensación que no tiene que ver tanto con la fricción que me provocan los rubíes, como con el sentimiento que me despierta nuestro vínculo, cada vez más profundo. Estoy feliz y eso no es algo que haya podido afirmar muchas veces durante mi vida adulta. En mi caso la felicidad no suele durar, pero esta vez voy a luchar para que no sea así.
Veo que los camareros están preparando una mesa con distintos tipos de café y tartaletas de chocolate y nata. Mientras arrastro a Chris en esa dirección, es abordado por una fan muy emocionada de sesenta y pico años. Por lo visto, Chris le firmó un pincel en un evento anterior y ahora quiere otro para su hijo.
—Estaré donde el chocolate —informo. Le beso la mejilla—. Es mi tentación favorita, después de ti —susurro.
Musita algo en francés y estoy segura de que debe ser algo obsceno. Me muerdo el labio por lo excitante que suena.
Sigo sonriendo por dentro por lo que nos hemos dicho cuando me entregan un café con chocolate y nata montada por encima. Me traslado a una mesita alta y hundo la cuchara en la nata. Es deliciosa, como mi forma de tontear con Chris. Estoy asombrada por lo fácil que me resulta ser yo misma con él.
—Hola, Sara.
Me quedo petrificada con una segunda cucharada de dulce nata en la boca. Mi atención se clava en el esmoquin que tengo justo delante de mí; en una mano conocida que ahora reposa sobre el mantel blanco; en la voz familiar que, para el caso, bien podría ser ácido abrasando mi espalda. No puede ser. No puede estar aquí. Han sido dos años de silencio, desde que le amenacé con una orden de alejamiento. Dos años que confiaba fuesen para siempre.
Lentamente bajo la cuchara, la dejo sobre el platito y maldigo el temblor de mi mano que sé que notará. Es un manipulador, una persona que te utiliza. Un bastardo que no hubiera querido volver a ver, pero no soy la misma chica que era hace cinco años o tan siquiera la misma de hace dos. No me acobardaré.
Preparándome para el impacto, levanto la vista, pero no veo a la persona que la mayoría ve como un hombre apuesto, alto y moreno. Ni siento el impacto de su feroz mirada azul como lo sienten los demás..., como antes lo sentía yo. No veo otra cosa que el monstruo que descubrí la última vez que nos vimos.
—Michael. —Odio la forma que tiene su nombre de arañarme la boca, y cómo mi garganta se cierra con repulsión. También me odio por permitir que me conmocione. Sufro un arrebato de pánico, una sensación de que la tierra cede bajo mis pies. No. Chris no debería averiguar mi pasado en este momento ni de esta manera. Este fin de semana ya tiene demasiadas preocupaciones como para tener que cargar también con las mías. Motivo más que suficiente para no derrumbarme. No lo haré. Seré fuerte.
Aprieto los puños.
—¿Qué haces aquí?
—Vi tu foto en el periódico y, de todos modos, tenía que pasar por nuestro centro de investigación en Silicon Valley. Tu padre y yo pensamos que era la oportunidad perfecta de contribuir con una buena causa y, de paso, ver qué tal te va la vida.
Mi padre, que no ha hecho un solo intento, a pesar de sus recursos, por contactar conmigo en cinco años; que ni siquiera acudió al acto que se hizo en memoria de mi madre, donde Michael y yo nos vimos por última vez. Odio que las cosas que hace sigan fastidiándome. Odio la forma tan ridícula que tengo de echar de menos a un padre al que le importaba un bledo; al que le importaba un bledo mi madre, que le amaba con todo su corazón.
Crispo los labios.
—Los dos sabemos que mi padre no te envió aquí.
—La verdad es que sí, lo hizo. Verás: te seguimos la pista, Sara. Siempre lo hemos hecho. Eso quiere decir que le seguimos la pista a la gente que incluyes en tu vida. Lo cual me lleva a esta noche y a las compañías que frecuentas últimamente.
Me arde la cara y tengo el corazón a punto de estallar.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que Chris Merit tiene una manera muy curiosa de divertirse, ¿no?
Me explota el corazón en el pecho. Chris. Está usándolo en mi contra. Sabe lo del club. Tiene que estar refiriéndose a eso. Esto no puede estar pasando. No puede estar pasando.
—Esperábamos que te dieras cuenta por ti misma de su naturaleza destructiva y que decidieras abandonarlo, pero ahora que te dejas ver en público con él, que te sacas fotos que luego salen en el periódico, no podemos mantenernos al margen, porque es algo que podría ser dañino para ti y para nosotros.
—¿Nosotros? —exclamo—. Tú no formas parte de ningún nosotros en el que yo esté incluida.
—Te equivocas de nuevo. Verás: ya que soy el nuevo vicepresidente de tu padre, lo que le haga daño a él me hace daño a mí, y viceversa. Y estoy seguro de que una fundación benéfica infantil estaría bastante molesta con los intereses de Chris. ¿No crees?
Está obsesionado y enfermo.
—Sólo me quieres a mí porque soy la heredera de mi padre. Así podrás quedarte con mi dinero.
Se inclina hacia mí y tengo que esforzarme para no pegar un salto hacia atrás, para no demostrar debilidad.
—Sólo quiero que la mujer a la que amo regrese a casa, Sara. —No hay amor en su voz. Sólo afán posesivo y ganas de ser mi dueño—. Estoy en el hotel Marriott del aeropuerto. Espero verte allí pronto. —Me esquiva y desaparece, dejándome inmersa en las arenas movedizas de sus amenazas.
Me quedo helada, derrumbándome por dentro. La sala se desvanece y no existe nada salvo lo que ocurrió dos años atrás, y el agujero negro de mi angustia. Y la certeza de que yo misma he provocado esto y se lo he provocado también a Chris, con mis acciones, mi falta de previsión. Mi debilidad. Cuando ocurrió, yo estaba tan sola y perdida... Michael era la única persona que tenían en común mi madre y mi padre, quien, supuestamente, no quería saber nada de mí. Y él parecía diferente. O a lo mejor es que yo quería verlo de un modo distinto. En el fondo, había ansiado una excusa para volver a casa, para tener un hogar. Michael había sido cálido y cariñoso, y había sentido que le estaba conociendo por primera vez, que le había juzgado con demasiada dureza en el pasado. Pero me había equivocado, me había equivocado tanto... Estoy empezando a derrumbarme y sé que tengo que ir a algún sitio donde pueda estar sola y recomponerme, donde pueda encontrar una forma de salvar esta situación. Levanto la vista buscando una salida y mis ojos chocan con la mirada de Chris, que me intenta localizar desde el otro extremo de la sala. Veo la preocupación en su rostro, la percibo desde la distancia. Así de poderosa es nuestra conexión, y el nudo que tengo en la garganta se hace más grande. Oh, Dios. Amo a este hombre y estoy a punto de destruirle. Le doy la espalda y me abro paso entre la gente. No puedo enfrentarme a él hasta recuperar la compostura. Necesito superar esta noche sin una debacle pública.
Me marcho a toda prisa, abriéndome paso entre la gente; temo que Chris me alcance antes de que pueda serenarme, antes de que pueda pensar en cómo arreglar este desastre, pero no tengo ni idea de hacia dónde me dirijo. Sólo estoy caminando, abriéndome paso, buscando a ciegas una escapatoria.
Abordo a un camarero que cruza por allí.
—¿Los servicios?
Señala un cartel y salgo pitando, doblo una esquina, escabulléndome, cuando estoy a punto de chocar con Gina Ray.
—Lo siento, lo siento.
Me agarra del brazo para tranquilizarme y me mira con ojos preocupados.
—¿Estás bien?
—Sí. Sí. He comido algo que no me ha sentado bien. Necesito ir al servicio. —Es una excusa horrible, pero es la única que tengo.
—De acuerdo. —Se aparta—. ¿Quieres que vaya a buscar a Chris? —exclama a mis espaldas.
—¡No! —grito, girándome de golpe—. Por favor, no. No quiero que me vea así. —Abro la puerta y paso junto a una mujer frente al espejo y ni siquiera la miro. Me dirijo directamente al baño reservado para discapacitados y cierro con pestillo la puerta. Me tiemblan las piernas, me apoyo en la pared que hay frente al inodoro y me dejo caer. Aquí está el resultado de la colisión de todos los elementos de mi vida: yo, mirando al inodoro, mientras intento no derrumbarme. En cierto modo resulta una imagen de lo más apropiada.
Me domina de pronto un recuerdo de hace dos años. Michael me lleva en coche de nuevo a mi hotel y me acompaña a la puerta. Parece dulce y delicado. Lo invito a pasar para hablar. Sólo para hablar, le digo.
En cuanto cierro la puerta todo cambia. Se enfada, me insulta por marcharme, por hacerle quedar mal. Revivo el momento en que me aprisiona contra la pared y su cuerpo cubre el mío. Sus manos me recorren por todas partes, recorren todo mi cuerpo. Empiezo a temblar de nuevo. No puedo dejar de temblar. Me abrazo e intento olvidarlo todo. Me escuecen los ojos y me obligo a no llorar. No le daré a Michael la satisfacción de hacerme llorar. Tengo que volver a la fiesta y estar presentable. Tengo que sonreír. Tengo que superar esta noche sin estropeársela a Chris.
—¡Sara!
Es la voz de Chris, y no puedo creerme que esté en el servicio de señoras. Nunca hace lo que espero ni se atiene a convencionalismos. Y siempre está a mi lado en mis peores momentos. Siempre. Es la única persona que ha estado conmigo cuando lo necesitaba.
—Está al fondo —informa la mujer que se miraba en el espejo.
—¿Nos puedes dar un minuto? —pregunta él.
—Vigilaré la puerta —contesta ella, y está claro que se conocen.
Estupendo. Ya hay alguien que pueda contarle a todo el mundo que algo ha pasado esta noche con la pareja de Chris.
—Sara. —Su voz es una suave caricia, una promesa de que está aquí para mí, y me pregunto si será la última vez.
—No puedes estar aquí dentro, Chris. —Y, maldita sea, se me quiebra la voz.
—Abre la puerta, cariño. Necesito verte.
—No puedo. No puedo abrir la puerta.
—¿Por qué?
—Porque si lo hago lloraré y se me va a correr el rímel.
—Déjame entrar, Sara. —Su voz es suave, pero insistente.
—Por favor, Chris. Estaré fuera en un minuto y estaré bien. —Pero no sueno convincente. Tengo la voz forzada, casi irreconocible.
—Ya me conoces. No voy a marcharme sin que abras la puerta.
«Ya me conoces.» Sí que le conozco y sé lo mucho que le importan la confianza y la privacidad. No sólo le he mentido, sino que además me ha dejado entrar en su mundo íntimo. El mismo que ahora Michael está dispuesto a airear.
—Sara. —Hay algo brusco en su forma de decir mi nombre. Es una orden, suave, pero una orden.
No se va a marchar. Es demasiado tozudo. Abro la puerta y retrocedo hasta la pared mientras trato de inventar otra mentira para que pueda superar la noche, para protegerle. Se lo confesaré todo una vez que estemos de vuelta en el hotel. Este es mi plan, pero fracasa estrepitosamente. Pierdo los papeles en cuanto poso la mirada en Chris, el artista maravilloso y herido que me permitió entrar en su vida, el mismo al que estoy a punto de perder. Mis piernas ceden y me desmorono; las lágrimas brotan de algún lugar oculto que nunca he visitado, pero que siempre he sabido que estaba ahí.
Chris se pone en cuclillas delante de mí y posa las manos sobre mis hombros, fuerte y seguro, y lloro con más intensidad. No puedo detener la cascada. Cambia su posición para apoyarse contra la pared y tira de mí.
—No era así como tenía que suceder.
—¿Qué es lo que no tenía que suceder así? —pregunta, acariciándome el pelo y levantándome la barbilla con dos dedos para que le mire a los ojos—. ¿Tiene esto algo que ver con el hombre con el que te vi hablar?
—Michael. —Se me hace un nudo en el estómago al pronunciar su nombre—. Era Michael. Yo... —Respiro hondo para reunir fuerzas y apresuro mi confesión—. Hay cosas que no te he dicho. Sabía que tenía que hacerlo, pero yo sólo... Sólo quería olvidar y... —Me tapo la cara con las manos. No puedo mirarle. No puedo. Tiemblo y hago lo posible por contener las lágrimas, pero no puedo evitarlo.
Chris coge mi cabeza entre sus manos y me obliga a mirarle, sus ojos verdes buscan los míos y en ellos ve demasiadas cosas; ve lo que yo no quiero que vea, todo aquello de lo que no puedo esconderme. Ve los demonios contra los que lucho y la facilidad con la que me han dominado.
—Todos tenemos cosas que queremos olvidar. Nadie lo sabe mejor que yo, pero me puedes contar lo que sea. A estas alturas ya deberías saberlo.
—Me vas a odiar, Chris.
—No puedo odiarte, cariño. —Me limpia las lágrimas con los pulgares y sus ojos se ablandan, se vuelven más cálidos—. Te quiero demasiado para eso.
Siento como si me acabaran de atrapar el corazón en un cepo. Me quiere. Chris me quiere, y aunque sea exactamente lo que llevo tanto tiempo ansiando escuchar, no puedo aceptarlo ahora. No me conoce lo bastante bien como para amarme. Niego con la cabeza.
—No. No, no lo digas hasta que sepa que lo dices de verdad.
—Ya lo digo de verdad.
—Te he mentido, Chris —declaro—. No quería que supieras una cosa de mí, así que te... mentí. Yo... te dije que no había tenido sexo en cinco años, pero eso no era verdad. —Sus manos van hasta mis rodillas, y ya siento cómo se va alejando, preparándose para lo que sea que voy a decir. Aprieto mis dedos contra mis sienes y tiemblan—. Hace dos años... no, eso tampoco es verdad. Hace diecinueve meses y cuatro días, regresé a Las Vegas para asistir a un acto benéfico en honor a mi madre. Mi padre no vino y eso me dolió. Me dolió mucho. Michael estaba allí, yo estaba sola y vulnerable, y él actuó como si se preocupara por mí, y yo...
—Espera —interrumpe con una voz que corta como un cuchillo. Me gira y me lleva contra la pared, sujetándome los brazos con sus poderosas manos—. ¿Sabes exactamente cuántos días hace desde que te lo follaste por última vez?
Me encojo.
—No. Quiero decir sí. Pero no era así, era...
—¿Todavía le quieres? ¿Es eso lo que me quieres decir?
—¡No! ¡Por Dios, no! Te quiero a ti, no a él. Nunca quise a Michael. Él... Él vino a mi cuarto y cometí el error de dejarle pasar. —Los recuerdos abren surcos en mí y agacho la cabeza. Apenas puedo respirar al recordar a Michael tocándome, al sentir su mano sobre mis pechos—. Le dejé pasar. —Me obligo a mirar a Chris y murmuro—: Únicamente le dejé pasar...
Él lleva las manos a mi rostro, su mirada busca la mía.
—¿Me estás diciendo que te violó?
—Sólo... hice lo que me pidió.
—¿Querías que te tocara, Sara?
—No —susurro, y las lágrimas han desaparecido. El frío penetra en mis piernas, bajando por mi columna e instalándose en la profundidad de mi ser, instalándose en el lugar donde ha vivido durante estos dos años.
—¿Y le dijiste que no?
—Sí. Se lo dije una y otra vez, pero no me escuchaba. —Ahora mi voz es más calmada, pero sigue teniendo un tono forzado. Todavía no sueno como yo misma, pero, por otro lado, ¿quién demonios soy? Ya no lo sé—. Después ya no sé lo que pasó. Simplemente... abandoné.
—Entonces te violó.
—Abandoné, Chris. Me dijo que hiciera cosas y las hice. Las hice. Fui patética y débil y abandoné. No sé por qué no me limité a decirte que llevaba sin hacerlo dos años. Yo sólo... Si no lo bloqueo, me sobrepasa. Acabábamos de conocernos y pensaba que tú eras... Que nosotros éramos...
Me acaricia la mejilla.
—Lo sé, cariño.
—No lo sabes —digo con vehemencia al ponerme en pie.
En una fracción de segundo lo tengo a mi lado, apoyando la mano contra la pared junto a mi cabeza.
—Sé todo lo que necesito saber, Sara —masculla, repitiendo mis palabras.
Digo que no con la cabeza.
—No. No eres consciente de lo terrible que fue. Me desperté con ese hombre en la cama y solamente yo tenía la culpa. Dejé que me pusiera de nuevo un anillo en el dedo y me ordenó volver a Las Vegas.
—Pero no fuiste.
—No. —Se me pone la piel de gallina sólo de pensar en esa mañana, en cómo me tocaba Michael, en su forma de actuar como si fuera suya.
—Dime —tantea—. ¿Qué ocurrió?
Bajo la mirada al pecho y respiro hondo, intentando calmarme, pero parece que el aire se queda atrapado en mi garganta y no puedo sacarlo.
Los dedos de Chris bajan por mi barbilla.
—¿Qué pasó después, Sara?
—Le convencí de que volvía a California para recoger mis cosas. Entonces esperé a aterrizar en San Francisco, le llamé y amenacé con pedir una orden de alejamiento.
—¿Y?
—Se echó a reír y me dijo que yo prácticamente le había suplicado que me follara, y eso es lo que le diría a la policía. Le dije que se lo contaría a todo el mundo y me respondió con la amenaza de retratarme como la hija desheredada que buscaba venganza.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Adelante. A mí me daba igual mi reputación, pero a él la suya le importaba mucho.
—Y se mantuvo alejado.
—Hasta esta noche.
Chris toma mi cara entre sus manos y me besa, labios con labios, pero no es sólo un beso. Es fuego y hielo, y pasión y calor, y amor. Hay amor en el beso y me inclino hacia él, mis manos viajan a su muñeca, y no quiero que este momento termine. Sus labios se quedan suspendidos sobre los míos, y durante estos breves momentos no hay nada salvo nosotros, no hay Michael, no hay pasado, no hay futuro por el que preocuparse.
—Sara —susurra, acariciándome el pelo y buscándome la cara—. Que pensaras que podía llegar a odiarte por esto demuestra hasta qué punto este tío te ha hecho daño.
—Yo me odio por aquella noche, Chris. Odio lo débil y patética que fui. Odio cómo...
Me interrumpe con un beso y recorre mi labio con su pulgar.
—Eres lo opuesto a una persona débil. Tu manera de lidiar con lo que pasó refleja que eres muy valiente y lista. Y él nunca volverá a tocarte. Tienes mi palabra.
—Chris —susurro, llevando mi mano a su muñeca—. Chris, hay más, esta noche...
—Más tarde. Cuéntamelo más tarde. Ahora lo que tienes que hacer es quedarte aquí. Volveré a por ti.
Empieza a alejarse y me sobreviene el pánico. Le agarro del brazo.
—No. Detente. ¿Qué estás haciendo?
—Voy a encargarme de Michael yo mismo.
—¡No! —digo rápidamente—. Eso es lo que tengo que decirte. Creo que sabe lo del club, y ha amenazado con decírselo a la fundación. Lo hará. Así se las gasta ese monstruo.
Me acaricia la mejilla.
—Si crees que un imbécil va a destruirme, es que todavía no me conoces tan bien como llegarás a conocerme un día. —Se inclina hacia mí y me besa de nuevo con fuerza—. Él no volverá a tocarte. —Huye antes de que pueda detenerle.
Me toco los labios donde sigue flotando su sabor. El sabor de este hombre que ha entrado en mi vida y me ha vuelto a despertar. ¿Qué he hecho contándole lo de Michael? Salgo por la puerta y pongo rumbo a la salida. Tengo que evitar que Chris haga algo de lo que pueda arrepentirse.
21
Estoy a punto de salir del servicio cuando Gina entra corriendo, bloqueándome el paso.
—No, no, no —dice levantando la mano—. No vas a salir con ese aspecto. La prensa os acribillará a Chris y a ti. Son buitres.
—Apártate, Gina —ordeno. Nunca antes había deseado causarle daño físico a otra persona, pero ahora quiero hacerlo. Quiero que se aparte—. Tengo que detener a Chris antes de que haga algo de lo que se arrepentirá.
Clava en mí una mirada cargada de determinación.
—Me lo agradecerás después. Chris ha llamado a seguridad para que se lleven a la persona que te estaba dando problemas. Estarán en la oficina que hay detrás del museo. Arreglaremos tu maquillaje y luego podrás encontrarte con él allí.
—No, yo...
—Mírate al espejo, Sara. —Su orden es casi un ladrido—. Piensa en toda la atención que atraerás hacia Chris y hacia ti.
Respiro profundamente varias veces y hago lo que me dice. Y tiene razón. Se me ha corrido el rímel por las mejillas. Sería imposible no darse cuenta. Soy una imagen de pesadilla para una portada.
Levanta su bolso.
—Mi bolso milagroso. Déjame hacer mi magia.
Recorro con las yemas de los dedos la hinchazón que se ha formado bajo mis ojos.
—No hay maquillaje que arregle esto.
—Tengo un gel milagroso para eso en mi bolso —asegura—. Vamos a ponernos manos a la obra.
Vacilo. No tengo tiempo para esto. No quiero que ella me ayude. Ni siquiera quiero que ella esté involucrada.
—Déjame ayudarte. Tienes tiempo. —Camina hasta el lavabo y posa el bolso en él—. Los de seguridad tardarán varios minutos en encontrar a quienquiera que Chris esté buscando. Y también llevará algo de tiempo escoltarle con cierta discreción a la garita que hay detrás del museo.
Mis hombros se relajan lentamente y me sitúo junto a Gina.
—Date prisa, por favor.
—Soy toda una correcaminos cuando se trata de dar esquinazo a la prensa. —Saca una toallita desmaquilladora y poco a poco me limpia las mejillas—. Y no te preocupes por Chris. Nunca hace nada sin estar completamente seguro.
La insinuación de la intimidad que comparten me crea un nudo en el estómago.
—Hablas como si lo conocieras muy bien.
Gina me aplica un gel frío en las bolsas de los ojos.
—No empieces a imaginarte lo que no es. Nunca hemos salido y, además, haríamos muy mala pareja. Adoro ser el centro de atención y para ese hombre representa lo peor. —Le cuesta tragar, noto la tensión en su delicado cuello—. Yo... Mi hermana murió de cáncer.
Me quedo de piedra y apenas consigo reprimir la disculpa que sé que la haría sentir peor.
—¿Cuántos años tenía?
—Dieciséis. —Empieza a extenderme con un pincel una base de maquillaje—. Tenía los mejores tratamientos a su disposición, pero le preocupaba que otros no los tuvieran. —Se le quiebra la voz—. Fue voluntaria hasta que la enfermedad se lo impidió. Así es como conocimos a Chris.
Sus palabras acaban a la vez que el momento de calma que me he concedido. Si Michael logra retratar a Chris como una especie de pervertido, todo su trabajo con la fundación podría irse al garete. No permitiré que eso ocurra. Debo evitarlo por todos los medios posibles.
—Tengo que irme —digo, y esquivo a Gina antes de que pueda detenerme.
—¡Sara!
Ignoro su grito y dejo atrás, sin que apenas se dé cuenta, a la mujer que vigila la puerta. Entro a toda prisa en la sala principal y me dirijo hacia la parte de atrás del museo, donde Gina ha dicho que encontraría la garita de seguridad.
—Se supone que tengo que ver a alguien en la garita de seguridad —le digo al primer camarero que me encuentro—. ¿Dónde está?
Señala un arco que conduce a unas escaleras. Corro hacia allí y casi me caigo al intentar subir los escalones con mis zapatos de tacón alto. Finalmente veo un cartel que indica dónde está la garita de seguridad; cualquier esperanza de encontrar a Chris antes de que localice a Michael se evapora cuando escucho su voz.
—Bien, estoy listo para anotar el número —escucho decir a Chris.
—Sigue soñando, gilipollas —responde Michael—. No te voy a decir una mierda.
—Como quieras. Puedo conseguirlo yo solo.
Michael resopla.
—Pues buena suerte. Ni siquiera Sara lo tiene.
Oigo el teléfono, está puesto el manos libres, alguien marca un número y vuelvo a escuchar la voz de Chris.
—Blake, necesito el móvil particular de Thomas McMillan; sí, estoy hablando del presidente de la cadena de televisión. Es el padre de Sara.
¿Está llamando a mi padre? ¿Por qué está llamando a mi padre? Alargo la mano hacia el picaporte para detenerlo, pero entonces me freno. Sé lo malvado que es Michael. Me dirá cosas horribles delante de Chris, y Chris lo machacará sin pensar en las consecuencias. Me muerdo el labio y me apoyo en la pared, apretando los ojos y esperando a lo que sucederá después.
—Dame unos... sesenta segundos —responde Blake, y por el altavoz le oigo teclear. Nunca podrá conseguirlo. No figura en ninguna lista. Ni siquiera yo tengo el maldito número. Blake me demuestra que me equivoco en menos de sesenta segundos. Han pasado más bien treinta cuando anuncia el número—. Setecientos dos, doscientos setenta y siete, cuatrocientos cuatro. ¿Algo más?
—De momento no —responde Chris—. Ya te llamaré. —La llamada se corta y Chris resopla, imitando a Michael—. Pues supongo que he tenido suerte.
Michael suelta una carcajada grotesca.
—Llámale. Os enterrará a ti y a tu álter ego pervertido bajo una roca de la que nunca podréis escapar.
—¿Ah, sí? Pues yo creo que serás tú el que acabará bajo una roca. —Se hace una pausa durante la que imagino que estará sonando el teléfono. Aguanto la respiración preguntándome si mi padre contestará—. Thomas McMillan, aquí Chris Merit. Sí. El artista que está saliendo con Sara. —Hay un silencio y Chris hace un sonido burlón de asombro—. ¿De verdad? ¿Tan rico es usted? Pues permítame decirle que no me impresiona demasiado. Sí. —Otra pausa—. No acostumbro a alardear de billetera, pero como se empeña en seguir con el tema, hablemos de ello. Añada la palabra «asquerosamente» delante de su «rico» y ya podrá hacerse una idea de lo rico que soy. Es decir, que no me asustan sus amenazas.
Aunque parezca imposible, descubro que estoy sonriendo porque se ha referido a cuando yo le pregunté si era asquerosamente rico, pero la sonrisa no tarda en desvanecerse. Chris está hablando con mi padre. Una parte de mí ha querido creer que mi padre no formaba parte del asunto con Michael, pero sí. Está claro que sí.
—¿Seguimos comparando billeteras? Está bien. Sí, eso es. Al año gano unos cuantos millones con mis cuadros, cifra que en boca de usted parece poca cosa. Afortunadamente, las fundaciones a las que dono el dinero no comparten su punto de vista. Tendría que haber hecho que su chico, Michael, investigara un poco más allá de mis hábitos personales antes de decidir amenazarme. Mi banquero es Rob Moore del Banco Chase de San Francisco. Llámele y le confirmará cuánta pasta tengo para gastar. Y, ahora mismo, nada me produciría más placer que gastarme hasta el último centavo en arruinarle a usted y a su amiguito Michael, aquí presente, que cree que «no» quiere decir «sí» a la hora de ponerle las manos encima a Sara. —Hay un silencio durante el cual, imagino, está hablando mi padre; entonces vuelve a hablar Chris—. Realmente me da igual lo que piense acerca de lo que sucedió. Si Michael vuelve a acercarse a Sara, le voy a destrozar la vida y, de paso, también destrozaré la suya. Le envío a Michael de vuelta para que lo discutan. Y, señor McMillan, hasta esta noche no había entendido por qué Sara quiso dejar atrás su vida en Las Vegas. Ahora lo entiendo. No le necesita a usted ni su dinero. Me tiene a mí y yo la cuidaré bastante mejor de lo que lo ha hecho usted jamás.
Congelada contra la pared, me abrazo, herida y sanando a la vez. Mi padre... Chris... Mi padre... Recuerdo que cuando era una niña pequeña esperaba que llegara a casa, muerta de ganas de verle. Pero nunca estaba en casa con nosotras. En casa. Las palabras siguen atormentándome.
—¿Hemos acabado? —pregunta Michael.
—Tú estabas acabado antes de llegar aquí —contesta Chris.
—Lo siento, señor, pero se tiene que quedar hasta que terminemos de completar el papeleo. —Hay una tercera voz en la habitación y me sorprende que Chris haya permitido entrar a otra persona.
—Esto es ridículo —gruñe Michael—. No he hecho nada.
—Es el protocolo, señor. Todas las acciones de seguridad deben quedar registradas.
Mi estómago se encoge sólo de escuchar la voz de Michael y lucho contra los recuerdos que amenazan con tomar forma en mi cabeza. ¿Por qué no pueden quedarse en el agujero donde los enterré? Ese agujero que hace dos años ni siquiera existía.
Suenan pisadas al otro lado de la puerta, me giro a medida que se abre y surge Chris, con el cabello enmarañado, como si se hubiera pasado las manos por él. Posa sus ojos verdes en mí y el reflejo duro de sus profundidades se atenúa enseguida. Cierra la puerta al salir.
—Entiendo por qué te fuiste. Lo entiendo todo —murmura suavemente.
Me cuelgo de él, como si mi vida dependiera de ello.
—Debería habértelo dicho.
—Me lo habrías dicho. —Se echa un poco hacia atrás para mirarme—. Cuando estuvieras preparada. Todos tenemos que esperar a estar preparados para enfrentarnos a los fantasmas que llevamos dentro.
Mis dedos recorren la incipiente barba de su mandíbula; entiendo sus palabras a la perfección. Él tampoco me lo ha contado todo. No estoy segura de que podamos superar nuestros respectivos pasados y me llena de angustia pensar que hay cosas que todavía no sé, secretos oscuros que podrían herirnos.
—Su coche le espera en la puerta de atrás, señor. —Nos giramos y nos encontramos a un guardia de seguridad—. Nos hemos librado de los periodistas.
Se dan la mano y resulta evidente que ya se conocen.
—Gracias, Max. Eres un buen hombre.
Salimos del aparcamiento y nos metemos en el coche. Me acomodo bajo el brazo de Chris, buscando el calor de su cuerpo y la protección que tantas veces, más de las que recuerdo, he jurado no necesitar. Pero esta noche la necesito. La necesito y lo necesito a él, como nunca he necesitado a otro ser humano. Me aterroriza y consuela a la vez pensar que todos mis temores han salido a luz. Ya no sé quién soy sin Chris. No sé dónde empieza él y dónde termino yo. Dice que es mío. Dice que soy suya, pero da igual lo que diga, él no es realmente mío, en absoluto. Sigue siendo prisionero de sus propios demonios y me preocupa que ahora, también, pueda serlo de los míos.
Perdidos en nuestros pensamientos, no decimos una sola palabra durante el breve trayecto de vuelta al hotel. La dura realidad de lo que acaba de suceder penetra en mi mente y se extiende por mi cuerpo. A pesar de que afuera hay veintiséis grados, tiemblo, y Chris me frota el brazo. Me apoyo en él, con la oreja sobre su pecho, escuchando los latidos de su corazón, intentando evadirme con su pulso constante. Pero mis pensamientos encuentran una forma de colarse en el pulso. Mi padre logra colarse en mi cabeza. Debería hallarme fuera de su alcance, incapaz de sentir nada que tenga que ver con él, pero no puedo. Mi madre está muerta. A mi padre le daría igual si yo lo estuviera. Michael es el hijo que siempre quiso y sería capaz de justificar cualquier cosa que hiciera, incluso forzarme.
Para cuando estamos caminando por el vestíbulo del hotel, soy una bomba de emociones a punto de estallar. Intento huir de mis obsesiones horadando las paredes de mis propios pensamientos, pero no hay escapatoria posible y este maldito dolor punzante en mi pecho no acaba de marcharse.
Entramos en el ascensor y Chris me rodea con su abrazo, encajando mis caderas en las suyas, apoyando una mano en mi espalda. Recorro con mis dedos su pelo rubio, buscando en su mirada, y encuentro exactamente lo que temo. Está preocupado por mí, por nosotros, le preocupa que mi pasado, mi debilidad con Michael, signifique que soy demasiado frágil para formar parte de su vida. No me preocupaba el odio de Chris. El odio era mío. Yo lo poseo. Yo lo he vivido. No. Lo que me preocupaba de él era precisamente esto: que sintiera lástima. Él mirándome como si fuera un animal herido. Intento separarme de él empujándole el pecho. Sus dedos atrapan los míos y me coge de nuevo. Veo la pregunta en su cara y tengo la intención de contestarla, sólo que no aquí.
Se abren las puertas del ascensor y corro hacia fuera. Quiero intimidad antes de explotar. En cuanto entramos en la habitación, me giro hacia él.
—No me mires como si fuera un cachorro desvalido que necesita mimos, Chris. Eso no es lo que necesito ahora. Necesito lo que tú necesitabas hoy. Necesito escapar. Necesito saber... —Tantas cosas. Demasiado—. Necesito... —Ya no tengo palabras. Sólo necesidad.
Llevo las manos a mi espalda, me desabrocho el vestido y lo dejo caer al suelo. Me quedo así, en medias y tacones, con los rubíes colgando. Estoy dispuesta a llevar a Chris al límite y obligarle a que me tome como lo hace siempre, apasionadamente, completamente.
Él tira con fuerza de mí, apretándome contra su cuerpo; es duro donde yo soy blanda, fuerte donde yo todavía soy débil. «Sí.» Esto es lo que necesito.
—Fóllame, Chris. Llévame a ese lugar adonde vas tú, y no seas delicado.
Me peina el pelo con los dedos.
—Esta noche no, Sara. No después de que me has contado que ese cabrón te forzó.
—Fue hace dos años...
—Pero lo has revivido esta noche.
—No hagas esto. No me trates como si fuera un objeto frágil o como si Michael hubiera ganado.
—No te estoy tratando como si fueras un objeto frágil.
—Lo haces, y si lo haces ahora, lo harás siempre. Nos cambiará.
—No. Una noche no es una vida entera.
—Esto no es sólo una noche. Es esta noche. Es la noche en que... —El dolor en mi pecho me deja sin palabras y me aparto—. Dolor que es placer. Dolor que es una forma de escapar. Esta noche necesito lo que tú necesitas.
—No, cariño. No voy a ir a ese sitio contigo esta noche.
—¡Querrás decir que nunca irás conmigo a ese sitio! —exclamo acusándolo—. Te da miedo llevarme ahí ahora. Esto no va a funcionar. Lo sé muy bien. —Sacudo la cabeza—. Necesito salir de aquí. Necesito irme a casa. —Tiro de mis brazos, pero me sujeta sin esfuerzo—. Suéltame. Maldita sea, ¡suéltame!
—Sara...
Me agarro a las mangas de su chaqueta.
—Sabía que esto pasaría. Sabía que si te lo contaba te daría miedo ser tú mismo. —Tengo las mejillas bañadas en lágrimas. No sé por qué demonios sigo llorando—. Suéltame para que pueda acabar con todo el mal en una sola noche, Chris. Suéltame para que pueda buscar mi forma de afrontar esto de una vez. Para que pueda hacerlo sin ti.
Me empuja contra el escritorio, sus manos sobre mis caderas, su mirada inescrutable. Sigue controlando la situación. Estoy desnuda por dentro y por fuera; él, en cambio, está tan lejos de derribar el muro que han erigido los hechos de esta noche como cuando estaba completamente vestida.
—Deja que me marche ahora, Chris. —Mi voz es apenas audible. Estoy derrotada y hundida—. Por favor.
Sus facciones se suavizan y me limpia las lágrimas.
—Sara, cariño, no estás sola. No voy a darte la espalda. No voy a dejarte fuera.
—Lo harás. Lo estás haciendo. Has intentando dejarme fuera hoy, incluso antes de que supieras todo esto. ¿Cómo puedo creerte cuando me dices que irás conmigo a esos lugares a los que necesitas ir si hace unas horas no me veías capaz de que yo pudiera acompañarte? —Cierro los dedos alrededor de sus solapas y el tormento que estoy sintiendo me subyuga y apenas encuentro mi voz—. ¿Y qué pasa si soy yo la que necesito ir ahora a ese lugar? Necesito escapar. Necesito sentir algo distinto a lo que estoy sintiendo ahora, Chris.
Me mira fijamente y veo sombras en sus ojos, veo turbación, un vasto mar de emociones que no entiendo, y tengo miedo de que nos estemos ahogando los dos. Es demasiado. Siento que todo es demasiado.
—Chris —musito, y es un ruego para que haga desaparecer este dolor que me consume. Un ruego para que me lleve lejos, como sólo él puede hacer.
De pronto, me levanta en brazos y me lleva a la cama. Caemos sobre el colchón y se quita la chaqueta de un tirón y la arroja lejos. Y luego está encima de mí. Su peso, su dulce y maravilloso peso, es lo único que hace que no pierda el juicio.
Se apoya en los codos y nuestros ojos se encuentran, y estoy perdida en el fogoso abismo de la pasión que este hombre despierta en mí.
—Sara —susurra, y al escuchar mi nombre siento que todo el aire de la habitación se desplaza ante la presencia de Chris, lo siento por todas partes, incluso en lugares en los que no me está tocando. Un temblor me recorre y llevo mi boca a la suya, bebiéndole, ardiendo por él.
Entonces sus labios dejan los míos y siento un dolor físico por haber perdido ese contacto. Este hombre puede herirme profundamente, causarme heridas incurables, y ya es demasiado tarde para impedirlo.
Empieza a desnudarse, y yo me incorporo y lo miro. Sus pupilas se detienen en las joyas que cuelgan de mis pezones y un gesto cálido recorre su rostro. Un regalo bienvenido que contrasta con el vacío helado de mi estómago. Y algo me dice que esta noche no es el final, sino un nuevo comienzo para nosotros.
22
Pura perfección masculina, fibroso y musculado, Chris me vuelve a tumbar sobre el colchón, sus manos amasando mis pechos, sus dedos jugando con los rubíes. Pequeños dardos de placer viajan a la velocidad de la luz hasta la uve de mi cuerpo, donde se posa su gruesa erección.
Tomo su mejilla en la palma de mi mano.
—Necesito lo que tú necesitabas hoy. —Mi voz es áspera, urgente bajo el peso de todo lo que ha ocurrido en las últimas horas, todo lo que ha sido revelado. Apenas la reconozco como mía—. Llévame allí, Chris. Por favor.
—El sitio al que necesitaba ir fue el sitio al que me llevaste tú. Te estaba dejando fuera, como intento hacer siempre con todo, y tú me trajiste de vuelta. Tú me hiciste ver lo que es importante. Lo que es real. Tú me hiciste verte a ti. —Sus labios rozan los míos—. Quiero que ahora me veas a mí, Sara.
—Te veo.
—No. No me ves. Ves lo que pasó esta noche y lo que tú has decidido que significa para nosotros. Mírame ahora, Sara, como tú me hiciste verte a ti. —Besa la comisura de mi boca y sus labios viajan por mi mandíbula—. Quiero que me veas de verdad.
—Lo intento. —Mis manos se deslizan hasta su pelo—. Pero yo...
Me besa y nuestras lenguas se acarician dulcemente.
—No hay peros que valgan. O me ves o no. O me dejas entrar o no. —Su boca vuelve a tocar la mía, apenas me roza con el tacto de una pluma—. Déjame entrar, Sara.
La confusión invade mi mente. ¿Que yo soy la que le está dejando fuera a él? ¿No es él el que me está dejando fuera? No. Sí. No lo sé. Sus dedos acarician mi pezón y su boca merodea por mi mandíbula hasta la delicada curva de mi cuello, y apenas puedo pensar. Su aliento es cálido contra mi oreja y su voz es una promesa profunda, grave y sensual.
—Estoy aquí. —Sus palabras susurran en mi oído y recorren mi cuello, mi piel, y van a parar al abismo sin fondo que hay dentro de mí y que sólo él puede llenar.
Deslizo mi mano hasta su cara y vuelvo a llevar su boca a la mía.
—Una parte de ti no es suficiente, Chris. No puedes reprimirte por lo que has descubierto esta noche. No puedes.
Roza mi lengua con la suya y es terciopelo dulce que me seduce.
—Saborea esto. Esto soy yo. Esto somos nosotros. —Su lengua acaricia la mía—. Nosotros, Sara. Olvida todo lo demás. —Su boca vuelve a cubrir la mía e intento combatir la pasión que me consume. Intento combatirla porque no me ha respondido que no se reprimirá. No me ha dicho lo que necesito oír y sé por qué. Nunca dice algo que no piense de verdad. Pero es una batalla perdida. Sobre todo cuando siento sus manos sobre mis pechos y su boca abre una senda en mi cuello.
Su lengua juega con la tira de rubíes y me abandonan las pocas fuerzas que me quedaban para preguntarme quiénes somos juntos y hacia dónde se dirige todo esto. Me chupa el pezón, tirando del aro que hay enganchado y, oh, Dios, su otra mano se desliza entre mis piernas, aplicando presión a las joyas que cuelgan de mi clítoris. Gimo y mis manos se deslizan por su pelo. Y me permite hacerlo. Una parte de mi mente se da cuenta de que esto no es lo normal, de que me está permitiendo un control que normalmente no tengo, pero en estos momentos no puedo procesar esa información. No mientras su boca le está haciendo a mi pezón las cosas más increíbles, no mientras sus dedos avanzan dentro de mí. Su pulgar acaricia mi clítoris y parece haber encontrado el lugar exacto desde donde enviar sensaciones que me recorren en espiral. Suspiro sorprendida por lo rápido que estoy al borde, cuando se mete la joya en la boca y después me besa. Me hago añicos al sentir su lengua en la mía, un placer que reverbera en largas olas de sensaciones a través de mí.
—A veces el placer es sólo placer —afirma, su boca quemándome.
—¿Y eso es suficiente para ti?
—Ni siquiera estamos cerca del lugar que yo considero suficiente.
Y con esa promesa desciende por mi cuerpo, separa mis piernas y lame mi clítoris hinchado.
Jadeo.
—No. No puedo. Estoy demasiado sensible. Es demasiado. Todo es demasiado esta noche.
—Yo te diré cuándo es demasiado. —Me lame otra vez y siento cómo arranca la joya, sustituyéndola por su boca. Tiemblo con una mezcla de dolor y placer. No, es todo placer. Es placer y estoy casi perdida por cómo me lame y acaricia y tortura hasta que, de un modo imposible, estoy otra vez a punto. Tan cerca y, sin embargo..., no termino de llegar. Necesito estar allí. Necesito llegar allí de nuevo. Y esto es dolor. Es dolor y placer, y es Chris, quien me empuja, quien me lleva hasta allí. Siempre me lleva a un lugar que no conozco.
No está lejos, puedo alcanzarle, y también puedo alcanzar mi liberación. Mi sexo se contrae con violentos espasmos, vacío y necesitado, y gimo de deseo. Chris contesta a mis ruegos, cubriendo mi cuerpo con el suyo, pero no entra en mí. Utiliza su miembro para acariciar la sensible uve de mi cuerpo y vuelvo a gemir, quejumbrosa, pestañeando hacia él.
Su mano se desliza hasta mi cara.
—Mírame cuando entre dentro de ti. —Su voz es intensa y dominante—. Quiero que me veas, Sara.
—Sí...
Se aprieta contra mi cuerpo y me embiste, enterrándose en mí profunda y completamente.
—Siénteme.
—Sí.
Baja la cabeza y su boca sobrevuela la mía.
—¿Sientes que este viaje lo hacemos juntos?
Mis manos le rodean, uniéndome a él.
—Sí.
—No estoy seguro de que lo sientas. —Roza sus labios con los míos—. Pero antes de que acabe la noche, lo harás.
El sonido del teléfono sobre la mesilla penetra en mi dulce estado de sopor. Y noto al instante la luz que entra por la ventana del hotel y el maravilloso peso de la pierna de Chris sobre la mía, su cuerpo duro curvado sobre el mío.
Alarga el brazo y coge el teléfono.
—Necesito el coche a las nueve y cuarto. Bien.
Me doy la vuelta mientras él escucha lo que sea que le están diciendo. Acaricio la sombra que dibuja la incipiente barba de su mandíbula, dejando que me raspe los dedos antes de tirar de un mechón de su pelo rubio, sexy y despeinado, que resulta mucho más sexy porque sé que mis dedos contribuyeron a enmarañarlo. Me dominan recuerdos de anoche en una mezcla de calor y frío, hielo y fuego. La forma en que hicimos el amor sólo podría definirse como increíble, pero aun así hay muchas cosas de Chris y de mí que necesito comprobar que todavía existen.
Él vuelve a estirar el brazo por encima de mí y cuelga el teléfono.
—Buenos días —dice, colocando mi trasero sobre su paquete, rodeándome con el brazo y hundiendo su nariz en mi nuca.
—Buenos días —susurro—. ¿Qué hora es?
—Las ocho. Y como tenemos que pasar por el hospital de camino al aeropuerto, sólo contamos con unos treinta minutos para echar un polvo de buenos días. —Me besuquea la nuca y su incipiente barba raspa mi piel de una forma dura pero deliciosa, y me recuerda lo duro y delicioso que puede ser a veces. Como quiero que sea ahora.
Siento un pellizco en el pecho, una señal de que el hielo regresa.
—Creía que pensabas que era demasiado delicada para tales cosas.
Su mano recorre mis pechos, acariciando mi pezón, y de mis labios se escapa un sonido de placer. ¿Cómo es posible que nunca llegue a cansarme de Chris?
—¿Por qué no lo comprobamos? —pregunta, y me mordisquea el lóbulo de la oreja, apoyando su gruesa erección contra mi trasero antes de apretarla entre mis piernas.
—Sí. —Llevo la mano a mis muslos y le acaricio, retándole. Empujándole de la misma forma que deseo que me empuje a mí—. Si te atreves.
Guía mi mano hasta su miembro y lo conduce al calor sedoso y húmedo de mi sexo.
—Será si te atreves tú. Porque, cariño, que te proteja no significa que no vaya a follarte. Sigo siendo yo y sigo con la intención de follarte de un montón de maneras que ni siquiera has imaginado. —Me aprieta los pechos, pellizca mi pezón y mantengo su mano ahí. No quiero que se detenga. Su voz es tan dura como su tacto, ambos son como un coñac dulce que quema al bajar, y me deja deseando más—. Te voy a atar como te pinté, Sara. ¿Te asusta eso?
—No. Contigo no me asusta nada.
—¿No? —Su mano me agarra el trasero.
Me acuerdo de sus azotes en mi culo, de su dolor tan erótico. El momento en que su grueso miembro empezó a embestirme... El placer.
—No.
—Pues debería.
Su dedo se desliza por la hendidura de mi trasero y suspiro ante la íntima intromisión, y entonces jadeo.
—¿Hemos vuelto a esto? ¿A que tú lances advertencias para alejarme de ti? —pregunto.
Me explora de atrás hacia delante.
—Lo de anoche hizo que te ganaras el derecho a un último aviso. Una oportunidad para salir corriendo ahora que todavía estás a tiempo. —Aplasta sus labios contra mi hombro, arañándome con los dientes, mordiéndome—. Pero debes saber una cosa, Sara. —Sus dedos se deslizan más adentro, entre mis nalgas, mientras la otra mano tienta mi clítoris con sus caricias, con golpecitos delicados que contrastan con el tono duro y autoritario de su voz—. Te voy a poseer, seré dueño de tu cuerpo, de tu alma. Te voy a atar. Te voy a follar el culo. La boca. Haré lo que quiera. Y nada de esto se acerca ni remotamente a las cosas que he hecho y que no haré contigo.
Mi cuerpo reacciona a las primitivas promesas eróticas, y estoy caliente y mojada, más excitada de lo que he estado en toda mi vida. Lucho contra el mareo que me provoca el deseo, el profundo calambre de mi sexo amenaza con convertirse en un orgasmo. Me está poniendo a prueba, intenta asustarme, y me llena de rabia pensar que actúa así porque lo de anoche hace que dude de mí y de nosotros.
—Yo soy esta persona, Sara. Te protegeré de todo y de todos los demás, pero no puedo protegerte de quien soy o de quien seré si te quedas conmigo.
—Sé quién eres —susurro, y tengo la mente más clara de lo que la he tenido en mucho tiempo. Le necesito. Le he necesitado desde el momento en que le conocí. Incluso entonces, aquella primera noche, sentí que podía dejarme llevar por él, sentí que podía ser yo misma, cuando ni siquiera sabía quién era yo misma—. Pero tú necesitas saber que ahora yo también sé quién soy. Sé lo que necesito para quedarme contigo. Si tú eres dueño de mi cuerpo, yo soy dueña del tuyo. —He renunciado a demasiado en mi vida, por eso ahora lo quiero todo, no me conformo con menos.
Su cuerpo se pone rígido, la tensión recorre sus músculos. Enfado y dolor me apuñalan el pecho e intento girarme. Me sostiene, su abrazo me atrapa y me inmoviliza.
—Tú eres dueña de todo lo que yo esté dispuesto a dar —susurra con voz ronca.
—No, no es cierto. No hasta que me lleves a esos lugares a los que dices que nunca me llevarás. Necesito saber que algún día lo harás.
De pronto ya no está, ya no me toca. Me giro y lo veo sentado en el borde de la cama, con los músculos de sus impresionantes hombros en tensión.
De un salto me pongo de rodillas y estiro el brazo para tocar el suyo.
—Chris...
En cuanto le toco, tira de mí para colocarme sobre su regazo.
—Te amo, Sara. —Me aparta el pelo de la cara—. Pero hay partes de mí que odio. No iremos allí. Nunca iremos allí. ¿Entiendes?
No. No lo entiendo. Pero sí que entiendo lo que significa odiarse a uno mismo. Entiendo esa emoción.
—Yo también te amo. —Le acaricio la mejilla y la apoya en mi mano, cerrando las pestañas. Su barbilla se relaja—. Y nada de lo que hagas podrá cambiar lo que siento.
Mueve la mandíbula y sus ojos se dilatan.
—Sí. Hay cosas que no podrías aceptar... —susurra—, y debería alejarme antes de que sucedan, por el bien de los dos. —Apoya su frente contra la mía—. Pero no puedo.
Mis dedos se enredan en su pelo. ¿Qué puede haber tan horrendo que le atormente de este modo?
Me coge en brazos y me lleva hasta el cuarto de baño. Nos duchamos juntos, pero no hacemos el amor ni echamos un polvo para quitarnos la sensación de desánimo y frustración. Sólo nos abrazamos. Él me ha encontrado donde una vez estuve perdida. Pero ahora sé que apenas he empezado a descubrir realmente a Chris. Él sigue perdido.
Estoy de pie frente al lavabo junto a Chris. Estar así, acabando de plancharme el pelo mientras él se cepilla los dientes, me parece raro, maravilloso e íntimo. Llevo puestos unos vaqueros y una camiseta verde con cuello en uve para lucir el collar de esmeraldas y diamantes que no quiero quitarme. No puedo dejar de lanzarle miradas a Chris, quien, incluso con un cepillo de dientes en la mano, parece cualquier cosa menos hogareño. Ya preveo que voy a pasar el día deliciosamente distraída con el recuerdo de los fibrosos músculos, perfectos y duros que se esconden bajo su camiseta marrón de Harley-Davidson, sus vaqueros gastados y sus botas.
Desenchufo la plancha, enrollo el cable y, mientras él cierra su bolsa de viaje, me quedo mirando nuestro reflejo en el espejo. Me saca bastante más de una cabeza y mi cabello oscuro contrasta con su pelo rubio, que le llega a la barbilla, húmedo y rizado a la altura de las orejas. Tiene una confianza en sí mismo y un poder que me resultan adictivos. Es masculino y duro de la forma adecuada, y hace que me sienta femenina y suave... y fuerte.
Levanta la vista y nuestros ojos se encuentran en el espejo. Todos mis sentidos se ponen en alerta y siento que se me eriza la piel del pecho, de los hombros y de todo mi cuerpo.
—Sigue mirándome así —avisa— y no llegarás a trabajar mañana porque perderemos el vuelo.
Sonrío.
—Muy tentador.
Alguien llama a la puerta y me hace un gesto con la barbilla.
—¿Qué prefieres, servicio de habitaciones o tenerme a mí a tu servicio?
Me muerdo el labio, completamente consternada, y suspiro llena de resignación.
—Considerando que Dylan nos espera, supongo que tendremos que conformarnos con la segunda opción. Servicio de habitaciones.
Alarga el brazo para tirar de mí y me planta un beso rápido y cálido. Su lengua penetra un instante en mi boca; después se dirige a la puerta.
—Mmmmm —exclamo a sus espaldas, mordiéndome el labio—. Menta fresca.
El teléfono empieza a sonar.
—Contesta tú, ¿quieres, Sara?
Corro hasta el dormitorio y descuelgo el teléfono que hay junto a la cama.
—Uno, dos, Freddy viene a por ti.
—Y nosotros vamos a por ti, Dylan —prometo, riéndome—. En media hora, más o menos, estamos allí.
—¿Podéis traerme una chocolatina? —susurra en tono conspiratorio.
—Sí —respondo—. Te llevaré una chocolatina. Te veo ya mismo. —Cuelgo mientras Chris le da una propina al camarero y nos sentamos en la cama para comer.
—¿Cómo sonaba? —pregunta.
—Contestó cantando la canción de Freddy.
Arquea la ceja y un destello de esperanza le llena los ojos.
—¿De verdad? Supongo que han disminuido los efectos secundarios del tratamiento.
—Sí —coincido, pero con cautela. Me preocupa hasta qué punto puede llegar Chris a derrumbarse por Dylan—. Es algo positivo, desde luego. —Levanto la tapa de mi bandeja e inspecciono los huevos.
Estamos dando buena cuenta de nuestros respectivos desayunos cuando suena el teléfono de Chris. Mira la pantalla.
—Blake —dice al contestar.
Escucho llena de expectación y él me busca con la mirada al responder a algo que ha preguntado Blake.
—Mark es el Amo del diario. Sé que no hay nombres, pero sí, estoy seguro. Tenían una relación. No tengo ni idea de quién es el segundo hombre que menciona.
—Ryan Kilmer —sugiero, y recibo una ceja alzada de Chris, que me anima a seguir—. El promotor inmobiliario...
Aleja el micrófono de su boca.
—Sé quién es. Pero ¿cómo lo sabes tú?
Su tono me dice que no se alegra de ello.
—Estoy haciendo un trabajo para él. Creo que es la otra persona que aparece en el diario.
—¿Por qué?
—Un presentimiento. Una corazonada.
—¿Basada en qué?
—Parece un buen amigo de Mark y —dudo, segura de que a Chris no le van a gustar mis observaciones— no es dominante. No creo que Mark pudiera compartir a Rebecca con alguien que se pareciera mucho a él. —«Como tú», añado en silencio.
Chris me mira fijamente sin mover un músculo, una piedra que no puede ser tallada, y escucho el murmullo de la voz de Blake al otro lado de la línea.
—Sí. Estoy aquí —responde—. Hay un tío llamado Ryan Kilmer. Es socio del club que tiene Mark. Son amigos. Sara cree que es él. —Escucha durante un minuto y termina la llamada. Deja el teléfono en la mesilla de noche junto a mí y me ayuda a levantarme, pasando la mano por detrás de mi espalda—. No me gusta lo bien que conoces a Mark Compton.
El matiz posesivo que tienen su abrazo y su voz no deberían alegrarme, pero lo hacen...
—Lo que sé es por los diarios.
—Entonces deja de leer esas malditas cosas.
—Los he traído para que los leas tú.
—No quiero leerlos, Sara. Sólo me hacen pensar en lo que Mark quiere hacer contigo. Y estoy intentando ser comprensivo con tu trabajo. Los diarios no me ayudarán a ello. Cuando regresemos a San Francisco, los volveremos a meter en la caja fuerte, salvo que Blake necesite que consultemos algo concreto.
—Sí, Amo —digo sonriendo para provocarle, intentando rebajar un poco la tensión.
Su reprimenda no tarda en llegar.
—No me llames así. No soy tu Amo. Tú no eres mi esclava sumisa. Y puedes estar segura de que tampoco serás nunca la maldita sumisa de Mark.
Vale, la gracia me funcionó mucho mejor la última vez. Me pongo en pie y aprieto mis labios contra los suyos.
—No. Nunca lo seré, porque te quiero, Chris.
Posa la mano en mi cuello y me besa, y no lo hace con delicadeza. Es un beso tórrido, posesivo y turbulento con el que me reclama, y me hace temblar con intenso deseo.
—¿Qué es lo que me estás haciendo, mujer? —gruñe, su boca junto a la mía—. Me vuelves loco. ¿Te puedes hacer una idea de lo mucho que quiero llevarte a París y alejarte de ese hombre? Pero sé que ahora mismo no te vendrás conmigo. Quieres ese trabajo y estoy intentando entenderlo. —Me aparta, se pasa la mano por el pelo, da un paso y se gira—. No me gusta que de pronto Ryan contrate a la galería. Se parece demasiado a lo que ocurre en los diarios.
Sin haberlo deseado, un escalofrío me baja por la columna y me abrazo. Hay muchas cosas en mi vida que se parecen demasiado a lo que aparece descrito en los diarios, pero estoy intentando evitarlo.
—Dijiste que Mark no era capaz de hacerle daño a Rebecca.
—No creo que pudiera o que lo hiciera, pero él la introdujo en su mundo, al que ella no pertenecía, y por lo tanto es responsable de las consecuencias que eso pudiera tener. No sé nada de Ryan ni de cualquier otra persona que Mark pudo haber puesto en contacto con Rebecca. No me gusta esto, Sara. No me gusta que esté intentando arrastrarte a su mundo. Y lo está intentando. Vaya si lo está intentando, joder.
Salta a la vista que este asunto le atormenta, es una bola de fuego que le quema. Voy hacia él y le abrazo, posando mi barbilla sobre su pecho.
—No podrá. Mientras estés tú en mi vida, compartiéndola conmigo, no hay nada salvo nosotros, Chris.
La tensión desaparece a medida que nos terminamos el desayuno y nos dirigimos al hospital, donde encontramos a Dylan y a Brandy de un buen humor que resulta contagioso. Para cuando estamos subidos en el avión de vuelta a San Francisco, estamos relajados y riéndonos, y me siento más cómoda con Chris de lo que he estado nunca.
Nos estiramos en nuestros asientos y él saca su iPad.
—Tengo un remedio para tus nervios durante el vuelo: una peli. Podemos empezarla aquí y terminarla en casa.
—En casa —repito suavemente.
Me acaricia la mejilla.
—Sí. Nuestra casa. Ahora tu sitio está conmigo.
Las palabras de Mark regresan a mí: «No hay medias tintas. No deje que la convenza de que las hay». Si lo quiero todo de Chris, no puedo entender la línea que divide una cosa de la otra. No puede haber término medio. Los detalles funcionarán solos.
—Sí. Así es.
Me recompensa con una de sus deslumbrantes sonrisas y me besa.
—Sí. Así es.
Son casi las siete cuando aterrizamos en San Francisco y, poco después, el coche nos está dejando en la puerta del edificio de Chris. El botones nos recibe y se ofrece a subir nuestras maletas.
—Por esta noche me parece bien—le responde Chris, y me mira—. ¿Te apetece terminar la peli y pedir una pizza?
—Perfecto —asiento entusiasmada.
Le da al botones unos billetes.
—¿Y qué tal si nos pides además un par de pizzas?
—Lo que usted desee, señor Merit.
Chris lleva mi mano a la suya y nos estamos riendo por una escena de La boda de mi mejor amiga, la peli que he elegido como compensación por sufrir Halloween, cuando nos encontramos con Jacob.
—Buenas noches, señor Merit, señorita McMillan —dice al recibirnos, inclinando un poco la cabeza.
Chris me pasa la mano por el hombro.
—¿Ha pasado Blake por aquí?
El recuerdo de que Rebecca continúa desaparecida y de que parece que ha ocurrido algo malo me saca bruscamente del momento.
—Lo hizo —confirma Jacob—. Hemos aumentado la seguridad del edificio. Cualquier otra cosa que necesite, estoy a su disposición.
Tengo los nervios oficialmente a flor de piel cuando nos metemos en el ascensor.
—¿Blake estaba lo bastante preocupado como para pasar por aquí y ayudar con la seguridad?
Chris me sujeta la cara con las manos.
—Sólo es por precaución.
—¿Porque crees que Rebecca está muerta?
—Porque quiero que tú estés a salvo. Sólo debes tener cuidado y decirnos dónde vas durante unos días, mientras conseguimos más información.
Lucho contra mi inquietud y afirmo con la cabeza.
—De acuerdo.
Se abren las puertas del ascensor y me indica que pase.
—Vamos a terminar de ver esa peli. Todo lo demás seguirá allí mañana. Esta noche vamos a intentar disfrutar de estar en casa juntos.
«En casa juntos.» Me gusta cómo suena. Le lanzo una pequeña sonrisa y vuelvo a asentir con la cabeza.
—Eso me gustaría mucho.
Salimos del ascensor y me coge de la mano y me abraza.
—No voy a darte tiempo para que cambies de idea. Voy a contratar una empresa de mudanzas para traer tus cosas aquí.
Tengo un fugaz momento de incertidumbre, pero aparto de mi mente los millones de cosas que podrían ir mal. Me he pasado una vida entera hundiéndome en las arenas movedizas de la existencia, y Chris es la única persona que me ha ofrecido tierra firme. Le rodeo el cuello con los brazos y decido dar el paso.
—Está bien.
Me besa y me lleva hasta el salón. Nuestro salón.
Media hora más tarde, nos hemos quitado los zapatos y estamos viendo el resto de la película en una pantalla enorme colocada sobre la chimenea, intentando comer pizza entre risas. Cuando la peli acaba, tenemos la tripa llena. Chris vuelve a poner una escena en particular y volvemos a reírnos de nuevo. Me limpio las lágrimas de los ojos y se coloca encima de mí en el sofá.
A medida que alzo la vista para mirarlo, siento el calor en el vientre que él me provoca con tanta facilidad. Y me doy cuenta de que, aunque he pasado un fin de semana algo infernal, me estoy riendo. Soy feliz. Ahora lo soy, aunque no estaba acostumbrada a la felicidad.
Y todo gracias a Chris.
23
Entro en la galería el lunes por la mañana con un vestido de color melocotón, tacones negros y una sonrisa en la cara. ¿Cómo no iba a estar sonriendo? Me he despertado con un artista brillante y sexy en la cama y estoy trabajando en el lugar que siempre he soñado. ¿Y qué si el susodicho artista brillante y sexy estaba tan preocupado por mí que me llevó al trabajo en coche? Elijo no darle vueltas a esa parte o acabaré enfermando de los nervios.
—Buenos días, Amanda —digo, y ella me estudia de arriba abajo.
—Buenos días. Hoy estás guapísima.
—Vaya, gracias.
Me dirijo hacia los despachos del fondo y me quedo petrificada al encontrarme de frente con Mark. Este hombre es capaz de desarmarme. Como fuego que abrasa el hielo, es capaz de derretir a una chica ahí mismo, sobre sus tacones altos.
—Buenos días —consigo musitar, y me pregunto si alguna vez tiene un solo cabello descolocado o un traje que no le quede tan perfectamente bien como su elección de hoy, uno gris pálido que realza la intensidad de su persuasiva mirada.
Recorre mi cuerpo con sus ojos y los levanta hacia mí.
—Amanda tiene razón. Desde luego que está usted guapísima hoy, señorita McMillan.
—Gracias.
Se hace a un lado y me deja pasar. Cuando me doy cuenta de que va a seguirme con la mirada hasta mi despacho, me quedo helada, como un cervatillo ante un coche con las largas puestas. Maldito sea este hombre y sus juegos de poder. No me gusta eso ni la forma como me ha hecho pensar de pronto en Michael y en mi padre, en mi temor de que aún podrían causarle problemas a Chris. ¿Qué significa que Mark me recuerde a Michael?
Respiro y doy un paso, intentando no tambalearme con los tacones y mandar al traste lo que me acaban de decir sobre estar guapísima. Y no es que necesite los cumplidos de Mark. No los necesito.
Pero a medida que me acomodo detrás de mi escritorio y guardo mis cosas, me doy cuenta con amargura de que sí que necesito sus cumplidos. ¿Por qué sigo siendo así? No deseo a Mark, es un hombre demasiado dominante.
—Sin medias tintas... Y que lo digas... —murmuro.
—¿Algún problema, señorita McMillan?
Mark se apoya en el quicio de la puerta y elevo la mirada hacia las delicadas rosas del cuadro de O’Nay que hay en la pared. El mismo que él puso aquí para Rebecca. El problema es que ella está desaparecida. Él es el Amo que aparece en el diario, y tiene que saber más cosas sobre su paradero.
Abro la boca para decir precisamente eso, pero la cierro, acordándome de las advertencias de que tuviera precaución. No quiero que oculte pruebas ni quiero ponerme yo misma en peligro.
—Estoy nerviosa —contesto—. Hoy voy a renunciar a mi puesto de maestra.
Alza una ceja rubia.
—No me diga, ¿sí?
—Sí.
Sus ojos brillan con aprobación y me anima pensar que valora mi presencia lo suficiente como para alegrarse.
—Bueno, pues entonces la dejo tranquila.
Desaparece y me echo hacia atrás en mi asiento. De verdad, este hombre me deja agotada en cada encuentro. Mi mirada vuelve a dirigirse hacia el cuadro de la pared, mis pensamientos hacia Rebecca. «No voy a quitarte el puesto. Regresa. Quiero que estés bien. Y eso también va por ti, Ella.» Pensar en Ella me pone en marcha. Me incorporo y marco el número de la escuela. Tengo que dejar un mensaje para que me devuelvan la llamada. Estupendo. Más cosas de las que preocuparse.
Llama Ryan y me envía por correo electrónico unas fotos de los pisos piloto del inmueble que debo ayudar a decorar, y me pongo a trabajar buscando posibles adquisiciones para el proyecto. A media mañana ya voy con retraso, así que saco el diario de trabajo de Rebecca y empiezo a recorrerlo en busca de algún buen consejo sobre ventas. Frunzo las cejas ante una página de anotaciones aleatorias: «Pieza de subasta de Riptide. ¿Auténtica? Encontrar experto». Tomo aire con fuerza. ¿Estaba Rebecca investigando una obra falsa que forma parte del catálogo de Riptide? ¿Es posible que eso la haya metido en problemas? Pero seguro que Mark está al tanto. Él tenía el diario. Tenía que haberlo leído. Salvo que... Mark estuviera involucrado. No. Nunca me habría entregado el diario. ¿Me lo dio por esa razón? ¿Quiere que lo sepa? Estoy perpleja por lo que podría significar todo esto.
Levanto la vista justo a tiempo de ver a Ricco entrando por la puerta. Me sobrecoge el pánico. ¿Está aquí para quejarse de que Chris apareciera en su casa? Me pongo en pie y corro hacia el pasillo a tiempo de ver cómo el afamado artista desaparece tras la puerta del despacho de Mark. Busco a Ralph, que es mi fuente de información, para ver si me proporciona alguna explicación que no tenga que ver conmigo, pero no está en su mesa. Mi siguiente parada es la cocina, y es un error. Me meto en la boca del lobo. Mary se da la vuelta cuando entro, con una taza en la mano.
—¿Cómo te fue con Ricco? —pregunta.
Hago todo lo posible por no parecer azorada y me encamino hacia la cafetera para llenar mi taza.
—No muy bien. Básicamente me mandó a paseo.
—¿De verdad? ¿Y está aquí a pesar de eso?
Le añado leche a mi café.
—No tengo ni idea de por qué está aquí.
Me mira fijamente.
—Habrás hecho algo para cabrearle.
El brillo malévolo de sus ojos me indica que tenía la intención de herirme, y lo consigue. ¿Podría ser más fría y más pérfida?
—Bien. Gracias por las palabras de aliento. —Empiezo a darme la vuelta.
—Querida, no hay palabras de aliento que puedan compararse con que el jefe quiera levantarte la falda.
¿Cómo ha podido mi alegre mañana haberse vuelto una mierda? Estoy a punto de dejar mi trabajo como maestra y, sin embargo, no soy la única persona que se preocupa de que tenga este puesto porque Mark quiera «levantarme la falda». ¿En qué estoy pensando? Regreso a mi despacho, cierro la puerta y llamo a Chris.
—Una vez me dijiste —mascullo en el momento en que contesta— que no pertenezco a este mundo. No te referías al mundo del arte, ¿no?
—No, cariño. Ya sabes a qué me refería.
—No puedo renunciar a mi trabajo en el colegio si Mark sólo me quiere aquí para convertirme en Rebecca. ¿Haría eso? ¿Me contrataría por razones estrictamente personales? —Su silencio es demasiado prolongado y no puedo soportarlo más—. ¿Chris?
—Me gustaría decirte cualquier cosa para sacarte de la galería, pero no. No lo haría. Es consciente de tu talento, Sara. Como lo sería cualquiera que pasase un rato contigo.
Amanda me avisa de que me llaman del colegio.
—Ponlo en espera —pido.
—No eres una maestra, Sara —dice Chris—. No hay medias tintas, cariño.
—Eso es. No hay medias tintas. Tengo que dejarlo.
—Vas a alegrarte de haberlo hecho. Llámame después.
—Lo haré.
Diez minutos más tarde, ya no trabajo en el colegio. Pero siguen contando con Ella para dar clase y no estoy segura de qué pensar. Si hubiera renunciado, me dolería que me hubiera excluido de su vida, pero sabría que su silencio se debe a una elección. Le envío un mensaje a Chris para contárselo, me da la enhorabuena y me promete indagar más sobre el paradero de Ella.
Acabo de dejar mi teléfono en mi bolso cuando alguien llama a la puerta y se abre. Aparece Ricco, con pinta de Antonio Banderas, con sus atractivas facciones oscuras, vestido con pantalones negros y una camisa negra con varios de los botones del cuello desabrochados.
—Vamos aquí al lado a tomarnos un café, Bella.
Una orden.
—Claro. —Me levanto y me pongo la chaqueta—. Espero que tu visita signifique que has reconsiderado trabajar con nosotros...
—Hablaremos mientras nos tomamos el café —contesta, con una mirada impasible.
Suspiro por dentro y cojo mi bolso. Todos los hombres que cruzan esta puerta parecen recibir una especie de inyección que les lleva a desear fervientemente tener el control y hacer lo que les viene en gana.
Cuando llegamos a la cafetería, Ricco me abre la puerta y entro. Siento inmediatamente la presencia de Chris, como si otra parte de mí cobrara vida. Y sabiendo lo que opina de Ricco, intuyo que está a punto de ocurrir un desastre. Ricco se ofrece a quitarme la chaqueta y digo que no. Me quedaré con mi armadura, real o imaginaria.
Me adentro en la cafetería y vislumbro a Chris sentado en una mesa al fondo. Ava dice mi nombre y me ofrece una sonrisa radiante, anunciando mi presencia a Chris por si aún no me ha visto. Consigo sonreír. Creo.
—Coge tus cosas y siéntate —ordena Ricco—. Iré a pedir. ¿Qué te gustaría?
—Café con leche, por favor.
Cuando se da la vuelta para dirigirse al mostrador, camino hacia las mesas y me encuentro con la afilada mirada de Chris. Rápidamente bajo las pestañas sin poder mirarle. No puedo hacerlo; necesito centrar toda mi atención en la reunión con Ricco.
A pesar de ello, me siento mirando hacia Chris, porque aunque tenga miedo de lo que pueda encontrar en su rostro, tampoco puedo soportar estar sin verle. Estoy hecha un lío.
Coloco el bolso a mi lado y me quito la chaqueta por hacer algo. Me abruma la fuerza que me impulsa a mirarlo, y antes de que pueda evitarlo, levanto la vista y nuestras miradas se encuentran. La inquietud que siembra en mí recorre mi cuerpo y se convierte en el crepitante motor de nuestro respectivo malhumor.
Ricco se sienta frente a mí y me empuja la taza de café. Echa un vistazo por encima del hombro hacia Chris antes de volver la mirada hacia mí. Frunce los labios y salta a la vista que sabe que Chris estuvo en su casa. Abre la boca para hablar y aguanto la respiración, preparándome para una confrontación.
—¿Has reconsiderado mi oferta?
—Estoy comprometida con la galería —digo, aliviada al ver que me interroga sobre un tema para el cual tengo una respuesta clara.
—Muy loable por tu parte —comenta con tono seco—. Le dije a Mark que no te merece, como tampoco merecía a Rebecca.
Se me ponen los ojos como platos.
—Oh. Yo... Ricco, yo...
El trueno grave de su risa escapa de sus labios.
—No te preocupes, Bella. No te afecta a ti. Además, hoy tengo pensado ofrecerte algo que te dará seguridad laboral. Tengo una pieza para subastar que le he dado a Crystal, que como sabrás es la principal competencia de Riptide. Estoy considerando retirarla para dársela a Riptide —hace una pausa, obviamente buscando un efecto dramático—. Si te interesa, claro.
Se me erizan los pelos, en alerta.
—¿Por qué? ¿En qué condiciones?
—Quiero que encuentres la forma de ponerte en contacto con Rebecca.
Palidezco, asombrada ante este giro de los acontecimientos.
—Pero yo no la conozco. No tengo ni idea de cómo puedo llegar a hablar con ella, Ricco.
—Me doy cuenta, pero tú me puedes decir si contacta con la galería. Podrías incluso acceder a los ficheros privados de Mark.
¿Es Ricco el otro hombre del diario? ¿Es el hombre que Rebecca utilizó para poner celoso a Mark?
—No —digo con voz firme, segura—. No tocaré los ficheros privados de Mark.
Se rasca la barbilla y lanza al techo una mirada de desdén que imagino debería ser para mí.
—Me parece aceptable —pronuncia escuetamente, devolviendo su mirada infranqueable hacia mí—. Sólo pido que hagas lo que puedas sin llegar a incomodarte.
Su insistencia resulta convincente y a la vez da miedo. Si amaba a Rebecca, no puedo imaginar el dolor que debe sentir por su ausencia, pero hay otra posibilidad, más retorcida. Le hizo daño y trata de saber qué se descubre sobre su ausencia.
—Quiero trabajar contigo, Ricco. Y esperaba que, en el caso de que aceptaras que trabajáramos juntos, sería porque confías en mi talento.
Se inclina hacia delante, su mano cubre la mía sobre la mesa, su tormento por Rebecca se muestra claramente.
—Sólo dime que lo intentarás, Bella —insiste—. Es lo único que te pido.
Imaginar a Chris buscándome si yo de pronto desapareciera me lleva a realizar la promesa.
—Lo intentaré.
Noto cómo la tensión de su cuerpo se relaja de manera considerable.
—Excelente. Entonces tenemos un trato. —Se pone en pie y yo le sigo. Me coge la mano y me la besa y siento el peso aplastante de la mirada de Chris—. Tengo quince días para retirar mi pieza de Crystal antes de que el contrato con ellos me lo impida. Espero saber de ti para entonces. —Se da media vuelta y avanza a paso tranquilo hacia la puerta.
Quedo boquiabierta. ¿Me acaba de chantajear?
24
Estoy recogiendo mis cosas para irme cuando oigo la voz de Mark en la zona de recepción y salgo de mi despacho.
—¿Podemos hablar un momento? —pregunto desde el pasillo.
Camina hasta mi despacho y entra, dejando la puerta abierta.
—¿La puede cerrar? —pregunto, y casi al instante me arrepiento de habérselo pedido. De pronto estamos en mi pequeño cubículo el uno frente al otro, y es imposible ignorar la tensión que corta el aire. Quiero huir—. Veo que se ha reunido con Álvarez hoy.
Se apoya en la puerta y se cruza de brazos.
—Hemos rematado algunos asuntos que teníamos pendientes.
Se está haciendo de rogar a propósito.
—¿No ha dicho nada de mi reunión con él?
Arruga los labios de manera irónica.
—Me ha dicho que no la corrompa como corrompí a Rebecca.
Me quedo sin palabras durante un momento.
—¿Y usted qué le ha respondido?
—Que usted era perfectamente capaz de decidir por sí misma quién la corrompe.
Creo que esto es un cumplido. O quizá no. Cuando se trata de Mark, realmente no tengo ni idea.
—Me pidió que tomara café con él.
—Y durante ese café juntos, ¿consiguió lo que quería de usted?
—No sé qué es lo que quiere de mí. —Sueno tan exasperada como estoy—. Ustedes dos hablan con mensajes cifrados.
—Bueno, entonces déjeme que le descifre algunos de esos mensajes, señorita McMillan, porque sinceramente ya estoy cansado de jugar a los juegos de Ricco. Quiere a Rebecca. No la puede tener. Me culpa a mí. Pensaba que quizás usted podría ayudarle a separar lo profesional de lo personal. Después de hablar con él hoy, no creo que sea posible.
La franqueza de su respuesta me descoloca.
—No. No creo que lo sea.
—Entonces no haremos negocios con él. Algunas cosas, señorita McMillan, es mejor dejarlas como están. —Pienso inmediatamente en Rebecca, pero se apresura a desviarme del tema—. ¿Ha renunciado hoy a su puesto en el colegio?
—Sí.
—Excelente. Entonces ahora es toda mía. —Hay un destello en sus ojos y sé que ha elegido las palabras dándose cuenta perfectamente del doble significado—. Buenas noches, señorita McMillan.
Empieza a girarse en dirección a la puerta y no sé qué me pasa por la cabeza.
—¿Lo hizo? —espeto.
Se queda quieto y se da la vuelta, clavando en mí su mirada de acero.
—¿Que si hice qué, señorita McMillan?
—¿Corrompió a Rebecca?
—Sí.
—¿Y? —pregunto, porque no se me ocurre nada más que decir.
—Y está claro que fue un error o ella seguiría aquí.
Me quedo sin palabras de nuevo. No me salen. Mark se aprovecha del silencio para deslizar otra pregunta inesperada.
—Se da cuenta de que Chris tiene la cabeza muy jodida, ¿verdad?
Mi respuesta es instantánea, defensiva. Protectora.
—¿Y no lo estamos todos un poco?
—No como él.
No le pregunto cómo lo sabe. Podría ser por el club. Quizá por la amistad que tuvieron y que ahora han perdido. No importa.
—Son sus imperfecciones las que hacen que sea perfecto—respondo, y hay convicción en mi voz.
Su mirada es fiera y penetrante.
—Es que no me gustaría que le hicieran daño.
La voz se le quiebra ligeramente, de un modo que nunca antes había percibido en él, y le creo.
—¿Como le hizo usted daño a Rebecca?
Algo se mueve en sus ojos y desaparece a la misma velocidad con la que apareció. ¿Culpabilidad? ¿Dolor?