—Hola.

—Hola.

En el momento en que escucho su voz, la inquietud de hace unos momentos empieza a desintegrarse y se desvanece. Sé que esto ocurre, simplemente, porque se trata de Chris. A estas alturas ya no necesito otra explicación. Mis labios se distienden y noto que él también sonríe al otro lado del teléfono. Ay, saber eso derriba cualquier muro erigido por la intranquilidad que me han provocado las búsquedas en Internet.

—¿Qué haces? —pregunta.

Sólo vacilo un par de segundos, y teniendo en cuenta lo turbada que me sentía hace sólo unos minutos, mi confesión salta de mis labios sin esfuerzo alguno:

—Estoy comiendo macarrones con queso y viendo una página web llamada «Adán y Eva».

Desde el otro lado de la línea me llega el temblor profundo y sexy de su risa y siento que la sangre me hierve.

—Adán y Eva y macarrones con queso. Ojalá estuviera ahí. ¿Has visto algo que te guste?

Hay en su voz un tono travieso y me imagino algo oscuro y retorcido bailando al fondo de su mirada.

—Así que conoces la página...

—Sí, conozco la página.

Esto me sorprende y me pregunto si alguna otra mujer habrá intentando ablandar su lado oscuro al presentarle una versión más edulcorada del BDSM. Quizás una de las actrices de Los Ángeles que leí que salía con él antes de conocerle. Se me antoja un pensamiento desagradable por demasiados motivos y que, además, no encaja con el puzle que es Chris.

—Decir que me siento intimidada por las palas aterciopeladas de color rosa y las pinzas para los pezones en forma de mariposa es poco. Pero, claro, tú juegas en otra liga.

—No decidas por mí —ordena, y su voz adopta un tono grave y brusco, pero a la vez suavemente seductor—. Descubramos las cosas que nos funcionan juntos. A todo esto, ¿qué es lo que ha hecho que te pongas a mirar juguetes sexuales?

—El retrato.

—¿El tuyo en mi estudio?

—Sí. El mío. Querías que lo viera esta mañana y esta noche. —No lo formulo en tono de pregunta.

Permanece callado un momento y presiento uno de sus cambios de humor, el filo sutil de una de sus muchas capas.

—Sí. Quería que lo vieras.

—¿Para asustarme?

—¿Te asusta?

Tardo demasiado en contestar e insiste:

—¿Lo hace? ¿Te asusta, Sara?

—¿Es eso lo que esperas, Chris? ¿Que me asuste y que me marche?

Ahora su silencio dura demasiado y estoy a punto de pedirle que conteste, cuando esquiva la pregunta con una revelación sorprendente:

—Para mí el tema del cuadro no es el bondage. Es la confianza.

Se me forma un nudo en la garganta al pensar en mi secreto, y en el veneno del que no puedo escapar.

—¿Confianza?

—La clase de confianza que quiero que tengas tú y que yo no tengo derecho a exigirte.

Pero yo quiero que me lo exija. Quiero que confíe en mí.

—Quiero lo mismo de ti.

Sigue más silencio, demasiado silencio, y odio la distancia que evita que pueda leer su rostro.

—¿Dónde estás? —me pregunta al fin.

—En el estudio. —Y derribo una de mis murallas para intentar traspasar una de las suyas—. Quería estar en la parte de la casa donde sintiera más tu presencia.

—Sara. —Tiene la voz ronca, como si mi nombre fuera una emoción, algo que le quemara en carne viva, arrancado de su garganta. Estos son los sentimientos intensos que provoco en él, y no estoy segura de que él se dé cuenta de que provoca lo mismo en mí.

—¿Y dónde estás tú? —pregunto en voz baja.

Sigue un momento de duda durante el cual percibo su alivio al poder centrarse en otra cosa que no sea lo que está sintiendo.

—En la habitación del hotel, por fin. ¿Has visto el cuadro que hice para Dylan, el chico del que te hablé?

—No, aún no. ¿Quieres que lo haga?

—Sí, ve a echarle un vistazo.

Toda la emoción que sentiría por el descubrimiento de un nuevo trabajo de Chris Merit queda aplastada por el tono solemne de la petición.

—De acuerdo. Voy hacia allá ahora. —Me pongo en pie y me dirijo a la habitación de atrás. Enciendo la luz del pequeño cuarto de veinte metros cuadrados, donde encuentro unos cuantos caballetes tapados con sábanas. Sólo hay un lienzo sin tapar y me río cuando lo veo.

—¿Realmente estoy viendo un cuadro de Freddy Krueger y Jason de Viernes trece?

Se ríe, pero no parece relajado.

—Sí. Al chaval le chiflan las pelis de terror. ¿Sabes cuál es cuál?

—Qué gracioso. ¡Pues claro!

—Pues en el trastero no lo tenías nada claro.

—Bueno, vale, a veces confundo a Michael con Jason, pero a Freddy lo reconozco enseguida, porque me parece más horrible que ninguno. Y debo decir que has conseguido recrear muy bien las razones que hacen que eso ocurra. Y a todo color, además. —Tiemblo ante la visión de la cara llena de surcos rojizos y anaranjados—. ¿Quién iba a decir que serías capaz de retratar un monstruo así en un paisaje urbano?

—Pues Dylan, al parecer. Le he dibujado una colección de criaturas así sobre papel. Este es el primero que pinto. —Cualquier atisbo del Chris alegre que tanto disfruto desaparece de su voz, y se impone un tono lúgubre y desconcertado—. Creo que le gustan las pelis de terror porque intenta parecer valiente. Pero veo el miedo en sus ojos. No quiere morir.

Siento cómo cada una de sus palabras se clava en mi espalda, y deseo a este hombre que estoy empezando a conocer y que resulta ser mucho más que dolor y placer.

—Piensa que estás haciendo que esta parte de su vida sea mejor.

—Pero nunca voy a poder borrar la tortura que su pérdida va a representar para sus padres.

De pronto me asalta un pensamiento. Aunque no logro entender de qué profundidades mana la pasión de su solidaridad, estoy bastante segura de que Chris intenta compensar de este modo algo que considera un pecado de su pasado, sea de forma inconsciente o quizá, sabiendo lo que sé de él, conscientemente. Y, aunque lo que está haciendo es una labor fantástica y encomiable, me da miedo el lugar hacia el que le conduce el dolor que está experimentando. ¿Acabará el dolor, con la ayuda de todo lo que le atormenta, abocándole al desastre?

Unos minutos después nos despedimos y colgamos. Me tumbo en el suelo y contemplo las pequeñas estrellas blancas que hay pintadas en el techo, pero veo mi retrato, y vuelvo a escuchar en mi cabeza la voz de Chris, afirmando que simboliza la confianza. Me preguntó si me asustaba. ¿Es posible que este hombre poderoso, con tanto talento, esté él mismo asustado? Y, si así fuera, ¿de qué?

Amanece, y las nueve en punto, la hora en que entro a trabajar, parece llegar demasiado temprano a pesar de mi amor por mi nuevo trabajo, teniendo en cuenta que he pasado una segunda noche sin dormir. Por suerte, Mark no ha llegado temprano, y mis sucesivos viajes a la cafetera se suceden sin que me encuentre con nadie.

Hacia las diez ya estoy agitada y acabándome la tercera taza de café, pero me siguen pesando las piernas. El «Amo» no ha asomado la cabeza por la oficina todavía. Estoy reuniendo información sobre Álvarez para preparar el encuentro de esta tarde, cuando recibo un correo electrónico de Mark, lo que demuestra que no está pegado a las sábanas, como suponía. Aunque también puede que acabe de levantarse. Es breve y dulce. Suelto una pequeña carcajada, Mark es cualquier cosa menos «dulce».

Me ha enviado una especie de chuleta con temas y respuestas para poder sortear sin problemas una conversación sobre vino, ópera o música clásica y poder impresionar así a la clientela. La verdad es que la información que me ha pasado es bastante buena y me pregunto por qué no me entregó esto en vez de insistir en que aprendiera sobre estos temas tan amplios en un tiempo récord.

Al meditar sobre la posible respuesta a esta pregunta, pienso en el pasaje que me había puesto a leer casi sin querer antes de guardar los diarios en la caja fuerte. Me pregunto cómo sería despertarse y volver a sentir esa pasión por la vida, en vez de pasar el rato preguntándome cuál será el siguiente juego. No quiero tener nada que ver con sus juegos y espero que este cambio en el modo de ver mi trabajo con Mark indique que le he dejado claro que eso es así.

Para cuando el reloj marca las diez y media, he revisado por encima la información que me ha enviado Mark y he intentado llamar a Ella más de tres veces, pero sólo obtengo la señal de que comunica. Decido ir un paso más allá y llamo a la oficina de David, aunque todos mis intentos por sonsacarle información a la recepcionista se ven frustrados. Por si fuera poco, no he hablado con Chris. No tengo ni idea de por qué esto me molesta tanto. No tiene ninguna obligación de llamarme al empezar su jornada y, por otro lado, pienso que quizás espera que le llame yo. Pero quizá lo agobie si lo hago. Tengo la cabeza llena de angustia cuando Mary pasa junto a mi puerta. Está tan pálida como su cabello rubio y mi traje de chaqueta, y me lanza una mirada hostil.

—¿No vienes al evento de esta noche?

—Tengo que salir por una reunión.

—Y yo tengo gripe. ¿Qué pasa si no puedo quedarme?

Mary siempre ha sido fría conmigo, pero nunca tan hostil, y frunzo el ceño.

—He quedado con Ricco Álvarez para hablar sobre una gran venta. Lo cambiaría si pudiera, pero no creo que acceda. Si sigues estando enferma y quieres que lo intente, puedo hacerlo.

—Ricco Álvarez —repite, apretando los labios—. Por supuesto que sí. —Y desaparece.

Vuelvo a fruncir el ceño. «Pero ¿qué demonios...?»

Entra Ralph a mi oficina y pone un taco de papeles sobre mi mesa.

—Un inventario con la lista de precios que hago cada mes. —Dice, y entonces baja la voz—: Procura no acercarte a Mary cuando está enferma. Se dice que ha llegado a decapitar a gente y a dejarlos tirados en el suelo, desangrándose.

—Gracias por el aviso, pero llega un poco tarde —susurro.

—Mejor tarde que nunca.

—No en este caso, ¿y por qué se puso así de rara cuando dije que iba a ver a Álvarez?

—Porque es ambiciosa y competitiva, y él no le hacía ni caso, ni antes de Rebecca ni después.

—¿Por qué?

—Ella tiene una personalidad que, digamos, no encaja con ciertas personas.

—Pero todo el mundo dice que Álvarez es difícil.

—Será por eso, imagino, que el Jefazo contrata a chicas encantadoras como Rebecca y como tú. Para tratar con los difíciles, para sacarles los cuartos. Sabe de sobra que Mary es una bomba de relojería en lo que a personalidad se refiere.

—Entonces, ¿por qué la mantiene aquí?

Mira por encima del hombro y luego de nuevo a mí.

—Casi la echan después de una discusión con Rebecca, pero se curró un repaso exhaustivo al inventario y localizó un par de piezas sin precio que el Jefazo pudo incluir después en la subasta de Riptide. Se ganó un salvoconducto.

—Espera. ¿Está trabajando ella con Riptide?

—Oh, no. Acuérdate, acabo de decir que es una bomba de relojería. Le dijeron que tenía que transferir la gestión de todas las piezas a Rebecca.

Aparece Amanda en la puerta.

—Ralph, tienes al contable de Riptide al teléfono.

Él se pone de pie de un salto y me obsequia con una cara de condolencia. Observo cómo se aleja y mis pensamientos recorren senderos oscuros. ¿Hasta qué punto odiaba Mary a Rebecca? ¿Hasta qué punto podía estar segura de que deshaciéndose de ella tendría más posibilidades de ascender en la empresa? No quiero pensar lo que eso podría implicar para mí.

Aprieto los dedos contra mis sienes y las masajeo. Estoy preocupada por Rebecca. Estoy preocupada por Ella. No sé cómo localizar a ninguna de las dos. Dios, recuerdo que durante mucho tiempo no sabía encontrarme a mí misma, ni siquiera cuando me miraba al espejo.

Pero de una cosa estoy segura, y es que todo esto parece más fácil de hacer teniendo a Chris en mi vida. No puedo quedarme sentada, a la espera de que nos estrellemos, pero siento que vamos a acabar haciéndolo. Tomo aire con fuerza y me hago a la idea de que tengo que hablar con Chris para dejarle ver más allá del velo en cuestión, y debo hacerlo antes de perder el coraje que siento ahora.

Agarro la chaqueta del respaldo de la silla, meto los papeles en mi maletín, cojo el teléfono y el bolso, y camino hasta la zona de recepción. Vislumbro a Amanda y paso junto a ella sin detenerme.

—Voy aquí al lado a por un café y a estudiar unos documentos, por si me busca el Jefazo.

Empiezo a ensayar diferentes formas de comentarle a Chris lo que me ronda la cabeza incluso antes de franquear la puerta de la galería, pero el viento helado se lleva consigo cualquier pensamiento coherente. Avanzo a través de él y entro en la cafetería, donde tengo sentimientos encontrados respecto al joven universitario que hay detrás de la barra y que me toma la comanda, lo cual indica que Ava no está. Una de las cosas que pensaba hacer antes de la reunión de esta noche era sonsacarle toda la información posible respecto a Rebecca y Álvarez, pero, de todos modos, de momento sólo puedo pensar en Chris.

Con más café que no necesito, me acomodo en la mesa de un rincón, me quito la chaqueta y saco el teléfono móvil del bolsillo interior. Respiro hondo y busco a Chris en la agenda. Mi corazón late unas diez veces por cada tono que suena, hasta que me salta su buzón de voz. No dejo ningún mensaje y se me revuelve el estómago. No toco el café.

Me vibra el teléfono en la mano y al mirar veo que he recibido un mensaje de Chris.

«Hola cariño. Desayuné pronto y no quería despertarte. Estoy en el hospital. ¿Todo bien?»

Siento cómo se me aligera todo el cuerpo con el mensaje y tecleo: «Sí. Sólo quería hablar. ¿Me llamas cuando tengas un rato?»

Contesta de inmediato: «Pensaba hacerlo. Te llamo en una hora, más o menos».

«Gracias», contesto automáticamente.

«¿Gracias? ¿Seguro que estás bien?»

«Sí. Demasiada cafeína —dudo, y decido que no hay medias tintas— y no bastante Chris.»

«Voy a hacer que me lo demuestres una y otra vez cuando regrese.»

«Pensaba hacerlo», respondo, y dejo el móvil en la mesa, sin esperar ninguna respuesta ni recibirla.

El placer que me ha dado este intercambio de mensajes debería calmarme un poco, pero en vez de eso sólo detona una dosis más potente de nervios. ¿Realmente puedo decírselo?

10

Estoy mirando el reloj, esperando la llamada de Chris, cuando Ava entra en la cafetería. Necesito algo que me saque del bucle que tengo en la cabeza y observo cómo se detiene junto al perchero y se quita la chaqueta. Lleva pantalones ajustados de color negro y una blusa roja; la enmarañada melena oscura impresiona a medida que baja por su espalda. Quizá sea por todas las mesas y cachivaches que hay entre las dos, pero su piel, incluso después de haber sido sometida al inclemente viento, tiene el mismísimo aspecto del chocolate con leche.

Al verme, me saluda y avanza hacia mi mesa. Hay una elegancia confiada y despreocupada en ella que admiro muchísimo. Estoy segura de que Ava no habría derramado el café como hice yo durante mi primer encuentro con Chris en esta misma cafetería.

Se desliza en el asiento que tengo delante e intercambiamos saludos. Mi portátil ocupa la mesita redonda y cierro la tapa, lo que la lleva a fijarse en mis papeles.

—¿Mark te ha dado más trabajo?

Me doy cuenta de que acaba de llamarlo por su nombre de pila, y me sorprende porque nadie más lo hace, salvo Chris. Pero, por otro lado, ¿de qué otra forma iba a llamarle una persona que le conoce, pero que no se acuesta con él?

—Sí —confirmo, e intento encontrar un ángulo para descubrir el tipo de relación entre Ava y Rebecca—. Me pregunto si Rebecca tuvo que pasar por esto o si me ha guardado toda la diversión a mí. La verdad es que parece que disfruta con la imagen irónica de la maestra que tiene que hacer deberes.

Tuerce la boca.

—Los hombres suelen tener sus pequeñas fantasías con sus profesoras, ¿no es cierto? —pregunta, apartando a Rebecca de la conversación.

Hago una mueca ante el comentario al que estoy tan acostumbrada.

—Te lo digo por experiencia propia: sólo las tienen los hombres equivocados.

—Creo que acabarás descubriendo que hay, por lo menos, un hombre que bien vale una fantasía o dos. ¿Cómo se encuentra cierto artista sexy que nos tiene loquitas a las dos?

Su pregunta me provoca una punzada. Aunque sé que lo más seguro es que se trate de una tontería y sea sólo un comentario normal entre dos chicas que hablan de hombres guapos, me carcomen los celos e intento apaciguarlos sin éxito.

—La verdad —comento un poco ronca, con ganas de cambiar de tema— es que sí que me ronda por la cabeza un artista. ¿Conoces a Ricco Álvarez?

—Lo conozco, sí. Solía pasarse bastante a menudo y charlábamos.

—Entonces sabrás que ya no trabaja con la galería.

—¿No acaba de participar en el acto benéfico?

—Sí, pero al parecer ya se había comprometido a hacerlo antes de que Rebecca se marchara. Cuando se fue ella, se fue él.

—Ay. Seguro que eso no le gustó nada a Mark, pero Rebecca mimaba a Álvarez. Supongo que largarse es su forma de mostrar su cabreo.

—¿Rebecca lo mimaba? —pregunto, con la esperanza de que me proporcione las respuestas que busco.

—Bueno, así lo entendía yo. Soy la camarera de todo el mundo en horas de oficina. Se toman un café y se les suelta la lengua. En el caso de Rebecca, entraba entusiasmada por alguna venta, lo cual nos llevaba a hablar de Ricco. Ella era muy protectora con él y parecía entender su temperamento artístico cuando nadie más lo hacía. —Tiembla—. Era un poco raro. Como si buscara en él la figura del padre, o algo así. Un hombre que, a pesar de tener cuarenta y pico de años y ser veinte años mayor que ella, no la veía como a una hija.

Entiendo perfectamente lo que quiere decir. Mi padre siente fijación por ciertas mujeres de los lugares exóticos que visita que no son mucho mayores que yo.

—Voy a reunirme con él esta noche para intentar convencerle de que organice con nosotros unas visitas privadas. ¿Hay algo que debería preocuparme?

Sus grandes y oscuros ojos marrones, ligeramente más oscuros que los míos, se abren como platos.

—¿Le has convencido para que se reúna contigo?

—Sí, yo...

Suena mi teléfono y me olvido de todo, salvo de comprobar el número y confirmar que la llamada entrante es de Chris.

—Tengo que cogerlo.

Arruga la frente y parece un poco molesta.

—Claro. Hablamos después.

—Gracias. Lo siento. Es importante. —Aprieto el botón para aceptar la llamada, pero miro a Ava, que sigue estando demasiado cerca—. Espera un segundo, Chris. —Al echar un vistazo a mi alrededor me siendo cohibida por los clientes que me rodean, en este espacio tan pequeño, y me pregunto por qué se me ocurrió que este era un buen sitio para tener esta conversación—. De hecho, ¿sabes?, necesito ir a algún sitio donde pueda hablar tranquila. Siempre y cuando puedas esperar unos minutos, claro.

—Sí. Claro que puedo. —Me traspasa el tono grave y lleno de matices de su voz, y a pesar de mi ansiedad por la llamada, tiemblo con todos los sentidos en alerta. Este es el poder que tiene este hombre sobre mí, y la posibilidad de perderle si esta llamada sale mal se me clava.

Miro hacia la puerta y rápidamente descarto la posibilidad de poder concentrarme con el frío que hace fuera. En vez de eso, me dirijo en línea recta hacía el único cuarto de baño del local y cierro la puerta con pestillo después de entrar.

—Vale. ¿Me oyes?

—Sí —masculla—, ¿y por qué suenas tan atacada como la noche en que te llamé justo después de que salieras del trastero?

—Porque lo estoy, aunque sea por un motivo diferente. —Me sorprende mi propia confesión—. ¿Estás en algún sitio donde puedas hablar?

—Sí. ¿Qué pasa, Sara?

—Nada. —Intento ir poco a poco—. Nada grave. Lo que pasa es que no quiero que haya nada malo entre nosotros, Chris. Y será mejor que sepas que voy a soltar una parrafada. Eso es lo que hago cuando estoy nerviosa.

—No tienes por qué estar nerviosa conmigo. Nunca. Cuéntame qué te está pasando por la cabeza, y hazlo pronto, antes de que enloquezca intentando adivinar qué es lo que ocurre.

—Lo haré. Lo estoy haciendo. Yo... Bueno, he estado pensando en palas de color rosa y en mariposas y...

—No tenemos que hacer nada que no quieras hacer.

—Lo sé y ahí está la cuestión. O más bien la cuestión no es esa. —Aquí llega la parrafada—: La cuestión es que sé que me llevarías al país de las palas rosas y de las mariposas, pero tú no eres de palas rosas y de mariposas. Tú eres cuero y dolor y oscuridad.

—¿Es así como me ves, Sara?

—Así es como eres, Chris, y me gusta quien eres y eso significa que yo también tengo que ser esas cosas.

—Sara...

—Por favor, déjame terminar antes de que no pueda hacerlo. —Me tiemblan las rodillas—. He permitido que el miedo al fracaso me impida hablar por toda clase de motivos que son demasiado complicados para explicar ahora, y no estoy segura de que yo misma lo entienda del todo, pero lo intento. No quiero que eso me impida hablar ahora, así que sólo voy a decirte lo que pienso sin ni siquiera pararme a respirar. Sé que te dije que no soy la típica mujer de chalet adosado, y no lo soy, y nunca lo seré, pero tampoco puedo imaginarme estar sin ti. Lo que eso significa para mí es que necesito ir donde tú necesites que vaya. Y no me digas que tú sólo me necesitas a mí. Ojalá fuera verdad, y significa mucho para mí cuando me lo dices, pero tú tienes una forma de lidiar con la vida, un lugar en el que te refugias. Todo en ti, tu pintura, el club y tu forma de comportarte en general me recuerda a ese lugar. Y no quiero que haya otra persona allí cuando necesites esas cosas. Quiero estar yo. Quiero que confíes en que no saldré corriendo. —Paro de hablar y el vacío que se produce es insoportable y apenas puedo contener la tentación de llenarlo con más palabras—. Chris, maldita sea, di algo. Me estoy muriendo.

—¿Y qué pasa si no puedes aguantarlo? —No ha rebatido ninguna de mis palabras.

Hay una repentina y aplastante presión en mi pecho. Esto es lo que teme, lo que le da miedo. Que yo no pueda con todo lo que él implica.

—Los dos necesitamos saber si puedo hacerlo. No quiero que esto se acabe y que nos preguntemos si fue porque no lo intenté.

—No puedes.

—Está bien —digo con la voz áspera, y la presión aumenta dolorosamente—. Entonces supongo que no hay nada más que decir.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que ya sabes que no soy lo que necesitas. Que yo sé que no soy lo que necesitas. No alarguemos esto más de lo necesario. Voy a hacer las maletas y a...

—No. No vas a hacer las maletas. No vas a marcharte. No después del incidente del trastero.

La inseguridad que siento hace que me lleve la mano a la garganta. ¿Ha querido romper conmigo y no lo ha hecho por el incidente del trastero?

—No me debes un lugar seguro donde quedarme. No necesito protección por caridad, Chris.

—Eso no es lo que quería decir. Maldita sea, Sara, no quiero que te vayas.

Sufro. Él es puro dolor y ahora lo soy yo también.

—Querer, necesitar. Lo que está bien, lo que está mal. Son palabras que se lían en mi cabeza, estoy harta de estar hecha un lío, Chris. Nosotros, esto, los dos... va a acabar todo por destruirme si sigo por este camino.

—Y tú vas a acabar destruyéndome si me abandonas, Sara.

Más dolor. Su dolor esta vez. Rezuma de sus palabras y se insinúa en la profundidad de mi alma, tal y como había hecho antes él.

—No quiero marcharme —susurro.

—Pues no lo hagas. —Su voz es un suave ruego que expone su lado vulnerable, tan difícil de encontrar y al que no puedo resistirme—. Volveré esta noche y arreglaremos esto juntos.

—No —replico rápidamente—. No lo hagas. Que quieras hacerlo es suficiente. Estaré aquí cuando llegues a casa. Te lo prometo. Estaré aquí.

—Puedo comprar un billete y estar ahí mañana por la mañana.

—No, por favor. No lo hagas. Lo que estás haciendo es demasiado importante y, de todos modos, esta noche trabajo hasta tarde.

—Voy a ir a casa. —Una voz en la distancia le reclama y añade—: Tengo que irme. Quizá no pueda volver a llamar, pero te veré cuando llegue.

—No voy a poder convencerte de que no vengas, ¿verdad?

—Ni por asomo.

Nos decimos un rápido adiós impuesto por una persona que le vuelve a llamar, y cuando escucho cortarse la llamada, dejo caer la cabeza hacia atrás y la golpeo contra la superficie de la puerta de madera en la que me apoyo. Siento que me estoy alegrando demasiado de que Chris vaya a pasarlo mal esta noche para poder verme por la mañana, y él está demasiado empeñado en que así suceda. ¿Qué nos estamos haciendo el uno al otro? ¿Y por qué no podemos parar?

Después de recomponerme, salgo del cuarto de baño pero algo alerta mis sentidos y hace que frene en seco. Levanto la vista buscando la causa. Se me cierra la garganta al ver a Mark de perfil en la barra, a la derecha de la caja, hablando con Ava. No le puedo ver la cara, pero ella no parece contenta, incluso parece disgustarse aún más cuando Mark se inclina hacia ella, con un gesto íntimo, y se acerca a su oído para terminar la frase. Está claro que su relación es mucho más compleja de lo que imaginaba, y me pregunto si acaso conozco a alguna de estas dos personas.

Ava alza la mirada y se encuentra con la mía, y me doy cuenta de que no sólo estoy mirando fijamente, sino que, además, me han pillado haciéndolo. Me fuerzo a desviar la atención y avanzo rápidamente hacia mi mesa, mientras siento la presión de la mirada de Mark en la espalda, intensa y pesada. Me pregunto si las demás personas del local entienden que el poder que electrifica el aire de aquí emana de él, que es su modo de poseer la habitación, simplemente le basta con estar presente, o si sólo perciben cierta energía estática en el ambiente, tal y como hice yo al salir del cuarto de baño.

Recojo mis cosas de la mesa, preparándome para explicar por qué estoy aquí y no en la galería. Aunque debería sorprenderme que Mark no se acerque a mi mesa, no me sorprende en absoluto. Esto es muy propio de él: dejar que la tensión se acumule para garantizar mi inquietud. Y todo para divertirle. Suele emplear este método conmigo, es su forma de controlarme o, mejor dicho, de intentar someterme. Se trata de algo que encaja con la forma de ser de Mark a la perfección. Hubo una época en la que yo misma me acostumbré a estar así. Pero ya no; he recorrido mucho para poder llegar a entender a Mark; incluso para poder ver, a día de hoy, los aspectos positivos que hay en él. Pero entender una cosa y que te guste son dos cosas muy distintas, y lo que veo ahora no me gusta.

Espera a que esté a punto de salir por la puerta para aparecer a mi lado. Altísimo, me abre la puerta; sus ojos oscuros me retan con la misma insistencia de siempre.

—Temía que hubiera desaparecido como Rebecca, señorita McMillan.

Levanto la vista para mirarle y parpadeo. Algo ha ocurrido en estas últimas semanas que ha anulado mi sentido de autocensura. Es como si se me hubiera agotado.

—Ya le dije a Amanda que estaría aquí. Y, además, no es tan fácil librarse de mí. —Abro la puerta y me preparo para la ráfaga de viento que me golpea en la cara al salir. Mark sale junto a mí y en ese mismo momento me doy cuenta del doble sentido, incluso del triple sentido, que podrían tener mis palabras. Si ha matado a Rebecca, quizá piense que quería decir que yo no soy fácil de eliminar, pero no creo que Mark haya matado a Rebecca. Sólo se la follaba. De muchas maneras diferentes. Me doy cuenta de que acabo de deshacer potencialmente la barrera que he establecido con él al invitarle a ponerme a prueba, prometiendo que no huiré.

Dejo de caminar y me giro para mirarle.

—No quería decir lo que quizás ha entendido.

Su mirada lúgubre parece iluminarse, como divertido por mis palabras.

—Lo sé, señorita McMillan. Pero recuerde que es el privilegio de toda mujer poder cambiar de opinión porque sí.

—Me cuesta creer que permita que una mujer piense por sí misma como para poder cambiar de opinión.

—Quizá le sorprendería lo que estaría dispuesto a dejar que hiciera la mujer adecuada.

Siento calor en las mejillas.

—No pretendo...

Se ríe con una risa grave, suave, y me quedo a cuadros. Creo que nunca lo había oído reír.

—Ya sé que no tiene ninguna intención de hacer muchas de las cosas que yo querría que hiciera.

Abro la boca para decir que ni siquiera deberíamos estar teniendo esta conversación, pero me corta al añadir:

—Y no, no voy a presionarle. —Se gira y da un paso en dirección a la galería—. Volvamos a la galería. Le he dejado un pequeño regalo en su mesa.

Afortunadamente le estoy dando la espalda, así que no puede ver mi reacción ante sus palabras. Mark ha logrado hacer lo que hasta ahora sólo había podido hacer Chris. Me ha inundado el cerebro con adrenalina por la expectación que me ha provocado y apenas puedo evitar aumentar la zancada para llegar cuanto antes al despacho. No sé qué esperar. ¿Una pieza de arte muy rara? ¿Una oferta oficial para un puesto de trabajo? Son muchas las posibilidades.

Imagino que Mark me seguirá hasta el despacho, pero es algo totalmente impredecible. Cuando no lo hace, siento cierto alivio; estoy convencida de que conviene evitar, en la medida de lo posible, que Mark me vea reaccionar ante cosas así, para que no sepa qué es lo que funciona conmigo. Cuando entro al despacho me quedo petrificada. Sobre mi mesa hay un diario idéntico a los que he encerrado en la caja fuerte de Chris.

11

Tengo el diario que me dejó Mark sobre el regazo, mientras conduzco en dirección a la mansión victoriana de Álvarez, situada en la elegante zona de Nob Hill de San Francisco. Es el territorio de ricos y famosos, a sólo diez minutos de la Galería Allure. Y, además de estar atiborrada de mansiones, los teatros y los centros comerciales de los alrededores están dirigidos a las élites. He pasado de evitar las cosas que me hacen pensar en el dinero al que renuncié a estar completamente ahogada por su presencia.

Maniobro para meter el coche en la entrada, que es bastante reducida, pero con todos los problemas de espacio que tiene la ciudad, se trata, incluso aquí, de algo normal. La falta de espacio en el exterior se ve compensando con creces por el glamour que se esconde dentro. Al buscar la dirección en Google me aparecieron varias referencias a un arquitecto de renombre y, por lo que veo, esta mansión también debe ser obra suya.

Después de apagar el motor del 911, contemplo la puerta roja con preocupación, mordiéndome el labio inferior. «No me estoy ahogando», me digo a mí misma. Ya no me escondo. Ya no estoy en fase de negación. Tengo una cita con el afamado artista que rebosa talento Ricco Álvarez. Así que ¿qué hago que no salto del coche cuando faltan cinco minutos para nuestro encuentro? Llegar pronto causa muy buena impresión.

Rodeo con los dedos el diario, que ha resultado ser un tesoro y una decepción a partes iguales. No constituye para nada un retrato oscuro y revelador del alma de Rebecca como ocurre con los otros. Se trata de una enumeración muy detallada de todas las piezas que ha vendido o tasado para Riptide. Lo más revelador son las pequeñas anotaciones sobre el personal, los compradores, los vendedores y los artistas con los que se fue encontrando durante su tiempo en la galería. En ellas comenta los rasgos extraños de su personalidad, sus intereses o su historia.

Los apuntes que hay sobre Chris han sido tachados y no logro leer nada, por mucho que lo intente. No me sorprende, por otro lado, descubrir que ha vendido varias obras a través de Riptide en subastas benéficas a favor del hospital infantil. Pero ahora no puedo pensar en eso. Este encuentro tiene que salir bien, tengo que tener éxito, a pesar de la inquietud que siento y que no tiene razón de ser. Las notas que tenía Rebecca sobre Álvarez eran positivas. La gente, por lo general, se equivoca con la percepción que tienen de él; si bien es verdad que se mueve impulsado, sobre todo, por sus deseos de obtener más fama y dinero, también se ha mostrado generoso en muchas ocasiones.

Estoy cerca de la galería. Se supone que tengo que llamar a Mark después de la reunión. Varias personas saben dónde me encuentro. Pero... no quiero actuar de una forma estúpida. ¿Qué pasa si Mark y Álvarez son los dos hombres que aparecen en el diario?

Saco el teléfono del bolso y aprieto el uno; he configurado la marcación rápida con el número de Jacob. Contesta antes de que termine el primer tono.

—¿Todo bien, señorita McMillan?

—Sí. Perfectamente bien. Sólo quiero... que siga todo bien. Quizás estoy siendo una paranoica, pero...

—Mejor pecar de paranoica que de descuidada.

No sé cuánto sabe de Rebbeca ni de lo que tengo entre manos, pero creo que no importa.

—Me dirijo a una reunión de trabajo y mi jefe sabe dónde estoy, pero después de lo que ha ocurrido últimamente, me gustaría que lo supiera alguien más.

—Dígame la dirección.

—Es la galería privada del artista Ricco Álvarez —explico tras decirle la dirección—. No estoy segura de cuánto durará la reunión. Podrían ser quince minutos o dos horas. Si no dura mucho regresaré a la galería, donde se está desarrollando un acto.

—¿Puede llamarme dentro de una hora para que sepa que está bien?

—Lo intentaré, pero no quiero ser grosera en medio de la reunión.

—Pues envíeme un mensaje, si puede, eso lo puede hacer discretamente.

—Vale, de acuerdo. Gracias, Jacob. —Dudo y me encojo, imaginando el momento en que el jefe de seguridad le cuente a Chris dónde estoy—. Por favor, no informe a Chris de esta reunión mientras esté de viaje. Se preocupará. Ha tenido un viaje horrible y no quiero que se estrese más de la cuenta.

—Si me lo pregunta, no tendré más remedio que decírselo. Pero tampoco voy a anunciarlo a los cuatro vientos.

—Muchas gracias, Jacob.

—Un placer, señorita McMillan, se lo digo en serio. Chris parece otro desde que está usted por aquí.

Es lo mismo que me había dicho su madrina cuando visitamos su bodega.

—¿Y eso es bueno?

—Lo es. Manténgase a salvo.

—Lo haré. —«Eso espero.» Me despido y cuelgo. Para evitar darle demasiadas vueltas, agarro con decisión mi maletín, salgo del coche y me dirijo a la puerta. Meto el teléfono en el bolsillo de la chaqueta, donde me he acostumbrado a guardarlo.

Después de subir varios escalones, me encuentro de pie en el porche, aliviada al ver que hay dos puertas de entrada, una de las cuales está rotulada con la palabra «ESTUDIO». Esta disposición me consuela porque se me antoja más profesional y seguro. Levanto la mano para tocar a la puerta del estudio y esta se abre de golpe y aparece ante mí Ricco Álvarez. Tiene un aspecto muy llamativo, no es atractivo, para nada, pero hay en él cierta confianza arrogante por la que resulta más sereno que beligerante. Su piel tiene un tono marrón muy vivo y posee unas facciones estilizadas y muy bien definidas, como los trazos de su pincel; su personalidad, según tengo entendido, también es afilada.

—Bienvenida, señorita McMillan.

—Sara —digo a modo de saludo. Su camisa verde azulado, que combina bien con sus pantalones negros, acentúa unos ojos del mismo color—. Y gracias.

—Sara —repite, asintiendo gentilmente con la cabeza, y la tensión que siento en la espalda se relaja un poco al oírle usar mi nombre.

Retrocede un poco para dejarme pasar y levanto la vista para ver el enorme techo acristalado.

—Espectacular, ¿verdad? —pregunta Ricco.

—Lo es —asiento, permitiéndole coger mi maletín y mi chaqueta—. Y lo mismo puede decirse del suelo. —La madera tiene un brillo y un tono que casi da pena pisarlo—. Menudos sois los artistas a la hora de elegir emplazamientos impresionantes.

Cuelga mis cosas en un elegante perchero de acero fijado a la pared.

—Hay quien dice que soy el mejor en ello.

Teniendo en cuenta todo lo que se dice de él, me sorprende la sonrisa que tiene dibujada y me gusta que sea capaz de bromear sobre sí mismo.

—Algo de eso he oído —me atrevo a contestar, curvando los labios.

—Por lo menos hablan de mí. —Da un paso hacia mí—. Bienvenida a mi estudio, Bella*.

«Bella.» La palabra suena hermosa en español. Esta cariñosa palabra debería acrecentar mi inseguridad. Pero, en vez de eso, presiento de golpe que lo que intenta es conferirle a todas las cosas un aire romántico, desde su espectacular casa a su conversación.

Para entrar al estudio pasamos bajo un arco que tiene una altura de al menos dos metros, y la presencia del pintor domina el espacio, ya que debe medir bastante más de metro ochenta. Observo por primera vez el espacio y es como si hubiera regresado a Allure. La habitación, estrecha y rectangular, tiene varias paredes elegantes para exponer obras, y en cada una de ellas hay como mínimo seis lienzos.

Álvarez se coloca a mi lado y hace un gesto que abarca toda la habitación.

—Estas son las piezas que tengo en este momento y con las que se pueden negociar ventas privadas.

Levanto la vista para decir lo que, imagino, debe ser la verdad.

—Quieres decir que estas son las piezas que estás dispuesto a mostrarme ahora.

—Eres muy directa, ¿no?

—Sólo estoy ansiosa por ver cada una de tus increíbles obras, es decir, las que quieras mostrarme. —Señalo los cuadros con la mano—. ¿Puedo?

—Por supuesto.

Doy un paso al frente sin pensar y me voy derecha a un cuadro que hay al fondo. Me detengo frente al paisaje mediterráneo picassiano que tiene trazos muy definidos y colores muy dinámicos y mis sentidos quedan abrumados.

—¿Te gusta el Meredith? —pregunta.

—Me encanta —contesto y le lanzo una mirada de soslayo—. ¿Por qué lo llamas Meredith?

—Una mujer a la que conocí, claro.

—Seguro que lo considera todo un honor.

—Me odia, pero, ay, es tan delgada la línea que separa el amor del odio...

—Si es así, Mark y tú debéis estar muy cerca de ser dos tortolitos —comento, lanzando un cebo para que me hable de los motivos que le llevaron a retirar sus obras de la galería.

Se le encienden los ojos con un brillo de diversión.

—Eres un personaje bastante curioso, Bella. Me gustas. Ya veo por qué le gustas también a Mark.

—¿Cómo sabes que le gusto?

—Porque quiere recuperar nuestros acuerdos comerciales y confió en ti lo suficiente como para enviarte aquí.

—¿Por qué se rompieron esos acuerdos?

—¿Qué motivos te dio él?

—Me dijo que querías los datos personales de Rebecca y que él no podía facilitártelos.

Sus ojos se inundan de desdén.

—Eso sólo es una diminuta parte de todo el asunto, y Mark lo sabe.

—Me encantaría oírlo.

—Seguro que sí —masculla, y por primera vez detecto en su voz un tono cortante que me lleva a creer que sería capaz de sajar la carne de cualquiera sólo con sus palabras—. Pero, por respeto a Rebecca, no voy a decir nada más.

—Lo siento. No pretendía molestar.

Veo cómo se va borrando poco a poco la tensión de sus rasgos, y el acero de hace unos segundos ha desaparecido.

—Perdóname, Bella. Rebecca es un tema delicado para mí. Bueno, ¿y si le echamos un vistazo a los cuadros y te cuento un poco de cada uno?

Comprendo que la oportunidad para conseguir información está perdida, pero espero que se presente otra. Empezamos a movernos por la habitación y hago preguntas y aspavientos frente a sus obras. Entre una pregunta y otra, también contesto alguna formulada por él: «¿Quién es tu pintor renacentista favorito?», «¿Cómo puedes asegurarte de que no estás adquiriendo una falsificación?», «¿Cuáles han sido los cinco cuadros más caros de los últimos cinco años?» Después de un rato, parece satisfecho con mis respuestas y caminamos de una forma más distendida.

Tras advertir que tres de sus cuadros llevan nombres de mujeres, no puedo menos que comentarlo:

—Debes ser todo un donjuán...

—Me han llamado cosas peores —me asegura—. Y sí, quizá lo sea. Supongo que depende de quién defina el término donjuán.

Más allá de la intención de la frase, se me ocurre que dice una gran verdad. ¿Cuántos de nosotros permitimos que sean otros los que nos definan y terminamos siendo, por lo tanto, lo que ellos quieren que seamos, no lo que deberíamos o podríamos ser?

Seguimos charlando sobre los cuadros y para cuando mi visita guiada llega a su fin, me doy cuenta de que he perdido la noción del tiempo.

—Tienes unos conocimientos impresionantes, Bella.

Esta vez no intento controlar mi sonrisa.

—Me alegra ver que lo crees. No sé quién me ha sondeado más sobre mis conocimientos de arte, Mark o tú...

Sus ojos se estrechan.

—¿Él permite que le llaméis Mark?

Me encojo por dentro ante mi desliz.

—Ah, no. Señor Compton.

—Ya me extrañaba. —Es difícil no detectar la malicia de su tono—. Mis amigos me llaman Ricco, Sara, me gustaría que lo hicieras tú también.

—¿Significa esto que me vas a dejar mostrar tu trabajo a mi cliente? —pregunto esperanzada.

—Tú puedes mostrar mi trabajo. Pero Mark no. Te daré una comisión privada de un veinticinco por ciento. A él no le daré nada.

Palidezco y se me agarrotan todos los músculos del cuerpo. Me está utilizando para vengarse de Mark por algo que este le hizo en el pasado.

—No puedo hacer eso. Trabajo para él. Eso no estaría bien.

—Mark vive para Mark. Será mejor que aprendas eso más pronto que tarde, o acabarás aplastada por él como acaban todos a su alrededor. No dejes que eso pase, Bella.

Estoy desesperada por recuperar las riendas de esta reunión y hago un intento por arreglar su relación con Mark.

—¿No participaste hace poco en un acto benéfico con Mark? Eso estuvo muy bien. ¿Y si intentáramos retomar las cosas por ese camino?

—Eso lo organizó Rebecca, y hay muchas entidades dispuestas a aceptar obras mías para una buena causa. Elegí utilizar Allure porque me lo pidió Rebecca.

»Déjame enseñarte a trabajar por tu cuenta. —Implora, volviendo a dirigir la conversación hacia su oferta.

—Te lo agradezco, pero...

—No dejes que te arrastre a su mundo. Es un mundo peligroso y él también lo es.

¿Por qué será que todos los artistas acaban previniéndome sobre Mark?

—Salvo que un día aparezca por la galería con un machete —comento bromeando sin mucha convicción—, creo que sabré manejarlo.

—Los hombres como Mark no necesitan un machete para reducir a pedazos tu independencia y el respeto por ti misma. Te comen la cabeza.

La certeza que parecen contener sus palabras me golpea como una bofetada, y apenas puedo evitar dar un paso hacia atrás.

—Debería marcharme, pero, por favor, antes de irme quiero que sepas que adoro tu trabajo. Lo digo en serio. Me encantaría poder representarlo.

—Y puedes. Siempre y cuando lo hagas tú, tú sola.

—No voy a hacer eso.

Me estudia durante varios segundos tensos y hace un gesto hacia la puerta.

—Está bien. Te acompaño a la salida y dejo que te lo pienses en casa.

Volvemos a caminar el uno al lado del otro, y cuando estoy lista para salir del estudio, coge mi chaqueta y me ayuda a ponérmela. En cuanto meto los brazos en las mangas, siento vibrar el bolsillo. Maldita sea. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Deslizo la correa del maletín sobre el hombro y meto la mano en el bolsillo. Rodeo el teléfono con mis dedos, angustiada por no haberle dicho nada a Jacob.

Álvarez se detiene un instante con la mano apoyada en el pomo de la puerta.

—Ha sido un placer conocerte, aunque el resultado no haya sido el que ninguno de los dos queríamos.

—Voy a volver a intentarlo, ¿sabes?

—Lo sé.

Me abre la puerta, salgo, y nos decimos brevemente adiós. Estoy a punto de bajar por las escaleras cuando me asalta una duda que me retiene en el porche. El acto benéfico en el que participó en Allure era para el mismo hospital infantil que apoya Chris, pero ya que no parecen amigos, me provoca curiosidad saber por qué se da esta coincidencia. Me doy la vuelta para tocar a la puerta y mi teléfono vuelve a vibrar en la palma de mi mano.

Lo saco del bolsillo y veo que tengo un mensaje y seis llamadas perdidas. Abro el mensaje, que es de Chris.

«No vuelvas a entrar por esa puerta.»

Se me sube el corazón a la boca y me doy la vuelta a toda velocidad para barrer la calle con la mirada. Me llama la atención algo oscuro que se mueve en la entrada y vislumbro la Harley de Chris aparcada entre las sombras, detrás del 911, y él está apoyado en ella.

* En español en el original (N. del T.).

12

Empiezo a bajar por las escaleras del porche de Álvarez y siento una opresión tan grande en el pecho que es como si tuviera las costillas comprimidas con la maldita cinta americana con la que parece que a Chris le gusta tanto atarme, y atarme en corto. Me enfurece que esté aquí. Y me avergüenza pensar que Álvarez seguramente tiene cámaras de seguridad y acabará enterándose de esto, si es que no lo está viendo ahora mismo. La delgada línea divisoria entre mi trabajo y nuestra relación se ha vuelto muy difusa. De hecho, maldigo al pensar que seguramente soy la única que alguna vez imaginó que existía.

Pensar que tenía la convicción de que era menos controlador de lo que es se traduce en mis pasos cabreados. Avanzo hecha una furia hacia el 911, el coche que yo misma accedí a conducir, en vez de salvaguardar mi identidad. Ni siquiera miro a Chris, pero, maldito sea, lo siento por todo mi cuerpo, por todas partes, dentro y fuera, y en lugares íntimos a los que no puedo convencerme de que no es bienvenido. Me resulta terriblemente frustrante saber que un enfado así de grande no basta para acabar con el temblor nervioso que me provoca el simple hecho de estar cerca de él.

Siento reverberar en la profundidad de mi ser las palabras de Rebecca en la primera entrada del diario que leí, y no es la primera vez que la situación hace que las recuerde: «Era letal, era una droga, y yo tenía miedo». Me pongo en el lugar de ella y entiendo la pasión desmedida dentro de la que se perdió. No quiero ser ella. No soy ella. Y, por primera vez desde mis primeros encuentros con Chris, me pregunto si me siento atraída por él porque soy autodestructiva, y él por mí por la misma razón.

Alcanzo el lateral del coche y, con las prisas por refugiarme en el 911, no he sacado la llave. Sin mirar a Chris, rebusco en mis bolsillos. Sé que estará ahí de pie, junto a su Harley, con su chaqueta de cuero y sus vaqueros, la viva imagen del sexo, del pecado y de mi satisfacción. La llave cae al suelo. Me agacho para recuperarla e intento serenarme.

De pronto tengo a Chris ahí, a la altura de los ojos, igual que cuando nos conocimos, la noche en que el contenido de mi bolso acabó esparcido por el suelo. Alzo la mirada y encuentro la suya, y todos mis sentidos se ponen en alerta con un latigazo que me golpea hasta la médula. Me pesan los pechos, me duelen los muslos. Siento punzadas en la piel. «Una línea delgada separa el amor del odio», había dicho Álvarez, y en ese momento comprendo a qué se refería. Clavo mi mirada en la profundidad de sus ojos y me pregunto si él también está pensando en la noche en que nos conocimos y en todas las maneras en que hemos hecho el amor. Y en todas las formas que todavía nos falta por probar y que aún quiero experimentar con él, cuando no debería. Debería estar buscando mi espacio, mi independencia y mi propia identidad; objetivos que él amenaza al adueñarse de mi vida. Todo lo que estoy sintiendo durante estos momentos eternos no tiene sentido. ¿Cómo puedo estar tan furiosa con Chris y, aun así, sentirme tan completa y poderosamente a su merced?

—Tenemos mucho de qué hablar, ¿no crees? —pregunta, rompiendo el hechizo. Habla en voz baja, y es imposible no detectar el áspero enfado que hay detrás de sus palabras. Me devuelve a la realidad de una sacudida. ¿Se presenta en la casa de mi cliente y resulta que es él el que está enfadado conmigo?

El cabreo se adueña de todas las otras emociones que siento y alargo la mano para recuperar la llave. Su mano se cierra sobre la mía y una ola de calor recorre mi brazo y me invade el pecho.

—No vuelvas a hacer lo que has hecho esta noche, Sara. Nunca más.

El brusco tono imperativo de su voz hace saltar todas las alarmas de las cosas que no soporto de la dominación masculina, y son muchas. Intento retirar la mano, pero me tiene bien agarrada. Mis únicas armas ahora son las palabras.

—Lo mismo te digo, Chris. Y, sí, tenemos mucho de qué hablar... A ser posible en algún sitio que no sea la entrada de la casa de un cliente.

Sus ojos verdes llamean un momento antes de soltarme la mano y ayudarme a ponerme en pie. Hay en su tacto un cariz posesivo que hace que me incline hacia él cuando debería estar apartándole de mí. Él también lo nota; puedo verlo en cómo se estrechan sus ojos ligeramente, en el destello de satisfacción que albergan sus profundidades y que anhelo tanto como deseo rechazar.

—Te seguiré hasta mi casa —me informa.

—No tengo ninguna duda de que lo harás. —Aprieto el mando para desbloquear las puertas del 911. Estoy a punto de abrir la puerta cuando, de pronto, su mano me lo impide y se inclina hacia mí, cerca, tan cerca que siento su aliento cálido en mi cuello y en mi oreja. Ese olor almizclado suyo, en el cual podría regocijarme una vida entera, impregna mis sentidos, derribando mis defensas, ya débiles de por sí.

Me da un golpecito con la cadera.

—Ni se te ocurra pensar por un momento que al llegar a casa vas a pedir que traigan tu coche para largarte.

No puedo hacer nada para enfrentarme a él cuando me toca. Evito mirarle a propósito, segura de que cualquier intento por mantener las distancias con él fracasará.

—Si decido marcharme, no podrás detenerme.

—Tú ponme a prueba, cariño. Vas a subir a casa.

Me intento apartar.

—No quiero...

—Pero yo sí —sentencia interrumpiéndome, y antes de que pueda intuir qué pretende, sus dedos se enroscan en mi pelo y me lleva a sus brazos, apretándome contra su cuerpo duro y cálido.

—Suéltame —siseo entre dientes, apoyando la palma de la mano sobre su pecho. Pretendo apartarlo de mí, pero los poros de mi palma absorben el calor de su piel y siento cómo asciende por mi brazo. Se me afloja el codo y mi cuerpo se acerca al suyo, aunque no lo suficiente.

—Ya te gustaría —asegura, cubriendo mis labios con los suyos, lleno de convicción. Su lengua brutal invade mi boca con un imponente embate tras otro, y ya no me quedan fuerzas para resistirme. Soy débil, terriblemente débil, cuando se trata de este hombre. Como siempre con Chris, exige de mí una respuesta y yo no puedo más que dársela. Segundos después estoy húmeda y ansiosa, mis pezones erectos duelen, llenos de deseo.

Intento resistir la tentación que él representa para mí, pero su sabor, tan conocido y brutalmente masculino, se conjuga con su enfado y el mío, y el resultado es una explosión de pasión. Quiero gritarle, empujarle, apartarle de mí, acercarle, arrancarle la ropa, y castigarle por todo lo que me está haciendo, por todo lo que me quita. Por lo que me obliga a necesitar.

Después, cuando sus labios se separan de los míos, demasiado pronto y sin embargo tras permanecer allí demasiado tiempo, apenas puedo combatir el impulso de traerle de nuevo hacia mí.

—¿Eso lo has hecho para darle un espectáculo a las cámaras, Chris? —digo sin aliento, furiosa conmigo misma por haber sido tan débil.

—Eso ha sido porque me he asustado cuando no contestabas al teléfono. Me importan una mierda las cámaras. —Su boca cubre de nuevo la mía y su mano se desliza bajo mi chaqueta y se posa sobre mi trasero, atrayéndome hacia su gruesa erección.

Gimoteo, excitada sin remedio, y mis manos se pierden bajo su robusta chaqueta de cuero, rodeando su cintura. Me acaricia la espalda con la mano, presionando mi cuerpo contra el suyo, marcándome a fuego con una pasión crepitante que amenaza con robarme la capacidad para razonar. Hasta hoy, ningún hombre me había hecho olvidar dónde estaba, olvidar por qué debía importarme.

—Y eso —dice con brusquedad, separándome un poco de él— ha sido por las últimas doce horas en las que, en lugar de estar concentrado en el trabajo, como debía, he estado pensando en palas rosas, en pinzas para los pezones en forma de mariposa, y en todos los sitios donde te voy a lamer, besar y, después de esto, no lo dudes, infligir castigos cuando lleguemos a casa.

Casi vuelvo a gemir tras escuchar sus palabras y no tengo ni idea de cómo logro ordenar mis ideas para formular una frase coherente, pero lo consigo.

—Si crees que vas a resolver esta discusión con sexo, estás muy equivocado.

—Te doy toda la razón, pero es una buena forma de empezar y de terminar la conversación tan ilustrativa que vamos a tener. Y la vamos a tener, de eso puedes estar segura. —Me aparta un poco para abrir la puerta del coche—. Vámonos a casa, vámonos donde pueda follarte hasta quitarme el mal trago que me has hecho pasar y donde tú puedas hacer lo mismo.

Mirándole, los millones de cosas que podría decir o hacer quedan anulados por las palabras «a casa», que resuenan en bucle en mi cabeza. Sigue utilizando una y otra vez esas palabras, y me afecta cuando lo hace; me afecta de una forma profunda y real que me deja con el alma en carne viva y sintiéndome vulnerable.

Al ver que no me muevo, vuelve a atraerme hacia él, me acaricia el cabello y me planta un beso rápido en los labios.

—Métete en el coche, Sara —me ordena con suavidad y, como hago siempre, aunque estoy bastante convencida de que él no estaría de acuerdo con esta afirmación, le obedezco.

Diez minutos más tarde, cuando me aproximo al edificio de Chris, sigo casi sin aliento por su tórrida forma de asaltarme, pero he conseguido rescatar algunos retazos de pensamiento coherente. Estoy más calmada, y entender que estaba realmente preocupado por mí me resulta casi tan afrodisíaco como la reminiscencia de su sabor en mis labios y mi lengua. Está claro que le di a Jacob razones para estar preocupado. Si al incidente del trastero le añadimos todos los intentos frustrados por contactar conmigo, Chris tenía motivos más que suficientes para estar subiéndose por las paredes. Eso lo puedo aceptar. Pero es a todas luces un fanático del control y, aunque dejarme controlar por él sea una necesidad casi física en privado, fuera del dormitorio necesito sentir que soy libre. Y no estoy segura de que él sea capaz de ofrecerme eso.

El botones abre la puerta del 911 y los últimos retales de mi enfado salen volando en la noche fría. Necesito a Chris. Necesito que me rodee con sus brazos. Necesito sentirlo cerca. Cuando se trata de este hombre, todo es necesidad, y siento que es imposible escapar.

Salgo del coche y mi mirada hambrienta le busca. Se está bajando de la Harley y, madre mía, así, junto a la moto, realmente es la potencia sexual personificada. Si Mark es poder, Chris es dominio absoluto, y lo sabe. Lo detecto en su elegancia natural, que logra exudar una cualidad ruda de macho alfa. No necesita que la gente lo llame de un modo u otro, ni intimidarlos para que beban café frío, como hizo en su día Mark conmigo. Cuando necesita poder, lo tiene. Cuando lo quiere, lo hace suyo. Cuando me quiere a mí, me hace suya, y se me encoge el estómago al pensar, horrorizada, que podría llegar el día en que ya no me quisiera.

Le entrega el casco y las llaves a un segundo botones antes de centrar toda su atención en mí. Siento las olas de lujuria, blancas y espumosas, que nacen en él y que terminan rompiendo contra mí, bañándome y dejándome petrificada con su impacto. Avanza hacia mí, fanfarroneando, y cuando Rich me entrega mi maletín, es Chris quien lo agarra, colgándomelo al hombro. Sus dedos acarician mi brazo y mi chaqueta no logra aislarme de la electricidad que me transmite su tacto.

—Vayamos dentro a... hablar —murmura, y hago lo posible por tragar el nudo que tengo en la garganta.

—Sí. Hablemos.

Hemos subido los primeros dos escalones cuando oigo que el botones me llama.

—No se olvide de esto. —Da una zancada hacia mí y me entrega el diario.

Siento el aire helarse en mi garganta y mis ojos buscan los de Chris, que a su vez se posan sobre las tapas de cuero rojo que ahora sostengo entre las manos. Pasan unos segundos eternos durante los cuales sé que debería ofrecer alguna explicación, pero hay una parte de mí que al parecer ansía ser castigada, porque no hago más que esperar su reacción. Por fin, dirige su mirada hacia mí con ojos acusatorios, cargados de duda, que me dejan el corazón hecho trizas. Había confesado el desliz que tuve al leer la entrada del diario antes de guardarlos, y hacerlo, lejos de granjearme su confianza, está sembrando nuevas dudas en él. Lo único que puedo hacer para no explotar en este momento, ante los atentos ojos de los botones, es respirar profundamente y reprimir toda reacción. Montar una escenita no es mi estilo y no me daría, además, más que una satisfacción momentánea.

Me giro para llamar a Rich.

—Voy a necesitar mi coche —digo.

—No —intercede Chris, con una voz grave y letal, atrapando mi brazo con fuerza entre sus dedos—. No será necesario.

Intento fulminarle con la mirada, pero acabo sojuzgada por sus afilados ojos.

—Te lo juro, Sara —murmura tenso—, si hace falta que te cargue escaleras arriba sobre un hombro, lo haré.

Quedo desarmada durante un momento por la excitación que me provoca su amenaza. Estoy húmeda y caliente y ansiosa por sentir cómo me carga sobre el hombro hasta su apartamento, por estar allí, desnuda y a su merced. Su falta de confianza me hiere profundamente y, pese a todo, me complazco en la cualidad primitiva de su frase, que demuestra que cuando se trata de él mis mecanismos de defensa no sirven de nada.

Le sostengo la mirada, y no me cabe la menor duda de que tiene la intención de cumplir con su amenaza.

—Subiré, pero no me quedo.

Durante unos instantes no parpadea ni contesta; me estudia, mide mis fuerzas. Me pregunto si puede adivinar en mi rostro la reacción que ha generado su amenaza en mí, si soy tan transparente como el ventanal contra el que me folló aquella vez.

Sin decir nada más, me suelta y me dirijo hacia la puerta. Se coloca a mi lado y acompasa su zancada a la mía. Abrazo el diario y pienso en su confianza defraudada. Se me forma un nudo en el estómago al pensar que quizá merezca los reproches que siente, incluso sin tener en cuenta el equívoco del diario. Se trata de un diminuto anticipo de cómo será cuando se entere de la verdadera mentira que le he contado, y no me gusta la idea. Siento cómo crece en mí un volcán, una mezcla salvaje y bulliciosa de emociones ardientes y peligrosas que apenas puedo contener.

Entramos al edificio y diviso a Jacob tras el mostrador del vestíbulo. Logro emitir un pequeño saludo. Chris y yo entramos en el ascensor y nos situamos el uno al lado del otro, mirando al frente. Apenas nos separan unos centímetros. En el ambiente cargado flotan las palabras que no decimos, la tensión que estallará, seguro, en cualquier momento.

Sin que constituya un acto consciente, ese momento llega para mí cuando se cierran las puertas. Me giro hacia Chris y aprieto el diario contra mi pecho.

—Esto me lo ha dado Mark hoy mismo. Son los apuntes que tomaba Rebecca en la galería. Te dije que había guardado los diarios en la caja fuerte y lo hice.

Me rodea las muñecas con sus fuertes manos y me tira hacia él. El diario queda aprisionado entre los dos.

—¿Puedes hacerte una idea de lo poco que me apetece oír el nombre de Mark ahora mismo? No tenía que haberte dejado ir a casa de Álvarez sola.

Sus palabras están llenas de tensión y aderezadas con el enfado que confesó tener en casa de Álvarez, y me doy cuenta de que ha estado haciendo todo lo posible por mantener a raya su furia. Lo noto en la tensión de su cuerpo apretado contra el mío, lo veo en el destello pétreo de sus ojos. En Chris todo tiene que ver con el control, y me olvido de ello con demasiada facilidad.

—Es mi jefe. —Mi labio inferior tiembla al decir estas palabras—. No es mi guardián. Y tampoco lo eres tú, dicho sea de paso.

Sus ojos verdes centellean con filos de color ámbar hechos de puro acero.

—Ya te lo dije, Sara. Te voy a proteger.

Intuyo detrás de sus palabras una actitud posesiva sin límites que me excita y me enfurece a la vez. Vuelvo a quedar anonadada ante lo poco que me conozco y me pregunto qué motivos puede haber para que reaccione así ante esta faceta dominante de Chris.

—La línea que marca la diferencia entre cuándo me proteges y cuándo me controlas es la misma que separa mi vida privada y mi vida laboral.

—Pregúntame si me importan ahora las líneas, Sara. Pregúntame si tengo la más mínima intención de volver a vivir alguna vez el infierno que he vivido esta noche, cuando no me cogías el teléfono.

Me quedo aturdida por el tono grave y vehemente de su respuesta, salpicada con una amenaza que no entiendo.

—¿Y eso qué significa?

Enreda sus dedos en mi cabello y tira de mí hasta dejar mi boca al lado de la suya, tan cerca que casi puedo notar el sabor del control que emana de él sin esfuerzo alguno.

—Significa —masculla con voz ronca— que ahora mismo, Sara, no estoy para palas rosas aterciopeladas, y tú tampoco.

13

Las puertas del ascensor se abren con el sonido amortiguado de una campana y Chris me agarra de la mano y me introduce de un tirón en su apartamento. Antes de que me dé tiempo a pestañear, me tiene mirando hacia la pared de la entrada. Con una mano sujeto el diario de Rebecca y con la otra me apoyo en la superficie que tengo delante. Chris se sitúa detrás de mí, enmarcando mi cuerpo con su cuerpazo, y noto la dureza de sus músculos con la misma intensidad con la que noto la dureza de su enfado.

Su mano se desliza hasta el centro de mi espalda, marcándome a fuego, controlándome. Tira de mi bolso y de mi maletín y los deja caer al suelo. Noto cómo se libra de su chaqueta y alarga la mano para hacer lo mismo con la mía. Atrapa el diario y lo rodea con sus dedos.

El aire parece espesarse y pasan varios segundos durante los cuales las manos de ambos aferran el cuero rojo del diario. Reproduzco en mi mente las imágenes eróticas que suscitaron las palabras de Rebecca y recuerdo cuando leí uno de los pasajes junto a Chris. Me pregunto si él también está pensando en ese día o si piensa en algo completamente diferente. ¿Acaso piensa en Rebecca? Quiero preguntárselo, pero siento en el pecho una punzada aguda que me retiene.

Chris me quita el diario y no tengo ni idea de dónde lo deja. Ya no está y, acto seguido, ocurre lo mismo con mi chaqueta. Se pone detrás de mí y olvido todo lo que sé de él. Apoya las manos en mis caderas con una actitud posesiva, y su boca, esa boca tan deliciosa y a veces también tan brutal, roza el lóbulo de mi oreja.

—Si lo que buscas es dolor y oscuridad, cariño, lo has encontrado.

Me recorre cierto espanto ante la promesa inesperada y pienso en los dos sosteniendo el diario y en las oscuras entradas que contiene, que me intrigan y aterrorizan.

—¿Y qué pasó con eso que me dijiste..., eso sobre no poder soportar esta parte de ti, Chris? —pregunto, y mi voz tiembla al hacerlo.

—¿Qué pasó? Esta noche es lo que pasó —responde, y no detecto ni un atisbo de inseguridad en su voz, sólo frío acero y enfado—, y quiero asegurarme de darte motivos para que te lo pienses dos veces antes de dejar que se repita.

Me sobrevienen emociones encontradas. Anhelo su forma posesiva de ser y a la vez quiero resistirme a ella. De pronto me levanta el vestido hasta la cintura y se me borra cualquier pensamiento anterior. Me ha dejado con el trasero al aire. Oigo cómo se rasgan mis braguitas y después noto varios tirones, cuando me las arranca por completo. Sus manos acarician mis nalgas y la crispada tensión que hay en él es como una ola que me embiste.

Se inclina hacia mí y sus labios rozan mi oreja, un aliento cálido que abanica mi piel, que me promete fantasías deliciosas y prohibidas que sólo Chris puede hacer realidad.

—Voy a azotarte antes de que acabe la noche, Sara.

Sus palabras aterciopeladas y amenazantes me seducen. Apenas puedo respirar, menos aún contestar. Me gira hacia él, colocándome los brazos sobre la cabeza y atrapando mis muñecas con una de sus poderosas manos.

—Pero primero voy a llevarte tantas veces hasta el borde del clímax, sin permitirte ir más allá, que pensarás que te estás volviendo loca, como lo pensé yo cuando no me contestabas al teléfono. —Tira de la cremallera de mi vestido y me lo baja hasta la cintura; me desabrocha el sujetador y empieza a jugar con uno de mis pezones—. ¿Algo que objetar?

—¿Acaso importaría? —susurro, mientras siento olas de placer que recorren mi cuerpo.

—No, salvo que me digas que me detenga. —Se inclina hacia mí y me muerde el labio como hizo la noche anterior, sanando después la zona con su lengua—. Pero si me dices que me detenga, Sara, será mejor que estés completamente convencida de que eso es lo que quieres, porque entonces lo haré. ¿Lo entiendes?

—Chris...

—Contesta, Sara. —Sus dedos se deslizan entre mis piernas, separando la piel que siento arder y dejando mis pezones ansiando más. Tengo la impresión de que me está inculcando que la palabra «detente» es mala.

—Sí —jadeo—. Sí, lo entiendo.

Su pulgar acaricia mi clítoris y desliza dos dedos dentro de mí, llenándome, abriéndome. Gimo de placer, imaginando el momento en que estará dentro de mí.

—Como te corras antes de que yo te lo diga, te azoto ahora mismo.

—¿Cómo? —digo sin aliento—. No puedo...

—Sí que puedes y sí que lo harás.

Sus palabras son tan poderosas como su tacto y por mis entrañas asciende la agridulce sensación del ansiado desahogo.

—¿Por qué tengo la impresión de que disfrutarías mucho con mi fracaso?

—Porque quiero azotarte. —Sus labios rozan los míos, sus dedos me acarician con una precisión lenta y sofocante que me vuelve loca—. Y tú quieres que lo haga.

Quiero que lo haga y no tengo ni idea de por qué, pero la certeza de saber que lo hará es tan intensamente erótica que mi sexo se contrae alrededor de sus dedos. Siento el principio de un orgasmo y la sensación me atrae casi tanto como su mano sobre mi trasero.

De pronto saca los dedos, negándome el placer, y gruño llena de frustración.

—Eres un cabrón, Chris.

—Llámame cabrón todo lo que quieras, pero no te vas a correr hasta que yo te lo diga. —Me acaricia el pezón y le da golpecitos con los dedos—. Voy a soltarte las muñecas, pero te vas a quedar quieta. ¿Entiendes?

Pienso: «¡No! ¡No lo entiendo!» Pero asiento, segura de que hacer lo que me dice es la única forma de lograr la satisfacción que anhelo.

Aparta la mano con la que jugaba con mi pezón y me observa detenidamente, como si me estuviera estudiando, como si estuviera intentando adivinar cuánta fuerza de voluntad tengo. O a lo mejor sólo me tortura con la ausencia de sus manos en mi cuerpo. Estoy a punto de chillar por lo injusto que me parece todo cuando se arrodilla delante de mí y posa las manos sobre mis caderas.

Levanta la mirada y atrapa con ella la mía, y quiero ordenarle que coloque la boca en la zona más íntima de mi cuerpo. Lentamente, baja la boca, pero no hasta el lugar donde ansío que esté, sino hasta mi vientre. El tacto suave de sus labios, seguido por la delicada caricia de su lengua, desata un escalofrío por mi cuerpo y mi vientre tiembla bajo su boca. Nada que haya experimentado antes me llena de expectación y me excita tanto como su carácter: el contraste entre la ternura que muestra a veces y lo duro y dominante que puede llegar a ser otras.

Lentamente, dibuja una senda sobre mi tierna piel con sus labios, su lengua juega con mi ombligo, recorre el hueso de mi cadera, y finalmente merodea por encima de la uve que forman mis piernas.

Respiro fuerte porque intento controlar mis ganas de bajar mis manos hasta su cabeza, y los músculos de mi sexo se contraen tanto que duele.

—¡Chris! —suplico cuando no puedo más.

Recompensa mis ganas lamiendo mi clítoris. «Sí, por favor, más», pienso sin atreverme a decir una sola palabra en voz alta, temiendo que haga justo lo contrario. Gimo y me vuelve a lamer y, cuando por fin su boca recubre mi sexo, la sensación sólo puede describirse como celestial. Me chupa el clítoris, que tengo hinchado, absorbiendo con fuerza mi piel, tan sensible, utilizando la lengua justo en los momentos adecuados, hasta que siento que voy a enloquecer. Me recorren las sensaciones y me abandona mi fuerza de voluntad. Ya no tengo control. Me arrojo hacia el orgasmo e inmediatamente retira la boca, negándome la satisfacción plena, dejándome los músculos agarrotados con una tensión que busca soltarse.

Cierro las rodillas, pero ya se ha puesto en pie, rodeándome la cintura y levantándome del suelo. Me coge en brazos y empieza a caminar hacia el dormitorio. Resuenan sus palabras en mi cabeza: «Como te corras antes de que yo te lo diga, te azoto ahora mismo». Cuando Chris dice algo, lo dice en serio, y mi corazón se acelera ante la inminencia de su castigo.

14

Chris me lleva hasta su dormitorio y descubro que la idea de que me azote me excita mucho más de lo que me asusta. Estoy demasiado perdida en el deseo de adentrarme en este baúl de secretos llamado Chris Merit como para que me importe. Llevo mucho tiempo anhelando poder echar un vistazo al interior de su psique, y pensé que tardaría mucho más en poder hacerlo. Sé que su enfado y su necesidad posesiva de protegerme han abierto las puertas de su lado más oscuro, y me regocijo por mi capacidad de provocar estas cosas en él. No paso por alto cómo nuestra forma de reaccionar el uno frente al otro constituye una prueba más de lo jodidos y dañados que estamos los dos, pero elijo ignorarlo, por ahora.

Me deja en el centro de la habitación con la cama a mis espaldas y el cuarto de baño directamente delante de mí. Me veo reflejada un instante en el espejo. Tengo el vestido abierto por arriba y la parte de abajo subida hasta la cintura. Tengo una pinta rarísima que roza el ridículo y que no me resulta nada sexy.

Al intentar colocarme el vestido, Chris viene a socorrerme. Desliza las tiras de mi sujetador por mis hombros y desprende la tela hacia abajo. El tejido forma un montículo a mis pies, dejándome sin nada, salvo medias y tacones altos.

Doy un paso para librarme del todo de la ropa y Chris me atrapa por la cintura; me encierra con sus fuertes brazos y me fundo con las duras líneas de su cuerpo. Me levanta, aleja mi ropa de una patada y, sin soltarme, posa delicadamente mi espalda sobre el suelo.

Nuestros ojos se encuentran y los mantenemos así, sin apartar la mirada. Es imposible no adivinar un brillo depredador en los suyos, así como no sentir la expectación que se respira en la habitación.

—Te dije que no te corrieras hasta que te diera permiso —murmura con una voz opaca.

Me muerdo el labio inferior, nerviosa.

—Nunca se me ha dado bien obedecer órdenes.

Hay destellos de color ámbar en sus ojos.

—Ya lo sé. Y puede que así lo disfrute más.

Mis dedos se aferran a su camiseta.

—¿Lo dices porque... quieres azotarme? —pregunto, bajando la mirada, avergonzada por mi propia pregunta.

Desliza un dedo bajo mi barbilla, obligándome a mirarle.

—Y tú quieres que lo haga.

—Yo... Yo no sé lo que quiero.

Me da la vuelta de modo que ahora estoy mirando hacia la cama y planta su mano con firmeza sobre mi estómago; siento su enorme erección apretándose contra mi trasero.

—Entonces ha llegado la hora de que lo descubras. —Su voz es un ronroneo seductor y sus labios rozan mi hombro, enviando escalofríos a lo largo de mi espalda—. No te gires.

Siento pánico.

—Pero...

—Lo sabrás antes de que ocurra —promete, y sus manos dibujan un camino que va desde mi cintura hasta mi trasero desnudo, donde me acaricia y me golpea una nalga con suavidad.

Suelto un pequeño chillido ante la sensación inesperada y escucho vibrar detrás de mí el suave temblor de su risa profunda y sexy. Ya no está enfadado, ya no le arrastran las emociones que pensé que dictaban sus acciones y, con todo, sigue empeñado en azotarme. No sé qué pensar de todo esto y estoy demasiado nerviosa y distraída como para intentarlo. Oigo cómo cae su ropa al suelo mientras se desviste e intento predecir todo lo que hace, por miedo a lo inesperado. Sí, me ha dicho que me avisará antes de azotarme, pero, hasta donde yo sé, eso podría ocurrir sólo unos escasos segundos antes de que lo haga. Parece tardar siglos, o a lo mejor es que el tiempo está pasando a cámara lenta. Ya no puedo soportarlo más. Empiezo a darme la vuelta y me atrapa rodeándome la cintura, y siento el latido de su gruesa erección que aprieta contra mi cadera.

—Veo que vamos a tener que trabajar mucho con tus problemas para seguir órdenes —murmura, levantándome sin previo aviso, y colocándome sobre la plataforma que sostiene la cama—. Ahora vas a subirte al centro de la cama y te vas a poner a cuatro patas, Sara. Cuando estés colocada, te voy a azotar seis veces solamente, lo haré rápido y te daré duro, y luego te voy a follar hasta que nos corramos los dos. Cuenta los golpes y sabrás cuándo está a punto de acabar. ¿Lo has entendido?

De pronto entiendo por qué estoy así, accediendo de buena gana a estos azotes. He sentido desde el principio que Chris no es sólo la persona que más me comprende, sino que sólo él es capaz, por la conexión que nos une, de ayudarme a lidiar con el «yo» que he dejado trastabillando en las profundidades de algún compartimento secreto de mi mente. Me está obligando a enfrentarme con ese «yo» y, a la vez, es él quien me proporciona una vía de escape cuando hacerlo se vuelve demasiado abrumador. Esta noche esa vía de escape alcanza nuevas cotas. Me está llevando a un lugar donde el dolor de mi pasado se vuelve dolor en el presente; dolor que experimento aquí y ahora y que se transforma en placer. Eso espero.

—Dime que no, y me detendré —murmura Chris rozando mi oreja con voz suave.

—Sí. —Estoy casi afónica y repito mi respuesta con más fuerza—. Sí. Entiendo qué es lo que va a suceder.

—Dime qué va a suceder, para que sepa que estás segura.

Me mojo los labios.

—Me voy a subir a la cama y me voy a poner a cuatro patas. Me vas a azotar y luego vamos a follar. Tengo que contar hasta seis.

—Súbete a la cama, Sara —ordena después de un silencio, y hay una ternura en su voz que no se había manifestado esta noche hasta ahora.

Lentamente, avanzo en la cama y el colchón se hunde detrás de mí porque él me sigue. Tiene sus manos sobre mi trasero, me acaricia, me toca, me tortura con la anticipación de lo que está a punto de ocurrir. Cuando estoy en el centro de la cama, siento cómo se me dispara la adrenalina, la expectación que me provoca no saber cuándo va a azotarme es casi insoportable. Vuelvo la mirada, buscando una respuesta, y me lo encuentro de rodillas detrás de mí.

—Mira al frente —ordena, y desvío la mirada, pero siento que me inunda el pánico. Las manos de Chris me acarician la cintura y se deslizan por mi trasero. Me acaricia una y otra vez y me resulta insoportable no saber cuándo la delicadeza será sustituida por algo diametralmente opuesto. Tengo que parar esto ahora. Tengo que...

De pronto su mano desciende sobre mi culo; un golpe duro que escuece. Quiero gritar, pero antes de poder hacerlo recibo el siguiente golpe, y luego el siguiente. Sin saber cómo, me acuerdo de contarlos. Tres. Cuatro. Siento el quinto y es mucho más duro, más profundo. Arqueo la espalda por la sensación que me provoca y llega el sexto, con más fuerza todavía. Apenas proceso que los azotes han llegado a su fin cuando Chris me penetra, abriéndome con su enorme miembro. Me embiste con fuerza, hundiéndose en mí sin desperdiciar ni un segundo. Empieza a bombear enseguida, su miembro se clava al entrar y me acaricia al salir, y lo repite una y otra vez.

Siento cada embestida en todo el cuerpo, con mis terminaciones nerviosas vivas como nunca antes lo habían estado. El placer conquista cualquier otra sensación y me aprieto contra él, hasta que me encuentro suspirando y gimiendo sin remedio. El clímax que previamente me había negado está aquí, lo tengo delante, puedo alcanzarlo y no se me escapará.

Me oigo chillar, pero no reconozco el sonido como mío. Yo nunca me expreso así, pero lo estoy haciendo, y ansío llegar, terminar. Siento como si se hubiera incendiado cada músculo de mi cuerpo y mi sexo abraza el de Chris y empieza a vibrar. Varias sacudidas recorren mi cuerpo y una espiral de placer arranca desde mis entrañas y asciende por todo mi ser. Un sonido gutural y grave se escapa de los labios de Chris y se clava en lo más hondo de mí. Siento el calor húmedo de su liberación y la tensión de mis piernas empieza a aflojar. Tengo los brazos débiles de pronto y me apoyo en los codos. Él se echa a un lado y me abraza por detrás, pegando su pecho a mi espalda.

Su pierna se enreda con la mía y me rodea con los brazos. Me siento protegida, siento que le importo y, para mi sorpresa, siento una profunda emoción. Me pican los ojos y se avecina una tormenta en mi interior sobre la que no tengo ningún control. Se me llenan los ojos de lágrimas y el llanto asoma a mi garganta; estoy llorando sin control y me tiembla el cuerpo cargado de emociones.

Avergonzada, intento levantarme, pero Chris me sujeta junto a él, enterrando su rostro en mi nuca.

—No te reprimas, cariño.

Y no lo hago, porque realmente no tengo elección. No sé durante cuánto tiempo lloro, pero, cuando termino, me tapo la cara con las manos, avergonzada por mi falta de control. Chris me acaricia el pelo de esa forma delicada que ahora adoro y me entrega un pañuelo. Me limpio los ojos, pensando que ojalá no tuviera la sensación de tener una pinza de la ropa en la nariz.

Sigo sin mirarle.

—No sé qué es lo que me ha pasado.

Me da la vuelta y pega su frente a la mía.

—Es el subidón de adrenalina —explica, y desliza la almohada bajo nuestras cabezas—. Le pasa a mucha gente.

—Pensé que la idea era obtener placer con el dolor. No desmoronarse.

—Tienes que aprender cuáles son tus puntos calientes y tus límites. —Me coloca el pelo detrás de la oreja—. Sabía que querías probar esto por nuestra conversación sobre la pala rosa; si no, no habría hecho lo que hemos hecho esta noche.

Recuerdo el momento en el que pensé que Chris ya no estaba enfadado y aun así me azotó.

—¿Así que ahora sí que estás dispuesto a explorar intereses más oscuros conmigo? —pregunto.

—Nunca me negué a explorar contigo, Sara. Pero tengo límites bien marcados que no cambiarán.

—¿Y eso qué significa?

—Nada de clubs. Nada de collares. Nada de fustas ni de látigos. Nada de roles de Amo y Sumisa. —Sus ojos resplandecen traviesos—. Siempre y cuando entiendas que yo soy el que manda, claro.

Me río y sé que está intentando mantener un clima distendido. También sé que, hasta cierto punto, está evitando mi pregunta, pero decido dejarle pasar todo menos el tema del control.

—Sólo durante el sexo.

Mueve las cejas.

—Bueno, eso ya lo veremos.

—No.

—Entonces, quizá debería atarte a la cama —sugiere, y tira de mí para acercarme, y no estoy del todo segura de que lo diga en broma.

—Supongo que debería alegrarme de que no se te ocurriera la idea cuando aún estabas enfadado. Dabas bastante miedo.

Su humor da el giro de ciento ochenta grados al que ya me tiene acostumbrada y su voz se vuelve lúgubre.

—Sigo muy cabreado contigo, Sara, pero debes saber que nunca te pondría una mano encima por ningún otro motivo que no fuera darte placer. Eso no quiere decir que no me divirtiera volverte loca como hiciste tú conmigo esta noche. Lo disfruté. No tenías que haber ido a casa de Álvarez sola.

Mis mecanismos de defensa se activan.

—Chris...

Se inclina hacia mí y me besa.

—Es tu trabajo. Lo entiendo. Pero si crees que voy a dejar que eso evite que te proteja, te equivocas. La próxima vez no te dejes el móvil en el abrigo.

Aprieto los labios.

—La próxima vez, no te imagines enseguida lo peor.

—Te refieres al diario.

—Sí —confirmo—. Me dolió que pensaras que te podría mentir.

—Lo siento. Nunca te haría daño a propósito.

Ninguno de los numerosos machos dominantes que he conocido en mi vida pediría disculpas tan rápidamente. Para mí, esto es un síntoma de confianza en sí mismo, no de debilidad.

—No reaccioné así porque no confiara en ti —continúa—. Fue porque me vuelve loco pensar que podrías llegar a juzgarme por las acciones de terceras personas. —Entonces sus ojos se iluminan con ternura—. No tengo que irme hasta mañana por la noche. Ya sé cuál va a ser tu primera reacción, pero escucha mi propuesta. Me gustaría mucho que pudieras arreglarlo para venirte conmigo.

Abro la boca para protestar y me besa, su lengua acaricia la mía de una forma lenta y sensual.

—Escucha mi propuesta —repite.

—Me has convencido.

—¿Para que vengas conmigo?

Sonrío.

—Para que escuche tu propuesta.

—En las actividades que tengo previstas para los próximos días participan algunos peces gordos que sé que harían salivar a Mark si pudiera conseguirlos como clientes. Tú irás en calidad de representante de la galería.

—¿Quién estará?

—María Méndez. Nunca ha mostrado su obra en Allure. Creo que será posible convencerla para que done un cuadro y Riptide podría gestionar la venta. También estará Nicolas Matthews, el flamante quarterback de los New York Jets. Aunque no sea un artista, creo que conseguir una donación para Riptide sería tan sencillo como entregarle un balón y un rotulador para que lo firme.

La posibilidad de realizar este viaje con Chris me entusiasma.

—¿Crees que será suficiente para persuadir a Mark?

—Estoy convencido.

—Parece que lo conoces muy bien...

—Lo conozco mucho más de lo que querría. —Se da la vuelta y se levanta de la cama antes de que pueda indagar más, y atraviesa la habitación luciendo su hermoso cuerpo desnudo. Agarra los pantalones y se los pone, después me muestra su teléfono móvil y lo lanza sobre la cama.

Cojo el teléfono.

—No sé su número.

—Es el cuatro en la marcación rápida.

—¿Tienes puesto su número en marcación rápida?

—El precio de hacer negocios con Mark es que no puedo librarme de él, y ya que es uno de los patrocinadores de mi fundación benéfica, tampoco quiero hacerlo. —Avanza hacia mí, pura elegancia masculina, completamente seguro de sí mismo, y vuelve a tumbarse a mi lado en la cama—. Por si necesitas más motivos para tomarte unos días, mañana voy a reunirme con el detective privado y, si estás libre, podrías venir.

Aprieto el cuatro y le doy a «LLAMAR».

—Merit —masculla Mark al contestar, con tono seco.

—La verdad es que soy yo —murmuro.

—Señorita McMillan. Entonces ya puedo imaginarme por qué no he recibido ninguna llamada suya tras su reunión con Álvarez. Habrá estado muy ocupada.

«Oh, mierda.»

—Me dejé el teléfono en el abrigo, pero de todos modos no fue bien. Ha dicho que no. Dice que hay un motivo que conocen los dos y por eso no quiere tener tratos con usted.

—Entonces, ¿por qué se reunió con usted?

—Para intentar ficharme para que gestione su obra.

Chris levanta una ceja, sorprendido, y asiento con la cabeza para confirmar que fue así. Se rasca la barbilla y noto que lo que acaba de oír no le ha gustado un pelo.

El silencio de Mark me indica lo mismo y parece alargarse una eternidad.

—¿Y usted qué le dijo?

—Le dije que yo no pensaba traicionar la confianza de Allure. Hablando de Allure, ha surgido una oportunidad. —Los nervios me juegan una mala pasada y empiezo una larga perorata sobre el evento y los invitados y Riptide—. Así que podrá entender que...

—Suficiente, señorita McMillan. Dígale a Chris que ha hecho un buen trabajo armándola de motivos para que acceda, pero asegúrese de traerme clientes. —Cuelga sin despedirse y contemplo durante unos segundos el teléfono en mi mano.

Chris ríe y me lo quita.

—Deja de mirarlo como si te fuera a morder. —Tira de mí hasta que quedo debajo de él—. Creo que te debo un orgasmo o dos.

—Seis —le corrijo—. Uno por cada vez que me has azotado.

Hay un destello en sus ojos.

—Cinco. Ya tuviste uno.

Se inclina hacia mí para besarme y aprieto los dedos contra su boca.

—Si cumples, dejaré que me azotes de nuevo.

—Siempre he disfrutado con un buen reto. —Su boca se une a la mía y estoy bastante segura de que, sea cual sea al final el número en cuestión, es imposible que salga perdiendo en este reto.

Tres orgasmos más tarde, me encuentro desnuda cuando Chris me coge de pronto en brazos y me lleva hasta el cuarto de baño para posarme sobre el frío mármol, junto al lavabo. Se dirige al armario de las toallas y estudio el dragón que tiene tatuado, pensando en el adolescente herido y sin rumbo que era cuando se lo hizo. ¿Qué edad tenía cuando se metió en el mundo del BDSM? ¿Y qué es lo que todavía no me cuenta?

—¿Y tú también has reaccionado alguna vez así al subidón de adrenalina? —pregunto, con la esperanza de romper su silencio.

Está a punto de colocar las toallas en la balda de la ducha, pero se queda helado al oírme, y sé que he tocado un asunto delicado.

—No —dice, y termina de poner las toallas, lanzándome una mirada antes de deslizar la mampara—. Ya te lo dije. Yo siempre tengo el control. Acompaño a las personas que quieran subirse a la montaña rusa. Pero yo nunca me subo. —Abre el grifo.

—Pero ¿cómo consigues mantener el control mientras alguien te provoca... dolor? ¿No es eso lo que necesitas? ¿Dolor?

—Necesitaba —me corrige, dando un paso hacia mí y alzándome con sus fuertes brazos del lavabo—. Y nunca había sexo.

—¿Dejabas que alguien te pegara sin más? —exclamo, horrorizada.

—Eso pertenece al pasado —dice, metiéndome en la ducha. El agua, tibia y agradable, cae sobre nosotros y nos envuelve. Me abraza y me contempla desde su portentosa altura—. Si necesito perderme, me perderé en ti. —Sus labios se unen a los míos y su beso está cargado con todo el dolor y los tormentos que nunca me deja ver. Hay en él mucho más dolor del que me hubiera imaginado, y me pregunto qué me queda todavía por descubrir de este hermoso e increíble artista. Me pregunto, también, si alguna vez podré llegar a penetrar realmente en su mundo interior, si alguna vez podré ayudarle a acabar con el dolor que lleva dentro. El miedo a no ser nunca suficiente hace que también me pregunte si me atreveré a amarlo... Pero la verdad es que ya es demasiado tarde. Ya le amo y ansío poder decírselo; que sienta él lo mismo. Pero antes debo confesarle otras cosas, cosas que me provocarán más dolor que el látigo que ha prometido no usar nunca conmigo.

15

No me gustan las flagelaciones en público, pero mis opiniones no importan. Él es mi Amo, y he accedido a hacer lo que él pida. Con todo, es mejor que cuando me comparte. Odio cuando me comparte, y no me importa que diga que lo hace para complacerme. Le complace a él, no a mí, como complace a los muchos ojos que me han observado esta noche. Las flagelaciones parecían no tener fin, yo estaba atada a un poste mientras me rodeaba, sin omitir un solo rincón de mi cuerpo. Cuando terminó, tenía los pezones escocidos, la espalda en carne viva, el trasero enrojecido. Estaba descompuesta. No sé qué tuvo esta noche para que fuera diferente a las otras noches, pero algo hubo. Y él también estaba... diferente.

No lamento que ocurriera. Le contentaba, y después de flagelarme me sedujo con la misma perfección con la que me había castigado. Y mientras escribo esto, siento que le amo más que nunca, pero no puedo evitar pensar cuál es el precio que pagaré por sentirme así. Me ha dejado claro que no hay lugar para estos sentimientos en su vida, y que tampoco puede haberlo, de hecho, en la mía. Cree que el amor complica la vida y hace que las personas reaccionen de manera irracional. Dice que el amor no existe, que sólo existen diferentes grados de lujuria.

Parpadeo, despierta, rememorando la entrada del diario de Rebecca, y la tenue luz de la habitación me aleja de las imágenes tan siniestras y, a la vez, tan provocadoras del texto. El sueño se desvanece, y sonrío al darme cuenta de que Chris me está abrazando. Su cuerpo envuelve el mío, una de sus manos de artista se posa sobre mi hombro, pero, por una vez, no me hace pensar en el talento con el que pinta, sino en sus habilidades para complacerme. La verdad es que una podría acostumbrarse a quedarse dormida, así, después de haber sido saciada del todo, y despertar para encontrarse con que un pedazo de hombre la está abrazando.

—Me gusta tenerte en mi cama. Creo que voy a mantenerte aquí.

Ahora sonrío de oreja a oreja y me giro para mirarle, y encuentro que tiene el pelo despeinado de una forma muy sexy, en parte por mi culpa.

—No creo que el avión nos venga a buscar a la cama.

—Quiero decir siempre. Ven a vivir conmigo, Sara.

Palidezco.

—¿Cómo?

Me acaricia la mejilla.

—Ya me has oído. Ven a vivir conmigo.

—Sólo hace unas semanas que me conoces.

—Te conozco lo suficiente.

Pero no es cierto.

—Antes de estar conmigo ni siquiera estabas dispuesto a compartir tu cama con otras mujeres, ¿y ahora quieres que viva contigo?

—Ellas no eran como tú.

Sus palabras me alientan, me siento tentada a zambullirme en un mar profundo de riesgos con él, y lo haría si no fuera por mi secreto.

—Chris...

—No me contestes ahora. Piénsatelo durante este fin de semana. —Suena su teléfono y se gira para recuperarlo de la mesilla de noche—. Buenos días, Katie.

Me incorporo y me apoyo en el cabecero de la cama al escucharle nombrar a su madrina. Observo cómo agarra el mando a distancia para abrir las persianas eléctricas de la ventana. Lentamente, la preciosa silueta refulgente de la ciudad aparece ante mis ojos, pero no puedo disfrutarla. La cabeza me da vueltas pensando que ya no me queda tiempo. Tengo que contarle todo, pero no estoy preparada.

—Sí, está aquí —dice, contestándole a Katie.

Mi mirada se dirige a Chris.

—Katie dice hola —informa.

—Hola, Katie —exclamo, conmovida de que pregunte por mí y haciendo todo lo posible por sonar alegre cuando la verdad es que estoy hecha añicos.

—Tendré que ver cuál es el horario de Sara para saber cuándo podremos ir —continúa Chris. Estoy entusiasmada de que dé por hecho que estaré a su lado, hasta que oigo lo que dice a continuación—. No volveré a París sin pasar a verte.

«París.» Me parecía imposible que algo pudiese inquietarme todavía más esta mañana, pero esa palabra lo consigue. Todas las suposiciones de que su invitación significaba algo se han resquebrajado. La entrada del diario que recordé al despertar chilla en mi cabeza: «Dice que el amor no existe, que sólo existen diferentes grados de lujuria». No puedo evitar preguntarme si Chris también se siente así. ¿Cómo puede pedirme que viva con él, que cambie toda mi vida, cuando él está a punto de volver a París? ¿Todo para qué? ¿Para disfrutar de unas cuantas semanas de buen sexo? Pensarlo me parte el alma.

Echo a un lado la manta, salgo de la cama y cojo la camiseta de Chris que me puse cuando saqueé la cocina una noche. El olor a hombre y a tierra me enciende por dentro cuando me la pongo. Pero, pensándolo bien, ¿por qué no iba a hacerlo? El sexo es su especialidad.

Atravieso a toda velocidad la habitación y siento cómo los ojos de Chris me siguen. Ojalá no se dé cuenta de que estoy hecha polvo. Segundos antes de que escape, su mano desciende por mi brazo y aprieto los ojos al escuchar lo que dice.

—Deja que te vuelva a llamar, Katie.

Me sitúa frente a él y sufro la desventaja de tener que enfrentarme a su impresionante desnudez.

—Tengo que volver durante los días festivos por mis compromisos con la fundación benéfica —explica, como si yo hubiera hecho alguna pregunta—. Y quiero que me acompañes.

Digo que no con la cabeza, sabiendo que esto implicará cierto dolor.

—Yo...

—Tengo trabajo —dice, completando mi frase—. Lo sé. ¿Tienes tu certificado de nacimiento?

—En mi piso, pero...

—Bien. Pasaremos a recogerlo para que puedas tramitar tu pasaporte hoy mismo.

—No puedo irme sin más.

—En París hay oportunidades increíbles y puedo ayudarte a abrir esas puertas.

—Llevo toda la vida viendo cómo era otra persona la que me conseguía las cosas. No quiero repetir esa situación. No lo haré.

—Te da miedo contar conmigo.

—Me da miedo no poder contar conmigo misma.

Detecto un atisbo de emoción en sus ojos antes de que su mirada se vuelva ilegible. Me suelta el brazo.

—Lo entiendo —afirma con voz monocorde, su mirada impasible.

Creo que le he hecho daño, y la realidad me golpea en la cara. Me he permitido pensar en él como si fuera una especie de demonio, para así evitar los demonios de mi pasado.

Con dos pequeños pasos estoy delante de él, rodeándolo con los brazos y apretando mi mejilla contra su pecho.

—Creo que no te das cuenta de cuánto me importas y de lo fácil que te resultaría hacerme mucho daño. —Levanto la vista para que vea que le estoy diciendo la verdad—. Así que la respuesta es sí; tengo miedo de contar contigo.

La tensión en su cuerpo se reduce y su mirada pierde dureza. Pasa sus manos por mi cabello y su tacto es delicado y amable.

—Entonces pasaremos miedo juntos.

—¿Tú tienes miedo? —pregunto, sorprendida por una confesión así.

—Tú me proporcionas toda la adrenalina que necesito en mi vida, cariño. Muchísimo mejor que el dolor que has reemplazado.

Por primera vez pienso que a lo mejor, sólo a lo mejor, soy todo lo que Chris necesita.

Una hora más tarde estoy de pie en la cocina, frente al fregadero, sorbiendo café mientras Chris habla por teléfono en la otra habitación con uno de los organizadores del acto benéfico. Sigo dándole vueltas a su propuesta de que viva con él. Mi mente me atormenta con una preocupación tras otra. ¿Cómo podré mantener mi trabajo y mi identidad? ¿Acaso necesito mi trabajo para tener mi propia identidad si me aventuro a nuevas posibilidades? ¿Importará algo de esto cuando Chris sepa que le he mentido? ¿Entenderá por qué lo he hecho? ¿Por qué me da tanta vergüenza la verdad? Si alguien puede comprenderlo, creo que es Chris.

—¿Lista para que nos marchemos?

Chris entra en la habitación y sonrío al verle. Lleva puestos unos vaqueros y una camiseta marrón en la que pone Galería Allure, idéntica a la mía, salvo porque es de color rosa. Dos obsequios de Mark, enviados por mensajero.

—Todavía no puedo creerme que te hayas puesto la camiseta.

Se detiene frente a mí y ese olor a tierra, tan deliciosamente Chris, juega con mis sentidos y me provoca un hormigueo en todo el cuerpo.

—Tengo mis discrepancias con Mark, pero ha apoyado mucho el hospital.

Abro la boca para preguntar cuáles fueron las discrepancias, pero me quita la taza y termina su contenido. Esta no es la primera vez que compartimos una taza de café, pero hay una nueva intimidad entre los dos y la percibo en cada parte de mí. Nuestros ojos se encuentran, siento que me humedezco de inmediato y aprieto los muslos.

Chris se acerca y me rodea con un brazo para dejar la taza en el fregadero, luego lleva una mano hasta mi nuca y roza sus labios con los míos. Tiemblo y en sus labios aflora una sonrisa que me indica que se ha dado cuenta.

—Sabes a café y a tentación —murmura—. Si no nos marchamos ahora, no lo haremos nunca. —Estira la espalda, y apruebo la nueva camiseta marrón que se amolda a cada uno de los músculos bien marcados de su torso.

Cuando entramos en el salón, me quedo helada al ver la pila de diarios sobre la mesa.

—¿Qué hacen aquí?

Chris agarra una bolsa de cuero y empieza a introducir los diarios en ella.

—El detective quiere verlos.

—No podemos entregárselos sin más.

—Jacob va a realizar copias y luego los va a guardar.

—¿Te fías de Jacob?

—Completamente. Hice que lo investigaran antes de contratarle para unos trabajos con la fundación benéfica.

—¿Y qué hay de respetar la intimidad de Rebecca?

—Si al final vamos a la policía, lo más seguro es que tengamos que entregar los diarios. Mejor dejar que el detective lo investigue todo completamente.

—¿Cree el detective privado que deberíamos ir a la policía?

—Sólo sé que necesita más información, y espera que los diarios y tus aportaciones, después de estar prácticamente viviendo la vida de Rebecca, puedan ayudar.

Los ojos se me desorbitan. ¿Estoy viviendo la vida de Rebecca? La idea me provoca náuseas. Intentaba encontrarme de nuevo, intentaba crear la vida que quería. ¿Acaso me he perdido en la vida de Rebecca?

Pienso en el hombre que había robado su identidad y observo a Chris, recordando en cómo me ha consumido a mí, y rechazo compararle con el Amo del diario. Chris me ha ayudado a enfrentarme a mí misma. Me está obligando a enfrentarme con mi pasado.

Después de tramitar la solicitud de mi pasaporte, Chris aparca el 911 delante de varias tiendas de moda de renombre a sólo unas manzanas de la galería. Frunzo el ceño.

—¿Dónde está tu banco? —pregunto, pues me ha dicho que es allí adonde nos dirigimos.

—A la vuelta de la esquina. Pensé que primero podríamos ir de compras.

—¿Para qué?

—Necesitas un vestido para el sábado por la noche.

—Ya tengo algo en casa. —Un vestido patético, pero un vestido.

Sus dedos se deslizan por mi pelo y tira de mí para acercarse a mi boca, acariciando mis labios con los suyos.

—Te voy a comprar un vestido. Lo puedes elegir tú o lo elijo yo.

—No necesito...

Me besa y su lengua es un delicado susurro que se retira demasiado pronto.

—Sí que lo necesitas y yo también. —Me suelta y sale del coche, y no creo que esté hablando del vestido.

Para cuando abro la puerta, tengo a Chris al lado, tendiéndome la mano. El momento en que mi palma toca la suya, un pensamiento me recorre con una punzada.

—¿Sabes? —empiezo a decir, de pie delante de él—. No me gusta...

—Gastar dinero —concluye—. Pero a mí me gusta gastarlo por los dos.

—No tienes que gastarte dinero en mí. Te qui... —Me detengo a tiempo, alucinada por la facilidad con que se me ha escapado.

Su mirada se vuelve más perspicaz y da un paso hacia mí, rodeándome por la cintura.

—¿Qué decías, Sara? ¿Te qué? —tantea con suavidad.

Estoy a punto de realizar una confesión que debería hacerse en privado.

—Te quiero... —Me detengo, sin saber qué decir después— contar que me encanta estar contigo.

Sus ojos bailan traviesos y sonríe.

—Te quiero... —Hace la misma pausa que he hecho yo— contar que me encanta estar contigo.

Se me ponen los ojos como platos. ¿Acabamos de confesar nuestro amor? No puede ser.

—¿Te encanta... estar conmigo?

—Mucho —asegura, e introduce sus dedos entre los míos—. Y el sábado por la noche me va a encantar quitarte el vestido que estás a punto de comprarte. Me imagino que hará que supere el trauma de ir vestido de pingüino.

Me río.

—Me muero de ganas de verte vestido de pingüino.

Estoy de buen humor al entrar en la tienda Chanel que adoro, pero que he evitado desde que dependo de mi salario de profesora. Chris me suelta la mano y empiezo a vagar por la tienda. Me llama la atención un vestido largo y entallado verde esmeralda, y avanzo hacia él; el color me recuerda a los ojos de Chris cuando está en ese lugar oscuro y peligroso que ahora vivo anhelando.

Me detengo delante del vestido, admirando el material sedoso, y no puedo evitar alargar la mano para mirar la etiqueta del precio. Su mano rodea la mía.

—Ni se te ocurra mirar eso. —Giro la cabeza para observarle por encima del hombro—. Pruébatelo —ordena.

—Sí, Amo.

Se ríe.

—Ya, como si fueras a permitirme ser tu Amo. —Me quedo boquiabierta ante el mensaje implícito de que a él le gustaría que se lo permitiera; sonríe maliciosamente y luego baja la voz—. No quiero ser tu Amo, Sara. Sólo quiero que hagas lo que yo diga.

Resoplo y agarro el vestido.

—Pues buena suerte con eso. —Mira el vestido y luego me mira a mí, y echo chispas por los ojos—. Me gusta. No me lo pruebo porque me lo hayas dicho tú.

—Claro.

Al alejarme, escojo varios vestidos más antes de dirigirme a los probadores, donde, para mi sorpresa, me encuentro con Ava de pie junto a la entrada. Lleva un vestido azul cielo con un cinturón, y está guapísima.

—¡Sara! —exclama y me abraza—. El mundo es un pañuelo. —Saluda a Chris con la cabeza—. Veo que sabes cuidar bien a una mujer.

Me arde la cara y la mano de Chris resbala por mi espalda, calmando mis malos humos por el comentario.

—Hola, Ava —dice a modo de tenso saludo.

Ella desliza la mano sobre el tejido del vestido verde.

—Oh, este te va a quedar de maravilla. Tengo algo de tiempo. Qué ganas tengo de vértelo puesto.

Chris se gira hacia mí.

—¿Por qué no te dejo comprando y voy un momento al banco? Ahora iré a aumentar el crédito en mi cuenta. Compra lo que quieras. Tenemos toda una hora todavía. El restaurante donde hemos quedado está a unas cuantas manzanas.

Noto cómo Ava nos observa y me incomoda.

—Estaré lista para cuando vuelvas.

Se inclina hacia mí y me susurra al oído.

—Yo siempre estoy listo.

Me muerdo el labio para evitar reírme.

—Sí. Lo sé.

Juega con un mechón de mi cabello y, aunque su rostro es impenetrable cuando le dice adiós a Ava, tengo la clara impresión de que no se alegra de que esté aquí.

Unos minutos más tarde cruzo una estancia hasta una sala diáfana donde Ava está reclinada con una copa de champán.

—Te queda espectacular —exclama, refiriéndose al vestido esmeralda.

—Me gusta —admito, acercándome a un espejo triple—. Normalmente los vestidos no me gustan tanto vérmelos puestos como cuando los veo en la percha, pero en este caso sí me gusta.

—Bueno, pues entonces hay algo que celebrar. —Llama a una de las dependientas—. Tráigale una copa a Sara. Estamos celebrando un vestido perfecto. —Le da unas palmaditas al sofá de terciopelo azul donde está sentada—. Siéntate conmigo. Me muero de ganas de que me cuentes lo tuyo con Chris.

No hay forma de escapar de su curiosidad. Suspiro para mis adentros y me siento en el lugar que me ha indicado.

—Vamos a una gala en Los Ángeles y necesito un vestido.

—Interesante —comenta, frunciendo los labios de una forma que, por ser ella, resulta hermosa. Si lo hiciera yo, sería una mueca rarísima.

—¿Y eso qué significa?

—En todos los años que llevo viendo a ese hombre entrar y salir de mi cafetería, no lo he visto nunca con una mujer. Me figuré que tendría alguna amante en París.

Pienso inmediatamente en la tatuadora, y la verdad es que hubiera sido preferible pegarme un puñetazo en el pecho.

—Ay, corazón mío —susurra Ava, posando su mano en mi pierna—. Te he hecho sentir mal. No quería decir que piense que tiene a otra. Sólo que creo que un hombre así debe tener a muchas mujeres haciendo cola en su puerta.

—¿Haciendo cola? ¿Muchas mujeres?

—¡Sara! —exclama Ava—. ¡No tiene a muchas mujeres! Estás coladita por Chris, ¿a que sí?

—Yo... —asiento con la cabeza—. Sí. Supongo que lo estoy.

Sonríe.

—Es un partidazo, corazón. Deberías estar contenta, no paranoica. Te mira como si fueras el tesoro más grande de la isla.

—¿No me habías dicho que me miraba como si fuera a comerme? —pregunto, recordando el día en que Chris y yo estuvimos en su cafetería.

—Eso también. Eso también. —Suena su móvil y pone mala cara—. Mi ex. Grrrr. No lo soporto. Pero tengo que contestar o llamará veinte veces. —Se pone de pie y camina hasta el otro lado de la sala.

Aparece la dependienta con una copa de champán.

—Esto es para usted —me informa, entregándome una nota.

Arrugo el ceño, la abro y me encuentro con la letra de Chris: «HE PUESTO CINCO MIL EN MI CUENTA. GÁSTATELO, O LO HARÉ YO».

—¿Le traigo algo más para que se pruebe? —pregunta la mujer, y detecto por su entusiasmo que trabaja a comisión. También estoy segura de que Chris habla en serio y creo que tenemos que sentarnos a hablar sobre el dinero.

—Sí, por favor —accedo, por ahora, y le suelto una lista de prendas mientras el tema del dinero pierde protagonismo frente al tema de París, y qué, o más bien quién puede estar esperando a Chris a su vuelta. «Te dijo que fueras con él», me recuerda una voz en mi cabeza.

—¡Eres el mayor imbécil que he conocido! —oigo proferir a Ava un momento antes de colgar.

—¿Todo bien? —pregunto a su regreso.

—Intenta hacerse con la mitad de la cafetería.

—Vaya, ¿te estás divorciando ahora? Pensé que te referías a él como tu ex porque ya lo era.

—Llevamos separados dos años. Ha evitado firmar los papeles y el año pasado empezó a dejarse ver con una modelo para ponerme celosa. No le funcionó. Es un imbécil, un osito de gominola sabría más que él sobre ser un buen amante.

Me atraganto con un sorbo de champán.

—¿Un osito de gominola?

Sonríe.

—Prefiero a hombres que sepan mandar, él nunca podrá hacerlo.

—Bueno, pues con Mark tienes material para rato.

Ava se acaba el champán y desvía la mirada, y estoy segura de haber tocado un tema delicado.

—Sí, bueno, Mark es la clase de hombre que te tantea para ver qué tal y luego pasa a la siguiente.

—Tú y él habéis...

—¿Follado hasta no poder más? Sí, pero era muy consciente de qué iba la cosa. Él es la clase de hombre que te dura toda la noche, no toda la vida.

—Así que... ¿eras asidua a su club?

Tuerce los labios, con más desdén que placer.

—Así que sabes lo del club.

—Sí. Lo sé.

—¿Eres socia?

—No. Eso no es para mí.

—¿No?

—Ni de lejos —digo rotundamente.

—Supongo que eso explica por qué Chris lleva tiempo sin venir.

¿Acaso ha visto a Chris en el club? Sí, claro. Lo ha dejado clarísimo. ¿Han estado juntos? Desecho la idea por ridícula. No. Claro que no. Chris me lo habría dicho. Y con lo que le gusta el chismorreo a Ava, seguro que me lo acabaría contando.

Aparece la dependienta cargada con un montón de ropa, y acudo velozmente a un probador y cierro la puerta. Ava empieza a hablarme de no sé qué tienda de lencería que tengo que visitar, pero apenas oigo la mitad de lo que me cuenta. Hago memoria y recuerdo la vez que me dijo que quería probar a Chris, o algún comentario por el estilo. No estoy celosa, pero el comentario continúa atentando contra mis nervios por razones que no termino de entender. No es lógico; no ha hecho más que repetir una y otra vez lo loco que está Chris por mí. Pero, pese a todo, hay algo en Ava que me tiene con la mosca detrás de la oreja.

Para cuando me estoy acabando de probar los últimos artículos, un par de vaqueros azules y un vestido tank naranja chillón, he conseguido charlar con Ava y me hace tantos cumplidos sobre la ropa y mi estilo que la verdad es que no sé por qué estoy tan tensa con ella.

Abro la puerta del probador para descubrir que Chris ha vuelto. Ava está sentada mirando hacia él, con la falda muy subida, revelando sus hermosas piernas. Él ya no lleva la chaqueta puesta, está cruzado de brazos y sus impresionantes bíceps estiran el tatuaje. Me está observando fijamente, pero no puedo mirarle a la cara. Me incomoda saber que los dos pertenecen a un club que nunca formará parte de mi mundo. Un club que Chris ha hecho que sea parte del suyo.

—¡Oh, me encanta ese tank! —exclama Ava, poniéndose en pie para inspeccionarme. En sus ojos animados ya no queda rastro de la admiración por Chris que, sospecho, expresaban hace apenas unos instantes—. Tienes que llevártelo.

No sé cómo consigo asentir, aunque el gesto queda forzado.

—Sí. Me gusta. —Mi mirada vuela hasta Chris—. Me cambio y nos vamos. —Retrocedo, me meto en el probador y cierro la puerta. Apoyo la espalda contra ella y cierro los ojos, haciendo lo posible por calmar los nervios que me comprimen el estómago y por alejar todas las suposiciones fatalistas que recorren mi mente. Debo salir de aquí sin perder la compostura.

Suelto un grito ahogado cuando la puerta me empuja la espalda.

—¡Está ocupado!

—Desde luego que lo está. —Chris fuerza la puerta y se mete en el probador—. Por nosotros.

—¿Estás loco? Esto es el probador de mujeres.

—El probador de mi mujer. —Me acorrala contra la pared y lleva una mano hasta mi mejilla y con la otra me rodea la cintura. Esos ojos demasiado perspicaces se clavan en mí, y no puedo evitar sentirme afectada por él y por la afirmación de que soy su mujer.

—Háblame —ordena, con rostro impasible.

Me tiene arrinconada, no hay más que decir.

16

Intento empujar a Chris, pero este hombre es un muro. Tozudo, sexy y varonil.

—¿Por qué haces esto? —gruño, exasperada.

—¿Por qué hago qué?

—Esto. Obligarme a hablar cuando no quiero hablar.

—Porque me importas.

—¿Ah, sí? —replico, antes de poder evitarlo.

—Te pedí que vinieras a vivir conmigo, Sara. Eso debería contestar a esta pregunta. —Me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja y apenas puedo evitar temblar. He perdido la cuenta de los momentos en que he pensado que tiene demasiado poder sobre mí. Momentos como ahora, cuando me siento insegura y...

—¿Qué pasa? —indaga, firme.

—No puedo hablar de esto aquí. Alguien podría oírnos.

—Les he dicho a todos que se marchen.

Me quedo boquiabierta.

—¿Cómo? ¿Así, sin más? Les has dicho que se marchen.

—Sí —declara secamente.

Estoy atrapada. No voy a poder salir de aquí sin tener esta conversación. Bajo la mirada, cerrando los puños sobre su pecho y, maldita sea, es un pecho soberbio, y huele tan bien... Me pregunto si Ava sabe lo bien que huele.

—Sara.

Mi mirada regresa a la suya.

—Ojalá me hubieras dicho que Ava era socia del club de Mark. Fue raro enterarme por ella —confieso.

—Te lo habría dicho si lo hubiera sabido.

—¿No lo sabías?

—Nunca digo nada si no lo pienso de verdad.

Tiene razón; no lo hace. Me gusta eso de él, sobre todo cuando quiero obtener respuestas.

—Ella sabe que tú eres socio.

Frunce el ceño.

—¿Qué? Eso no tiene sentido. Esa información está protegida y no se puede consultar.

Sacudo la cabeza, confundida e inquieta por su respuesta.

—Entonces, ¿cómo lo sabe?

—Buena pregunta, y quiero que me la respondan. Los socios pagan un buen dinero por proteger su intimidad.

—Ella no fue una de las mujeres que tú...

—Claro que no. Yo elegía entre los ficheros del club, y tenía muchísimo cuidado.

¿Es esto lo que he notado en Ava? ¿Es esto lo que me resulta tan molesto?

—Llevabais máscaras, ¿no? No podría ser que...

—Sara. No era Ava.

—¿Así que conocías los nombres de las mujeres que elegías? —Mueve la mandíbula y leo la respuesta en su mirada. Mi estómago decide darse otra vuelta en la montaña rusa—. Puede que tú y ella...

—No —sentencia—. Ya te lo he dicho. No estuve con Ava.

Alargo el brazo y recorro sus tatuajes de colores.

—Tus tatuajes son difíciles de confundir o de olvidar.

Envuelve mi mano con la suya y me atrapa con una mirada.

—Lo sabría, Sara. Lo notaría cuando estuviera cerca de ella.

Siento una presión en el pecho, ahora hay otra cosa de la conversación con Ava que me molesta.

—Cuando dije que yo no era socia del club y que no quería serlo, sugirió que tú lo dejaste por mí.

—Y ya estás preocupada por si echo de menos ese mundo. No lo echaré de menos, Sara. No lo necesito. Y me gustaría saber cuáles eran sus intenciones para hacerte pensar eso.

—No creo que tuviera ninguna intención. Creo que pensaba que era una prueba de que te importo, de que podrías llegar a dejarlo por mí. No creo que supiera que para mí era un tema delicado. He reaccionado exageradamente. Lo siento.

—Prefiero que reacciones así a que no me lo digas, Sara. —Chris cierra su mano sobre la curva de mi trasero y me aprieta contra él—. Tú eres un tema delicado para mí. —Agachándose, me hace cosquillas en el cuello con su nariz, siento el calor de su aliento—. Eso lo sabes, ¿no?

—Mmmmm —murmuro, sin poder luchar contra el deseo que me provoca su forma de tentarme—. Puedes recordármelo tantas veces como quieras.

Su lengua juega con el lóbulo de mi oreja.

—¿Qué tal si te lo recuerdo ahora? ¿Has tenido alguna vez un orgasmo en un probador? —susurra.

—¿Qué? —exclamo—. No. —Su mirada está llena de traviesa determinación—. Y no. No podemos.

Tira de mi top hacia arriba y me lo quita tan rápido que me resulta imposible detenerle. En cuanto vuelvo a tener los brazos libres, intento frenarle.

—Chris...

Su boca cubre la mía, un caramelo fogoso y dulce que utiliza para distraerme mientras me desabrocha el sujetador. Y cuando masajea mis pechos con la palma de sus manos, pellizcándome los pezones, apenas puedo reprimir un gemido que seguro que no pasa desapercibido.

Chris busca con sus manos el botón de mis vaqueros.

—Detente —mascullo con un hilo de voz—. Dijiste que me harías caso si te decía «detente».

Su risa, grave y profunda, me atraviesa, llenándome de tensión.

—Eso era anoche. Nuevo día. Nuevas reglas.

—Pero...

Me besa de nuevo, ofreciéndome el aperitivo de su lengua.

—No vas a irte de este probador hasta que tengas una sonrisa en la cara. —Se arrodilla y aprieta la boca contra mi estómago como hizo la noche anterior, y el efecto me abrasa. Sé hacia dónde se dirige esa boca y, mientras mi mente cree que el sitio donde estamos es un problema, mi cuerpo no ve problema alguno con el sitio donde está él.

Su lengua, llena de talento, se sumerge en mi ombligo y tiemblo. Sonríe, apretándose contra mi piel, y me lanza una mirada calenturienta.

—Veo que esto te gusta.

—Y veo que tú puedes ser muy abrumador. —Y juguetón, y oscuro y, en ese sentido, una mezcla de todas esas cosas opuestas que me excitan como una loca.

Desabrocha mi pantalón vaquero y me baja la cremallera.

—Tengo la intención de ser eso y mucho más antes de que nos marchemos. —Cuela sus dedos dentro del pantalón y me lo baja.

Lo agarro para intentar evitarlo, pero es demasiado tarde.

—No tenemos tiempo para esto.

—Y por eso tienes que darte prisa y quitarte la ropa. Venga. —Señala con un gesto mis pantalones y hago lo que dice, porque tenerlos así, por los tobillos, me parece ridículo.

—No hay tiempo...

Sus dedos apartan mis braguitas y se deslizan sobre la piel sensible que hay debajo.

—Chris, no...

—Chris, sí —replica, levantándome una pierna hasta su hombro.

—Chris...

Su boca desciende sobre mí.

—¡Oh! —suspiro, y dejo caer la cabeza hacia atrás a medida que empieza a lamer y a explorar. No tiene piedad en sus incursiones; su pulgar juega con mi clítoris mientras su lengua entra y sale, pasa por encima y lo rodea. Sus dedos se abren paso, me aprietan por dentro y recorren el dulce pasillo. El aire que exhalo raspa mi garganta seca, mis manos bajan hasta su cabeza y, por una vez, me deja tocarle. Esto me complace y resulta tan erótico como la combinación mágica de sus dedos y su lengua, que me acarician y me vuelven loca.

La sangre ruge en mis oídos y lo olvido todo menos cada punto que toca, el punto que sigue al anterior. Cada lugar que toca se convierte en un foco de placer. El tiempo deja de existir y el probador se desvanece. Empiezo a sentir que algo se contrae en mi estómago y viaja velozmente más abajo. En la lejanía me oigo a mí misma jadear. Suaves gemidos que escapan de mi garganta, que no puedo reprimir ni sé por qué debería hacerlo. Chris me acaricia el clítoris justo en el lugar adecuado y mis dedos se agarran a su pelo. Ahí, sí. Quédate ahí. El calor irradia desde ese punto de placer, extendiéndose como un incendio por mis piernas. Me arqueo hacia él y bombeo las caderas contra su mano, a punto de gritar en busca de ese punto que queda fuera de mi alcance. Mi cuerpo se encoge y mi corazón parece detenerse un instante. De pronto siento que me desmayo y el primer espasmo sacude mi cuerpo. El placer me recorre con tanta profundidad que lo siento en los huesos.

Vuelvo a tener los dos pies en el suelo y me flojean las piernas. Chris sube deslizándose por mi cuerpo y me besa. Siento el sabor salado de su lengua en la mía.

—Nota tu sabor en mí. El sabor que indica que me perteneces. No lo olvides.

Salimos de la tienda quince minutos después, cargando más bolsas de las que me gustaría. Al abandonar el probador no había ni rastro de Ava, lo cual agradecí. Poco importa el ligero escozor que siento en el clítoris y que me recuerda que Chris tiene tanto talento con la lengua como con el pincel; mi malestar con Ava continúa siendo bastante intenso.

Para cuando aparcamos delante del restaurante, sigo sin saber por qué me siento así. No es que no me fíe de Chris. Pero hay una zona gris en mi mente que no consigo sortear, y me fastidia.

Dentro del restaurante, que es una franquicia de esas que sirven de todo, me obligo a olvidar a Ava. Rebecca es quien importa y tengo el corazón en ascuas sólo de pensar qué cosas podría contarnos el detective privado.

La camarera nos indica que la sigamos. Chris alarga el brazo y me separa los dedos para introducir los suyos entre ellos.

—Relájate, cariño.

Es increíble cómo sabe detectar cuáles son mis estados de ánimo.

—Sólo quiero saber que está bien y me pone paranoica pensar lo contrario.

—Lo sé —asegura—. A mí también.

Al llegar a la mesa nos saludan dos hombres y me encuentro de pronto sitiada por testosterona. Son apuestos, están en forma. Llevan vaqueros y camisetas en las que se lee «SEGURIDAD WALKER». Ambos se ponen de pie para recibirnos.

—Blake Walker —dice uno de ellos, tendiéndome la mano. Tiene el pelo largo y moreno, atado en una coleta en la nuca; sus ojos son marrones y tienen una expresión inteligente y profunda, como de haber visto cosas horribles.

—Kelvin Jackson —dice el otro, que tiene el pelo rubio, un poco rizado y ojos azules fieros—. Llevo la oficina de San Francisco.

Blake ríe.

—Cuando tengamos las oficinas. De momento, hasta que nos terminen el edificio, trabaja desde casa, de ahí que nos reunamos en este sitio. Me alegraré de volver a Nueva York y de salir de su salón.

Frunzo el ceño. Me preocupa que no estén muy instalados aquí, y Chris parece leerme los pensamientos cuando nos sentamos.

—Seguridad Walker no es sólo una de las mejores empresas que hay, sino que, además, Kelvin trabajó para el FBI en San Francisco.

—Era del Departamento de Alcohol, Tabaco, Armas y Explosivos —añade el aludido—. Mi hermano Luke forma parte de la unidad SEAL. Mi hermano Royce estaba antes en el FBI. La lista sigue. —Le lanza a Chris una mirada rápida—. Por cierto, tu hombre nos trajo los diarios.

Estoy impresionada y más tranquila. Chris se reclina en su asiento y pasa el brazo por detrás de mi silla.

—Jacob es un buen hombre.

—Lo he notado —comenta Kelvin—. Necesito un hombre como él.

—Las manos quietas —advierte Chris—. Me gusta más mi edificio sabiendo que él trabaja allí.

Kelvin parece recoger el guante.

—Que él te haya impresionado sólo aumenta mis ganas de contratarle.

—¿Habéis descubierto algo sobre Rebecca? —interrumpo, ansiosa por saber qué es lo que tienen que contarnos.

Aparece la camarera y echa por tierra mi oportunidad de recibir una respuesta inmediata. Chris consulta el menú.

—Será mejor que pidamos. Vamos a ir muy justos para llegar al aeropuerto.

Me esfuerzo por echar un vistazo a la carta y pido mi primera opción en todas partes: pasta. Los tres hombres piden hamburguesas.

Cuando se retira la camarera, Blake reanuda la conversación.

—Hemos localizado al misterioso nuevo novio de Rebecca en Nueva York. Asegura que hicieron un viaje por el Caribe y que después iban a ir a Grecia, pero que ella cambió de opinión y quiso volver a casa antes de lo previsto. Hemos comprobado su historia. Partió con él y volvió sola.

Un escalofrío gélido me recorre la espalda.

—¿Regresó aquí?

Kelvin asiente, convencido.

—Hace seis semanas.

Vuelvo a sentir náuseas.

—Nunca sacó sus cosas del guardamuebles. Nunca volvió al trabajo. Entonces, ¿dónde está?

—No lo sabemos —confirma Kelvin—, y no hay nada que parezca indicar que se marchó utilizando algún medio de transporte público.

—También hemos comprobado las empresas de alquiler de coches y no hemos obtenido nada —añade Blake, untando de mantequilla un trozo de pan—. Y no existe ningún coche a su nombre que podamos rastrear.

Me aplasta una sensación de culpabilidad. Tuve el presentimiento de que Rebecca estaba en peligro. Tenía que haber confiado en mis instintos y haber presionado mucho antes para obtener respuestas.

—Entonces, ¿cuál es el siguiente paso? —pregunto, y no puedo evitar el tono urgente de mi voz—. ¿La policía?

Blake suspira con pesar.

—Es complicado. Tenemos bastante para justificar una denuncia por una persona desaparecida, pero al no tratarse de una menor de edad, tiene todo el derecho de hacer lo que quiera.

—Y le dijo a todo el mundo que se marchaba —comento.

Blake asiente.

—Exacto. Es difícil que le hagan mucho caso a este tipo de denuncias.

Kelvin aparta los cubiertos que tiene delante, saca una carpeta y la coloca sobre la mesa.

—Tampoco queremos que la policía se ponga a hacer preguntas que lleven a alguien a ocultar pruebas que nos podrían resultar muy valiosas.

¿Pruebas? Me incorporo en mi asiento. Salta a la vista que estos hombres se plantean la posibilidad de un crimen.

—Creemos que denunciar su desaparición no es una buena idea, por lo menos no de momento.

—Puedes fiarte de estos tíos, cariño —me asegura Chris, su dedo acariciándome delicadamente el hombro—. Saben lo que hacen.

—Y me fío —le aseguro, dirigiéndome también a toda la mesa—, y comprendo que lo mejor es no denunciar. Lo que pasa es que no me gusta el cariz que está tomando este asunto. Me asusta pensar en lo que podría haberle pasado a Rebecca.

Blake aprieta los labios.

—Créeme, no nos gusta a ninguno.

—Hablando del papel que desempeña Sara en todo esto —dice Chris—, ¿hay alguna novedad respecto al incidente del trastero?

Kelvin abre la carpeta.

—Tuvimos suerte y pudimos hacernos con una grabación muy interesante de unas cámaras de seguridad de un negocio cercano. —Saca una fotografía, colocándola en el centro de la mesa—. Este tipo entró en el edificio después de Sara y salió unos diez minutos después de que ella se marchara.

Tomo aire.

—Ese es el empleado de la empresa de guardamuebles que me daba mala espina.

—No trabaja para la empresa de guardamuebles —me informa Kelvin—. Es un detective de los bajos fondos llamado Greg Garrison. Alguien lo contrató para encontrar los diarios.

—¿Quién? —pregunta Chris, cortante.

—Dice que no lo sabe —contesta Blake—. Le pagaron por transferencia y le enviaron instrucciones por correo electrónico desde un lugar imposible de localizar.

Me abrazo y tiemblo. Tenía razón. No estaba sola en la oscuridad.

Chris me coge de la mano y aprieta.

—¿Estás bien?

—Lo estoy —contesto apesadumbrada—. Pero no sé si Rebecca lo está. —Alterno la mirada entre Kelvin y Blake—. No hay nombres en los diarios. Los he leído todos.

—Pero alguien los quiere lo suficiente como para contratar a Greg —dice Blake—. Eso quiere decir que necesitamos saber por qué y utilizar todos los medios a nuestro alcance para intentar encontrar cualquier detalle que, a lo mejor, se nos está escapando a todos.

—Exacto —coincide Kelvin—. Y no debemos obviar la posibilidad de que haya más diarios. Nos gustaría registrar el guardamuebles.

—Os daremos la combinación antes de irnos —dice Chris.

Mis peores temores sobre Rebecca están empezando a echar raíces. Quiero que estos hombres hagan todo lo que sea necesario para encontrarla.

Kelvin vuelve a introducir la foto en la carpeta.

—Sé cómo trabaja Greg. Si fue él quien apagó las luces, me imagino que fue con la intención de reemplazar vuestro candado por otro que sólo él pueda abrir. ¿Habéis vuelto desde entonces?

Digo que no con la cabeza; llega nuestra comida.

—Y si realmente lo ha reemplazado, ¿qué hacemos? —pregunto cuando la camarera se ha marchado.

—Si ese es el caso, lo cortaremos y lo sustituiremos por otro —contesta Kelvin, metiéndose una patata frita en la boca.

Chris ignora el plato que tiene delante, parece tan angustiado como yo.

—¿Hasta qué punto debería estar preocupado por la seguridad de Sara? —pregunta.

He perdido por completo el apetito. No voy a comer ahora, ni hablar. Ni siquiera me apetecía al principio.

Blake suspira, y me doy cuenta por su expresión tensa de que no me va a gustar su respuesta.

—Yo no me pondría paranoico, pero, por otro lado, alguien está lo bastante desesperado como para contratar a Greg para que encuentre los diarios. A eso añádele que no hay rastro de Rebecca... Yo me andaría con ojo.

—No hagas más preguntas sobre Rebecca —añade Kelvin—. Deja que las hagamos nosotros.

Chris me lanza una mirada.

—¿Lo has oído? Deja que hagan ellos las preguntas.

—Yo puedo enterarme de ciertas cosas que ellos no —protesto, acordándome de mi charla con Ralph—. Una de las comerciales de la galería odia a Rebecca.

Esto nos lleva a hablar de todos los empleados mientras terminamos de almorzar. Para cuando salimos del restaurante, estoy ansiosa por abandonar la ciudad y poder pasar unos cuantos días sin tener que mirar por encima del hombro.

17

Chris y yo regresamos un momento a su piso para meter unas cuantas cosas más en las maletas, entre ellas mi vestido. Jacob ya había devuelto los diarios y convencí a Chris para que nos los lleváramos. Si los lee él quizá descubra alguna pista que yo haya pasado por alto.

En el 911 no caben bien las maletas de los dos, así que llamamos a un taxi privado. Una vez dentro, las novedades sobre Rebecca hacen que me preocupe de nuevo por Ella, y trato de llamarla otra vez. Tras varios intentos, abandono.

—Estará bien —me asegura Chris, dándome un apretón en la pierna—. Está de luna de miel en París.

Consigo sonreír a duras penas.

—Lo sé.

—Lo que pasa es que no lo sabes. Te noto la preocupación en la cara. —Desengancha el teléfono de su cinturón y pulsa un solo número.

—Blake. Sí, hola, ¿tenéis a alguien más que pueda comprobar una cosilla para mí?

Me quedo corta si digo que lo que está haciendo Chris por mí me emociona. Me acuerdo de la primera vez que me dijo que lo que hacía era protegerme, fue durante la cata de vinos. Yo le repliqué que no necesitaba su protección. Me repito a mí misma que ahora tampoco lo necesito, pero la verdad es que me gusta tener a alguien que me proteja. Puede que me guste demasiado, considerando lo insegura que me siento respecto a nuestra relación.

—Una amiga de Sara se fue de luna de miel y su teléfono no funciona —continúa Chris—. Todo este asunto de Rebecca hace que se tema lo peor. ¿Puedes comprobar las aerolíneas y asegurarte de que cogió el vuelo y averiguar cuándo se supone que vuelve? —Se aleja el teléfono de la boca—. ¿Cómo se apellida y cuándo se fue?

Tras mirar el calendario de mi teléfono, le facilito los datos que me ha pedido. Él se los transmite a Blake y cuelga.

—Tendremos buenas noticias para cuando aterricemos.

Siento que desaparece un poco la tensión de mi cuerpo.

—Gracias, Chris.

Me besa.

—Lo que sea con tal de evitar que te preocupes.

Me relajo en sus brazos y, durante el corto trayecto en coche, me permito abandonarme a la idea de que sea mi Príncipe Oscuro, sin preocuparme de qué nos depara el futuro.

Casi dos horas después del almuerzo con los detectives, Chris y yo embarcamos en el avión. Nos detenemos en los asientos de primera clase que él ha comprado para los dos y no puedo evitar pensar en todo el dinero que se ha gastado en mí hoy.

Me invita con un gesto a sentarme junto a la ventanilla.

—Yo ya he disfrutado muchas veces de las vistas. Tú no has viajado tanto.