Diario 8, entrada 1

VIERNES, 27 de abril de 2012

Me rodeó la oscuridad, una total ausencia de luz que me dejó temblando por dentro. No. No era la oscuridad la que me hacía temblar. Era él. Podía sentirlo, aunque no podía verlo. Oh, sí, podía sentirlo. En cada poro de mi cuerpo, en cada una de mis terminaciones nerviosas, lo sentía. Me acechaba. Me reclamaba, a pesar de no haberme tocado todavía. Estaba completamente a su merced, desnuda y de rodillas, en el centro de una gruesa alfombra de lana. Tenía los muslos atados con fuerza a las pantorrillas y, a su vez, más ataduras me envolvían el pecho y me oprimían los brazos detrás de la espalda. Dolía de un modo agridulce, excitante, y, a pesar de sentirme expuesta y vulnerable, he llegado a entender que esas cosas me excitan de un modo que no creía posible. La verdad es que no tenía lógica que me diera miedo el lugar al que pudiera llevarme después y que, a la vez, temblara de excitación. Y tuve miedo, allí, arrodillada en la oscuridad. Miedo de lo poco que podía controlar las respuestas de mi propio cuerpo, de lo mucho que él me controlaba cuando yo era incapaz de hacerlo. De hasta qué punto necesitaba que me controlara. No reconozco, ahora, mientras escribo esto, esa parte de mí, pero cuando estoy con él me convierto en lo que él quiere que sea. Me convierto en su esclava sumisa, aunque he llegado a comprender que soy sólo una ficha dentro del tablero de su juego. No me ha prometido nada, salvo poseerme. Nunca me pertenecerá como yo le pertenezco. Nunca le controlaré como él me controla. Me ciño a sus reglas y nunca sé cuándo cambiarán, o qué o quién formará parte del nuevo juego en el que se convierte cada uno de nuestros encuentros. Y anoche, cuando un foco se posó sobre mi cuerpo de repente, iluminándome sólo a mí; cuando él emergió de la oscuridad dando un paso y se plantó ante mí, fue la visión del hombre que estaba a su lado la que me sacudió entera. Son dos hombres; a uno de los dos lo desprecio, y él lo sabe, y, aun así, ha invitado a esta persona a compartirme con él. Quise protestar. Debía haber protestado. Pero allí, en esa habitación, yo no era Rebecca. Era sólo suya. A veces, bajo la luz del amanecer, cuando él no puede tocarme, cuando estamos separados, pienso que lo único que quiero es ser yo, volver a ser Rebecca. Aunque ya no sé bien quién es esa persona. Ya no estoy segura de saberlo. ¿Quién es Rebecca Mason?

1

Me estoy ahogando en un túnel de completa y absoluta oscuridad, provocado por el repentino corte de luz en el guardamuebles de alquiler donde he estado rebuscando con la esperanza de hallar alguna pista sobre el paradero de Rebecca. Es como si me encontrara en medio de una horrible película de terror, la clase de peli que odio ver, y de pronto me veo como la chica que toma todas las decisiones erróneas y termina ensangrentada y fiambre. Yo, Sara McMillan, soy una persona lógica, y me digo a mí misma que debo superar este miedo irracional. Esto no es más que otro apagón, uno de tantos ocurridos en San Francisco en los últimos meses, y sólo debería preocuparme por el ratón que corretea junto a mis pies.

Pero, con todo, ¿no es exactamente eso lo que suele pensar también la chica que muere en la peli de terror? Sólo es un apagón. Sólo es un ratón. He sido una tonta por venir aquí sola, así, de noche, y siempre hago lo posible por no hacer tonterías. Sabía por un encuentro anterior que el encargado de este sitio daba repelús, pero me dije que no debía preocuparme por él. Lo que ocurre es que estaba terriblemente desesperada por sentir que estaba haciendo algo por encontrar a Rebecca, y desesperada por dejar de darle vueltas al silencio de Chris desde nuestros mensajes de esta mañana, cuando le confesé que le echaba de menos. Temo que su marcha de la ciudad para acudir a un acto benéfico le haya servido para decidir que no me echa de menos. Después de todo, se había atrevido a revelarme sus secretos más oscuros la noche anterior y yo había hecho exactamente lo que él me dijo que haría, lo que yo había jurado que no haría: provocar que se marchara. «Corriendo», musito mentalmente, recordando las palabras que Chris había usado en más de una ocasión para predecir mi comportamiento.

Otro sonido, como un chasquido, invade el inquietante silencio y ya es oficial, estoy más frenética por esto que por el silencio de Chris. Mi mente se esfuerza por identificar qué es lo que suena, sin éxito. Oh, sí, desde luego, soy una completa estúpida por venir aquí sola. Y, aunque me gusta pensar que no suelo comportarme como estúpida, esta noche es la prueba de que cuando lo hago me luzco.

No me atrevo a moverme, menos aún a respirar, pero sigo oyendo el roce de unos pantalones, y sé que son los míos. Me mando a mí misma callar, pero no funciona. Tengo el pecho comprimido, y ahora me cuesta llenar los pulmones de aire. Necesito aire. Necesito aire de forma desesperada. Estoy hiperventilando, creo. Sí. Eso es. Recuerdo haber sentido esta misma sensación, como de estar fuera de mi propio cuerpo, cuando el médico salió de la habitación de mi madre en el hospital, hace cinco años, y me dijo que estaba muerta. Aunque soy muy consciente de lo que me está pasando, sigo con las malditas inspiraciones cortas que delatarán, seguro, mi posición exacta. No entiendo cómo puedo saber qué es lo que me ocurre y aun así no ser capaz de controlarlo.

Resulta que estoy de pie y no recuerdo haberme puesto en pie. Se me caen papeles de las manos que no recuerdo haber cogido. Hierve en mí una sensación de pánico que me implora que grite y corra. Tan verdadera y real es esta «reacción de lucha o huida» que doy un paso al frente, pero otro chasquido me deja petrificada en el sitio. Lanzo una mirada desesperada hacia la puerta, donde no veo más que oscuridad. Nada salvo este profundo, oscuro agujero que amenaza con devorarme. Otro chasquido: «Chas». ¿Qué se oye? También me llega el sonido de otra cosa —alguien que arrastra los pies, creo— y parece que se aproxima a la puerta. Me recorre la adrenalina, y no pienso de forma consciente, me limito actuar.

Echo a correr y atravieso la habitación dirigiéndome hacia un lugar que creo libre de obstáculos. ¡La puerta, la puerta, la puerta! Necesito la puerta. ¿Dónde está la maldita puerta? Mis dedos no encuentran más que vacío y más vacío hasta que, por fin, choco contra el frío acero y me recorre una ola de alivio a la vez que cierro de un portazo. Coloco las dos palmas de las manos sobre la superficie de la puerta. ¿Y ahora qué? ¡¿Ahora qué?! Cierra con llave. Pero no puedo. Me asalta entonces la realidad de la situación; la puerta se cierra desde fuera y —oh, Dios— quienquiera que esté al otro lado podría dejarme encerrada. Pero... ¿y si la presencia que sentí en el pasillo ha logrado colarse dentro, antes de que cerrara?

Me giro de golpe ante este pensamiento espantoso y hago lo posible por fundirme con la puerta. Recuerdo que tengo el teléfono en el bolsillo de la chaqueta y palpo dentro de él para buscarlo. No veo nada. Está claro que no puedo pensar con claridad. ¿Cómo es que no había reparado en el teléfono hasta ahora? Lo sostengo, pero se me escurre y cae al suelo. Desquiciada, me arrodillo y lo busco a tientas, aliviada cuando mi mano envuelve al fin el delgado plástico, pero todos mis esfuerzos por desbloquearlo son en vano.

Me incorporo a toda velocidad, temerosa de que me rajen en pedazos hasta morir mientras intento marcar —pero esta vez nada va a impedir que escape—. Puede que correr sea también una decisión estúpida, pero llegados a este punto no correr también parece rematadamente estúpido. Le doy un tirón a la puerta y me recibe más oscuridad, pero no me importa. Corro mientras rezo para no chocar con quienquiera que está aquí dentro, conmigo, o para no tropezar con mis propios pies en el agujero negro en que se ha convertido todo lo que me rodea. Sólo quiero salir. Salir. Salir. Salir. No puedo pensar en nada más. Es lo que me empuja en línea recta hacia la salida. Soy una explosión de miedo y adrenalina que ha disuelto la lógica que me dominaba hace unos momentos.

Mis ojos buscan la salida, la luz, pero la puerta exterior que antes estaba abierta ya no lo está, y me empotro contra ella con una inercia que me sacude los dientes. El ferruginoso sabor de la sangre aflora en los puntos de mi lengua donde clavo los dientes, pero no dejo que amedrente mi determinación por salir de aquí sana y salva. Busco el pomo de la puerta y suelto un suspiro de alivio cuando se abre.

Medio segundo después estoy ya fuera del edificio, la luz tenue de las farolas y el frío aire nocturno de San Francisco constituyen una dulce huida de la angustiosa oscuridad mientras corro hacia el coche. Mis músculos se tensan y me arden porque temo que haya alguien detrás de mí, pero no me atrevo a malgastar unos valiosos segundos para averiguar si estoy o no en lo cierto. La delicada piel de la palma de mi mano está dañada por culpa de mis llaves; me he clavado el metal por apretar tanto, y me esfuerzo por encontrar el mando del coche para desbloquear la puerta. El tiempo parece detenerse mientras lucho de nuevo contra el impulso de darme la vuelta y, en vez de hacerlo, tiro de la puerta para que se abra.

Segura de que alguien está a punto de agarrarme por detrás, me meto de un salto en el coche y cierro la puerta, refugiándome dentro. Aprieto el botón y bloqueo las puertas. Turbada, miro por la ventanilla y no veo a nadie, pero estoy segura de que en cualquier momento oiré cómo se rompe alguno de los cristales. Me tiemblan tanto las manos que me tengo que sujetar una con la otra para introducir la llave en el contacto. En cuanto entra, arranco el motor y acelero marcha atrás. Los neumáticos chirrían y tengo el corazón a punto de estallar. Meto la primera marcha y piso de golpe el freno, se me dobla el cuerpo hacia delante y choco con el volante. El sonido de mi fuerte respiración llena el silencio espeluznante del coche mientras fijo la mirada en la puerta abierta sin ver nada particularmente temible. Sólo ocurre que está... allí. Y yo estoy aquí y no parece haber nadie más.

No importa. Cuanto más tiempo paso aquí, más expuesta me siento, más vulnerable, como una presa. Piso el acelerador. Necesito salir de este aparcamiento y necesito hacerlo ahora.

Apenas he alcanzado la calle lateral que da a la autopista, las manos aferradas al volante, cuando caigo en la cuenta: he dejado el trastero sin cerrar. Lo he dejado abierto y me alejo a toda prisa. Pego un volantazo y me meto en una gasolinera junto al edificio. Me quedo en silencio, sentada sin hacer nada. Quizá pasa un minuto, o dos, o diez. No puedo estar segura. No soy capaz de formular pensamientos coherentes. Apoyo la cabeza en el volante e intento centrarme. El trastero. Los secretos de Rebecca, su vida. Su muerte. Levanto la vista de golpe. No. No está muerta. No está muerta... Y, pese a todo, algo en mi estómago me dice que dentro de ese trastero se esconde un secreto sobre ella que alguien no quiere que sea descubierto, ni por mí ni por ninguna otra persona.

—Tengo que regresar y cerrar el trastero con llave —me susurro. Podría llamar a la policía para que me acompañara. No me van a detener por tenerle miedo a la oscuridad. Puede que se rían, puede que se enfaden, pero esta vez voy a ser lista, voy a actuar sobre seguro.

Suena mi móvil en el asiento del copiloto y me sobresalto, no recuerdo haberlo dejado allí. Me llevo la mano al pecho.

—Santo cielo —murmuro, recriminándome—. Cálmate, Sara.

Miro el número: «Chris». Me quema el pecho de la emoción. Hay tanto entre nosotros sin resolver, tantas razones por las que no nos convenimos el uno al otro. Y aun así, a pesar de esto o quizá por esto mismo, nunca he necesitado oír la voz de alguien tanto como necesito oír la suya ahora.

—Sara —murmura cuando descuelgo, y mi nombre es un suave carraspeo de sedosa perfección masculina que me recorre por dentro, y que se acomoda en un profundo hueco de mi alma que sólo él parece poder llenar.

—Chris —contesto, y se me quiebra la voz al pronunciar su nombre porque, maldita sea, estoy a punto de llorar. ¿Cómo he pasado de vivir estos últimos años sin que me afecte lo que suceda a mi alrededor a todo lo contrario, en tan sólo unas semanas?—. Ojalá... ojalá estuvieras aquí.

—Estoy aquí, cariño —masculla, y creo oír, así lo espero, una pequeña punzada de su propia emoción agazapada entre sus palabras—. Estoy en la puerta de tu casa. Ábreme.

Parpadeo confundida.

—Pensaba que estabas en Los Ángeles por lo del acto benéfico.

—Lo estaba, y tengo que regresar en un avión mañana por la mañana, pero tenía que verte. Abre y déjame entrar.

Estoy anonadada. Llevo todo el día preocupada por su silencio. Temía que me hubiera cerrado la puerta, como hice yo anoche con él.

—¿Has vuelto a casa sólo para verme?

—Sí. Vine sólo para verte —contesta, y parece dudar—. ¿Es que vas a dejarme aquí fuera?

En mi interior entra de nuevo en erupción ese sentimiento que hago todo lo posible por no sentir, y el ardor de mis ojos amenaza con convertirse en lágrimas. Vino a verme. Desde otra ciudad. Hasta tuvo que coger un avión. Vino, incluso después de cómo reaccioné a su confesión, anoche, en el club.

—No estoy en casa —susurro, y apenas se oye mi voz—. No estoy y quiero estar. ¿Puedes venir aquí, por favor?

—¿Dónde es aquí? —me pregunta, y su voz transmite la urgencia que yo siento.

—A unas cuantas manzanas. En una tienda Stop N Buy cerca del sitio que te conté, donde hay una empresa de guardamuebles. —No consigo pronunciar el nombre de Rebecca y no sé por qué.

—Voy ahora mismo.

Abro la boca para darle más indicaciones, pero la línea se corta.

2

Salto del coche en cuanto veo el Porsche de Chris entrar al aparcamiento. El escalofrío que me recorre al salir no tiene nada que ver con el frío aire que llega del océano cercano y mucho que ver, en cambio, con lo que ocurrió hace un rato en el trastero. Me abrigo con los brazos mientras observo su coche aproximarse a mi Ford Focus plateado, y el corazón me late fuerte en el pecho. De pronto me siento nerviosa e insegura, y odio esta parte de mí de la que no puedo huir. ¿Y si he malinterpretado su visita y está aquí para ponerle fin a lo que tenemos? ¿Y si mi reacción a su gran revelación, anoche en el club de Mark, ha terminado por convencerle de lo que ya me ha dicho varias veces, que yo no pertenezco a ese mundo, a su mundo?

El 911 se desliza con elegancia y aparca en la plaza contigua, y hago lo posible por no pensar que se trata del mismo coche que conduce mi padre. Mi padre es la última persona en la que debería estar pensando, pero me ronda por la cabeza desde hace unas semanas y no sé por qué. Estoy como desorientada, con la cabeza ahogada en preocupaciones, sacudida por los eventos de la noche y mi miedo a lo que ocurrirá con Chris.

Lo veo salir del coche, y la sola imagen de su figura, tan alta junto al Porsche, vuelve a acelerarme el pulso. Rodea el vehículo por detrás y así, con sus vaqueros negros, sus botas de motero, su chaqueta de cuero y su pelo largo y rubio, tiene un aspecto curtido y sexy y tan rudamente varonil... Su zancada emula mi propia urgencia, y me lanzo hacia él.

Los escasos pasos que nos separan parecen una eternidad hasta que, por fin, estoy entre sus brazos, envuelta en el cobijo de su abrazo, su potente cuerpo absorbiendo el mío. La batalla de anoche ha desaparecido como si nunca hubiera existido. Me fundo con sus facciones duras, deslizo mis manos bajo su chaqueta de cuero e inhalo el aroma a sándalo y almizcle que es tan y tan maravillosamente Chris.

Con un movimiento grácil me lleva a un lateral del coche, donde la pared nos oculta de la vista de la gente que entra y sale de la tienda.

—Cuéntame, cariño —me ordena, mientras me estudia bajo el halo tenue, apenas perceptible, de lo que parecen las luces de posición del Porsche—. ¿Estás bien?

Mis ojos se encuentran con los suyos, y aunque nos envuelve la profunda neblina de las sombras, puedo sentir la conexión que nos une, el profundo alcance de sus sentimientos por mí. Chris tiene muchas capas y no voy a mentir diciendo que las comprendo todas, pero le importo y quiero que vea lo que ayer no conseguí mostrarle. Quiero entenderle porque lo quiero tal como es, a pesar de que hay cosas de él que me superan.

—Sí —susurro—, ahora que estás aquí, estoy bien.

Apenas he pronunciado las palabras cuando su boca cubre la mía y puedo sentir en mi lengua el sabor de su apremio, de su miedo, en el que reconozco el mío; miedo a que, después de nuestra visita al club de Mark, nunca volviéramos a estar aquí, así. Arqueo mi cuerpo hacia él, bebiéndome su pasión, consumida instantánea, voluntariamente por todo lo que él representa y por lo que podría ser para mí. La simiente de algo oscuro que se originó en el trastero, o quizás anoche en el club, intenta aflorar, algo que mi mente se niega a aceptar. Desesperada por escapar de aquello a lo que no quiero enfrentarme, hago lo que nunca me atrevo a hacer; me dejo llevar por el momento. Puedo sentir cómo me voy hundiendo en la pasión, perdida en manos del calor que enciende la parte inferior de mi vientre; el deseo que se extiende, etéreo y ardiente, entre mis muslos. No hay otra cosa que la lengua de Chris rozando la mía, su sabor, el olor de su cuerpo, la sensación de sus manos posesivas que me moldean contra su cuerpo. Necesito esto. Lo necesito a él.

Meto las manos debajo de su camiseta, asimilando la cálida sensación de piel tersa que recubre unos músculos duros, me aprieto contra él. Un sonido bronco de deseo retumba en su pecho y me deleito en su placer, en su deseo por mí, en la forma que tienen sus manos de bajar por mi espalda, de recorrerme el culo, antes de atraerme hacia él con fuerza para apretarme contra su paquete. Le lamo la boca mientras siento su gruesa erección contra mi estómago, y algo estalla en mi interior. No me importa dónde estoy. No sé dónde estoy. Sólo quiero a Chris. No puedo dejar de tocarlo, de saborearlo. Estamos el uno encima del otro y estoy perdida. Y, con todo, no basta para mantener a raya la simiente oscura. Necesito algo... más. Necesito...

—Sara.

Jadeo cuando Chris separa su boca de la mía y mi nombre es una ráfaga de calor y deseo arrancada de su garganta. No tengo ni idea de cuánto tiempo ha pasado, tengo la espalda apoyada contra la pared y no recuerdo cómo he llegado hasta aquí, ni me importa. Intento besarlo de nuevo. Sus dedos se hunden en mi pelo e impiden que me acerque, su respiración está tan acelerada como la mía.

—Tenemos que parar antes de que consiga que nos detengan a los dos —exhala—. Y ahora no haría falta demasiado para que me arriesgara, sólo por poder estar dentro de ti.

«Sí. Por favor», imploro en mi interior. Chris dentro de mí, llenándome. Lo ansío más que la siguiente bocanada de aire. Alzo la vista y parpadeo, deslumbrada pero no confundida por lo que quiero, que es a él. Ahora. Aquí. Pero el ruido de un motor y la risa de un niño me aturden de pronto y me paralizan la columna. Me sobrevienen todos los acontecimientos de la última hora, que se apelotonan y forman un nudo en mi estómago. Me asquea que haya olvidado dónde estoy y la urgencia de tener que salvaguardar las cosas de Rebecca.

Paso la mano sobre la agradable calidez del pecho de Chris.

—He olvidado qué hora es —exclamo sin aliento. ¿Cómo puedo estar así, de pie junto a él, sin que apriete mis caderas contra las suyas, con un movimiento que promete la clase de dulce evasión que sé que puede darme? Intento rescatar pensamientos lúcidos de la niebla de la lujuria—. He olvidado cerrar el candado del trastero. Tengo que regresar antes de que cierren el edificio y no puedo. —Quiero contarle todo lo que ha ocurrido. Él es la única persona con la que puedo hablar de mis temores respecto a Rebecca, pero algo dentro de mí me dice que alucinará y me hará demasiadas preguntas y no tengo tiempo. Tengo que llegar al trastero pronto—. ¿Puedes seguirme? Tengo que darme prisa. —No espero a que responda. Me deslizo por la pared para escapar e intento sortearle, sin éxito.

Apoya la mano en la pared, junto a mi cabeza, cerrándome el paso.

—¿Qué necesitas del trastero de Rebecca a estas horas de la noche? —pregunta, y su forma de colocar la mandíbula subraya ese gesto tozudo que empieza a resultarme familiar y, a pesar de su significado, una parte de mí se regocija porque comienzo a conocerlo.

Rozo con la mano su barba rubia de tres días, la responsable de la deliciosa irritación de mi mejilla.

—¿Puedo explicártelo por el camino, por favor, Chris? De verdad, no quiero que me cierren el edificio.

Su aguda mirada corta la oscuridad y, maldita sea, estaba en lo cierto con mi suposición. Es de acero, permanece inmóvil. No está dispuesto a dejarme escapar sin una explicación.

—¿Hay algo que no me hayas contado, Sara?

—Por si no te lo han dicho nunca, puedes ser muy controlador. Te lo diré por el camino.

—Dímelo ahora.

—Van a cerrar.

No se mueve. Bien. Claro que no. Chris siempre tiene el control. No siempre, dice una voz en mi cabeza, y me acuerdo de cuando me ofreció su camisa para que no me sintiera insegura por estar desnuda cuando él seguía vestido. Con gestos sutiles, pero importantes, comparte el poder conmigo.

—Pasé por aquí a ver si podía encontrar algo más que me indicara cómo contactar con Rebecca. —Mi intención es dejarlo ahí, pero me mira fijamente y mi tendencia al parloteo nervioso encuentra el semáforo en verde—. No me di cuenta de qué hora era y de pronto se cortó la luz y no se veía nada. Sentí que me ahogaba y no podía ver nada y me asusté. Escuché unos chasquidos muy raros y tuve la sensación de que no estaba sola.

—¿Qué quieres decir con que tuviste la sensación de que no estabas sola?

—Lo sé y punto, sé que no estaba sola. Había alguien más en el edificio. Sentí que me estaban persiguiendo. No sabía si esconderme o salir corriendo y no podía ver el maldito teléfono para marcar. Al final corrí y cuando llegué al coche conduje hasta aquí. Por eso dejé el trastero sin cerrar. Acababa de aparcar el coche cuando llamaste.

Me mira fijamente durante otro momento cargado de intensidad y después se separa de la pared impulsándose con el brazo, maldice en voz baja y reposa las manos en las caderas, bajo la chaqueta de cuero.

—Para empezar, ¿qué coño hacías tú en el trastero de noche, si puede saberse?

Me exalto, a la defensiva, sobre todo porque sé que no es lo más inteligente que he hecho. La estupidez propia no es una cosa fácil de digerir.

—No utilices ese lenguaje conmigo, Chris.

—No tomes decisiones que te pongan en peligro y no lo haré.

Se me está hinchando la vena.

—Sé cuidar de mí misma. Llevo años haciéndolo.

—¿Así es como definirías lo de esta noche? —pregunta, y su enfado se palpa en el ambiente, chisporrotea como el zumbido de la electricidad—. ¿Eso es cuidarse? Porque, si es así, me estás acojonando, Sara. Te dije que le encargaría a alguien investigar el paradero de Rebecca y eso significa que tú dejas el jodido asunto en paz.

Ya no es que esté a la defensiva; estoy cabreada. No necesito que otro hombre me diga que no sé cuidarme. Me tiro a la yugular.

—Ya hemos hablado de esto, Chris. Que me folles no te da derecho a decirme cómo vivir mi vida.

Mueve la mandíbula, y aunque las sombras ocultan el verde de sus ojos, estoy bastante segura de que deben de estar ardiendo de ira.

—¿Volvemos a estar con esas, Sara? ¿Que yo te estoy follando? ¿A eso nos condujo lo de anoche? ¿Es por eso que no podías quitarme las manos de encima en el aparcamiento? Porque si lo que quieres es que te folle, te follaré hasta que seas incapaz de recordar tu nombre y no puedas olvidar el mío.

Me sofoco porque sé hasta qué punto es capaz de cumplir lo que dice. Pero sus palabras parecen dar a entender que no me encuentro en ese punto; no sabe que ya nunca olvidaré su nombre y, es más, que no quiero intentarlo. Abro la boca para verbalizar lo que pienso, pero no me da la oportunidad de hacerlo.

—Decídete ahora, Sara —exige—. Si estoy contigo más allá de unos cuantos polvos, desde luego que voy a hacer todo lo que pueda para protegerte y tú vas a tener que aceptarlo sin rechistar.

Mi estado de ánimo se invierte de inmediato con su ultimátum. Ya me encuentro en territorio de viejos fantasmas y de pronto puedo saborear el veneno del pasado en cada palabra que mascullo:

—¿Quieres protegerme o quieres controlarme?

Espero a que reaccione, a que intente aplastar mis palabras, a que exija lo que sea que él considere su derecho. Una parte de mí quiere que se imponga ante este desafío. Otra teme que lo haga. Pero, por lo menos, si lo hace sé cómo lidiar con ello.

Pero se trata de Chris, y él nunca reacciona como creo, tampoco ahora. Se limita a mirarme fijamente, su rostro indescifrable, su mandíbula fija en una posición que le endurece las facciones.

Pasan los segundos, largos y tensos, hasta que introduce su mano en la chaqueta y extrae las llaves del bolsillo interior.

—Vayamos a cerrar el maldito trastero.

Se gira y siento cómo se me encoge el estómago. No quiero discutir con él. Y, de todos modos, me doy cuenta de que no es con Chris con quien me enfrento. Me enfrento a mi pasado, y me niego a permitir que mis viejos fantasmas se interpongan entre nosotros.

Doy una zancada y me coloco entre el coche y él, la mano sobre el pecho. No me toca. Me mira desde arriba y no detecto en él ninguna emoción. A este Chris ya lo conozco; es el mismo Chris que vi en la bodega, cuando le entregaron algo que pertenecía a su padre, cuando selló herméticamente sus emociones, y no estoy dispuesta a dejar que lo haga ahora de nuevo. No conmigo. No por haber permitido que un maldito fantasma del pasado se interponga.

La emoción me araña el pecho y mi malhumor se disipa.

—Lo siento. —Respiro profundamente y voy en busca de su mirada. Me aterroriza este hombre que, ni siquiera sin intentarlo, tiene más poder sobre mí del que haya tenido nadie antes, pero procuro recordar que el hecho de que viniera aquí, esta noche, ha sido su pipa de la paz, su acto de vulnerabilidad—. Necesitaba que estuvieras aquí y, no sé cómo, resulta que estás, y eso significa para mí más de lo que te puedas imaginar. No sé cómo he podido cagarla tanto, Chris. Por favor, no dejes que estropee esto también, como anoche.

Durante un instante se muestra tenso, no cede, me observa con una mirada que soy incapaz de leer, pero, de pronto, sus dedos, sus manos rodean mi cuello de esa forma que me es tan familiar y tira de mí hasta colocar mi boca a escasos centímetros de la suya.

—No estoy seguro de saber distinguir entre proteger y controlar. Es mejor que lo sepas.

Aparentemente, su advertencia es de macho alfa, pero sé que en ella hay algo más. No es de piedra y granito, por lo menos no lo es conmigo, y como tantas cosas de Chris, esto me dice mucho.

—Siempre y cuando tú sepas que te avisaré si te pasas un pelo.

Roza mis labios con los suyos, suaves pero en cierto modo posesivos.

—Tengo ganas de que lo hagas —me asegura, mostrándose lo menos dispuesto posible a reclamar mi parte del control. El suave tono áspero, seductoramente prometedor de su voz desciende como un escalofrío por mi espalda y crepita en cada terminación de mi cuerpo. Como me ocurre tantas veces con Chris, presiento que hay un significado oculto más allá de las palabras, que se revelará con el tiempo, y quiero entenderlo, y entenderle a él.

Se inclina hacia atrás, me mira fijamente, y algo cambia entre nosotros y crece. Algo que no sé nombrar, pero mi sexo se contrae y, sea lo que sea, lo codicio de una forma profunda, dolorosa. Algo que todavía tengo que descubrir sobre mí misma y que sé que Chris puede enseñarme. Y sé que a su lado estoy dispuesta a ir a lugares a los que no iría con nadie más. No. Es algo más profundo que la predisposición. Es una necesidad física.

3

En vez de utilizar el aparcamiento, Chris aparca el 911 delante del edificio, justo enfrente de la puerta.

—Iré a cerrar —dice mientras pone el coche en punto muerto y enciende las luces de posición—. ¿Cuál es el número del trastero? ¿Necesito alguna llave?

—Uno-doce, y es un candado con combinación que he dejado colgado y sin cerrar en la puerta —contesto mientras poso la vista en la empresa de guardamuebles. Parece que somos los únicos, ya que todo sigue a oscuras. Chris da un paso hacia el edificio y lo agarro por el brazo—. Fíjate, la puerta está abierta.

—¿No era esa la idea? ¿Que llegáramos a tiempo de poder cerrar con llave el trastero?

—Sí —contesto, tras echarle un vistazo al reloj del salpicadero—, pero hace ya media hora que deberían haber cerrado. No debería estar abierta. —Vuelvo a mirar hacia la puerta, hacia el agujero negro que dibuja. Recuerdo lo asfixiante que fue estar allí dentro, y tiemblo y cruzo los brazos, segura de que alguien más había estado conmigo.

—Cariño, ¿qué pasa? —tantea Chris, dirigiéndome suavemente la barbilla para buscar mi mirada—. ¿Qué es lo que te estás callando?

Revivo en mi mente el momento en el que al fin salí por la puerta como una exhalación hacia la libertad y se me hace de nuevo un nudo en la garganta.

—Cuando entré, esa puerta estaba abierta, y cuando salí corriendo del edificio, estaba cerrada. Alguien me encerró a propósito. —Le lanzo una mirada—. Y antes de que digas nada te pido, por favor, que no me sermonees. Ya sé que fui estúpida por venir aquí sola, de noche. Créeme, Chris, lo sé. Ya lo he pagado de sobra con todo el miedo que pasé en ese sitio.

Los ojos se le enternecen de inmediato y me acaricia el pelo con la mano.

—Ya lo sé, cariño. Y te aseguro que voy a hablar con la oficina central sobre la falta de seguridad. Son responsables de la seguridad de todos los que se encuentren en sus instalaciones.

—El tío que trabaja aquí da miedo, Chris. No creo que les preocupe mucho el tema de la seguridad.

Frunce el ceño.

—Maldita sea, Sara, joder, dices eso, pero no dudas en venir aquí a estas horas, de noche y sola.

Hago una mueca.

—Ya estás hablando mal, otra vez.

—Y tú no paras de darme motivos para que me pregunte en qué estabas pensando.

—La mujer que trabaja por las mañanas en el McDonald’s de al lado del colegio también da mal rollo, pero no he dejado de ir allí a la hora del café.

—Salirte por la tangente no te va a servir de nada conmigo, Sara, salvo para conseguir que te reserve un poco más de la ira que guardo para cuando lleguemos a casa.

«A casa.» Las palabras reverberan en mi interior, porque sé que con Chris no hay nada que no sea intencionado. Se me acelera el pulso con la intimidad implícita en las tres sílabas y... con lo bien que me siento al oírlas.

—¿Ira? —pregunto—. ¿Qué significa eso, exactamente?

Inclina un poco la cabeza y su voz se vuelve peligrosamente tensa.

—Usa tu imaginación. O, quizá, deberíamos usar la mía. Salvo que ahora te asuste.

Me pone a prueba, de nuevo; está recordándome lo del club de anoche, se está asegurando de que no haya olvidado a la mujer que vi atar y azotar; de que no haya olvidado tampoco que confesó haber infligido dolor y también haberlo recibido. Levanto la barbilla, desafiante.

—No tengo miedo. No de ti. No... contigo.

Me escruta con la mirada y sé que está sopesando cuánta verdad hay en mi afirmación.

—Eso ya me lo has dicho antes.

—Y no ha cambiado nada.

—¿No?

—Bueno, quizá sí. Ahora ya sé cuáles son los secretos oscuros que dijiste que me harían salir corriendo, y aquí estoy.

—Sí que saliste corriendo y, cariño, sólo crees saber cuáles son mis secretos oscuros.

—Muéstramelos. —Me falta el aliento.

—Mostrártelos. —No se trata de una pregunta. Su mirada desciende hasta mi boca y de pronto me doy cuenta de lo deliciosamente brutal que puede ser, cuando añade—: Tendrás que pagar un precio por no cuidar de ti misma, como afirmas hacer. —Sus ojos se elevan hacia los míos y allí, en lo profundo, resplandece una llama traviesa—. Tendré que castigarte.

Pongo mala cara por su alusión a que no sé cuidar de mí misma.

—No te hagas el listillo. Sé cuidarme sola.

—Ya veo, ya —dice, haciendo un mohín. Le brillan los ojos, y su mal genio ha mejorado en apenas un instante, como suele suceder—. Sólo estoy mirando por los dos. Te necesito vivita y coleando si voy a follarte hasta que no puedas olvidarte de mi nombre.

Siento cómo me sube el calor por dentro y aprovecho la oportunidad para decir lo que antes me callé:

—Eso ya lo has hecho, pero si quieres conseguir matrícula de honor, tú mismo.

—Tus deseos son órdenes —asegura.

—No sé por qué, pero dudo que lo consigas.

—No lo dudes, cariño —masculla, y las risas entre los dos se desvanecen al mirarnos el uno al otro con una promesa de placer erótico y oscuro, y de mucho más, incluso.

Se me tensa el pecho y le toco la mejilla.

—Estoy muy contenta de que estés aquí.

Recorre mi labio inferior con la yema del pulgar y me besa. Su lengua apenas me toca y me deja ávida por sentir el sabor de su deseo, y del mío.

—Déjame ir a cerrar para que podamos largarnos de aquí.

Le agarro la mano cuando intenta moverse.

—No vas a poder ver nada ahí dentro.

—Tengo una linterna en el maletero.

—¿Y si la persona que estaba dentro, conmigo, sigue allí?

—Si intentan algo raro, le daré con la linterna —dice, y mueve las cejas—. Soy bastante bueno defendiéndome, sobre todo cuando tengo cosas mejores que hacer —sonríe—. Como estar contigo. —Ha salido del coche antes de que pueda detenerlo y no puedo soportar la idea de verlo adentrándose en el agujero negro. Salgo, también, y nos encontramos frente al maletero.

—Pero...

—Mejor te guardas las órdenes para un momento más interesante, Chris. No me voy a quedar sola en el coche. ¿Es que no has visto Viernes trece? Michael acuchilla a la chica en el coche.

—Michael es de Halloween. El de Viernes trece es Jason.

—Me da lo mismo. El caso es que acuchilla a la chica en el coche. No pienso quedarme aquí sola.

Cierra el maletero de golpe, y ahora sostiene una larga linterna plateada.

—¿Así que crees que adentrarte en un trastero oscuro con un tío y una linterna es más seguro?

—Me quedo contigo, Chris.

—Sara...

Parpadean unas luces a nuestras espaldas y los dos nos giramos para ver llegar una furgoneta.

—Parece alguien de mantenimiento.

La furgoneta aparca a nuestro lado y el sonido de unos pasos sobre la grava dirige mis ojos hacia un hombre que, vestido con un mono de trabajo naranja, llega del edificio contiguo al de enfrente.

—¿Es el tipo ese que no te gustaba? —pregunta Chris.

Digo que no con la cabeza.

—No. No es él. —Este hombre le saca más de veinte años y, aunque parece enfadado, no rezuma mal rollo. Miro a Chris—. Supongo que tendría que haber empezado por ir directamente a la oficina. —Me empieza a carcomer la duda. ¿Acaso he creado yo misma esta situación de peligro? ¿La he convertido en algo que no tenía por qué ser?

Chris tira de mí para darme la vuelta y ahora nos miramos el uno al otro. Deslizo los brazos bajo su chaqueta. Su cuerpo está caliente y el viento es frío.

—No hagas lo que estás haciendo —ordena.

—¿Qué estoy haciendo?

—Si sentiste que estabas en peligro, si alguna vez sientes que estás en peligro, no ignores esa sensación.

—¿Y si es un corte de luz normal?

—¿Cómo definirías normal? —pregunta.

—No lo sé. No se trata de un apagón en toda la ciudad, como supuse al principio. Es sólo que... No sé qué pensar.

—Lo averiguaremos juntos. —Sus dedos me marcan las caderas como si fueran hierros al rojo vivo, y su forma tan posesiva de moldear mi piel hace que crea en sus palabras.

—¿Puedo ayudarles en algo?

Nos giramos y allí está el hombre del mono naranja, detrás de nosotros, y no puedo creerme lo rápido que ha llegado, o quizá lo que ocurre es que el tiempo pasa muy deprisa cuando Chris me tiene entre sus brazos. Confirmo que es así cuando me suelta, y deseo que no lo hubiera hecho.

Levanta la linterna para mostrársela al hombre.

—Se cortó la luz antes de que pudiéramos cerrar el trastero. Sólo queremos dejarlo cerrado y luego nos vamos.

El hombre se rasca la barbilla.

—No sabía que hubiera alguien dentro cuando se fue la luz. Entré para comprobar que no había nadie que necesitara ayuda.

—Yo estaba dentro —le suelto—. Y no fue nada divertido. Alguien cerró la puerta de fuera y no podía salir.

El hombre arruga la frente.

—La puerta está abierta, señorita. Estaba abierta cuando entré.

—Porque yo la abrí —replico, señalando lo obvio, y no puedo evitar sonar como si estuviera a la defensiva.

—¿Tienen cámaras de seguridad aquí? —pregunta Chris.

—Las tenemos —comenta—. Pero si no hay electricidad, no hay cámaras.

—Pero me imagino que la empresa de vigilancia habrá previsto que se puede ir la luz... —le discute Chris.

—Aquí no somos tan sofisticados, señor. Esto depende de nosotros, y punto.

Chris frunce el ceño.

—Pues entonces quizá deberían pensar en ser un poco más sofisticados. Podrían haberle hecho daño.

—Aquí nunca han hecho daño a nadie —se defiende el hombre.

Chris parece estar a punto de discutir con él, pero en vez de eso, aprieta los labios.

—Sólo queremos cerrar nuestro trastero y ya no le molestamos más.

—¿Cuál es el número? —pregunta el hombre.

—Uno-doce —contesto.

Se rasca la barbilla.

—Ah, sí. Habló conmigo por teléfono. Veo que ese trastero está de nuevo en mi lista de subasta. Ya se les ha pasado el plazo.

—Pero el gerente me dio una semana más.

—De eso hace casi dos semanas —dice—. Y fui yo quien se lo dijo.

—Pagaremos un mes más —dice Chris, y me encojo, avergonzada.

Me giro para mirarle y hace como si no notara el gesto de contrariedad en mi cara cuando sé que lo ve perfectamente. Se centra en el encargado.

—Déjenos cerrar y después iremos a pagar a la oficina.

—Siendo así, no hay problema —accede el hombre.

Chris me coge de la mano.

—No discutas —murmura.

—No quiero que pagues mis facturas —le susurro, mientras caminamos hacia el edificio.

—Ya lo sé.

—No necesito que cuides de mí.

Me mira condescendiente.

—Nadie lo diría después de lo de esta noche.

—Voy a hacer como si no hubieras dicho eso, porque estoy segura de que no querrías que siguiera atormentándome por mi decisión. Sería algo muy feo por tu parte.

—No quiero que corras peligro.

—No lo hago. Tengo cuidado. Y pronto me va a llegar un cheque de la galería y podré pagar el alquiler del trastero. Tenía pensado rogarles que me dieran un poco más de tiempo y pagarles entonces.

—Ya no tienes que hacerlo —dice—. ¿Y qué vas a hacer con tu trabajo en el colegio?

—Estás cambiando de tema.

—Y tú no me estás contestando a la pregunta.

—Tengo tiempo para decidirlo. —No sé hasta qué punto está enterado de cómo se organiza ahora el curso escolar con los nuevos recortes presupuestarios del alcalde, ya que pasa medio año en París—. Los centros de secundaria llevan ya dos años programando cursos más cortos con jornadas más largas. No empezamos hasta el uno de octubre.

Nos detenemos en la puerta del edificio y Chris enciende la linterna.

—Sabes de sobra que no vas a volver. Deberías decírselo ahora para que puedan sustituirte.

—No puedo hablar de esto ahora —espeto cuando nos detenemos en el umbral de la puerta y la oscuridad empieza a ponerme la piel de gallina. Me acerco más a Chris y rodeo su brazo con el mío—. Lo único que quiero es entrar y salir de aquí cuanto antes.

Él alumbra con la linterna. Avanzamos unos pasos y vuelvo a escuchar ese sonido que me asustó cuando estaba sola en la oscuridad: «Chas. Chas». Me quedo petrificada.

—¿Qué es eso?

Recorre la estancia oscura con la linterna y suena una especie de crujido y luego otro chasquido: «Chas». Fija el haz de luz en la pared, junto al suelo, y me guía hacia delante. Se pone en cuclillas junto a un enchufe y yo hago lo mismo, y ambos dirigimos la mirada a la toma de corriente que alumbra la linterna. Hay un clip metido en uno de los agujeros del enchufe.

Siento una presión en el pecho.

—Supongo que ya podemos definir corte de luz «normal». —Mis ojos se encuentran con los suyos—. Necesito comprobar si falta algo en el trastero.

Chris se pone de pie y me lleva hasta la puerta del trastero, que encontramos cerrada.

—Me imagino que la habrá cerrado el tipo con el que hemos hablado hace un momento.

«Sí, claro —pienso—. Eso tiene sentido.»

—De todas formas sigo queriendo echar un vistazo dentro.

Abre la puerta de un tirón, recorre la habitación con la linterna y detiene el haz de luz sobre los papeles que hay tirados en el suelo.

—Se me cayeron a mí —musito, recordando el pánico de aquel momento.

—¿Te hacen falta?

—No —contesto, ansiosa por salir de aquí—. Ahora no.

—¿Y todo lo demás está bien?

—Sí. No parece que hayan tocado nada.

«A menos —dice una voz en mi cabeza— que supieran exactamente qué era lo que estaban buscando y dónde encontrarlo.» ¿Quizá más diarios? Hay muchos retazos de la vida de Rebecca, incluyendo cómo llegó a la galería y por qué se fue, que faltan entre todo lo que he leído. No sé cómo no se me ha ocurrido hasta ahora. Rebecca llevaba su diario con demasiada constancia como para saltarse sin justificación largos períodos de tiempo. Si estoy en lo cierto, tiene que haber, por lo menos, unos cuantos diarios más, y tendría sentido que estén en este trastero. O que lo estuvieran, hasta esta noche.

Treinta minutos más tarde, estoy apoyada contra la pared de la pequeña oficina cúbica de la empresa de guardamuebles, ensimismada, vagamente consciente de que Chris está enfrascado en una conversación airada con el gerente. Llegados a este punto, mi Príncipe Oscuro ya puede decir o hacer lo que quiera, con tal de que contribuya a sacarme lo antes posible de aquí. Logro estar al tanto de la conversación lo suficiente como para oír que Chris ha conseguido un mes de alquiler gratuito, pero tampoco es ninguna sorpresa, ya que sólo le falta acorralar al encargado, mientras le amenaza con la promesa de una demanda judicial por el peligro al que me han expuesto.

«Peligro.» La palabra me lleva a desconectar y a perderme en mis pensamientos. Me digo que Chris es demasiado protector y, aunque está bien sentir que hay alguien al que le importas, su preocupación también contribuye a que yo misma exagere el temor que siento, algo de lo que ya era perfectamente capaz sin que me ayudara. Mis pensamientos recorren una montaña rusa de delirantes posibilidades que me dejan atolondrada. Si estuve en peligro dentro del trastero, ¿significa que también lo estoy ahora? ¿En qué me he metido? ¿Y en qué se metió Rebecca? No puedo evitar revivir lo sucedido en la oscuridad, escenificando en mi cabeza finales alternativos, ninguno de los cuales resulta ser un final feliz. ¿Cómo puede todo el mundo limitarse a decir que ella estará por ahí con algún tío bueno, sin echarla en falta?

Se me retuerce el estómago y pienso en Ella. He dado por hecho que su silencio se debe a que está pasando una gran luna de miel, que se trata sólo de una amiga que me ha olvidado un poco, embelesada por la pasión de un nuevo amor. Siendo Ella, no me sorprendería que fuera así. Está sola y tiene muchas ganas de disfrutar de la sensación de pertenencia que ese hombre le ha proporcionado. Pero ¿no son esas ganas un punto débil del que podría aprovecharse el hombre equivocado?

De pronto necesito oír su voz, y si lo que pasa es que se ha olvidado de mí, entre tanta boda y tanto gozo, no dudaré en reprochárselo como buena amiga que soy. Sólo necesito saber que está bien. Soy la única persona que podría echarla de menos. Es importante para mí que Ella sepa que puede contar conmigo, que sepa que si alguna vez no está bien habrá una persona que se preocupe por ella.

Me aparto de la pared, saco el teléfono de la chaqueta y me dirijo afuera, pero procuro plantarme frente a la puerta de cristal, donde Chris pueda verme y donde yo pueda verle a él. Ya he sido tonta una vez hoy, no pienso permitir que sean dos. El aire de la noche no es agradable, pero ignoro el frío.

Mientras tecleo el número de Ella, rezo para que conteste, pero un pitido rápido me indica que comunica. Me doy con el móvil en la frente. ¿Por qué no conseguí un número alternativo? ¿Por qué? No tengo ni idea de qué hacer. Ni siquiera sé exactamente qué día está previsto que regrese, y decido que lo mejor que puedo hacer es llamar mañana a la consulta de su nuevo marido.

Se abre la puerta y aparece Chris. No sé cómo es posible, pero cada vez que lo veo es como si lo hiciera por primera vez, como si se deslizara dentro de mí y llenase mi vacío.

Apoya la mano en la pared, encima de mi cabeza, protegiéndome del viento, del mundo. Él es fuerza; un poder silencioso que se comunica con la mujer que llevo dentro como ningún otro hombre ha conseguido hacerlo.

—¿Cómo vas? —me pregunta, mientras me estudia con sus ojos verdes, claros, inquisitivos, que siempre parecen ver demasiado—. ¿Estás bien?

Deslizo mi mano por su mejilla y su incipiente barba rubia me acaricia los dedos.

—Lo estaré cuando salgamos de aquí —digo, dejando caer la mano—. ¿Qué ha dicho el gerente sobre lo del clip?

—Que están teniendo problemas con pandillas de chavales que se cuelan en el edificio. Vándalos, dice.

Siento una punzada de enfado y de indignación.

—¿Esa es su explicación? ¿Ha dicho que se trata de unos chavales y se ha quedado tan tranquilo?

—Se está cubriendo las espaldas, Sara. —Desliza la mano cintura abajo hasta mi trasero y me acaricia de un modo íntimo—. Y yo tengo intención de cubrir las tuyas. —Me aparta el flequillo de los ojos—. Te vas a quedar en mi casa hasta que el detective privado nos diga que no hay nada de qué preocuparse. Así, sólo yo podré llegar a ti. —Su voz se torna grave, dura—. Serás toda mía.

La forma posesiva con la que su cuerpo acuna el mío, la forma que tiene de decir estas palabras; todo ello me sacude con una descarga eléctrica que me recorre de arriba abajo. Me niego a pensar en las consecuencias de entregarme a Chris, un hombre que sé que me consumirá, que puede que me destruya, pero ahora mismo siento que me está salvando. Soy toda suya, y así quiero que sea.

4

Después de pasar brevemente por mi piso, estoy contenta de estar en mi coche, conduciendo detrás del de Chris, rumbo a su casa. No me explico por qué parar para recoger mis cosas me hizo sentir inquieta, pero así fue. Quizá se debe a que es un espacio pequeño y por la claustrofobia que todavía siento después de haber estado en el trastero a oscuras. Me faltaba tiempo para meter las cosas en las maletas. Tampoco me había ayudado mucho la imagen de Chris apostado en la puerta, intranquilo, con las mismas ganas que yo de marcharse cuanto antes. Es como si los dos presintiésemos que algo andaba mal.

Un poco más allá de la entrada de su edificio, Chris se detiene en un semáforo, y aprovecho para intentar llamar por quinta vez a Ella. De nuevo, recibo por toda contestación el acelerado pitido intermitente de línea ocupada. Soy incapaz de comunicarme con ella y esto me desasosiega.

Me imagino todas las cosas que podrían haberle ocurrido mientras yo estaba aquí, bien segura en Estados Unidos. Me siento fatalista y trágica esta noche, pero hay que tener en cuenta que he estado encerrada en un trastero oscuro y que he pasado un miedo atroz. Me estoy permitiendo esta noche para regodearme en ello. Aunque decido que quizá no sea buena idea dejarme llevar tanto por mis pensamientos cuando, tras un parpadeo, me doy cuenta de que no sé cómo he metido el coche en la entrada del edificio de Chris. Alzo la vista y me sorprendo al ver al botones de pie junto a la puerta.

Salgo del coche con el bolso en bandolera y le entrego las llaves al botones, que tiene unos veintipico años y al que no reconozco. Alzo la vista hacia la torre que parece más un hotel de lujo que un bloque de apartamentos y la visión me recuerda lo rico y poderoso que es Chris y con qué humildad pasea su éxito.

—Gracias —murmuro.

—Hay que sacar tus maletas —me recuerda Chris, y el botones abre el maletero. La chaqueta de Chris se abre y muestra una camiseta negra ceñida que se adapta perfectamente a su increíble cuerpo, y decido que al diablo con regodeos trágicos y fatídicos. Esta noche me voy a regodear con Chris.

—Se las puedo subir —ofrece el portero.

—Yo me encargo —dice Chris, y se apresura a agarrar mis maletas, y sé que lo hace porque no quiere que nos molesten una vez que estemos arriba. Me parece bien. «Sí, desde luego que sí.»

Camino junto a Chris y no me sorprende lo cómoda que me siento a su lado. Nunca antes me había sentido tan viva y a gusto como él me hace sentir. Esta fue una de las principales razones que hicieron que me sintiera atraída por él desde el principio. Y por eso también sé que con él puedo ir a lugares a los que no he ido con nadie más.

Nos detenemos en el vestíbulo, donde un mármol impresionante reluce bajo nuestros pies y unos muebles caros decoran una salita a nuestra izquierda. Jacob, el jefe de seguridad del edificio, a quien he conocido en una visita anterior, ofrece allí, de pie junto a un mostrador, el mismo aspecto de hombre duro que recordaba de él, con su traje negro y su intercomunicador en la oreja. Es asombrosa su capacidad para encarnar al personaje de piedra, fuerte y serio, aunque sus ojos desprenden un destello de aprobación al verme.

—Bienvenida de nuevo, señorita McMillan.

—La señorita McMillan se va a quedar aquí toda la semana mientras yo viajo. Necesito que se encargue de que esté bien atendida.

La expresión de Jacob ha regresado a su estado pétreo, pero su mirada se encuentra con la mía y asiente con la cabeza.

—Cualquier cosa que necesite, no tiene más que pedírnoslo.

—Gracias, Jacob —le digo, y lo hago de corazón. Su forma de ser me hace sentir que puedo confiar en él, y creo que es porque intuyo que Chris confía en él, y tengo la impresión de que no es fácil ganarse su confianza.

Los dos hombres charlan brevemente y, cuando por fin Chris y yo entramos en el ascensor, estoy de pronto nerviosa de una forma ridícula. No es, desde luego, la primera vez que subo a su piso, pero han ocurrido muchas cosas en los últimos días. No sé qué esperar de Chris, salvo lo inesperado, y, aunque esto es algo que me excita, es difícil no sentir cierta inquietud.

Me apoyo contra la pared y nuestros ojos se encuentran, y, por mucho que intento no hablar sin parar cuando estoy nerviosa, parece que nunca lo consigo.

—Si intento llamarte cuando estés en París, ¿podré hablar contigo?

Entrecierra un poco los ojos, que a su vez parecen oscurecerse.

—No tengo pensado irme a ningún sitio, Sara, ni hoy, ni mañana, ni cualquier día de estos.

Su contestación me atraviesa el sistema nervioso, y sé que se debe, en parte, a que el hecho de quedarme con él implica un paso más en nuestra relación. El vulnerable tema de la noche está siendo llevado a un nuevo nivel. No quiero que lea estos pensamientos en mi cara y me concentro en mirar al suelo. Intento luchar contra lo que siento, pero sus palabras resuenan en mi cabeza: «Ni hoy, ni mañana, ni cualquier día de estos». Me digo que ahora mismo nos necesitamos, somos dos personas rotas que han conectado en las profundidades de sus rarezas. Me pregunto por qué siento que no basta cuando hace sólo unos días era exactamente lo que quería.

Las puertas del ascensor se abren y revelan el piso de Chris y mi mirada busca con urgencia la suya. Me mira con cara de póquer. Bajo los ojos y salgo del ascensor y me adentro en su piso. Toda la extensión del ventanal con vistas a las rutilantes luces de la ciudad invoca el recuerdo erótico de cuando él me apretaba contra el vidrio, bajo la amenaza de que se rompiera; y sobre todo de mi forma de confiar en él, mientras me follaba hasta casi hacerme perder el sentido. Quiero estar así, a punto de perder el sentido, ahora, de un modo casi desesperado.

—Sara —me dice suavemente desde detrás.

Me giro hacia él y lanzo una cortina de humo que es demasiado listo para no detectar:

—La amiga de la que te he hablado, la que está en París. No consigo hablar con ella. Llamo, pero comunica todo el rato.

Duda un momento, y sé que se está planteando empujarme a hablar de lo que acaba de ocurrir en el ascensor, pero no lo hace.

—Por lo que dices, parece que se encuentra en una de las zonas más remotas, algo que tampoco es tan raro cuando la gente viaja, ¿no?

Seguimos de pie junto al ascensor, y me siento un poco incómoda, pero no sé hacia dónde dirigirme. ¿Al salón? ¿Al dormitorio?

—Supongo que eso tiene sentido —digo, con la esperanza de que la respuesta lógica sea la correcta—. Es su luna de miel, así que lo lógico sería que aprovecharan para hacer excursiones por el país.

—¿Qué ha hecho que te preocupes así, de pronto?

—No ha sido «de pronto», pero... nadie se está preocupando por Rebecca, y ella no tiene a nadie más, sólo me tiene a mí.

Pasan los segundos y quiero arrancarle una respuesta cuando le oigo decir:

—Y tú me tienes a mí. Eso lo sabes, ¿no?

Intento tragarme el nudo que se me forma en la garganta.

—Lo sé. —Pero una voz en mi cabeza no quiere aceptar mi propia respuesta.

El brillo de sus ojos revela que está alerta y sé que puede ver lo que yo no quiero que vea. Tira de mí para acercar mi cuerpo al suyo y me besa.

—Voy a conseguir que la próxima vez que me lo digas, lo digas con convicción —afirma, mientras me pasa una mano entre el pelo—. Y será antes de que amanezca. Ahora, andando al dormitorio, que es donde he querido tenerte toda la noche. —Me gira y me da un cachete en el trasero.

Me deleito en su orden primitiva y en la mano sobre mi trasero, que promete algo erótico y excitante. Este pensamiento me confunde sobremanera. No comprendo que experimente estas sensaciones cuando llevo años luchando para ser independiente, para alejarme de hombres controladores.

Estoy perdiendo el norte y regresando a una fogosa tormenta de nervios a medida que entramos en el dormitorio. No es la primera vez que estamos así juntos. Contemplo la enorme cama de matrimonio, montada sobre una plataforma, que promete placeres seductores, y suena una especie de timbre en la otra habitación. Me imagino que debe ser un montacargas en la cocina, como el de un restaurante.

—Seguramente son mis mensajes —comenta Chris detrás de mí, luego deja mis bolsas sobre la plataforma—. Ahora mismo vuelvo. —Señala una puerta abierta junto al baño—. Eso es el armario. Utiliza el espacio que necesites. Para ti no hay zonas vedadas.

«No hay zonas vedadas.» ¿Acaso, permitiéndome quedarme en su casa mientras él no está, no me está invitando a formar parte de su vida, de sus secretos? Esto no es una pipa de la paz. Es una hoguera.

Me pongo en cuclillas junto a la maleta Louis Vuitton tan cara que me compró para nuestra excursión a Napa el fin de semana anterior y abro la cremallera. Dejo el bolso en el suelo, junto a la maleta, y la abro, y allí, encima de mis cosas, están los diarios y la caja que me llevé del trastero de Rebecca. No iba a dejarlos en mi piso, donde temía que cayeran en las manos equivocadas. Contienen sus secretos, y me pregunto si no contendrán, también, los de otra persona. Tengo la intención de apilarlos en el armario de Chris, pero me quema el recuerdo de un pasaje que leí.

Agarro el diario que está encima, el que tiene un marcapáginas, camino hasta la plataforma de la cama y me siento de modo que no se me pueda ver desde la puerta. Aprieto las rodillas contra mi pecho y comienzo a leer el pasaje que conozco tan bien y las palabras me recorren con una dolorosa claridad. Este es el mundo de Chris.

De pronto, lo tengo delante, erguido sobre mí. Lo siento en cada poro de mi ser incluso antes de atreverme a alzar mi vista hacia la suya. Sé lo que tengo que hacer, pero estoy aterrada. Le dije que no lo estaba. Me dije a mí misma que no lo estaba. Pero lo estoy.

Chris se agacha y se pone delante de mí y, aunque no mira el diario, es el objeto que está provocando tensión entre nosotros. Se ha quitado la chaqueta y mi mirada se posa en los colores vivos del dragón que tiene tatuado en el brazo derecho. Alargo la mano y lo toco. Es parte de él, de su pasado, de su dolor. Quiero formar parte de él, para poder entenderlo de verdad.

—Cualquier cosa que leas en ese diario no tiene nada que ver con nosotros.

La emoción me cierra la garganta y no lo miro. Repaso las líneas de ese tatuaje, las alas intensamente rojas que aletean cuando se apoya en la rodilla.

—Sí que tiene que ver —susurro.

—No.

Parece que la única forma de hacerle comprender es leerle el fragmento. Me obligo a apartar la vista de su brazo y la dirijo a la caligrafía de Rebecca: «Como a las espinas que hay en las rosas que tanto le gusta regalarme, le di la bienvenida al látigo que me mordía la espalda. Es mi vía de escape de todo lo que he perdido, todo lo que he visto y he hecho, y todo lo que me arrepiento de haber hecho. Él es quien me da todo esto. Él es mi droga. El dolor es mi droga. Me sacude y no siento nada, salvo el mordisco amargo del cuero y la dulce seda de la oscuridad y el placer que llega después». Alzo la mirada y me encuentro con la de Chris.

Siento la tensión que emana de su cuerpo mientras me quita el diario y lo deja sobre la mesilla de noche.

—Si no fuera porque esos diarios fueron precisamente los que te trajeron a mí, maldeciría el día en que los encontraste. —Desliza las manos por mi cara y me obliga a mirarle a los ojos—. No eres Rebecca y no tenemos, ni tendremos nunca, la clase de relación que ella tiene con Mark.

—Mark.

—Sí, Mark.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque él no puede contentarse con las que buscan esta clase de vida y la aceptan gustosamente. Le fascina atraer a inocentes que no pertenecen a este mundo y entrenarlas como sumisas. Le excita el poder que implica.

Hay muchas cosas que me gustaría saber sobre Mark, pero ahora sólo importa adónde me llevará esto con Chris.

—¿Tú has... entrenado sumisas?

Se rasca la barbilla y luego desliza las manos por sus vaqueros.

—No te hagas esto, y no nos lo hagas a nosotros.

—¿Eso es un sí? —Mi voz es apenas audible. ¿Y eso es lo que él quiere que sea? ¿Acaso me estoy confundiendo con el rumbo de esta relación? ¿Tengo la más mínima idea de hacia dónde vamos?

—La respuesta es no, Sara. No soy Mark. Los roles de amo y sumisa implicaban demasiado compromiso para mí. No quiero ser responsable del bienestar de otra persona. No más allá de una sesión. Tuve mi dosis y procuré pasar rápidamente a otra cosa.

«Mi dosis.» Odio las palabras escogidas. Apenas conozco al hombre que las utiliza, que las ha vivido. Pero es Chris y eso me confunde.

—¿Y qué se supone que significa eso?

Se le tensa la mandíbula.

—Necesito entender, Chris.

Baja las pestañas, se endurecen sus facciones.

—Existen ciertas habitaciones a las que puedes ir... —explica, para mi sorpresa—. Donde puedes decidir si quieres llevar una máscara o no. Yo la llevo. No quiero caras ni nombres.

Mi cabeza delira con lo que puede llegar a ocurrir en esas habitaciones.

—¿Nunca?

—Esa era mi forma de ser, Sara. Sin compromisos.

No ha dicho «nunca» e insisto en saber más, en saber cómo nos afecta ahora su pasado.

—Pero yo estoy aquí...

—Ya te lo he dicho. Contigo he roto todas las reglas.

—¿Por qué conmigo?

—Porque tú eres tú, Sara. No puedo responderte de otra forma.

Esa parte de mí que no tiene nunca confianza en sí misma, que nunca llega a convencerse del todo de que este hombre famoso y con tanto talento puede realmente quererme a mí, lidia con esta respuesta, pero, con todo, siento lo que siento por él. Se ha convertido en mi santuario y en mi vía de escape. Creo que me está diciendo que me ve de la misma forma, pero sé que nos estamos mintiendo a nosotros mismos y también el uno al otro si pensamos que no importa nada más.

—No puedes dejar todo esto a un lado sin más, Chris. No puedes conocerme y dejar de ser quien eras antes. Necesito entenderlo y formar parte de ello.

—No. No lo necesitas.

—Pero me llevaste a ese club, anoche. Querías que lo entendiera.

—Quería que entendieras a qué sitios te acabaría llevando Mark y por qué no iba a dejar que eso ocurriera. Rebecca no pertenecía a este mundo y ya has leído cómo le atormentaba estar en él.

—A mí también me dijiste que no pertenecía a este mundo —consigo soltar, ahogándome con cada palabra.

—Y así es. —Se le tensa la mandíbula—. Y por eso intenté advertirte que te alejaras y luego traté de alejarme de ti.

Se me forma un nudo en el estómago.

—Todavía puedes hacerlo. —Empiezo a incorporarme, de pronto necesito una salida y esta vez Chris no puede proporcionármela.

Esposa mis muñecas con sus manos y me tira hacia él, entre sus piernas, de rodillas.

—Esa es la cuestión. No puedo alejarme de ti y ahora ni siquiera quiero intentarlo. Y tampoco quiero que lo hagas tú. —Su mirada se vuelve más tierna y me acaricia la mejilla con sus nudillos—. Ahora estás dentro de mí, cariño. Y todo lo demás es la forma que tuve de estar fuera de mí y nunca permitiré que eso nos separe.

Me ablando al instante ante su confesión y mi mano se desliza hacia su cara.

—Es lo desconocido lo que me da miedo, Chris. Lo que tú necesitas, el placer que hay en el dolor, me aterroriza y no puedo entenderlo de ninguna manera. Necesito que me ayudes a entenderlo.

—Sí que lo entiendes, Sara. Más de lo que crees. Más de lo que a mí me gustaría. —Aprieta su boca contra la mía, y es una cálida súplica, y sé que cree que esta conversación ha terminado, que ha concluido con las malévolas caricias de su lengua sobre la mía y la forma posesiva de sus manos al sujetar mi cuerpo. Pero me niego a ser así de débil, a no tener poder alguno, a ser silenciada con la misma pasión que me empuja a necesitar entender a este hombre.

—No —suspiro, y me aparto un poco empujándole, sin aliento y enfrentándome a su mirada y a sus exigencias—. Ayúdame a entender tu mundo, Chris. —Y de algún modo sé que este es el lugar desconocido al que he ansiado ir con él, el lugar que él me oculta y al que al mismo tiempo quiere llevarme. Este es el lugar al que debemos ir, el lugar hacia el que nos hemos dirigido siempre.

5

—¿Quieres entender? —pregunta, con voz grave y ojos desafiantes.

—No es que quiera. Es que necesito hacerlo, Chris. Necesito entender.

Me examina con un semblante impasible, pero el verde claro de sus ojos refulge y luego arde.

—Levántate y quítate la ropa, Sara.

Después de vacilar un momento, decido que su orden es lo más parecido a un acuerdo que puede haber ahora mismo entre los dos. Es suficiente. Me pongo de pie y camino hasta el final de la plataforma y Chris se sienta en la cama. A pesar de este juego de poder que ejerce sobre mí, o quizá por ello, hay algo retorcidamente erótico en estar así, de pie ante este hombre, quitándome la ropa. La situación invoca mi vulnerabilidad de nuevo. Es un acto de confianza, y mi pecho se tensa al pensar en las implicaciones de entregarme a él, o en los motivos que puede haber para que él necesite que haga esto. Creo... Creo que anhela saber que no me estoy poniendo límites, que él me ha enseñado su lado oscuro, y que a pesar de ello sigo queriendo ser suya.

Sí. Sigo queriendo ser suya. De pronto quiero hacérselo saber más que nunca.

Levanto los brazos, me arranco la camiseta y la arrojo lejos. Se me mete el pelo en la boca. Aparto los cabellos, largos y oscuros, y la mirada de Chris se posa en mis labios. Se me contrae el sexo porque sé que se está imaginando mi boca en su cuerpo y tengo muchas ganas de tener mi boca en su cuerpo. Pero él siempre tiene el control, siempre decide qué debo hacer y qué no. Me prometo en este instante que la noche no será así. Ahora sí, pero no toda la noche. En algún momento, antes de que parta de nuevo hacia Los Ángeles, mi boca va a ir adonde le dé la real gana. No puedo perder ni un minuto en desnudarme. Por la mañana se marchará y estará fuera una semana. Queda mucho entre nosotros por resolver. Demasiado.

Me quedo desnuda en cuestión de segundos. Está claro que el arte del striptease lento y seductor no es mi fuerte. Me aplicaré más cuando quiera tentarle a él y no a mí. Ahora mismo lo único que necesito es a Chris. Necesito estar desnuda con él, sin barreras. Necesito que comprenda que quiero entenderle porque me importa, porque importamos los dos. Porque la vida me hizo creer que lo que estaba floreciendo entre nosotros no era posible, pero es posible que tal vez, y sólo tal vez, lo sea.

—Ven aquí —ordena con urgencia, mientras tiro a un lado mis braguitas. Tiene la voz grave, inquieta, y me regocijo con su impaciencia, que iguala a la mía. Hay veces que todavía me cuesta creer que yo pueda afectarle de esta manera. Él tiene tantas cualidades a las que yo aspiro: es fuerte y poderoso, tiene confianza y es dueño de su propia vida, de su destino. Me conmueve saber que excito a este hombre de la misma forma que él me excita a mí. Me hace más fuerte. Él me hace más fuerte.

Voy hacia él, y permito que tire de mí y me lleve a su regazo. Me monto a horcajadas sobre él y su gruesa erección se asienta entre mis piernas. No me gusta que esté completamente vestido, pero sé que esto también representa el control para Chris. Sé que, a cierto nivel, se lo he arrebatado y necesita recuperarlo.

—Entrelaza los dedos detrás de la espalda —ordena.

Me recorre de golpe un río de adrenalina y me zumba el corazón en el pecho. Sí. Para Chris, en esto consiste tener el control, pero al querer controlar ha revelado mucho más de lo que cree. Tiene que tener el control y eso dice mucho acerca de él. Y que yo arda en deseos de permitírselo dice mucho acerca de mí, lo sé.

Viendo su cara, busco una reacción que no encuentro, mientras deslizo las manos detrás de mi espalda. Sus manos se asientan con firmeza sobre mis brazos, por encima del codo, marcándome a fuego con su piel, incluso cuando su mirada me recorre los pechos. El aire crepita con una descarga de energía que siento en cada centímetro de mi cuerpo, y a continuación alza la mirada, sus ojos se encuentran con los míos y su voz es más brusca ahora, más tensa.

—Entrelaza los dedos, cariño.

Hago lo que me pide y, en cuanto cumplo con lo ordenado, baja su boca hasta dejarla sobrevolando la mía, mientras sigue sujetándome los brazos. Siento su aliento cálido, y me tienta con el beso por el que ardo y que no me da. Cuando roza su boca con la mía, estoy ya sin aliento, y me quedo estupefacta cuando me muerde el labio inferior. Aúllo por el dolor punzante y desligo los dedos detrás de mi espalda. Chris me sujeta los brazos para que no los mueva, de forma que no pueda alargarlos hacia él, y su lengua serpentea hacia mí. Me lame la herida antes de zambullirse hasta el fondo de mi boca, acariciándome hasta sacarme un gemido obediente.

—Dolor —explica, momentos después, sujetándome todavía por los hombros— que se vuelve placer. —Sus ojos encienden los míos cuando ordena—: Vuelve a entrelazar los dedos.

Temblando por dentro, asiento, temerosa de hablar, temerosa de hacer algo que cierre esta ventana que me está abriendo. Sus manos dibujan con una caricia un camino que sube por mis brazos y baja por mis hombros. El camino va bajando por mi pecho y juega con mis pezones, enviando un torrente de sensaciones a lo largo de mi cuerpo con cada caricia delicada y sensual, caricias que se van volviendo cada vez más y más bruscas. Tira de los turgentes picos, y esta vez cierro los ojos, apretándolos con fuerza para luchar contra la tensión que me muerde.

—Mírame —ordena—. Déjame ver lo que estás sintiendo.

Me fuerzo a abrir los ojos y veo el destello de ámbar en los suyos de color verde, tan retorcido como su forma de tocarme. No sólo me resulta tremendamente erótico lo que me hace Chris, sino también el modo en que me ordena y me reclama con cada acción, con cada reacción.

Me pellizca los pezones y tira de ellos sin miramientos, algo que envía sensaciones contradictorias de dolor y placer a través de mi cuerpo, directamente hasta mi sexo. Jadeo con su deliciosa brutalidad y me arqueo contra su cintura, contra el grosor de la erección que presiona su bragueta.

Aprieta sus labios contra mi oreja, mordisqueando el delicado lóbulo. La suavidad con que lo hace contrasta de manera alarmante con su forma de seguir pellizcando y tirando de mis pezones, y apenas puedo soportar su tentación. Quiero rodearle con mis brazos, tocarle, pero tengo miedo de que se detenga y no puedo soportar la idea de que eso suceda. Quiero más, no menos, y estoy mojada y dolorida y creo... Oh... Mi sexo se contrae y creo que —no me lo puedo creer— estoy a punto de correrme.

Segundos antes de derrumbarme, sus manos abandonan mis pechos y se deslizan por mis brazos, sujetándolos detrás de la espalda, y sé que no es casual. Me ha llevado hasta el borde del precipicio y luego ha tirado de mí para que regrese. Gimo y quiero gritar por el dolor que me provoca la necesidad de sentir la liberación y que él me lo impida.

Se inclina hacia atrás, creando una distancia intolerable entre nuestros labios, entre nuestros cuerpos, que hace que quiera chillar.

—Dolor que en realidad es placer —repite, con voz ronca—; a veces, cariño, el dolor se vuelve tan intenso que se convierte en placer.

Lo entiendo. Ahora mismo lo entiendo. ¡Oh, sí!, desde luego que sí.

—Y está claro que sabes hacer que alguien sienta justamente eso. —Mi voz tiene un tono acusatorio. No puedo evitarlo. Él sabe lo que acaba de hacerme. Sabe que me ha llevado hasta el borde mismo, pero no más allá.

Su humor cambia al instante, y el juego al que acabamos de jugar termina de golpe. Me rodea con el brazo y desliga mis dedos, a continuación coloca mis manos sobre sus hombros.

—Sí, cariño. Sé hacerlo. Pero nunca le he hecho daño a nadie. Y nunca te haré daño a ti.

Me invade un sentimiento de culpa por lo que acabo de hacerle sentir.

—Sé que no. Lo sé, Chris.

—Anoche no lo sabías. —Su voz suena tensa, forzada, el tormento que le he provocado está grabado en sus palabras, en las líneas tensas de su cara.

—Estaba asustada y confundida.

—¿Y cuando vuelvas a sentirte así?

—No me va a pasar. —Apenas puedo contener el impulso de decirle que le quiero, pero temo asustarle y que me rechace, o que nos rechace, quizá, como pareja. «No me va a pasar.»

Me estudia durante un momento largo, es imposible leer qué hay detrás de su mirada, por mucho que busque una pista para saber qué es lo que piensa. Sigo intentando leer algo en él cuando de pronto su boca se une a la mía y me besa, me saborea, pone a prueba mis palabras con su lengua. Me agarro a él, respondo a cada una de sus caricias, intentando contestarle, intentando mostrarle que estoy aquí. Que no me voy a ninguna parte.

Me doy cuenta de cuándo cede, del momento en que siente la necesidad de dejar de preguntar, para empezar a conquistar, a poseer. Me levanta y me lleva en brazos hasta la cama. Un hombre con una sola misión, y yo soy esa misión. Me sienta en el borde del colchón y se quita la camiseta. Apenas me da tiempo a admirar su cuerpo cuando tira de mí y me separa las piernas. Se arrodilla y lleva sus labios a mi clítoris y me chupa y me lame. Suspiro, me dejo caer sobre el colchón y agarro su edredón negro. Jadeo e intento aguantar, pero sus dedos están dentro de mí y su lengua me atormenta en todos los sitios adecuados. Me resquebrajo a una velocidad que delata hasta qué punto me posee. Posee mi placer. Me posee a mí. Me aterroriza pensarlo porque no sé si alguna vez llegaré a tener este poder sobre él. No como él lo tiene sobre mí. Huyo por la cama, intentando aclarar mis emociones, pero él ya está desnudo y tira de mí hasta colocarme debajo de él, y no puedo hacer nada para resistirme. Por supuesto que no puedo. Soy suya. Maldita sea, soy suya.

Rodeo su cuello con mis brazos, y se deja caer suavemente sobre mí y su peso me sosiega. De pronto me doy cuenta, con claridad meridiana, de que nunca hemos estado así, en la cama, él sobre mí. Hemos follado de mil maneras, pero nunca en la cama, nunca en su cama. Me percato de por qué he estado nerviosa y hacerlo me sacude el cuerpo. Estamos entrando en territorio desconocido; la intimidad de esta noche nos está llevando a un lugar nuevo.

—Ahora te voy a hacer el amor, Sara.

Es lo último que espero oír, y también lo que deseo y temo. Mi mundo da vueltas sin control y no estoy segura de que vaya a parar a un lugar donde encuentre un punto de apoyo.

—¿Qué pasó con lo de follar y ser follado?

—Cariño, te voy a follar de tantas maneras que no se pueden ni contar, pero esta noche no. Esta noche voy a hacerte el amor. —Sus labios separan los míos, su lengua escarba profundamente en mi boca, explora, y la exigencia de hace sólo unos minutos se vuelve una caricia sensual y seductora. Ha derribado todas mis murallas y no puedo luchar contra él ni contra esto.

Me separa mucho las piernas y se acomoda entre mis muslos, grueso y palpitante, abriéndome con la promesa de llenarme. Siento cómo se aprieta contra mí, adentrándose, y mis brazos se cierran alrededor de su cuello. Levanto las caderas hacia él, implorándole que se hunda más, que me dé más, cuando sé que es él quien me pide más a mí, quien toma lo que intento no entregar y no puedo.

Se hunde en mí, clava su miembro duro en mí, y nos quedamos así, tumbados, con las frentes rozando, respirando juntos. Nunca antes había sentido que formaba parte de un hombre como lo siento en este momento. Nunca antes había sentido que formaba parte de otro ser humano como ahora. No sé qué hacer con las emociones que siento dentro. No sé cómo estar tan cerca de alguien y seguir controlando quién soy.

—¿Chris? —rujo desesperada, atemorizada por todo lo que estoy sintiendo, por él, por el remolino que me engulle y donde nunca me encontrarán.

Entonces se mueve, la gruesa cordillera de su vara me acaricia mientras retrocede, hasta que creo que está a punto de salir para apartarse. Me arqueo hacia él, desesperada por hacer que entre de nuevo, y me contesta con una fuerte embestida. Chillo y le rodeo con mis piernas, izando mi cuerpo, gimiendo, y su mano se desliza por mis nalgas y tira de mí para acercarme, hundiéndose más en mí. Bombea una y otra vez y siento que tiembla, o quizá soy yo la que tiembla. No quiero que esto se acabe, y presiento que también él hace todo lo posible para que no se acabe, como si los dos temiésemos el momento de después y lo que ocurra entonces. Pero el placer es demasiado intenso, demasiado acuciante para poder resistirlo. Mi sexo se contrae sobre el suyo y se estremece con el orgasmo más intenso de toda mi vida. Gruñe en el fondo de su garganta y me embiste con fuerza antes de que sienta el calor de su húmeda liberación. Y a continuación estamos allí, en el momento de después, él encima de mí, en su cama. No sé qué esperar. No sé qué hacer con este cúmulo de emociones que amenaza con estallar en mi pecho.

Es Chris el primero en moverse; se tumba a mi lado y quedamos frente a frente, luego tira de la manta para taparme. Tengo los muslos empapados, pero me da igual. Me rodea, me abraza en su cama. Durante largos minutos permanecemos tumbados, en silencio, y no quiero dormir. Sólo quiero sentirlo así, junto a mí.

—Ven conmigo a Los Ángeles.

Durante un instante me planteo contestar que sí, y tengo muchas razones para hacerlo. Él consigue estabilizar de algún modo el tembloroso terreno de incertidumbre sobre el que se erige mi mundo.

—Te he comprado un billete de avión.

—Chris —suspiro, dándome la vuelta y poniéndome a la defensiva porque me siento presionada—. Ya sabes que no puedo. Sabes que tengo trabajo. ¿Y cuándo has tenido tiempo para comprar un billete?

—Antes incluso de que supiera lo del apagón en el trastero. Vine esta noche con la firme intención de convencerte para que volvieras a Los Ángeles conmigo. Y, antes de que me lo discutas, piensa que salir de la ciudad deja margen al detective privado para averiguar qué es lo que ocurrió y así nos quedaremos tranquilos, sabiendo que no había de qué preocuparse.

Siento un salvaje revoloteo en el estómago.

—¿Crees que estoy en peligro?

—No quiero correr ningún riesgo, Sara.

—Sí que crees que estoy en peligro.

—No estoy intentando asustarte, pero también te dije que quiero protegerte y lo digo en serio. Eso significa tener cuidado. —Juega con un tirabuzón que cuelga sobre mi frente—. Y quiero que estés conmigo. Te querría conmigo aunque nada de esto estuviera sucediendo.

Quiere que esté con él. Estas palabras me alegran por dentro y ansío contestar que sí, pero me retiene el temor a perder mi trabajo.

—Quiero ir, pero no puedo. Tengo que quedarme. Y estaré bien gracias a ti. Aquí me siento segura.

Su semblante se vuelve sombrío.

—En algún momento saldrás del apartamento...

—Estaré en la galería y allí estaré segura.

—Eso es discutible —dice con sequedad, y sé que se refiere a Mark, no a la seguridad de la galería en sí. Se lleva una mano a la nuca y me lanza una mirada irónica—. Tengo las mismas posibilidades de hacerte cambiar de opinión que de conseguir que veas Viernes trece conmigo, ¿verdad?

—Menos aún —sonrío, llevando su mejilla hasta mi boca y plantándole un beso furtivo en los labios—: Unas palomitas con mantequilla y la promesa de una peli ñoña después podrían llegar a convencerme para que viera ese DVD. —Me giro y él se aparta un momento de mí para apagar la luz antes de acercar su cuerpo al mío y, sí, estamos haciendo cucharita. Es maravilloso.

—Realmente me estás volviendo loco—murmura, acariciando mi oreja con la nariz.

—Bien —respondo, sonriendo en la oscuridad—. Porque tú también me estás volviendo loca a mí.

—¿Ah, sí? —masculla, retándome.

—Mmm —aseguro, sintiendo el peso de un agotamiento físico y emocional que se asienta profundamente en mis extremidades—. Sí. Me vuelves loquita del todo. —«Y me encanta», añado para mis adentros, mientras dejo que caigan mis pestañas y me invade el sopor del principio del sueño.

Parpadeo despierta y me doy cuenta enseguida de que Chris no está. Durante un instante, temo que haya llegado ya la mañana y que se encuentre rumbo a Los Ángeles sin haberme dado la oportunidad de decirle adiós. Pero detecto una suave tira de luz debajo de la puerta que me ofrece la esperanza de que esté todavía aquí. Me llegan unos acordes musicales amortiguados y una sensación de alivio me recorre el cuerpo. Sé que no estoy sola y tengo ganas de ir a buscar a Chris.

Me incorporo y la sábana cae hasta mi cintura, el frescor del aire envuelve mi cuerpo desnudo. A pesar de ello, desdeño el edredón; encuentro la camiseta de Chris en el suelo, y un vistazo al reloj de cuco me informa de que son casi las cinco de la mañana. Me pregunto a qué hora sale su vuelo. Espero que no salga en el primero, pero debe de ser así, ya que está despierto. Es raro imaginarme aquí, sin Chris, y me sorprende y alegra que esté dispuesto a permitirme tanta libertad.

Paso su camiseta por encima de mi cabeza y al hacerlo inhalo el delicioso aroma del hombre que ha venido a llenar una parte tan grande de mi vida, y decido que la guardaré para dormir con ella puesta, hasta que regrese.

Camino descalza hasta la puerta y contemplo el salón vacío. La música me lleva hacia la izquierda, y de allí me conduce por un pasillo largo y estrecho, donde supero varias puertas cerradas. La del final del pasillo está ligeramente entornada, y coloco la palma de la mano sobre su superficie. Estoy segura de que este es el estudio de Chris, que llevo queriendo ver desde hace mucho, y sé que el hecho de que esté entornada implica una invitación. Cambia la música, y la canción «You Taste Like Sugar», un tema muy sexy de Matchbox Twenty, empieza a sonar. Recuerdo que Chris me contó que pintaba escuchando música y me pregunto qué le inspira esta canción, y me siento incluso nerviosa por estar a punto de descubrirlo.

Se abre la puerta, cogiéndome por sorpresa, y aparece Chris ante mí. No lleva nada puesto, salvo unos vaqueros caídos y no sería difícil suponer que el que sabe a azúcar es él. Mis ojos recorren los intensos rojos, azules y amarillos de su tatuaje del dragón, que recubre músculos y una piel tersa y bronceada, y mi mente reproduce algo que me dijo no hace mucho: «¿Sabes lo que ocurre cuando te la juegas con un dragón? Al final te queman viva, cariño. Estás jugando con fuego». Esta noche he jugado con fuego junto a Chris, invoqué en él al dragón, y la manera que tiene de mirarme ahora, su forma de ver siempre lo que no quiero que vea, me está quemando viva. Comprendo en este instante que no puedo seguir pidiéndole que me muestre quién es sin estar dispuesta a mostrarle todo lo que soy. Se me retuercen las entrañas al pensar en lo que eso supone: tendría que confesar una cosa sobre la que no he sido completamente sincera, una cosa que no quiero que sepa. Algo que quisiera olvidar para siempre, pero que se encuentra, sin embargo, grabado en mi pecho con una inscripción que parece volverse más profunda cada vez que intento borrarla.

Chris envuelve mi mano con la suya, alzo los ojos hasta los de él y detecto un baile travieso en el fondo de sus pupilas.

—Ven, pasa a «la guarida de los machos», cariño.

Me sube la risa por la garganta y me maravilla con qué facilidad me lleva de un estado sombrío a la alegría. Me encanta que pueda hacerlo.

—¿«La guarida de los machos»?

—Eso es. ¿Tienes miedo?

—Supongo que depende de qué clase de guarida hablemos... ¿La habitación a la que me llevaste en el club no se llamaba la Guarida del León?

—No te preocupes. Tendré cuidado. —Mueve las cejas, tira de mí y olvido al instante las guaridas de machos y el club de Mark. Me encuentro en una habitación inmensa y circular, con ventanas que me rodean por todos lados. El parpadeo de las luces de la ciudad me arropa como un abrigo. Tengo la sensación de estar asomada a la proa de un inmenso barco, a punto de precipitarme hacia un océano de descubrimientos sin fin.

—Es alucinante —susurro, mi mirada rozando la suya.

—Te lo dije —comenta—. Por esto compré el apartamento.

Asiento con la cabeza.

—Sí, lo comprendo.

Me suelta, dándome así en silencio permiso para explorar libremente por mi cuenta, y me adentro en el corazón de este magnífico estudio. Aquí y allá hay caballetes cubiertos por telas, y me emociona la idea de poder descubrirlos y contemplar lo que esconden. Detengo la vista en las salpicaduras de pintura que veo en el suelo, bajo mis pies, y sonrío ante las huellas de su trabajo, de sus frustraciones, de su entusiasmo por plasmar sus ideas en el lienzo.

—No es ningún secreto que suelo ensuciarme un poco cuando trabajo —me informa, colocándose detrás de mí y posando una mano sobre mi cadera. Cada centímetro de mi cuerpo se pone, de pronto, en alerta. Traduzco para mis adentros la sensual letra de la canción y su mensaje flota entonces en el aire: «Sólo quiero hacer que te marches, pero me sabes a azúcar». Chris se inclina hacia mí y me susurra al oído algo en francés.

Las palabras extranjeras se deslizan por su lengua de una forma tan erótica que me hace temblar y me giro en sus brazos para tenerle de frente. Le rodeo el cuello.

—¿Qué has dicho?

—He dicho —murmura con suavidad— que quiero hacer que te derritas en mi lengua como si fueras azúcar, como hace un rato. —Levanta la camiseta que llevo puesta y agarra mi culo desnudo, tirando de él para apretarlo contra el bulto de su erección—. Y si no tuviera que volar en dos horas, relamería toda esa dulzura hasta que me rogaras que parase.

—Yo no ruego —declaro, aunque no tengo ni idea de cómo he podido formular lo que podría considerarse una frase, cuando sus dedos están recorriendo la hendidura de mis nalgas, prometiéndome exploraciones deliciosas.

—Ja, sí que rogarías, cariño. Me juego lo que quieras a que sí, y si me sigues tentando quizá tenga que demostrar lo poco que tardarías en hacerlo. De hecho —me conduce hasta un taburete frente a uno de los lienzos—, tengo tiempo.

«Sí. Por favor.»

—Sólo te quedan dos horas y, además, tienes que cruzar el puente para llegar al aeropuerto. No tienes tiempo.

—Tengo tiempo. —Me sienta en el taburete y baja las manos hasta mi cintura—. Y bien... Estábamos hablando de rogar...

Sonrío.

—Vas a perder el avión. Lo sabes, ¿no?

Gira el taburete hasta dejarme frente a frente con el cuadro y me quita la camiseta. Me aparto el pelo de los ojos y suspiro ante la visión del retrato que tengo delante. Soy yo, estoy de rodillas en el suelo, en el centro de la «guarida de los machos», con las manos atadas.

—¿Qué es lo que tengo en las muñecas? —pregunto. Siento la garganta seca y áspera y, de pronto, mis manos están detrás de la espalda y noto cómo tira de mis muñecas para amarrarlas.

Chris se pone frente a mí y muestra un rollo de cinta americana.

—Es muy útil.

—Chris —susurro—. Vas a perder el avión.

Sus labios adoptan una curva seductora.

—Está claro que subestimas lo eficiente que puedo ser. —Pone una rodilla en el suelo y me separa las piernas—. Bien. Ha llegado el momento de rogar. —Sus manos, esas manos tan artísticas, tan llenas de talento, suben por mis muslos y sus pulgares acarician mi clítoris—. Voy muy justo de tiempo, ¿no? Será mejor que me ponga manos a la obra. —Arrastra la lengua muy despacio sobre mí—. Como si fueras azúcar, cariño, te voy a derretir como si fueras miel.

Mi cuerpo se mece.

—Y voy a caerme de este taburete.

—No lo harás si te apoyas en mí —asegura y desliza dos dedos dentro de mi cuerpo—. Apóyate.

Me arqueo hacia delante y me deslizo.

—Me voy a caer.

—Te tengo, Sara. —Sus manos recorren mis nalgas—. Confía en mí. Te tengo. —Me mantiene la mirada y en sus ojos descubro un poder tan insondable como la emoción que despierta en mí. Suaviza la voz hasta convertirla en una caricia—. Relájate y déjate ir.

Me relajo y me entrego a él por completo. Como lo hice en la cama. Asiento con la cabeza.

—Sí.

Despacio, baja la cabeza y siento la cálida brisa de su aliento unos segundos antes de que apriete la boca contra mi clítoris. Suspiro mientras su mano abandona mi pierna y mi cuerpo se inclina hacia él, pero tiene los dedos dentro de mí y el arco que forma mi cuerpo produce una dulce presión, necesaria de una forma insoportable. Estoy a punto en cuestión de segundos y Chris se equivoca, se equivoca muchísimo. No voy a rogar. No hay tiempo. Voy a correrme, sin lugar a dudas, este hombre me posee y no puedo pensar en una sola razón por la que eso sea algo malo.

Cuarenta y cinco minutos después sigo sin llevar nada puesto, salvo la camiseta de Chris y estoy de pie en la cocina, viendo cómo se toma de un trago la taza de café que acabo de servirle, como si no estuviera ardiendo. Tiene el pelo húmedo y se ha peinado con los dedos. Está sexy. Lleva una camiseta azul claro con un dibujo de Spiderman que le regaló uno de los niños del hospital que va a visitar hoy, y unos vaqueros negros. Tengo muchas ganas de descubrir qué le inspiró tantísima entrega por este proyecto benéfico y lamento que no tengamos tiempo para hablar de su labor allí.

—¿Has dormido algo? —pregunto, mientras intento no perder el control de mi inseguridad. Pero si me quería en su cama, ¿por qué no estaba en ella conmigo?

—No duermo mucho de noche. Es cuando pinto. —Alarga el brazo para quitarme la taza y toma unos sorbos de mi café—. Hay algo que quería pintar para uno de los niños. Le gusta mucho el cine, como a mí, así que nos hemos hecho muy amigos hablando de nuestras pelis favoritas.

—¿Cuántos años tiene?

—Trece.

—¿Cáncer?

Asiente, y se endurece su mirada.

—Leucemia. Muy avanzada. Está destrozando a sus padres. Son buenas personas que se ven obligadas a ver cómo muere su hijo.

Se me encoge el pecho y me duele.

—¿Estás seguro de que se va a morir?

—Sí. Se va a morir. Y, créeme, si se pudiera evitar, con dinero o con medicinas, haría todo lo posible para que se salvara. —Se pasa la mano por el pelo, que ya casi está seco, y dándose la vuelta se dirige al teléfono y llama a un taxi. Siento la tensión que recorre sus hombros. No puedo imaginarme lo que debe ser saber que alguien al que quieres se va a morir y no puedes hacer nada para evitarlo, pero creo que Chris sí que lo sabe. Quiero decir, ¿no tuvo que ver cómo su padre se fue alcoholizando más y más hasta morir? De pronto quiero irme con él y decido que intentaré librar el sábado, aunque para conseguirlo tenga que utilizar el acto benéfico para publicitar la galería. Y desde luego que voy a conseguir que Mark abra su abultada cartera para hacer una gran donación.

Chris cuelga, se gira y no me da tiempo a preguntarle por qué ha pedido un taxi.

—Ven conmigo —alienta—. No he cancelado tu reserva.

Saber más cosas del acto benéfico sólo hace que responda con más firmeza.

—No esta vez.

No parece apaciguarle que argumente que aceptaré su invitación en el futuro.

—Esa no es la respuesta correcta.

—Es la única que tengo.

Se rasca la barbilla, se gira hacia la encimera de la cocina y aprieta las manos contra ella. Deja caer la cabeza y se queda así, con la cabeza colgando, durante varios segundos. Puedo ver las olas de tensión que recorren su espalda.

Alargo la mano y paso los dedos entre sus cabellos rubios. Levanta la cabeza y, a nuestras espaldas, los primeros rayos de sol que atraviesan la ventana que da a la bahía hacen destellar la inquietud en sus ojos verdes.

—Voy a estar muerto de preocupación. ¿Te puedes hacer una idea de lo difícil que me resulta dejarte así?

—Para mí es difícil dejarte marchar.

Interioriza mis palabras y sé que se alegra de oírlas, pero su humor cambia, su mandíbula se contrae.

—Necesito que hagas algo por mí, Sara. Necesito que guardes esos diarios en la caja fuerte de mi armario y que los dejes allí. Te daré la combinación.

Mi pulso se acelera y me apoyo en la encimera para mirarle bien.

—¿Te preocupa que alguien pueda intentar llevárselos? ¿No me dijiste que el apartamento es seguro?

Se gira y nos miramos a los ojos fijamente.

—No es eso lo que me preocupa. Si mi apartamento no fuera seguro, no estaría intentando convencerte para que vinieras conmigo. Te obligaría a hacerlo. Lo que me preocupa es que te pongas a repasar una y otra vez los puñeteros diarios hasta que acabes leyendo entre líneas. Te estoy pidiendo que los guardes mientras yo no esté. Reserva tu curiosidad para cuando esté yo presente y tenga la oportunidad de explicarte lo que leas, por si, por algún motivo, lo relacionas con nosotros como hiciste anoche.

—No se trata de curiosidad, Chris. Se trata de encontrar a Rebecca.

—Deja que el detective privado haga su trabajo. Voy a llamar esta mañana para hablar de lo ocurrido anoche, a ver si puede enterarse de algo más sobre el edificio de los guardamuebles. —Desliza las manos por mi pelo—. Por favor, Sara, guarda los diarios.

Me esfuerzo por reprimir las ganas de decir que no que asoman por mis labios. Esto es importante para él, y me digo que ya he leído todo el contenido de los diarios al menos una vez. Asiento de mala gana.

—Está bien. De acuerdo. Los guardaré en la caja fuerte.

Leo el gesto de aprobación en su cara.

—Gracias.

Se dibuja una curva en mis labios ante su forma de darme las gracias.

Alza las cejas.

—¿Por qué sonríes?

—Porque la mayoría de los machotes obsesionados con el control no dicen «gracias». Me gusta.

—¿Lo suficiente como para acceder a volar a Los Ángeles el sábado, después de trabajar, para ayudarme a sobrevivir una gala embutido en un esmoquin?

Muevo las cejas.

—¿Voy a poder verte en esmoquin?

—Mejor aún, me puedes ayudar a quitármelo.

—Trato hecho —replico, riéndome—. Pero quiero sacarte una foto antes de empezar a desvestirte.

—Te daré la foto si puedo convencerte para que traigas el cuadro que hice anoche. Todavía no se ha secado lo suficiente como para que pueda llevármelo ahora.

—Claro, no me importa en absoluto.

—Estupendo. Hay una pequeña habitación en la parte de atrás del estudio con una secadora de alta tecnología. El cuadro está allí. Te llamaré cuando esté instalado y arreglaré lo de los billetes.

Suena el teléfono de la pared y lo descuelga.

—Bajo enseguida. —Murmura y vuelve a colgar el aparato antes de anunciar con pesar—: Ha llegado mi taxi.

—¿Por qué no conduces?

—Quiero que lleves tú el Porsche.

—Yo tengo coche.

—El Porsche tiene un sistema de seguridad de primera. Puede indicar dónde estás en todo momento.

Una ráfaga del pasado que preferiría olvidar se desliza entre nosotros, afilando mi tono.

—O, lo que es lo mismo, que quieres saber dónde estoy en todo momento, ¿no?

No parece inmutarse por mi reacción.

—Si tuviera que encontrarte, podría hacerlo, pero no se trata de eso. Quiero que uses mi coche porque si tienes problemas pueden localizarte deprisa. Si necesitas ayuda, no tienes más que decírselo al ordenador y recibirás ayuda. Así podemos estar los dos tranquilos.

Las razones que expone no son horribles, el pasado, poco a poco, se va difuminando, y en su lugar aparece otro posible motivo, bastante obvio.

—Y, de propina, que me vean conduciendo tu coche le envía un mensaje muy claro a Mark.

Se cruza de brazos.

—De propina, sí.

Apoyo las manos en las caderas.

—No quiero estar en medio de una guerra entre vosotros dos. No soy ningún trofeo, Chris.

Me acorrala contra la encimera, mis piernas encajadas entre las suyas. Así, descalza, con sólo su camiseta puesta, me siento pequeña y él es imponente.

—El mensaje dice que eres mía —me informa, con la voz grave, intensa—, y quiero que sepa que eres mía.

Estoy entusiasmada cuando debería estar protestando.

—¿Y tú, Chris? —le reto—. ¿Tú eres mío?

—Cada fragmento de mi ser, cariño; todo lo bueno y todo lo malo.

Estoy anonadada por la facilidad con que sus labios han enunciado esta declaración. Mis propios labios intentan imitar los suyos, pero no me salen las palabras.

—Llévate el Porsche. —Su voz es más suave ahora, también áspera y seductora.

«Antes no se equivocaba —concluyo enseguida—. Me derrito como la miel por este hombre en cuanto se lo propone.»

—Me llevaré el Porsche.

Chris me acaricia la cara.

—Así me gusta, cariño —masculla, luego gira la cabeza y une su boca a la mía, su lengua se aventura más allá de mis labios. El sabor maduro de su aprobación, mezclado con el dulce poso del café aromatizado con avellana me inunda las papilas gustativas y me consume. Por primera vez en mucho tiempo soy feliz.

6

Ver cómo se cierran las puertas del ascensor, ocultando a Chris, me deja vacía por dentro. Estoy sola en su apartamento y la felicidad de los últimos minutos se ha diluido con la sensación de estar perdida. Sé que la distancia no tiene por qué crear una separación entre nosotros, pero nuestra cercanía recién descubierta es frágil.

Paso varios segundos enfrentada a esas puertas de acero, deseando que se abran de nuevo, pero no lo hacen, claro. Chris tiene que coger un vuelo y motivos más que suficientes para marcharse. Yo, por otro lado, tengo varias horas por delante antes de ir a trabajar. Demasiado tiempo para pensar. Me digo que tengo que dormir, ya que no he descansado casi nada, pero sé que no voy a poder. Tengo demasiadas cosas en la cabeza. Además, necesito deshacer las maletas y ducharme.

Me apresuro hacia el baño, encuentro mi teléfono, casi sin batería, y busco en la maleta el cargador. Después de enchufarlo y dejarlo en la mesilla de noche, dirijo la mirada hacia el armario. La verdad es que hasta ahora nunca había compartido un armario con un hombre, y hago lo posible por combatir la sensación de incomodidad que me recorre. No quiero sentirme así. Estoy loca por Chris. Estoy encantada con la evolución de nuestra relación. Entonces, ¿por qué estoy luchando por no sentir algo que no deja de parecerse a lo que sentí en el trastero, una especie de claustrofobia?

«Esto es ridículo —me recrimino. Luego cierro la cremallera y tiro del asa—. Quieres a este hombre. Quieres estar cerca de él.» Arrastro la maleta hasta el armario, enciendo la luz y me quedo fascinada con lo que me encuentro. El armario es alucinante, el sueño de toda mujer. Tiene el tamaño de un dormitorio pequeño, con estantes en las tres paredes sin puerta, y sólo dos están ocupadas con la ropa de Chris.

Después de dejar la maleta en el suelo, me pongo en cuclillas y abro la cremallera. Advierto la presencia de la caja fuerte, empotrada en la pared de la derecha. Está abierta. Chris aún no me ha dado la combinación y me desconcierta la idea de guardar las cosas de Rebecca y no tener luego forma de acceder a ellas.

Me muerdo el labio inferior y bajo la vista hacia la maleta, hacia la cajita de souvenir y los diarios que están encima de mis cosas. Le prometí a Chris que guardaría los diarios en la caja fuerte. Reúno la cajita y los diarios, los llevo hasta la caja fuerte y los introduzco dentro. Pero no cierro la puerta. El cuarto diario está en algún lugar junto a la cama, donde lo he dejado esta noche. Me pongo en pie y camino hacia la otra habitación para encontrarlo. Lo localizo junto a la cama y me agacho a recogerlo, pero se me resbala y queda abierto en el suelo. Lo recojo de nuevo y me siento en el colchón, contemplando la página que tengo delante. Conozco esta entrada y conozco bien el pasaje; los impulsos que siento de leerlo de nuevo son casi irrefrenables. Tomo aire y me prometo que esta será la última vez que tocaré cualquiera de sus diarios antes de que regrese Chris. Le llamaré antes de que despegue, conseguiré la combinación de la caja fuerte y los guardaré en ella. El aire se escapa a través de mis labios y mi mirada se posa sobre el libro.

Al despertar esta mañana sentí un dolor leve en el culo, prueba palpable de su castigo. No me puse braguitas al vestirme para ir a trabajar. No puedo soportar que nada me roce la piel. El dolor leve se fue atenuando según fue transcurriendo el día, no así el recuerdo de su castigo.

Logré, sin embargo, cerrar varias ventas importantes hoy, y la jornada acabó con una muestra privada de la colección de un artista famoso. Mis clientes estaban encantados de poder conocer en persona al artista y puedo entender por qué. De él mana una fuerza delicada que consigue plasmar en sus cuadros. Es la pasión personificada y me pregunto cómo sería sentir que un hombre así se apasionara por mí. Me pregunto cómo sería volver a despertar mi pasión por la vida, en vez de limitarme a esperar preguntándome en qué consistirá el nuevo juego. Los juegos ya no son divertidos. Ya no son, como antes, una forma de evadirme. Ya no es el Amo que una vez fue. Siento que estoy dejándome arrastrar hacia la oscuridad y ansío sentir de nuevo la pasión que este artista tiene por la vida. Ansío más... Pero ¿no fue precisamente eso lo que me trajo a la galería en primer lugar? ¿Las ansias de sentir más? Quizá lo peligroso sea la palabra «más»... porque más no parece ser nunca suficiente.

Cierro el diario de golpe y sólo tengo una cosa en la cabeza. El artista al que se refiere Rebecca. «No es Chris», me digo. Él nunca invitaría a desconocidos a su casa, a su estudio, para una muestra privada. Tiene que ser Ricco Álvarez, que se va a reunir conmigo para concertar unas muestras privadas; al parecer antes las solía hacer con Rebecca. Entonces, ¿por qué sigo pensando en Chris? Es una locura. «Reservado por naturaleza», así fue como se describió. Y aunque Rebecca se estuviera refiriendo a Chris, no hay nada en esta entrada, ni en ninguna otra, que sugiera que su amante fuera un artista. Se me hace un nudo en el estómago, me pongo en pie y corro hasta el armario. Caigo de rodillas ante la caja fuerte antes de depositar dentro el diario que sigo teniendo entre las manos. Extraigo la cajita aterciopelada y levanto la tapa. Contemplo el pincel y la fotografía de Rebecca que está rota por la mitad, de modo que no puedo ver quién es la persona que estaba posando con ella.

—No es Chris —susurro—. No lo es.

Empieza a sonar mi móvil y bajo la tapa, a continuación introduzco de nuevo la cajita en la caja fuerte. Le echo una última mirada intensa al diario y lo arrojo también dentro. Luego la cierro y giro la ruedecilla para introducir la combinación que tiene en la puerta. Me estoy desquiciando sola y tengo que parar.

Temo no contestar a tiempo, así que me pongo en pie y corro hasta el dormitorio, segura de que es Chris quien llama, y llego justo cuando deja de sonar. El registro de llamadas me confirma que era Chris. Estoy a punto de darle a «RELLAMAR» cuando suena de nuevo.

—Chris —contesto con urgencia, sentada al borde de la cama. Espero que nuestra conversación pueda borrar de mi mente la entrada del diario y lo que me hizo sentir.

—Si este viaje fuera por cualquier otro motivo, no me iría.

—Lo sé. —Aunque puedo llegar a ser muy insegura, ahora mismo siento la conexión que hay entre este hombre y yo—. También sé que lo que estás haciendo en el hospital es importante. ¿Dónde estás ahora?

—Estamos cruzando el puente. He tenido que retrasar el vuelo una hora, pero podré llegar a tiempo a todas las citas programadas.

—Sabía que sería complicado que cogieras ese vuelo. —Sucumbo ante el sentimiento de culpa por haber leído la entrada del diario y no puedo contenerme—. Soy débil, Chris —confieso—. He leído otra entrada del diario después de que te marcharas, pero ya está. Se acabó. Los he metido todos en la caja fuerte y no quiero que me digas la combinación. Ya me la dirás cuando regreses.

Permanece en silencio durante varios segundos que me parecen una eternidad.

—¿Necesito saber lo que has leído y lo que te ha hecho pensar sobre nosotros o sobre mí?

—No —aseguro con firmeza, intentando convencerle tanto a él como quizá también a mí misma—. Lo importante es que ahora están guardados. —Agarro el teléfono con más fuerza—. Te prometí que no leería nada más hasta que regresaras y no he cumplido mi promesa. Lo siento. No quiero que creas que mi palabra no vale nada.

—Me lo has contado cuando no tenías por qué —replica con suavidad—. Eso para mí es importante, Sara.

—Lo importante para mí eres tú, y que regresaras anoche para verme y que te preocuparas por mí y tantas otras cosas, Chris. No sé si realmente llegué a transmitirte lo mucho que todo eso significa para mí.

—Si estás intentando que le pida al taxi que dé la vuelta, está funcionando. —El tono de su voz se vuelve más suave—. El sábado me parece que está demasiado lejos...

—Sí —asiento—. Mucho.

—Sobre todo porque estoy preocupado por ti. Hablé con Jacob antes de irme. Te va a dar su número de móvil y, si necesitas cualquier cosa, le llamas. Incluso puede llevarte al trabajo y recogerte, si quieres, aunque te conozco lo suficiente como para saber que no vas a permitirlo.

—No, pero después de lo que pasó en el trastero, no voy a quejarme por tener a alguien a quien llamar si lo necesito. —Si Chris no hubiera aparecido anoche, no habría tenido a nadie en quien apoyarme, y esa sensación no es buena—. Gracias.

—Dame las gracias manteniéndote a salvo y hablando un momento con Jacob antes de irte. Si no está, pide que le llamen en el puesto de seguridad.

—Sí, está bien. Lo haré.

—Te telefonearé cuando esté instalado en Los Ángeles para asegurarme de que estás bien. —Su voz se vuelve más grave, suave e íntima—. Adiós, cariño.

—Adiós, Chris —susurro, y cuelgo, dejándome caer hacia atrás sobre el colchón. Contemplo ensimismada el techo, con una montaña rusa de emociones en el pecho. De verdad que no sé qué hacer con ellas ni conmigo misma. Agarro el móvil, pongo la alarma para que suene dentro de media hora y me acurruco con la almohada, sonriendo mientras mis fosas nasales se deleitan con el olor masculino del hombre que me está volviendo completamente loca. «Loca de contenta», susurro para mis adentros.

—¡Hay café!

Levanto la vista de la libreta donde he estado anotando información sobre el nuevo marido de Ella, David, incluyendo el número de su consulta, y me encuentro a Ralph, el contable de la galería y nuestro humorista oficial, que asoma la cabeza por la puerta. Teniendo en cuenta que, a pesar de su nombre, Ralph es asiático, no puedo menos que preguntarme si sus padres tendrán el mismo sentido del humor contagioso que adoro en él.

—Gracias —digo, sin poder esperar el momento de sonsacarle información sobre Rebecca y su relación con Álvarez antes de mi encuentro con él la noche siguiente.

—Te sugiero que llenes bien tu taza antes de que «el Jefazo» acabe con todo —susurra Ralph en tono conspiratorio, empleando uno de tantos nombres aleatorios, siempre distintos, que utiliza para referirse a Mark—. Parece que no ha pegado ojo. —Se bebe de un trago una copa imaginaria y pone una mueca graciosa—. Demasiado vino para el Señor del Vino, diría yo.

Desecho sus suposiciones con un gesto y ojeo el reloj, pensando distraídamente que son casi las nueve y que la oficina de David debe estar a punto de abrir.

—Mark tiene demasiado control como para dejar que ocurra eso.

Ralph resopla.

—Eso lo dices porque no has visto cómo viene.

Hace una mueca y desaparece por la esquina. Frunzo las cejas. Que Mark no ofrezca un aspecto perfecto es algo difícil de concebir, y como Mark parece ejercer siempre una gran influencia sobre lo que ocurre en mi futuro, siento curiosidad por saber qué está pasando.

Me pongo en pie para perseguir a Ralph, aprovechando que está en modo charlatán, y lo encuentro sentado detrás de su escritorio en la oficina que hay junto a la mía.

—He conseguido una reunión con Ricco Álvarez mañana —comento, apoderándome de la silla que hay delante de su escritorio, sin querer resultar demasiado obvia respecto a mi interés por Mark.

Arquea unas cejas majestuosas.

—Conque sí, ¿eh? ¿Lo sabe el Jefazo?

—Todavía no.

—Seguro que no se sorprende demasiado. A Álvarez le chiflan las mujeres guapas que le aseguran que pinta como un dios mexicano. Y con lo encandilada que estás con su trabajo, seguro que tú también se lo dijiste. Sigue con esa estrategia y seguro que te va bien con él.

—¿Un dios mexicano? —digo riéndome.

Alza los hombros.

—Yo llamo las cosas por su nombre. Su ego sólo es superado por «el Elegido» que paga nuestras nóminas.

—Creo recordar que Amanda dijo que Álvarez era peor.

Se sube las gafas.

—Supongo que eso depende del punto de vista. Pero ahora que lo dices, Amanda tiene razón. El Jefazo gobierna con puño de hierro, pero cuida de sus empleados. Y nunca recurriría a los insultos por un error, ya fuera grande o pequeño. Otra cosa es que te fulminara por ello con una mirada. Y te fulminaría. Álvarez, por otro lado, me puso a parir una vez porque faltaba un solo dólar en el pago que le hicimos.

—¿Llegó a insultarte?

—Ni te imaginas.

—Increíble —comento, y repaso mentalmente el diario de Rebecca donde decía que del artista al que se refería manaba una fuerza delicada. De pronto esta descripción no me recuerda en absoluto a Ricco Álvarez. Me recuerda a Chris. Me sacudo esta ridícula ocurrencia, intentando concentrarme en lo que me cuenta Ralph.

—La única persona que le tenía cariño a Álvarez, aparte de admirar su obra, me refiero, se ha marchado. Rebecca sentía debilidad por él, y él por ella, y por la razón que fuera, cuando ella se marchó, se llevó su trabajo de la galería.

—Pero ¿no participó en el acto benéfico?

—Lo había organizado Rebecca antes de marcharse.

—Es verdad. Ahora recuerdo que Amanda también lo comentó. —Arrugo el ceño—. ¿Tienes alguna idea de por qué retiró Álvarez sus obras de la galería?

—El tipo se puso hecho una fiera por un dólar, Sara. A saber qué motivos tendría para llevarse sus cuadros.

—¿Y trabajaba con Mark antes de que llegara Rebecca? —pregunto, confirmando lo que creo entender.

—Durante cuatro años.

Me pregunto si Álvarez podría ser el hombre con el que salía, pero, claro, eso no encajaba, ya que él estaba en la ciudad y ella no. Pero ¿quizás habían salido en algún momento?

—¿Estaban saliendo Álvarez y Rebecca?

—Creo que no. Nunca me habló de ningún hombre, que yo sepa, y no se me ocurre cómo podría haber tenido tiempo de salir con alguien. Cuando empezó aquí, ya sumaba dos trabajos.

—¿Dos?

—De noche era camarera.

Se me encoge el estómago.

—Para pagar las facturas —musito. Rebecca había hecho lo que yo no me había atrevido a hacer hasta que me condujo aquí sin darse cuenta. Había apostado que podría encontrar la manera de convertir su sueño en una forma de ganarse la vida.

—Exacto —confirma Ralph—. No dormía nunca, y se echaba la siesta a la hora del almuerzo en una silla de una de las oficinas de atrás. Pero al Jefazo no le gustaba la situación, y no sé cómo ella consiguió que le diera comisiones y pudo dejar el otro trabajo.

—¿Que no sabes cómo? ¿Acaso te sorprendió?

—¿A ti no? Era joven y no tenía experiencia, apenas llevaba licenciada un año.

—Pensé que era unos años mayor.

Niega con la cabeza.

—No, así que podrás imaginarte lo increíble que fue que consiguiera lo que muchos de los profesionales de este sector ansían tener sin lograrlo nunca. Pero yo creo que se lo merecía. No se le subió a la cabeza ni se durmió en los laureles. Trabajaba como una máquina, durante la hora del almuerzo y hasta bien entrada la noche. Necesitaba unas vacaciones, aunque esto ya se está pasando un poco de la raya. Cuesta creer que vaya a volver. Puede que este ricachón la haya convencido para que se convierta en una mantenida.

—¿Lo has conocido?

—Ni sabía que existía hasta después de que Rebecca se fuera. Ya te lo he dicho, no hablaba de los hombres de su vida.

Pero Ava había oído hablar de este hombre e incluso llegó a conocerlo, ¿no fue así? Rebecca debió mantener a su nuevo hombre lejos de la galería y de Mark, pero está claro que era más amiga de Ava de lo que me imaginaba.

Me duele la cabeza cada vez que intento desentrañar el misterio que representa Rebecca, o el misterio que representa Mark, dicho sea de paso. Echo un vistazo al reloj y veo que ya son las nueve pasadas. Me tranquilizaría muchísimo poder contactar con la oficina de David, oír que Ella está pasándoselo genial en su luna de miel, y poder eliminar por lo menos esa preocupación.

—Voy a por ese café —anuncio, poniéndome en pie con la intención de aprovechar el viaje en busca de mi chute de café para hacer la llamada.

—Relléname la taza, mademoiselle —pide Ralph, deslizando la taza en mi dirección. En ella pone: «LOS NÚMEROS NO CUENTAN, PERO YO SÍ».

—¿Mademoiselle? —inquiero, arqueando las cejas.

—Hablo el idioma de muchos, pero ignoro las palabras de todos.

—Y que lo digas —río camino de la cocina, saludando a Amanda, que se ha colocado en su sitio, en recepción, y ofrece el aspecto de muñequita Barbie de siempre, con su vestido rosa con horquilla a juego. Pienso en cuando Chris afirmó que Mark se sentía atraído por aquellas personas que no encajan de forma natural en su mundo. La elección de Mark a la hora de contratar a Amanda, una estudiante universitaria con ganas de gustar y sin ninguna experiencia vital verdadera, parece encajar bien con las palabras de Chris. Pero ¿por qué me contrató a mí? Yo no soy Amanda. No puedo evitar preguntarme si el haber indagado sobre Rebecca no sería el motivo. Quería tenerme cerca para que pudiera controlar mis descubrimientos, o para saber qué preguntas hacía, o incluso sobre quién las hacía. «O, por otro lado —me digo en silencio—, puede que todo se reduzca a que le impresionaste con tus conocimientos sobre arte, porque encajas perfectamente en este mundo. Quizá no en el mundo de La Guarida del León, ese club que tiene Mark, pero sí en el de la galería, el mundo del arte.» Tengo que creerlo si realmente voy a renunciar a mi trabajo como maestra para lanzarme a la carrera a la que pretendo dedicarme.

Ando distraída convenciéndome de que no debo caer de nuevo al mar de dudas de siempre, cuando entro en la cocina y me quedo helada. Siento la sangre bombear en mis tímpanos ante la visión de Mark. Está de espaldas a mí, sus amplios hombros tensan el traje gris que lleva puesto. Es la primera vez que lo veo desde que visité su club, salvo por unos segundos cuando pasó por la oficina el día anterior. De pronto me pongo muy nerviosa. Empiezo a dar marcha atrás para salir de la habitación.

—No tan deprisa, señorita McMillan.

Maldita sea. Maldita sea. Maldita sea.

—¿Cómo ha sabido que era yo? —pregunto.

Se gira, y se me petrifica el aliento en la garganta con el impacto tanto de su belleza masculina como de sus acerados ojos grises. Rezuma poder y su presencia abarca toda la habitación, y a mí también. Pero me he dado cuenta de que imprime este efecto sobre todo el mundo, y no creo que nadie, ya sea hombre o mujer, pueda quedarse indiferente ante su presencia.

—Puedo oler su perfume —me informa—. Y no es el que lleva siempre.

Siento una sacudida de sorpresa ante su observación inesperada. ¿Conoce Mark el perfume que suelo llevar? Que esté tan pendiente de mí me coge por sorpresa, igual que lo hace el brillo de sus ojos inyectados en sangre. Hace que me pregunte si no habrá detectado el perfume almizclado como el de un hombre, concluyendo en ese caso que huelo como Chris. Decido hacer lo que últimamente he hecho tantas veces, lo que he hecho casi toda mi vida, si soy honesta conmigo misma. Desvío el tema.

—No tiene buena cara, Jefazo. —Aunque lo intente, no consigo dirigirme a él como señor Compton.

—Gracias, señorita McMillan —masculla, seco—. Los cumplidos le abrirán todas las puertas.

Es imposible contener una sonrisa ante la referencia a un comentario que le hice una vez.

—Me alegra ver que se lo toma bien.

La línea que dibujan sus labios se ondula de modo irónico.

—Lo dice como si fuera imposible de contentar.

Coloco la taza de Ralph sobre una mesita que hay en el centro de la habitación.

—Bueno, la verdad es que sí que parece un poco... desafiante.

Tuerce los labios.

—Se me ocurren cosas peores para llamar a alguien.

—¿Cómo rico y arrogante? —sugiero burlona, porque le llamé esas cosas unos días antes.

—Ya se lo dije, es que soy...

—Rico y arrogante —termino su frase—. Créame, lo sé. —Me encuentro sorprendentemente cómoda durante este pequeño intercambio y siento la confianza suficiente como para interrogarle—: Realmente no tiene el mismo aspecto de siempre. ¿Está enfermo?

—Hay veces en que el amanecer llega un poco temprano —dice con sequedad antes de volver a darme la espalda para llenar su taza de café, intentando claramente no aportar más detalles.

Se me contrae la frente. Estoy segura de que se ha girado para que no pueda ver la expresión de su cara, y no paso por alto una sutil pero evidente incomodidad en su persona que no había advertido antes. Tengo la necesidad irracional de derribar el muro que acaba de levantar y bromeo:

—Especialmente cuando he pasado la noche en vela estudiando vinos, ópera y música clásica para que mi jefe crea que soy capaz de tratar con la clientela de la elitista casa de subastas que posee su familia.

Se gira y apoya el codo en la encimera, sorbiendo su café. Cualquier síntoma de incomodidad se ha desvanecido, y en sus ojos arde su poder.

—Sólo estoy mirando por sus intereses.

Me anega una sensación de inquietud y sé que nuestra conversación distendida se acabó. Avanzamos rumbo a territorios de arenas movedizas y ya siento cómo me voy hundiendo.

—Y por los suyos —recalco.

Asiente con la cabeza.

—Sus intereses son los míos. Ya hemos tenido esta conversación.

Se refiere a nuestra charla de hace un par de noches, cuando me mostró un vídeo de Chris besándome en la galería y me convenció de que lo había hecho para reafirmar que yo era suya. Esa noche me sentí como el trofeo de una competición. La misma noche que Chris me llevó al club. El club de Mark. De pronto se apodera de mí una descarga de claustrofobia, alargo el brazo para coger la taza de café y doy un paso hacia la cafetera. Sin saber cómo, me las apaño para enganchar el talón con lo que parece ser simple aire y tropiezo. Mark se adelanta y me agarra por el brazo. Su tacto me hace suspirar y mis ojos buscan su mirada plateada y perspicaz, más primitiva que preocupada, y siento como si hubieran extraído todo el aire de mis pulmones. Quiero apartarme, pero tengo las manos ocupadas.

—¿Está usted bien, señorita McMillan? —pregunta, y en su voz leo un tono sugerente y profundo que me quema como una advertencia. Entiendo con claridad absoluta que mi manera de sobrellevar la situación establecerá los parámetros de nuestra relación y, acaso, sea decisiva en el futuro para el trabajo que he decidido conservar.

—Llevo los tacones mejor después del café —contesto.

Mueve los labios y me sorprende al ofrecerme una inusitada sonrisa.

—Es usted bastante listilla, ¿no?

Su mano abandona mi brazo y no puedo evitar recordar cómo me hablaba Rebecca de los juegos de Mark. Me pregunto si estos cambios de humor, que parecen mucho más amenazantes que los de Chris, no serán también una de sus maneras de jugar con la gente. Dejo la taza sobre la encimera y alargo el brazo en busca de la cafetera.

—Deberíamos hablar antes de que llene eso —comenta Mark, y la mano se me congela a medio camino.

Aprieto los ojos un momento y me hago fuerte ante lo que sé que va a venir. Ha dejado su taza y los dos tenemos las caderas alineadas con la encimera.

—¿Hablar? —pregunto—. Pensé que era eso lo que estábamos haciendo.

—A mi mundo se accede sólo por invitación, Sara.

Sara. Ha usado mi nombre de pila y sé que al hacerlo pretende intimidarme.

—Usted me contrató. Eso es una invitación.

—Ser evasiva no se le da demasiado bien.

Tiene razón. Los dos sabemos que se refiere al club.

—Sí que recibí una invitación.

—Se la entregó la persona equivocada.

—No. No era la persona equivocada.

—Veo que su forma de pensar ha cambiado bastante desde nuestra charla hace dos noches, cuando estaba bastante molesta con él.

Decido que voy a evitar defender mis motivos para estar con Chris. Porque, total, Mark no lo verá bien nunca. Ni siquiera pronuncia el nombre de Chris.

—Soy buena en mi trabajo. Voy a hacer que gane mucho dinero, pero mi vida privada es mi vida privada. No te pertenezco, Mark. —Le trato de tú y utilizo su nombre de pila a propósito.

—Entonces, ¿a quién pertenece, señorita McMillan?

Chris. Esa es la respuesta que busca, la respuesta que Chris querría que dijera, pero los fantasmas del pasado rugen en mi interior. Mi instinto de supervivencia se niega a renunciar a aquello por lo que he luchado tanto durante estos últimos años de independencia.

—No pertenezco a nadie. Yo soy mi única dueña.

Los ojos de Mark refulgen llenos de satisfacción y sé que he cometido un desliz crucial.

—Es una buena respuesta, una respuesta con la que puedo vivir. —Hace una mueca con los labios y se gira, avanzando hacia la salida, pero se detiene en la puerta y me mira por encima del hombro—. No hay medias tintas. No deje que la convenza de que las hay.

Se ha marchado antes de que pueda responder y siento que me flojean las rodillas por las secuelas de sus palabras. Chris me había dicho lo mismo en su apartamento la mañana que partimos hacia el Valle de Napa. «No hay medias tintas», me digo a mí misma. Es una realidad que lleva toda la mañana rondándome. Una realidad que dice que «todo» significa no sólo que tengo que aceptar por completo el lado oscuro de Chris, sin importar a dónde me lleve, y dónde nos lleve a los dos, sino que tengo que mostrarle también el mío, y no sé si estoy preparada. No sé si estaré preparada alguna vez, y también dudo mucho que él pueda llegar a estarlo. Por todo lo que implica y por sus propias motivaciones.

Relleno las dos tazas de café y siento alivio al ver que Ralph está ocupado al teléfono, así que me escabullo a mi oficina, rápidamente y sin dolor, sin tener que mantener ninguna otra conversación. Me acomodo en mi puesto de trabajo, dejo la taza sobre la mesa y marco el número de la oficina de David, pero me contesta una grabación. La oficina está cerrada «indefinidamente». Las palabras escogidas en la locución hacen que un escalofrío me recorra la espalda. Cuelgo el teléfono y contemplo mi despacho con la mirada huida.

Empiezo a sentir que estoy perdiendo el juicio. No veo peligro por ninguna parte. Ella está en París disfrutando de su luna de miel. Está bien. Estoy permitiendo que el misterio que rodea a Rebecca me llene la mente de delirios. La verdad sea dicha, siento que toda mi vida se está convirtiendo en un delirio cuando hace sólo unas semanas transcurría en medio de una calma chicha, sin novedad. Estoy sobre el tejado de un rascacielos recorriendo la cornisa, aunque es verdad que hay miedo y aprensión, también hay una sensación de euforia que sólo puedo definir como un subidón de adrenalina que me tiene enganchada, que persigo cada día con más empeño.

Suena mi teléfono móvil, lo rescato del fondo del bolso y veo el número de Chris en la pantalla.

—¿Has llegado bien? —pregunto al descolgar.

—Acabo de aterrizar, y ¿sabes cómo he pasado todo el vuelo?

Suena un poco tenso, o puede que lo esté yo. O puede que los dos.

—Durmiendo, espero.

—Pensando en ti; ni siquiera he pensado en follar contigo, Sara. Sólo he pensado en nosotros, tumbados en la cama, en ti, dormida entre mis brazos.

Su confesión me entusiasma y me preocupa a la vez.

—¿Por qué me siento como si debiera pedirte perdón?

—Porque decidiste quedarte allí y no estarás durmiendo conmigo esta noche.

—Oh —musito, y la tensión acumulada en mí comienza a aliviarse. ¿Chris estará triste porque no vamos a dormir juntos esta noche?

—No estoy acostumbrado a que alguien me tenga enganchado de esta forma —continúa, con la voz oscura y turbada—. Siento que me estoy transformando.

He quebrado su necesidad de tener el control, tan profundamente arraigada en él, y sigo sin poder hacerme a la idea de que puedo ejercer sobre él el mismo poder que él ejerce sobre mí. Me alegra, pero estoy bastante segura de que esta situación realmente provoca en él un gran desasosiego.

—Sólo oír ahora mismo tu voz me afecta —aseguro, intentando reconfortarlo con las mismas palabras que yo necesitaría de él si la conversación fuera al revés—. Hasta este punto tú me tienes enganchada.

—Bien —suspira, y aunque estemos hablando por teléfono, puedo sentir que le recorre el cuerpo una sensación de alivio—, porque sería muy jodido ser el único que se siente así.

—Sí —respondo sonriendo—. Sería muy jodido. —Oigo griterío de fondo, y pienso que Chris ha salido del aeropuerto y está intentando coger un taxi.

—Ese es mi taxi —confirma—. O, más bien, alguien pidiéndome un taxi. Te llamo después. Y para almorzar pide comida a domicilio. Me preocupa que salgas. —Oigo a alguien, el conductor del taxi, supongo, preguntarle a Chris por su maleta, y Chris responde antes de volver a centrar su atención en mí—. Lo del almuerzo lo digo en serio, Sara. A domicilio.

—Tendré cuidado, te lo prometo. Coge el taxi y llámame cuando puedas.

—«Tendré cuidado» no es la respuesta que estoy buscando y lo sabes. —Se escuchan más voces de fondo y oigo a Chris soltar una palabrota—. Tengo que irme, pero esta conversación no acaba aquí. ¿Hablaste con Jacob?

—No estaba y...

—Sara...

—Estoy bien.

—El tema está en seguir bien. —Hace un sonido como de frustración—. Te llamaré cuando tenga un hueco y hablaremos de tu definición de lo que es «tener cuidado» y de la mía. —Cuelga antes de que pueda responder con otra de sus historias sobre «el control».

Dejo caer el móvil dentro del cajón de mi mesa de trabajo y me envuelve una sensación de calidez al pensar en las confesiones de Chris, e incluso en sus preocupaciones sobre mi seguridad. No sé por qué me siento tan traviesa y tan bien cuando él básicamente me mangonea, pero es así. Chris Merit es mi subidón de adrenalina.

Suena el intercomunicador y Amanda me anuncia:

—Alguien llamado Jacob pregunta por ti.

7

Apenas he colgado tras hablar con Jacob cuando recibo un correo electrónico de Mark cuyo asunto es: «Riptide». Siento una punzada nerviosa por recibir justo ahora un mensaje relacionado con la famosa casa de subastas que posee su familia. Sabe lo mucho que quiero ganarme la oportunidad de trabajar con Riptide y es demasiado listo para no darse cuenta de lo insegura que me siento sobre mi situación actual. Ansiosa, abro el mensaje.

Señorita McMillan:

La Casa Riptide tiene previsto celebrar una subasta dentro de dos meses y adjunto el listado con los artículos que serán ofrecidos al público. Como podrá ver, el precio de salida se encuentra junto al artículo. Así se podrá hacer una idea de hasta qué punto formar parte del catálogo de Riptide puede afectar de manera positiva a la cotización de una obra de arte. Esto debería dejarle muy claro por qué es interesante que un cliente, o un artista que desee vender piezas singulares de sus colecciones, utilice Riptide para poder hacerlo. Por otra parte, el hecho de que nuestra galería aparezca como el agente de venta incrementa nuestra reputación como galería de prestigio, atrayendo de esta manera a una clientela más selecta en busca de adquisiciones, así como a artistas en busca de nuestros servicios.

Considere esto una invitación para ir en busca de artículos que pudieran encajar con el perfil de esta próxima subasta, y si sus esfuerzos dieran fruto, será invitada a asistir al evento cuando tenga lugar. También recibirá una comisión considerable por la venta.

Saludos,

Jefazo.

El sentido del humor que muestra Mark en el correo al firmar como «Jefazo» no ayuda a aliviar la repentina presión que siento por recibir este mensaje justamente ahora. Mark remueve en mí sentimientos encontrados. Respeto su éxito, y he visto en él una actitud protectora hacia mí y hacia sus empleados que contrasta con el hombre del diario que Chris asegura que es Mark. Mi mirada busca las rosas rojas y blancas que hay en el lienzo colgado en la pared frente a mí, pintadas por la magnífica Georgia O’Nay, uno de los cuadros de la colección personal de Mark que Rebecca tenía en su oficina.

Me recuerdan a las rosas que el Amo de Rebecca le envió, a las palabras que ella dijo al recibirlas: «Estoy lista para florecer, lista para ir a donde él quiera llevarme». Tengo el presentimiento de que Mark también intenta llevarme con él, y se me tensa la espalda. No sé si él es el hombre del diario, pero sí sé que yo no soy su esclava ni su mujer sumisa, y no tengo ninguna intención de serlo. Sí que temo, sin embargo, que sea ese el lugar al que pretende llevarme. Una corazonada me dice que bajo la oferta de Riptide subyace Chris y el hecho de que yo no dijera que soy suya. Mark quiere convertirse en mi dueño. Al fin me he atrevido a perseguir mi sueño de trabajar en esta industria, y él lo usa contra mí. Sabe que, si bien es verdad que yo podría conseguir un trabajo en otro sitio, el salario sería demasiado bajo como para poder considerarlo una alternativa a dar clase. No puedo sentarme e ignorar lo que esto podría significar para mí.

Los pensamientos bullen en mi cabeza mientras rodeo mi mesa y me dirijo al pasillo. Si dejo que el miedo a perder este sueño me controle, Mark me controlará. He trabajado demasiado duro para poder ser la dueña de mi propia vida como para dejar que eso ocurra. Y, maldita sea, si este sueño no va a cumplirse, necesito dejar de pensar en ello como una posibilidad. Cuanto más tiempo lo haga, más difícil me resultará volver a dar clases. Necesito complementar mi sueldo con las comisiones de Riptide para poder vivir. Si pudiera, me habría dedicado a esto hace mucho.

Mis preocupaciones ocupan el breve trayecto hasta la puerta de Mark y no me sorprende encontrarla cerrada. No es que se prodigue mucho en ofrecer un ambiente de trabajo agradable y distendido. Levanto la mano para tocar a la puerta, pero me detengo un instante al sentir que me invade la adrenalina y esta vez no se trata de un subidón. Estoy atacada de los nervios y odio estar así. Se trata de uno de mis puntos débiles y estoy tremendamente harta de puntos débiles. Aprieto los dientes, intento ignorar mi temor a que esta reunión pueda poner punto final a mi trabajo soñado y, envalentonándome, llamo a la puerta y escucho su voz grave ordenándome que entre. Cuando se trata de Mark, todo es una orden.

Abro la puerta y entro. Cierro antes de que tenga la oportunidad de decirme que lo haga. Control, pienso. Tengo que coger las riendas. Me giro hasta quedar frente a él, abrumada por su despacho oval y por los cuadros espectaculares que cuelgan de las paredes que me rodean. Finalmente, me permito mirar al hombre que hay sentado tras una enorme mesa, este hombre que emana poder y sexo en cantidades explosivas, y a quien bauticé como «Rey» la primera vez que le vi sentado tras aquella mesa. Es difícil no sentir que estoy ante una persona tremendamente masculina e intimidante. También es difícil no sentirme atraída por él. Pero hay algo más apremiante que reclama mi atención. Mi vista se desvía de Mark al mural gigante de París que cubre la pared entera y muerdo mi labio inferior ante los trazos familiares y delicados que veo en la obra, donde reconozco la mano de Chris.

—Sí —comenta Mark, respondiendo a la pregunta que no he formulado—. Es obra de Chris.

Mi atención vuelve a su mirada e intento leer en ella sus pensamientos. No sé qué es lo que ha ocurrido entre estos dos hombres, pero no tengo la menor duda de que, fuese lo que fuese, les quema a ambos aún más porque hubo un tiempo en que fueron amigos.

—Ya me lo imaginaba —respondo, tras comprobar que es imposible saber qué hay detrás de la mirada tan estudiada que ha adoptado esa cara demasiado apuesta. No parece estar dispuesto a decir nada más—. Y me sorprende, la verdad. No parece que se lleven muy bien, últimamente.

—El dinero es el dinero —dice.

Frunzo el ceño antes de poder reprimir el impulso de salir en defensa de Chris; me resulta imposible contenerme.

—No parece que Chris haga las cosas por dinero.

Mark me ofrece una mirada impávida que creo que podría contener una pizca de irritación.

—¿Qué puedo hacer por usted, señorita McMillan? —pregunta con la clara intención de desviar la conversación hacia otro camino. Tengo la impresión de que no le ha gustado que defendiera a Chris. Me sirve para recordar, sin embargo, que estoy atrapada en medio de un combate entre dos voluntades, la de él y la de Chris, y pensarlo renueva mi empeño por intentar conseguir las respuestas a por las que he venido.

No espero a que me invite a sentarme. Avanzo, agradeciendo no volver a tropezar como antes, y me siento en uno de los dos sillones que hay frente a su mesa, hundiéndome en el lujoso cuero.

—Quiero hablar de Riptide.

Se inclina hacia atrás, descansando los codos en el reposabrazos de su silla, y junta los dedos creando una pequeña jaula.

—Y bien, ¿de qué quiere hablar?

—Me dijo que no estaba preparada para Riptide. ¿Por qué lo estoy ahora, de repente?

No hay manera de descifrar su mirada, permanece impasible. Si siente que le he puesto en evidencia, está logrando no mostrarlo.

—Aquí nada se ha hecho «de repente», como usted dice.

—Me dijo que tenía mucho que aprender sobre vinos, ópera, música clásica...

—Lo que le dije —masculla muy lentamente— es que estaba poniendo a prueba su dedicación. Y sí, me gustaría que aprendiera más sobre esas cosas. Pensé que se alegraría. Salvo que... no tenga pensado seguir con nosotros después del verano.

—De momento sólo me han ofrecido un contrato a tiempo parcial para sustituir a Rebecca... —Me golpea un pensamiento con mi propio comentario.

»¿Ha renunciado? —pregunto sin poder apenas contener el tono imperioso de mi voz—. ¿Y me lo diría si así fuera? ¿O acaso piensa que me motivaría más en el trabajo si no tuviera del todo claro si el puesto es mío o no?

—Hace semanas que no sé nada de Rebecca —me informa—. Si decide volver, le haré un hueco, pero no puedo dirigir un negocio condicionado por una empleada ausente.

Estudio sus gestos, buscando algún rastro que me indique que está incómodo, o que miente, pero no veo nada. No creo que sepa nada de Rebecca.

—¿Esperaba que hubiese vuelto ya o haber recibido alguna noticia al menos?

—Sí —responde sin pensar.

—¿Está preocupado por ella?

—Descontento —me dice por toda respuesta, y su tono denota mucho más que eso. No está preocupado por ella. Está furioso porque ella le ha desobedecido. En este preciso instante tengo la certeza de que Mark es el hombre del diario, que ha perdido a su sumisa frente a otro hombre. Y creo que si regresara la castigaría por ser desobediente. Desaparecer también es, desde luego, una forma de desobediencia.

—Dice que no puede dirigir un negocio así, pero aún no me ha ofrecido un contrato a tiempo completo —comento, poniéndole a prueba, intentando ver si se le escapa algo que indique que ha hablado con ella, que en realidad sabe que va a volver.

—Porque no acostumbro a ofrecer aquello que presiento que será rechazado. Chris le habrá ofrecido otro trabajo, pero sigue aquí. Imagino que ello se debe a que rechaza cualquier forma de control. Pero, pese a todo, entiendo que le interesa la estabilidad económica que podrían proporcionarle las comisiones de Riptide. Lo cual también indica que busca tener las riendas de su propia vida y no depender de nadie más. No hago otra cosa que ofrecerle lo que creo que busca.

—Es decir —traduzco—, la cosa consiste en lo que me puede ofrecer usted frente a lo que me puede ofrecer Chris. —Es un mazazo sentir que la oferta no tiene nada que ver con la calidad de mi trabajo, tanto para mi autoestima como para mis planes de futuro. No puedo dejar de impartir clases para ocupar un puesto que no es más que una fichita en sus juegos de poder, y de pronto estoy lo bastante enfadada como para decir lo que pienso sin una copa de vino de por medio—. Se trata de la maldita pelea de gallos que no logran superar.

Se inclina hacia delante, sus ojos se oscurecen, el color plateado se vuelve de pronto gris sombra.

—Se trata de que yo la quiero a usted. Nada más. Y siempre persigo aquello que quiero, señorita McMillan.

Vale. Quiere follarme. Porque sabe que Chris ya lo está haciendo. Y porque hay algo en mí que transmite una cierta debilidad que atrae a los hombres como Mark. Una voz en mi mente añade: «Y como Chris», pero procuro silenciarla. Chris no es Mark. Ni siquiera se parecen.

—Déjelo, señorita McMillan.

Clavo una mirada en él tan afilada como su orden.

—¿Que deje qué?

—De dudar de sí misma, lo cual hace que dude de mí. Está condenándonos al fracaso y yo no fracaso. O decide que no va a fallar o acabará haciéndolo, en cuyo caso cualquier conversación sobre Riptide o sobre un puesto en esta galería es una pérdida de tiempo, tanto del suyo como del mío.

El aire se congela en mis pulmones. Estoy atónita. Este hombre, al que he comparado con otros que creía que eran como él, acaba de retarme a creer en mí misma en vez de mandarme a paseo. No sé cómo valorar esta nueva información. ¿Cómo puede encajar esto con un hombre, un Amo, que obliga a mujeres a ser sus sumisas? La única respuesta que se me ocurre es que no las obliga. Eligen entregarse a él con la misma libertad con la que yo me entrego a Chris.

—Elija el éxito —dice, y se me ponen los ojos como platos ante una palabra que parece haber arrancado de mi cabeza.

—Sí. Es lo que elijo.

—Entonces deje de poner en tela de juicio su presencia aquí. La contraté porque vi la grabación de la noche en la que ayudó a esos dos clientes, durante la exposición de Álvarez. Sabía de qué estaba hablando y les convenció para que compraran la obra, y ni siquiera trabajaba aquí todavía. Les engatusó y me engatusó a mí. Siga haciéndolo. Cualquier decisión respecto a su situación laboral estará siempre basada en su rendimiento. No depende de nada más, ¿entiende?, de nada más. ¿Queda claro?

—Sí. Gracias.

—Agradézcamelo vendiendo obras, empezando por un buen amigo mío, que vendrá a última hora de la mañana. Tiene los bolsillos muy profundos y espero que consiga vaciárselos.

Se dibuja de forma inesperada una sonrisa en mi cara.

—Daré lo mejor de mí.

—Por lo que he visto, cuando lo hace, obtiene muy buenos resultados.

Sonrío de oreja a oreja por sus cumplidos y me asusta lo mucho que parezco necesitar su aprobación, pero he meditado lo suficiente durante estos últimos años como para saber que tiene que ver más conmigo que con él. Tiene que ver con los hombres poderosos de mi pasado que no he conseguido borrar del todo, a pesar de haberlo intentado.

—He concertado una reunión con Álvarez para mañana por la noche.

—Mañana por la noche tenemos un evento aquí en la galería —dice, y no detecto en su voz el tono de satisfacción que esperaba por la reunión con Álvarez.

—Realmente creo que puedo conseguir la visita privada que quiere nuestro cliente, y así colocar más cuadros suyos en la galería.

Se echa hacia atrás y vuelve a juntar los dedos.

—¿Se acuerda de lo que le dije sobre Álvarez?

—Que si conseguía esta reunión, le impresionaría. Y por lo que he oído, deduzco que debe ser porque se llevó sus obras de la galería cuando Rebecca se marchó. ¿Me va a contar el motivo?

—Rebecca ya se había ido y Álvarez vino a pedirme su teléfono y su dirección, le dije que no los tenía y que, aunque los tuviera, no podía facilitárselos por motivos legales. Eso no le gustó. Le gusta salirse con la suya, lo cual me trae de nuevo a... ¿qué más le conté sobre Álvarez?

Hago un esfuerzo por reproducir nuestra anterior conversación: «No rogamos, y usted no debe dejarse manipular. Punto. Fin de la cuestión. Estos artistas saben que no tolero toda esa mierda, y mientras tengan claro que usted me pertenece, tendrán claro que usted tampoco está dispuesta a tolerarla. Así que, cuando digo que me pertenece, Sara, es que me pertenece».

Pertenecer. A Mark le gusta demasiado esta palabra. Aunque también, al analizar lo que he aprendido de su forma de comportarse como jefe, empiezo a creer que tiene la extraña noción de que posesión es igual a protección. Tú le perteneces, por lo que tu bienestar es responsabilidad suya. No es la idea que más me seduce del mundo, pero pienso en cómo insistió en pagar los taxis para todos los empleados y los patrocinadores después de la cata de vinos en la galería, y realmente creo que piensa así.

—No vamos a rogar por sus cuadros y no somos de su propiedad.

Arquea una ceja, pero por suerte, antes de que pueda empujarme a participar en alguna especie de juego mental que seguro me dejaría con la cabeza dando vueltas, suena el intercomunicador de su mesa y lo pulsa con fuerza. No responde enseguida, su mirada férrea y segura está clavada en mi rostro. Siento un chute de adrenalina en las venas y me clavo los dedos en las piernas. No sé qué esperar de Mark, salvo cierta incomodidad oscuramente adictiva, y sé que esto es otro síntoma de lo disfuncional que me he vuelto.

Sin librarme de su escrutinio, Mark aprieta de nuevo el botón del intercomunicador.

—Está aquí el señor Ryan Kilmer —anuncia Amanda—. Dice que ha quedado con usted.

—Ahora mismo estamos con él —contesta Mark, luego suelta el botón, y rompe nuestra conexión con un parpadeo—. Mi buen amigo, su futuro cliente, señorita McMillan. Adelántese usted para recibirlo.

Me ha despachado, pero permanezco inmóvil. Esta conversación sobre mi trabajo me ha hecho pensar en la decisión que debo tomar. Antes de que me convenza a mí misma de dejarlo estar, afirmo:

—Tengo dos semanas para renunciar a mi trabajo como maestra y que puedan sustituirme antes del principio del curso. Para entonces tendría que recibir la oferta de un puesto en la galería, así como alguna garantía de obtener comisiones. Si eso es inviable, deberíamos hablar del tema ahora.

—Sólo será pronto para hablar de ello si usted lo permite.

—Esa no es ninguna respuesta —respondo, pero ¿qué es lo que esperaba, acaso? Hombres como Mark no se permiten estar preocupados o que les pongan plazos, y eso es exactamente lo que acabo de hacer.

—En absoluto. Lo que ocurre es que no es la respuesta que usted quería.

—Claro. ¿Y por qué iba a darme la respuesta que yo quería?

—Le he dado la respuesta que necesitaba oír, no la que le hace la vida más fácil. Fácil no es lo mismo que mejor.

Estos jueguecitos no me sientan bien. Me pongo en pie.

—Será mejor que vaya a encontrarme con mi cliente. —Me giro hacia la puerta, preguntándome cuántas veces volveré a repetir en mi cabeza: «Sólo será pronto para hablar de ello si usted lo permite», antes de que acabe el día, analizando su significado.

—Señorita McMillan.

Me detengo, pero no me doy la vuelta. Me frustra que esta reunión haya terminado conmigo hecha un manojo de nervios y él controlando la situación.

—Persigo lo que quiero, pero respeto ciertos límites. Dígame que le pertenece a él y no insistiré.

No hay medias tintas, tanto él como Chris me lo habían dicho, pero no puedo decirme a mí misma que pertenezco a Chris, como si fuera de su propiedad. Aprieto los ojos mientras las palabras de Chris vuelven a sonar en mi mente: «Quiero que sepas que eres mía». En realidad es lo mismo que pertenecer, pero la sensación era distinta cuando sólo éramos nosotros dos los que hablábamos y Chris había dicho que él también era mío. Fue un momento definitorio de compromiso en nuestra relación que cambió la dinámica entre los dos y las expectativas que tenemos el uno del otro. «No dejes que los viejos fantasmas os destruyan a ti y a Chris. Piensa en lo traicionada que te sentirías si Chris no dejara clara vuestra relación en una situación parecida.»

Me doy la vuelta y me aseguro de que Mark entienda hasta qué punto quiero decir lo que voy a decir.

—Estoy con Chris, pero nunca le perteneceré; no perteneceré ni a él ni a nadie. —Salgo sin darle la oportunidad de que responda, y estoy orgullosa de mí misma. Ahora sabré que, ocurra lo que ocurra en la galería, tendrá que ver sólo con mi trabajo. Y no he permitido que el pasado influya en Chris y en mí. Por lo menos esta vez.

8

Ryan Kilmer encarna de modo impecable la imagen del playboy alto, moreno y atractivo, con su traje marrón perfectamente a juego con sus ojos.

—Así que tú eres la sustituta de Rebecca —dice como saludo, estrechándome la mano un poco más de la cuenta y tuteándome.

—No sabía que estaba aquí en calidad de sustituta —comento cuando por fin suelta mi mano—. Me veía más como una suplente...

—Ah, sí —contesta, y cierta tensión en su tono de voz hace que me pregunte qué quiere decir—. Suplente. Bueno, espero que te quedes el tiempo suficiente como para suplir mis carencias.

Me niego a leer entre líneas el comentario, pero es amigo de Mark y me pregunto si no será él el otro hombre del diario. Elijo mis palabras con cuidado.

—¿Tienes un proyecto que requiera obras de arte? —pregunto, decidiendo tutearle yo también.

—Soy promotor y estoy metido en un edificio que se está construyendo a unas cuantas manzanas de aquí. Estamos rematando el vestíbulo y varios pisos piloto. Necesitamos que los espacios impresionen a clientes de alto poder adquisitivo. Rebecca me ayudó con otra propiedad que tuve hace unos meses, básicamente lo dejé todo en sus manos. —Me muestra una carpeta—. Te he traído algunas fotos de su trabajo y los planos del edificio y las fotos de los espacios en los que quiero que trabajes ahora. Me gustaría que vinieras a ver el inmueble lo antes posible.

—Claro, me encantaría ver lo que has traído. ¿Por qué no pasamos a mi despacho?

—Estupendo.

Paso la siguiente hora repasando el trabajo que Rebecca ha hecho para Ryan en el pasado para hacerme una idea de qué es lo que busca para este nuevo proyecto. No ignoro lo atractivo que es este hombre, pero, a diferencia de Mark, su simpatía y su naturaleza afable son contagiosas y me tranquilizan. Es difícil verle como un amigo cercano de Mark, pero quizá su amistad sea posible precisamente gracias a sus diferencias. Puede que Mark y Chris se parezcan demasiado, que compitan demasiado por tener el control.

Cierro la carpeta.

—Tengo muchas ganas de ver el inmueble. —Y de trabajar con el abultado presupuesto que me permitirá colocar en la propiedad algunas piezas increíbles, pero de pronto me descubro pensando en Mark y en Chris y me pregunto qué habrá pasado para que se distancien el uno del otro.

—... y tendremos los pisos piloto amueblados para la semana que viene.

Parpadeo; parece que me he perdido parte de lo que decía Ryan.

—Ah, sí. Que esté amueblado ayuda mucho. Podré hacerme una idea viendo qué habrá alrededor de las obras.

—Seguro que la decoradora querrá opinar al respecto —añade—. Pero ella ya ha trabajado con Rebecca y entiende que la idea es impresionar a las personas que nos visiten tanto con el diseño de los interiores como con la obra de los artistas.

Nunca he trabajado con una decoradora y hacerlo me intimida un poco. Me pregunto si Rebecca lo había hecho antes de trabajar en la galería. Al pensar esto me doy cuenta de que no sé nada de su vida antes de que llegara aquí. ¿Cómo he podido pasar por alto una pista tan importante que podría ayudarme a encontrarla?

—Por ahora —continúa Ryan— puedes ir barajando diferentes opciones. Como necesito bastantes piezas, es posible que tengas que realizar algunas adquisiciones externas, y me figuro que te llevará algo de tiempo coordinarlo todo. —Se levanta y juntos ponemos rumbo al vestíbulo, pero le lanza una sonrisa a Amanda y se detiene frente a su mostrador.

Los dos empiezan a charlar, y de pronto siento que tengo que ponerme en el papel de madre superiora cuando noto que está flirteando con ella. Este hombre se mueve en los mismos ambientes que Mark y lo más probable es que acuda a su club, y Amanda es una joven universitaria diez años menor que él. Revoloteo nerviosa a su alrededor, sin poder evitarlo. Cuando da por concluido el flirteo, lo acompaño a la puerta.

Al regresar a la zona de administración, también me detengo frente al mostrador de Amanda.

—Es muy sexy —comenta, encantada de haber recibido tanta atención—. Y nunca se había parado a hablar conmigo así.

—Es demasiado mayor para ti —apunto.

—No lo es —replica—, un hombre mayor es sexy.

Vuelve a utilizar la palabra.

—Y mandón —aseguro.

Sonríe.

—Mientras sea él, ya me puede mandar todo lo que quiera. —Baja la voz—. A diferencia del Jefazo, que me deja siempre inquieta y excitada, como a todas, Ryan no me asusta. No me sorprende que le gustara tanto a Rebecca.

—Tiene algo, desde luego —asiento, pero también pienso en cómo Rebecca veía al otro hombre del diario como a alguien que se entrometía en su relación con Mark y no puedo evitar pensar que podía tratarse de Ryan. Entiendo por qué elegiría Mark a Ryan para hacer un trío. Un hombre que no amenaza su rol de Rey.

—¿Pero...? —tantea Amanda cuando no añado nada más.

—Pero recuerda que los que tienen algo son, a veces, precisamente los que también tienen algo que ocultar. —Dicho esto, decido cambiar de tema para evitar pisar terreno pantanoso—: ¿Ha venido Mary?

—Sigue enferma —informa Amanda—. Hoy estás sola.

Tengo la sensación de no caerle demasiado bien a Mary, así que tampoco voy a lamentar su ausencia. Y, además, también disfruto trabajando sola.

—No hay problema. Estaré en mi despacho.

Unos segundos más tarde, me acomodo detrás de mi escritorio. Resuena una vibración dentro del cajón: mi teléfono tiene un mensaje. Al recuperar el dispositivo me doy cuenta de que el mensaje lleva un rato en la bandeja de entrada. Le doy a «ABRIR» y de pronto tengo delante una foto de Chris con un adolescente que, me figuro, debe ser el paciente con leucemia. El chaval parece estar contento, pero está en los huesos, y muy pálido. Y, aunque Chris sonríe, advierto la tristeza que acecha al fondo de su mirada. Estar junto a este chico y saber que no puede hacer nada por ayudarle le está destrozando. Capas, pienso. Chris tiene muchas capas.

Le envío un mensaje: «Eres increíble».

Me contesta: «Cuando nos volvamos a ver, podrás demostrarme que lo piensas de verdad».

Sonrío, y escribo: «¿Cómo?»

Contesta diciendo: «Intenta usar mi imaginación».

Me había acusado hace poco de tener miedo de su imaginación. No es así: «Quizá tengas que pintarme otro retrato».

«Sí —escribe—, quizá tenga que hacerlo.»

Me descubro sonriendo cuando termina nuestro intercambio de mensajes, luego repaso con el dedo la lista de clientes a los que tengo que llamar, y me planteo salir a comer. Pero, para mi frustración, mi mente vuelve a darle vueltas a la relación que tiene Chris con Mark. Los dos eran fanáticos del control. Los dos estaban metidos en las cosas que ocurrían en el club. ¿Y si habían intentado compartir una mujer y habían chocado? Esta idea me trastorna por muchas razones, y procuro apartarla de mi cabeza. No. Eso no es lo que ocurrió. Eso significaría que Chris me mintió sobre sus preferencias sexuales. Pero ¿será eso, realmente? Él me dijo qué es lo que prefería. ¿Acaso llegó a afirmar que no había probado otras cosas? No me mintió, pero ¿es posible que no me contara toda la verdad? Trago saliva. ¿Quién soy yo para juzgar dónde se traza la línea que separa una cosa de la otra? Yo misma no he sido completamente sincera con Chris y no sé si puedo serlo. No sin destruirnos.

Mi jornada va a terminar y poco antes de las siete estoy a punto de guardar mis cosas para marcharme.

—¿Estás lista para largarte? —pregunta Ralph desde la puerta—. Os acompañaré a Amanda y a ti a vuestros coches.

Aunque no me apetece nada ir sola hasta mi coche, es decir, hasta el coche de Chris, me falta la energía necesaria para contestar a todas las preguntas que me harían cuando descubriesen que estoy conduciendo el 911. Me arrepiento de haber decidido traerlo, por las complicaciones que implica. Pero, afortunadamente, el aparcamiento tiene cámaras y Mark sigue aquí.

—Tengo que consultar un par de cosas con el Jefazo, así que marchaos sin mí.

Amanda aparece en el umbral de la puerta.

—Se supone que los martes hay poco trabajo. Por eso tenemos previsto que la gente libre hoy, ¡pero ha sido un día de locos! ¿Qué has hecho para atraer a tantos clientes? Todos preguntaban por ti.

—Mark me dio una lista y he hecho unas cuantas llamadas. Imagino que habrá sido por eso. Por desgracia, ninguno ha decidido adquirir obras, de momento, pero estoy bastante segura de que algunos lo harán en breve.

Charlo con ellos unos minutos hasta que se marchan.

Yo misma estoy más que lista para irme. Ha transcurrido mucho tiempo desde mi almuerzo frío en un chino con unos clientes y la noche sin dormir empieza a pasarme factura.

—¿Y qué es lo que tiene que consultar conmigo, si puede saberse?

Levanto la vista y me encuentro a Mark apoyado en el umbral de la puerta, con la corbata aflojada y el pelo revuelto. Hoy ha tenido una larga reunión con varias personas durante horas y, aunque es raro en él, parece agobiado.

—La lista de clientes —contesto—. Esperaba que pudiera decirme cuáles poseen piezas por las que Riptide pudiera contactarles mañana.

—Ya le envié esta tarde un correo electrónico con los nombres por los que pregunta.

—Ah, bueno. Debería haber mirado el correo, supongo. Llevo todo el día con clientes.

—Y sin embargo... no hubo ventas.

Se me tensa la espalda y me siento transportada, de pronto, a mi pasado, cuando mi padre y, sí, Michael, aprovechaban la mínima ocasión para machacarme cuando algo iba mal. Empiezo a estar enfadada y no con Mark. Pensaba que lo había superado, pero está claro que no. «Elija el éxito», me había dicho Mark y, con todo, ¿por qué está aquí intentando que admita un fracaso que no existe? El objeto de mi enfado va cambiando, se revuelve y se retuerce dentro de mí. No importa el resultado, no puedo ceder ante Mark como he hecho ante otros en el pasado.

—¿Sabe? —digo, y estoy orgullosa de lo confiada que suena mi voz, de la firmeza de mi mirada—. Si lo que pretende es que «elija el éxito», dar por sentado mi fracaso no va a ayudar. Hoy no hubo ventas, cierto, pero tengo varios clientes que creo que comprarán, y que comprarán bastante.

Sus labios se tuercen.

—Me alegra ver que tiene la confianza suficiente como para ponerme en mi lugar.

Los ojos se me desorbitan. ¿Lo he puesto en su lugar, realmente? Y él me ha dejado hacerlo, incluso parece haberle divertido, cuando apenas puedo imaginármelo en esta situación. Estoy hecha un mar de dudas e intento acabar con ellas, intento recordarme que no parece enfadado, pero no puedo hacerlo. Es mi jefe. Él representa mi camino hacia la seguridad financiera. Tengo que justificar mi respuesta.

—Sólo estoy... intentando asegurarme de que a usted tampoco le guste fracasar.

—Y lo apruebo.

Me recorre un escalofrío de placer con sus palabras y la luz que irradian sus ojos. Complacer a Mark me complace a mí y no es algo sexual. No. Chris tiene bien agarrada esa parte de mi vida y no hay sitio para nadie más. Se trata de la fijación que tiene Mark con el poder y de su rol autoritario. El placer de hace apenas unos segundos empieza a decaer y a desvanecerse ante el recuerdo incómodo de que, incluso después de haberme atrevido a enfrentarme con él, no he sabido enfrentarme a mí misma, y no tengo pleno control sobre cómo me influye mi pasado.

—Parece cansada —comenta—. Yo también lo estoy. ¿Por qué no le acompaño al coche?

—Parezco cansada —repito—. Los cumplidos le abrirán todas las puertas, Jefazo.

—Ah, bueno —ronronea, con un tono de voz bajo y áspero—. Ojalá fuera así de fácil.

Me cuesta tragar ante el ardor de su mirada y me apresuro a coger el bolso y el maletín, y las palabras, oh, las palabras que terminan siempre por escapar de mi control, salen a borbotones de mi boca:

—No sé por qué, pero dudo mucho de que estuviera interesado en cualquier cosa que le resultara fácil. —Oh, mierda. ¿Acababa de retarle? No pretendía hacerlo. Mis ojos buscan los suyos—. Y con esto no quiero...

Empieza a reír a carcajadas, una risa grave y ronca, como su voz.

—Relájese, señorita McMillan. Sé que no me estaba retando, aunque si cambia de parecer aceptaré el reto encantado. —Saca las llaves del bolsillo—. Salgamos de aquí. Opino que ambos hemos pasado una noche demasiado larga como para tener que aguantar, encima, un día tan largo también.

«No», pienso, y me pongo en pie, sintiendo ya la ausencia de Chris en su apartamento. «La mía fue demasiado corta, considerando que Chris estará fuera unos días más.»

Salimos de la galería, la tenue luz de las farolas ilumina la parte trasera del edificio y el aparcamiento, donde nuestros dos coches son los únicos que quedan, y eso quiere decir que por fuerza el coche de Mark es el Jaguar deportivo plateado. Posa su mirada sobre el 911.

—Veo que ha procurado marcar bien su territorio —musita secamente.

—O puede que sólo sienta un odio visceral por mi Ford Focus.

Entrecierra los ojos.

—No se acostumbre a las cosas que le da, o no querrá ganárselas por sí misma. Y eso, señorita McMillan, representaría un problema para ambos. ¿La veo mañana?

Se ha despedido, pero no se aleja, y me doy cuenta de que está esperando a que me meta en el coche. Me ha tocado la fibra sensible y le sostengo la mirada. Dudo un momento y me planteo bajar los ojos, pero no lo hago.

—Vengo de una familia con dinero, Mark. He tenido dinero, mucho, y podría tenerlo ahora si eligiera cumplir con ciertas expectativas. Así que Chris no puede acostumbrarme a nada que no conozca ya y que, además, ya rechacé en su día. Quiero ganar mi propio dinero. Y... —Arquea una ceja ante mi forma de vacilar y me doy cuenta de que no quiero decir nada más. No necesito decir más. Esto no es asunto de Mark—. Y buenas noches. —Me meto en el coche sin darle la oportunidad de replicar, y ya no me arrepiento de llevar el Porsche. No quiero esconder mi relación con Chris ni disculparme ni excusarme por conducir su coche. Esta es mi vida y pienso vivirla.

Salgo a la carretera y regresa el subidón de adrenalina. Estoy encantada de que se deba a mis acciones. Pienso en Rebecca y en cómo utilizaba al hombre del diario para alcanzar subidones así. Qué fácil hubiera sido acabar igual, si estuviera con otro hombre que no fuera Chris. Mi deseo de encontrarla, de confirmar que está a salvo y feliz, viviendo sus sueños, se vuelve más poderoso que nunca.

La sensación de ir en un 911 es suave y lujosa. Estoy acostumbrada a ella porque es el coche que prefiere mi padre, pero hace años que no viajo en uno, y nunca conducía yo, desde luego. Que Chris me haya dado sin más las llaves significa mucho más de lo que él mismo sospecha. Y no es que nunca haya tenido un coche bueno. Mi padre no permitiría que su hija le avergonzase conduciendo un Ford Focus como el que tengo ahora. Durante una época me había puesto al volante de un pequeño Audi de lo más conservador, tanto en los años de instituto como en la universidad, aunque, eso sí, lo había cambiado por un modelo nuevo cada dos años, claro. Había amado el primer coche y odiado los dos que le siguieron, a medida que empezaba a ver más allá del velo que recubría la vida que vivíamos mi madre y yo. Pero ahora no hay velo que valga. Estoy sola y estoy en un 911.

Curvo los labios al pisar el acelerador y me doy el gusto de un acelerón que apenas dura media manzana. En cuanto levanto el pie, el coche se desliza con facilidad. El suave recorrido tras el impresionante acelerón me recuerda a los cambios de humor extremos de Chris y se me ocurre que el coche encaja con él a las mil maravillas. También me pregunto si acaso he llegado a vislumbrar lo que hay bajo la superficie, qué provoca esos cambios tan bruscos. Me pregunto qué pensaría si supiera lo que hay bajo mi superficie.

Desdeño el lugar hacia el que se encaminan mis pensamientos al llegar al lujoso edificio de Chris, que está a sólo unas manzanas de la galería. El botones me abre la puerta y me saluda.

—Buenas tardes, señorita McMillan.

Al entregarle las llaves, recuerdo a Chris diciéndole en tono burlón a este mismo botones que nada de hacer carreras con el coche, igual que había hecho con otro en un hotel.

—No hice carreras —sonrío—. Por lo menos no muchas.

Me devuelve la sonrisa.

—No la delataré.

—Gracias —contesto, asintiendo con la cabeza antes de pasar la correa del maletín por mi hombro y dirigirme hacia el interior del edificio, donde encuentro a Jacob de pie junto al mostrador.

—Señorita McMillan —me dice bajando la cabeza cuando me detengo junto a él—, confío en que el día transcurriera sin novedad, en el buen sentido, ya que no he sabido nada de usted tras la llamada de esta mañana.

—Todo ha ido bien —confirmo—. ¿Sabe?, es que no quería arriesgarme a molestarlo por si acaso libraba esta mañana.

—Yo trabajo siempre —me informa—. Vivo en el inmueble y le prometí a Chris que cuidaría de usted. Él nunca pide favores, señorita McMillan. Pero por usted sí que lo hizo. No tengo ninguna intención de defraudarle. Hago lo posible por tenerla localizada, pero necesito que usted se comunique conmigo. Si va a salir, por favor, dígamelo.

De pronto me asalta el recuerdo de todos los años de mi vida durante los cuales mi madre y yo no podíamos ir a ningún sitio sin un guardaespaldas que no necesitábamos. Durante mi juventud, claro, no lo entendía. Fue en la universidad cuando por fin me deshice de las gafas que me hacían ver el mundo de color de rosa. Entonces, de pronto, fui consciente de que mi madre y yo éramos como dos pequeñas mascotas, animalitos de compañía para mi padre, controladas, no protegidas. Aisladas de las muchas vidas que él había llevado y de las muchas mujeres que mi madre había fingido que no compartía con él.

—¿Señorita McMillan? —pregunta Jacob, y recorro con la vista el trayecto desde el suelo hasta sus ojos.

—Sí —murmuro—. Gracias, Jacob. —Y a pesar del rato que he pasado en el baúl de los recuerdos, lo digo sinceramente. En contra de lo que sugieren mis acciones de la noche anterior, no acostumbro a hacer estupideces, por mucho que mi padre pueda afirmar lo contrario. Anoche hubo alguien más en ese trastero. Puede que fuera una pandilla de chavales, o puede que no, pero con lo preocupada que estoy por Rebecca, no estoy segura de haber superado el miedo que sentí en la oscuridad.

Entrecierra los ojos y detecto en ellos un brillo de comprensión.

—Me da igual la hora que sea, tanto de día como de noche, llámeme si lo necesita. No hay ningún motivo, por insignificante que pueda parecerle, que no valga la pena. Más vale prevenir...

—Que curar —digo, terminando su frase—. Sí, lo sé. —Inclino la cabeza—. Le llamaré si lo necesito.

Unos minutos después salgo del ascensor y me adentro en el apartamento de Chris, embelesada por el perfil centelleante de la ciudad. El agotamiento empieza a calar en mis huesos y me dirijo al dormitorio, deteniéndome en el umbral de la puerta, hechizada por la cama gigante, sin hacer.

«Cariño, te voy a follar de tantas maneras que no se pueden ni contar, pero esta noche no. Esta noche voy a hacerte el amor.»

Y lo había hecho. No tengo ni idea de si eso significa que se está enamorando de mí, pero yo me estoy enamorando de él. Ya lo he hecho.

Me mojo los labios, que de pronto siento secos, y me deshago de los zapatos antes de caminar hacia el cuarto de baño y encontrarme con la camiseta de Chris, que he guardado para usar como pijama. Después de desvestirme, deslizo la camiseta por mi cuerpo e inhalo profundamente. Su olor me hace rozar por unos instantes el séptimo cielo. Me dirijo a la cocina y paso un rato explorando, contenta de encontrar una caja de macarrones con queso que en un minuto transformo en la cena. Cuando ya están listos, cedo ante la curiosidad y termino en la puerta del estudio de Chris con el plato en una mano y mi portátil y mi móvil en la otra.

Enciendo la luz y no veo la hermosa ciudad que me rodea. Sólo hay un rollo de cinta sobre un taburete. Cierro con fuerza los ojos y casi logro estar de nuevo sobre el taburete con la boca y las manos de Chris recorriéndome el cuerpo. Dejo mis cosas en el suelo junto a la pared, donde tengo intención de ponerme cómoda, pero no me siento. Ahora, y sólo ahora, me permito pensar en aquello que se ha colado entre mis pensamientos hoy, sólo para ser ignorado de inmediato: El cuadro.

Avanzo lentamente, siento cómo se me acelera el pulso a medida que me acerco al retrato que me ha hecho Chris; atada por las muñecas y los tobillos, en el centro del estudio. Al contemplarlo más de cerca se me seca de pronto la garganta y siento un fuego que me sube por las tripas. Se trata de una imagen en blanco y negro, que son las que él prefiere. El dibujo está muy bien ejecutado, con finos detalles, demasiado bien hechos para ser un estudio o un borrador. Lleva tiempo trabajando en el cuadro y lo ha dejado a la vista para que yo pueda verlo, tanto esta mañana como ahora. Chris no hace nada sin tener un propósito. Se trata de un mensaje o de un desafío. No estoy segura de cuál de las dos cosas, puede que sean las dos. No me queda claro qué implicaría cualquiera de las dos. Y, teniendo en cuenta que el retrato me incomoda a la vez que me excita, ni siquiera me queda claro qué siento yo. Esto es el santuario de Chris. ¿Qué significa que me haya atado en la vida real y también sobre un lienzo?

9

Aparto la mirada del cuadro y camino hacia donde he dejado mis cosas. Me flojean las rodillas, me deslizo por la pared hasta quedar sentada en el suelo y permanezco allí un momento, intentando discernir qué es lo que estoy sintiendo, cuando de pronto se me ocurre emprender una misión en busca de conocimiento. Enciendo mi ordenador y busco en Internet «dolor por placer»; aparecen ante mis ojos un montón de cuerpos desnudos y maniatados en habitaciones que parecen mazmorras. Veo que dos de los elementos más recurrentes son látigos y cadenas, y la idea de aprender sola sobre este mundo parece más difícil de lo que pensaba. La verdad es que me estoy quedando alucinada. Pruebo a teclear «bondage» y también «BDSM», y los resultados que obtengo son tremendamente parecidos.

Finalmente, aterrizo en una página que me ofrece propuestas como «Juega con tu amante» y que contiene enlaces a distintos productos, como unas palas aterciopeladas de color rosa y un par de pinzas para pezones en forma de mariposa. Imaginarme que Chris tuviera algo que ver con las palabras «terciopelo», «rosa» y «mariposa» me parece hasta cómico.

Suena mi teléfono, tan oportuno como siempre; es Chris. Aprieto el botón para contestar.