PRÓLOGO
EL PRIOR DE BARBIANA
En 1954 las autoridades eclesiásticas relegaron en Barbiana (pequeña aldea toscana trepada a la montaña) al cura florentino Lorenzo Milani. Él había comprendido que un apostolado no tenía sentido si el pueblo no entendía. Se había propuesto despertar la palabra comunicante y la conciencia crítica, sin esperar nada milagroso, sin contar siquiera con la gracia, pues esta no es administrada por el sacerdote.
Allí Don Milani crea una escuela popular. «No tanto para colmar el abismo de ignorancia, sino el abismo de diferencia», dice. Le apremia encontrar el instrumental expresivo de una cultura popular, que parta de una base de igualdad, abandonada por el Tercer Mundo, insertada en la liberación del hombre.
Lorenzo Milani muere el 26 de junio de 1967, a los cuarenta y cuatro años, veinte días después de la publicación de la Carta a una profesora. Que se vistieran de blanco, que hicieran fiesta, pues moría con alegría. La obra de sus chicos —su obra maestra— estaba concluida. Se cerraba así toda una vida de lucha contra los institutos del autoritarismo y del conformismo, derribando esos «muros; de papel, de incienso y de obsequiosidad»[1] que impiden ver el fondo de las cosas, cumpliendo una sacrosanta misión agitadora de las conciencias. «Ya verás —le repetía a su madre en los últimos días— que repercusión tendrá la Carta…».
Muchos representantes de la cultura oficial que conocieron de cerca de este nuevo Savonarola le juzgaron con cierto rencor o con cierto sentimiento de culpa: Don Milani, para ellos es una pavorosa presencia, el ser terrible, incómodo, irritante, demasiado perentorio, tajante, escandalosa y heroicamente extremista y fanático como todos los verdaderos maestros y los auténticos profetas, anticuado, arcádico, populista, obediente hasta la obcecación o rebelde total, pedagogo de la libertad pero absolutista como maestro, glacial, la representación misma del antisacerdote por su predicación tan maniquea y violenta.
En los últimos tiempos Don Milani, no soportaba a la «gente culta». Descendiente él mismo de una noble familia de refinada cultura, había cometido ese suicidio como intelectual para renacer como clase, incorporándose a la de los desheredados contra la clase dominante.
Minado por la leucemia, le respondía a una profesora que no había podido resistirse a plantearle algunas observaciones acerca de la Carta: «cállese. Ya le hago un gran regalo gastando estas últimas sacudidas de vida que me quedan para hablar con usted, que es rica, mientras tendría que dedicarlas solo a los pobres. Por lo tanto, usted no puede permitirse contradecirme».
Hablaba son circunloquios, sin suavizar sus opiniones con esa cortesía propia de «las buenas costumbres». En una carta, a propósito de las torturas a los combatientes del FLN argelino y de una visita oficial de De Gaulle, dice algo que caracteriza su actitud: «Siento la gran tristeza de pertenecer a una iglesia cuyas publicaciones nunca llaman a las cosas por su propio nombre. La ley mundana de la buena educación fue erigida como ley moral de la Iglesia de Cristo. Quien dice cojones va al infierno. Quien en cambio no dice eso, pero les pone un electrodo, o no persigue a los policías que se manchan con tales atrocidades mientras persigue al libro (La Gangrene) que testimonia esas cosas, viene de visita a Italia y es acogido con la sonrisa que requiere la buena educación»[2].
Fustigador incansable, Don Milani, opuso un decidido «me importa» a la consigna fascista de «me ne frego» y sin dejar nunca de ser ortodoxo, resolvió de una manera espontánea e inédita el conflicto entre la obediencia a las jerarquías y la obediencia interior, entre su papel de cura devoto y su papel de hombre comprometido y laico. En 1958 publica sus Experiencias Pastorales. Es un despiadado análisis sociológico sobre el comportamiento de los fieles de San Donato de Calenzano; contiene hasta diagramas sobre la frecuencia de la comunión o sobre como suelen disponerse en la iglesia los hombres, las mujeres, los creyentes y los conformistas. Don Milani comprendía que su apostolado no sirve para intervenir en la sociedad: se hallaba congelado en un rito exterior, carente de comunicación con el pueblo. Veía con amargura (y furia) como los pobres imitaban a los ricos (el aparato de los bautismos, comuniones, casamientos), mientras fuera de los portales de la iglesia las luchas sociales arreciaban. «Hay que meterles en el corazón el horror por todo aquello que es burgués»[3], concluye. El joven sacerdote siente que la sociedad misma ha cortado los lazos que lo unen con su pueblo. Por conocerlo tan profundamente, no puede menos que reconocerlo: «Yo no soy hermano de la gente que hace una ética de la mentira, de la cerrazón, del rechazo al razonamiento, del rebajarse metódico a las modas, de gente que vive en el terror de los vecinos, de gente que no sabe, no digo hacer un razonamiento corrido, sino seguirlo, y por eso ignora todo principio salvo el único principio de hacer lo que hacen los demás»[4]. «No puedo tampoco usar la áulica fórmula capuchinas de que son hermanos en pecados. ¿Cuáles? Yo no tengo pecados en común con mi pueblo. Mis pecados y los suyos no son ni parientes. Sus actos no son ni bien ni mal. No son nada»[5].
El libro aludido que apareció con el imprimátur del arzobispo de Florencia y con el prefacio de un obispo, le valió a Don Milani una severa crítica del «Osservatore Romano» y la prohibición de otras ediciones por parte del Santo Oficio.
Pero la figura de este cura singular rebasaría los ámbitos del clero y se impondría a la opinión pública en 1965, en su audaz intervención a favor de la objeción de conciencia. Los capellanes militares toscanos habían suscrito una nota (que apareció publicada en uno de los diarios italianos más reaccionarios) en la que tributaban «su reverente y fraternal homenaje a todos los caídos por Italia, por el sagrado ideal de la Patria» y en la que juzgaban «un insulto a la patria y a sus caídos a la llamada objeción de conciencia que, extraña al mandamiento cristiano del amor, es expresión de vileza». Don Milani, en una polémica carta abierta, responde a los capellanes: «si ustedes tienen el derecho de dividir al mundo en italianos y extranjeros les diré entonces que, en ese sentido, yo no tengo patria y reclamo el derecho de dividir al mundo en desheredados y oprimidos por un lado, y privilegiados y opresores por el otro. Aquellos son mi patria; estos, mis extranjeros. Entonces yo reclamo el derecho de decir que los pobres pueden y deben combatir a los ricos (…) Si ustedes todavía están vivos y con grados, significa que nunca objetaron nada»[6]. Con una interpretación desacralizada de la historia, Don Milani examina los últimos cien años de Italia invitando a los capellanes a que se pronuncien, caso por caso, sobre «de que parte estaba la patria, desde que lado había que apuntar las armas, cuándo había que obedecer y cuando había que objetar». Pero él mismo, coherente con su actitud, no puede dejar de pronunciarse: «Hubo también una guerra justa (si existen guerras justas). La única que no era ofensa a patrias ajenas, sino defensa de la nuestra: la guerra partisana. Por un lado había civiles y por el otro, militares. Por un lado soldados que habían obedecido y por el otro, soldados que habían objetado. ¿Cuáles de los dos adversarios eran, según ustedes, “los rebeldes” y cuales los “regulares”? Es un concepto que apremia aclarar cuando se habla de patria. En el Congo, por ejemplo, ¿cuáles son los “rebeldes”? (…) Respetemos el sufrimiento y la muerte, pero frente a los jóvenes que nos miran no hagamos peligrosas confusiones entre el bien y el mal, entre verdad y error, entre la muerte de un agresor y la de su víctima»[7]. La carta a los capellanes y otros documentos del proceso se reúnen en un libro al que Don Milani titula, significativamente, La obediencia no es más una virtud. Según él, no dijo más que «las cosas elementales de doctrina cristiana que todos los curas enseñan desde hace dos mil años (…) como católico integral, y a menudo hasta como católico conservador». Sin embargo «hay que tener el coraje de decir a los jóvenes que ellos todos son soberanos, por lo cual la obediencia no es más una virtud, sino la más subrepticia de las tentaciones y que no crean que podrán atrincherarse en ella ante los hombres ni ante Dios, pues es preciso que cada cual se sienta el único responsable de todo»[8].
LA PALABRA DE BARBIANA
A cada alumno nuevo que se presenta a la escuela de Barbiana, Don Milani lo provoca diciéndole que, a lo sumo, conocerá doscientas cincuenta palabras, mientras el patrón conoce unas mil, y que esta es una de las razones por las cuales sigue habiendo patrones y esclavos.
Acuden a ese seminternado rural los que fracasaron en los institutos de enseñanza oficiales. Por una extraña coincidencia, son los pobres. Pero de allí van a salir hombres, conscientes y responsables que se consagrarán a ayudar a otros en las mismas condiciones de inferioridad, a través de la enseñanza, la política o la labor sindical.
La palabra, en Barbiana, es todo lo contrario de la timidez y de la avaricia. Es la comunicación que nace de la multitud excluida, el desquite de los pobres que han descubierto la gran confabulación. Es, siempre, la política («todo por miedo a esa palabra»), la manera de salir todos juntos de un problema, lo único que puede llenar la vida de un hombre de hoy, de un hombre creador y transformador que combate en cada frente en que le toca actuar.
Ocho chicos de barbiana toman esa palabra —cargada de odio— para denunciar, con cifras en la mano, lo que se esconde tras la triste realidad de Italia en el campo de la enseñanza. Juan (cuyo recorrido puede seguirse, cada vez más marginado, inexistente, en las tablas del libro) es sacrificado para que emerja Gustavito-el hijo-del-doctor. Millones de Juanes, lo mejor de la humanidad, para que se mantenga la cultura que no merece otro insulto que el de «superficial».
La Carta a una profesora es una propuesta que proviene de la masa. De un grupo de muchachitos entre los trece y dieciséis años de edad, en relación dialéctica (¿o mayéutica?) con un cura extraordinario. Queda eliminada la institución tradicional del autorazgo.
Desde hacía tiempo, en la correspondencia que Barbiana mantenía con otras escuelas populares de Toscana, Don Milani había apreciado que la suma de los aportes individuales (vocabulario restringido, pero diferentes de un individuo a otro) da un resultado colectivo de otra categoría cultural (vocabulario amplio que todos entienden): «Esta al nivel cultural del oído de estos chicos, no al nivel de su pluma o de su boca».
El líder es rotante: Miguel habla en primera persona porque sufrió la experiencia («la infección») que se quiere acentuar; pero Jorge, que proporciona datos y estadísticas, está cumpliendo su venganza y la de todos, Lucio es el portavoz de multitudes campesinas; Manuel, «el imbécil» recuperado; Angelito, Carlos, Luis y otros compañeros, habiendo saltado «el pozo de los idiomas», comunican sus vivencias en países extranjeros; y Juan, la única criatura para quien la escuela tendría sentido.
En su coralidad, el libro blanco de Barbiana consigna los temas candentes de estos años en materia de política cultural, cuestionando el sistema antes de la impugnación global propiamente dicha. Por eso, en aquel verano de 1967 causó la impresión de una bomba. Pero tal vez Don Milani había entendido que se trataba de una bomba de tiempo.
Fue acogida con un inesperado acontecimiento literario, un raro documento pedagógico, un gran panfleto provocativo. Fue también acusada por las derechas de ser una compilación de invectivas de barricada y por las izquierdas de ser «revolucionarística (?) pero no revolucionaria». Los sectores progresistas de la enseñanza, una vez apagada la discordia por la cuestión del celibato, actúan para aplicar las propuestas inmediatas de los chicos de Barbiana (la reposición de los cursos especiales), entrando en pugna con las autoridades académicas.
Cotidianamente, la radio y la prensa comentan problemas de la enseñanza. Con abundantes cortes, aparece en televisión un documental sobre la escuela de Barbiana y Don Milani, con el título de «Primer mandamiento: no eliminar»; el documental, naturalmente, había sido eliminado por la censura.
La opinión pública está sensibilizada. Se vuelve «noticia», por ejemplo, que en los tres últimos años, en la región de Lombardía (una de las más desarrolladas de Italia), de cada tres niños uno no cumple los cinco grados de primaria, y que los índices de deserción están en estrecha relación con el ingreso por habitante.
Al año siguiente de su publicación, la Sociedad Italiana de Física premia a la Carta por su lógica y su método. Al Festival Internacional de Teatro de Venecia se presenta el «Argumento para la carta a una profesora de la escuela Barbiana y la rebelión de los estudiantes», con fragmentos del libro incorporado a los documentos de la lucha estudiantil; pero algunos de los autores de la Carta, presentes en el teatro repudian la representación («nosotros somos pueblo y no tenemos nada que ver con los universitarios») y provocan la intervención del juez de paz para que la Carta sea retirada de ese contexto que falsea su contenido.
Sin embargo, lo quieran o no, la palabra de Barbiana se ha convertido en la plataforma política del movimiento estudiantil italiano que irrumpe en noviembre de 1967.
Esa es la consecuencia más sorprendente de la obra. Dirigida a las autoridades oficiales de la enseñanza —o a los padres, como ellos dicen— la Carta despierta la conciencia de los gustavitos. Las autoridades siguen siendo lo que eran («los blancos nunca van a hacer leyes para los negros») y los padres también («no son santos» o «serviles como son…»). Quienes han cambiado son los estudiantes privilegiados, los señoritos, los hijos de papá. Las fuerzas del orden ya no los toleran más, como antes. Ya no hay ridículas fiestas de matriculados sino dramáticas batallas. Los gustavitos se han despedido de repente, de la firma; se niegan a seguir siendo cómplices del sistema y se rebelan contra él; invocando los principios que informan al libro de Barbiana.
En los primeros tiempos del desborde estudiantil Marcuse era un desconocido y quizás siga siéndolo. La verdad —menos publicitada— es que se siente la presencia de la Carta a una profesora en cada uno de los centenares de documentos lanzados por el estudiantado italiano. Ha cundido, hasta en las consignas, su inconfundible lenguaje: No a la escuela de clase. No a la enseñanza de los patrones. Apolíticos= fascista. Las llamadas orales y los exámenes son armas de chantaje. Nos quieren neutrales para que seamos cómplices. Y la misma burla y el mismo desdén: «Escuela de clase es aquella en la cual un viejo levita que es también profesor, dedica toda su atención al hijo del abogado o del farmacéutico porque es un niño sensible. Los demás son toscos. Los demás no saben escribir frases como un tibio rayo de sol se posó sobre mis rizos de oro…». «Escuela de clase es aquella en la cual el hijo del obrero, después de años de estudios, encuentra perfectamente normal que su padre sea explotado por el patrón».
En todas las asociaciones juveniles italianas se hallan, colgadas de las paredes, ampliaciones de los gráficos de la Carta. Durante cada acción de la campaña para el derecho al estudio, en cada manifestación, en cada asamblea, en los institutos de enseñanza ocupados, pueden verse carteles que repiten lo que es tal vez el principio fundamental de la obra de Barbiana: «La cultura verdadera, aquella que ningún hombre tuvo todavía, está formada por dos cosas: pertenecer a la masa y poseer la palabra». Otros afirman: «Don Milani estaría entre nosotros», que es la sola manera que les cabe para decir que ellos, los estudiantes en rebelión, adhieren a la palabra de Don Milani.
LA CULTURA SELECTIVA
El original del libro contiene veinte páginas más, nutridas de números y datos que fueron elaborados para hacer las gráficas. Se trata, como dicen los chicos, de «cuadros estadísticos no estrictamente necesarios para la comprensión del texto. Sirven para los amigos que quieran profundizar y para los menos amigos que no se fían».
Nosotros decidimos no incluir esas veinte páginas en la presente edición. Primeramente, porque nos fiamos. Y además porque no queremos correr el riesgo de ver solamente la pirámide ajena.
En efecto, que en Italia, el séptimo país desarrollado del mundo, mueran anualmente para la cultura 462 mil personas, nos parece escalofriante. Un verdadero genocidio intelectual, sistemático. Pero no olvidemos las cifras del subdesarrollo.
En la 9ª Conferencia General de la UNESCO que se realizó en Nueva Delhi en 1956, se dieron las cifras siguientes para América Latina, referidas solo a la enseñanza primaria: «de cada cien niños que ingresan a primer grado escolar, 37 se pierden en segundo grado, llegando a 62 en tercero, 72 en cuarto, 83en quinto y 88 en sexto. El promedio cultural del continente apenas alcanza a segundo grado escolar. Pero si este promedio continental se tradujera horizontalmente, incorporando a todos los que llegan a la secundaria y a la Universidad y a este guarismo sumáramos el cero absoluto de los que nunca concurrieron a una escuela, podríamos decir que el índice cultural de América Latina es del orden del primer semestre del primer grado escolar. La pirámide de la educación primaria en América Latina culmina en un vértice del 12 % de los inscriptos en primer grado y aparecen agolpados en los tres grados inferiores cerca del 70 % del total de niños inscripto, con la consiguiente despoblación de los grados superiores».
El mismo Robert Kennedy había comprendido que la alfabetización en América Latina no puede ganarle terreno al incremento de la población. Así informaba a su presidente a mediados de 1966: «En algunos países hay ahora más analfabetos que los que había hace cinco años. En el sector rural del Perú muchas escuelas primarias no van más allá del primer grado; en ninguno de los cinco países que visitamos había escuelas disponibles para todos los niños por encima siquiera de tercer grado. Y el abandono de los estudios, debido en gran parte a la pobreza, a las enfermedades y a la falta de facilidades, hacen a la cúspide de la pirámide verdaderamente estrecha. De 1.400 niños brasileños, por ejemplo 1.000 entran en primer grado y 396 en el segundo. De estos, 169 terminan el cuarto grado; 20 terminan la segunda enseñanza; 7 entran en alguna institución de educación superior y acaso uno de los que entraron en el primer grado se graduará finalmente en la Universidad. Es decir, uno de cada 1.400 niños brasileños. Pero aún en la Argentina, donde el 10 % de la población en edad escolar se inscribe en las universidades, solo el 4,9 % de los que entran en la Universidad salen de ella graduados».
En el alegato de Barbiana caben nuestros 80 millones de analfabetos, los incontables analfabetos funcionales, la deserción masiva de maestros, los graduados en asignaturas que no responden a las necesidades reales de nuestros países, la discriminación no solo económica y social sino también étnica, la deformación de la cultura.
Por algo en la escuelita trepada a la montaña había un cartel con una frase firmada por un chico latinoamericano: «El niño que no estudia no es buen revolucionario».
MERI FERANCO-LAO