21
Todos los habitantes de la isla, incluidos los trabajadores del viñedo de Sam, se habían enterado de la anulación de la boda de Kevin y Alice y de sus repercusiones. Todo el mundo hablaba de ello. La única razón por la que Sam había escuchado las habladurías residía en la esperanza de recoger alguna migaja de información sobre Lucy. Pero apenas se mencionaba su nombre. Había oído decir que los Marinn habían seguido adelante con sus planes y celebrado la cena de ensayo, y al día siguiente habían ofrecido la recepción prevista para después de la boda, con música, comida y bebida. Sam también se había enterado de que los Marinn se planteaban demandar a Kevin por al menos una parte de los gastos, incluido el billete de avión que había utilizado para irse de vacaciones.
Habían transcurrido tres días desde la última visita de Lucy a Rainshadow. Mark, Maggie y Holly acababan de regresar de la luna de miel, y Sam y Alex les habían ayudado a mudarse a su nuevo hogar, una granja remodelada con tres habitaciones y un estanque.
Cuando Sam ya no podía aguantar más, llamó a Lucy y le dejó un breve mensaje, preguntando si podía hablar con ella. No le devolvió la llamada.
Sam estaba desesperado. Era incapaz de comer y dormir. No pensar en Lucy requería más energía que pensar en ella.
Mark había mantenido una larga conversación con él sobre la situación.
—Ese Mitchell Art Center parece importante.
—Tiene un prestigio del copón.
—Entonces no quieres pedirle a Lucy que rechace la oferta.
—No. No querría que hiciera ese sacrificio. De hecho, me alegro de que se vaya. Es positivo para los dos.
Mark le dirigió una mirada sarcástica.
—¿En qué es positivo para ti, exactamente?
—En que no me comprometo.
—¿Por qué?
—Porque no puedo —le espetó Sam—. Yo no soy como tú.
—Tú eres idéntico a mí, idiota. Tratas de evitar a toda costa volver a caer en lo que vivimos cuando éramos niños. ¿Crees que me resultó fácil admitir que estaba enamorado de Maggie? ¿Pedirle que se casara conmigo?
—No.
—Pues lo fue. —Mark sonrió ante la expresión desconcertada de su hermano—. Encuentra a la persona adecuada, Sam, y lo más difícil del mundo se convierte en lo más fácil del mundo. Tuve los mismos problemas que tú. Nadie de la familia Nolan puede evitarlo. Pero te diré una cosa: era imposible que dejara escapar a Maggie sin decirle por lo menos que la quería. Y en cuanto lo hice… no tuve más remedio que aguantar la respiración y dar el salto.
Aproximadamente ochenta y cinco horas y media después de que Sam hubiera visto a Lucy por última vez —y no es que él las contara—, llegó un envío a la casa del viñedo de Rainshadow. Un par de tipos descargaron cuidadosamente de una furgoneta un enorme objeto plano y lo subieron al porche. Sam llegó a la casa procedente del viñedo justo cuando los dos hombres se marchaban. Alex se encontraba en el vestíbulo, contemplando el objeto a medio desembalar.
Era la vidriera del árbol.
—¿Hay alguna nota? —preguntó Sam.
—No.
—¿Han dicho algo los tipos que lo han traído?
—Solo que costará un huevo instalarla. —Alex se puso en cuclillas para examinar la ventana—. ¿Qué te parece? Me esperaba algo floreado y Victoriano. No esto.
La vidriera era firme, llamativa y delicada, capas de vidrio fundidas en colores naturales y texturas jaspeadas. El tronco y las ramas del árbol, hechos de plomo, se habían incorporado a la ventana de un modo que Sam no había visto nunca. La luna parecía brillar como si tuviera luz propia.
Alex se incorporó y sacó el teléfono del bolsillo posterior.
—Llamaré a algunos de mis chicos para que me ayuden a poner la ventana. Hoy, si es posible.
—No lo sé —repuso Sam.
—¿Qué es lo que no sabes?
—Si quiero instalarla.
Alex respondió con un mohín de impaciencia.
—No me vengas con chorradas. Esta ventana tiene que estar en esta casa. Este lugar la necesita. Hubo una igual hace mucho tiempo.
Sam le miró inquisitivamente.
—¿Cómo lo sabes?
El rostro de Alex permaneció impasible.
—Solo he querido decir que parece indicada para esta casa. —Se alejó, marcando su teléfono—. Yo me ocuparé.
Gracias a la precisión de las medidas de Lucy, Alex y sus operarios pudieron encajar la vidriera en el marco existente y sellar los bordes con calafateado de silicona transparente. A media tarde, la mayor parte de la instalación ya estaba concluida. Después de esperar veinticuatro horas a que la silicona se secara, terminarían la ventana con un ribete de madera alrededor de los bordes.
«Acaban de instalar la ventana —escribió Sam a Lucy en un mensaje de texto—. Deberías venir a verla».
No recibió respuesta.
Por lo general Sam tardaba en desperezarse, pero aquella mañana abrió los ojos y se levantó a la velocidad del rayo. Se sentía molesto, inquieto, como si quisiera sacudirse la piel de encima. Entró en el cuarto de baño, se afeitó y se dio una ducha. Una inspección rutinaria en el espejo le hizo descubrir una expresión tensa y amargada que no parecía propia de él, pero le resultaba curiosamente familiar. Entonces cayó en la cuenta de que era la expresión que solía mostrar Alex.
Se vistió con vaqueros y una camiseta negra y bajó a la cocina a tomar café y desayunar. Pero, por el camino, vio la vidriera en el rellano del segundo piso y se quedó de una pieza. La ventana había cambiado. El cielo de vidrio estaba ahora teñido de un amanecer de color rosa y albaricoque, y las oscuras ramas estaban cubiertas de exuberantes hojas verdes. Los tonos apagados de la vidriera habían dado paso a un colorido radiante. El vidrio estaba impregnado de vivos colores y la imagen le entraba por los ojos como música visual, hasta alcanzar un lugar en su interior donde residía el instinto más profundo. El efecto de aquella ventana era algo más que belleza. Era una forma de verdad que no podía negar. Una verdad que echaba abajo sus defensas y le hacía parpadear como si acabara de salir de un cuarto oscuro a la luz del sol.
Sam salió despacio al tranquilo viñedo, para ver qué clase de magia había obrado Lucy para él. En el aire flotaba el perfume de plantas en crecimiento y la sal del océano. Para los agudizados sentidos de Sam, las vides eran más verdes que de costumbre y el suelo, más rico. Delante de sus propios ojos, el cielo se volvió de un tono azul tan radiante que tuvo que esforzarse para combatir el escozor de las lágrimas. El paisaje estaba idealizado tal como lo habría concebido un pintor, salvo que era real, arte a través del cual se podía andar, que se podía tocar y saborear.
Algo actuaba en el viñedo…, alguna fuerza de la naturaleza o un embrujo, un lenguaje sin palabras que hechizaba las vides con un cántico de respiración.
Como en sueños, Sam deambuló hasta la vid trasplantada que nadie había conseguido identificar. Sintió su energía incluso antes de tocarla, con el tronco y las parras vibrando, floreciendo de vida. Percibió lo profundo que había arraigado el cepellón en el suelo, afianzando la planta hasta el punto de que nadie habría podido moverla. Al pasar las manos por las hojas, sintió que le susurraban, notó cómo su piel absorbía el secreto de la vid. Después de arrancar un grano azul oscuro, Sam se lo puso entre los dientes y mordió. El sabor era intenso y complejo, evocando la superficialidad agridulce del pasado, y transformándose luego en el misterio rico y siniestro de las cosas que seguían fuera de su alcance.
Al oír el ruido de un motor que se acercaba, se volvió y vio el BMW de Alex avanzando por el camino de acceso. Alex nunca llegaba tan temprano. Su hermano se detuvo, bajó la ventanilla del coche y preguntó:
—¿Quieres que te lleve?
Sam, como en trance, negó con la cabeza y le indicó que siguiera adelante. No sabía explicar qué había sucedido, no podía encontrar las palabras… y Alex no tardaría en descubrirlo.
Para cuando Sam regresó a la casa, Alex ya había llegado al rellano del segundo piso.
Sam subió y encontró a su hermano mirando fijamente la ventana. No había asombro en su cara, tan solo la tensión desconcertada de quien se relacionaba con el mundo a su manera visceral. Alex esperaba una explicación cuando era evidente que no había ninguna. O por lo menos ninguna que fuera capaz de aceptar.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Alex.
—Nada.
—¿Cómo…?
—No lo sé.
Ambos contemplaron la vidriera, que había seguido transformándose en ausencia de Sam: la luna cenicienta había desaparecido, y el cielo de vidrio se había vuelto dorado y azul, embriagado de sol. Las hojas eran todavía más profusas, esmeraldas incrustadas en rocío del mar que casi ocultaba las ramas.
—¿Qué significa esto? —se preguntó Alex en voz alta.
«Emoción hecha visible», había dicho Lucy una vez sobre su vidrio de colores.
Esto, pensó Sam, era amor hecho visible. Todo ello. El viñedo, la casa, la ventana, la vid.
Esa constatación era tan simple que muchos la descartarían por no estar a la altura de mentes más sofisticadas. Solo aquellos con algún resto de capacidad para maravillarse la entenderían. El amor era el secreto que se ocultaba detrás de todo…, el amor era lo que hacía crecer los viñedos, llenaba los espacios entre las estrellas y fijaba el suelo bajo sus pies. No importaba si se reconocía o no. No se podía detener el movimiento de la tierra, contener las mareas oceánicas ni romper la atracción de la luna. No era posible parar la luna ni hacer sombra al sol. Y un corazón humano no dejaba de ser una fuerza como las demás.
El pasado siempre le había encerrado como los barrotes de una celda, y nunca había entendido que tenía la facultad de salir en cualquier momento. No solo había sufrido las consecuencias de los pecados de sus padres, sino que además había cargado voluntariamente con ellos. Pero ¿por qué debía pasar el resto de su vida atenazado por miedos, heridas y secretos cuando, solo con soltarse, sería libre de alcanzar lo que más quería? Podría tener a Lucy. Podría amarla con locura, con regocijo, sin límites.
Todo lo que debía hacer era aguantar la respiración y dar el salto.
Sin decir una palabra a su hermano, Sam bajó brincando la escalera y cogió las llaves de su camioneta.
Tanto el condominio como el estudio de Lucy estaban inquietantemente silenciosos y oscuros, con el aspecto de un lugar que estará desocupado mucho tiempo.
Una sensación de frío se instaló en el pecho y la nuca de Sam. La urgencia que le había llevado a la ciudad se había recogido en un nudo desesperado que le oprimía el corazón.
Lucy no podía haberse marchado ya. Era demasiado pronto.
Impulsivamente, Sam fue al Artist’s Point, buscando a Justine. Cuando entró en la hostería, le envolvieron unos reconfortantes aromas de desayuno: galletas calientes rebozadas en harina, pastas, bacon ahumado, huevos fritos…
Justine se encontraba en el comedor, portando un montón de platos y cubiertos sucios. Sonrió al verle.
—Hola, Sam.
—¿Puedo hablar contigo un momento?
—Claro.
Después de dejar los platos en la cocina, Justine regresó y le acompañó a un rincón de la recepción.
—¿Cómo te va?
Sam sacudió la cabeza con impaciencia.
—Estoy buscando a Lucy. No está en el condominio ni en su estudio. He pensado que tal vez tú tendrías alguna idea de su paradero.
—Se ha ido a Nueva York —contestó Justine.
—Es demasiado pronto —objetó Sam secamente—. No debía hacerlo hasta mañana.
—Ya lo sé, pero llamó su profesor para decirle que fuera para asistir a una reunión y una gran fiesta…
—¿Cuándo se ha marchado?
—La he dejado en el aeropuerto hace un ratito. Coge el vuelo de las ocho.
Sam sacó su teléfono y miró la hora. Las ocho menos diez.
—Gracias.
—Sam, es demasiado tarde para que…
Pero ya había salido de la hostería antes de que Justine pudiera terminar la frase.
Sam subió a la camioneta, se dirigió hacia el aeropuerto y llamó a Lucy con su teléfono móvil. La llamada fue a parar a un buzón de voz automático. Maldiciendo, Sam detuvo el vehículo en el arcén y le escribió un mensaje de texto:
no te vayas
Volvió a la carretera y pisó el acelerador a fondo, mientras aquellas palabras giraban sin parar dentro de su cabeza.
No te vayas. No te vayas.
El Aeropuerto Roy Franklin, así llamado por el piloto de caza de la Segunda Guerra Mundial que lo había fundado, se hallaba en el sector occidental de Friday Harbor. De la única pista del aeródromo despegaban vuelos regulares y chárteres. Los pasajeros y visitantes que se veían obligados a esperar por algún motivo solían encontrarse en Ernie’s, una cafetería pintada de azul que había justo al lado del campo de aviación.
Sam aparcó junto a la terminal y se encaminó hacia la puerta a grandes zancadas. Pero antes de que llegara a entrar, el rugido de un motor de turbina Cessna se extendió por el aire. Protegiéndose los ojos con una mano, Sam levantó la vista hacia el aparato amarillo y blanco con capacidad para nueve pasajeros que se elevaba a toda prisa rumbo a Seattle.
Lucy se había marchado.
Le dolió más de lo que había esperado ver cómo el avión se la llevaba lejos de él. Le dolía tanto que tuvo ganas de dirigirse a un rincón oscuro en el que no pensar, hablar ni moverse.
Sam volvió al edificio de la terminal y se apoyó junto a la puerta de entrada. Trató de ordenar sus pensamientos, pensar qué podía hacer. Le escocían los ojos. Los cerró un momento, dejando que los fluidos aliviaran el picor.
La puerta de la terminal se abrió, seguida por el traqueteo de las ruedecillas de una maleta. A través de sus ojos empañados, Sam distinguió la silueta menuda de una mujer y se le paró el corazón. Pronunció su nombre en voz baja.
Lucy se volvió hacia él.
Por un momento Sam creyó que era un producto de su imaginación, evocado por la magnitud de su necesidad de verla. Durante los últimos minutos, había pasado por una eternidad.
La alcanzó en tres zancadas y la atrajo hacia sí. El impacto les hizo girar a ambos. Antes de que Lucy pudiera articular palabra, Sam le cubrió la boca con la suya y devoró cada palabra y cada respiración hasta que el asa se escapó de los dedos de ella y la maleta cayó ruidosamente sobre el pavimento.
La boca de Lucy cedió y se unió a la de Sam, a la vez que le echaba los brazos al cuello. Se estrechó contra él como si sus cuerpos estuvieran hechos el uno para el otro, perfectamente unidos y al mismo tiempo separados. Sam quiso absorberla en su interior, convertirse en un solo ser. La besó con más intensidad, de un modo casi salvaje, hasta que ella apartó el rostro jadeando. Le puso los dedos en la nuca y le acarició como para tranquilizarle.
Sam le tomó la cara entre unas manos que no podían dejar de temblar. Lucy tenía las mejillas febriles y los ojos nublados por la perplejidad.
—¿Por qué no estás en el avión? —preguntó él con voz ronca.
Lucy parpadeó.
—Me…, me has mandado un mensaje de texto.
—¿Y ha bastado con eso? —Deslizando los brazos alrededor de ella, Sam preguntó—: ¿Has bajado del avión por esas tres palabras?
Ella le miró como nadie lo había hecho nunca, con los ojos iluminados por una ternura brillante.
—Eran las tres palabras exactas.
—Te quiero —dijo Sam, y apretó la boca contra la de ella. Interrumpió el beso porque tuvo que repetirlo—. Te quiero.
Lucy le puso unos dedos temblorosos sobre los labios y se los acarició con dulzura.
—¿Estás seguro? ¿Cómo sabes que no se trata solo de sexo?
—Se trata de sexo… Sexo con tu mente, sexo con tu alma, sexo con el color de tus ojos, el olor de tu piel. Quiero dormir en tu cama. Quiero que seas lo primero que vea cada mañana y lo último que vea cada noche. Te quiero como nunca creí que podría querer a alguien.
Los ojos de Lucy se anegaron de lágrimas.
—Yo también te quiero, Sam… No quería dejarte, pero…
—Espera. Déjame decirte algo primero… Te esperaré. No tengo elección. Puedo esperar eternamente. No tienes que renunciar a Nueva York. Haré todo lo necesario para que funcione. Llamadas de larga distancia, ciber-lo-que-sea. Quiero que cumplas tu sueño. No quiero que renuncies a él ni vivas menos experiencias por mí.
Lucy sonrió a través de sus lágrimas.
—Pero tú formas parte de mi sueño.
Sam la envolvió en sus brazos y apoyó la mejilla contra su pelo.
—Ahora no importa adónde vayas —murmuró—. Sea como sea, estamos juntos. Una estrella binaria puede tener una órbita lejana, pero sigue manteniéndose unida por la gravedad.
La risita de Lucy sonó apagada contra su camiseta.
—Qué cursilerías amorosas.
—Ve acostumbrándote —le advirtió él, y le robó un beso. Miró hacia la terminal—. ¿Quieres entrar a cambiar la hora de tu vuelo?
Lucy sacudió la cabeza con decisión.
—Me quedo aquí. Renunciaré a la beca de artista. Puedo dedicarme a la vidriería aquí tan bien como allí.
—Ni hablar. Irás a Nueva York, para convertirte en la artista que aspirabas ser. Y yo me gastaré una fortuna en billetes de avión para ir a verte tan a menudo como sea posible. Y, cuando haya transcurrido el año, volverás aquí y te casarás conmigo.
Lucy le miró con los ojos desorbitados.
—Casarme contigo —dijo con voz queda.
—La proposición oficial vendrá más adelante —prometió Sam—. Solo quería que supieras mis honradas intenciones.
—Pero… tú no crees en el matrimonio…
—He cambiado de opinión. He encontrado el fallo en mi razonamiento. Te dije que era más romántico no casarse, porque una pareja solo está unida para los buenos momentos. Pero me equivocaba. Solo significa algo cuando se comparten los malos momentos. Para mejor o para peor.
Lucy le bajó la cabeza para darle otro beso. Fue un beso de confianza y rendición…, un beso de vino, estrellas y magia…, un beso de despertar segura en los brazos de un amante cuando la mañana ascendía más alto que el vuelo de las águilas y el sol extendía cintas de plata sobre False Bay.
—Ya hablaremos de Nueva York más tarde —dijo Lucy cuando sus labios se hubieron separado—. Todavía no sé si iré. Ni siquiera estoy segura de que deba hacerlo ahora. El arte puede darse en cualquier lugar. —Le chispearon los ojos como si meditara algún conocimiento secreto—. Pero ahora mismo… ¿me llevarías a Rainshadow Road?
Como respuesta, Sam le cogió la maleta y la rodeó con un brazo mientras se dirigían hacia la camioneta.
—Algo le ha ocurrido a esa ventana que hiciste para mí —le dijo al cabo de un momento—. El viñedo está cambiando. Todo cambia.
Lucy sonrió, aparentemente nada sorprendida.
—Cuéntame.
—Tienes que verlo por ti misma.
Y la llevó a casa, el primero de muchos trayectos que recorrerían juntos.