4
Mientras la lluvia arreciaba, Lucy se dirigió al lugar al que siempre acudía cuando no sabía adónde ir. Sus amigas Justine y Zoë Hoffman regentaban un bed-and-breakfast en Friday Harbor, a solo dos minutos a pie de la terminal de transbordadores del puerto. El establecimiento, llamado Artist’s Point, era una mansión remozada con porches amplios y ventanas panorámicas con vistas a la cima roma del monte Baker, a lo lejos.
Aunque Justine y Zoë eran primas directas, no se parecían en nada.
Justine era delgada y atlética, la clase de persona que gustaba de ponerse a prueba, ver cuánto podía aguantar en bicicleta, corriendo o nadando. Aun cuando estaba quieta, daba la impresión de no dejar de moverse. No era nada tímida ni deshonesta, y enfocaba la vida con una fortaleza jovial que algunos consideraban un tanto desagradable. Cuando afrontaba un problema, a Justine no le gustaba vacilar y pasaba a la acción, a veces antes de haberlo meditado a conciencia.
Zoë, en cambio, ponderaba sus decisiones con la misma precisión que los ingredientes que empleaba en sus recetas. Nada le gustaba más que merodear por los mercadillos o los puestos de verduras, eligiendo los productos orgánicos más idóneos, comprando tarros de mermelada de bayas, miel de lavanda y mantequilla recién batida en una lechería de la isla. No había recibido lecciones formales de cocina, sino que había aprendido a base de experiencia e instinto. A Zoë le agradaban los libros de tapa dura, el cine clásico y escribir cartas a mano. Coleccionaba broches antiguos y los prendía con alfileres a un viejo maniquí de modista que tenía en su habitación.
Después de que Zoë se hubiera casado y divorciado al cabo de un año, se había dejado convencer por Justine para que la ayudara a regentar el bed-and-breakfast. Zoë siempre había trabajado en restaurantes y pastelerías y, si bien había acariciado la idea de poner una casa de comidas, no quería la responsabilidad de administrarla y llevar la contabilidad. Trabajar con Justine era la solución perfecta.
«Me gusta la vertiente empresarial —había dicho Justine a Lucy—. No me importa limpiar, y hasta puedo arreglar las cañerías, pero no sé cocinar para salvar el pellejo. Y Zoë es una diosa de las labores domésticas».
Era cierto. A Zoë le gustaba estar en la cocina, donde creaba sin esfuerzo dulces como bollos de plátano recubiertos de queso mascarpone escarchado, o pastel de café y canela cocido en una sartén de hierro con una capa de azúcar moreno fundido. Todas las tardes, Zoë dejaba bandejas de café y dulces en las zonas comunitarias. Apilaba platos de galletas de calabaza rellenas de queso cremoso, pastelillos de chocolate y nueces pesados como pisapapeles y tartas coronadas con relucientes frutas escarchadas.
Varios tipos se habían interesado por Zoë, pero hasta entonces les había rechazado a todos. Todavía intentaba superar su desastroso matrimonio. Para su consternación, había sido la única sorprendida por la revelación de que su marido, Chris, era gay.
—Todo el mundo lo sabía —le había dicho Justine sin pelos en la lengua—. Te lo advertí antes de que te casaras con él, pero no me hiciste caso.
—No me parecía que Chris fuera gay.
—¿Qué me dices de su obsesión por Sarah Jessica Parker?
—A los hombres heterosexuales les gusta Sarah Jessica Parker —replicó Zoë a la defensiva.
—Sí, pero ¿cuántos de ellos usan Dawn de Sarah Jessica Parker como loción para el afeitado?
—Olía a limón —señaló Zoë.
—¿Y recuerdas cuando te llevó a esquiar a Aspen?
—Los hombres heterosexuales esquían en Aspen.
—Durante la semana blanca gay —insistió Justine.
Zoë tuvo que admitir que seguramente había sido una revelación involuntaria.
—¿Y recuerdas que Chris siempre decía que «todos tenemos un pequeño homosexual dentro»?
—Creía que estaba siendo sofisticado.
—Estaba siendo gay, Zoë. ¿Te parece que un tipo heterosexual diría algo así?
Por desgracia, el padre de Zoë se oponía al divorcio bajo cualquier concepto. Había insistido en que todo se habría arreglado si hubieran recurrido a orientación matrimonial, y hasta llegó a insinuar que Zoë habría tenido que hacer algo más para interesar a Chris. Y también la familia de éste la había culpado a ella, argumentando que Chris no había sido nunca gay hasta que se casó. Por su parte, Zoë no censuraba a su ex marido por ser gay, sino por haberla convertido en una víctima involuntaria del descubrimiento de su propia sexualidad.
«Es muy humillante que tu marido te deje por otro hombre —había confesado Zoë a Lucy—. Te hace sentir como si hubieras fallado a todo tu sexo. Como si fuera yo la que finalmente le mandó a la acera de enfrente».
Lucy reflexionó que el sentimiento de vergüenza solía ser consecuencia de un engaño.
Aunque no era justo, una no podía evitar tomárselo como una señal de que adolecía de algo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Justine con el ceño fruncido cuando franqueó la puerta de atrás a Lucy. Como de costumbre, vestía vaqueros y una sudadera y llevaba el pelo recogido en una cola oscilante—. Tienes muy mala cara. Anda, vamos a la cocina.
—Estoy empapada —repuso Lucy—. Os ensuciaré el suelo.
—Descálzate y entra.
—Lo siento. Debería haber llamado antes.
Lucy se quitó las zapatillas manchadas de barro.
—No pasa nada, no estamos ocupadas.
Lucy la siguió hasta la espaciosa y acogedora cocina. Las paredes estaban recubiertas de papel pintado estampado con alegres racimos de cerezas. El aire estaba impregnado de aromas deliciosos: harina, mantequilla caliente, chocolate fundido… Zoë sacaba del horno una bandeja de bollos, con el pelo recogido en la parte superior de la cabeza en un amasijo de rizos dorados. Parecía una chica de revista de las de antes, de silueta curvilínea y cintura estrecha, y las mejillas sonrojadas por el calor del horno. Sonrió.
—Lucy, ¿quieres hacer de catadora? Acabo de probar una nueva receta de bollos de chocolate con requesón.
Lucy sacudió la cabeza, aturdida. Por alguna razón, el reconfortante calorcillo de la cocina la hacía sentirse aún peor. Se llevó una mano al cuello para aliviarse una aguda punzada de pesar.
Justine la miró preocupada.
—¿Qué ocurre, Lucy?
—Algo muy malo —consiguió responder Lucy—. Una cosa terrible.
—¿Has discutido con Kevin?
—No. —Lucy inspiró temblorosamente—. Me ha dejado.
La condujeron enseguida a una silla junto a la mesa. Zoë le pasó un puñado de servilletas de papel para que se secara el pelo mojado y se sonara la nariz, a la vez que Justine le servía un poco de whisky. Cuando Lucy tomó un sorbo, Justine sacó otro vaso.
—Por el amor de Dios, Justine, ni siquiera se ha terminado el primero —señaló Zoë.
—Éste no es para ella, sino para mí.
Zoë sonrió, sacudió la cabeza y trajo una bandeja repleta de bollos. Ocupó la silla al otro lado de Lucy.
—Cómete uno —dijo—. Casi no existe ningún problema que un bollo caliente no pueda mitigar.
—No, gracias, no me apetece nada.
—Es de chocolate —indicó Zoë, como si eso le aportara un valor medicinal.
Suspirando vacilante, Lucy cogió un bollo, lo abrió y dejó que su calor húmedo se filtrara a través de sus dedos.
—Así pues, ¿qué pasa con Kevin? —preguntó Justine, antes de morder un bollo.
—Me ha estado engañando —contestó Lucy en voz baja—. Acaba de decírmelo.
—Qué capullo —exclamó Zoë, atónita—. Qué gusano, qué…, qué…
—Creo que «cabrón» es la palabra que andas buscando —intervino Justine.
—Ojalá pudiera decir que me sorprende —prosiguió Zoë—. Pero Kevin siempre me ha parecido la clase de hombre capaz de engañar.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Justine.
—Por una parte, es un bombón.
—Solo porque sea guapo… —empezó a decir Justine, pero Zoë la interrumpió.
—Por otra parte, es un mirón indiscreto. Se fija demasiado en las mujeres. Siempre le sorprendo mirándome el pecho.
—Todo el mundo te mira el pecho, Zoë. No pueden evitarlo.
Zoë ignoró intencionadamente a su prima y continuó.
—Kevin no está hecho para una relación prolongada. Es como los perros que persiguen coches. En realidad no les interesa el coche, sino que les gusta perseguir.
—¿Y con quién te ha engañado? —preguntó Justine a Lucy.
—Con mi hermana Alice.
Las primas se miraron con los ojos desorbitados.
—No puedo creerlo —dijo Zoë—. ¿Estás segura de que Kevin dice la verdad?
—¿Por qué debería mentir sobre eso? —exclamó Justine.
Zoë miró a Lucy con preocupación.
—¿Has llamado a Alice para preguntárselo?
—¿Y si admite que es cierto? —preguntó Lucy con tristeza.
—Entonces que le aproveche. Dile que es una furcia, y que merece pudrirse en el infierno.
Lucy levantó el vaso de whisky y lo apuró.
—Detesto la confrontación.
—Ya la llamaré yo —se ofreció Justine—. A mí me encanta la confrontación.
—¿Qué piensas hacer esta noche? —preguntó Zoë amablemente a Lucy—. ¿Necesitas un sitio donde dormir?
—No lo sé. Supongo que sí. Kevin quiere que me vaya lo antes posible. Alice irá a vivir con él.
Justine estuvo a punto de atragantarse.
—¿Se mudará de Seattle? ¿A tu casa? Dios mío, eso es atroz.
Lucy tomó un bocado de su bollo y notó que el suave sabor acre del requesón combinaba perfectamente con la intensa complejidad del chocolate.
—Tengo que dejar la isla —dijo—. No podría soportar encontrármelos continuamente.
—Yo de ti no me iría —sugirió Justine—. Me quedaría para hacer que se sintieran terriblemente culpables. Me plantaría ante ellos a la menor oportunidad.
—Aquí es donde están tus amigos —recordó Zoë a Lucy—. Quédate con nosotros. Cuentas con un sistema de apoyo para ayudarte a superar esto.
—¿De veras?
—Claro que sí. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque he conocido a la mayoría de mis amigos a través de Kevin. Incluso vosotras. ¿Volverán ahora todas mis amistades con él?
—Seguramente conservarás algunas —repuso Justine—. Pero nos tienes a nosotras, y nuestro formidable consejo, y un lugar donde pasar todo el tiempo que quieras.
—¿Tenéis alguna habitación libre?
—Solo una —contestó Zoë—. La habitación que siempre está disponible.
Lanzó a Justine una mirada siniestra.
—¿Cuál es? —inquirió Lucy.
Justine respondió un tanto avergonzada:
—La habitación de Edvard Munch.
—¿El artista que pintó El grito? —preguntó Lucy.
—Pintó otras cosas además de El grito —señaló Justine—. Pero sí, puse esa reproducción concreta en la habitación porque es su obra más famosa, pero también incluí otras muy bonitas, como Mujeres sobre el puente.
—No importa —dijo Zoë—. Lo único en que todo el mundo se fija en esa habitación es El grito. Te advertí que la gente no quiere dormir mirando eso.
—Yo sí —intervino Lucy—. Es la estancia ideal para una mujer que está pasando por una ruptura.
Justine le dirigió una mirada cariñosa.
—Puedes quedarte allí todo el tiempo que necesites.
—Y cuando se haya marchado —apuntó Zoë—, la redecoraremos con un nuevo artista.
Justine frunció el ceño.
—¿En quién has pensado?
—En Picasso —contestó Zoë con decisión.
—¿Tienes un problema con Munch, pero no con un hombre que pintaba mujeres con tres ojos y pechos cuadrados?
—Todos los que vienen al bed-and-breakfast preguntan si pueden hospedarse en la habitación de Picasso. Estoy harta de decirles que no tenemos ninguna.
Justine suspiró y devolvió su atención a Lucy.
—Cuando te hayas terminado el bollo, te llevaré a la casa a recoger tus cosas.
—Podemos toparnos con Kevin —objetó Lucy con tristeza.
—Está deseando encontrárselo —le aseguró Zoë.
Justine forzó una sonrisa.
—Preferiblemente con mi coche.
Un par de días después de instalarse en la habitación del Artist’s Point, Lucy reunió por fin el valor necesario para llamar a su hermana. La situación le parecía irreal. Después de tantos años complaciendo a Alice, dándole todo aquello que quería o necesitaba, ¿había llegado a ese extremo? ¿Se había sentido Alice con derecho a robarle el novio a Lucy sin preocuparse por las consecuencias?
Lucy estaba sentada en la cama con el teléfono en la mano. La habitación de Munch era atractiva y acogedora, con las paredes pintadas de un marrón rojizo intenso que contrastaba perfectamente con la decoración blanca y la ropa de cama, estampada con figuras geométricas de colores. Y las reproducciones en giclée, como Mujeres sobre el puente o Noche de verano en Asgardstrand, eran bonitas. Solo el espeluznante El grito, con su angustiada boca abierta y su palpable sufrimiento, deprimía el ánimo. En cuanto una posaba los ojos en él, ya no podía concentrarse en nada más.
Mientras Lucy marcaba el teclado, miró al personaje boquiabierto que se sujetaba las orejas, el cielo rojo sangre sobre él y el fiordo azul oscuro de abajo. Sabía exactamente cómo se sentía.
Se le contrajo el estómago cuando Alice respondió.
—¿Diga?
El tono de su hermana era cauteloso.
—Soy yo. —Lucy respiró superficialmente—. ¿Está Kevin contigo?
—Sí.
Silencio.
Era un tipo de silencio distinto al que habían compartido anteriormente. Asfixiante, glacial. Lucy había ensayado muchas veces aquella conversación, pero ahora que había llegado no conseguía articular las palabras.
Alice fue la primera en hablar.
—No sé qué debería decir.
Lucy se refugió en la ira, aferrándose a ella como un superviviente con un salvavidas. ¿Qué debería decir?
—Podrías explicarme por qué lo has hecho —sugirió.
—Ocurrió sin más. Ninguno de los dos pudo controlar la situación.
—Es posible que no hayas podido controlar tus sentimientos —replicó Lucy—, pero habrías podido controlar tus actos.
—Ya lo sé. Sé todo lo que vas a decir. Y sé que no me sirve de nada decir que lo siento, pero es la verdad.
—Alice, cada vez que me has dicho «lo siento» en tu vida, siempre te he contestado qué no pasaba nada. Pero ahora sí pasa algo, y muy gordo. ¿Cuándo empezó?
—¿Te refieres a salir, o a…?
—A tener sexo. ¿Cuándo empezasteis a mantener relaciones sexuales?
—Hace unos meses. Desde Navidades.
—Desde…
Lucy no pudo terminar la frase. No había suficiente aire en la habitación. Respiraba como un pez fuera del agua.
—No hemos estado juntos muy a menudo —se apresuró a decir Alice—. Costaba trabajo encontrar el momento de…
—¿De escabulliros a mi espalda?
—Kevin y yo deberíamos haber llevado esto de forma distinta. Pero yo no te he quitado nada, Lucy. Tú y Kevin os estabais distanciando. Era evidente que las cosas no iban bien entre vosotros.
—No era evidente para mí. Llevábamos tres años juntos. Compartíamos una casa. Tuvimos sexo la semana pasada. Así pues, desde mi punto de vista las cosas iban jodidamente bien.
Esa palabra no le salió fácilmente; Lucy no tenía costumbre de decir palabrotas. Pero ahora le sentó bien. Era adecuado para la ocasión. Y podía juzgar por el silencio de Alice que no había creído que Lucy y Kevin aún se acostaran juntos.
—¿Qué esperas que ocurra ahora? —preguntó Lucy—. ¿Debo perdonarte, olvidar toda mi relación con Kevin y conversar de nimiedades con vosotros dos durante las reuniones familiares?
—Sé que transcurrirá tiempo hasta que eso ocurra.
—No llevará tiempo. Ningún espacio de tiempo bastaría. Has hecho algo más que romperme el corazón, Alice. Has roto nuestra familia. ¿Qué pasará ahora? ¿Realmente ha merecido la pena robarme el novio?
—Kevin y yo nos queremos.
—Kevin solo se quiere a sí mismo. Y si me ha engañado a mí, ¿no crees que puede hacerte lo mismo? ¿Crees que puede salir algo bueno de una relación que ha empezado así?
—Conmigo tiene una relación distinta que contigo.
—¿En qué se basa?
—No te entiendo.
—Te estoy preguntando cuál es la diferencia. ¿Por qué tú sí y yo no?
—Kevin quiere alguien con quien pueda ser él mismo. Tú eres demasiado perfecta, Lucy. Tienes unas virtudes a las que nadie puede aspirar. Excepto, aparentemente, tú misma.
—Yo nunca he dicho que sea perfecta —replicó Lucy con vacilación.
—No tenías por qué hacerlo. Eres así.
—¿Acaso tratas de echarme la culpa de lo que has hecho?
—Bromeamos sobre lo obsesionada que estás con el orden —dijo su hermana despiadadamente—. Kevin dijo que no podías soportar que dejara un calcetín en el suelo. Estás tan ocupada controlando a todo el mundo y todas las cosas, que nunca te paras a fijarte en lo que tienes delante de las narices. No es culpa mía que Kevin me prefiera. Yo no le presiono como haces tú. Y, en el futuro, seguirás perdiendo novios si no cambias.
—No necesitaba tu ayuda para perder éste —repuso Lucy con voz temblorosa, y colgó antes de que su hermana pudiera responder.