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Cuando Sam conducía por Westside Road hacia False Bay, el bulldog inglés empujó el hocico contra la ventanilla cerrada.

—Olvídalo —le dijo Sam—. No quiero que entre agua en la camioneta. Y te pesa tanto la cabeza que te caerías.

Volviendo a echarse en su asiento, Renfield le dirigió una mirada hosca.

—Si no tuvieras el hocico medio enterrado en la cabeza, podrías ayudarme a seguirle el rastro. ¿Para qué sirves exactamente?

Sujetando el volante con una mano, Sam alargó la otra y rascó suavemente la cabeza del perro.

Pensó en la mujer que acababa de conocer, en la triste gravedad de su expresión, en su hermoso pelo oscuro. Mirar aquellos ojos verdes como el océano había sido como sumergirse en la luz de la luna. No sabía qué pensar de ella, solo sabía que quería volver a verla.

Ahora llovía con más intensidad, obligándole a aumentar la velocidad del limpiaparabrisas. Hasta entonces la primavera había sido húmeda, lo que significaba que tendría que examinar el viñedo en busca de daños causados por el mildiu. Afortunadamente soplaba una brisa constante sobre la bahía. Sam había plantado sus filas en paralelo a los vientos dominantes, para permitir que el aire recorriera los pasillos y secara las vides con mayor eficiencia.

Cultivar uva era una ciencia, un arte, y para la gente como Sam, casi una religión. Había empezado en la adolescencia, leyendo todos los libros sobre viticultura que caían en sus manos, trabajando en viveros y haciendo de aprendiz en viñedos de la isla de San Juan y López.

Después de licenciarse en viticultura en la Washington State University, Sam había empezado a trabajar en una bodega californiana como vinicultor ayudante. Con el tiempo invirtió la mayor parte de su dinero en la compra de seis hectáreas en False Bay, en la isla de San Juan. Había plantado dos hectáreas de Syrah, Riesling e incluso un poco de la temperamental Pinot Noir.

Hasta que el viñedo Rainshadow pudiera alcanzar niveles maduros de cosecha, Sam necesitaba ingresos. Algún día podría construir unas instalaciones de producción para procesar la uva de su propio viñedo. Pero era lo bastante realista como para comprender que la mayoría de los sueños requerían arreglos por el camino.

Había encontrado recursos para comprar vino al por mayor, lo llevó a una planta de embotellamiento y produjo cinco tintos y dos blancos para venderlos a detallistas y restaurantes. Y a la mayoría de ellos había puesto nombres náuticos, como «Three Sheets», «Down the Hatch» y «Keelhaul». Era un sustento modesto pero constante, con estupendas posibilidades. «Voy a ganar una pequeña fortuna con este viñedo», había dicho a su hermano mayor Mark, quien replicó: «Lástima que tuvieras que pedir prestada una gran fortuna para empezar».

Sam llegó a la enorme hacienda victoriana que había adquirido con la finca. Flotaba sobre el lugar un aire de grandeza ruinosa, que invitaba a imaginarse el esplendor que había conocido en otros tiempos. Un carpintero de navío había construido la casa más de cien años atrás y la había dotado de gran profusión de porches, balcones y ventanas saledizas.

Sin embargo, con el transcurrir de las décadas, una serie de propietarios y arrendatarios habían estropeado el edificio. Habían derribado paredes para ampliar algunas estancias, mientras que otros espacios habían sido divididos con frágiles tabiques de madera aglomerada. Las cañerías del agua y los hilos eléctricos estaban mal instalados y apenas habían recibido mantenimiento, y, al asentarse la casa, parte del suelo se había inclinado. Las ventanas de vidrios de colores se habían sustituido por otras de aluminio, y las tejas de madera y las repisas habían sido recubiertas con tablas de vinilo.

Pese a su ruinoso estado, la casa conservaba un encanto cautivador. Persistían historias ignotas en rincones abandonados y escaleras desvencijadas. Los recuerdos habían penetrado en sus paredes.

Con la ayuda de sus hermanos Mark y Alex, Sam había efectuado reparaciones estructurales, remodelado algunas de las estancias principales y nivelado parte del suelo. Todavía faltaba mucho para terminar la restauración. Pero aquel lugar era especial. No podía librarse de la sensación de que de algún modo le necesitaba.

Para su sorpresa, Alex parecía tener un afecto semejante por la casa. «Una vieja hermosa», había dicho Alex la primera vez que Sam le había enseñado el lugar. Como promotor inmobiliario, estaba familiarizado con todas las posibles complicaciones de la construcción y la remodelación.

—Llevará mucho trabajo. Pero lo merece.

—¿Cuánto dinero será necesario para poner el lugar en condiciones decentes? —había preguntado Sam—. Solo quiero apuntalarlo lo suficiente como para que no me caiga encima mientras duermo.

Esta pregunta había provocado un brillo de diversión en los ojos de Alex.

—Si echas billetes de cien dólares al retrete sin parar durante una semana, esa cantidad debería bastar.

Sin dejarse intimidar, Sam había comprado la propiedad e iniciado las obras. Y Alex había llevado a sus albañiles para ayudarle con los trabajos más difíciles, como la sustitución de las vigas de encabezamiento del porche delantero y la reparación de las viguetas en mal estado.

«No lo hago por ti —había respondido Alex cuando Sam le expresó su gratitud—. Lo hago por Holly».

Un año antes, una lluviosa noche de abril en Seattle, su única hermana, Victoria, había fallecido en un accidente de automóvil dejando una niña de seis años. Puesto que Victoria nunca había dado ninguna pista sobre la identidad del padre, Holly era huérfana. Sus parientes más cercanos eran sus tres tíos: Mark, Sam y Alex.

Mark, el mayor, había sido designado como tutor de Holly, y había pedido a Sam que le ayudara a criarla.

—No veo cómo puede funcionar —había dicho Sam a Mark—. No tengo la menor idea de cómo llevar una familia.

—¿Y crees que yo sí? Tuvimos los mismos padres, ¿recuerdas?

—No tenemos ningún derecho a intentar criar una niña, Mark. ¿Sabes cuántas formas existen de arruinar la vida de alguien? Sobre todo la de una chiquilla.

—Cállate, Sam.

Ahora Mark empezó a mostrarse preocupado.

—¿Qué me dices de las entrevistas con los profesores?

¿Y de llevarla al aseo para caballeros? ¿Cómo hacemos esa clase de cosas?

—Ya se me ocurrirá. Pero déjanos vivir aquí.

—¿Y mi vida sexual?

Mark le dirigió una mirada exasperada.

—¿De veras es esa tu prioridad, Sam?

—Soy superficial. Suplícamelo.

Pero finalmente, por supuesto, Sam había accedido al arreglo. Se lo debía a Mark, que lidiaba con una situación difícil que no se esperaba ni había pedido. Y, todavía más, se lo debía a Victoria. Nunca se había sentido unido a ella, nunca había estado a su lado, de modo que lo menos que podía hacer era ayudar a su hija huérfana.

Con lo que Sam no había contado era que Holly le robaría el corazón con tanta facilidad.

Tenía algo que ver con los dibujos y los collares de pasta que la pequeña traía a casa de la escuela. Y los rasgos de Victoria que descubría en ella, la sonrisa arrugando la nariz, la mirada absorta cuando hacía una caja con palos de helado y pegamento o leía un libro sobre animales parlantes. Tener una niña en tu vida te cambiaba sin darte cuenta. Alteraba tus hábitos y opiniones. Transformaba tus preocupaciones e ilusiones.

Y te inducía a hacer cosas estúpidas como adoptar un feo bulldog con eczema y problemas de cadera que no quería nadie.

—Ya estamos en casa, chico —dijo Sam, sacando a Renfield de la camioneta y dejándolo suavemente en el suelo. El perro le siguió andando pesadamente hacia el porche delantero.

Alex estaba sentado en una desvencijada silla de mimbre, bebiendo una cerveza.

—Al —dijo Sam de pasada mientras vigilaba a Renfield, que subía con dificultad una rampa construida expresamente para él. Bulldogs y escaleras no eran nunca una buena combinación—. ¿Qué haces aquí?

Alex llevaba unos vaqueros deshilachados y una sudadera vieja, un atuendo muy distinto del que empleaba para ir al trabajo. Su cara sin afeitar presentaba la expresión hosca de un hombre que se ha pasado la mayor parte de la tarde bebiendo.

Un desagradable escalofrío recorrió la nuca de Sam al recordar con qué frecuencia habían mostrado sus padres aquella mirada vidriosa. Daba la impresión de que habían estado tomando un tipo de alcohol distinto a todos los demás. La bebida que hacía a otras personas alegres, relajadas y sexys había convertido a Alan y Jessica Nolan en monstruos.

Si bien Alex no había llegado nunca a caer tan bajo, no estaba en las mejores condiciones cuando bebía: se transformaba en el tipo de persona con la que Sam no habría tenido nada que ver si no fueran hermanos.

—Me he tomado la tarde libre —contestó Alex, antes de llevarse la botella a los labios y terminarse la cerveza.

Se estaba divorciando después de cuatro años de matrimonio con una mujer con la que no debería haberse enredado. Su esposa, Darcy, había conseguido romper un contrato prenupcial como un castor roe la madera de una balsa, y ahora estaba desmantelando la cuidadosamente ordenada vida que a Alex tanto esfuerzo le había costado construir.

—¿Te has reunido con tu abogado? —preguntó Sam.

—Ayer.

—¿Cómo fue?

—Darcy se queda con la casa y con la mayor parte del dinero. Ahora los abogados están negociando por mis riñones.

—Lo lamento. Esperaba que se resolviera a tu favor.

Lo cual no era del todo cierto. Sam nunca había podido soportar a Darcy, cuya única ambición en la vida era casarse con un hombre de éxito. Sam habría apostado su viñedo a que ahora canjeaba a su hermano por un marido más rico.

—Cuando me casé con ella ya sabía que no iba a durar —confesó Alex.

—Entonces ¿por qué lo hiciste?

—Por las ventajas fiscales. —Alex miró socarronamente a Renfield, que le golpeaba la pierna con su cabeza, y se inclinó para rascarle el lomo—. La cuestión es que somos Nolan —añadió, devolviendo su atención a Sam—. Ninguno de nosotros tendrá jamás un matrimonio que dure más tiempo que una planta de interior media.

—Yo nunca me casaré —declaró Sam.

—Inteligente —dijo Alex.

—No tiene nada que ver con la inteligencia. Es solo que siempre me siento más próximo a una mujer si sé que puedo apartarme de ella en cualquier momento.

Ambos detectaron al mismo tiempo el olor de algo que se quemaba, procedente de las ventanas abiertas.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Sam.

—Mark está cocinando —respondió Alex.

La puerta de delante se abrió y Holly salió corriendo. Soltó un gritito al ver a Sam. Él rió y la cogió cuando la niña se le echó encima. Cuando se veían al final del día, Holly siempre actuaba como si hubieran estado separados durante semanas.

—¡Tío Sam!

—Hola, pelirroja. —Le dio un sonoro beso—. ¿Cómo ha ido la escuela?

—Hoy la señorita Duncan nos ha enseñado palabras en francés. Y yo le he dicho que ya me sabía algunas.

—¿Cuáles?

Rouge, blanc, sec y doux. La señorita Duncan ha preguntado dónde he aprendido esas palabras, y le he dicho que de mi tío, que es vinicultor. Entonces ella ha dicho que no sabía cómo se dice en francés «vinicultor», así que la hemos buscado en el diccionario y no la hemos encontrado.

—Eso es porque no existe.

La pequeña se quedó pasmada.

—¿Por qué no?

—La palabra más parecida que tienen es vigneron, que significa viñador. Pero los franceses creen que el viticultor es la naturaleza, no el tipo que atiende el viñedo.

Holly le tocó la nariz con la suya.

—Cuando empieces a hacer vino de tus propias uvas, ¿le pondrás a uno mi nombre?

—Desde luego. ¿Tiene que ser tinto o blanco?

—Rosado —respondió Holly con decisión.

Sam fingió estar atónito.

—Yo no hago vino rosado.

—Rosado y espumoso —insistió Holly, riendo al ver su expresión.

Tras liberarse de los brazos de Sam, se agachó hacia Renfield, que se le había acercado.

—¿Qué está haciendo Mark para cenar? —preguntó Sam.

—No lo sé —dijo Holly, rascando a Renfield en el cuello—. Se está quemando.

—Hoy hay tacos de pescado en el Market Chef —anunció Sam—. ¿Por qué no entras y le preguntas si quiere salir a comer fuera esta noche?

Holly dirigió a Alex una mirada esperanzada.

—¿Tú también vendrás?

Alex negó con la cabeza.

—No tengo hambre.

La niña se mostró preocupada.

—¿Todavía te estás divorciando?

—Todavía —contestó Alex.

—Cuando se termine, ¿volverás a casarte?

—Solo si consigo olvidar cómo era estar casado la primera vez.

—No hagas caso al tío Alex —se apresuró a decir Sam—. El matrimonio es estupendo.

Hizo todo lo posible por parecer sincero.

—El matrimonio es como recibir una caja de pasas en Halloween —comentó Alex—. Alguien trata de convencerte de que es una golosina. Pero cuando abres la caja, no dejan de ser pasas.

—Me gustan las pasas —dijo Holly.

Sam le sonrió.

—A mí también.

—¿Sabías que si dejas uvas debajo del sofá durante mucho tiempo se convierten en pasas?

La sonrisa de Sam se desvaneció, y frunció el entrecejo.

—¿Cómo lo has averiguado, Holly?

Una breve vacilación.

—No importa —dijo la niña alegremente, y desapareció dentro de la casa con Renfield detrás.

Sam miró a su hermano con el ceño fruncido.

—Alex, hazme un favor. No compartas tus opiniones sobre el matrimonio con Holly. Me gustaría conservar sus ilusiones hasta que tenga por lo menos ocho años.

—Claro. —Alex dejó la botella de cerveza vacía sobre la barandilla del porche y se levantó—. Pero yo, de ti, tendría cuidado con lo que le dices del matrimonio. En el peor de los casos es un rompecabezas, y en el mejor es una institución obsoleta. Lo cierto es que seguramente no hay nadie que sea adecuado para ti, y si das con esa persona, lo más probable es que no comparta tus sentimientos. De modo que si lo que pretendes es educar a Holly para que crea que la vida es un cuento de hadas, la estarás preparando para que reciba algunas lecciones dolorosas en la realidad.

Sam observó a su hermano mientras se dirigía hacia el BMW aparcado en el camino de grava. «Idiota», murmuró afectuosamente cuando el coche se alejaba. Apoyando la espalda contra una de las robustas columnas del porche, paseó la mirada desde la puerta cerrada de la casa a los campos plantados que se extendían detrás, donde un antiguo huerto de manzanos estaba ahora surcado por filas de vides jóvenes.

No podía evitar estar de acuerdo con la perspectiva que tenía Alex del matrimonio: era una propuesta perdedora para un Nolan. Fuera cual fuere la combinación genética para que una persona mantuviera una relación duradera, no estaba en el ADN de los Nolan, con la posible excepción de su hermano mayor, Mark. No obstante, en lo que concernía a Sam, los peligros de casarse pesaban mucho más que las potenciales ventajas. Le gustaban mucho las mujeres, disfrutaba de su compañía y se lo pasaba de miedo en la cama con ellas. El problema era que las mujeres tendían a vincular sentimientos al acto sexual, lo cual siempre enredaba la relación. Y hasta entonces incluso las que habían afirmado compartir el deseo de Sam de una simple aventura sin complicaciones con el tiempo llegaban hasta el punto de pedir un compromiso. Cuando se hacía evidente que Sam no podía darles lo que querían, rompían con él y seguían su vida. Y Sam hacía lo mismo.

Afortunadamente no había conocido nunca una mujer que le hubiera tentado a renunciar a su libertad. Y, si llegaba a conocerla, sabía muy bien qué hacer: salir huyendo en la dirección opuesta.