20

—Tendrás que recoger pronto —dijo Sam.

Se puso en cuclillas y observó cómo Alex trabajaba debajo de una pequeña escalera de caracol que llevaba desde el segundo piso hasta la cúpula central de la casa. Alex había raspado y limpiado todas las grietas que había debajo de la desvencijada escalera, y ahora estaba poniendo calzas en los bordes de todos los peldaños y contraescalones. Para cuando su hermano hubiera terminado, la escalera sería lo bastante firme como para sostener un elefante.

—¿Por qué? —preguntó Alex, dejando de martillear.

—Lucy vendrá a cenar.

—Dame diez minutos y habré terminado con esto.

—Gracias.

Sam contempló a su hermano con el ceño fruncido, preguntándose qué debía decirle, cómo podía ayudarle.

Hacía días que Alex se comportaba de un modo extraño, escabullándose como un gato nervioso. Sam y Mark confiaban en que la resolución del divorcio hubiera proporcionado cierto alivio a Alex, y sin embargo iba cuesta abajo. Estaba flaco y demacrado, con unos círculos oscuros marcados debajo de los ojos como festones funerarios. Era un testimonio de los beneficios genéticos de Alex que, aun macilento y exhausto, seguía siendo extraordinariamente guapo. En la boda de Mark se había mantenido apartado en un rincón, bebiendo, y aun así las mujeres no habían podido dejarle en paz.

—Al —dijo Sam—, no vas a caer en esa mierda, ¿verdad?

El martillo se detuvo de nuevo.

—No tomo drogas, si te refieres a eso.

—Tienes un aspecto horrible.

—Estoy bien. Mejor que nunca.

Sam le miró con incertidumbre.

—Me alegro.

Al oír el timbre de la puerta de la calle, Sam bajó a ver quién era.

Cuando abrió la puerta comprobó que Lucy había llegado temprano. Supo en el acto que algo malo ocurría: tenía la expresión de alguien que acaba de enterarse de la defunción de un ser querido.

—Lucy.

Alargó una mano hacia ella automáticamente, y Lucy dio un paso atrás. Se apartó de él.

Sam estaba hipnotizado, mirándola con atención.

Lucy tenía los labios resecos y marcados, como si se los hubiera mordido. Entonces forzó una sonrisa.

—Tengo algo que decirte. Por favor, no me interrumpas, o no podré terminar. En realidad es una noticia estupenda.

Sam estaba tan distraído por la falsificada alegría de Lucy y la evidente desdicha que escondía, que le costó trabajo entender lo que le contaba. Algo acerca de una beca o un programa de artistas…, algo sobre un centro de arte de Nueva York. El Mitchell Art Center. Iba a aceptarla. Era una beca de prestigio, la clase de oportunidad que había estado esperando toda su vida. Duraría un año. Después, seguramente ya no volvería a la isla.

Luego guardó silencio y le miró, aguardando su reacción.

Sam buscó las palabras.

—Es una noticia estupenda —farfulló—. Felicidades.

Lucy asintió con la cabeza, exhibiendo una sonrisa que parecía prendida con alfileres. Sam dio un paso adelante para abrazarla, y ella se lo permitió solo un momento, pero tenía todos los músculos agarrotados y rígidos. Era como rodear con los brazos una fría estatua de mármol.

—No la podía rechazar —dijo Lucy contra su hombro—. Una oportunidad así…

—Claro. —Sam la soltó—. Debes aprovecharla. Definitivamente.

Siguió mirándola, tratando de hacer que su cerebro asimilara el hecho de que Lucy le dejaba.

Lucy se iba. Esta frase le infundió una sensación vaga y entumecida que suponía era de alivio.

Sí. Había llegado el momento. Su relación había empezado a complicarse. Siempre era mejor cortar la situación cuando todavía era buena.

—Si necesitas que te ayude a almacenar tus cosas… —empezó a decir.

—No, todo está bajo control. —A Lucy se le habían humedecido los ojos pese a que aún sonreía. Le dejó atónito cuando dijo—: Será más fácil si no te veo ni hablo contigo a partir de ahora. Necesito una ruptura limpia.

—Pero la boda de Alice…

—No creo que haya boda. De lo cual me alegro por Alice. El matrimonio ya resulta bastante difícil para las personas que se quieren de veras. No creo que ella y Kevin tuvieran ninguna posibilidad. No creo que…

Se interrumpió y soltó un suspiro tembloroso.

Mientras Lucy estaba allí de pie con lágrimas en los ojos, Sam se sintió invadido por una emoción desconocida, la peor que había sentido en toda su vida adulta. Más intensa que el miedo, más punzante que el dolor, más vacía que la soledad. Era una sensación parecida a la que le habría producido una astilla de hielo clavada en el pecho.

—No te quiero —declaró Lucy con una leve sonrisa. Ante su silencio, añadió—: Dime que tú sientes lo mismo.

Era su ritual habitual. Sam tuvo que carraspear antes de poder hablar.

—Yo tampoco te quiero.

Lucy siguió sonriendo y asintió satisfecha.

—He cumplido mi promesa. Nadie resulta herido. Adiós, Sam.

Se volvió y bajó los escalones del porche, cargando el peso sobre su pierna derecha.

Sam se quedó plantado en el porche, observando cómo Lucy se alejaba en su vehículo. El pánico y el asombro indignado le invadieron a partes iguales.

¿Qué diablos acababa de ocurrir?

Volvió a entrar en la casa despacio. Alex estaba sentado en el primer peldaño de la escalera principal, acariciando a Renfield, echado a sus pies.

—¿Qué pasa? —preguntó Alex.

Sam se sentó a su lado y se lo contó todo, oyendo su propia voz como si viniera de fuera.

—Ahora no sé qué hacer —concluyó bruscamente.

—Olvídala y sigue con tu vida —repuso Alex, prosaico—. Es lo que siempre haces, ¿no?

—Sí. Pero nunca es así. —Sam se pasó la mano por el pelo hasta convertirlo en mechones desordenados. Se sentía físicamente mareado, tenía náuseas. Como si tuviera las venas llenas de veneno. Le dolían todos los músculos—. Creo que estoy enfermo.

—Quizá necesitas un trago.

—Si empiezo ahora, es posible que ya no pare —dijo Sam con brusquedad—. Así pues, hazme un favor y no vuelvas a decir eso.

Siguió un breve silencio.

—Puesto que ya estás de un humor de perros, tengo algo que decirte —anunció Alex.

—¿Qué? —preguntó Sam con irritación.

—Necesito mudarme contigo la semana que viene.

—¿Qué? —volvió a decir Sam, en un tono completamente distinto.

—Solo serán un par de meses. Estoy sin blanca, y Darcy se ha quedado con la casa a consecuencia del acuerdo. No quiere que viva allí mientras trata de venderla.

—Santo Dios —murmuró Sam—. Acabo de deshacerme de Mark.

Alex le dirigió una mirada inquietante, con una sombra turbadora en los ojos.

—Tengo que alojarme aquí, Sam. No creo que sea por mucho tiempo. No puedo explicarte el motivo. —Vaciló, y consiguió pronunciar las palabras que solo había usado un puñado de veces en toda su vida—. Por favor.

Sam asintió con la cabeza, helado por la idea de que la última vez que había visto aquella misma mirada en los ojos de alguien, con las pupilas negras como la medianoche y la expresión sombría de un alma perdida, fue cuando vio a su padre justo antes de morir.

Incapaz de dormir, Lucy trabajó en su estudio durante la mayor parte de aquella noche, terminando la vidriera.

No era consciente del paso de las horas, solo reparó en que el cielo clareaba y que comenzaba el ajetreo de Friday Harbor a primera hora de la mañana. La ventana del árbol resplandecía plana e inerte, pero cada vez que ponía encima las puntas de los dedos, sentía una sutil vitalidad emanando del vidrio.

Sintiéndose agotada pero resuelta, Lucy fue andando hasta el condominio y se dio una larga ducha. Era la víspera de la boda de Alice. Aquella noche tendría lugar la cena de ensayo. Se preguntaba si Kevin habría hablado con Alice o roto con ella, o bien se había callado sus dudas.

En realidad Lucy estaba demasiado cansada para que le importara. Se envolvió el pelo en un turbante, se puso unos pantalones de franela viejos y cómodos y un top fino y flexible y se metió en la cama.

Justo cuando empezaba a sumirse en un sueño profundo, sonó el teléfono.

Lucy buscó el auricular a tientas.

—¿Diga?

—Lucy. —Era la voz quebradiza de su madre—. ¿Aún duermes? Creía que Alice estaba contigo.

—¿Por qué debería estar conmigo? —preguntó Lucy, bostezando y frotándose los ojos.

—Nadie sabe dónde está. Me ha llamado hace un momento. Kevin se ha ido.

—¿Se ha ido? —repitió Lucy, confusa.

—Esta mañana ha tomado el primer vuelo. Ese gilipollas ha cambiado los billetes de avión que les regalamos para la luna de miel…, se marcha a West Palm solo. Alice estaba histérica. No se encuentra en su casa, y no quiere responder al teléfono. No sé dónde está, ni dónde buscarla. Algunos de los invitados de fuera ya están aquí, y hoy llegarán más. Es demasiado tarde para anular las flores o la comida. El muy bastardo… ¿por qué tenía que esperar al último momento para hacer esto? Pero lo más importante es Alice. No quiero que haga… ningún disparate.

Lucy se incorporó penosamente y salió de la cama.

—La localizaré.

—¿Necesitas que papá te acompañe? Está loco por hacer algo.

—No, no… Ya me ocuparé yo sola. Te llamaré en cuanto averigüe algo.

Después de colgar, Lucy se recogió el pelo en una coleta, se puso unos vaqueros y una camiseta y manipuló la cafetera hasta obtener un tazón de un líquido negro como la tinta. Era demasiado fuerte…, no lo había medido bien. Ni siquiera rebajándolo con agua consiguió aclarar el color. Hizo una mueca y se lo tomó como si fuera una medicina.

Cogió el teléfono y marcó el número de Alice, disponiéndose a dejarle un mensaje. Casi se sobresaltó al oír la voz de su hermana.

—Hola.

Lucy abrió y cerró la boca, queriendo decir diez cosas distintas a la vez. Finalmente optó por preguntar con brusquedad:

—¿Dónde estás?

—En el mausoleo de McMillin —contestó Alice con voz ronca.

—Quédate ahí.

—No traigas a nadie.

—No lo haré. Quédate ahí.

—De acuerdo.

—Prométemelo.

—Te lo prometo.

El mausoleo, denominado Afterglow Vista, era uno de los lugares más hermosos de la isla. Estaba situado en medio del bosque al norte de Roche Harbor. El fundador de una próspera compañía de cal y cemento, John McMillin, había diseñado personalmente el monumento. Era un enorme obelisco con columnas de estilo masónico en su profusa utilización de símbolos. Unas columnas altísimas rodeaban una mesa y siete sillas de piedra. Una de las columnas estaba inacabada, junto al espacio vacío que debería haber ocupado una octava silla. Según la leyenda local, se habían visto espíritus procedentes de las tumbas vecinas sentados a la mesa después de la medianoche.

Desafortunadamente para Lucy, el sendero del bosque que conducía hasta Afterglow Vista tenía casi un kilómetro de longitud. Se puso a andar con cautela, esperando no dañar sus tendones recién curados. Después de atravesar un pequeño cementerio con muchas de sus lápidas rodeadas por cercas minúsculas, vio el mausoleo.

Alice estaba sentada en la tortuosa escalera, vestida con vaqueros y una camiseta de Henley.

Tenía un amasijo de tela blanca vaporosa —de tul o gasa— sobre el regazo.

Lucy no quería sentir lástima por su hermana. Pero Alice tenía cara de infeliz y aparentaba no más de doce años.

Cojeando hacia ella —pues empezaba a dolerle la pierna—, Lucy se sentó junto a Alice sobre los fríos peldaños de piedra. El bosque estaba tranquilo pero para nada silencioso: el aire vibraba con el rumor de hojas, trinos de pájaros, aleteos y zumbidos de insectos.

—¿Qué es eso? —preguntó Lucy al cabo de un rato, mirando la tela blanca que Alice tenía en su regazo.

—El velo.

Alice le mostró la cinta para la cabeza salpicada de perlas a la que estaba sujeto el tul.

—Es precioso.

Alice se volvió hacia ella, sorbiéndose ruidosamente la nariz, y agarró la manga de la camiseta de Lucy con las dos manos, como lo haría una niña.

—Kevin no me quiere —susurró.

—No quiere a nadie —repuso Lucy, rodeándola con un brazo.

Otro susurro afligido.

—Crees que me lo merezco.

—No.

—Tú me odias.

—No.

Lucy se volvió lo suficiente para apoyar la frente contra la de su hermana.

—Me siento fastidiada.

—Lo superarás.

—No sé por qué lo hice. Nada de eso. No debí habértelo robado.

—No habrías podido. Si hubiera sido mío de verdad, no hubiera podido quitármelo nadie.

—Me sabe muy mal. Lo siento mucho.

—No te preocupes.

Alice guardó silencio durante un buen rato, empapando con sus lágrimas la tela de la manga de Lucy.

—No pude hacer nada. Mamá y papá… no me dejaron nunca intentar nada. Me sentía una inútil. Como una fracasada.

—Te refieres a cuando éramos niñas.

Alice asintió.

—Y entonces me acostumbré a que me lo hicieran todo. Si algo se ponía difícil, me rendía y alguien siempre lo terminaba por mí.

Lucy se percató de que, cada vez que ella y sus padres se habían ofrecido para cuidar de Alice, le habían transmitido el mensaje de que no podía hacerlo por sí misma.

—Siempre he tenido celos de ti —prosiguió Alice—, porque podías hacer todo lo que querías. No tienes miedo a nada. No necesitas a nadie que cuide de ti.

—Alice —dijo Lucy—, tú no necesitas el permiso de mamá y papá para hacerte cargo de tu vida. Encuentra algo que quieras hacer y no te rindas. Puedes empezar mañana.

—Y entonces me caeré de bruces —repuso Alice sin entusiasmo.

—Sí, y después de caerte, te levantarás del suelo y te sostendrás sobre los dos pies sin ayuda de nadie…, y entonces sabrás que puedes cuidar de ti misma.

—Oh, vete al cuerno —espetó Alice.

Lucy sonrió y la abrazó.