18
Sam se quedó mirándola tanto rato, y con una expresión tan atónita, que Lucy empezó a sentirse un poco indignada.
—Parece como si acabaras de tragarte una pastilla para la lombriz del corazón de Renfield —dijo.
Sam apartó la mirada y se pasó una mano por el pelo, con lo que algunos mechones oscuros se le pusieron de punta. Entonces empezó a pasearse por la habitación con pasos agitados.
—Hoy no es un buen día para bromear con eso.
—¿Con la medicación del perro?
—Con el sexo.
Sam pronunció esta palabra como si fuera una blasfemia.
—No bromeaba.
—No podemos tener sexo.
—¿Por qué no?
—Ya conoces los motivos.
—Esos motivos ya no sirven —repuso Lucy muy seria—. Porque he estado pensando en ello, y… por favor, deja de moverte. ¿Quieres sentarte a mi lado?
Sam se acercó con cautela y se sentó sobre la mesilla, frente a ella. Apoyando los antebrazos sobre las rodillas separadas, la miró a la altura de los ojos.
—Ya conozco tus reglas —dijo Lucy—. Nada de compromisos. Nada de celos. Ningún futuro. Lo único que intercambiamos son flujos corporales, no sentimientos.
—Sí —admitió Sam—. Ésas son las reglas. Y no estoy cumpliendo ninguna de ellas contigo.
Lucy frunció el ceño.
—No hace mucho me dijiste que si quería tener sexo por despecho, lo harías conmigo.
—No tenía ninguna intención de pasar por eso. No eres la clase de mujer capaz de mantener una amistad con privilegios.
—Sí lo soy.
—No lo eres tanto, Lucy. —Sam se levantó y empezó a pasearse de nuevo—. Al principio dirás que te sientes cómoda con el sexo informal. Pero eso no durará mucho.
—¿Y si te prometo que no me lo tomaré en serio?
—Lo harás de todos modos.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque mi tipo de relación solo funciona cuando ambas personas son igual de superficiales. Yo soy muy superficial. Pero tú desequilibrarías toda la situación.
—Sam, he tenido mala suerte con las relaciones. Créeme, no hay ningún hombre en la tierra sin el cual no pueda vivir, tú incluido. Pero esta mañana, cuando estábamos arriba juntos… ha sido la mejor sensación que he conocido en mucho tiempo. Y si estoy dispuesta a intentarlo a tu manera, no entiendo qué inconveniente puedes tener.
Sam se había detenido en el centro del salón. La miró con desconcertado enojo, habiéndose quedado visiblemente sin argumentos.
—No —dijo por fin.
Ella arqueó las cejas.
—¿Es ése un no definitivo, o un no mientras me lo pienso?
—Es un no, ni hablar.
—Pero ¿cenarás con mis padres y conmigo mañana?
—Sí, puedo hacerlo.
Lucy sacudió la cabeza, muda de asombro.
—Cenarás conmigo y con mis padres, ¿pero no quieres tener sexo conmigo?
—Tengo que comer —sentenció él.
—Hay una regla muy sencilla para superar las escaleras con muletas —explicó Sam aquel mismo día, de pie detrás de Lucy mientras se acercaba a los peldaños de acceso a la casa—. Arriba con la pierna buena, abajo con la mala. Cuando subas, apóyate siempre sobre la pierna sana. Cuando bajes, apóyate sobre la mala y las muletas.
Acababan de regresar de la consulta del médico, donde habían puesto un braguero a Lucy. Como hasta entonces no había tenido que usar nunca muletas, Lucy estaba descubriendo que resultaban mucho más difíciles de manejar de lo que había supuesto.
—Procura no cargar ningún peso sobre la pierna derecha —dijo Sam, observando los vacilantes pasos de Lucy—. Balancéala y da un salto con la izquierda.
—¿Cómo sabes tanto de eso? —preguntó Lucy, resoplando por el esfuerzo.
—Tuve una fractura de tobillo a los dieciséis años. Una lesión deportiva.
—¿De fútbol?
—Observación de pájaros.
Lucy soltó una risita.
—La observación de pájaros no es un deporte.
—Estaba encaramado a un pino Oregón a seis metros de altura, tratando de ver un mérgulo jaspeado. Es una especie en peligro de extinción que anida en bosques antiguos. Naturalmente, trepaba sin material de escalada. Vi el polluelo de mérgulo y me emocioné tanto que resbalé y me caí. Me golpeé contra todas las ramas en la caída.
—Pobrecillo —dijo Lucy—. Pero apuesto a que pensaste que había merecido la pena.
—Por supuesto que sí. —Sam la observó mientras avanzaba cojeando con las muletas—. Te llevaré el resto del camino. Ya practicarás más tarde.
—No, puedo subir los peldaños. Es un alivio poder moverme otra vez. Esto significa que mañana podré ir a mi estudio.
—Mañana o pasado —matizó Sam—. No te fuerces demasiado, o volverás a lesionarte la pierna.
La sonrisa de Lucy se tornó socarrona. Le costaba trabajo interpretar su estado de ánimo. Desde que le había planteado su propuesta, Sam había vuelto a tratarla con la amistad impersonal de los dos primeros días en Rainshadow Road. Pero no era exactamente igual. En determinados momentos le había sorprendido mirándola con preocupación e intimidad a la vez, y sabía por alguna razón que Sam estaba pensando en lo que había ocurrido —o casi ocurrido— entre ellos esa mañana. Y estaba pensando en su afirmación de que se sentiría a gusto con una aventura sin ataduras. Lucy sabía que, aunque no la había creído, quería hacerlo.
Para cuando Lucy entró en la casa, estaba sudorosa y cansada, pero satisfecha. Acompañó a Sam a la cocina, donde Holly merendaba tras regresar de la escuela y Mark estaba sentado en el suelo con Renfield.
—Estás de pie —observó Mark, mirando a Lucy con una fugaz sonrisa—. Felicidades.
—Gracias —respondió ella riendo—. Da gusto poder moverse otra vez.
—¡Lucy! —Holly se le acercó corriendo para admirar las muletas—. ¡Son geniales! ¿Puedo probarlas?
—No son para jugar, cariño —dijo Sam, inclinándose para besar a su sobrina.
Ayudó a Lucy a sentarse en un taburete a la mesa de madera y dejó las muletas apoyadas a su lado. Echó una mirada a Mark, quien sujetaba a Renfield en el suelo y trataba de abrirle la boca con las manos enfundadas en unos gruesos guantes de jardinero.
—¿Qué estás haciendo con el perro?
—Trato de administrarle su tercera pastilla anticonvulsiva.
—Solo tiene que tomarse una.
—Lo que quería decir es que éste es el tercer intento. —Mark miró al obstinado bulldog con el ceño fruncido—. Ha mordido la primera y me ha estornudado los polvos en la cara. La segunda vez le he abierto la boca con una cucharilla y le he introducido la pastilla. Ha conseguido escupir la tableta y comerse la cucharilla.
—Pero en realidad no se ha comido la cucharilla —intervino Holly—. La ha expulsado antes de tragársela.
Sacudiendo la cabeza, Sam se dirigió hacia el frigorífico, sacó un pedazo de queso y se lo pasó a Mark.
—Esconde la pastilla aquí dentro.
—Tiene intolerancia a la lactosa —objetó Mark—. Le provoca gases.
—Confía en mí —repuso Sam—, nadie se dará cuenta.
Con expresión escéptica, Mark introdujo la cápsula en el cubo de queso y se lo ofreció a Renfield. El bulldog engulló el queso y salió con paso cansino de la cocina.
—¿Sabes qué? —dijo Holly a Lucy, poniéndose en cuclillas para examinar el braguero—. Papá y Maggie se casarán dentro de dos meses. ¡Y me llevarán de luna de miel con ellos!
—¿Por fin habéis puesto fecha? —preguntó Sam a Mark.
—Lo haremos a mediados de agosto. —Mark fue al fregadero para lavarse las manos—. Maggie quiere casarse en un transbordador.
—Bromeas —dijo Sam.
—No. —Mark se secó las manos. Se volvió y explicó a Lucy—: Una gran parte de nuestro cortejo sucedió en la línea del transbordador de Washington State. Esto obligó a Maggie a estar conmigo hasta que por fin se dio cuenta de mi atractivo magnético.
—Debió de ser un viaje muy largo —bromeó Sam, y esquivó un puñetazo que Mark fingió propinarle. Riendo, añadió—: No me puedo creer que os dejen celebrar una boda a bordo de uno de esos cacharros.
—Lo creas o no, no seremos los primeros. Pero la ceremonia no se celebrará en un transbordador en activo; hay uno antiguo en Lake Union, con una vista espléndida de la ciudad y la Space Needle.
—Qué romántico —comentó Lucy.
—Yo seré la dama de honor —dijo Holly—, y el tío Sam será el padrino.
—¿De veras? —preguntó Sam.
—¿Quién más tiene un repertorio tan amplio para el discurso de recepción? —interrogó Mark. Sonrió a su hermano—. ¿Quieres ser mi padrino, Sam? Después de todo lo que hemos pasado, ni siquiera se me ocurre otro candidato. De hecho, hasta casi me caes bien.
—Lo haré —declaró Sam—. Pero solo si me prometes llevarte el perro cuando te traslades.
—Trato hecho.
Se dieron un breve abrazo con palmaditas en la espalda.
Cuando anochecía, Mark y Holly se marcharon a recoger a Maggie al trabajo para llevarla a cenar fuera.
—Que os divirtáis —dijo Mark cuando él y Holly salían cogidos de la mano—. No nos esperéis, pues regresaremos tarde.
—¡Fiesta! —exclamó Holly antes de que se cerrara la puerta.
Lucy y Sam se quedaron solos. Sam pasó un buen rato mirando en la dirección en la que se había marchado su hermano, absorto en sus cavilaciones. Luego miró a Lucy, y algo cambió en su cara. El silencio se tornó eléctrico.
Sentada en un taburete a la mesa de la cocina, Lucy preguntó despreocupadamente:
—¿Qué vamos a cenar?
—Bistec, patatas y ensalada.
—Suena estupendo. Déjame ayudar. ¿Quieres que corte verduras para la ensalada?
Sam le trajo una tabla para cortar, un cuchillo de cocina y verduras crudas. Mientras Lucy cortaba pepino y pimientos dulces, Sam descorchó una botella de vino y sirvió dos copas.
—¿Hoy no utilizamos tarros de mermelada? —preguntó Lucy con una falsa expresión melancólica cuando Sam le pasó una copa de cristal llena de Cabernet oscuro y brillante.
—No para este vino. —Chocó su copa con la de Lucy e hizo un brindis—. Por Mark y Maggie.
—¿Crees que a Alex le molestará que seas tú el padrino? —preguntó Lucy.
—En absoluto. Generalmente no tienen mucho que ver entre ellos.
—¿Debido a la diferencia de edad?
—Quizás en parte. Pero en realidad es más una cuestión de personalidad. Mark es el típico hermano mayor. Cuando está preocupado por alguien, se vuelve autoritario y despótico, lo que saca a Alex de sus casillas.
—¿Qué les dices cuando discuten?
—¿Te refieres a cuando no salgo huyendo en busca de protección? —preguntó Sam con ironía—. Le digo a Mark que no va a cambiar a Alex ni a conseguir que deje de beber. Eso es cosa de Alex. Y le he dicho a Alex que, tarde o temprano, le llevaré a rehabilitación. No al tipo de rehabilitación con celebridades y tratamientos termales, sino a un establecimiento con alambradas electrificadas, donde te asignan un compañero de habitación que da pavor y te obligan a limpiarte el retrete.
—¿Crees que llegará hasta ese punto? ¿En el que podrías convencerle de que… busque ayuda en alguna parte?
Sam negó con la cabeza.
—Creo que Alex funcionará lo suficiente para evitar tener que pasar por eso. —Examinó el contenido de su copa de vino e hizo girar el líquido de color granate oscuro—. Él no quiere admitirlo, pero está enemistado con el mundo entero porque nuestra familia resultó tan jodidamente mal.
—Pero no parece que tú te sientas igual —observó Lucy con voz queda—. Enemistado con el mundo, quiero decir.
Sam se encogió de hombros y extravió la mirada.
—Yo lo tuve algo más fácil que él. Había una pareja de ancianos que vivían a un par de casas de la nuestra. Eran mi refugio. No tenían hijos, y yo iba a verles con frecuencia. —Sonrió al recordar el pasado—. Fred me dejaba desmontar un viejo despertador y volver a montarlo, o me enseñaba a sustituir las cañerías de desagüe de la cocina. Mary era profesora. Me daba libros para leer, y a veces me ayudaba con los deberes.
—¿Aún viven?
—No, ambos murieron. Mary me dejó algún dinero para que pagara el depósito de esta casa. Le gustaba la idea de plantar un viñedo. Solía hacer vino de moras en una jarra grande. Era una bebida terriblemente dulzona.
Sam guardó silencio, con la mirada nublada por los recuerdos.
Lucy se dio cuenta de que trataba de establecer conexiones para ella, justificarse de una forma que no resultaba fácil. No era la clase de hombre que ponía excusas o se disculpaba por su manera de ser. Pero hasta cierto punto quería hacerle comprender la persona que había sido forjada por la implacable implosión de la relación de sus padres.
—El día que cumplí doce años —dijo Sam al cabo de un rato— regresé a casa después de la escuela y me encontré con que Vick se había llevado a Alex a alguna parte y Mark había desaparecido. Mi madre estaba desvanecida sobre el sofá. Mi padre bebía directamente de la botella. A la hora de cenar empecé a sentir hambre, pero no había nada para comer. Fui a buscar a papá y finalmente le encontré sentado en su coche en el camino de entrada, gritando que iba a suicidarse. Entonces fui a casa de Fred y Mary y me quedé allí cosa de tres días.
—Debían de significar mucho para ti.
—Me salvaron la vida.
—¿Se lo dijiste alguna vez?
—No. Ya lo sabían.
Tras regresar al presente, Sam miró a Lucy con cautela. Ella sabía que le había contado más de lo que tenía intención, que no estaba seguro de por qué lo había hecho y que se arrepentía de ello.
—Vuelvo enseguida —anunció Sam, y salió a poner los bistecs en una parrilla en la parte de atrás de la casa.
Mientras los bistecs se asaban en la parrilla y una fuente de patatas rojas en el horno, Lucy habló a Sam de sus padres y del reciente descubrimiento de que su padre ya había estado casado antes de hacerlo con su madre.
—¿Le preguntarás al respecto?
—Siento curiosidad —admitió Lucy—, pero no sé si deseo oír las respuestas. Sé que quiere a mamá. Pero no me apetece que me diga que quiso a alguien más que a ella. —Pasó los dedos por la rayada superficie de la mesa—. Papá siempre ha estado distanciado de nosotras. Ha sido reservado. Creo que su primera esposa se quedó con una parte de su corazón que no ha podido entregar a nadie más después de que ella muriera. Creo que quedó irreparablemente herido, pero mamá le quiso de todos modos.
—Debe de ser duro competir con el recuerdo de alguien —observó Sam.
—Sí. Pobre mamá. —Lucy hizo una mueca—. Siento que tengas que conocerles. No es justo para ti. Primero atendiendo a todos mis deseos y después teniendo que soportar una visita de mis padres.
—No pasa nada.
—Papá seguramente te caerá bien. Cuenta chistes de física que no entiende nadie.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo: «¿Por qué el pollo cruzó la carretera? Porque un pollo en reposo tiende a estar en reposo. Los pollos en movimiento tienden a cruzar la carretera». —Lucy puso los ojos en blanco cuando él se echó a reír—. Sabía que te parecería divertido. ¿Adónde crees que deberíamos ir a cenar?
—Al Duck Soup —contestó Sam.
Era uno de los mejores restaurantes de la isla, una taberna emparrada que ofrecía verduras locales y productos de su propio huerto, así como marisco fresco. En el vestíbulo había colgado un magnífico retrato de Groucho Marx.
—Me encanta ese lugar —dijo Lucy—. Pero Kevin y yo cenamos con ellos allí una vez.
—¿Y qué importa eso?
Lucy se encogió de hombros, sin saber muy bien por qué lo había mencionado.
Sam la miró fijamente.
—No me preocupa que me comparen con Kevin.
Lucy notó que se sonrojaba.
—No estaba pensando en eso —protestó con irritación.
Después de servir más vino, Sam levantó su copa y dijo:
—Éstos son mis principios. Si no te gustan, tengo otros.
Lucy sonrió, reconociendo la cita de Groucho Marx.
—Beberé por eso —repuso, y alzó su copa.
Durante la cena hablaron de películas antiguas y descubrieron un gusto compartido por los clásicos en blanco y negro. Cuando Lucy confesó que no había visto nunca Historias de Filadelfia, con Cary Grant y Katharine Hepburn, Sam insistió en que tenía que verla.
—Es una comedia disparatada clásica. No puedes decir que te gustan las películas antiguas sin haberla visto.
—Es una pena que no podamos verla esta noche —se lamentó Lucy.
—¿Por qué no podemos?
—¿La tienes en DVD?
—No, pero puedo descargarla.
—Pero eso tardará muchísimo.
Sam puso cara de engreído.
—Tengo un acelerador de descargas que saca el máximo partido al envío de datos iniciando varias conexiones simultáneas de múltiples servidores. Cinco minutos, como mucho.
—A veces ocultas muy bien el cretino que llevas dentro —se maravilló Lucy—. Y entonces aparece como un rayo.
Después de cenar fueron a la sala de estar a ver la película. Lucy se dejó cautivar enseguida por la historia de la enojadiza y desalmada heredera, su gallardo ex marido y el cínico periodista encarnado por Jimmy Stewart. Los diálogos estaban repletos de un humor elegante y caprichoso, con todas las pausas y reacciones perfectamente sincronizadas.
Mientras las imágenes en blanco y negro parpadeaban en la pantalla, Lucy se inclinó sobre el costado de Sam, medio esperando que se opondría. La relajada velada que pasaban juntos, las tímidas confidencias, habían dado lugar a un clima de intimidad que Sam quizá no querría estimular.
Pero él la rodeó con un brazo y le dejó recostar la cabeza contra su hombro. Lucy suspiró, saboreando la firme calidez de su presencia junto a ella, el peso reconfortante de su brazo. A medida que su contacto hervía a fuego lento, se hacía difícil no tocarle, buscarle con las manos.
—No estás mirando la película —advirtió Sam.
—Tú tampoco.
—¿En qué piensas?
En medio del silencio, el diálogo flotó como burbujas de champán.
«No puede ser otra cosa que amor, ¿verdad?».
«No, no puede ser».
«¿Sería inconveniente?».
«Terriblemente».
—Estaba pensando —dijo Lucy— que no he probado nunca una relación en la que nadie promete nada. Me gusta esa regla. Porque si no haces promesas, no puedes romperlas.
—Hay otra regla de la que no te he hablado.
Su voz era cautelosa. Su respiración agitaba los pelos de la parte superior de la cabeza de Lucy.
—¿Cuál es?
—Saber cuándo parar. Cuando alguno de los dos diga que ha llegado el momento de dejarlo, el otro tiene que aceptar. Sin argumentos ni discusiones.
Lucy guardó silencio. Le dio un vuelco el estómago cuando cambió de posición en el sofá.
Sam se volvió a mirarla, con la cabeza recortada sobre un fondo de imágenes fantasmales y parpadeantes. El sonido bajo de su voz hendió el torrente sordo de palabras e imágenes a su espalda.
—De todas las personas a las que nunca he querido hacer daño, Lucy… tú eres la primera de la lista.
—Creo que eres el primer hombre que se ha preocupado alguna vez por eso. —Lucy se atrevió a alargar la mano y tocarle el costado del rostro, pasándole los dedos suavemente por la mejilla. Percibió la sutil contracción de la mandíbula, los enérgicos latidos del pulso bajo las yemas de sus dedos—. Démonos una oportunidad —susurró—. No me harás daño, Sam. No lo permitiré.
Tomándose su tiempo, Sam cogió el mando a distancia, lo manejó con torpeza y pulsó el botón de silencio. La película continuó, luces y sombras sin sonido. Su boca encontró la de Lucy en un beso largo y fluido, intercambiando calor por calor, sabor por sabor. Le puso una mano en la nuca y le dio un masaje. La excitación se tornaba algo oscuro e indescriptible, una sensación que ascendía en una oleada lenta desde los pies hasta la cabeza de Lucy. Era más que deseo…, un anhelo tan absoluto que habría hecho cualquier cosa por saciarlo.
Sam sujetó el dobladillo de la camiseta que llevaba Lucy y tiró hacia arriba para despojarla de la tela. Sus dedos recorrieron los tirantes elásticos del sujetador y los hicieron bajar por los hombros antes de pasar al cierre de la parte de atrás. Ella se estremeció al notar que manipulaba los diminutos ganchos. Después de quitarle la prenda, Sam le pasó las manos por los costados de la caja torácica y fue subiendo hasta abarcar sus pechos desnudos. Se inclinó sobre ella. Con diabólica lentitud, tomó un pezón en la boca, lo sostuvo entre los dientes y lo acarició con la lengua. Lucy tuvo que morderse los labios para no suplicarle que la poseyera allí mismo. Él empezó a tirar con suavidad, repetidamente, lamiéndola entre tirón y tirón.
Gimiendo, Lucy agarró la parte de atrás de la camiseta de Sam e intentó quitársela, ávida de sentir el contacto de su piel contra ella. Él se detuvo para despojarse de la prenda y la hizo retroceder hasta que estuvo tendida sobre el sofá. Tenía apuntalada la pierna herida, mientras que la sana se mecía con displicencia a un lado.
Después de bajar sobre ella, Sam estampó la boca contra la suya, con besos bruscos, voluptuosos y dulces. Lucy no acertaba a encontrarse en la repentina llamarada de sensación, no podía controlar nada. Le correspondió, dejándose atrapar como una estrella fugaz, ardiendo por dentro.
Tenuemente le oyó murmurar que debían parar un momento, tenían que usar alguna protección. Ella farfulló unas palabras para darle a entender que no era necesario, que tomaba la píldora para regular su ciclo, y él repuso que la llevaría arriba porque su primera vez no debía ser en el sofá. Pero siguieron besándose compulsivamente, con avidez, y Sam bajó una mano para desabrocharle el pantalón corto. Se lo quitó de un tirón sobre las caderas llevándose consigo la ropa interior. Lucy sintió el frescor del aire contra el ardor de su piel.
Estaba debilitada por el deseo, por el anhelo de que él la tocara, la besara, hiciera cualquier cosa, pero el pantalón corto y las braguitas se habían atascado en el braguero y Sam se había detenido a desenredarlos.
—Déjalo —dijo ella sin aliento—. No pares. —Le miró con el ceño fruncido y la cara sonrojada mientras él insistía en liberar la goma de las braguitas del cierre del braguero—. Sam…
Su impaciencia le hizo soltar una risita sofocada. Sam alargó la mano para cogerla y le pasó un brazo por debajo del cuello. Sus bocas se encontraron en un beso inquisitivo y profundo. La de él se entretuvo a tirarle el labio superior y luego el inferior.
—¿Es esto lo que quieres? —preguntó Sam, deslizando una mano entre sus muslos temblorosos.
Le abrió la dolorida carne, acariciándola en círculos suaves y volubles hasta que se humedeció por completo. Lucy dejó caer la cabeza sobre el brazo de Sam, y éste le besó el cuello y exhaló aire caliente contra su piel mientras introducía los dedos en ella.
Lucy se retorció y se levantó torpemente, con la pierna obstaculizada por el braguero. Sam le murmuró dulcemente al oído…, estate quieta, déjame hacer, no te esfuerces…, pero ella no podía evitar levantarse impulsada por el placer.
Jadeando, le atrajo en una súplica tácita y desesperada de más caricias, palpando a tientas la musculosa superficie de su espalda. Sam tenía una piel tersa, dura y sedosa, y la curvatura de su hombro resultaba tan tentadora que Lucy hundió ligeramente los dientes en el robusto músculo, un mordisquito amoroso que le hizo estremecerse.
Sam alargó la mano entre ambos buscando el cierre de sus vaqueros. Lucy era incapaz de moverse, tan solo podía esperar impotente mientras él hurgaba en su interior con un movimiento lento y deslizante. Sintió que se tensaba, se relajaba y volvía a tensarse. Sam entró más adentro. Unos sonidos inarticulados se formaron en la garganta de Lucy. No había palabras para definir lo que necesitaba, lo qué le ocurría. Sam retiró la mano y la subió hasta su pecho; las puntas húmedas de sus dedos se posaron con firmeza sobre el pezón duro.
A través del estruendo de sus latidos, le oyó susurrarle que le recibiera, que le dejara entrar.
Cuando se estiró agarrada a él, notó su mano deslizándose bajo su trasero para levantarla un poco. Sam empujó de nuevo, y el frotamiento caliente y resbaladizo la hizo gritar como de dolor.
Sam se detuvo en seco y la miró, con los ojos de un azul sobrenatural entre las sombras.
—¿Te he hecho daño? —susurró.
—No. No… —Desbordada de deseo y excitación, Lucy le sujetó las caderas para instarle a apretarse con más fuerza contra ella—. Por favor, no pares.
Sam emprendió un ritmo pausado, que la hacía sacudirse y arquearse como si estuviera en un potro de tortura.
Lucy se impulsó hacia arriba en silenciosa petición, pero no hubo ningún cambio en su ritmo lento pero incesante. La tensión iba en aumento, sus músculos internos se contraían sobre la deliciosa dureza invasora. Las arremetidas de Sam eran cada vez más profundas, y Lucy gemía con cada una de ellas. Todo aquello era demasiado, el cuerpo fornido moviéndose sobre el suyo, el cosquilleo de los pelos del torso contra sus pezones, la mano firme instando a sus caderas a subir con cada embestida calculada. Sintió el placer estallando en sacudidas bruscas y extáticas. Sam silenció sus sollozos con la boca y empujó más adentro, dejando que su cuerpo tembloroso le absorbiera, le vaciara.
Durante un rato, ninguno de los dos se movió ni habló; tan solo respiraron entrecortadamente. Lucy le pasó los brazos alrededor del cuello y le besó la mandíbula, la barbilla, la comisura de la boca.
—Sam —dijo soñolienta, con la voz ronca de satisfacción—. Gracias.
—Sí.
Él parecía aturdido.
—Ha sido alucinante.
—Sí.
Lucy le susurró al oído:
—Y para que estés tranquilo… no te quiero.
A juzgar por la vibración de la risa que le notó dentro del pecho, había dicho lo correcto. Sam se inclinó sobre ella y rozó con los labios su boca sonriente.
—Yo tampoco te quiero.
Cuando Sam fue capaz de moverse, recogió la ropa del suelo y llevó a Lucy al piso de arriba. Se acostaron juntos en la amplia cama, con la conversación temporalmente latente como ascuas bajo una capa de ceniza fría.
Sam experimentó una sensación incómoda, como si su cuerpo supiera que había cometido un error aunque su cerebro no dejaba de aportar toda clase de razones en sentido contrario. Lucy era una mujer adulta, capaz de tomar sus propias decisiones. Él no la había llevado a engaño, no se había presentado de otra guisa que no fuera como era realmente. Ella parecía conformarse con aquella situación, y Dios sabía que él se sentía satisfecho, colmado, de un modo que no había conocido nunca antes.
Quizás era ése el problema. Había sido demasiado bueno. Había sido distinto. La pregunta de por qué había resultado así con Lucy era algo en lo que debía pensar. Más adelante.
El cuerpo de Lucy en la semioscuridad aparecía algo borroso, como la penumbra de las sombras de un cuadro. La luz de la luna que se filtraba por la ventana confería una tenue luminosidad a su piel, como si fuera una criatura mágica de un cuento de hadas. Sam la contempló fascinado, pasándole una mano por la cadera y el costado.
—¿Qué ocurre al final? —susurró Lucy.
—¿Al final de qué?
—De la película. ¿Con quién se casa Katharine Hepburn?
—No voy a estropeártelo.
—Me gusta que me cuenten el final.
Sam jugueteó con sus cabellos, dejando que unos ríos de seda oscura se derramaran a través de sus dedos.
—Dime qué crees que ocurre.
—Creo que se queda con Jimmy Stewart.
—¿Por qué?
—Bueno, ella y Cary Grant estuvieron casados y se divorciaron. De modo que está cantado.
Sam sonrió ante su tono prosaico.
—Eres un poco cínica.
—Casarse con alguien por segunda vez nunca funciona. Fíjate en Liz Taylor y Richard Burton. O en Melanie Griffith y Don Johnson. Y tú no eres el más indicado para llamarme cínica: ni siquiera crees en casarte con alguien por primera vez.
—Creo en ello para determinadas personas. —Siguió pasándole los dedos por el pelo—. Pero es más romántico no casarse.
Lucy se recostó sobre un codo y le miró.
—¿Por qué piensas eso?
—Sin matrimonio, una pareja solo se junta para los buenos momentos. La mejor parte de la relación. Y luego, cuando empeora, cortas y sigues con tu vida. Sin recuerdos desagradables ni divorcios que destrozan el alma.
Lucy guardó silencio, pensativa.
—Hay un fallo en tu razonamiento.
—¿Cuál es?
—No lo sé. Aún no lo he descubierto.
Sam sonrió y la atrajo debajo de él. Se inclinó sobre su pecho, le lamió el pezón y usó el pulgar para extender la humedad. Su piel parecía de seda pálida, increíblemente tersa contra las yemas de sus dedos. Las texturas de su cuerpo le fascinaban, todo suave, flexible y lustroso. Y su aroma —florido, algodonoso, con un ligerísimo y erótico punto salado y almizcleño— le causaba un clamor encendido en la sangre. Se desplazó sobre ella, pasando la boca lentamente por su cuerpo, saboreándolo. Cuando llegó más abajo, las extremidades de Lucy temblaron bajo sus manos. Notó las de ella acariciándole el pelo, la nuca, y el contacto de sus dedos fríos le endureció enseguida. Siguió el aroma femenino hasta allí donde era más intenso, más tentador, y Lucy emitió un sonido agitado a la vez que sus piernas se abrían con facilidad.
Ella gimoteó cuando Sam le acarició con la nariz la blandura entre los muslos y le lamió la oquedad sedosa y caliente, de un sabor erótico y estupefaciente. Jugó con ella, frotando, chupando suavemente, hasta que Lucy se apretó contra él con un sollozo. Captando cada latido y cada vibración, la indujo mediante sensaciones a la indulgencia, hasta que se quedó relajada e inmóvil debajo de él.
Tras levantarse, la cubrió con su cuerpo y se hundió en las deliciosas profundidades húmedas, empujando despacio para saborear el contacto. Las uñas de Lucy se deslizaron sobre su espalda, unos arañazos delicados y electrizantes que llevaron a Sam a arremetidas más fuertes y más profundas. El éxtasis surgió sin previo aviso, intenso y contundente, extendiéndose por cada centímetro de su piel desde el cuero cabelludo hasta las plantas de los pies.
Rendido y atónito, Sam se dejó caer en su lado de la cama cuando terminó. Lucy se acurrucó junto a él. Sam cerró los ojos, esforzándose por moderar su respiración. Se notaba los miembros increíblemente pesados. Ya había conocido el placer antes, pero nunca con aquella intensidad, aquella profusión. Le invadió el agotamiento, y no le apetecía más que dormir. Así… en su propia cama… con Lucy a su lado.
Pero este último pensamiento le hizo abrir los ojos de par en par.
Jamás dormía con nadie después de tener sexo, lo cual era uno de los motivos por los que prefería que sucediera en casa de la mujer y no en la suya. Resultaba mucho más fácil ser el que se marchaba. En un par de ocasiones, Sam había llegado hasta el punto de cargar a una mujer protestona en su coche y llevarla a casa. La idea de pasar una noche entera con una mujer le había llenado siempre de una aversión que rayaba en el pánico.
Obligándose a salir de la cama, fue a ducharse. Tras ponerse un albornoz, llevó un paño caliente a la cama, se ocupó de Lucy y la tapó con las sábanas hasta los hombros.
—Te veré por la mañana —murmuró, depositándole un fugaz beso en los labios.
—¿Adónde vas?
—A la cama abatible.
—Quédate conmigo.
Lucy dobló una esquina de la sábana de forma incitante.
Sam sacudió la cabeza.
—Podría hacerte daño en la pierna…, aplastarla o algo parecido…
—¿Bromeas? —Una sonrisa soñolienta curvó los labios de Lucy—. Este braguero es indestructible. Podrías pasar con tu camioneta por encima.
Sam tardó unos momentos en responder, alarmado por su propio deseo de meterse en la cama con ella.
—Me gusta dormir solo.
—Ah. —Lucy adoptó un tono despreocupado—. Nunca pasas la noche con una mujer.
—No.
—No pasa nada —dijo ella.
—Bien. —Sam carraspeó, sintiéndose inepto. Zafio—. Ya sabes que no es nada personal, ¿verdad?
La tenue risa de Lucy flotó en el aire.
—Buenas noches, Sam. Lo he pasado muy bien. Gracias.
Sam pensó que seguramente era la primera vez que una mujer le daba las gracias por tener sexo con ella.
—El placer ha sido mío.
Y se encaminó hacia la otra habitación con la misma inquietud que había experimentado anteriormente.
Algo había cambiado en su interior y, que Dios le ayudara, no quería saber qué era.