–Eso sencillamente no sucede.
–No, bueno. Pues se equivocaría entonces.
–Será eso. Si me disculpas, tengo otras cosas que hacer
ahora.
La enfermera controló la sonda del brazo de Virginia, giró un
poco el pie del goteo y con una mirada que decía que aquéllas eran
cosas importantes y que Dios te libre de enredar con ellas,
abandonó la habitación con paso firme.
¿Qué pasa si a uno le ponen la sangre del
grupo que no es? La sangre… se coagula.
No. Tiene que haber sido Virginia la que se
equivocara.
Se dirigió a una esquina de la habitación en la que había una
pequeña butaca, una mesa con una flor de plástico. Se sentó en la
butaca y observó la habitación. Paredes desnudas, suelo reluciente.
Tubo fluorescente en el techo. La cama de Virginia de barras de
acero; sobre ella, una manta amarilla, descolorida, en la que ponía
Diputación.
Así va a ser.
En Dostoievski, la enfermedad y la muerte eran casi siempre
sucias, pobres. Aplastado bajo la rueda de un carro, barro, tifus,
pañuelos manchados de sangre. Y así sucesivamente. Pero qué leches,
¿acaso era preferible aquello antes que esto? Antes que quedar
apartado en una especie de máquina reluciente.
Lacke se echó hacia atrás en la butaca, cerró los ojos. El
respaldo era demasiado corto, se le vencía la cabeza. Se enderezó,
puso el codo en el reposabrazos y apoyó la cara en la mano.
Contempló la flor de plástico. Era como si la hubieran puesto allí
únicamente con la intención de subrayar que en ese lugar no se
permitían cosas vivas, aquí todo estaba como debe
ser.
La flor permaneció en su retina cuando cerró los ojos de
nuevo. Se convirtió en una flor de verdad, creció, se convirtió en
un jardín. El jardín de la casa que se iban a comprar. Lacke estaba
en el jardín mirando un rosal con esplendorosas rosas rojas. Desde
la casa salía la sombra alargada de una persona. El sol descendió
rápidamente y la sombra creció, se hizo más larga, se extendía por
todo el jardín…
Dio un respingo y se despertó. La mano estaba llena de saliva
que le había caído por la comisura de los labios mientras dormía.
Se pasó la mano por la boca, paladeó e intentó enderezar la cabeza.
No podía. La nuca se había quedado bloqueada. La obligó a
enderezarse con un crujido del ligamento, se
detuvo.
Unos ojos muy abiertos lo estaban mirando.
–¡Hola! Estás…
¡Muerta! Está…
Lacke se levantó de la butaca y algo se le quebró en la nuca.
Se tiró de rodillas delante de la cama, se agarró a las barras de
acero y acercó su rostro al de Virginia como si quisiera, con su
presencia, obligar al alma a que volviera de las profundidades a la
cara de su amiga.
–¡Ginja! ¿Me oyes?
Nada. Sin embargo podría jurar que sus ojos, de alguna
manera, veían en los ojos de él, que no estaban muertos. La buscó a
través de ellos; lanzaba ganchos de abordaje desde sí mismo hasta
los agujeros que eran las pupilas de Virginia para
allí,
en la oscuridad, agarrarse si…
Las pupilas. Ése es el aspecto que tienen
cuando uno…
Sus pupilas no eran redondas. Las tenía alargadas en sentido
vertical, estiradas en
punta. Hizo una mueca cuando un hilillo frío de dolor se
deshizo en su nuca, se echó la mano y se frotó.
Virginia parpadeó. Abrió los ojos de nuevo. Y estaba
allí.
Lacke abrió la boca como un tonto, se siguió frotando la nuca
con la mano de forma mecánica.
Un crujido como de madera cuando Virginia le
preguntó:
–¿Te duele?
Lacke retiró la mano de la nuca, como si lo hubieran
sorprendido haciendo algo feo.
–No, yo sólo… creía que estabas…
–Estoy atada.
–Sí… peleaste un poco antes. Espera, voy a… -Lacke metió la
mano entre dos barras de la cama, empezó a aflojar los
cinturones.
–No.
–¿Qué?
–Déjalo como está.
Lacke vaciló con la correa entre los dedos.
–¿Vas a pelear más, o qué? Virginia cerró un poco los
ojos.
–Déjalo como está.
Lacke soltó el cinturón, no sabía qué hacer con las manos
privadas de su tarea. Sin levantarse, girando las rodillas, arrimó,
con un nuevo latigazo de dolor en la nuca como consecuencia, la
pequeña butaca a la cama y se subió torpemente a
ella.
–¿Has llamado a Lena?
–No. Puedo…
–Bien.
–¿No quieres que…?
–No.
Entre los dos se hizo el silencio. Un silencio que es
especial de los hospitales y que se deriva de la propia situación
-uno en la cama, herido o enfermo, y el otro sano al lado- que en
realidad lo explica todo. Las palabras se vuelven pequeñas,
superficiales. Sólo se puede decir lo más importante. Se estuvieron
mirando un rato. Se dijeron lo que se podían haber dicho, sin
palabras. Después Virginia volvió la cabeza, se quedó mirando al
techo.
–Tienes que ayudarme.
–Lo que haga falta.
Virginia se humedeció los labios, tomó aliento y soltó el
aire con un suspiro tan profundo y tan largo que parecía que
expulsara reservas ocultas en su cuerpo. Después deslizó su mirada
sobre el cuerpo de Lacke. Escrutando, como si estuviera dando el
último adiós al cadáver de un ser querido y quisiera grabar su
imagen en la memoria. Se frotó los labios y por fin consiguió
pronunciar las palabras.
–Soy vampira.
Las comisuras de los labios de Lacke quisieron dibujar una
mueca de burla; la boca, algún comentario que allanara la
situación, preferiblemente algo cómico. Pero las comisuras no se
movieron y el comentario se esfumó, no llegó nunca hasta los
labios. En vez de eso le salió sólo un «no».
Se llevó la mano a la nuca para cambiar de posición, la
inmovilidad que convertía todas las palabras en verdades. Virginia
habló con calma, contenida.
–Me fui a por Gösta. Para matarlo. Si no hubiera pasado… lo
que pasó, lo habría hecho. Y luego… hubiera bebido su sangre. Lo
habría hecho. Era mi intención. Con todo.
¿Entiendes?
La mirada de Lacke vagaba por las paredes de la habitación
como si buscara un mosquito, la causa del doloroso, silbante sonido
que en silencio cosquilleaba en su cerebro haciéndole imposible
pensar. Se paró finalmente en los tubos fluorescentes del
techo.
–Putos tubos, qué manera de zumbar.
Virginia miró el tubo, y dijo:
–No soporto la luz. No puedo comer nada. Tengo unos
pensamientos terribles. Voy a hacer daño a la gente. A ti. No
quiero vivir. Por fin algo concreto, algo a lo que se podía
contestar.
estás aquí ingresada, hablas, estás… es
normal.
Lacke se levantó de la butaca, dio unos pasos al tuntún
extendiendo la mano.
–Es que no puedes… no puedes decir eso.
–Lacke. ¿Lacke?
–Sí.
–Lo sabes. Sabes que es verdad. ¿No es así?
–¿El qué?
–Lo que te estoy diciendo.
Lacke resopló, sacudió la cabeza mientras se daba palmadas en
el cuerpo, en los
bolsillos.
–Tengo que fumarme un cigarro. Esto…
Buscó el arrugado paquete, el encendedor. Consiguió sacar el
último pitillo, se lo
puso en la boca. Después se dio cuenta de dónde estaba. Se
guardó el cigarro.
–Joder, me echarán de aquí de cabeza si…
–Abre la ventana.
–Quieres decir que me tire yo solo.
Virginia sonrió. Lacke se acercó a la ventana, la abrió de
par en par y sacó el
cuerpo todo lo que pudo.
La enfermera con la que había hablado seguro que podía notar
el humo a diez kilómetros. Encendió el cigarrillo y dio una calada
profunda, esforzándose por echar el humo de manera que no entrara
por la ventana, mientras contemplaba las estrellas. Detrás de él,
Virginia comenzó a hablar de nuevo:
–Fue ese niño. Me contagió. Y luego… no ha hecho más que
crecer. Sé dónde está. En el corazón. En todo el corazón. Como el
cáncer. No puedo controlarlo.
Lacke expulsó un poco de humo. Su voz retumbó entre los altos
edificios de
alrededor.
–No dices más que tonterías. Tú eres…
normal.
–Me esfuerzo. Y, además, ahora me han puesto sangre. Pero me
puedo debilitar. En cualquier momento me puedo debilitar. Y
entonces, él toma el control. Lo sé. Me ha pasado. – Virginia
respiró profundamente unas cuantas veces, continuó-: Tú estás ahí.
Te veo. Y quiero… morderte.
Lacke no sabía si era la contractura de su nuca u otra cosa
lo que se deslizaba por su espalda. Se sintió de pronto
desprotegido. Rápidamente apagó el pitillo contra
la
–Esto es una locura.
–Sí. Pero es así.
Lacke se cruzó de brazos. Con una sonrisa grave
preguntó:
–Entonces ¿qué quieres que haga?
–Quiero que… destroces mi corazón.
–¿Qué dices? ¿Cómo?
–Como quieras.
Lacke alzó los ojos.
–¿Pero tú te oyes? ¿Cómo suena? Es una locura. ¿Cómo? ¿Voy a…
clavarte una estaca, o qué?
–Sí.
–No, no, no. Puedes ir olvidándote de eso, ya lo sabes.
Tendrás que buscarte algo mejor.
Lacke se reía meneando la cabeza. Virginia lo miraba mientras
iba de un lado a otro de la habitación, todavía con los brazos
cruzados. Después ella, sosegada, asintió:
–De acuerdo.
Él se le acercó, tomó su mano. Era ridículo que la tuviera…
sujeta. Apenas tenía espacio para cogérsela entre las suyas. La
mano de su amiga era cálida, acariciaba la
suya. Con la que tenía libre le rozó la
mejilla.
–¿No quieres que te quite estos cinturones?
–No. Puede… venir.
–Te vas a poner bien. Todo esto se va a arreglar. Yo sólo te
tengo a ti. ¿Quieres
que te cuente un secreto?
Sin soltar la mano de Virginia, se sentó en la butaca y
empezó a contárselo. Todo. Los sellos, el león, Noruega, el dinero.
La casita que iban a tener. Pintada del tradicional color rojo de
Falun. Explayándose en imaginaciones acerca de cómo iba a ser el
jardín, qué flores iban a plantar y cómo podrían sacar fuera una
mesa pequeña, hacer un cenador en el que se pudieran sentar
y…
En algún momento en medio de todo empezaron a caer lágrimas
de los ojos de Virginia. Perlas silenciosas y transparentes que le
corrieron por las mejillas y mojaron
el almohadón. Sin hipidos, sólo lágrimas que caían, ¿joyas de
tristeza… o de alegría?
Lacke se calló. Virginia apretó su mano con
fuerza.
Después Lacke salió al pasillo, consiguió con una buena dosis
de persuasión y una
buena dosis de ruegos hacer que el personal pusiera una cama
extra en la habitación.
Estuvieron así, en silencio, mucho tiempo. Luego vinieron las
palabras:
–Lacke. Te quiero.
Y Lacke no contestó. Dejó que las palabras flotaran en el
aire. Que se inflamaran y crecieran hasta convertirse en una manta
grande y roja que planeara sobre la habitación, se posara sobre él
y lo mantuviera caliente toda la noche.
Islandstorget.
Media hora hasta la salida del sol.
Eli está sentado en el sofá del cuarto de estar. Ha
permanecido en casa toda la noche, la madrugada. Ha empaquetado lo
que se puede empaquetar.
Mañana por la tarde, tan pronto como oscurezca, irá a una
cabina, pedirá un taxi. Desconoce a qué número tiene que llamar,
pero probablemente eso es algo que todo el mundo sabe. No tiene más
que preguntar. Cuando llegue el taxi cargará sus tres cajas en el
maletero y le pedirá al taxista que le lleve…
¿Adónde?
Eli cierra los ojos, intenta imaginarse un lugar en el que le
gustaría estar.
Como siempre, lo primero que aparece es la imagen de la
casita en donde vivía con sus padres, sus hermanos. Pero ha
desaparecido. En las afueras de Norrköping, en el lugar donde
estaba, hay ahora una rotonda. El arroyo en el que su madre
aclaraba la ropa se ha secado, se ha convertido en una hondonada al
lado del arcén.
Eli tiene mucho dinero. Podría pedirle al taxista que
condujera a cualquier sitio, tan lejos como la oscuridad se lo
permitiera. Hacia el norte. Hacia el sur. Sentarse
en
Eli echa la cabeza para atrás, gritando hacia el
techo:
–¡No quiero!
Las polvorientas telarañas se balancean un poco con el aire
que expulsa al gritar. El sonido se ahoga en la habitación cerrada.
Eli se lleva las manos a la cara, apretando las yemas de los dedos
contra los párpados. Siente en el cuerpo la proximidad del amanecer
como un desasosiego. Susurra:
–Dios. ¿Dios? ¿Por qué no puedo yo tener nada? ¿Por qué no
puedo…?
Lleva años repitiendo la misma pregunta.
¿Por qué no puedo vivir? Porque deberías
estar muerto.
Solamente una vez desde que se contagió había encontrado a
otra persona portadora. Una mujer mayor. Igual de cínica y de
estropeada que el hombre de la peluca. Pero Eli tuvo entonces
respuesta a una pregunta que le había tenido
preocupado.
–¿Somos muchos?
La mujer, meneando la cabeza, dijo con fingida
tristeza:
–No. Somos muy pocos, muy pocos.
–¿Por qué?
–¿Por qué? Pues porque la mayoría se suicida, claro. Eso te
lo puedes imaginar. Tan duuuro de
sobrellevar, huy, huy, huy -agitó las manos y añadió con voz
chillona-: Ooooh, yo no puedo tener muertos
sobre mi conciencia.
–¿Podemos morir?
–Pues claro. Basta con prendernos fuego nosotros mismos. O
dejar que la gente lo haga; lo hacen encantados, siempre lo han
hecho. O… -la mujer alargó su dedo índice, lo presionó con fuerza
en el pecho de Eli, por encima del corazón-: Ahí. Es ahí donde
está, ¿no es cierto? Pero ahora, querido, se me ha ocurrido una
buena idea…
Y Eli había podido huir de aquella buena idea. Como antes.
Como después.
Se puso la mano sobre el corazón, sintió sus lentos latidos.
Quizá fuera porque era un niño. Quizá por eso no había acabado con
todo. Los remordimientos de conciencia, menores que las ganas de
vivir.
Eli se levantó del sofá. Håkan no vendría aquella noche. Pero
antes de acostarse tenía que ir a ver a Tommy. Ver que se había
recuperado. Que no se había contagiado. Por Oskar, quería ir a
comprobar si Tommy se encontraba bien.
Apagó todas las luces y salió de casa.
Abajo, en el portal de Tommy, no tuvo más que empujar la
puerta del sótano; hacía tiempo, cuando estuvo allí abajo con
Oskar, había metido una pelotilla de papel
Se paró, escuchó. Nada.
No se oía la respiración de alguien dormido; sólo ese
persistente olor a disolvente, pegamento. Recorrió el pasillo con
paso rápido hasta llegar al trastero, abrió la
puerta.
Vacío.
Veinte minutos hasta el amanecer.
Tommy había pasado la noche en una modorra de sueños,
despertares, pesadillas. No sabía cuánto tiempo había transcurrido
cuando empezó a despertarse de verdad. La luz de la bombilla pelada
del sótano era siempre la misma. Podía ser el amanecer, por la
mañana temprano, de día. A lo mejor había empezado ya la escuela.
Le daba igual.
La boca le sabía a pegamento. Recién despertado miró a su
alrededor. Encima de su pecho había dos billetes. De mil. Dobló el
brazo para cogerlos, sintió que le tiraba. Tenía una tirita grande
pegada en el pliegue del codo, en el centro de la tirita había una
mancha pequeña de sangre que la había traspasado.
Era… algo más…
Se dio la vuelta en el sofá, buscó a lo largo debajo de los
cojines y encontró el rollo que había perdido durante la noche.
Otras tres mil. Extendió los billetes, los juntó con los del pecho,
sopesó cuánto era, los frotó. Cinco mil. Todo lo que podía
desear
Se miró la tirita, se rio. Joder qué bien pagado, sólo por
tumbarse y cerrar los ojos.
Joder qué bien pagado, sólo por tumbarse
y cerrar los ojos. ¿Cómo era eso? Lo había dicho alguien,
alguien…
Sí, eso era. La hermana de Tobbe, ¿cómo se llamaba…?,
¿Ingela? Iba de puta, le había dicho Tobbe. Que le pagaban
quinientas coronas por eso, y el comentario de Tobbe
fue:
–Joder qué bien pagado, sólo por…
Sólo por tumbarse y cerrar los
ojos.
Tommy apretó los billetes que tenía en la mano, los aplastó
hasta hacer con ellos una bola. Ella había pagado por, y había
bebido de, su sangre. Una enfermedad, había dicho. ¿Pero qué puta
enfermedad era ésa? Nunca había oído hablar de algo semejante. Y si
uno tenía una cosa así, entonces uno se iba al hospital, allí le
darían… Pero, joder, no se bajaba uno al sótano con cinco mil
y…
Schvittt.
Tommy se sentó en el sofá, se desprendió del
edredón.
Eso no existe. No, no. Vampiros. La chica, la del vestido
amarillo tiene de alguna manera que creer que ella es… pero espera,
espera. Estaba lo de ese asesino ritual que… ése al que andan
buscando…
Tommy apoyó la cabeza en las manos; los billetes crujieron
contra su oreja. No acababa de entenderlo. Pero de todos modos le
dio un miedo terrible aquella chica.
Justo cuando había empezado a sopesar la idea de subir al
piso a pesar de todo, aunque fuera todavía de noche, de soportar lo
que se le iba a venir encima, oyó cómo se abría la puerta arriba,
en su portal. El corazón le latía como el de un pájaro asustado y
lanzó una mirada a su alrededor.
Un arma.
Lo único que había era el cepillo de barrer. La boca de Tommy
dibujó una mueca que duró un segundo.
El cepillo de barrer, una buena arma
contra los vampiros.
Luego se acordó, se levantó y salió del trastero mientras se
guardaba el dinero en el bolsillo del pantalón. Cruzó el pasillo de
una zancada y se deslizó dentro del refugio al mismo tiempo que se
abría la puerta del sótano. No se atrevió a cerrar por miedo a que
ella lo oyera.
Se acurrucó en la oscuridad, intentando hacer el menor ruido
posible al respirar.
La cuchilla relucía en el suelo. En una de las esquinas tenía
una mancha de color marrón, como de óxido. Eli cortó un trozo de la
portada de un periódico, envolvió la cuchilla en el papel y se la
guardó en el bolsillo.
Tommy había desaparecido, lo cual significaba que estaba
vivo. Había salido de allí por su propio pie, se habría ido a casa
a dormir y, aunque pudiera relacionar los hechos, no sabía dónde
vivía Eli, así que…
Todo está como debe estar. Todo está…
estupendamente. El cepillo de madera estaba apoyado contra la
pared, con su palo largo.
Eli lo cogió, partió el palo contra la rodilla, por abajo,
casi a la altura del cepillo. Quedó una superficie irregular, en
punta. Una estaca delgada del largo de un brazo. Se puso la punta
contra el pecho, entre dos costillas. Exactamente en el punto donde
la mujer había clavado su dedo índice.
Respiró profundamente, agarró el palo y trató de
pensar.
¡Dentro! ¡Dentro!
Expulsó el aire, aflojó la presión. Lo volvió a apretar. Con
fuerza.
Eli se quitó la estaca de madera del pecho, escuchó. Pasos
lentos, inseguros, en el pasillo, como de un niño que acabara de
aprender a andar. De un niño grande que acabara de aprender a
andar.
Tommy oyó los pasos y pensó: ¿Quién?
Ni Staffan, ni Lasse, ni Robban. Alguien que parecía enfermo,
alguien que arrastraba algo muy pesado… ¡Papá
Noel! Se llevó la mano a la boca para ahogar una risita cuando
se imaginó a Papá Noel, en la versión de Disney…
¡Hohoho! Say «mamá»!
… llegar dando tumbos por el pasillo del sótano con su enorme
saco a la espalda.
Sus labios temblaron bajo la palma de la mano y apretó los
dientes para evitar que entrechocaran unos con otros. Todavía en
cuclillas se alejó de la puerta paso a paso. Sintió el ángulo del
rincón contra su espalda al mismo tiempo que el haz de luz que
entraba por la abertura de la puerta se oscurecía.
Papá Noel estaba parado entre la lámpara y el refugio. Tommy
se tapó la boca con las dos manos para no gritar, temiendo que la
puerta se abriera.
No había
escapatoria.
A través de las rendijas de la puerta
se dibujaba el cuerpo de Håkan con líneas entrecortadas. Eli alargó
el palo todo lo que pudo, empujó la puerta con él. Se abrió un
decímetro, luego se interpuso el cuerpo que había
fuera.
Una mano agarró el borde de la puerta, tirando de ella hacia
arriba con tanta fuerza que ésta chocó contra la pared, se salió de
un gozne. La puerta se descolgó y rebotó colgando torcida,
golpeando el hombro al cuerpo que ahora llenaba el hueco de la
puerta.
¿Qué quieres de mí?
Todavía se podían distinguir manchas de color azul claro en
la bata que le cubría el cuerpo hasta las rodillas. El resto era un
mapa sucio de tierra, barro y manchas que la nariz de Eli pudo
identificar como sangre de animales, sangre humana. La bata estaba
rota por varios sitios; en las aberturas se vislumbraba una piel
blanca, marcada con rasguños que no curarían
nunca.
La cara no había cambiado. Una masa mal trabajada de carne
desnuda con un único ojo rojo estampado allí como de broma, una
guinda pasada para coronar un pastel podrido. Pero ahora tenía la
boca abierta.
Un agujero negro en la mitad inferior de la cara. No había
labios que pudieran ocultar los dientes, que estaban al
descubierto; una irregular corona blanca que hacía la oscuridad aún
más oscura. El agujero se ensanchó, se redujo como si masticara
algo y de él salió:
No se podía distinguir si el sonido quería decir «hej» o
«Eli», puesto que pronunciaba la jota o la ele sin ayuda de los
labios o de la lengua. Eli dirigió el palo hacia el corazón de
Håkan, diciendo:
–Hola.
¿Qué quieres?
La no-muerte. Eli no sabía nada de ella. No sabía si el ser
que tenía delante estaba dominado por las mismas limitaciones que
él mismo. Si sería suficiente con destrozarle el corazón. Sin
embargo, el hecho de que Håkan estuviera parado ante el hueco de la
puerta parecía indicar una cosa: que necesitaba una
invitación.
La pupila de Håkan se movía de arriba abajo, sobre el cuerpo
de Eli que se sentía desprotegido con el ligero vestido amarillo.
Habría deseado que tuviera más tela, que hubiera más obstáculos
entre su propio cuerpo y el de Håkan. Tanteando, acercó el palo al
pecho de éste.
¿Podrá sentir algo? ¿Podrá ya siquiera…
sentir miedo? Eli revivió una sensación casi olvidada: el miedo
al dolor. Todo se curaba, pero de Håkan emanaba una amenaza de tal
magnitud que… -¿Qué quieres?
Se oyó un sonido gutural hueco cuando aquel ser expulsó aire
y una gota de líquido viscoso de color amarillento salió del doble
orificio donde había estado la nariz. ¿Un suspiro? Luego un susurro
roto: «Aaaajjj»… y uno de los brazos dio una sacudida rápida,
espasmódica,
movimientos de bebé.
Se agarró con torpeza la bata por la parte de abajo, casi por
el dobladillo, y se la subió.
El pene de Håkan emergía tieso del cuerpo, llamando la
atención, y Eli observó su rígida hinchazón surcada por una red de
venas y…
Cómo puede… tiene que haberlo tenido todo
el tiempo.
–Aaaajjj…
Sacudidas violentas de la mano de Håkan cuando se movía el
prepucio arriba y abajo, arriba y abajo y el glande aparecía y
desaparecía, aparecía y desaparecía, como
el muñeco de la caja, mientras profería un sonido de placer o
algo parecido.
–Aaaaeee…
Y Eli rio aliviado.
Todo esto. Para hacerse una
paja.
Permanecería allí, incapaz de moverse del sitio hasta que…
hasta que…
¿Podría correrse? Iba a permanecer allí
una… una eternidad.
Clik clik, clik
clik…
Eli se reía, estaba tan distraído con la demencial imagen que
no notó cuando entró Håkan en el cuarto, sin que nadie lo invitara.
No notó nada hasta que el puño, que hacía un momento estaba
apretado alrededor de un placer imposible, se alzó sobre su
cabeza.
En un espasmo rápido como el rayo golpeó con el brazo hacia
abajo y el puño cayó sobre la oreja de Eli con una fuerza que
habría bastado para matar a un caballo. El golpe cayó oblicuo y la
oreja de Eli se dobló hacia dentro con tanta fuerza que se le rasgó
la piel y media oreja se le despegó de la cabeza cayendo
súbitamente al suelo dando contra el cemento con un golpe
sordo.
Cuando Tommy comprendió que lo que avanzaba por el pasillo no
se dirigía al refugio, se aventuró a quitarse las manos de la boca.
Estaba sentado pegado al rincón, e intentó
escuchar.
La voz de la chica.
Hola. Qué quieres.
Luego la risa. Y, además, esa otra voz. No sonaba siquiera
como si viniera de una persona. Después, golpes amortiguados, ruido
de cuerpos que se movían.
Ahora se estaba produciendo algún tipo de… movimiento allí
dentro. Algo fue arrastrado por el suelo y Tommy no pensó en tratar de averiguar qué era. Pero
aprovechó aquel ruido para acallar el que pudiera hacer al
levantarse, ir a tientas a lo largo de la pared y buscar el montón
de cajas de cartón.
El corazón le palpitaba como un tambor de juguete y las manos
le temblaban. No se atrevió a encender el mechero, y para
concentrarse mejor cerró los ojos buscando con la mano encima de la
pila de cajas.
Los dedos se cerraron alrededor de lo que encontró: el trofeo
de tiro con pistola de Staffan. Con cuidado, lo levantó del sitio
donde estaba, lo sopesó en la mano. Si lo agarraba por el pecho de
la figura, el pedestal de piedra funcionaría como un mazo. Abrió
los ojos y se dio cuenta de que podía distinguir vagamente la
silueta del tirador de plata.
Amigo. Querido
amigo.
Con el trofeo apretado contra su pecho se agachó otra vez en
la esquina, esperando a que todo aquello
terminara.
Eli era manipulado.
Una presión fuerte en la espalda, las piernas apretadas hacia
arriba, hacia atrás, y aros de hierro alrededor de los tobillos.
Los tobillos con sus aros de hierro uno a cada
lado de la cabeza y la columna vertebral tan forzada, tan
estirada que estaba a punto de romperse.
Me rompo.
La cabeza era un contenedor de dolor vivo cuando su cuerpo
fue doblado en dos violentamente, empaquetado como un fardo de
tela, y Eli creyó que aún se hallaba en una alucinación de dolor
porque, cuando sus ojos empezaron a ver, sólo vieron amarillo. Y
detrás del amarillo, una gran sombra agitada.
Después llegó el frío. Sobre la fina piel de sus nalgas se
restregaba una bola de hielo. Alguien intentaba, primero tanteando,
finalmente empujando, penetrarlo.
Eli resopló; la tela del vestido que le había tapado la cara
se levantó, y pudo ver.
Håkan estaba encima de él. Su único ojo miraba fijamente
hacia abajo, hacia las nalgas abiertas de Eli. Tenía las manos
alrededor de sus tobillos. Las piernas habían sido brutalmente
dobladas hacia atrás de manera que las rodillas quedaban apretadas
contra el suelo a ambos lados de los hombros de Eli, y cuando Håkan
presionó aún más Eli oyó cómo los ligamentos de la parte interior
de la nalga se le rompían, igual que la cuerda de una guitarra
demasiado tensa.
–¡Nooo!
Eli aulló en la cara deforme de Håkan, en la que no se podía
percibir ningún sentimiento. Un reguero de baba viscosa que salía
de su boca se alargó y cayó en los labios de Eli, y el sabor a
cadáver le llenó la boca. A Eli se le despegaron los brazos del
cuerpo, sin vida como los de una muñeca de trapo.
Algo debajo de los dedos. Redondo. Duro.
Intentó pensar, se esforzó para crear una campana neumática
de luz dentro de la negra, absorbente locura. Y se vio dentro de la
campana. Con una estaca en la mano.
Sí.
Eli agarró el palo del cepillo y cerró los dedos alrededor de
la pobre tabla de salvación mientras Håkan seguía tanteando,
empujando, intentando penetrarlo.
La punta. La punta tiene que estar del
lado correcto.
Giró la cabeza hacia el palo y vio que la punta estaba en la
dirección del golpe.
Una posibilidad.
La cabeza de Eli se quedó en silencio cuando visualizó lo que
tenía que hacer. Después lo hizo. En un movimiento levantó el palo
del suelo y lo lanzó con todas sus fuerzas hacia arriba, hacia la
cara de Håkan.
Había fallado.
Durante un segundo, Eli alcanzó a contemplar la idea de que
quizá tuviera la capacidad de ordenar a su propio cuerpo morir. Si
cerraba todas las…
Después Håkan dio un empujón, apretando al mismo tiempo la
cabeza hacia abajo. Con un sonido suave como el de una cuchara de
madera entrando en la papilla, la punta de la estaca se le clavó en
el ojo.
Håkan no gritó. Quizá ni siquiera lo notó. Quizá fue sólo el
desconcierto de que ya no podía ver lo que le hizo aflojar las
manos alrededor de los tobillos de Eli. Sin notar el dolor de sus
piernas destrozadas por dentro, Eli se soltó los pies y dio una
patada con ellos hacia delante, contra el pecho de
Håkan.
Un sonido de golpe húmedo cuando la planta del pie dio contra
la piel y Håkan cayó hacia atrás. Eli bajó las piernas y con una
ola de dolor frío en la espalda se puso de rodillas: Håkan no había
caído, sólo se había doblado hacia atrás, y, como una muñeca
electrónica de la casa de los fantasmas, se enderezaba de
nuevo.
Estaban de rodillas el uno frente al otro.
El palo que Håkan tenía en el ojo se movía con pequeñas
sacudidas hacia abajo, hacia abajo, con la precisión de un
segundero, y luego cayó, tamborileó un poco en el suelo y se paró.
Un líquido transparente empezó a manar del orificio en el que había
estado, un mar de lágrimas.
Ninguno de los dos se movió.
El líquido del ojo de Håkan goteaba en sus piernas
desnudas.
Eli concentró en su brazo derecho toda la fuerza que le
quedaba. Cerró el puño. Cuando el hombro de Håkan se movió y el
cuerpo hizo un intento de echarse sobre Eli otra vez, seguir donde
lo había dejado, Eli golpeó con su mano derecha la parte izquierda
del pecho de Håkan.
Se le rompieron las costillas y la piel se estiró por un
instante; cedió, después reventó.
La cabeza de Håkan se inclinó hacia abajo para ver lo que no
podía ver mientras Eli buscaba a tientas dentro del pecho del
hombre y encontró el corazón. Una masa fría, blanda.
Inmóvil.
No tiene vida. Pero claro que tiene
que…
Eli apretó el corazón hasta destrozarlo. Éste cedió sin
oponer resistencia, dejándose aplastar como una medusa
muerta.
La reacción de Håkan no fue mayor que si una mosca pesada se
le hubiera posado en la piel; se llevó la mano para apartar lo que
le molestaba y, antes de que consiguiera coger la muñeca de Eli,
éste sacó la mano con jirones del corazón derramándosele del
puño.
Eli quería levantarse, pero las piernas no le
obedecían.
Håkan, ciego, buscaba a tientas con las manos, le buscaba a
él. Eli se tumbó boca abajo y empezó a salir reptando del cuarto,
con las piernas rozando contra el cemento. Håkan volvió la cabeza
siguiendo el sonido, alargó los brazos y agarró el vestido,
consiguió romper una de las mangas antes de que Eli alcanzara el
hueco de la puerta y se pusiera de nuevo de
rodillas.
Håkan se levantó.
Eli dispuso de unos segundos de prórroga antes de que Håkan
encontrara el hueco de la puerta. Intentó ordenar a sus tendones
rotos que se curaran lo suficiente como para poder sostenerse en
pie, pero cuando Håkan alcanzó la salida los tendones no le
permitieron más que levantarse apoyándose en la
pared.
Las astillas de las bastas maderas se le clavaban en las
yemas de los dedos al apoyarse en ellas para no caer. Y ahora lo
sabía. Que sin corazón, ciego, Håkan lo perseguiría hasta…
hasta…
Tengo que… destruirlo… tengo que…
destruirlo.
Una línea negra.
Una línea vertical, negra, delante de los ojos. No había
estado allí antes. Eli sabía lo que tenía que
hacer.
–¡Ahhh!…
La mano de Håkan alrededor de uno de los marcos de la puerta
y luego el cuerpo que salía tambaleándose del local del sótano,
tanteando con las manos por delante. Eli apretó la espalda contra
la pared, esperando el momento.
Håkan salió, un par de pasos indecisos, se detuvo después
justo enfrente de Eli. Escuchando, olisqueando.
Eli se inclinó hasta que sus manos estuvieron a la misma
altura que uno de los hombros de Håkan. Luego tomó impulso
apoyándose contra la pared y se arrojó hacia delante haciendo todo
lo posible para que Håkan perdiera el equilibrio.
Lo consiguió.
Håkan dio un pequeño paso hacia un lado y cayó contra la
puerta del refugio. La rendija que Eli había visto como una línea
negra se ensanchó mientras la puerta se abría hacia dentro y Håkan
rodaba buscando apoyo con las manos dentro de aquella oscuridad. Al
mismo tiempo, Eli se cayó boca abajo en el pasillo, consiguiendo
frenar antes de que su cara chocara contra el suelo; después se
arrastró hacia la puerta y agarró el volante inferior del
cierre.
Eli siguió concentrando todas sus energías en curarse y
comenzó con bastante dificultad a tratar de salir del sótano. Un
reguero de la sangre que salía de su oreja le seguía desde el
refugio. Cuando alcanzó la puerta se encontraba ya tan restablecido
que pudo levantarse. Enderezó el cuerpo y, con las piernas
temblorosas, subió las escaleras.
Descansar, Descansar,
Descansar.
Empujó la puerta y se encontró a la luz del farol del portal.
Estaba destrozado, humillado y la salida del sol amenazaba en el
horizonte.
Descansar, Descansar,
Descansar.
Pero tenía que… exterminarlo. Y había solamente una manera de
que aquello funcionara: Fuego. Tambaleándose, salió del patio hasta
el único lugar donde sabía que él no podía
encontrarle.
7.34, lunes por la mañana, Blackeberg.
Salta la alarma del supermercado ICA en la calle Arvid
Mörnes. La policía llega once minutos más tarde y se encuentra el
cristal del escaparate roto. El dueño de la tienda, que vive al
lado, se halla presente. Manifiesta que, desde su ventana, ha visto
abandonar el lugar corriendo a una persona muy joven, morena. Se
inspecciona la tienda sin que al parecer falte
nada.
7.36, amanece.
Las persianas del hospital eran mucho mejores, cerraban mejor
que las suyas. Sólo por un sitio estaban las lamas un poco
estropeadas y dejaban filtrar un hilo de la luz de la mañana que
dibujaba un ángulo de color gris sucio en el techo
oscuro.
Virginia estaba tendida, rígida, en la cama mirando la línea
gris que oscilaba cada vez que un golpe de viento hacía vibrar la
ventana. Luz tenue, reflejada. No más que una leve irritación, un
grano de arena en el ojo.
Lacke sorbía mocos y roncaba en la cama de al lado. Habían
permanecido despiertos mucho tiempo, hablando. Recuerdos, más que
nada. Hacia las cuatro de la mañana Lacke se había quedado
finalmente dormido, todavía con la mano de ella en la
suya.
Virginia estaba ahora con las manos cruzadas sobre el pecho,
luchando contra el impulso de su cuerpo de… cerrarse. Dormir no era siquiera la palabra apropiada. Tan
pronto como dejaba de concentrarse conscientemente en la
respiración, ésta se paraba. Necesitaba estar
despierta.
Esperaba que entrara una enfermera antes de que Lacke se
despertara. Sí. Lo mejor sería que él pudiera dormir hasta que todo
hubiera pasado.
Pero eso sería esperar demasiado.
El sol alcanzó a Eli a la entrada del patio, una tenaza al
rojo que agarró su oreja lacerada. De forma instintiva se echó
hacia atrás para permanecer dentro de la sombra del arco, abrazando
las tres botellas de alcohol de quemar contra el pecho, como para
protegerlas también a ellas del sol.
Diez pasos más allá estaba su portal. A veinte, el de Oskar,
y a treinta, el de Tommy.
Imposible.
No. Si hubiera estado fuerte y sano posiblemente se hubiera
atrevido a intentar entrar por el portal de Oskar atravesando el
chorro de luz que aumentaba su potencia a cada segundo que
esperaba. Pero por el de Tommy no. Y menos ahora.
Diez pasos. Después estaré en el portal.
La ventana grande de la escalera. Y si tropiezo… Si el
sol…
Eli echó a correr.
El sol se lanzó sobre él como un león hambriento, mordiéndole
la espalda. A punto estuvo de perder el equilibrio empujado por la
fuerza física, ensordecedora del sol. La naturaleza escupía su
aversión hacia su transgresión. No exponerse a la luz del sol ni
siquiera por un instante
Quemaba. La espalda de Eli borboteaba como el aceite caliente
cuando alcanzó el portal y abrió. El dolor casi le hizo desmayarse
y subió las escaleras a ciegas, como drogado; no se atrevía a abrir
los ojos por miedo a que se le derritieran.
Se le cayó una de las botellas, la oyó rodar por el suelo.
Nada que hacer. Con la cabeza agachada, una mano abrazando las dos
que quedaban, la otra en el pasamanos, subió las escaleras
cojeando. Llegó al rellano. Quedaba un tramo.
A través de la ventana el sol le dio un último zarpazo en la
nuca; trató de morderlo, lo mordió después en las piernas, las
pantorrillas, los talones mientras subía los peldaños. Estaba
ardiendo. Lo único que faltaba eran las llamas. Consiguió abrir su
puerta, cayó en la agradable, fresca oscuridad que había dentro.
Cerró de golpe. Pero no estaba del todo oscuro.
Nunca volveré a estar
entero.
Estiró el brazo, abrió la puerta del cuarto de baño y se
deslizó dentro de la compacta oscuridad. Apartó unos bidones de
plástico, cerró y echó el pestillo.
Antes de meterse en la bañera alcanzó a
pensar:
No he cerrado la puerta de
fuera.
Pero era demasiado tarde. El sueño lo desconectó en el mismo
instante en que se sumergió en la húmeda oscuridad. De todos modos,
no habría tenido fuerzas.
Tommy estaba sentado sin moverse, apretado contra el rincón.
Contuvo la respiración hasta que empezaron a zumbarle los oídos y
una lluvia de estrellas cruzó la noche ante sus ojos. Cuando oyó la
puerta del sótano golpear de nuevo se atrevió a soltar el aire en
un jadeo prolongado que rebotó a lo largo de las paredes de
hormigón, como un eco.
Todo estaba en silencio. La oscuridad era tan grande que
tenía masa, peso.
Se llevó una mano a la cara. Nada. Ninguna diferencia. Se
frotó la cara como para asegurarse de que realmente existía. Sí.
Bajo los dedos sintió su nariz, sus labios. Irreales. Aparecían
bajo sus dedos, desaparecían.
La pequeña figura que tenía en la otra mano parecía más viva,
más real que él mismo. La abrazó, era su
compañero.
Tommy había estado sentado con la cabeza apoyada en las
rodillas, con los ojos cerrados y las manos apretadas contra los
oídos para no enterarse, para no tener que oír lo que ocurría en el
local del sótano. Le había parecido que la chiquilla había sido
asesinada. Pero no pudo, no se atrevió a hacer nada y por eso había
tratado de negar toda la situación desapareciendo él
mismo.
Había estado con su padre. En el campo de fútbol, en la
playa, en la piscina de Kaanan. Finalmente se había detenido en el
recuerdo de aquella vez en el campo de Råcksta cuando ambos
probaron a volar un avión con mando a distancia que alguien del
trabajo le había dejado a su padre.
Su madre los había acompañado un rato, pero al final le
pareció que era muy aburrido estar mirando cómo el avión hacía sus
acrobacias en el aire y se fue a casa. Su padre y él siguieron
hasta que se hizo de noche y el avión no era más que una silueta
contra el cielo rosa del atardecer. Después se marcharon a casa a
través del bosque cogidos de la mano.
Por aquel entonces Tommy no había entrado nunca allí; se
había imaginado personas que vagaban al azar entre las tumbas,
llorando lágrimas brillantes como las de los tebeos que caían
salpicando las piedras. Pero eso era antes. Después su padre había
muerto y Tommy tuvo que enterarse de que la tristeza de un
camposanto rara vez, muy rara vez es así.
Las manos aún más apretadas contra los oídos y fuera de
aquellos pensamientos. Piensa en el camino a través del bosque,
piensa en el olor de la gasolina especial del avión, en su
botellita, piensa…
Sólo cuando a través de la protección oyó el pestillo de una
cerradura se quitó las manos y miró. Inútilmente, porque el cuarto
del refugio estaba más oscuro que el espacio que había detrás de
sus párpados. Empezó a contener la respiración mientras el otro
pestillo sonó en su sitio, continuó mientras lo-que-fuera estaba
todavía en el sótano.
Después, el golpe lejano de la puerta del sótano; las paredes
retumbaron y aquí estaba él ahora. Con vida.
No me agarró.
No sabía con exactitud qué había sido «eso», pero fuera lo
que fuese no le había descubierto.
Tommy abandonó su postura. Un hormigueo le recorrió los
músculos dormidos de las piernas cuando intentó avanzar hacia la
puerta tanteando la pared. Tenía las manos sudorosas por el miedo y
la presión contra los oídos, la estatua a punto estuvo de
resbalársele.
Con su mano libre encontró un volante de la cerradura y
empezó a darle la vuelta.
Se movió un decímetro, pero luego se paró.
Qué es esto…
Apretó con más fuerza, pero el volante se negó a moverse más
allá. Soltó la estatuilla para poder tirar con las dos manos y cayó
al suelo con un
ruido sordo.
Tommy se paró.
Qué raro ha sonado. Como si hubiera algo…
blando.
Joder, se va a quedar uno aquí
sentado.
Más o menos, algo así.
De todos modos apareció furtivamente aquel miedo que había
sentido unos meses después de la muerte de su padre. Hacía mucho
tiempo que esa sensación le había abandonado, pero ahora, encerrado
en aquella boca de lobo, empezaba de nuevo. El amor a su padre que,
a través de la muerte, se había convertido en miedo de él. De su
cuerpo.
Empezó a formársele un nudo en la garganta, los dedos se le
pusieron rígidos.
Ahora piensa.
¡Piensa!
Había velas en una balda en el almacén, al otro lado. El
problema era llegar hasta allí en la oscuridad.
¡Idiota!
Se dio un golpe en la frente tan fuerte que restalló, se rió.
¡Pero si tenía un mechero! Y además: ¿de qué cojones le habría
servido buscar las velas si no hubiera tenido nada con qué
encenderlas?
Como aquel viejo con mil botes de
conservas y ningún abrelatas. Muerto de hambre en medio de la
comida.
Mientras buscaba el encendedor en el bolsillo pensó que su
situación no era tan desesperada. Antes o después vendría alguien
al sótano, su madre, al menos, y si tenía luz, pues ya
estaba.
Sacó el mechero, lo encendió.
Sus ojos acostumbrados a la oscuridad quedaron cegados por la
llama, pero cuando se recuperaron vio que no estaba solo. Tendido
en el suelo, justo al lado de su pie estaba…
… papá…
No se le ocurrió pensar en que su padre había sido incinerado
cuando a la luz de la oscilante llama vio la cara del cadáver y
ésta respondía totalmente a sus expectativas sobre el aspecto que
debe tener uno cuando se ha pasado varios años bajo
tierra.
… papá…
Lanzo un chillido justo enfrente de la llama del encendedor y
éste se apagó, pero un instante antes tuvo tiempo de ver cómo la
cabeza de su padre daba una sacudida y…
… está vivo…
¡Pero papá! ¿No te has cortado las uñas
de los pies?
empezó a tocar, a acariciar el pie frío como si fuera un
cachorro que necesitara consuelo. Siguió hacia arriba pasándole la
mano por la espinilla, la pierna, sintiendo cómo los músculos
tensos debajo de la piel se movían mientras él gritaba
convulsionado, berreando como un corzo.
Las puntas de sus dedos tocaron metal. La escultura. Estaba
recostada entre las piernas del cadáver. Agarró la figura por el
pecho, dejó de gritar y volvió por un instante a lo
concreto.
El mazo.
En silencio tras los gritos oyó el sonido pegajoso de algo
que caía mientras el cadáver levantaba la parte superior del
cuerpo, y cuando un miembro frío le rozó el dorso de la mano, la
retiró y apretó la estatua.
No es papá.
No. Tommy se deslizó hacia atrás, lejos del cadáver con la
deposición embadurnándole las nalgas, y le pareció por un momento
ver en la oscuridad; en ese instante su
sentido del oído se transformó en sentido de la vista y vio al cadáver levantándose en medio de la negrura,
una silueta amarillenta, una constelación.
Mientras que él, con ayuda de los pies, se arrastraba hacia
atrás, hacia la pared, el cuerpo de al lado profirió un breve
sonido:
–… aaa…
Y Tommy vio
un elefante pequeño, un elefantito
dibujado, y aquí viene (tuuuut) el elefante GRANDE, y entonces…
¡arriba!… con la trompa y suena «A», luego viene Magnus, Brasse y
Eva y cantan «¡Allí! ¡Es aquí! Donde uno no…».
No, ¿cómo es…?
El cadáver tenía que haber tropezado con la pila de cajas
porque se oyeron ruidos sordos, estrépito de radiocasetes que caían
al suelo mientras Tommy se empotraba contra la pared, golpeándose
la parte posterior de la cabeza de tal manera que el cerebro se le
llenó de un zumbido blanco. A través del zumbido oyó el ruido de
unos pies descalzos y entumecidos que se movían por el suelo,
buscando.
Aquí. Es allí. Donde uno no está. No. Que
sí.
Eso precisamente. Él no estaba aquí. No se veía a sí mismo,
no veía a quien emitía los sonidos. Así que no eran más que
sonidos. No era más que algo que él escuchaba sentado mientras
miraba fijamente la tela negra de los altavoces. Esto era algo que
no existía.
A punto estuvo de cantarlo en voz
alta, pero un resto lúcido de su consciencia le advirtió de que no
debía hacerlo. El zumbido blanco empezó a desvanecerse, dejando
tras de sí un espacio vacío en el que, con gran esfuerzo, empezó a
situar los pensamientos.
La cara. La cara.
No quería pensar en la cara, no
quería pensar en…
Algo de la cara que se había agitado a la luz del
encendedor.
El cuerpo se aproximaba. No sólo oía los pasos cada vez más
cerca como un rozón
contra el suelo. No, podía sentir su presencia como una
sombra más oscura que la oscuridad.
Se mordió el labio inferior hasta que notó el sabor de la
sangre en la boca, cerró los ojos. Vio sus dos ojos desaparecer de
la imagen como dos…
Ojos.
No tiene ojos.
Un soplo débil sobre su cara cuando una mano agitó el aire.
Ciego. Está ciego.
No estaba seguro, pero la masa que había encima de los
hombros de aquel ser no tenía ojos.
Cuando la mano volvió a volar, Tommy sintió en la mejilla la
caricia del aire desplazado una décima de segundo antes de que le
alcanzara, y tuvo tiempo de girar la cabeza de forma que la mano
sólo le rozó el pelo. Completó el movimiento y se tiró al suelo de
bruces, empezó a reptar moviendo las manos por delante del cuerpo,
nadando en seco.
El encendedor, el
encendedor…
Algo se le clavó en la mejilla. Sintió una nausea en el
estómago cuando comprendió que se trataba de la uña del pie de
aquel ser, pero rápidamente se echó a rodar para no encontrarse en
el mismo lugar cuando llegaran las manos a
buscarlo.
Aquí. Es allí. Donde yo
no…
Se le escapó un bufido. Trató de evitarlo, pero no pudo. La
saliva le salía a chorros por la boca y de su garganta destrozada
llegaron hipidos de risa y de llanto, sollozos, mientras las manos,
dos radares, seguían barriendo el suelo en busca de la única
ventaja que él quizá, quizá tenía sobre la oscuridad que lo quería
atrapar.
Dios, ayúdame. Deja que la luz de tu
rostro… Dios… perdón por lo de la iglesia, perdón por… todo. Dios.
Yo voy a creer siempre en ti, lo que tú quieras si… me permites
encontrar el encendedor… sé mi amigo, por favor
Dios.
Algo sucedió.
Y el encendedor.
Estaba sólo a unos metros de su mano derecha, y cuando la
oscuridad se cernió de nuevo a su alrededor tenía la posición del
mechero grabada en la retina. Liberó el pie de la mano de aquel
ser, estiró la mano y cogió el encendedor, lo agarró bien, se puso
en pie de un salto.
Sin pararse a pensar si no sería demasiado pedir, empezó a
recitar, para sus adentros, una nueva petición:
Haz que sea ciego, Dios. Haz que sea
ciego, Dios. Haz que…
Encendió el mechero. Un fogonazo, parecido al que acababa de
experimentar; luego, la llama amarilla con su centro
azul.
El ser estaba quieto, volvió la cabeza hacia la luz. Empezó a
caminar en dirección a ella. La llama osciló cuando Tommy dio dos
pasos de lado y llegó hasta la puerta. El ser se paró donde Tommy
había estado tres segundos antes.
Si hubiera podido alegrarse, lo habría hecho. Pero a la débil
luz del encendedor todo se volvió despiadadamente real. Ya no era
posible evadirse en la fantasía de que ni siquiera se encontraba
allí, de que esto no le ocurría a él.
Estaba encerrado en un cuarto insonorizado junto con lo que
más miedo le daba. Algo hizo que sintiera un vuelco en el estómago,
pero no había nada más que expulsar. Sólo salió un pequeño pedo y
aquel ser volvió de nuevo la cabeza, hacia él.
Tommy empujó el volante de la cerradura con la mano que tenía
libre de manera que la que sujetaba el encendedor tembló, y la luz
volvió a apagarse. El volante no se movía, pero Tommy había tenido
tiempo de ver por el rabillo del ojo cómo el ser venía hacia él y
se tiró lejos de la puerta, hacia la pared en la que había estado
sentado antes.
Sollozó, se sorbió los mocos. Haz que
esto TERMINE. Dios, haz que esto termine. De nuevo el elefante
grande que se alzaba el sombrero y con su voz nasal
decía:
¡Ya se terminó! Soplando en la trompeta,
la trompa, ¡tuuuut! ¡Ya se terminó!
Me vuelvo loco, yo…
eso…
Sacudió la cabeza, encendió el mechero otra vez. Allí,
delante de él, estaba la estatua. Se agachó, la cogió y dio un par
de saltos a un lado; continuó hacia la otra pared. Vio cómo el ser
buscaba a tientas con las manos en el espacio que él había
abandonado.
La gallinita ciega.
–Anda, ven…
El ser respondió, se volvió y fue hacia él.
Tommy levantó el trofeo de Staffan como si fuera un mazo, y,
cuando el ser se encontraba a medio metro de él, lo lanzó contra su
cara.
Como en un penalti perfecto en el fútbol, cuando uno nota en
el mismo instante en que el pie toca el balón que esto… esto va a
dar justo en la escuadra, de esa forma sintió Tommy cuando aún se
hallaba a medio camino del lanzamiento que…
¡Sí!
… y cuando la afilada esquina de piedra golpeó la sien de
aquel ser con una fuerza que se convirtió en un calambre a lo largo
del brazo de Tommy, el triunfo ya se había instalado en él. No fue
más que una confirmación de que el cráneo se había hecho pedazos
con un estallido de hielo roto. Un líquido frio salpicó la cara de
Tommy y el ser se derrumbó en el suelo.
El muchacho se quedó de pie, resollando. Miró el cuerpo que
estaba reventado en el suelo.
Estaba empalmado.
Sí. Como una lápida funeraria minúscula, medio volcada,
emergía del cuerpo la polla de aquel ser, y Tommy, quieto, miraba
esperando que cayera. Pero no lo hizo. Tommy quería reírse, pero le
dolía demasiado la garganta.
Sintió un dolor punzante en el dedo pulgar. Miró hacia abajo.
El encendedor había empezado a quemarle la piel del dedo que
apretaba la palanca del gas. Instintivamente soltó, pero el dedo se
había quedado cerrado espasmódicamente sobre la
palanca.
Inclinó el encendedor hacia otro lado. Aun así no quería
apagarlo. Aun así no quería quedarse a oscuras con ese… Un
movimiento.
Y Tommy sintió que algo esencial, algo que él necesitaba para
ser Tommy, le abandonaba cuando aquel ser volvió a levantar la
cabeza, volvió a ponerse en pie.
¡Un elefante se balanceaba sobre la tela
de una araña! La tela se rompió. El elefante cayó a través de
ella.
Y Tommy golpeó otra vez. Y otra más.
Después de un rato le empezó a parecer realmente
divertido.
–Ångbyplan.
El vigilante alzó los ojos del libro que estaba leyendo,
selló dos tickets. Morgan se
reía cuando Larry llegó hasta él y empezaron a bajar las
escaleras.
–¿Por qué cojones haces eso, eh?
–¿Qué? ¿Sellar?
–Sí. Te van a dar por el culo igual.
–No es eso.
–¿Qué es entonces?
–Yo no soy como tú, ¿vale?
–Pero, ¿qué dices?… el tío estaba sentado y… habrías podido
enseñarle una foto
del rey sin que hubiera reaccionado.
–Sí, sí. No hables tan alto, joder.
–¿Qué crees, que viene detrás de nosotros o
qué?
Antes de abrir las puertas que daban al andén, Morgan,
haciendo bocina con las
manos, gritó en dirección a la entrada de la
estación:
–¡Alarma! ¡Alarma! ¡Viajero sin billete!
Larry se largó, dio unos pasos hacia el andén. Cuando Morgan
llegó a su altura, le
dijo:
–Eres como un crío, ¿lo sabes?
–Por supuesto. Ahora vamos a ver: ¿qué fue lo que
pasó?
Larry había llamado por la noche a Morgan para contarle un
poco de lo que Gösta
le había dicho por teléfono a él diez minutos antes. Habían
quedado en encontrarse por la mañana, temprano, a la entrada del
metro, para ir al hospital.
Ahora se lo volvía a contar otra vez. Virginia, Lacke, Gösta,
los gatos. La ambulancia en la que Lacke la acompañó. Lo iba
bordando con detalles de su
–… y entonces se pusieron en marcha con las sirenas sonando a
toda pastilla.
Morgan asintió, se mordió la uña de uno de los pulgares
mirando a través de la
ventanilla mientras el tren salía del túnel y paraba en
Islandstorget.
–¿Pero por qué cojones se lió aquello de esa
manera?
–¿Con los gatos? No sé. Se volverían locos o algo
así.
–¿Todos? ¿Al mismo tiempo?
–Sí. ¿Se te ocurre algo mejor?
–No. Mierda de gatos. Lacke estará ahora totalmente
hundido.
–Mmm. No andaba precisamente muy boyante
últimamente.
–No -Morgan suspiró-. Es una pena lo de Lacke, la verdad.
Deberíamos… sí,
no sé. Hacer algo.
–¿Y de Virginia?
–Sí, sí, sí. Pero estar herido…, o sea, enfermo. Es lo que
es, ¿no? Uno está allí
ingresado. Lo jodido es estar al lado y… no, no sé, pero él
estaba bastante… últimamente, cuando… ¿de qué disparates hablaba?
¿De hombres lobo?
–De vampiros.
–Sí. No se puede decir que sea propiamente un indicio de que
alguien se encuentra a tope, ¿no?
El metro se paró en Ångbyplan. Cuando las puertas se
cerraron, Morgan dijo:
–Bueno, pues eso. Ahora estamos en el mismo
barco.
–Creo que no son tan duros si uno tiene una zona pagada.
–Tú lo crees. Pero no lo sabes.
–¿Has visto las cifras? Del Partido
Comunista.
–Sí, sí. Mejorarán hasta las elecciones. Hay mucho
socialdemócrata que, a la chita callando, cuando se ven con la
papeleta en la mano pues votan con el corazón.
–Eso es lo que tú crees.
–No. Lo sé. El día que el Partido Comunista salga del
Parlamento, ese día empezaré a creer en los vampiros. Aunque está
claro: conservadores siempre hay. Bohman y compañía, ya sabes. Ahí
tienes a las verdaderas sanguijuelas…
Morgan puso en marcha uno de sus monólogos. Larry dejó de
escucharle en algúnpunto cerca de keshov. Fuera de los invernaderos
había un policía mirando hacia el metro. Larry sintió una punzada
de inquietud al pensar que había sellado pocos tickets, pero
desechó inmediatamente aquel pensamiento cuando recordó por qué estaba allí el policía.
Las ocho menos cuarto y todavía ninguna enfermera. La raya de
color gris sucio del techo se había vuelto gris claro y las
persianas dejaban pasar suficiente luz como para que se sintiera
como si estuviera en un solárium. El cuerpo le ardía, se dilataba,
pero nada más. No iba a pasar nada más.
Lacke resoplaba en la cama de al lado, masticando en sueños.
Ella estaba preparada. Si hubiera podido apretar un botón para
hacer que viniera una enfermera, lo habría hecho. Pero tenía las
manos atadas y no era posible.
Por eso esperaba. El calor de la piel era doloroso, pero no
insoportable. Peor era el continuo esfuerzo para mantenerse
despierta. Un momento de descuido y la respiración cesaba, el
espacio dentro de su cabeza empezaba a apagarse a toda velocidad y
tenía que abrir los ojos y sacudir la cabeza para hacer que se
encendiera de nuevo.
Al mismo tiempo, esa atención necesaria era una bendición; le
impedía pensar. Toda su energía mental la empleaba en mantenerse
despierta. No había espacio para la duda, el arrepentimiento u
otras alternativas.
A las ocho en punto llegó la enfermera.
Cuando abrió la boca para decir: «¡Buenos días, buenos
días!», o lo que las enfermeras dijeran por la mañana, chistó
Virginia:
–¡Chsss!
La boca de la enfermera se cerró con un asombrado «clic» y
arrugó el entrecejo mientras, en la penumbra, se acercaba a la cama
de Virginia; inclinándose sobre ella, dijo:
–Bueno, cómo…
–¡Chsss! – susurró Virginia-. Perdón, pero no quiero
despertarlo. – Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Lacke. La
enfermera asintió y dijo en voz más baja:
–No, no. Pero tengo que tomarte la temperatura y una pequeña
prueba de sangre.
–Sí, sí. Pero ¿podrías sacarlo a él primero?
–Sacar… ¿quieres que le despierte?
–No. Pero si pudieras… sacarlo dormido.
–Sí, seguro que sale bien. Vamos a tomar la temperatura sólo
en la boca, así que no tenéis que sentiros…
–No es eso. ¿Serías tan amable… sólo tan amable de hacer lo
que te pido?
La enfermera echó un vistazo a su reloj.
–Tendréis que disculparme, pero tengo otros pacientes que…
Virginia bufó lo más alto que se atrevía.
–Por favor.
La enfermera dio medio paso hacia atrás. Evidentemente estaba
informada de lo que había ocurrido con Virginia por la noche. Su
mirada voló a los cinturones que le sujetaban los brazos y lo que
vio pareció tranquilizarla; se volvió a acercar a la cama. Entonces
empezó a hablar a Virginia como si fuera débil
mental.
–Es que… yo… nosotros, para poder ayudarla a que se ponga
bien otra vez necesitamos un poco…
Virginia cerró los ojos, suspiró, desistió. Después
dijo:
–¿Podrías levantar las persianas?
La enfermera asintió y fue hacia la ventana. Mientras tanto
Virginia se quitó el edredón de una patada, quedándose desnuda
sobre la cama. Contuvo la respiración. Cerró los
ojos.
Se acabó. Ahora quería desconectarse. Ahora quería conscientemente dar paso a las mismas
funciones contra las que había estado peleando toda la mañana. No
fue posible. En cambio llegó eso que dicen: la vida pasó delante de
ella como una película a cámara rápida.
El pájaro que tenía en una caja de
cartón… el olor a sábanas recién planchadas en el lavadero… mamá
que se agacha sobre las migas de los bollos de canela… papá… el
humo de su pipa… Per… la casita… Lena y yo, el rebozuelo tan grande
que encontramos aquel verano… Ted con compota de arándanos en la
mejilla… Lacke, su espalda… Lacke…
Un sonido chirriante cuando se levantaron las persianas, y un
mar de fuego la absorbió.
A Oskar lo había despertado su madre a las siete y diez, como
de costumbre. Se había levantado y había tomado el desayuno, como
de costumbre. Se había vestido y había dado a su madre un abrazo de
despedida a las siete y media, como de costumbre.
Se sentía como de costumbre.
Metió el libro de geografía, el atlas y la copia que no había
hecho en la cartera, estuvo listo a las ocho menos veinticinco. No
tenía que salir hasta dentro de un cuarto de hora. ¿Y si hacía esa
copia de todos modos? No. No tenía ganas.
Se sentó en su escritorio y se quedó mirando la
pared.
¿Eso tenía que significar que no estaba contagiado? ¿O
tendría un periodo de incubación? No. Ese viejo… había pasado en
sólo unas horas.
No estoy contagiado.
Debería de estar contento, aliviado. Pero no lo estaba. Sonó
el teléfono.
¡Eli. Ha pasado algo
con…!
Salió disparado de la mesa, al pasillo, levantó el auricular
del teléfono: -¡HolasoyOskar! – Sí… Hola. Papá. Sólo papá. – Hola.
– Bueno, ¿así que estás… en casa? – Me iba a ir ahora a la escuela.
– Bueno, entonces no te voy a… ¿está mamá en casa? – No, se ha ido
al trabajo. – Sí, eso pensaba. Oskar comprendió. Por eso llamaba a esa hora tan rara, porque sabía
que su madre
no estaría. Su padre tosió.
–Sí, he estado pensando… lo que pasó el sábado. Fue un poco…
lamentable.
–Sí.
–Sí. ¿Le has contado a tu madre… lo que
pasó?
–¿Tú qué crees?
Hubo un silencio al otro lado. El zumbido estático de cien
kilómetros de cable
telefónico. Los grajos posados en él, tiritando, mientras las
conversaciones de la gente corrían bajo sus pies. Su padre volvió a
toser.
–Bueno, he preguntado lo de esos patines, y va bien. Puedes
tenerlos.
–Tengo que irme ya.
–Sí, claro. Que te… vaya bien en la escuela
entonces.
–Vale. Adiós.
Oskar colgó el auricular, cogió la cartera y se fue a la
escuela. No sentía nada.
Linchamiento. Abucheo
colectivo.
Sí, se había temido lo peor. Evidentemente, todos sabían lo
que le había pasado a Jonny el jueves, aunque no vio la cara de
Jonny entre los reunidos, pero claro, la que oyeron el viernes fue
la versión de Micke. Micke sí que estaba allí, estaba y sonreía con
su sonrisa idiota, como de costumbre.
En vez de aminorar la marcha,
prepararse de alguna manera para escapar, aceleró el paso, fue
rápidamente hacia el aula. Se sentía vacío por dentro. Ya no se
preocupaba por lo que sucedía. No tenía
importancia.
Y lógicamente ocurrió el milagro: el mar se
abrió.
El grupo que estaba fuera se dispersó, abriendo camino a
Oskar hasta la puerta. Él, en realidad, no se había esperado otra
cosa. Tanto si era porque irradiaba fuerza o porque era un paria
maloliente al que había que evitar, eso era lo de
menos.
Él ahora era de otra especie. Los otros lo notaban y se
apartaban.
Oskar entró en la clase sin mirar a los lados, se sentó en su
pupitre. Oyó el murmullo de fuera, del pasillo, y después de un par
de minutos los demás entraron en tromba. Johan levantó el pulgar al
pasar al lado del pupitre de Oskar. Oskar se encogió de
hombros.
Luego llegó la maestra, y cinco minutos después de que
hubiera empezado la clase apareció Jonny. Oskar había creído que
tendría algún tipo de vendaje en la oreja, pero no. La oreja sin
embargo estaba amoratada, hinchada y parecía como si no
perteneciera al cuerpo.
Jonny se sentó en su sitio. No miró a Oskar, ni a
nadie.
Está avergonzado.
Sí, así era. Oskar volvió la cabeza para mirar a Jonny, que
estaba sacando un álbum de fotos de la cartera y metiéndolo en su
pupitre. Y vio que Jonny tenía las mejillas muy rojas, a juego con
la oreja. A Oskar le dieron ganas de sacarle la lengua, pero se
contuvo.
Demasiado infantil.
Los lunes, Tommy no empezaba las clases hasta las diez menos
cuarto, así que Staffan se levantó a las ocho y tomó una taza
rápida de café antes de bajar a hablar un poco en serio con el
chico.
Bueno, era agradable estar fuera y parecía que el tiempo iba
a ser bueno. Aclaró la taza de café bajo el grifo, se paró a pensar
un momento, luego se puso el uniforme. Había sopesado la idea de
bajar a ver a Tommy con ropa de calle, hablar con él como una
persona normal, como si dijéramos. Pero, bien pensado, aquello era
estrictamente una cuestión policial, vandalismo, y, además, el
uniforme era un manto de autoridad de la que él, evidentemente,
tampoco creía carecer en condiciones normales, pero…
sí.
Además era más práctico estar ya vestido, puesto que tenía
que ir luego al trabajo. Así que Staffan se puso el uniforme, la
cazadora de invierno, se miró en el espejo para comprobar qué
impresión daba y le pareció bien. Luego cogió la llave del sótano,
que Yvonne le había dejado encima de la mesa de la cocina, salió,
cerró la puerta, echó una mirada a la cerradura (deformación
profesional) y bajó las escaleras, abrió la puerta del
sótano.
Y hablando de deformaciones profesionales…
Aquí había algún fallo con la cerradura. No presentaba
resistencia al girar la llave, no había más que abrir. Se agachó,
revisó el mecanismo.
Claro. Una bolita de papel.
Un truco clásico entre los ladrones; bajo cualquier pretexto
visitar el lugar donde querían dar el golpe, manipular la cerradura
y luego esperar a que el dueño no lo notara cuando abandonara el
lugar.
Staffan sacó la punta de su navaja y sacó la bolita de papel.
Tommy, claro.
No se paró a pensar para qué iba a
manipular Tommy la cerradura de una puerta de la que tenía llave.
Tommy era un ladrón que estaba allí, y esto era un truco de ladrón.
Luego: Tommy.
Yvonne le había indicado cuál era el trastero, y mientras
Staffan avanzaba hacia allí, iba preparando en la cabeza el
discurso que le iba a echar. Había pensado
ir un poco de colega, tomárselo con calma, pero lo de la cerradura
le había vuelto a poner de mal humor.
Le iba a explicar a Tommy -explicar, no amenazar- lo de las
cárceles de menores, lo de asuntos sociales, la edad a la que
podían ser condenados y todo eso. De manera que comprendiera en qué
carrera estaba empezando a meterse.
La puerta del trastero estaba abierta. Staffan echó un
vistazo dentro. Vaya. El zorro ha abandonado la
cueva. Luego vio las manchas. Se agachó, pasó el dedo sobre
ellas.
Sangre.
El edredón de Tommy reposaba encima del sofá; también allí
había unas pocas manchas de sangre. Y el suelo estaba, lo veía
ahora que se fijaba atentamente, lleno de
sangre.
Ante sus ojos tenía ahora… un escenario donde se había
cometido un crimen. En vez del discurso que
pensaba echar, su cabeza empezó a pasar las hojas del libro con las
normas para el tratamiento de los lugares en que se hubiera
producido un crimen. Se lo sabía de memoria, pero mientras
localizaba los párrafos
Salvaguardar el material de tal índole
que pueda desaparecer… anotar la hora… evitar contaminar los
lugares donde quepa la posibilidad de poder encontrar restos de
tejidos
oyó un débil susurro detrás de él. Un susurro intercalado de
golpes amortiguados.
Había un palo trabado en los volantes de la cerradura del
refugio. Se acercó a la puerta, escuchó. Sí. El susurro, los golpes
venían de allí dentro. Sonaba casi como una… misa. Una letanía
recitada de la que él no podía entender las
palabras.
Satanistas…
Un pensamiento tonto, pero cuando miró el palo que estaba
puesto en la puerta, la verdad es que sintió miedo, porque se fijó
en la punta. Unas líneas pegadas de color rojo oscuro que se
extendían unos diez centímetros sobre el propio palo. Igual,
exactamente igual a la hoja de un cuchillo cuando había sido usada
en un acto violento y no se había secado del todo.
Los susurros al otro lado de la puerta
continuaban.
¿Pedir refuerzos?
No. Quizá se estuviera cometiendo algún acto delictivo ahí
dentro y se consumara mientras él corría a llamar. Tendría que
arreglárselas solo.
Desabrochó la funda de la pistola para tener ésta a mano,
sacó la porra. Con la otra mano extrajo un pañuelo del bolsillo, lo
puso con cuidado en un extremo del palo y empezó a sacarlo del
volante al mismo tiempo que permanecía atento por si el ruido del
palo provocaba algún cambio, algún tipo de reacción dentro del
cuarto.
No. La letanía y los susurros continuaban.
El palo estaba fuera. Lo puso contra la pared para no
destruir las huellas de la mano o de los dedos.
Sabía que un pañuelo no era una garantía para que las huellas
no se estropearan, por eso en vez de agarrar directamente el
volante puso dos dedos rígidos en una de las aspas y empezó a
girarla.
Los pestillos de la cerradura se abrieron. Se chupó los
labios. Sintió que tenía la garganta seca. Giró el segundo volante
hasta el tope y la puerta se abrió un centímetro.
Entonces oyó las palabras. Era una canción. La canción, un
susurro entrecortado y lloroso:
¡Doscientossetentaycuatro elefantes se
balanceaban sobre la tela de una ara (ruido sordo)
abaña!
fueron a llamar a otro
elefante!
¡Doscientossetentaycinco elefantes se
balanceaban
sobre la tela de una
ara
(ruido sordo)
aaaña!
¡Como veían que no se
caían…
Staffan separó la porra del cuerpo, empujó con ella la
puerta. Vio.
El bulto detrás del cual se encontraba Tommy de rodillas
habría sido difícil de reconocer como un cuerpo humano si no
hubiera sido por el brazo que sobresalía, separado del cuerpo hasta
la mitad. La zona del pecho, el vientre, la cara no eran más que un
montón de carne, vísceras y huesos rotos.
Tommy sujetaba con las dos manos una piedra cuadrada que, en
una parte determinada de la canción, hundía en los restos de la
carnicería; como no ofrecían ninguna resistencia, la piedra podía
atravesarlos y golpear en el suelo con un ruido sordo antes de que
la levantara de nuevo y de que otro elefante más subiera a la
tela.
Staffan no estaba seguro de que fuera
Tommy. La persona que agarraba la piedra estaba tan cubierta de
sangre, tan salpicada que era difícil… Staffan se sintió realmente
indispuesto. Se tragó un vómito que amenazaba con crecer, bajó la
mirada para no tener que ver y los ojos se pararon en un soldadito
de plomo que estaba tirado al lado del umbral de la puerta. No. Era
un tirador de pistola. Lo reconoció. La figura estaba colocada de
tal forma que la pistola apuntaba directa al
techo.
¿Dónde está la
peana?
Después lo comprendió.
La cabeza empezó a darle vueltas y, olvidándose de las
huellas digitales y de asegurar las pruebas, apoyó la mano en el
marco de la puerta para no caer al suelo mientras la letanía de la
canción continuaba:
Doscientossetentaysiete elefantes se
balanceaban Sobre la tela…
Tenía que encontrarse realmente mal, puesto que tenía
alucinaciones. Le había parecido ver… sí… vio claramente cómo los
restos humanos que había en el suelo en el intervalo entre golpe y
golpe… se movían.
Intentaba levantarse.
–Larry, ¿tienes algo de pasta? – Como sabes, vivo del
subsidio de enfermedad y… -Sí, sí, sí. ¿Pero tienes algo de dinero?
– ¿Por qué? No presto si es lo que… -No, no, no. Pero estoy
pensando en Lacke. Si no deberíamos invitarle a un
verdadero… ya sabes. Larry tosió y miró acusadoramente el
cigarro. – ¿Como… para que se sienta mejor? – Sí. – No… No sé. –
¿Por qué? ¿Porque no crees que se vaya a sentir mejor por eso,
porque no tienes
dinero o porque eres demasiado tacaño para ponerlo? Larry
suspiró, tosiendo dio otra calada al cigarro, hizo una mueca y
apagó la
colilla con el pie. Luego la recogió y la tiró en un tiesto
lleno de arena, miró el reloj. – Morgan… son las ocho y media de la
mañana. – Sí, sí. Pero dentro de un par de horas. Cuando abran. –
No, ya veremos. – Así que tienes pasta. – ¿Entramos o qué?
Traspasaron la puerta giratoria. Morgan se atusó el pelo con la
mano y se acercó
hasta la mujer de la recepción para enterarse de dónde estaba
Virginia mientras que Larry se puso a observar unos peces que,
medio dormidos, daban vueltas en un acuario cilíndrico grande y
burbujeante.
Al cabo de un minuto llegó Morgan, sacudiéndose el chaleco de
cuero como para quitarse algo que se le hubiera quedado pegado, y
dijo: -Puta lechuza vieja. No quería decírmelo. – Eh, estará en
intensivos. – ¿Y le dejan a uno entrar allí? – A veces. – Oye,
parece que tienes experiencia en esto.
Se dirigieron a cuidados intensivos, Larry sabía cómo
ir.
Muchos de los «conocidos» de Larry estaban o habían estado
ingresados en el hospital. Actualmente había dos sólo en
Sabbatsberg, sin contar a Virginia. Morgan sospechaba que gente a
la que Larry había visto sólo de pasada se convertía en conocida o
incluso en colega justo en el momento en que ingresaba en el
hospital. Entonces su olfato los detectaba e iba a
visitarlos.
¿Por qué lo hacía?, bueno, eso era lo que Morgan estaba
pensando preguntarle cuando llegaron a las puertas batientes de la
unidad de cuidados intensivos, empujaron para abrir y vieron a Lacke fuera, en el pasillo. Estaba
sentado en una butaca, sólo llevaba puestos los calzoncillos. Tenía
las manos agarradas a los reposabrazos mientras miraba fijamente a
la habitación de enfrente, donde la gente entraba y salía
apresuradamente.
Morgan sacudió el aire con la mano.
–Joder, ¿han incinerado a alguien aquí o qué pasa? – y
echándose a reír-: Estos putos conservadores. Medidas de ahorro, ya
sabes. Deja que el hospital se haga cargo de…
Se calló cuando llegaron junto a Lacke. Tenía la cara de
color gris ceniza; los ojos, rojos, no veían. Morgan sospechó lo
que había pasado, dejó que Larry fuera delante. A él no se le daban
bien estas cosas.
Larry se acercó a Lacke, le puso la mano en el
brazo.
–Hola, Lacke. ¿Qué tal?
Alboroto en la habitación de enfrente. Las ventanas que se
veían desde la puerta estaban abiertas de par en par, pero de todas
formas llegaba hasta el pasillo un olor a ceniza ácida. En la
habitación había humo, y dentro de ella personas hablando a voces y
gesticulando. Morgan pilló las palabras «responsabilidad del
hospital» y «tenemos que intentar…».
Lo que debían intentar, eso no lo oyó, porque Lacke se volvió
hacia ellos, mirándolos fijamente como si fueran dos desconocidos,
y dijo:
–… tenía que haberlo comprendido…
Larry se inclinó sobre él:
–¿Tenías que haber comprendido qué?
–Que iba a pasar.
–¿Qué es lo que ha pasado?
Los ojos de Lacke se despejaron y, mirando hacia la
habitación nublada y como en un ensueño, dijo
sencillamente:
–Ha ardido.
–¿Virginia?
Morgan dio un par de pasos hacia la habitación y echó una
ojeada. Un hombre mayor con cara de autoridad se acercó a
él.
–Disculpa, pero esto no es un circo.
–No, no. Yo sólo…
Morgan estaba a punto de soltar alguna de sus ocurrencias,
como que iba a buscar su serpiente boa, pero se contuvo. De todas
formas había podido ver. Dos camas. La una con las sábanas
revueltas y una manta echada a un lado, como si alguien se hubiera
levantado de ella a toda prisa.
La otra estaba cubierta de la cabeza a los pies con una manta
gruesa de color gris oscuro. La madera del cabecero de la cama
estaba manchada de hollín. Bajo la manta se dibujaba la silueta de
una persona increíblemente delgada. La cabeza, el tórax… el hueso
de la pelvis era el único que se podía distinguir claramente. El
resto podían haber sido pliegues, o arrugas de la
manta.
Morgan se frotó los ojos con tanta fuerza que casi se le
salen por detrás. Es verdad. Joder, es verdad.
Miró hacia el pasillo buscando a alguien con quien desahogar
su aturdimiento. Vio a un señor mayor que iba apoyado en un andador
con un gotero a su lado y que intentaba curiosear en la habitación.
Morgan dio un paso hacia él.
–¿Qué haces aquí mirando, jodido bobo? ¿Quieres que te dé un
empujón al andador o qué?
El hombre empezó a retirarse hacia atrás, diez centímetros
cada vez. Morgan apretó los puños, se contuvo. Luego recordó algo
que había visto en la habitación, se dio la vuelta de repente y
volvió.
El hombre que le había llamado antes la atención salía en ese
momento.
–Tendrás que disculparnos, pero…
–Sí, sí, sí… -Morgan lo apartó-… sólo voy a buscar la ropa de
mi colega, si se puede. ¿O te parece que tiene que estar todo el
día en pelotas ahí fuera, eh?
El hombre se cruzó de brazos y dejó pasar a
Morgan.
Recogió la ropa de Lacke de la silla que había al lado de la
cama deshecha, echó una ojeada a la otra cama. Una mano quemada con
los dedos separados sobresalía de la manta. La mano era
irreconocible; el anillo que llevaba en el dedo corazón no estaba.
Un anillo dorado con una piedra azul, el anillo de Virginia. Antes
de volverse, Morgan alcanzó a ver que tenía un cinturón de cuero
atado en la muñeca.
El hombre estaba todavía en la puerta con los brazos
cruzados.
–¿Contento?
–No. ¿Por qué cojones está atada? El hombre meneó la
cabeza.
–¿Y eso por qué?
–No lo sé. No soy policía.
–No, no. Aunque se podría pensar.
Fuera, en el pasillo, ayudaron a Lacke a vestirse y justo
habían terminado cuando llegaron dos comisarios de policía. Lacke
estaba inaccesible, pero la enfermera que había subido las
persianas tuvo la suficiente entereza como para poder testificar
que Lacke no había tenido nada que ver con aquello. Que estaba aún
dormido cuando aquello… empezó.
Sus compañeras la consolaban. Larry y Morgan sacaron a Lacke
del hospital.
Cuando llegaron ante la puerta giratoria, Morgan, tomando
aire fresco, dijo:
–Tendré que aligerar un poco -se inclinó sobre un seto y
vomitó los restos de la
comida del día anterior mezclados con mucosidad verdosa sobre
el seto desnudo.
Cuando terminó se limpió la boca y se secó la mano en el
pantalón. Después levantó la mano como si fuera la prueba del
delito y le dijo a Larry:
–Pues ahora tendrás que aflojar un poco la cartera,
joder.
Consiguieron llegar a Blackeberg y Morgan recibió ciento
cincuenta coronas para ir a comprar algo mientras Larry condujo a
Lacke a su casa.
Lacke se dejaba llevar. No había dicho ni media palabra
durante el viaje en metro.
En el ascensor, subiendo a casa de Larry en el séptimo piso
de uno de los edificios altos, empezó a llorar. No de forma
tranquila y silenciosa, no, berreando como un niño aunque peor,
más. Cuando Larry abrió la puerta del ascensor y le ayudó a salir
al rellano de la escalera, se agudizaron los berridos, retumbando
en las paredes de hormigón. El grito de Lacke, de verdadera e
infinita tristeza, alcanzó todos los pisos de la escalera, recorrió
los buzones, los agujeros de las cerraduras, convirtiendo el
edificio en una lápida funeraria levantada al amor, a la esperanza.
Larry se estremeció; nunca había oído nada parecido. Así no se
llora. No se puede llorar así. Uno se muere si llora
así.
Los vecinos. Pensarán que le estoy
matando.
Larry daba vueltas al llavero mientras todo el sufrimiento
humano, miles de años de impotencia y desengaños que por un momento
habían encontrado una vía de escape en el frágil cuerpo de Lacke,
continuaron saliendo en tromba.
La llave entró en la cerradura y, con una fuerza de la que ni
él mismo se creía capaz, Larry metió a
Lacke en casa y cerró la puerta. Lacke seguía gritando, parecía que
el aire no se le iba a agotar nunca. A Larry las raíces del pelo
empezaron a llenársele de sudor.
En mitad del pánico hizo lo que había visto hacer en las
películas. Con la mano abierta golpeó a Lacke en la mejilla, se
quedó aterrado por el agudo restallido, arrepintiéndose en el acto.
Pero funcionó.
Lacke se calló en seco, lanzó a Larry una mirada salvaje y
éste pensó que se la iba a devolver. Algo se ablandó luego en los
ojos de Lacke; abriendo y cerrando la boca, hipando para coger
aire, le dijo:
–Larry, yo…
Larry le rodeó con los brazos. Lacke apoyó la mejilla en el
hombro de Larry y lloró estremecido. Después de un rato, a Larry se
le doblaron las piernas. Trató de zafarse del abrazo para sentarse
en la silla de la entrada, pero Lacke seguía aferrado a él y lo
acompañó en la caída. Larry cayó en la silla y las piernas de Lacke
se doblaron bajo su peso, la cabeza se deslizó sobre las rodillas
de su amigo.
Larry le acarició el pelo, no sabía qué decirle. Sólo
susurraba:
–Así, así… ya, ya…
A Larry se le habían empezado a dormir las piernas cuando un
cambio tuvo lugar. El llanto había terminado dando paso a un gemido
tranquilo; entonces notó cómo setensaban las mandíbulas de Lacke
contra su pierna. Éste levantó la cabeza, se limpió los mocos con
la manga de la camisa y dijo:
–Le voy a matar.
–¿A quién?
Lacke bajó la mirada, mirando fijamente al pecho de Larry y
asintiendo.
–Le voy a matar. No vivirá.
En el recreo largo de las nueve y media, tanto Staffe como
Johan se acercaron a Oskar diciendo «joder, qué bien hecho»,
«joder, qué bien». Staffe le invitó a coches de gominola y Johan le
preguntó si quería acompañarlos algún día a buscar botellas
vacías.
Nadie lo empujaba ni se tapaba la nariz cuando él se
acercaba. Incluso Micke Siskov sonreía, asentía animándole, como si
Oskar le acabara de contar un chiste, cuando se cruzaron en el
pasillo fuera del comedor.
Como si todos hubieran estado esperando que hiciera
exactamente lo que hizo, y ahora, cuando lo había llevado a cabo,
fuera uno de ellos.
Durante la clase de matemáticas levantó la vista del libro,
miró a los compañeros con los que había estado seis años. Tenían la
cabeza agachada sobre sus ejercicios, chupando el lápiz, mandándose
papelitos unos a otros, riéndose por lo bajo. Y pensó: Pero si son niños…
Y él también era un niño, pero…
Dibujó una cruz en el libro, la transformó en una horca con
el lazo. Soy un niño,
pero…
Dibujó un tren. Un coche. Un barco. Una casa. Con una puerta
abierta.
La inquietud creció. Al final de la clase de matemáticas no
se podía estar quieto; daba patadas con los pies, golpeaba el
pupitre con las manos. El profesor le pidió, volviendo la cabeza
sorprendido, que se callara. Lo intentó, pero al momento estaba
otra vez allí la inquietud, agitando las cuerdas de la marioneta y
los pies empezaron a moverse solos.
Cuando llegó la última clase, gimnasia, ya no lo podía
aguantar. En el pasillo le dijo a Johan:
–Dile a Ávila que estoy enfermo, ¿vale?
–¿Te largas?
–No tengo la ropa de gimnasia.
Y la verdad es que era cierto; se había olvidado la ropa de
gimnasia por la mañana, pero no era por eso por lo que tenía que
faltar a clase. De camino hacia el metro vio a sus compañeros
formando en línea recta. Tomas le gritó «¡Buuuu!».
Se chivaría probablemente. No le importaba. En
absoluto.
Las palomas revolotearon en bandadas grises cuando cruzó
apresuradamente la plaza de Vällingby. Una mujer que llevaba un
cochecito arrugó la nariz a su paso; una de esas personas que no
tienen sensibilidad con los animales. Pero Oskar tenía prisa, y
todo lo que se interpusiera entre él y su objetivo no era más que
un estorbo.
Se paró fuera de la juguetería, miró el escaparate. Los
pitufos estaban expuestos en un paisaje dulzón. Demasiado mayor
para eso. En casa, en una caja, había un par de muñecos de Big Jim
con los que había jugado muchísimo de pequeño.
Hace sólo un año.
Se oyó un sonido electrónico cuando abrió la puerta de la
juguetería. Cruzó un pasillo estrecho en el que los muñecos de
plástico, los guerreros y las cajas de lego llenaban las
estanterías. Al lado de la caja estaban empaquetados los moldes
para hacer soldaditos de estaño. El estaño había que pedirlo en la
caja.
Bueno, había copias apiladas debajo
de los muñecos de plástico, pero los auténticos, los que llevaban
la firma de Rubik en la caja, con ésos tenían más cuidado. Costaban
noventa y dos coronas cada uno.
Detrás del mostrador había un hombre bajo y medio gordo con
una sonrisa que Oskar habría descrito como «aduladora», si hubiera
sabido la palabra.
–Sí… ¿estás buscando algo… especial?
Oskar sabía que los cubos estarían en el mostrador, tenía
listo su plan.
–Sí. No encuentro… las pinturas. Para las cosas de
estaño.
–¿Sí?
El hombre hizo un gesto señalando las filas de botes de
pintura enanos que estaban detrás de él. Oskar se inclinó y puso
los dedos de una mano en el mostrador justo delante de los cubos
mientras con el pulgar sujetaba la cartera, que colgaba abierta
debajo. Hizo como que buscaba entre las pinturas.
–Dorado. ¿Hay dorado?
–Dorado, sí, claro.
Cuando el hombre se volvió Oskar cogió uno de los cubos, lo
guardó en la cartera y tuvo el tiempo justo de poner la mano en la
misma posición antes de que el hombre se diera la vuelta con dos
botes de pintura y los dejara sobre el mostrador. A Oskar le latía
con fuerza el corazón enrojeciendo sus mejillas, sus
orejas.
–¿Mate o metálico?
El hombre miró a Oskar, quien sintió que su cara parecía una
llamada luminosa de atención en la que estuviera escrito «Aquí hay
un ladrón». Para tratar de pasar inadvertido a pesar de su sonrojo
se inclinó sobre los botes y dijo:
–Metálico… parece bien.
Tenía veinte coronas. La pintura costaba diecinueve. Se la
entregó en una bolsa pequeña que se metió en el bolsillo de la
cazadora para no tener que abrir la cartera.
Fuera de la tienda llegó la euforia, como de costumbre, pero
más grande. Salió de allí como un esclavo liberado al que le
acabaran de quitar los grilletes. No pudo evitar echar a correr
hacia el aparcamiento y, a resguardo entre dos coches, abrir con
cuidado la cartera, sacar el cubo.
Pesaba mucho más que la copia que él tenía. Las secciones se
deslizaban como sobre un rodamiento de cojinete. ¿Quizá llevara ese tipo de rodamiento? Bueno, no pensaba
desmontarlo para mirar, arriesgándose a
estropearlo.
El envoltorio era una cosa fea de plástico transparente ahora
que no estaba el cubo dentro, y a la salida del aparcamiento lo
tiró en un contenedor. Era más bonito el cubo solo. Se lo metió en
el bolsillo de la cazadora para poder ir tocándolo, jugando con su
peso en la mano. Era un buen regalo, un bonito… regalo de
despedida.
Si Eli piensa… que
yo…
Bueno, que al darle un regalo pudiera parecer que de alguna
manera aceptaba que Eli se fuera. Un regalo de despedida: bien
mientras duró y nada más. Adiós, adiós. Así no era la cosa. Él no
quería de ninguna manera
que…
Recorrió la estación con la mirada, deteniéndose en el
kiosco. En los periódicos. En el Expressen.
Toda la portada aparecía ocupada por una gran foto del hombre que
había vivido con Eli.
Oskar se acercó y hojeó el diario. Cinco páginas dedicadas a
la búsqueda en el bosque de Judarn… asesino ritual… antecedentes y,
luego, otra página más con la foto. Håkan Bengtsson… Karlstad…
paradero desconocido durante ocho meses… la policía solicita de los
ciudadanos… si alguien ha observado…
La angustia volcó sus dardos en el pecho de
Oskar.
Alguien más que le haya visto, que sepa
dónde vivía…
La mujer del kiosco sacó la cabeza por la
ventanilla.
–¿Lo vas a comprar o qué?
Oskar negó con la cabeza y tiró el periódico. Luego echó a
correr. Cuando llegó al andén se dio cuenta de que no había
enseñado la tarjeta al vigilante. Dio una patada en el suelo, se
chupó los nudillos, los ojos se le llenaron de lágrimas. Ven ya, por favor, metro, ven.
Lacke estaba medio tumbado en el sofá mirando con los ojos
entornados hacia el balcón en el que se encontraba Morgan tratando,
sin éxito, de atraer a un pardillo que estaba posado en el balcón
de al lado. El sol en su descenso quedaba justamente detrás de la
cabeza de Morgan, irradiando una aureola de luz alrededor de su
pelo.
–Sííí… vamos, ven. Que no soy peligroso.
Larry estaba sentado en un sillón siguiendo un curso de
español de la televisión sueca. En la pantalla aparecían personas
en actitud forzada y siguiendo un guión que
decían:
–Yo tengo un bolso.
–¿Qué hay en el bolso?
Morgan movió la cabeza de modo que a Lacke le dio el sol en
los ojos, los cerró mientras oía a Larry
mascullar:
–Ke haj en el bålså.
–Ona kamisa y pantalånes.
Larry cloqueaba para sí:
–… pantalånes.
No le creyeron. Bueno, sí, le creyeron, pero se resistían a
interpretar los acontecimientos como él lo hacía.
–Combustión espontánea -había dicho Larry, y Morgan le pidió
que lo deletreara.
Sólo que la combustión espontánea está
exactamente igual de bien documentada y científicamente probada que
la existencia de los vampiros. Es decir, en
absoluto.
Pero uno prefiere creer en el despropósito que menos le
obliga a actuar. No pensaban ayudarle. Morgan había escuchado con
cara seria el relato de Lacke acerca de lo que había pasado en el
hospital, pero cuando llegó a aquello de aniquilar al causante de
todo, había dicho:
–Entonces, ¿lo que quieres decir es que nos convirtamos en
cazadores de vampiros, o algo así? Tú, Larry y yo. Que preparemos
estacas y cruces y… No, perdona, Lacke, pero a mí me cuesta un
poco… verlo de esa manera, la verdad.
El pensamiento inmediato de Lacke al ver sus caras escépticas
y desconfiadas fue:
Virginia me habría
creído.
Y el dolor había vuelto a hacer presa en su persona. Era él
quien no había creído a Virginia, y por eso ella había… él habría
preferido pasarse unos años en la cárcel como causante de un
asesinato por compasión que tener que vivir con aquella imagen
grabada en la retina.
Su cuerpo retorciéndose en la cama
mientras la piel se pone negra, empieza a echar humo. El camisón
del hospital, resbalándose sobre el vientre, deja al descubierto su
sexo. El ruido de los barrotes de acero mientras sus caderas se
agitan, arriba y abajo en un demencial coito con un hombre
invisible, mientras las llamas le suben por las piernas; ella
grita, grita y el olor a pelo quemado, a piel quemada llena la
habitación; sus ojos aterrados se encuentran con los míos y unos
segundos después se ponen blancos, empiezan a cocer…
revientan…
Lacke se había bebido más de la mitad de lo que había en la
botella. Morgan y Larry se lo habían permitido.
–… pantalånes.
–Lacke, joder… duerme un poco. – No, tengo que ir a casa. –
¿Qué tienes que hacer en casa? – Es que tengo que… arreglar un
asunto. – ¿No tendrá nada que ver con eso… de lo que hablas? – No,
no. Morgan entró desde el balcón mientras Lacke se encaminaba a
tientas hacia la
salida. – ¡Oye, tú! ¿Adónde vas? – A casa. – Entonces te
acompaño. Lacke se dio la vuelta esforzándose por mantenerse
derecho, por parecer lo más
sobrio posible. Morgan se acercó a él con las manos
preparadas por si se caía. Lacke meneó la cabeza, le dio una
palmada en el hombro a Morgan. – Quiero estar tranquilo, ¿vale?
Quiero estar tranquilo. De verdad. – ¿Te las arreglarás tú solo,
entonces? – Sí, me las arreglaré.
Lacke asintió varias veces, se quedó fijo en aquel gesto, se
vio obligado a interrumpirlo conscientemente para no permanecer
allí parado, luego se volvió y fue hasta la entrada, se puso los
zapatos y el abrigo.
Sabía que estaba muy borracho, pero lo había estado tantas
veces que ya era una especie de rutina desconectar sus movimientos
del cerebro, realizarlos de forma automática. Habría podido jugar a
los palillos chinos, al menos un poco, sin que le temblaran las
manos.
Desde dentro del piso le llegaron las voces de los otros. –
¿No deberíamos…? – No. Si dice que no, tendremos que respetarlo.
Salieron de todos modos a la entrada para despedirlo. Le abrazaron
algo
embarazados. Morgan le cogió de los brazos, volviendo la
cabeza para poder mirarlo a los ojos y le dijo: -¿No estarás
pensando en hacer alguna tontería, verdad? Nos tienes a nosotros,
ya lo sabes. – Sí, sí. No, no.
La muerte de Virginia, la manera en que había muerto, colgaba
como una plomada dentro de su pecho en el sitio donde antes estaba
el corazón; le hacía caminar inclinado hacia delante, cargado. La
luz del atardecer sobre las calles era como una burla. Las pocas
personas que se movían en esa… burla. Las voces. Hablaban de cosas
cotidianas como si no… en todas partes, en cualquier
instante…
Puede golpearos a vosotros
también.
Fuera del kiosco había una persona apoyada en el ventanuco
hablando con el dueño. Lacke vio cómo un bulto negro caía del
cielo, se le posaba en la espalda y…
Joder…
Se detuvo delante de la hilera de portadas, parpadeando,
tratando de enfocar bien la vista sobre la foto que ocupaba casi
todo el espacio.
El asesino ritual. Lacke sonrió. Él sabía cómo eran en realidad las cosas. Pero…
Reconoció aquella cara. Si era…
El chino. Aquel que… le invitó a whisky.
No…
Se acercó más, miró la fotografía con mayor detenimiento. Sí.
Claro que era él. Los mismos ojos juntos, la misma… Lacke se llevó
la mano a la boca, apretándose los labios con los dedos. Las
imágenes le daban vueltas, intentando encontrar el
sentido.
Él se había sentado y había sido invitado por el que mató a
Jocke. El asesino de Jocke vivía en el mismo patio que él, unos
portales más allá. Él le había saludado algunas veces,
había…
Pero no fue él quien lo hizo.
Fue…
Una voz. Dijo algo.
–¡Hola, Lacke! ¿Qué pasa, le conoces?
El dueño del kiosco y el hombre que estaba fuera lo miraron.
Él dijo:
–… Sí -y echó a andar de nuevo. El mundo desapareció. Ante
sus ojos, el portal del que el hombre había salido. Las ventanas
cubiertas. Iba a ocuparse de ello. Tenía que
hacerlo.
Los pies iban más deprisa y la columna se le enderezó. La
plomada, un péndulo que golpeaba en su pecho, que le hacía temblar,
tocando a presentimiento en su cuerpo.
Ahora voy yo. Ahora me cago en tal… voy
yo.
ATENCIÓN A LAS PUERTAS. CIERRE DE PUERTAS.
Y el metro salió de la estación.
No tenía ningún plan aparte de avisar a
Eli de que cualquiera, en cualquier momento, podía llamar a la
policía y decir que había visto a ese viejo. En Blackeberg. En ese
patio. En ese portal. En ese piso.
Qué ocurriría si la policía… si forzaran
la puerta… el cuarto de baño…
El metro traqueteaba sobre el puente y Oskar miró por la
ventana. Había dos hombres junto al kiosco del Amante y, medio
tapadas por uno de ellos, Oskar pudo entrever las odiosas portadas
amarillas. Uno de los hombres se alejó deprisa del
kiosco.
Cualquiera. Cualquiera puede saberlo. Él
puede saberlo.
Cuando el metro empezó a frenar, Oskar ya estaba delante de
las puertas presionando con los dedos los labios de goma, como si
de esa manera se fueran a abrir más deprisa. Apretó la frente
contra el cristal, un poco de fresco sobre su frente caliente. Los
frenos chirriaron y el conductor debió de haberse olvidado, porque
hasta entonces no se oyó:
BLACKEBERG.
No. Nonono hazlos
desaparecer.
Cuando el metro, vibrando, se paró, los ojos de Oskar se
encontraron con los de Jonny. Se dilataron y, al abrirse las
puertas, Oskar vio que Jonny le decía algo a
Tomas.
Oskar se puso alerta, se lanzó fuera y empezó a
correr.
Tomas sacó su larga pierna, chocó con la de Oskar y éste cayó
todo lo largo que era en el andén, raspándose las palmas de las
manos al intentar frenar el golpe. Jonny
se puso encima de él.
–¿Tienes prisa o qué?
–¡Suéltame! ¡Suéltame!
–Y eso, ¿por qué?
Oskar cerró los ojos, apretó los puños. Respiró profundamente
un par de veces,
tan profundo como pudo con el peso de Jonny encima, y dijo
contra el cemento: -Hacedme lo que queráis. Y
soltadme.
Lo agarraron de los brazos y lo pusieron de pie. Oskar
alcanzó a ver el reloj de la estación. Las dos y diez. El segundero
avanzaba a saltos sobre la esfera del reloj. Tensó los músculos de
la cara, los del estómago, tratando de convertirse en una piedra,
insensible a los golpes.
Sólo que vaya
rápido.
Pero cuando vio lo que pensaban hacer, empezó a resistirse.
Los otros dos, como a través de un pacto silencioso, le habían
retorcido los brazos de manera que con cada movimiento parecía como
si se le fueran a romper. Lo arrastraron hasta el borde del
andén.
No se atreven. No
pueden…
Pero Tomas estaba loco, y Jonny…
Intentó hacer cuña con los pies. Se agitaban sobre el andén
mientras Tomas y Jonny lo llevaban hasta la línea blanca de
seguridad antes del foso de las vías.
El pelo de la sien derecha de Oskar le rozaba la oreja,
disparándosele con el golpe de aire que salió del túnel cuando el
metro que venía del centro se acercaba. El raíl sonaba y Jonny le
susurró:
–Ahora vas a morir, ¿lo sabes?
Tomas se reía, agarrándolo aún más fuerte del brazo. La
cabeza de Oskar se nubló: piensan hacerlo. Lo pusieron hacia fuera
de manera que la parte superior de su cuerpo sobresalía en el
vacío.
Los faros del metro que se acercaba dispararon una ráfaga de
luz fría sobre los raíles. Oskar volvió la cabeza hacia la
izquierda y vio el metro saliendo precipitadamente del
túnel.
¡BOOOOOOOO!
La bocina del tren bramó y el corazón de Oskar reventó en una
sacudida mortal al mismo tiempo que se orinaba y su último
pensamiento era
¡Eli!
antes de que lo echaran hacia atrás y de que su vista se
llenara del verde cuando el metro pasó de largo, a un decímetro de
sus ojos.
Estaba tendido boca arriba sobre el andén, jadeando. La
humedad de la entrepierna se volvió más fría. Jonny se sentó en
cuclillas a su lado.
–Sólo para que te enteres de cómo son las cosas. ¿Te
enteras?
Oskar asintió instintivamente. Acabad cuanto antes. Los
viejos impulsos. Jonny se tocó con cuidado su oreja herida, sonrió.
Después puso la mano en la boca de Oskar, le apretó las
mejillas.
–Chilla como un cerdo si has entendido.
Oskar chilló. Como un cerdo. Se echaron a reír, los dos.
Tomas dijo:
–Tendremos que empezar a entrenarlo de nuevo. Llegó el metro
por el otro lado. Lo dejaron.
Oskar se quedó un rato en el suelo, vacío. Después apareció
una cara por encima de él. Una anciana. Le tendió una
mano.
–Pequeño, lo he visto. Tienes que denunciarlos a la policía,
esto ha sido…
Policía.
–… intento de asesinato. Ven, que te…
Sin hacer caso de la mano, Oskar se puso en pie. Todavía
dando tropezones hacia las puertas, escaleras arriba, seguía oyendo
la voz de la señora detrás de él:
–¿Cómo te encuentras…?
La pasma.
Lacke se sobresaltó cuando entró en el patio y vio el coche
de la policía arriba, en la cuesta. Había dos agentes fuera del
coche, uno de ellos escribía algo en un bloc. Dio por sentado que
buscaban lo mismo que él, pero que estaban mal informados. Los
policías no habían notado su sobresalto, así que siguió hasta el
primer portal del edificio, entró en él.
Ninguno de los nombres del tablón le dijo nada, pero lo
sabía: en el primer piso a la derecha. Al lado de la puerta del
sótano había una botella de alcohol de quemar. Se paró y se quedó
mirándola como si pudiera darle una pista de cómo debía de
actuar.
El alcohol de quemar arde. Virginia
ardió.
Pero ahí se acabó el razonamiento y sólo sentía la rabia
ciega gritando de nuevo. Continuó subiendo las escaleras. Se había
producido un desplazamiento.
Ahora tenía la cabeza clara y el cuerpo torpe. Los pies
tropezaban con los peldaños y tenía que agarrarse al pasamanos para
poder subir la escalera, al tiempo que su cerebro razonaba con
claridad:
Entro. Lo encuentro. Le clavo algo en el
corazón. Luego espero a que llegue la policía.
Se quedó parado delante de la puerta que no tenía letrero.
¿Y cómo cojones voy a
entrar?
Medio en broma estiró el brazo, tocó el pasador y la puerta
se abrió dejando al descubierto un piso vacío. No había muebles, ni
alfombras, ni cuadros. Ni ropa. Se pasó la lengua por los
labios.
Se ha largado. Aquí ya no tengo
nada…
Quiere decir sólo que alguien ha estado
aquí recientemente. Si no, la botella de abajo no estaría en el
suelo. Sí.
Entró, se paró en el vestíbulo y escuchó. No oyó nada. Dio
una vuelta al piso, vio que colgaban mantas de las ventanas en
varias habitaciones, comprendió el motivo. Estaba en el sitio
correcto.
Al final se quedó parado ante la puerta del cuarto de baño.
Hizo presión sobre el picaporte: cerrado. Pero esa cerradura podría
forzarla sin problema, sólo necesitaba un destornillador o algo
parecido.
Volvió a intentar concentrar su atención en los movimientos. En realizar los movimientos. No tenía que pensar más. No necesitaba
pensar más. Si empezaba a hacerlo, dudaría, y no iba a dudar. Por
tanto, movimiento.
Miró en los cajones de la cocina. Encontró un cuchillo. Fue
hasta el cuarto de baño. Fijó la punta en el tornillo del centro y
giró en sentido contrario al de las agujas del reloj. La cerradura
saltó, abrió la puerta. Estaba totalmente oscuro allí dentro. Buscó
la llave de la luz, la encontró. Encendió.
¡Dios nos asista! Esto es la
hostia…
El cuchillo de cocina se le cayó de las manos. La bañera
estaba llena de sangre hasta la mitad. En el suelo había unos
cuantos bidones grandes de plástico cuyas superficies transparentes
tenían huellas de sangre. El cuchillo sonó contra las baldosas como
un cascabel pequeño.
La lengua se le quedó pegada al paladar cuando se agachó
para… ¿para qué? Para… comprobar… o algo
más primitivo: la fascinación ante semejante cantidad de sangre…
poder meter la mano en ella, bañarse las manos
en sangre.
Bajó los dedos hacia la superficie quieta, oscura y… los
hundió. Era como si le hubieran cortado los dedos, desaparecieron y
con la boca abierta condujo la mano más abajo hasta que
encontró…
Dio un grito, se echó hacia atrás.
Sacó la mano de la bañera y las gotas de sangre volaron
describiendo arcos a su alrededor, aterrizaron en el techo, en las
paredes. En un acto reflejo se llevó la mano a la boca. Se dio
cuenta de lo que había hecho cuando su lengua, sus labios
registraron un sabor dulzón y pegajoso. Escupió, se secó la mano en
los pantalones. Se llevó la otra mano, la limpia, a la
boca.
Hay alguien… ahí
abajo.
Sí. Lo que había tocado con la punta de los dedos era un
estómago. Se había hundido bajo la presión de sus dedos, antes de
que él retirara la mano. Para dejar de pensar en el asco que le
daba, buscó en el suelo, encontró el cuchillo, lo cogió otra vez
agarrando con fuerza el mango.
Qué cojones voy a…
El estómago tal vez está… tal vez es sólo
estómago…
Pero la borrachera lo hacía inconsciente incluso de su propio
miedo, así que cuando vio la cadenita que desde el borde de la
bañera se hundía en aquel líquido oscuro, alargó la mano y tiró de
ella.
El tapón se soltó allí abajo, el desagüe empezó a sorber y a
tragar y se formó un ligero remolino en la superficie. Se puso de
rodillas delante de la bañera, se lamió los labios. Sintió el sabor
acre, escupió en el suelo.
La superficie descendía lentamente. Una línea de color rojo
más oscuro se veía marcada con nitidez cerca del borde, donde el
agua había alcanzado el nivel más alto.
Tiene que haber estado así mucho
tiempo.
Después de algún minuto apareció sobre la superficie la
silueta de una nariz en uno de los extremos. En el otro, un montón
de dedos que subían mientras él los observaba, convirtiéndose en
dos medios pies. El remolino de la superficie, intensificado,
estaba ahora justamente ahí.
Deslizó la mirada a lo largo del cuerpo de niño que
gradualmente fue apareciendo en el fondo. Un par de manos cerradas
sobre el pecho. Rótulas. Una cara. La absorción era más lenta
cuando la última sangre desaparecía por el
desagüe.
El cuerpo que tenía delante de sus ojos era de color rojo
oscuro; tornasolado, pringoso como un recién nacido. Tenía un
ombligo. Pero no tenía órganos sexuales. ¿Chico o chica? No tenía
importancia. Al observar la cara con los ojos cerrados lo reconoció
demasiado bien.
Cuando Oskar intentó correr, las piernas se le quedaron
bloqueadas. Se negaron.
Durante cinco segundos pensó realmente que iba a morir. Que
iban a empujarlo. Ahora los músculos se negaban a abandonar ese
pensamiento.
En el trecho entre la escuela y el gimnasio se le
pasó.
Quería tumbarse. Dejarse caer hacia atrás en aquellos setos,
por ejemplo. La cazadora y los pantalones forrados evitarían que se
le clavaran las ramas; sólo lo acogerían suavemente. Pero tenía
prisa. El segundero avanzando a saltos sobre la esfera del
reloj.
La escuela.
Tenía los cordones sucios; uno de ellos a punto de desatarse.
Uno de los remaches metálicos del empeine se había doblado,
metiéndose un poco hacia dentro. En los talones, la imitación de
piel estaba abombada, brillante de tan gastada. De todas formas,
probablemente tendría que llevar aquellas botas todo el
invierno.
Frío, humedad en los pantalones. Levantó la
cabeza.
No van a poder ganarme. No van. A poder.
Ganarme.
Se meó. Las líneas rectas de la fachada de ladrillo visto se
torcieron, se borraron, desaparecieron cuando echó a correr. Corría
de tal manera que todo eran salpicaduras alrededor. El suelo volaba
bajo sus pies y ahora le parecía como si el globo girara demasiado
rápido.
Las piernas le seguían cuando los edificios altos, la antigua
tienda de Konsum, la fábrica de bolitas de chocolate pasaron al
mismo tiempo ante él, y la velocidad, junto con la costumbre, hizo
que entrara en el patio a toda máquina, pasando por delante del
portal de Eli hasta alcanzar el suyo.
Casi se estampa contra un policía que iba a entrar en su
portal. El agente extendió la mano, lo paró.
–¡Huuuy! Menuda prisa.
La lengua enmudeció. El policía lo soltó, se le quedó
mirando… ¿sospechoso?
–¿Vives aquí?
Oskar asintió. No había visto antes a ese policía. Tenía
aspecto de bueno, la verdad. No. En condiciones normales le habría parecido que tenía cara de bueno.
El agente arrugó la nariz, diciendo:
–Mira, sabes, ha… ocurrido una cosa aquí. En el portal de al
lado. Por eso estoy dando una vuelta para preguntar si alguien ha
oído algo. O ha visto algo.
–¿En qué… en qué portal?
El policía hizo un gesto con la cabeza señalando hacia el
portal de Tommy y el pánico repentino abandonó a
Oskar.
–En ése. Sí, no en el portal, sino… en el sótano. ¿Tú, por
casualidad, no habrás visto u oído algo raro allí? ¿Los últimos
días?
Oskar negó con la cabeza. Los pensamientos le daban vueltas
en un caos tan grande que en realidad ya no pensaba absolutamente
nada, pero le pareció que la angustia debía salirle por los ojos,
totalmente visible para el agente. Y éste ciertamente ladeó la
cabeza, lo miró con atención.
–¿Te pasa algo?
–… estoy bien…
–No. Mamá. No.
–Bueno. Pero yo voy a seguir por aquí, así que… puedes pensar
un poco, a lo mejor has visto algo. El policía le abrió la
puerta:
–Entra.
–No, yo sólo…
Oskar se dio la vuelta esforzándose por andar de una manera
natural cuesta abajo. A mitad del camino se
volvió y vio que el policía entraba en su portal.
Han cogido a Eli.
Le empezaron a temblar las mandíbulas, los dientes golpeaban
un confuso mensaje en Morse a través del esqueleto mientras abría
el portal de Eli y seguía escaleras arriba. ¿Habrían puesto
aquellas cintas en la puerta de Eli? ¿Habrían cerrado el
paso?
Di que puedo entrar.
La puerta estaba entreabierta.
Si la policía hubiera estado aquí, ¿por qué iban a haber
dejado abierto? No harían una cosa así.
Puso los dedos en el pasador, abrió la puerta con cuidado, se
deslizó dentro del piso. Estaba oscuro. Uno de sus pies tropezó con
algo. Una botella de plástico. Primero pensó que había sangre en la
botella, luego vio que era eso que uno tiene para hacer
fuego.
Respiración.
Alguien respiraba.
Se movía.
El ruido llegaba desde el baño hasta la entrada. Oskar
avanzó, un paso sigiloso tras otro, apretó los labios hacia dentro
para silenciar los dientes y el temblor se desplazó hacia la
barbilla, el cuello, sacudiéndole la incipiente nuez. Dio la vuelta
a la esquina y miró dentro del cuarto de baño.
Ése no es policía.
Un hombre con la ropa desgastada estaba de rodillas al lado
de la bañera, con la parte superior del cuerpo inclinado sobre
ésta, que quedaba fuera de la vista de Oskar. Sólo veía un par de
pantalones grises sucios, un par de zapatos rotos con las puntas
dobladas contra las baldosas. El bajo de un
abrigo.
¡El viejo! Pero… si
respira.
Sí. Inspiraciones y expiraciones silbantes sonaban casi como
suspiros dentro del cuarto de baño y Oskar, sin darse cuenta, se
acercó más. Palmo a palmo fue viendo más del cuarto del baño y,
cuando estaba casi delante, vio lo que estaba a punto de
ocurrir.
El cuerpo que yacía en el suelo de la bañera parecía
totalmente frágil. No respiraba. Le había puesto la mano en el
pecho y constató que el corazón latía, pero sólo algunas
pulsaciones por minuto.
Se había imaginado algo… terrorífico. Algo que estuviera en
proporción con el terror que había experimentado en el hospital.
Pero esa pequeña piltrafa sanguinolenta no parecía que pudiera
volver a levantarse y menos aún hacerle daño a nadie. No era más
que un niño. Un niño que se encontraba mal.
Era como haber visto a alguien querido sufrir consumido por
un cáncer, y luego ver una célula cancerígena en el microscopio.
Nada. ¿Eso? ¿Eso fue la causa? Tan pequeña.
Destrózame el
corazón.
Se volvió a poner en cuclillas, dejó caer la cabeza tanto que
se dio con el borde de la bañera: un golpe sordo que retumbó. No
podía. No. Matar a un niño. Un niño dormido. Era incapaz, sólo eso.
Con independencia de…
Es así como ha
sobrevivido.
Eso. Eso. No el niño. Eso.
Eso era lo que se había lanzado sobre
Virginia y… eso había matado a Jocke. Eso. Ese ser que yacía ahora ante él. Ese ser que volvería a hacerlo, contra otras personas. Y
ese ser no era una persona. Ni siquiera
respiraba y, sin embargo, el corazón latía
como… el de un animal en hibernación.
Piensa en los otros.
Una serpiente venenosa donde viven las personas. ¿No la voy a
matar sólo porque en este momento parece
indefensa?
Y, sin embargo, no fue eso lo que finalmente le hizo
decidirse. Fue cuando le miró de nuevo a la cara, cubierta por una
fina película de sangre, y le pareció que…
sonreía.
Se reía de todo el daño que hacía.
Basta.
Levantó el cuchillo de cocina sobre el pecho de aquel ser,
movió las piernas un
poco hacia atrás para poder descargar todo su peso en el
golpe y ¡AAAAHHHH!
Oskar lanzó un grito.
–Tengo que hacerlo. ¿Me entiendes?
Oskar le conocía. Uno de los borrachos que vivía en ese
patio, solía saludarle a veces. ¿Por qué hace
esto?
No importaba. Lo principal era que el viejo tenía un cuchillo
en las manos, un cuchillo dirigido contra el pecho de Eli que yacía
allí desnudo y descubierto en la bañera.
–No lo hagas.
El viejo movió la cabeza hacia la derecha, hacia la
izquierda, más como si buscara
algo en el suelo que como si estuviera
negando.
–No…
Se volvió de nuevo hacia la bañera, hacia el cuchillo. A
Oskar le habría gustado
explicárselo. Que el de la bañera era su amigo, que era su…
que tenía un regalo para él, que… que era
Eli.
–Espera.
La punta del cuchillo apuntaba de nuevo al pecho de Eli,
presionando con tanta fuerza que casi pinchaba la piel. Oskar no
sabía en realidad lo que hacía cuando se metió la mano en el
bolsillo de la cazadora y sacó el cubo; se lo enseño al
viejo:
–Mira.
Lacke sólo lo vio por el rabillo del ojo como una súbita
aparición de colores en medio de toda la negrura que lo envolvía.
Pese a la burbuja de determinación en la que se hallaba encerrado
no pudo dejar de volver la cabeza hacia allí, mirar a ver qué
era.
Un cubo de ésos en las manos del chaval. Colores
alegres.
Parecía totalmente insano en aquel ambiente. Un papagayo
entre los grajos. Por un momento se quedó hipnotizado por el
colorido del juguete, luego volvió de nuevo la mirada hacia la
bañera, hacia el cuchillo que estaba a punto de ser clavado entre
las costillas.
Sólo tengo que
apretar.
Un destello.
Los ojos de ese ser se abrieron.
Se puso en tensión para apretar el cuchillo a fondo, y sus
sienes explotaron.
Eli se sentó.
Desde la puerta del cuarto de baño Oskar sólo podía verle la
espalda. El pelo le caía pegajoso y aplanado sobre la parte
posterior de la cabeza y la espalda era toda una
herida.
El viejo trató de levantarse, pero Eli, más que saltar, cayó
de la bañera aterrizando en las rodillas del hombre como un niño
que se hubiera abalanzado sobre su padre para que lo consolara. Eli
puso sus brazos alrededor del cuello del viejo y acercó su cara a
la de él como si quisiera susurrarle algo con
ternura.
Oskar salió del cuarto de baño reculando cuando Eli mordió al
viejo en el cuello. Eli no le había visto, pero el viejo sí. Su
mirada se quedó fija en Oskar y no la apartó mientras éste caminaba
de espaldas, hacia la entrada.
–Perdón.
Oskar no consiguió que la palabra se oyera, pero sus labios
la formaron antes de doblar la esquina y de que se interrumpiera el
contacto con los ojos.
Estaba con la mano apoyada en el picaporte cuando el viejo
gritó. Después el sonido desapareció de golpe, como si le hubieran
puesto una mano sobre la boca.
Oskar vaciló. Después cerró la puerta. Echó el
seguro.
Sin mirar hacia la derecha cruzó el pasillo, entró en el
cuarto de estar.
Se sentó en la butaca.
Empezó a canturrear para ahogar los ruidos que llegaban del
cuarto de baño.
Bob Hund, Uno que se
resiste
Let the right one in Let the old dreams
die Let the wrong ones go They cannot do What you want them to
do
Morrissey, Let the Right One Slip
In
noviembre de 1981
Bengt Larn, portavoz de la policía:
–Se ha detenido a una persona, eso es
correcto.
–¿Están seguros de que es el hombre al que se
buscaba?
–Relativamente. Algunos factores, no obstante, dificultan su
positiva
identificación.
–¿Qué factores?
–Lo siento, pero no puedo entrar a comentarlos por
ahora.
El hombre fue llevado al hospital tras su detención. Su
estado se describe como
muy crítico.
Junto al hombre se hallaba también un chico de dieciséis
años. El chico no presentaba daños físicos, pero se encontraba en
estado de shock y ha sido trasladado al hospital para su
observación.
La policía está registrando ahora los alrededores para reunir
más información sobre el desarrollo de los hechos.
El rey Carl Gustaf inauguró hoy un puente nuevo sobre el
estrecho de Almo en Bohuslän. A la inauguración…
diagnóstico hecho por el
catedrático
de cirugía, por encargo de la policía
La actividad muscular cesa a las 14.25… la autopsia revela la
existencia, antes desconocida, de… órgano interno gravemente
deformado…
La anguila que muerta y troceada salta en la sartén… hasta
ahora nunca observado en un tejido humano… solicita poder conservar
el cuerpo… atentamente…
Del periódico Västerort, semana 46
¿QUIÉN MATÓ A NUESTROS GATOS?
noviembre, 21.00
Una llamada hizo que la policía pudiera finalmente localizar
la vivienda en Blackeberg, a unos cincuenta metros del lugar donde
el hombre fue detenido esta mañana.
Tenemos a nuestro reportero Folke Ahlmarker en el
lugar:
–El personal de la ambulancia está en estos momentos
trasladando el cuerpo de un hombre hallado muerto en el piso. Aún
no se sabe quién es el cadáver. Por lo demás, parece que la
vivienda se encontraba totalmente vacía de objetos. Parece ser que
hay también indicios de que otras personas han estado recientemente
en la vivienda.
–¿Qué hace ahora la policía?
–Han estado todo el día en la zona llamando a las puertas,
pero si han obtenido alguna información, eso aún no lo han
comunicado.
–Gracias, Folke.
Bajo la cama hay dos cajas de cartón. En una de ellas hay
mucho dinero, montones de billetes y dos botellas de alcohol de
quemar, la otra está llena de rompecabezas.
La caja con ropa se quedó allí.
Para ocultar las cajas, Oskar ha puesto su juego de hockey
delante de ellas. Mañana las bajará al sótano, si tiene fuerzas. Su
madre está viendo la tele, grita algo acerca de que su casa se ve
por el televisor. Pero él no tiene más que levantarse y acercarse a
la ventana para ver la misma cosa, desde otro
ángulo.
Las cajas las tiró desde el balcón de Eli al suyo cuando aún
era de día, mientras Eli se lavaba. Cuando salió del cuarto de baño
la herida de la espalda ya se le había curado y estaba algo mareado
por el alcohol que contenía la sangre.
Se acostaron juntos, se abrazaron. Oskar le contó lo que le
había pasado en el metro. Eli le dijo:
–Perdona. Que pusiera en marcha todo esto.
–No. Está bien.
Silencio. Largo. Después Eli le preguntó, con
discreción:
–¿Te gustaría… ser como yo?
–… No. Me gustaría estar contigo, pero…
–No. Claro que no quieres. Lo entiendo
perfectamente.
Al anochecer se levantaron por fin, se vistieron. Estaban
abrazados en el cuarto de estar cuando oyeron la sierra. Estaban
serrando la cerradura.
Corrieron hacia el balcón, saltaron sobre la barandilla,
aterrizaron en blando en los setos de abajo.
Dentro del piso oyeron que alguien decía:
–Pero qué demonios…
Se acurrucaron juntos bajo el balcón. Pero no había
tiempo.
mismo. Sólo que mucho más elegante, más guapo, más fuerte de
lo que creía que era. Visto con amor. Unos
segundos.
Voces en el piso de al lado. Lo último que Eli había hecho
antes de levantarse fue despegar el papel con el código Morse.
Ahora se oían unos pies pesados dando vueltas en la habitación
donde
Eli se había tumbado y desde donde le había enviado mensajes.
Oskar pone la palma de la mano sobre la pared. –
Tú…
Entonces se levantó, se vistió y fue hasta el portal de Eli.
La puerta del piso estaba precintada. Prohibido el paso. Mientras
permanecía allí, mirando, llegó un policía hasta el rellano. Pero
él no era más que un niño curioso del vecindario.
Al anochecer bajó las cajas al sótano y puso una alfombra
vieja por encima de ellas. Ya decidiría más tarde qué haría con
ellas. Si entraba algún ladrón en su cuarto trastero seguro que se
iba a poner contento.
Se quedó un buen rato sentado en la oscuridad del sótano,
pensando en Eli, en Tommy, en el viejo. Eli le había contado todo,
que no había sido su intención que las cosas acabaran
así.
Pero Tommy estaba vivo. Se pondría bien de nuevo. Eso le
había dicho su madre a la madre de Oskar. Al día siguiente volvería
a casa. Al día siguiente.
Al día siguiente, Oskar regresaría a la escuela. A
encontrarse con Jonny, con Tomas, con… Tendremos que empezar a entrenarlo de
nuevo.
Los dedos fríos, duros de Jonny sobre su mejilla. Apretando
su carne blanda contra los dientes hasta que su boca
involuntariamente tuvo que abrirse.
Chilla como un
cerdo.
Oskar juntó las manos, apoyó la cara en ellas mirando la
pequeña colina que formaba la alfombra sobre las cajas. Se levantó,
retiró la alfombra y abrió la caja en la que estaba el
dinero.
Billetes de mil y de cien todos revueltos, algunos fajos.
Revolvió el dinero con la mano hasta que encontró una de las
botellas. Después subió al piso a buscar cerillas.
Un foco solitario esparcía un resplandor blanco y frío sobre
el patio de la escuela. Más allá de su luz se veían, pegados al
suelo, los contornos de los juegos. Las mesas de ping-pong, tan
estropeadas que no se podía jugar en ellas más que con pelotas de
tenis, estaban cubiertas de nieve medio fundida.
Oskar, recorriendo pasillos a oscuras, llegó hasta su clase.
Estuvo un rato mirando los pupitres. El aula parecía irreal a esas
horas de la tarde, como si los fantasmas, murmurando
silenciosamente, la utilizaran para su enseñanza: imposible
imaginarse cómo sería esa enseñanza.
Se dirigió al pupitre de Jonny, levantó la tapa y lo roció
con unos decilitros de alcohol de quemar. En el de Tomas, lo mismo.
Se detuvo un momento delante del de Micke. Decidió que no. Luego se
sentó en el suyo. Dejó que se filtrara. Como se hace con el carbón
de la barbacoa.
Soy un fantasma. Buuu…
buuu…
Abrió la tapa del pupitre y sacó Ojos de
fuego, le hizo gracia el título y se lo guardó en la cartera.
El libro de sueco donde había escrito una historia que le gustaba.
Su bolígrafo preferido. A la cartera. Después se levantó, dio una
vuelta a la clase y disfrutó estando allí. En paz.
Olía a química en el pupitre de Jonny cuando volvió a
levantar la tapa, sacó las cerillas.
No, espera…
Fue a buscar dos reglas de madera grandes en la estantería
que había al fondo de la clase. Sujetó la tapa del pupitre de Jonny
con una de ellas, la de Tomas con la otra. Si no, dejaría de arder
tan pronto como él soltara la tapa.
Dos animales prehistóricos hambrientos abriendo sus fauces en
busca de comida. Dos dragones.
Encendió una cerilla, sujetándola en la mano hasta que la
llama era grande y clara. Luego la soltó.
Cayó de su mano como una gota amarilla y
Le escocieron los ojos cuando la cola morada de un cometa
salió del pupitre y le lamió la cara. Se echó hacia atrás; había
creído que ardería como… el carbón de la barbacoa, pero el pupitre
saltó ardiendo por los aires, todo quedó envuelto en una gran llama
que llegó hasta el techo.
Ardía demasiado.
La luz bailaba, se agitaba sobre las paredes de la clase y
una guirnalda con grandes letras de papel que colgaba sobre el
sitio de Jonny se rompió y cayó al suelo con la P y la Q ardiendo.
La otra mitad se movía formando un amplio arco y las llamas cayeron
sobre el pupitre de Tomas, que al momento se prendió con el
mismo
Cuando llegó al final del pasillo empezó a sonar la alarma.
Un estruendo metálico llenó el edificio y sólo cuando ya había
bajado un tramo de las escaleras comprendió que se trataba de la
alarma contra incendios.
Fuera, en el patio, la gran campana llamaba enfadada a unos
alumnos que no existían, convocando a los fantasmas de la escuela y
acompañando a Oskar durante la mitad del camino hacia su
casa.
Cuando llegó a la vieja tienda de Komsum y la campana dejó de
sonar, se relajó. Siguió andando tranquilamente.
En el espejo del cuarto de baño vio que tenía las puntas de
las pestañas enroscadas, quemadas. Cuando se pasó el dedo por
ellas, se desprendieron.
El teléfono sonaba con un intervalo de una hora. Al final,
hacia las doce, contestó:
–Sí, soy Oskar.
–Hola. Me llamo Bertil Svanberg y soy, como quizá sabes, el
director de la escuela a la que tu…
Colgó el auricular. Volvió a sonar el teléfono. Estuvo un
rato mirándolo mientras sonaba, imaginándose al director con su
chaqueta de cuadros tamborileando con los dedos y haciendo
aspavientos. Después se vistió y bajó al sótano.
Se sentó y se entretuvo con los rompecabezas, miró en la
cajita blanca de madera en la que relucían los cientos de piezas
pequeñas del huevo de cristal. Eli sólo se había llevado algunos
billetes de mil y el cubo. Cerró la caja de los rompecabezas, abrió
la otra, revolvió con la mano entre los billetes. Cogió un puñado y
los tiró por el suelo. Los cogió de uno en uno, jugando a «El chico
de los pantalones de oro» hasta que se cansó. Doce billetes
arrugados de mil y siete de cien estaban tirados a sus
pies.
Juntó los billetes de mil en un montón y los dobló. Devolvió
los de cien y cerró la caja. Subió al piso, buscó un sobre blanco
en el que puso los billetes de mil. Sopesó el sobre en la mano
preguntándose cómo hacerlo. No quería escribir; alguien podría
reconocer su letra.
Sonó el teléfono.
Acaba de una vez. Entiende que yo no
existo.
Alguien quería hablar en serio con él. Alguien quería
preguntarle si sabía lo que había hecho. Lo sabía muy bien. Jonny y
Tomas seguro que también lo habían entendido. No había más que
hablar.
Fue hasta su escritorio y sacó sus letras adhesivas. En medio
del sobre pegó una T y una O. La primera M salió algo torcida, pero
la otra quedó recta. Igual que la Y.
Cuando abrió el portal de Tommy con el sobre en el bolsillo
de la cazadora sintió más miedo que la tarde anterior cuando estuvo
en la escuela. Con sigilo y con el corazón desbocado deslizó el
sobre en el buzón de Tommy para que nadie le oyera y abriera la
puerta o le viera por la ventana.
No debería… estar
aquí.
A las tres, su madre regresó a casa,
tres horas antes de lo habitual. Oskar estaba entonces sentado en
el cuarto de estar escuchando el disco de Vikingarna. Ella entró en
el cuarto, levantó la aguja y apagó el tocadiscos. Por su cara,
adivinó que ella lo
sabía.
–¿Cómo estás?
–No muy bien.
–No…
Su madre suspiró y se sentó en el sofá.
–El director de tu escuela me ha llamado. Al trabajo. Me ha
contado que… que
había habido un fuego ayer por la tarde. En la
escuela.
–¿Ah, sí? ¿Se ha quemado?
–No, pero…
Calló, fijó la vista unos segundos en la alfombra de nudos.
Después la levantó y
buscó la mirada de Oskar.
–Oskar. ¿Fuiste tú? Él la miró directamente a los ojos y
dijo:
–No.
Pausa.
–¿No?, pues por lo visto ha habido muchos desperfectos en la
clase, y… había
empezado… en el pupitre de Jonny y en el de
Tomas…
–¿Ah, sí?
–Y ellos evidentemente están bastante seguros de que… de que
has sido tú.
–Pero no he sido.
Su madre siguió sentada en el sofá y respiraba por la nariz.
Estaban a un metro el
uno del otro, a una distancia infinita.
–Quieren… hablar contigo.
–Yo no quiero hablar con ellos.
La tarde iba a ser larga. Nada bueno en la
tele.
Por la noche, Oskar no podía dormir. Se levantó de la cama,
se acercó sigilosamente a la ventana. Le pareció que había alguien
sentado en la escalera del tobogán abajo en el parque. Pero no eran
más que figuraciones, claro. Sin embargo, siguió mirando la sombra
que había allí abajo hasta que se le cerraron los
ojos.
Era como si hubiera algo que tenía que hacer. Algo que fuera absolutamente necesario que
hiciera. Pero no podía saber qué era.
Por un momento creyó que era eso
cuando quemó los pupitres de Jonny y de Tomas. Después pensó que
era eso cuando dejó el dinero a Tommy. Pero
no era eso. Era otra cosa.
Una gran representación teatral que ya había terminado. Ahora
daba vueltas al escenario vacío y sin luces recogiendo lo que se
había quedado olvidado. Aunque había otra
cosa… Pero ¿qué?
Cuando llegó el correo a eso de las once había una sola
carta. Le dio un vuelco al corazón cuando la recogió, le dio la
vuelta.
Era para su madre. En la esquina superior, a la derecha,
llevaba el membrete Distrito escolar Ångby Sur. La rompió en
pedazos, sin abrirla, tiró los trozos de papel al servicio. Se
arrepintió. Demasiado tarde. No le preocupaba lo que pudiera poner
en ella, pero habría más complicaciones si
actuaba de esa manera que si dejaba las cosas como
estaban.
Pero no tenía importancia.
Se desnudó, se puso su albornoz. Permaneció ante el espejo de
la entrada, observándose a sí mismo. Haciendo como si fuera otra
persona. Inclinándose para besar el cristal del espejo. Justo en el
momento en que sus labios rozaron la fría superficie, sonó el
teléfono. Y casi sin pensar levantó el auricular.
–Sí, soy yo.
–Sí.
–Hola, soy Fernando.
–¿Qué?
–Sí. Ávila. El maestro Ávila.
–Ah, sí. Hola.
Uno. Dos. Luego: -Oskar: si lo has hecho o no, a mí no me
importa. Si te apetece hablar,
hablamos. Si no lo deseas, no lo hacemos; pero quiero que
vengas a entrenar.
–Y eso… ¿por qué?
–Porque Oskar, no puedes quedarte como snigeln, ¿cómo se dice…?, el
caracol. En el caparazón. Si no estás enfermo, enfermarás.
¿Estás enfermo?
–… Sí.
–Entonces necesitas entrenamiento físico. Te vienes esta
tarde.
–¿Y los otros?
–¿Los otros? ¿Qué pasa con los otros? Si se meten contigo,
les doy un bufido
y dejarán de hacerlo. Pero no lo harán. Allí toca entrenar.
Oskar no contestó.
–¿Estás de acuerdo? ¿Vendrás?
–Sí…
–Bien. Nos vemos.
Oskar colgó el auricular y le volvió a rodear el silencio. No
quería ir a
entrenar. Pero quería ver al maestro. Tal vez podía ir un
poco antes, ver si estaba allí. Luego, volver a casa cuando
empezara.
No es que Ávila fuera a aceptar eso, pero…
Dio otras cuantas vueltas por el piso. Preparó la bolsa para
ir a entrenar, más que nada por tener algo que hacer. Menos mal que
no le había pegado fuego al pupitre de Micke, porque Micke podía
estar entrenando. Aunque a lo mejor había ardido también, puesto
que estaba al lado del de Jonny. ¿Cuánto se habría quemado en
realidad?
¿A quién se lo podía preguntar…?
Hacia las tres volvió a sonar el teléfono. Oskar dudó antes
de cogerlo, pero después de aquel rayo de esperanza que había
sentido tras ver la carta, ya no podía
dejar de contestar.
–Sí, soy Oskar.
–Hola, soy Johan.
–Hola.
–¿Cómo estás?
–Regular.
–¿Hacemos algo esta tarde?
quemado? – No. Algunos pupitres, sólo. – ¿Nada más? – Noo…
unos pocos… papeles y eso. – Bueno. – Tu pupitre se libró. – Sí.
Bien. – Vale. Adiós. – Adiós. Oskar colgó el teléfono con una
sensación extraña en el estómago. Había
creído que todos sabían que había
sido él. Pero no había sonado así al hablar con Johan. Y, además,
su madre le había dicho que era mucho lo
que se había quemado. Pero claro, puede que ella hubiera
exagerado.
Oskar prefirió creer a Johan. Puesto que él lo había
visto.
–¡Uf! Pues… Johan colgó el auricular mirando indeciso
alrededor. Jimmy meneaba la
cabeza, expulsando el aire a través de la ventana de la
habitación de Jonny. – Es lo peor que he oído. Con voz apenada dijo
Johan: -No es tan fácil. Jimmy se volvió hacia Jonny, que estaba
sentado en su cama dando vueltas
entre los dedos a una borla de la colcha de la cama. – ¿Qué
es lo que ha pasado? ¿La mitad de la clase ha ardido? Jonny
asintió. – Todos en la clase le odian.
Johan agachó la cabeza avergonzado.
–No sabía qué decirle. Pensé que iba a sospechar si le decía
que…
–Bueno, bueno. Lo hecho, hecho está. Ahora, esperemos a que
venga.
Johan posaba sus ojos en Jonny y en Jimmy alternativamente.
Pero las miradas de ambos estaban vacías, concentradas en las
imágenes de la tarde que se avecinaba.
–¿Qué pensáis hacer?
Jimmy se inclinó hacia delante en la silla, sacudió un poco
de ceniza que le había caído en la manga del jersey y dijo
lentamente:
–Él prendió fuego. Todo lo que teníamos de nuestro padre. Así que lo que pensamos hacer, eso es
algo en lo que tú no tienes por qué… interesarte tanto. ¿O
no?
Su madre llegó a las cinco y media. Las mentiras, la
desconfianza de la tarde anterior flotaban aún entre ellos como una
niebla fría y su madre se fue directamente a la cocina y empezó a
hacer un ruido innecesariamente alto con los cacharros. Oskar cerró
su puerta. Se tumbó en la cama y se quedó mirando al
techo.
Se podía ir. Fuera, al patio. Abajo, al sótano. A la plaza.
Coger el metro. Y sin embargo no había ningún sitio… ningún sitio
en el que él… nada.
Oyó cómo su madre iba hacia el teléfono, marcaba un número
con muchas cifras. El de su padre, probablemente. Oskar sintió un
pequeño escalofrío.
Se echó el edredón por encima, se sentó con la cabeza contra
la pared, escuchando retazos de la conversación entre sus padres.
Si él pudiera hablar con su padre. Pero no podía. Nunca
funcionaba.
Se colocó el edredón haciendo como si fuera un jefe indio,
impasible ante todo, mientras la voz de su madre subía de tono.
Después de un rato empezó a gritar y el jefe indio se derrumbó en
la cama, apretando el edredón, las manos contra los
oídos.
Había tanto silencio dentro de la cabeza.
Es… el espacio.
Oskar convirtió rayas, colores y puntos ante sus ojos en
planetas, en lejanos sistemas solares a través de los cuales
viajaba. Aterrizó en una cometa, voló un rato sobre ella, saltó y
se quedó flotando libremente en el espacio hasta que tiraron del
cobertor y abrió los ojos.
Allí estaba su madre. Con los labios apretados. Su voz, un
cortante staccato al
hablar:
–Bueno. Ahora me ha contado tu padre… que él… el sábado… que
tú… ¿dónde estuviste? ¿Eh? ¿Dónde estuviste? ¿Me puedes contestar a
eso?
–Ya no vas a volver a ir allí más. Nunca más. ¿Me oyes? ¿Por
qué no me hasdicho nada? Desde luego… ese cabrón. Ésos no deberían
tener hijos. No va a volver a verte. Se puede quedar allí bebiendo
todo lo quiera. ¿Me oyes? No le necesitamos para nada. Estoy
tan…
Su madre se dio media vuelta, alejándose de la cama salió de
la habitación dando un portazo que hizo temblar las paredes. Oskar
oyó cómo enseguida volvió a marcar el largo número, lanzó un taco
al equivocarse en uno y empezó de nuevo. Unos segundos después de
que hubiera marcado la última cifra, empezó otra vez a
gritar.
Oskar se deslizó fuera de la cama, cogió la bolsa de gimnasia
y salió al pasillo, donde su madre estaba tan ocupada gritando a su
padre que no notó siquiera que él se ponía las botas y, sin
atárselas, se dirigía hacia la puerta.
No le vio hasta que estaba ya en el rellano de la
escalera.
–¿Oye? ¿Adónde vas?
Oskar dio un portazo y bajó las escaleras corriendo, siguió
corriendo con las botas desatadas hacia la
piscina.
–Roger, Prebbe…
Jimmy señalaba con el tenedor de plástico a los dos que
salían del metro. El bocado de ensalada con gambas que Jonny
acababa de darle a su rollito se le quedó atragantado a medio
camino y se vio obligado a tragar una vez más para poderlo pasar.
Miró a su hermano con cara interrogante, pero la atención de Jimmy
se hallaba concentrada en los dos que se acercaban pesadamente
hasta el puesto de salchichas, saludando.
Roger era delgado y tenía el pelo largo y lacio, cazadora de
cuero. La piel de la cara marcada por cientos de pequeños cráteres
y aparentemente consumida porque tenía los huesos muy marcados y
los ojos parecían extrañamente grandes.
Prebbe llevaba una cazadora vaquera con las mangas cortadas y
debajo una camiseta, y nada más, aunque la temperatura no subía de
los dos grados. Era grandote. Desbordado por todos sitios, con el
pelo rapado. Un cazador de montaña que hubiera perdido la forma
física.
Jimmy les comentó algo, señalando, y ellos fueron los
primeros en dirigirse hacia la caseta del transformador que había
al lado de los raíles del metro. Jonny dijo en voz
baja:
–¿Por qué… vienen?
jota de cómo funcionaba aquello.
–¿Qué habías pensado hacer con el profe,
entonces?
–¿Ávila?
–Sí. ¿Creías que nos iba a dejar entrar sin más y…
eh?
Jonny no tenía respuesta para eso, así que siguió a su
hermano hasta la parte de atrás de la caseta de ladrillos. Roger y
Prebbe estaban a la sombra con las manos en los bolsillos y
calentándose los pies dando patadas. Jimmy sacó del bolsillo de la
cazadora una pitillera plateada, apretó el botón y se la acercó a
los dos.
Roger se quedó observando los seis cigarrillos liados a mano
que había en ella, y dijo:
–Liado y listo, se agradece… -y pescó el más grueso entre dos
dedos delgados.
Prebbe hizo una mueca que le hizo parecerse a un Teleñeco en
el balcón.
–Pierden fuerza si no se fuman pronto. Jimmy, ofreciéndole la
pitillera, dijo:
–Puta vieja. Los lié hace una hora. Y esto no es esa mierda
marroquí que tú sueles traer. Esto es auténtico.
Prebbe suspiró y cogió uno de los cigarrillos, Roger le dio
fuego.
Jonny miraba a su hermano. La cara de Jimmy era una silueta
afilada contra la luz que salía del andén del metro. Jonny le
admiraba. Se preguntaba si él alguna vez sería un tipo así y se
atrevería a decirle «puta vieja» a alguien como
Prebbe.
Jimmy también cogió un cigarrillo, lo encendió. El papelillo
liado en el extremo ardió un momento antes de que se formara el
ascua.
Dio una calada profunda y Jonny quedó envuelto en el aire
dulzón al que siempre olía la ropa de Jimmy.
Fumaron en silencio un rato. Luego Roger alargó el cigarrillo
a Jonny.
–¿Quieres darle una calada?
Jonny estaba a punto de alargar la mano para cogerlo, pero
Jimmy le dio una palmada en el hombro a Roger.
–Idiota. ¿Quieres que se vuelva como tú, eh?
–Sería agradable.
–Para ti, puede. Pero no para él.
Roger se encogió de hombros, retirando su
invitación.
–Bueno. Éste… es Jonny. Mi hermano.
Roger y Prebbe asintieron complacidos. Jimmy agarró la
barbilla de Jonny con un gesto algo torpe y giró su cabeza de
perfil hacia los otros dos.
–Mirad aquí, la oreja. Se lo ha hecho él. De esto es de lo
que vamos a… ocuparnos.
Roger dio un paso al frente, entornó los ojos mirando la
oreja de Jonny y chascando la lengua dijo:
–Joder. Parece increíble.
–No necesito la opinión… de ningún… experto. Sólo tenéis que
escucharme. Esto es lo que vamos a hacer…
Las verjas del callejón entre las paredes de ladrillo estaban
abiertas. Plaf, plaf, sonaba el eco de las botas de Oskar mientras
avanzaba hacia la puerta de la piscina; la abrió. El calor húmedo
se posó sobre su cara y una nube de vapor se escapó hacia fuera,
hacia el frío callejón. Se apresuró a entrar y cerrar la
puerta.
Se quitó las botas de dos patadas y continuó hasta los
vestuarios. Vacíos. Desde el cuarto de las duchas se oía el agua de
una de ellas y una voz grave que cantaba:
Bésame, bésame
mucho,
como si fuera esta noche la última
vez…
El maestro. Sin quitarse la cazadora Oskar se sentó en uno de
los bancos, a esperar. Después de un rato se dejó de oír el
chapoteo del agua y la canción, y el maestro salió a los vestuarios
con la toalla alrededor de las caderas. Tenía el pecho totalmente
cubierto de vello negro y ensortijado con algunos rizos blancos. A
Oskar le pareció alguien de otro planeta. El maestro lo vio, lo
saludó con una amplia sonrisa.
–¡Oskar! Así que tú salir del caparazón de todos
modos.
Oskar asintió.
–Se volvió algo… estrecho.
El maestro se rio mientras se rascaba el pecho; las puntas de
los dedos desaparecieron entre los rizos.
–Has venido pronto.
cara. – ¡Ah, sí! Vale. – ¿Qué? – Fuiste tú -el maestro señaló
sus propios ojos-: Yo veo. Te has quemado
las cejas. No, ¿cómo se llaman? Debajo. Pesti… -¿Pestañas? –
Pestañas. Eso es. Y un poco aquí, en el pelo, también. Hmm. Si no
quieres
que nadie lo sepa, tendrás que cortártelo un poco. Las pesti…
pestañas crecen enseguida. Lunes ha desaparecido. ¿Gasolina? –
Alcohol de quemar. El maestro expulsó aire por la boca, meneando la
cabeza.
–Muy peligroso. Probablemente… -Ávila puso el dedo índice
sobre la sien de Oskar-… estás un poco loco. No mucho. Pero un
poco. ¿Por qué alcohol de quemar?
–Yo… me lo encontré. – ¿Encontraste? ¿Dónde? Oskar levantó la
vista y miró al maestro: una roca húmeda, comprensiva.
Y
quería contar. Quería contarlo todo. Sólo que no sabía por
dónde empezar. Ávila esperó. Luego dijo: -Jugar con fuego es muy
peligroso. Puede convertirse en una costumbre. No es un buen
método. Mucho mejor el ejercicio físico. Oskar asintió, y el
sentimiento desapareció. El maestro era bueno, pero no iba a
comprenderle. – Ahora te cambias y te enseño un poco de técnica con
la barra de las pesas. ¿De acuerdo? Ávila se dio la vuelta para
dirigirse a su despacho. Se paró al otro lado de la
puerta.
Oskar se cambió. Cuando ya estaba listo llegaron Patrik y
Hasse, dos chicos de 6o A. Saludaron a
Oskar, pero a él le pareció que le miraban demasiado, y cuando
entró en el gimnasio oyó cómo empezaban a cuchichear entre
ellos.
Una sensación de malestar se le fijó en la boca del estómago.
Se arrepintió de haber ido allí. Pero enseguida llegó Ávila,
vestido con una camiseta y un pantalón corto, y le enseñó cómo
podía realizar un levantamiento de barra más eficaz dejándola que
se apoyara sobre las yemas de los dedos; así, Oskar consiguió
levantar 28 kilos; dos más que la vez anterior. El maestro apuntó
en su cuaderno el nuevo récord.
Llegaron más chavales, entre ellos Micke. Éste sonrió con su
habitual mueca críptica que podía significar cualquier cosa: la
posibilidad de ofrecerte un bonito regalo o de hacer algo terrible
contra ti.
Y se trataba de lo último, aunque ni siquiera el propio Micke
comprendiera la gravedad del asunto.
De camino hacia el entrenamiento, Jonny había llegado
corriendo y le había pedido que hiciera una cosa, porque Jonny
quería burlarse un poco de Oskar, lo que le pareció muy bien a
Micke. A Micke le gustaba burlarse de otros. Además, toda su
colección de cromos de hockey había ardido el martes por la tarde,
así que se apuntaba encantado a un poco de cachondeo a costa de
Oskar.
Pero mientras tanto, seguía sonriendo.
El entrenamiento continuó. A Oskar le parecía que los demás
le miraban raro, pero tan pronto como trataba de encontrar sus ojos
dirigían la vista hacia otro lado. Habría preferido irse a
casa.
… no… irse…
Irse, sin más.
Pero el maestro estaba pendiente de él, le animaba y así no
había ninguna posibilidad. Además: estar aquí era, en cualquier
caso, mejor que estar en casa.
Cuando terminó el entrenamiento, Oskar estaba tan cansado que
ni siquiera tenía fuerzas para sentirse mal. Fue a las duchas un
poco después que los otros, y se duchó de espaldas. No es que
tuviera tanta importancia. Al fin y al cabo, uno se bañaba
desnudo.
Se entretuvo un rato frente a la pared de cristal que
separaba las duchas de la piscina; hizo con la mano un claro en el
vapor condensado sobre el cristal y estuvo observando a los otros
mientras se tiraban al agua, se perseguían, lanzaban pelotas. Y el
sentimiento lo invadió de nuevo. No como un pensamiento formulado
con palabras, sino como una sensación muy fuerte:
Estoy solo. Estoy… totalmente
solo.
Micke estaba sentado al borde de la piscina, le sonrió
asintiendo. Oskar dio unas brazadas en dirección a
Ávila.
–¡Cógela!
Con el rabillo del ojo vio la pelota que venía volando
demasiado tarde. Golpeó justo delante de él y le llenó los ojos de
agua con cloro. Escocía como las lágrimas. Se frotó los ojos y,
cuando alzó la vista, vio al maestro que estaba mirándole con una
expresión… ¿compasiva? en el rostro.
¿O desdeñosa?
Puede que sólo fueran figuraciones suyas, pero apartó la
pelota que flotaba delante de sus narices y se hundió. Dejó que la
cabeza se deslizara bajo el agua, su pelo se agitó cosquilleándole
en las orejas. Estiró los brazos y flotó con la cara bajo el agua,
balanceándose. Haciéndose el muerto.
Si pudiera flotar para siempre.
Si no tuviera que levantarse nunca más, ni encontrarse con
las miradas de quienes al fin y al cabo sólo le querían mal. O si
el mundo, cuando él finalmente sacara la cabeza, hubiera
desaparecido. Y que sólo existieran él y la inmensidad
azul.
Pero incluso con los oídos debajo del agua podía oír los
ruidos lejanos, el estrépito del mundo que le rodeaba, y cuando
sacó la cabeza ese mundo estaba allí, por supuesto; vociferando,
retumbando.
Micke había abandonado su sitio al borde de la piscina y los
otros estaban liados en una especie de voleibol. La pelota blanca
volaba por los aires, se reflejaba nítidamente contra la negrura de
los cristales esmerilados de las ventanas. Oskar se deslizó hasta
un rincón en la parte profunda de la piscina, se quedó allí solo
con la nariz sobre la superficie del agua,
mirando.
Micke llegó deprisa desde la zona de las duchas en el otro
extremo de la sala y gritó:
–¡Maestro! ¡Está sonando el teléfono de su
despacho!
Ávila masculló algo y salió por uno de los bordes de la
piscina. Hizo un gesto de asentimiento a Micke y desapareció por la
parte de los vestuarios. Lo último que vio Oskar de él fue una
silueta borrosa detrás del cristal empañado.
Después desapareció.
Tan pronto como Micke salió de los vestuarios, ocuparon sus
posiciones.
Pasos suaves de pies descalzos que se acercaban pasando al
lado del gimnasio,y un par de segundos después Ávila cruzaba la
puerta del vestuario y se dirigía a su despacho. Prebbe ya había
dado dos vueltas alrededor de la mano a los calcetines dobles
llenos con monedas, para poder agarrarlos mejor. Cuando el maestro
llegó ante la puerta, de espaldas a él, Prebbe dio una zancada y
blandió el peso contra su cabeza.
Prebbe no era especialmente ágil y el maestro debió oír algo.
Porque volvió la cabeza hacia un lado y recibió el golpe por encima
de la oreja. El efecto fue, no obstante, el esperado. Ávila cayó
ligeramente inclinado hacia delante, se golpeó la cabeza contra el
marco de la puerta y se deslizó hasta el suelo.
Prebbe se sentó sobre su pecho y se enroscó la pesada bola
llena de monedas en la mano, de forma que pudiera golpear con más
precisión si fuera necesario. Pero parecía que no. Las manos del
maestro temblaban un poco, pero no opuso la menor resistencia.
Prebbe no creía que estuviera muerto. No lo
parecía.
Llegó Roger y se inclinó sobre el cuerpo tendido como si
nunca hubiera visto nada parecido.
–¿Es un turco o qué?
–Y yo qué cojones sé. Busca las llaves.
Roger, mientras buscaba las llaves en los pantalones cortos
del maestro, vio cómo Jonny y Jimmy iban desde el gimnasio hacia la
piscina. Sacó las llaves, las fue probando una tras otra en la
puerta de la oficina, mirando de reojo al
profesor.
–Peludo como un mono, desde luego. Turco,
seguro.
–Vamos, date prisa.
Roger suspiró, siguió probando llaves.
–Lo digo sólo por ti. Se siente uno mejor
si…
–Deja de decir gilipolleces. Date prisa.
Roger dio con la llave correcta y abrió la puerta. Antes de
entrar, señaló al maestro y dijo:
–A lo mejor no deberías estar sentado así. Seguramente no
podrá respirar.
Prebbe se apartó y se puso al lado del cuerpo tendido con el
peso dispuesto enla mano por si Ávila intentaba hacer
algo.
Roger registró los bolsillos de la cazadora que había en el
despacho, encontró una cartera con trescientas coronas. En un cajón
del escritorio, del que encontró la llave después de buscarla un
rato, había diez tarjetas prepago sin sellar. Las cogió
también.
Oskar estaba todavía en la esquina de la piscina haciendo
burbujas en el agua cuando entraron Jonny y Jimmy. Su primera
reacción no fue de miedo, sino de indignación.
Pues iban con la ropa puesta.
Sí, no se habían quitado ni siquiera los zapatos, y Ávila,
que era tan exigente con…
Cuando Jimmy se apostó en el borde de la piscina y empezó a
escudriñar el agua, llegó el miedo. Había visto a Jimmy un par de
veces, de pasada, y ya entonces le pareció que tenía un aspecto
desagradable. Ahora además había algo en sus ojos… en su forma de
mover la cabeza…
Como Tommy y los otros cuando
han…
La mirada de Jimmy encontró a Oskar y él sintió con un
escalofrío que estaba… desnudo. Jimmy llevaba la ropa puesta,
coraza. Oskar estaba metido en el agua fría y cada centímetro de su
piel se hallaba expuesto. Jimmy asintió mirando a Jonny, describió
medio círculo con la mano y los dos comenzaron a andar, cada uno
por un lado de la piscina, hacia Oskar. Mientras caminaba, Jimmy
gritó a los otros:
–¡Largaos de aquí! ¡Todos! ¡Fuera del agua!
Algunos chicos se quedaron quietos y otros movían las piernas
en el agua, indecisos. Jimmy se situó al borde de la piscina, sacó
de la cazadora una navaja, la abrió y la apuntó como una flecha
hacia el montón de chavales. Señaló con ella el otro extremo de la
piscina.
Oskar permanecía apretado contra el rincón, mirando aterrado
mientras los otros chicos nadaban rápidamente o caminaban por el
agua hacia el otro lado, dejándole solo.
El maestro… dónde está el
maestro…
Una mano le agarró del pelo. Los dedos se entrecruzaban con
tanta fuerza que le dolía el cuero cabelludo; arrastraron su cabeza
hacia atrás, hasta la misma esquina de la piscina. Por encima de él
oyó la voz de Jonny.
–Ése es mi hermano. Hijo de puta.
Le golpeó la cabeza un par de veces y el agua chapoteaba en
sus orejas mientras Jimmy se acercaba hasta donde estaban y se
ponía en cuclillas con la navaja en la mano.
–Hola, Oskar.
Oskar tragó agua y empezó a toser. Cada tirón ocasionado por
la tos hacía que le doliera la raíz del pelo, donde los dedos de
Jonny le agarraban cada vez más fuerte. Cuando se le pasó la tos,
tintineó el filo de la navaja de Jimmy contra los azulejos del
borde.
La navaja pasó justo por encima de la frente de Oskar cuando
Jimmy se la tendió a Jonny y éste pasó a agarrar a Oskar por el
pelo. Oskar no se atrevía a hacer nada. Había mirado a Jimmy a los
ojos durante unos segundos y le pareció que estaban totalmente
locos. Tan llenos de odio que era imposible
mirarlos.
Tenía la cabeza apretada contra la esquina de la piscina. Sus
brazos flotaban sin fuerza en el agua. No había nada a lo que
agarrarse. Buscó a los otros chicos. Estaban fuera, en el otro
extremo; Micke más adelantado, todavía sonriendo, expectante. Los
demás parecían asustados.
Nadie le iba a ayudar.
–Sí, así… es sencillo, eh. Reglas sencillas. Tú permaneces
bajo el agua durante… cinco minutos. Si lo consigues no te haremos
más que un pequeño arañazo en la mejilla o algo así. Un pequeño
recordatorio, sólo. Si no lo consigues, entonces… bueno, cuando
saques la cabeza te clavaré la navaja en un ojo. ¿Vale? ¿Has
comprendido las reglas?
Oskar sacó la cabeza. Expulsaba agua por la boca cuando,
tiritando, dijo:
–… eso es imposible… Jimmy sacudió la
cabeza.
–Ése es tu problema. ¿Ves el reloj
que hay allí? Dentro de veinte segundos empezamos. Cinco minutos. O
el ojo. Aprovecha ahora para coger aire. Diez… nueve… ocho…
siete…
Oskar intentó escapar cogiendo impulso con los pies, pero
tenía que estar de puntillas para hacer pie y la mano de Jimmy lo
sujetaba del pelo con fuerza, haciendo imposible cualquier
movimiento.
Si consiguiera arrancarme el pelo… cinco
minutos…
Cuando lo había intentado él mismo, lo más que había
conseguido habían sido tres. Casi.
–Seis… cinco… cuatro… tres…
El maestro. El maestro va a venir
antes…
–Dos… uno… cero…
Oskar sólo tuvo tiempo de respirar a medias antes de que le
hundiera la cabeza en el agua. Perdió el apoyo de los pies y la
parte inferior de su cuerpo flotó lentamente hacia arriba, hasta
que quedó con la cabeza inclinada sobre el pecho unos decímetros
por debajo de la superficie del agua, el cuero cabelludo le escoció
como el fuego cuando el agua clorada penetró en los resquicios y en
las heridas de la raíz del pelo.
Abrió los ojos y no vio más que azul claro… velos de color
rosa que se deslizaban desde su cabeza ante sus ojos mientras
intentaba buscar apoyo con el cuerpo pese a que era imposible, ya
que no había nada a lo que agarrarse. Sus piernas se movían arriba
en la superficie y el color azul claro se deshizo, se fragmentó
ante sus ojos en ondas de luz.
Le salieron burbujas por la boca y estiró los brazos,
flotando boca arriba, y los ojos se volvieron hacia lo blanco,
hacia los rayos vacilantes del tubo fluorescente del techo. El
corazón le palpitaba como una mano contra un cristal, y cuando sin
querer tragó agua por los orificios nasales una especie de calma
empezó a esparcirse por su cuerpo. Pero el corazón empezó a latir
con más fuerza, con más insistencia, quería vivir y volvió a
patalear desesperado, intentando agarrarse a algo donde no había
nada.
Y su cabeza fue empujada más abajo. Y, por extraño que
parezca, pensó:
Mejor esto. Que el
ojo.
Después de dos minutos Micke empezó a sentirse terriblemente
incómodo.
Parecía como si… como si realmente pensaran… Echó una ojeada
hacia los demás chicos, pero ninguno parecía dispuesto a hacer nada
y él, con la voz entrecortada, no dijo más que:
–Jonny… joder…
Pero parecía que Jonny no le había oído. Sus ojos estaban
fijos, arrodillado al borde del agua apuntando con la navaja hacia
abajo, hacia la forma blanca y refractada que se movía debajo.
Micke miraba hacia las duchas. ¿Por qué no venía el maestro? Patrik
había ido corriendo a buscarle, ¿por qué no venía? Micke retrocedió
hasta el rincón, al lado de la oscura puerta de cristal; al otro
lado era de noche; se cruzó de brazos.
Le pareció ver por el rabillo del ojo que fuera caía algo del
techo. Aquello empezó a dar semejantes golpes en la puerta de
cristal que ésta temblaba en los goznes.
Se puso de puntillas, miró por la ventana de cristal
transparente que había encima y vio a una chica pequeña. La chica
alzó la cara hacia la de Micke.
–Di: ¡entra!
–¿Q… Qué?
Micke se volvió para mirar lo que pasaba en la piscina. El
cuerpo de Oskar había dejado de moverse, pero Jimmy estaba todavía
inclinado sobre el borde empujándole la cabeza hacia abajo. A Micke
le dolió la garganta al tragar.
Cualquier cosa. Con tal de que esto
acabe.
–¡Di que puedo entrar! Cualquier
cosa.
Micke asintió, dijo casi de forma inaudible:
–Puedes entrar.
La chica se retiró de la puerta, desapareció en la oscuridad.
Lo que le colgaba de los brazos brilló, y ella desapareció. Micke
se volvió otra vez hacia la piscina. Jimmy había sacado la cabeza
de Oskar del agua y había vuelto a coger la navaja que tenía Jonny;
la puso sobre la cara de Oskar, apuntando.
Se vio una mancha de luz contra el cristal oscuro de la
ventana del medio y, una milésima de segundo después, se hizo
añicos.
El cristal de seguridad no se rompía como el vidrio normal.
Explotó en miles de pequeños fragmentos redondeados que cayeron
tintineando contra el borde de la piscina, volaron hasta el
pasillo, sobre el agua, brillando como una miríada de estrellas
blancas.
HabíapasadotodoeldíaenlaescueladeBlackebergregistrandoellugardeldelito,hablandoconlosalumnos.Dostécnicosdelcentroydosexpertosenanalizarmanchasdesangredellaboratoriotécnicocriminalestabantodavíatrabajandoparaasegurarlashuellasabajo,enlapiscina.
Dosjóveneshabíansidoasesinadosallíeldíaanteriorporlatarde.Otrojoven…habíadesaparecido.
TambiénhabíahabladoconMarieLouise,latutoradelaclase.Habíasacadoenclaroqueelchicodesaparecido,OskarEriksson,eraelmismoquehabíalevantadolamanoyhabíacontestadoasupreguntaacercadelaheroínahacíatressemanas.Seacordabadeél.Leomuchoyeso.
Recordótambiénquehabíacreídoqueelchicoseríaelprimeroensaliryacercarsealcochedelapolicía.Entonces,quizá,lehubierallevadoadarunavuelta.Aserposible,lehabríareafirmadounpocolaconfianzaensímismo.Peroelchavalnohabíaido.
Yahorahabíadesaparecido.
Gunnarojeabalasanotacionesquehabíahechodelasconversacionesconloschavalesqueseencontrabanenlapiscinaayerporlatarde.Susdeclaraciones,agrandesrasgos,erancoincidentes,yunapalabraserepetíatodoeltiempo:ángel.
AOskarErikssonhabíavenidoabuscarleunángel.
ElmismoángelquesegúnlasdeclaracioneslesarrancólacabezaaJonnyyaJimmyForsbergylasdejóenelfondodelapiscina.
–Desdeluego,noseríaunodelcielo.
No…
Sequedómirandoatravésdelaventana,tratandodeencontrarunaexplicaciónplausible.
Fuera,enelpatio,ondeabaamediahastalabanderadelaescuela.
Dospsicólogoshabíanestadopresentesenlasentrevistasconloschicosdelapiscina,puestoquealgunosdeelloshabíanmostradosignosinquietantesalhablardemasiadoalaligeradeloquehabíasucedido,comosisetrataradeunapelícula,algoquenohubieraocurridoenrealidad.Yesoera,porsupuesto,loqueaunolegustaríacreer.
Elproblemaeraquelosexpertosenmanchasdesangreavalabanhastaciertopuntoloquelosmuchachosdecían.
Lasangreestabaesparcidadetalmanera,habíadejadorastroensemejanteslugares-techo,vigas-,quelaimpresiónmásinmediataeraqueelcausantedetodoellohabíasidoalguienque…volaba.Estoprecisamenteeraloqueenesosmomentosestabantratandodeexplicar.Omejordicho,rechazar.
Seguroqueloconseguirían.
Elmaestrodeloschicosestabaingresadoencuidadosintensivosconunafuerteconmocióncerebralynopodríaserinterrogadohastaeldíasiguiente,comomuypronto.Erapocoprobablequepudieraaportarnadanuevo.
Gunnarseapretólasmanoscontralassienesdemaneraquelosojosselealargaron,miróhaciaabajo,haciasusanotaciones.
–…ángel…alas…lacabezaestalló…navaja…intentóahogaraOskar…Oskarestabatotalmenteazul…dientesasícomolosdelosleones…buscóaOskar…
Yloúnicoquepudopensarfue:
Deberíahacerunviajelejosdeaquí.
–¿Estuyoeso?
StefanLarsson,elrevisordelalíneaEstocolmoKarlstad,señalabaelequipajequehabíaenlarejilla.Enlaactualidadapenasseveíancosasasí.Unauténtico…baúl.
Elchicoqueibaenelcompartimentoasintióylemostróelbillete.Stefanlopicó.
Parecíaqueelchicopodíaarreglárselas.Siélmismotuvieraquellevartantascosas
noestaríatancontento.Pero,comoyasesabe,todoesdiferentecuandoseesjoven.
Por lo demás, todo lo que cuenta el libro es cierto, aunque
ocurriera de otra manera.
Quiero también mostrar mi agradecimiento a algunas
personas.
Eva Månsson, Michael Rübsahmen, Kristoffer Sjögren y Emma
Bengtsson leyeron la primera versión y me hicieron comentarios muy
valiosos.
Jan-Olof Wesström la leyó y no hizo ningún comentario. Pero
es mi mejor amigo.
Aron Haglund la leyó, y le gustó tanto el relato que me
atreví a enviarlo. Gracias por ello.
Gracias también al personal de la biblioteca de Vingåker que
con paciencia y amabilidad buscaron y pidieron libros poco
habituales que yo necesitaba para escribir este libro. Una pequeña
biblioteca con un gran corazón.
Y naturalmente: gracias a Mia, mi mujer, que me ha escuchado
leyendo el texto en voz alta a medida que iba creciendo,
persuadiéndome para que cambiara lo que era malo y desarrollara lo
que estaba bien. No me atrevo ni a mencionar las escenas que
hubieran estado en el libro si no hubiera sido por
ella.
Gracias a todos.
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21/04/2009
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v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006;
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