La enfermera arqueó las cejas. El niño acababa de asegurar que había estado en la luna y había visto gente allí arriba. Con un movimiento de la mano, como si estuviera cortando una cinta, dijo:


–Eso sencillamente no sucede.

–No, bueno. Pues se equivocaría entonces.

–Será eso. Si me disculpas, tengo otras cosas que hacer ahora.

La enfermera controló la sonda del brazo de Virginia, giró un poco el pie del goteo y con una mirada que decía que aquéllas eran cosas importantes y que Dios te libre de enredar con ellas, abandonó la habitación con paso firme.

¿Qué pasa si a uno le ponen la sangre del grupo que no es? La sangre… se coagula.

No. Tiene que haber sido Virginia la que se equivocara.

Se dirigió a una esquina de la habitación en la que había una pequeña butaca, una mesa con una flor de plástico. Se sentó en la butaca y observó la habitación. Paredes desnudas, suelo reluciente. Tubo fluorescente en el techo. La cama de Virginia de barras de acero; sobre ella, una manta amarilla, descolorida, en la que ponía Diputación.

Así va a ser.

En Dostoievski, la enfermedad y la muerte eran casi siempre sucias, pobres. Aplastado bajo la rueda de un carro, barro, tifus, pañuelos manchados de sangre. Y así sucesivamente. Pero qué leches, ¿acaso era preferible aquello antes que esto? Antes que quedar apartado en una especie de máquina reluciente.

Lacke se echó hacia atrás en la butaca, cerró los ojos. El respaldo era demasiado corto, se le vencía la cabeza. Se enderezó, puso el codo en el reposabrazos y apoyó la cara en la mano. Contempló la flor de plástico. Era como si la hubieran puesto allí únicamente con la intención de subrayar que en ese lugar no se permitían cosas vivas, aquí todo estaba como debe ser.

La flor permaneció en su retina cuando cerró los ojos de nuevo. Se convirtió en una flor de verdad, creció, se convirtió en un jardín. El jardín de la casa que se iban a comprar. Lacke estaba en el jardín mirando un rosal con esplendorosas rosas rojas. Desde la casa salía la sombra alargada de una persona. El sol descendió rápidamente y la sombra creció, se hizo más larga, se extendía por todo el jardín…

Dio un respingo y se despertó. La mano estaba llena de saliva que le había caído por la comisura de los labios mientras dormía. Se pasó la mano por la boca, paladeó e intentó enderezar la cabeza. No podía. La nuca se había quedado bloqueada. La obligó a enderezarse con un crujido del ligamento, se detuvo.

Unos ojos muy abiertos lo estaban mirando.

–¡Hola! Estás…

La boca se cerró. Virginia estaba boca arriba, atada con las correas, con el rostro vuelto hacia él. Pero la cara estaba demasiado quieta. Ni un gesto de reconocimiento, de alegría… nada. Los ojos no parpadeaban.


¡Muerta! Está…

Lacke se levantó de la butaca y algo se le quebró en la nuca. Se tiró de rodillas delante de la cama, se agarró a las barras de acero y acercó su rostro al de Virginia como si quisiera, con su presencia, obligar al alma a que volviera de las profundidades a la cara de su amiga.

–¡Ginja! ¿Me oyes?

Nada. Sin embargo podría jurar que sus ojos, de alguna manera, veían en los ojos de él, que no estaban muertos. La buscó a través de ellos; lanzaba ganchos de abordaje desde sí mismo hasta los agujeros que eran las pupilas de Virginia para allí,

en la oscuridad, agarrarse si…

Las pupilas. Ése es el aspecto que tienen cuando uno…

Sus pupilas no eran redondas. Las tenía alargadas en sentido vertical, estiradas en

punta. Hizo una mueca cuando un hilillo frío de dolor se deshizo en su nuca, se echó la mano y se frotó.

Virginia parpadeó. Abrió los ojos de nuevo. Y estaba allí.

Lacke abrió la boca como un tonto, se siguió frotando la nuca con la mano de forma mecánica.

Un crujido como de madera cuando Virginia le preguntó:

–¿Te duele?

Lacke retiró la mano de la nuca, como si lo hubieran sorprendido haciendo algo feo.

–No, yo sólo… creía que estabas…

–Estoy atada.

–Sí… peleaste un poco antes. Espera, voy a… -Lacke metió la mano entre dos barras de la cama, empezó a aflojar los cinturones.

–No.

–¿Qué?

–Déjalo como está.

Lacke vaciló con la correa entre los dedos.

–¿Vas a pelear más, o qué? Virginia cerró un poco los ojos.

–Déjalo como está.

Lacke soltó el cinturón, no sabía qué hacer con las manos privadas de su tarea. Sin levantarse, girando las rodillas, arrimó, con un nuevo latigazo de dolor en la nuca como consecuencia, la pequeña butaca a la cama y se subió torpemente a ella.

Virginia asintió casi imperceptiblemente.


–¿Has llamado a Lena?

–No. Puedo…

–Bien.

–¿No quieres que…?

–No.

Entre los dos se hizo el silencio. Un silencio que es especial de los hospitales y que se deriva de la propia situación -uno en la cama, herido o enfermo, y el otro sano al lado- que en realidad lo explica todo. Las palabras se vuelven pequeñas, superficiales. Sólo se puede decir lo más importante. Se estuvieron mirando un rato. Se dijeron lo que se podían haber dicho, sin palabras. Después Virginia volvió la cabeza, se quedó mirando al techo.

–Tienes que ayudarme.

–Lo que haga falta.

Virginia se humedeció los labios, tomó aliento y soltó el aire con un suspiro tan profundo y tan largo que parecía que expulsara reservas ocultas en su cuerpo. Después deslizó su mirada sobre el cuerpo de Lacke. Escrutando, como si estuviera dando el último adiós al cadáver de un ser querido y quisiera grabar su imagen en la memoria. Se frotó los labios y por fin consiguió pronunciar las palabras.

–Soy vampira.

Las comisuras de los labios de Lacke quisieron dibujar una mueca de burla; la boca, algún comentario que allanara la situación, preferiblemente algo cómico. Pero las comisuras no se movieron y el comentario se esfumó, no llegó nunca hasta los labios. En vez de eso le salió sólo un «no».

Se llevó la mano a la nuca para cambiar de posición, la inmovilidad que convertía todas las palabras en verdades. Virginia habló con calma, contenida.

–Me fui a por Gösta. Para matarlo. Si no hubiera pasado… lo que pasó, lo habría hecho. Y luego… hubiera bebido su sangre. Lo habría hecho. Era mi intención. Con todo. ¿Entiendes?

La mirada de Lacke vagaba por las paredes de la habitación como si buscara un mosquito, la causa del doloroso, silbante sonido que en silencio cosquilleaba en su cerebro haciéndole imposible pensar. Se paró finalmente en los tubos fluorescentes del techo.

–Putos tubos, qué manera de zumbar.

Virginia miró el tubo, y dijo:

–No soporto la luz. No puedo comer nada. Tengo unos pensamientos terribles. Voy a hacer daño a la gente. A ti. No quiero vivir. Por fin algo concreto, algo a lo que se podía contestar.

–No digas eso -dijo Lacke-. ¿Me oyes? No digas eso. ¿Lo oyes? – No entiendes. – No, claro que no lo entiendo. Pero tú no te vas a morir, joder. ¿Lo sabes? Ahora


estás aquí ingresada, hablas, estás… es normal.

Lacke se levantó de la butaca, dio unos pasos al tuntún extendiendo la mano.

–Es que no puedes… no puedes decir eso.

–Lacke. ¿Lacke?

–Sí.

–Lo sabes. Sabes que es verdad. ¿No es así?

–¿El qué?

–Lo que te estoy diciendo.

Lacke resopló, sacudió la cabeza mientras se daba palmadas en el cuerpo, en los

bolsillos.

–Tengo que fumarme un cigarro. Esto…

Buscó el arrugado paquete, el encendedor. Consiguió sacar el último pitillo, se lo

puso en la boca. Después se dio cuenta de dónde estaba. Se guardó el cigarro.

–Joder, me echarán de aquí de cabeza si…

–Abre la ventana.

–Quieres decir que me tire yo solo.

Virginia sonrió. Lacke se acercó a la ventana, la abrió de par en par y sacó el

cuerpo todo lo que pudo.

La enfermera con la que había hablado seguro que podía notar el humo a diez kilómetros. Encendió el cigarrillo y dio una calada profunda, esforzándose por echar el humo de manera que no entrara por la ventana, mientras contemplaba las estrellas. Detrás de él, Virginia comenzó a hablar de nuevo:

–Fue ese niño. Me contagió. Y luego… no ha hecho más que crecer. Sé dónde está. En el corazón. En todo el corazón. Como el cáncer. No puedo controlarlo.

Lacke expulsó un poco de humo. Su voz retumbó entre los altos edificios de

alrededor.

–No dices más que tonterías. Tú eres… normal.

–Me esfuerzo. Y, además, ahora me han puesto sangre. Pero me puedo debilitar. En cualquier momento me puedo debilitar. Y entonces, él toma el control. Lo sé. Me ha pasado. – Virginia respiró profundamente unas cuantas veces, continuó-: Tú estás ahí. Te veo. Y quiero… morderte.

Lacke no sabía si era la contractura de su nuca u otra cosa lo que se deslizaba por su espalda. Se sintió de pronto desprotegido. Rápidamente apagó el pitillo contra la

pared y lanzó la colilla con los dedos dibujando un arco. Se volvió hacia dentro, hacia la habitación.


–Esto es una locura.

–Sí. Pero es así.

Lacke se cruzó de brazos. Con una sonrisa grave preguntó:

–Entonces ¿qué quieres que haga?

–Quiero que… destroces mi corazón.

–¿Qué dices? ¿Cómo?

–Como quieras.

Lacke alzó los ojos.

–¿Pero tú te oyes? ¿Cómo suena? Es una locura. ¿Cómo? ¿Voy a… clavarte una estaca, o qué?

–Sí.

–No, no, no. Puedes ir olvidándote de eso, ya lo sabes. Tendrás que buscarte algo mejor.

Lacke se reía meneando la cabeza. Virginia lo miraba mientras iba de un lado a otro de la habitación, todavía con los brazos cruzados. Después ella, sosegada, asintió:

–De acuerdo.

Él se le acercó, tomó su mano. Era ridículo que la tuviera… sujeta. Apenas tenía espacio para cogérsela entre las suyas. La mano de su amiga era cálida, acariciaba la

suya. Con la que tenía libre le rozó la mejilla.

–¿No quieres que te quite estos cinturones?

–No. Puede… venir.

–Te vas a poner bien. Todo esto se va a arreglar. Yo sólo te tengo a ti. ¿Quieres

que te cuente un secreto?

Sin soltar la mano de Virginia, se sentó en la butaca y empezó a contárselo. Todo. Los sellos, el león, Noruega, el dinero. La casita que iban a tener. Pintada del tradicional color rojo de Falun. Explayándose en imaginaciones acerca de cómo iba a ser el jardín, qué flores iban a plantar y cómo podrían sacar fuera una mesa pequeña, hacer un cenador en el que se pudieran sentar y…

En algún momento en medio de todo empezaron a caer lágrimas de los ojos de Virginia. Perlas silenciosas y transparentes que le corrieron por las mejillas y mojaron

el almohadón. Sin hipidos, sólo lágrimas que caían, ¿joyas de tristeza… o de alegría?

Lacke se calló. Virginia apretó su mano con fuerza.

Después Lacke salió al pasillo, consiguió con una buena dosis de persuasión y una

buena dosis de ruegos hacer que el personal pusiera una cama extra en la habitación.

Lacke la movió de manera que quedó justo al lado de la de Virginia. Luego apagó la luz, se quitó la ropa y se metió bajo las tiesas sábanas, buscó y encontró la mano de ella.


Estuvieron así, en silencio, mucho tiempo. Luego vinieron las palabras:

–Lacke. Te quiero.

Y Lacke no contestó. Dejó que las palabras flotaran en el aire. Que se inflamaran y crecieran hasta convertirse en una manta grande y roja que planeara sobre la habitación, se posara sobre él y lo mantuviera caliente toda la noche.


4.23, lunes por la mañana, plaza de

Islandstorget.

Algunas personas próximas a la calle Björnsonsgatan son despertadas por unos fuertes gritos. Alguien llama a la policía creyendo que es un bebé el que grita. Cuando la policía llega al lugar, diez minutos más tarde, los gritos han dejado de oírse. Registran la zona y encuentran varios gatos muertos. Algunos aparecen con las extremidades separadas del cuerpo. La policía anota el nombre y el número de teléfono de los gatos que llevan collar con la intención de ponerse en contacto con sus dueños. Llaman a los servicios de limpieza del ayuntamiento para que despejen la zona.


Media hora hasta la salida del sol.

Eli está sentado en el sofá del cuarto de estar. Ha permanecido en casa toda la noche, la madrugada. Ha empaquetado lo que se puede empaquetar.

Mañana por la tarde, tan pronto como oscurezca, irá a una cabina, pedirá un taxi. Desconoce a qué número tiene que llamar, pero probablemente eso es algo que todo el mundo sabe. No tiene más que preguntar. Cuando llegue el taxi cargará sus tres cajas en el maletero y le pedirá al taxista que le lleve…

¿Adónde?

Eli cierra los ojos, intenta imaginarse un lugar en el que le gustaría estar.

Como siempre, lo primero que aparece es la imagen de la casita en donde vivía con sus padres, sus hermanos. Pero ha desaparecido. En las afueras de Norrköping, en el lugar donde estaba, hay ahora una rotonda. El arroyo en el que su madre aclaraba la ropa se ha secado, se ha convertido en una hondonada al lado del arcén.

Eli tiene mucho dinero. Podría pedirle al taxista que condujera a cualquier sitio, tan lejos como la oscuridad se lo permitiera. Hacia el norte. Hacia el sur. Sentarse en

el asiento de atrás y decirle que condujera hacia el norte por dos mil coronas. Luego bajarse del taxi. Empezar de nuevo. Encontrar a alguien que…


Eli echa la cabeza para atrás, gritando hacia el techo:

–¡No quiero!

Las polvorientas telarañas se balancean un poco con el aire que expulsa al gritar. El sonido se ahoga en la habitación cerrada. Eli se lleva las manos a la cara, apretando las yemas de los dedos contra los párpados. Siente en el cuerpo la proximidad del amanecer como un desasosiego. Susurra:

–Dios. ¿Dios? ¿Por qué no puedo yo tener nada? ¿Por qué no puedo…?

Lleva años repitiendo la misma pregunta.

¿Por qué no puedo vivir? Porque deberías estar muerto.

Solamente una vez desde que se contagió había encontrado a otra persona portadora. Una mujer mayor. Igual de cínica y de estropeada que el hombre de la peluca. Pero Eli tuvo entonces respuesta a una pregunta que le había tenido preocupado.

–¿Somos muchos?

La mujer, meneando la cabeza, dijo con fingida tristeza:

–No. Somos muy pocos, muy pocos.

–¿Por qué?

–¿Por qué? Pues porque la mayoría se suicida, claro. Eso te lo puedes imaginar. Tan duuuro de sobrellevar, huy, huy, huy -agitó las manos y añadió con voz chillona-: Ooooh, yo no puedo tener muertos sobre mi conciencia.

–¿Podemos morir?

–Pues claro. Basta con prendernos fuego nosotros mismos. O dejar que la gente lo haga; lo hacen encantados, siempre lo han hecho. O… -la mujer alargó su dedo índice, lo presionó con fuerza en el pecho de Eli, por encima del corazón-: Ahí. Es ahí donde está, ¿no es cierto? Pero ahora, querido, se me ha ocurrido una buena idea…

Y Eli había podido huir de aquella buena idea. Como antes. Como después.

Se puso la mano sobre el corazón, sintió sus lentos latidos. Quizá fuera porque era un niño. Quizá por eso no había acabado con todo. Los remordimientos de conciencia, menores que las ganas de vivir.

Eli se levantó del sofá. Håkan no vendría aquella noche. Pero antes de acostarse tenía que ir a ver a Tommy. Ver que se había recuperado. Que no se había contagiado. Por Oskar, quería ir a comprobar si Tommy se encontraba bien.

Apagó todas las luces y salió de casa.

Abajo, en el portal de Tommy, no tuvo más que empujar la puerta del sótano; hacía tiempo, cuando estuvo allí abajo con Oskar, había metido una pelotilla de papel

en la cerradura para que el pestillo no se bloqueara al cerrar la puerta. Entró en el pasillo del sótano y la puerta se abatió tras él con un golpe sordo.


Se paró, escuchó. Nada.

No se oía la respiración de alguien dormido; sólo ese persistente olor a disolvente, pegamento. Recorrió el pasillo con paso rápido hasta llegar al trastero, abrió la puerta.

Vacío.

Veinte minutos hasta el amanecer.

Tommy había pasado la noche en una modorra de sueños, despertares, pesadillas. No sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando empezó a despertarse de verdad. La luz de la bombilla pelada del sótano era siempre la misma. Podía ser el amanecer, por la mañana temprano, de día. A lo mejor había empezado ya la escuela. Le daba igual.

La boca le sabía a pegamento. Recién despertado miró a su alrededor. Encima de su pecho había dos billetes. De mil. Dobló el brazo para cogerlos, sintió que le tiraba. Tenía una tirita grande pegada en el pliegue del codo, en el centro de la tirita había una mancha pequeña de sangre que la había traspasado.

Era… algo más…

Se dio la vuelta en el sofá, buscó a lo largo debajo de los cojines y encontró el rollo que había perdido durante la noche. Otras tres mil. Extendió los billetes, los juntó con los del pecho, sopesó cuánto era, los frotó. Cinco mil. Todo lo que podía desear

Se miró la tirita, se rio. Joder qué bien pagado, sólo por tumbarse y cerrar los ojos.

Joder qué bien pagado, sólo por tumbarse y cerrar los ojos. ¿Cómo era eso? Lo había dicho alguien, alguien…

Sí, eso era. La hermana de Tobbe, ¿cómo se llamaba…?, ¿Ingela? Iba de puta, le había dicho Tobbe. Que le pagaban quinientas coronas por eso, y el comentario de Tobbe fue:

–Joder qué bien pagado, sólo por…

Sólo por tumbarse y cerrar los ojos.

Tommy apretó los billetes que tenía en la mano, los aplastó hasta hacer con ellos una bola. Ella había pagado por, y había bebido de, su sangre. Una enfermedad, había dicho. ¿Pero qué puta enfermedad era ésa? Nunca había oído hablar de algo semejante. Y si uno tenía una cosa así, entonces uno se iba al hospital, allí le darían… Pero, joder, no se bajaba uno al sótano con cinco mil y…

Schvittt.

¿No?


Tommy se sentó en el sofá, se desprendió del edredón.

Eso no existe. No, no. Vampiros. La chica, la del vestido amarillo tiene de alguna manera que creer que ella es… pero espera, espera. Estaba lo de ese asesino ritual que… ése al que andan buscando…

Tommy apoyó la cabeza en las manos; los billetes crujieron contra su oreja. No acababa de entenderlo. Pero de todos modos le dio un miedo terrible aquella chica.

Justo cuando había empezado a sopesar la idea de subir al piso a pesar de todo, aunque fuera todavía de noche, de soportar lo que se le iba a venir encima, oyó cómo se abría la puerta arriba, en su portal. El corazón le latía como el de un pájaro asustado y lanzó una mirada a su alrededor.

Un arma.

Lo único que había era el cepillo de barrer. La boca de Tommy dibujó una mueca que duró un segundo.

El cepillo de barrer, una buena arma contra los vampiros.

Luego se acordó, se levantó y salió del trastero mientras se guardaba el dinero en el bolsillo del pantalón. Cruzó el pasillo de una zancada y se deslizó dentro del refugio al mismo tiempo que se abría la puerta del sótano. No se atrevió a cerrar por miedo a que ella lo oyera.

Se acurrucó en la oscuridad, intentando hacer el menor ruido posible al respirar.

La cuchilla relucía en el suelo. En una de las esquinas tenía una mancha de color marrón, como de óxido. Eli cortó un trozo de la portada de un periódico, envolvió la cuchilla en el papel y se la guardó en el bolsillo.

Tommy había desaparecido, lo cual significaba que estaba vivo. Había salido de allí por su propio pie, se habría ido a casa a dormir y, aunque pudiera relacionar los hechos, no sabía dónde vivía Eli, así que…

Todo está como debe estar. Todo está… estupendamente. El cepillo de madera estaba apoyado contra la pared, con su palo largo.

Eli lo cogió, partió el palo contra la rodilla, por abajo, casi a la altura del cepillo. Quedó una superficie irregular, en punta. Una estaca delgada del largo de un brazo. Se puso la punta contra el pecho, entre dos costillas. Exactamente en el punto donde la mujer había clavado su dedo índice.

Respiró profundamente, agarró el palo y trató de pensar.

¡Dentro! ¡Dentro!

Expulsó el aire, aflojó la presión. Lo volvió a apretar. Con fuerza.

Llevaba dos minutos con la punta a un centímetro del corazón, apretando fuertemente el palo con la mano, cuando se oyó el cerrojo de la puerta del sótano y ésta deslizándose.


Eli se quitó la estaca de madera del pecho, escuchó. Pasos lentos, inseguros, en el pasillo, como de un niño que acabara de aprender a andar. De un niño grande que acabara de aprender a andar.

Tommy oyó los pasos y pensó: ¿Quién?

Ni Staffan, ni Lasse, ni Robban. Alguien que parecía enfermo, alguien que arrastraba algo muy pesado… ¡Papá Noel! Se llevó la mano a la boca para ahogar una risita cuando se imaginó a Papá Noel, en la versión de Disney…

¡Hohoho! Say «mamá»!

… llegar dando tumbos por el pasillo del sótano con su enorme saco a la espalda.

Sus labios temblaron bajo la palma de la mano y apretó los dientes para evitar que entrechocaran unos con otros. Todavía en cuclillas se alejó de la puerta paso a paso. Sintió el ángulo del rincón contra su espalda al mismo tiempo que el haz de luz que entraba por la abertura de la puerta se oscurecía.

Papá Noel estaba parado entre la lámpara y el refugio. Tommy se tapó la boca con las dos manos para no gritar, temiendo que la puerta se abriera.

No había escapatoria.

A través de las rendijas de la puerta se dibujaba el cuerpo de Håkan con líneas entrecortadas. Eli alargó el palo todo lo que pudo, empujó la puerta con él. Se abrió un decímetro, luego se interpuso el cuerpo que había fuera.

Una mano agarró el borde de la puerta, tirando de ella hacia arriba con tanta fuerza que ésta chocó contra la pared, se salió de un gozne. La puerta se descolgó y rebotó colgando torcida, golpeando el hombro al cuerpo que ahora llenaba el hueco de la puerta.

¿Qué quieres de mí?

Todavía se podían distinguir manchas de color azul claro en la bata que le cubría el cuerpo hasta las rodillas. El resto era un mapa sucio de tierra, barro y manchas que la nariz de Eli pudo identificar como sangre de animales, sangre humana. La bata estaba rota por varios sitios; en las aberturas se vislumbraba una piel blanca, marcada con rasguños que no curarían nunca.

La cara no había cambiado. Una masa mal trabajada de carne desnuda con un único ojo rojo estampado allí como de broma, una guinda pasada para coronar un pastel podrido. Pero ahora tenía la boca abierta.

Un agujero negro en la mitad inferior de la cara. No había labios que pudieran ocultar los dientes, que estaban al descubierto; una irregular corona blanca que hacía la oscuridad aún más oscura. El agujero se ensanchó, se redujo como si masticara algo y de él salió:

–Eeeiiiij.


No se podía distinguir si el sonido quería decir «hej» o «Eli», puesto que pronunciaba la jota o la ele sin ayuda de los labios o de la lengua. Eli dirigió el palo hacia el corazón de Håkan, diciendo:

–Hola.

¿Qué quieres?

La no-muerte. Eli no sabía nada de ella. No sabía si el ser que tenía delante estaba dominado por las mismas limitaciones que él mismo. Si sería suficiente con destrozarle el corazón. Sin embargo, el hecho de que Håkan estuviera parado ante el hueco de la puerta parecía indicar una cosa: que necesitaba una invitación.

La pupila de Håkan se movía de arriba abajo, sobre el cuerpo de Eli que se sentía desprotegido con el ligero vestido amarillo. Habría deseado que tuviera más tela, que hubiera más obstáculos entre su propio cuerpo y el de Håkan. Tanteando, acercó el palo al pecho de éste.

¿Podrá sentir algo? ¿Podrá ya siquiera… sentir miedo? Eli revivió una sensación casi olvidada: el miedo al dolor. Todo se curaba, pero de Håkan emanaba una amenaza de tal magnitud que… -¿Qué quieres?

Se oyó un sonido gutural hueco cuando aquel ser expulsó aire y una gota de líquido viscoso de color amarillento salió del doble orificio donde había estado la nariz. ¿Un suspiro? Luego un susurro roto: «Aaaajjj»… y uno de los brazos dio una sacudida rápida, espasmódica,

movimientos de bebé.

Se agarró con torpeza la bata por la parte de abajo, casi por el dobladillo, y se la subió.

El pene de Håkan emergía tieso del cuerpo, llamando la atención, y Eli observó su rígida hinchazón surcada por una red de venas y…

Cómo puede… tiene que haberlo tenido todo el tiempo.

–Aaaajjj…

Sacudidas violentas de la mano de Håkan cuando se movía el prepucio arriba y abajo, arriba y abajo y el glande aparecía y desaparecía, aparecía y desaparecía, como

el muñeco de la caja, mientras profería un sonido de placer o algo parecido.

–Aaaaeee…

Y Eli rio aliviado.

Todo esto. Para hacerse una paja.

Permanecería allí, incapaz de moverse del sitio hasta que… hasta que…

¿Podría correrse? Iba a permanecer allí una… una eternidad.

Eli vio ante sí la imagen de una de esas muñecas obscenas a las que se daba cuerda con una llave; el monje al que se le levantaba el hábito y empezaba a masturbarse mientras durara la cuerda.


Clik clik, clik clik…

Eli se reía, estaba tan distraído con la demencial imagen que no notó cuando entró Håkan en el cuarto, sin que nadie lo invitara. No notó nada hasta que el puño, que hacía un momento estaba apretado alrededor de un placer imposible, se alzó sobre su cabeza.

En un espasmo rápido como el rayo golpeó con el brazo hacia abajo y el puño cayó sobre la oreja de Eli con una fuerza que habría bastado para matar a un caballo. El golpe cayó oblicuo y la oreja de Eli se dobló hacia dentro con tanta fuerza que se le rasgó la piel y media oreja se le despegó de la cabeza cayendo súbitamente al suelo dando contra el cemento con un golpe sordo.

Cuando Tommy comprendió que lo que avanzaba por el pasillo no se dirigía al refugio, se aventuró a quitarse las manos de la boca. Estaba sentado pegado al rincón, e intentó escuchar.

La voz de la chica.

Hola. Qué quieres.

Luego la risa. Y, además, esa otra voz. No sonaba siquiera como si viniera de una persona. Después, golpes amortiguados, ruido de cuerpos que se movían.

Ahora se estaba produciendo algún tipo de… movimiento allí dentro. Algo fue arrastrado por el suelo y Tommy no pensó en tratar de averiguar qué era. Pero aprovechó aquel ruido para acallar el que pudiera hacer al levantarse, ir a tientas a lo largo de la pared y buscar el montón de cajas de cartón.

El corazón le palpitaba como un tambor de juguete y las manos le temblaban. No se atrevió a encender el mechero, y para concentrarse mejor cerró los ojos buscando con la mano encima de la pila de cajas.

Los dedos se cerraron alrededor de lo que encontró: el trofeo de tiro con pistola de Staffan. Con cuidado, lo levantó del sitio donde estaba, lo sopesó en la mano. Si lo agarraba por el pecho de la figura, el pedestal de piedra funcionaría como un mazo. Abrió los ojos y se dio cuenta de que podía distinguir vagamente la silueta del tirador de plata.

Amigo. Querido amigo.

Con el trofeo apretado contra su pecho se agachó otra vez en la esquina, esperando a que todo aquello terminara.

Eli era manipulado.

Mientras nadaba hacia la superficie desde la oscuridad en la que se había hundido, sintió cómo su cuerpo, a distancia, en otra parte del mar… era manipulado.


Una presión fuerte en la espalda, las piernas apretadas hacia arriba, hacia atrás, y aros de hierro alrededor de los tobillos. Los tobillos con sus aros de hierro uno a cada lado de la cabeza y la columna vertebral tan forzada, tan estirada que estaba a punto de romperse.

Me rompo.

La cabeza era un contenedor de dolor vivo cuando su cuerpo fue doblado en dos violentamente, empaquetado como un fardo de tela, y Eli creyó que aún se hallaba en una alucinación de dolor porque, cuando sus ojos empezaron a ver, sólo vieron amarillo. Y detrás del amarillo, una gran sombra agitada.

Después llegó el frío. Sobre la fina piel de sus nalgas se restregaba una bola de hielo. Alguien intentaba, primero tanteando, finalmente empujando, penetrarlo.

Eli resopló; la tela del vestido que le había tapado la cara se levantó, y pudo ver.

Håkan estaba encima de él. Su único ojo miraba fijamente hacia abajo, hacia las nalgas abiertas de Eli. Tenía las manos alrededor de sus tobillos. Las piernas habían sido brutalmente dobladas hacia atrás de manera que las rodillas quedaban apretadas contra el suelo a ambos lados de los hombros de Eli, y cuando Håkan presionó aún más Eli oyó cómo los ligamentos de la parte interior de la nalga se le rompían, igual que la cuerda de una guitarra demasiado tensa.

–¡Nooo!

Eli aulló en la cara deforme de Håkan, en la que no se podía percibir ningún sentimiento. Un reguero de baba viscosa que salía de su boca se alargó y cayó en los labios de Eli, y el sabor a cadáver le llenó la boca. A Eli se le despegaron los brazos del cuerpo, sin vida como los de una muñeca de trapo.

Algo debajo de los dedos. Redondo. Duro.

Intentó pensar, se esforzó para crear una campana neumática de luz dentro de la negra, absorbente locura. Y se vio dentro de la campana. Con una estaca en la mano.

Sí.

Eli agarró el palo del cepillo y cerró los dedos alrededor de la pobre tabla de salvación mientras Håkan seguía tanteando, empujando, intentando penetrarlo.

La punta. La punta tiene que estar del lado correcto.

Giró la cabeza hacia el palo y vio que la punta estaba en la dirección del golpe.

Una posibilidad.

La cabeza de Eli se quedó en silencio cuando visualizó lo que tenía que hacer. Después lo hizo. En un movimiento levantó el palo del suelo y lo lanzó con todas sus fuerzas hacia arriba, hacia la cara de Håkan.

El antebrazo rozó su muslo y el palo dibujó una línea recta que… se detuvo a unos centímetros de la cara de Håkan cuando Eli, a causa de la postura de su cuerpo, no pudo llevar su brazo más lejos.


Había fallado.

Durante un segundo, Eli alcanzó a contemplar la idea de que quizá tuviera la capacidad de ordenar a su propio cuerpo morir. Si cerraba todas las…

Después Håkan dio un empujón, apretando al mismo tiempo la cabeza hacia abajo. Con un sonido suave como el de una cuchara de madera entrando en la papilla, la punta de la estaca se le clavó en el ojo.

Håkan no gritó. Quizá ni siquiera lo notó. Quizá fue sólo el desconcierto de que ya no podía ver lo que le hizo aflojar las manos alrededor de los tobillos de Eli. Sin notar el dolor de sus piernas destrozadas por dentro, Eli se soltó los pies y dio una patada con ellos hacia delante, contra el pecho de Håkan.

Un sonido de golpe húmedo cuando la planta del pie dio contra la piel y Håkan cayó hacia atrás. Eli bajó las piernas y con una ola de dolor frío en la espalda se puso de rodillas: Håkan no había caído, sólo se había doblado hacia atrás, y, como una muñeca electrónica de la casa de los fantasmas, se enderezaba de nuevo.

Estaban de rodillas el uno frente al otro.

El palo que Håkan tenía en el ojo se movía con pequeñas sacudidas hacia abajo, hacia abajo, con la precisión de un segundero, y luego cayó, tamborileó un poco en el suelo y se paró. Un líquido transparente empezó a manar del orificio en el que había estado, un mar de lágrimas.

Ninguno de los dos se movió.

El líquido del ojo de Håkan goteaba en sus piernas desnudas.

Eli concentró en su brazo derecho toda la fuerza que le quedaba. Cerró el puño. Cuando el hombro de Håkan se movió y el cuerpo hizo un intento de echarse sobre Eli otra vez, seguir donde lo había dejado, Eli golpeó con su mano derecha la parte izquierda del pecho de Håkan.

Se le rompieron las costillas y la piel se estiró por un instante; cedió, después reventó.

La cabeza de Håkan se inclinó hacia abajo para ver lo que no podía ver mientras Eli buscaba a tientas dentro del pecho del hombre y encontró el corazón. Una masa fría, blanda. Inmóvil.

No tiene vida. Pero claro que tiene que…

Eli apretó el corazón hasta destrozarlo. Éste cedió sin oponer resistencia, dejándose aplastar como una medusa muerta.

La reacción de Håkan no fue mayor que si una mosca pesada se le hubiera posado en la piel; se llevó la mano para apartar lo que le molestaba y, antes de que consiguiera coger la muñeca de Eli, éste sacó la mano con jirones del corazón derramándosele del puño.

Tengo que largarme de aquí.


Eli quería levantarse, pero las piernas no le obedecían.

Håkan, ciego, buscaba a tientas con las manos, le buscaba a él. Eli se tumbó boca abajo y empezó a salir reptando del cuarto, con las piernas rozando contra el cemento. Håkan volvió la cabeza siguiendo el sonido, alargó los brazos y agarró el vestido, consiguió romper una de las mangas antes de que Eli alcanzara el hueco de la puerta y se pusiera de nuevo de rodillas.

Håkan se levantó.

Eli dispuso de unos segundos de prórroga antes de que Håkan encontrara el hueco de la puerta. Intentó ordenar a sus tendones rotos que se curaran lo suficiente como para poder sostenerse en pie, pero cuando Håkan alcanzó la salida los tendones no le permitieron más que levantarse apoyándose en la pared.

Las astillas de las bastas maderas se le clavaban en las yemas de los dedos al apoyarse en ellas para no caer. Y ahora lo sabía. Que sin corazón, ciego, Håkan lo perseguiría hasta… hasta…

Tengo que… destruirlo… tengo que… destruirlo.

Una línea negra.

Una línea vertical, negra, delante de los ojos. No había estado allí antes. Eli sabía lo que tenía que hacer.

–¡Ahhh!…

La mano de Håkan alrededor de uno de los marcos de la puerta y luego el cuerpo que salía tambaleándose del local del sótano, tanteando con las manos por delante. Eli apretó la espalda contra la pared, esperando el momento.

Håkan salió, un par de pasos indecisos, se detuvo después justo enfrente de Eli. Escuchando, olisqueando.

Eli se inclinó hasta que sus manos estuvieron a la misma altura que uno de los hombros de Håkan. Luego tomó impulso apoyándose contra la pared y se arrojó hacia delante haciendo todo lo posible para que Håkan perdiera el equilibrio.

Lo consiguió.

Håkan dio un pequeño paso hacia un lado y cayó contra la puerta del refugio. La rendija que Eli había visto como una línea negra se ensanchó mientras la puerta se abría hacia dentro y Håkan rodaba buscando apoyo con las manos dentro de aquella oscuridad. Al mismo tiempo, Eli se cayó boca abajo en el pasillo, consiguiendo frenar antes de que su cara chocara contra el suelo; después se arrastró hacia la puerta y agarró el volante inferior del cierre.

Håkan estaba tendido en el suelo cuando Eli empujó la puerta y giró los volantes, cerrando. Luego se arrastró hasta el local del sótano, buscó el palo y lo trabó entre las ruedas para que no se pudiera abrir desde dentro.


Eli siguió concentrando todas sus energías en curarse y comenzó con bastante dificultad a tratar de salir del sótano. Un reguero de la sangre que salía de su oreja le seguía desde el refugio. Cuando alcanzó la puerta se encontraba ya tan restablecido que pudo levantarse. Enderezó el cuerpo y, con las piernas temblorosas, subió las escaleras.

Descansar, Descansar, Descansar.

Empujó la puerta y se encontró a la luz del farol del portal. Estaba destrozado, humillado y la salida del sol amenazaba en el horizonte.

Descansar, Descansar, Descansar.

Pero tenía que… exterminarlo. Y había solamente una manera de que aquello funcionara: Fuego. Tambaleándose, salió del patio hasta el único lugar donde sabía que él no podía encontrarle.

7.34, lunes por la mañana, Blackeberg.

Salta la alarma del supermercado ICA en la calle Arvid Mörnes. La policía llega once minutos más tarde y se encuentra el cristal del escaparate roto. El dueño de la tienda, que vive al lado, se halla presente. Manifiesta que, desde su ventana, ha visto abandonar el lugar corriendo a una persona muy joven, morena. Se inspecciona la tienda sin que al parecer falte nada.

7.36, amanece.

Las persianas del hospital eran mucho mejores, cerraban mejor que las suyas. Sólo por un sitio estaban las lamas un poco estropeadas y dejaban filtrar un hilo de la luz de la mañana que dibujaba un ángulo de color gris sucio en el techo oscuro.

Virginia estaba tendida, rígida, en la cama mirando la línea gris que oscilaba cada vez que un golpe de viento hacía vibrar la ventana. Luz tenue, reflejada. No más que una leve irritación, un grano de arena en el ojo.

Lacke sorbía mocos y roncaba en la cama de al lado. Habían permanecido despiertos mucho tiempo, hablando. Recuerdos, más que nada. Hacia las cuatro de la mañana Lacke se había quedado finalmente dormido, todavía con la mano de ella en la suya.

Había tenido que liberar su mano de la de Lacke una hora más tarde, cuando entró una enfermera para controlar la presión de la sangre; le pareció que todo estaba bien y los dejó, echando una mirada de reojo bastante tierna a Lacke. Virginia había oído cómo había insistido Lacke para poder quedarse, la razón que había dado. De ahí, probablemente, la tierna mirada.


Virginia estaba ahora con las manos cruzadas sobre el pecho, luchando contra el impulso de su cuerpo de… cerrarse. Dormir no era siquiera la palabra apropiada. Tan pronto como dejaba de concentrarse conscientemente en la respiración, ésta se paraba. Necesitaba estar despierta.

Esperaba que entrara una enfermera antes de que Lacke se despertara. Sí. Lo mejor sería que él pudiera dormir hasta que todo hubiera pasado.

Pero eso sería esperar demasiado.

El sol alcanzó a Eli a la entrada del patio, una tenaza al rojo que agarró su oreja lacerada. De forma instintiva se echó hacia atrás para permanecer dentro de la sombra del arco, abrazando las tres botellas de alcohol de quemar contra el pecho, como para protegerlas también a ellas del sol.

Diez pasos más allá estaba su portal. A veinte, el de Oskar, y a treinta, el de Tommy.

Imposible.

No. Si hubiera estado fuerte y sano posiblemente se hubiera atrevido a intentar entrar por el portal de Oskar atravesando el chorro de luz que aumentaba su potencia a cada segundo que esperaba. Pero por el de Tommy no. Y menos ahora.

Diez pasos. Después estaré en el portal. La ventana grande de la escalera. Y si tropiezo… Si el sol…

Eli echó a correr.

El sol se lanzó sobre él como un león hambriento, mordiéndole la espalda. A punto estuvo de perder el equilibrio empujado por la fuerza física, ensordecedora del sol. La naturaleza escupía su aversión hacia su transgresión. No exponerse a la luz del sol ni siquiera por un instante

Quemaba. La espalda de Eli borboteaba como el aceite caliente cuando alcanzó el portal y abrió. El dolor casi le hizo desmayarse y subió las escaleras a ciegas, como drogado; no se atrevía a abrir los ojos por miedo a que se le derritieran.

Se le cayó una de las botellas, la oyó rodar por el suelo. Nada que hacer. Con la cabeza agachada, una mano abrazando las dos que quedaban, la otra en el pasamanos, subió las escaleras cojeando. Llegó al rellano. Quedaba un tramo.

A través de la ventana el sol le dio un último zarpazo en la nuca; trató de morderlo, lo mordió después en las piernas, las pantorrillas, los talones mientras subía los peldaños. Estaba ardiendo. Lo único que faltaba eran las llamas. Consiguió abrir su puerta, cayó en la agradable, fresca oscuridad que había dentro. Cerró de golpe. Pero no estaba del todo oscuro.

La puerta de la cocina estaba abierta y allí no había mantas en la ventana. Esta luz era, a pesar de todo, más débil y más gris que aquella otra a la que acababa de exponerse y, sin dudarlo, tiró las botellas al suelo y siguió. La luz le arañaba la espalda de una forma relativamente cariñosa mientras se arrastraba a lo largo del pasillo hacia el cuarto de baño y el hedor a carne quemada le llenaba la nariz.


Nunca volveré a estar entero.

Estiró el brazo, abrió la puerta del cuarto de baño y se deslizó dentro de la compacta oscuridad. Apartó unos bidones de plástico, cerró y echó el pestillo.

Antes de meterse en la bañera alcanzó a pensar:

No he cerrado la puerta de fuera.

Pero era demasiado tarde. El sueño lo desconectó en el mismo instante en que se sumergió en la húmeda oscuridad. De todos modos, no habría tenido fuerzas.

Tommy estaba sentado sin moverse, apretado contra el rincón. Contuvo la respiración hasta que empezaron a zumbarle los oídos y una lluvia de estrellas cruzó la noche ante sus ojos. Cuando oyó la puerta del sótano golpear de nuevo se atrevió a soltar el aire en un jadeo prolongado que rebotó a lo largo de las paredes de hormigón, como un eco.

Todo estaba en silencio. La oscuridad era tan grande que tenía masa, peso.

Se llevó una mano a la cara. Nada. Ninguna diferencia. Se frotó la cara como para asegurarse de que realmente existía. Sí. Bajo los dedos sintió su nariz, sus labios. Irreales. Aparecían bajo sus dedos, desaparecían.

La pequeña figura que tenía en la otra mano parecía más viva, más real que él mismo. La abrazó, era su compañero.

Tommy había estado sentado con la cabeza apoyada en las rodillas, con los ojos cerrados y las manos apretadas contra los oídos para no enterarse, para no tener que oír lo que ocurría en el local del sótano. Le había parecido que la chiquilla había sido asesinada. Pero no pudo, no se atrevió a hacer nada y por eso había tratado de negar toda la situación desapareciendo él mismo.

Había estado con su padre. En el campo de fútbol, en la playa, en la piscina de Kaanan. Finalmente se había detenido en el recuerdo de aquella vez en el campo de Råcksta cuando ambos probaron a volar un avión con mando a distancia que alguien del trabajo le había dejado a su padre.

Su madre los había acompañado un rato, pero al final le pareció que era muy aburrido estar mirando cómo el avión hacía sus acrobacias en el aire y se fue a casa. Su padre y él siguieron hasta que se hizo de noche y el avión no era más que una silueta contra el cielo rosa del atardecer. Después se marcharon a casa a través del bosque cogidos de la mano.

Absorto en el recuerdo de aquel día, Tommy había permanecido distraído de los gritos, de la locura que tenía lugar a unos metros de él. Todo lo que existía era el zumbido irritado del avión, el calor de la enorme mano de su padre sobre su espalda mientras él manejaba nervioso el aparato en amplios círculos sobre el campo, el cementerio.


Por aquel entonces Tommy no había entrado nunca allí; se había imaginado personas que vagaban al azar entre las tumbas, llorando lágrimas brillantes como las de los tebeos que caían salpicando las piedras. Pero eso era antes. Después su padre había muerto y Tommy tuvo que enterarse de que la tristeza de un camposanto rara vez, muy rara vez es así.

Las manos aún más apretadas contra los oídos y fuera de aquellos pensamientos. Piensa en el camino a través del bosque, piensa en el olor de la gasolina especial del avión, en su botellita, piensa…

Sólo cuando a través de la protección oyó el pestillo de una cerradura se quitó las manos y miró. Inútilmente, porque el cuarto del refugio estaba más oscuro que el espacio que había detrás de sus párpados. Empezó a contener la respiración mientras el otro pestillo sonó en su sitio, continuó mientras lo-que-fuera estaba todavía en el sótano.

Después, el golpe lejano de la puerta del sótano; las paredes retumbaron y aquí estaba él ahora. Con vida.

No me agarró.

No sabía con exactitud qué había sido «eso», pero fuera lo que fuese no le había descubierto.

Tommy abandonó su postura. Un hormigueo le recorrió los músculos dormidos de las piernas cuando intentó avanzar hacia la puerta tanteando la pared. Tenía las manos sudorosas por el miedo y la presión contra los oídos, la estatua a punto estuvo de resbalársele.

Con su mano libre encontró un volante de la cerradura y empezó a darle la vuelta.

Se movió un decímetro, pero luego se paró.

Qué es esto…

Apretó con más fuerza, pero el volante se negó a moverse más allá. Soltó la estatuilla para poder tirar con las dos manos y cayó al suelo con un

ruido sordo.

Tommy se paró.

Qué raro ha sonado. Como si hubiera algo… blando.

Se agachó al lado de la puerta, intentó mover el volante de abajo. Pasó lo mismo. Unos diez centímetros y luego stop. Se sentó en el suelo. Trató de pensar de una manera práctica.


Joder, se va a quedar uno aquí sentado.

Más o menos, algo así.

De todos modos apareció furtivamente aquel miedo que había sentido unos meses después de la muerte de su padre. Hacía mucho tiempo que esa sensación le había abandonado, pero ahora, encerrado en aquella boca de lobo, empezaba de nuevo. El amor a su padre que, a través de la muerte, se había convertido en miedo de él. De su cuerpo.

Empezó a formársele un nudo en la garganta, los dedos se le pusieron rígidos.

Ahora piensa. ¡Piensa!

Había velas en una balda en el almacén, al otro lado. El problema era llegar hasta allí en la oscuridad.

¡Idiota!

Se dio un golpe en la frente tan fuerte que restalló, se rió. ¡Pero si tenía un mechero! Y además: ¿de qué cojones le habría servido buscar las velas si no hubiera tenido nada con qué encenderlas?

Como aquel viejo con mil botes de conservas y ningún abrelatas. Muerto de hambre en medio de la comida.

Mientras buscaba el encendedor en el bolsillo pensó que su situación no era tan desesperada. Antes o después vendría alguien al sótano, su madre, al menos, y si tenía luz, pues ya estaba.

Sacó el mechero, lo encendió.

Sus ojos acostumbrados a la oscuridad quedaron cegados por la llama, pero cuando se recuperaron vio que no estaba solo. Tendido en el suelo, justo al lado de su pie estaba…

… papá…

No se le ocurrió pensar en que su padre había sido incinerado cuando a la luz de la oscilante llama vio la cara del cadáver y ésta respondía totalmente a sus expectativas sobre el aspecto que debe tener uno cuando se ha pasado varios años bajo tierra.

… papá…

Lanzo un chillido justo enfrente de la llama del encendedor y éste se apagó, pero un instante antes tuvo tiempo de ver cómo la cabeza de su padre daba una sacudida y…

… está vivo…

El contenido de sus tripas se vació en los pantalones con una explosión húmeda que le calentó el culo. Luego se le doblaron las piernas, el esqueleto se le descompuso y se desplomó perdiendo el mechero, que rodó por el suelo. Su mano cayó justamente sobre los pies helados del cadáver. Las uñas afiladas le arañaron la palma de la mano y mientras seguía gritando


¡Pero papá! ¿No te has cortado las uñas de los pies?

empezó a tocar, a acariciar el pie frío como si fuera un cachorro que necesitara consuelo. Siguió hacia arriba pasándole la mano por la espinilla, la pierna, sintiendo cómo los músculos tensos debajo de la piel se movían mientras él gritaba convulsionado, berreando como un corzo.

Las puntas de sus dedos tocaron metal. La escultura. Estaba recostada entre las piernas del cadáver. Agarró la figura por el pecho, dejó de gritar y volvió por un instante a lo concreto.

El mazo.

En silencio tras los gritos oyó el sonido pegajoso de algo que caía mientras el cadáver levantaba la parte superior del cuerpo, y cuando un miembro frío le rozó el dorso de la mano, la retiró y apretó la estatua.

No es papá.

No. Tommy se deslizó hacia atrás, lejos del cadáver con la deposición embadurnándole las nalgas, y le pareció por un momento ver en la oscuridad; en ese instante su sentido del oído se transformó en sentido de la vista y vio al cadáver levantándose en medio de la negrura, una silueta amarillenta, una constelación.

Mientras que él, con ayuda de los pies, se arrastraba hacia atrás, hacia la pared, el cuerpo de al lado profirió un breve sonido:

–… aaa…

Y Tommy vio

un elefante pequeño, un elefantito dibujado, y aquí viene (tuuuut) el elefante GRANDE, y entonces… ¡arriba!… con la trompa y suena «A», luego viene Magnus, Brasse y Eva y cantan «¡Allí! ¡Es aquí! Donde uno no…».

No, ¿cómo es…?

El cadáver tenía que haber tropezado con la pila de cajas porque se oyeron ruidos sordos, estrépito de radiocasetes que caían al suelo mientras Tommy se empotraba contra la pared, golpeándose la parte posterior de la cabeza de tal manera que el cerebro se le llenó de un zumbido blanco. A través del zumbido oyó el ruido de unos pies descalzos y entumecidos que se movían por el suelo, buscando.

Aquí. Es allí. Donde uno no está. No. Que sí.

Eso precisamente. Él no estaba aquí. No se veía a sí mismo, no veía a quien emitía los sonidos. Así que no eran más que sonidos. No era más que algo que él escuchaba sentado mientras miraba fijamente la tela negra de los altavoces. Esto era algo que no existía.

Aquí. Es allí. Donde uno no está.


A punto estuvo de cantarlo en voz alta, pero un resto lúcido de su consciencia le advirtió de que no debía hacerlo. El zumbido blanco empezó a desvanecerse, dejando tras de sí un espacio vacío en el que, con gran esfuerzo, empezó a situar los pensamientos.

La cara. La cara.

No quería pensar en la cara, no quería pensar en…

Algo de la cara que se había agitado a la luz del encendedor.

El cuerpo se aproximaba. No sólo oía los pasos cada vez más cerca como un rozón

contra el suelo. No, podía sentir su presencia como una sombra más oscura que la oscuridad.

Se mordió el labio inferior hasta que notó el sabor de la sangre en la boca, cerró los ojos. Vio sus dos ojos desaparecer de la imagen como dos…

Ojos.

No tiene ojos.

Un soplo débil sobre su cara cuando una mano agitó el aire. Ciego. Está ciego.

No estaba seguro, pero la masa que había encima de los hombros de aquel ser no tenía ojos.

Cuando la mano volvió a volar, Tommy sintió en la mejilla la caricia del aire desplazado una décima de segundo antes de que le alcanzara, y tuvo tiempo de girar la cabeza de forma que la mano sólo le rozó el pelo. Completó el movimiento y se tiró al suelo de bruces, empezó a reptar moviendo las manos por delante del cuerpo, nadando en seco.

El encendedor, el encendedor…

Algo se le clavó en la mejilla. Sintió una nausea en el estómago cuando comprendió que se trataba de la uña del pie de aquel ser, pero rápidamente se echó a rodar para no encontrarse en el mismo lugar cuando llegaran las manos a buscarlo.

Aquí. Es allí. Donde yo no…

Se le escapó un bufido. Trató de evitarlo, pero no pudo. La saliva le salía a chorros por la boca y de su garganta destrozada llegaron hipidos de risa y de llanto, sollozos, mientras las manos, dos radares, seguían barriendo el suelo en busca de la única ventaja que él quizá, quizá tenía sobre la oscuridad que lo quería atrapar.

Dios, ayúdame. Deja que la luz de tu rostro… Dios… perdón por lo de la iglesia, perdón por… todo. Dios. Yo voy a creer siempre en ti, lo que tú quieras si… me permites encontrar el encendedor… sé mi amigo, por favor Dios.

Algo sucedió.

En el mismo instante en que Tommy sintió la mano de aquel ser tanteando su pie, la estancia se bañó durante una fracción de segundo de una luz azulada, como iluminada por el flash de una cámara, y Tommy vio realmente, durante esa fracción de segundo, las cajas volcadas, la vasta estructura de las paredes, el paso hacia el almacén.


Y el encendedor.

Estaba sólo a unos metros de su mano derecha, y cuando la oscuridad se cernió de nuevo a su alrededor tenía la posición del mechero grabada en la retina. Liberó el pie de la mano de aquel ser, estiró la mano y cogió el encendedor, lo agarró bien, se puso en pie de un salto.

Sin pararse a pensar si no sería demasiado pedir, empezó a recitar, para sus adentros, una nueva petición:

Haz que sea ciego, Dios. Haz que sea ciego, Dios. Haz que…

Encendió el mechero. Un fogonazo, parecido al que acababa de experimentar; luego, la llama amarilla con su centro azul.

El ser estaba quieto, volvió la cabeza hacia la luz. Empezó a caminar en dirección a ella. La llama osciló cuando Tommy dio dos pasos de lado y llegó hasta la puerta. El ser se paró donde Tommy había estado tres segundos antes.

Si hubiera podido alegrarse, lo habría hecho. Pero a la débil luz del encendedor todo se volvió despiadadamente real. Ya no era posible evadirse en la fantasía de que ni siquiera se encontraba allí, de que esto no le ocurría a él.

Estaba encerrado en un cuarto insonorizado junto con lo que más miedo le daba. Algo hizo que sintiera un vuelco en el estómago, pero no había nada más que expulsar. Sólo salió un pequeño pedo y aquel ser volvió de nuevo la cabeza, hacia él.

Tommy empujó el volante de la cerradura con la mano que tenía libre de manera que la que sujetaba el encendedor tembló, y la luz volvió a apagarse. El volante no se movía, pero Tommy había tenido tiempo de ver por el rabillo del ojo cómo el ser venía hacia él y se tiró lejos de la puerta, hacia la pared en la que había estado sentado antes.

Sollozó, se sorbió los mocos. Haz que esto TERMINE. Dios, haz que esto termine. De nuevo el elefante grande que se alzaba el sombrero y con su voz nasal decía:

¡Ya se terminó! Soplando en la trompeta, la trompa, ¡tuuuut! ¡Ya se terminó!

Me vuelvo loco, yo… eso…

Sacudió la cabeza, encendió el mechero otra vez. Allí, delante de él, estaba la estatua. Se agachó, la cogió y dio un par de saltos a un lado; continuó hacia la otra pared. Vio cómo el ser buscaba a tientas con las manos en el espacio que él había abandonado.

La gallinita ciega.

El encendedor en una mano, la estatua en la otra. Abrió la boca para decirlo, pero no salió más que un susurro silbante:


–Anda, ven…

El ser respondió, se volvió y fue hacia él.

Tommy levantó el trofeo de Staffan como si fuera un mazo, y, cuando el ser se encontraba a medio metro de él, lo lanzó contra su cara.

Como en un penalti perfecto en el fútbol, cuando uno nota en el mismo instante en que el pie toca el balón que esto… esto va a dar justo en la escuadra, de esa forma sintió Tommy cuando aún se hallaba a medio camino del lanzamiento que…

¡Sí!

… y cuando la afilada esquina de piedra golpeó la sien de aquel ser con una fuerza que se convirtió en un calambre a lo largo del brazo de Tommy, el triunfo ya se había instalado en él. No fue más que una confirmación de que el cráneo se había hecho pedazos con un estallido de hielo roto. Un líquido frio salpicó la cara de Tommy y el ser se derrumbó en el suelo.

El muchacho se quedó de pie, resollando. Miró el cuerpo que estaba reventado en el suelo.

Estaba empalmado.

Sí. Como una lápida funeraria minúscula, medio volcada, emergía del cuerpo la polla de aquel ser, y Tommy, quieto, miraba esperando que cayera. Pero no lo hizo. Tommy quería reírse, pero le dolía demasiado la garganta.

Sintió un dolor punzante en el dedo pulgar. Miró hacia abajo. El encendedor había empezado a quemarle la piel del dedo que apretaba la palanca del gas. Instintivamente soltó, pero el dedo se había quedado cerrado espasmódicamente sobre la palanca.

Inclinó el encendedor hacia otro lado. Aun así no quería apagarlo. Aun así no quería quedarse a oscuras con ese… Un movimiento.

Y Tommy sintió que algo esencial, algo que él necesitaba para ser Tommy, le abandonaba cuando aquel ser volvió a levantar la cabeza, volvió a ponerse en pie.

¡Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña! La tela se rompió. El elefante cayó a través de ella.

Y Tommy golpeó otra vez. Y otra más.

Después de un rato le empezó a parecer realmente divertido.

Morgan pasó al lado del vigilante y agitó una tarjeta que había caducado hacía medio año mientras que Larry, con buen sentido del deber, se paró, sacó su arrugada tarjeta prepago y dijo:


–Ångbyplan.

El vigilante alzó los ojos del libro que estaba leyendo, selló dos tickets. Morgan se

reía cuando Larry llegó hasta él y empezaron a bajar las escaleras.

–¿Por qué cojones haces eso, eh?

–¿Qué? ¿Sellar?

–Sí. Te van a dar por el culo igual.

–No es eso.

–¿Qué es entonces?

–Yo no soy como tú, ¿vale?

–Pero, ¿qué dices?… el tío estaba sentado y… habrías podido enseñarle una foto

del rey sin que hubiera reaccionado.

–Sí, sí. No hables tan alto, joder.

–¿Qué crees, que viene detrás de nosotros o qué?

Antes de abrir las puertas que daban al andén, Morgan, haciendo bocina con las

manos, gritó en dirección a la entrada de la estación:

–¡Alarma! ¡Alarma! ¡Viajero sin billete!

Larry se largó, dio unos pasos hacia el andén. Cuando Morgan llegó a su altura, le

dijo:

–Eres como un crío, ¿lo sabes?

–Por supuesto. Ahora vamos a ver: ¿qué fue lo que pasó?

Larry había llamado por la noche a Morgan para contarle un poco de lo que Gösta

le había dicho por teléfono a él diez minutos antes. Habían quedado en encontrarse por la mañana, temprano, a la entrada del metro, para ir al hospital.

Ahora se lo volvía a contar otra vez. Virginia, Lacke, Gösta, los gatos. La ambulancia en la que Lacke la acompañó. Lo iba bordando con detalles de su

cosecha, y, antes de que hubiera terminado, llegó el metro en dirección al centro. Subieron, consiguieron una ventanilla para ellos solos y Larry terminó la historia con:


–… y entonces se pusieron en marcha con las sirenas sonando a toda pastilla.

Morgan asintió, se mordió la uña de uno de los pulgares mirando a través de la

ventanilla mientras el tren salía del túnel y paraba en Islandstorget.

–¿Pero por qué cojones se lió aquello de esa manera?

–¿Con los gatos? No sé. Se volverían locos o algo así.

–¿Todos? ¿Al mismo tiempo?

–Sí. ¿Se te ocurre algo mejor?

–No. Mierda de gatos. Lacke estará ahora totalmente hundido.

–Mmm. No andaba precisamente muy boyante últimamente.

–No -Morgan suspiró-. Es una pena lo de Lacke, la verdad. Deberíamos… sí,

no sé. Hacer algo.

–¿Y de Virginia?

–Sí, sí, sí. Pero estar herido…, o sea, enfermo. Es lo que es, ¿no? Uno está allí

ingresado. Lo jodido es estar al lado y… no, no sé, pero él estaba bastante… últimamente, cuando… ¿de qué disparates hablaba? ¿De hombres lobo?

–De vampiros.

–Sí. No se puede decir que sea propiamente un indicio de que alguien se encuentra a tope, ¿no?

El metro se paró en Ångbyplan. Cuando las puertas se cerraron, Morgan dijo:

–Bueno, pues eso. Ahora estamos en el mismo barco.

–Creo que no son tan duros si uno tiene una zona pagada.

–Tú lo crees. Pero no lo sabes.

–¿Has visto las cifras? Del Partido Comunista.

–Sí, sí. Mejorarán hasta las elecciones. Hay mucho socialdemócrata que, a la chita callando, cuando se ven con la papeleta en la mano pues votan con el corazón.

–Eso es lo que tú crees.

–No. Lo sé. El día que el Partido Comunista salga del Parlamento, ese día empezaré a creer en los vampiros. Aunque está claro: conservadores siempre hay. Bohman y compañía, ya sabes. Ahí tienes a las verdaderas sanguijuelas…

Morgan puso en marcha uno de sus monólogos. Larry dejó de escucharle en algúnpunto cerca de keshov. Fuera de los invernaderos había un policía mirando hacia el metro. Larry sintió una punzada de inquietud al pensar que había sellado pocos tickets, pero desechó inmediatamente aquel pensamiento cuando recordó por qué estaba allí el policía.

El agente parecía bastante aburrido. Larry se relajó; algunas palabras sueltas del discurso de Morgan le daban vueltas en la cabeza mientras seguían traqueteando hacia Sabbatsberg.


Las ocho menos cuarto y todavía ninguna enfermera. La raya de color gris sucio del techo se había vuelto gris claro y las persianas dejaban pasar suficiente luz como para que se sintiera como si estuviera en un solárium. El cuerpo le ardía, se dilataba, pero nada más. No iba a pasar nada más.

Lacke resoplaba en la cama de al lado, masticando en sueños. Ella estaba preparada. Si hubiera podido apretar un botón para hacer que viniera una enfermera, lo habría hecho. Pero tenía las manos atadas y no era posible.

Por eso esperaba. El calor de la piel era doloroso, pero no insoportable. Peor era el continuo esfuerzo para mantenerse despierta. Un momento de descuido y la respiración cesaba, el espacio dentro de su cabeza empezaba a apagarse a toda velocidad y tenía que abrir los ojos y sacudir la cabeza para hacer que se encendiera de nuevo.

Al mismo tiempo, esa atención necesaria era una bendición; le impedía pensar. Toda su energía mental la empleaba en mantenerse despierta. No había espacio para la duda, el arrepentimiento u otras alternativas.

A las ocho en punto llegó la enfermera.

Cuando abrió la boca para decir: «¡Buenos días, buenos días!», o lo que las enfermeras dijeran por la mañana, chistó Virginia:

–¡Chsss!

La boca de la enfermera se cerró con un asombrado «clic» y arrugó el entrecejo mientras, en la penumbra, se acercaba a la cama de Virginia; inclinándose sobre ella, dijo:

–Bueno, cómo…

–¡Chsss! – susurró Virginia-. Perdón, pero no quiero despertarlo. – Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Lacke. La enfermera asintió y dijo en voz más baja:

–No, no. Pero tengo que tomarte la temperatura y una pequeña prueba de sangre.

–Sí, sí. Pero ¿podrías sacarlo a él primero?

–Sacar… ¿quieres que le despierte?

–No. Pero si pudieras… sacarlo dormido.

La enfermera miró a Lacke como para sopesar si lo que Virginia pedía era posible físicamente, luego sonrió y contestó:


–Sí, seguro que sale bien. Vamos a tomar la temperatura sólo en la boca, así que no tenéis que sentiros…

–No es eso. ¿Serías tan amable… sólo tan amable de hacer lo que te pido?

La enfermera echó un vistazo a su reloj.

–Tendréis que disculparme, pero tengo otros pacientes que… Virginia bufó lo más alto que se atrevía.

–Por favor.

La enfermera dio medio paso hacia atrás. Evidentemente estaba informada de lo que había ocurrido con Virginia por la noche. Su mirada voló a los cinturones que le sujetaban los brazos y lo que vio pareció tranquilizarla; se volvió a acercar a la cama. Entonces empezó a hablar a Virginia como si fuera débil mental.

–Es que… yo… nosotros, para poder ayudarla a que se ponga bien otra vez necesitamos un poco…

Virginia cerró los ojos, suspiró, desistió. Después dijo:

–¿Podrías levantar las persianas?

La enfermera asintió y fue hacia la ventana. Mientras tanto Virginia se quitó el edredón de una patada, quedándose desnuda sobre la cama. Contuvo la respiración. Cerró los ojos.

Se acabó. Ahora quería desconectarse. Ahora quería conscientemente dar paso a las mismas funciones contra las que había estado peleando toda la mañana. No fue posible. En cambio llegó eso que dicen: la vida pasó delante de ella como una película a cámara rápida.

El pájaro que tenía en una caja de cartón… el olor a sábanas recién planchadas en el lavadero… mamá que se agacha sobre las migas de los bollos de canela… papá… el humo de su pipa… Per… la casita… Lena y yo, el rebozuelo tan grande que encontramos aquel verano… Ted con compota de arándanos en la mejilla… Lacke, su espalda… Lacke…

Un sonido chirriante cuando se levantaron las persianas, y un mar de fuego la absorbió.

A Oskar lo había despertado su madre a las siete y diez, como de costumbre. Se había levantado y había tomado el desayuno, como de costumbre. Se había vestido y había dado a su madre un abrazo de despedida a las siete y media, como de costumbre.

Se sentía como de costumbre.

Lleno de inquietud, de malos presentimientos, claro. Pero eso tampoco era especialmente raro cuando iba a ir a la escuela el primer día después del fin de semana.


Metió el libro de geografía, el atlas y la copia que no había hecho en la cartera, estuvo listo a las ocho menos veinticinco. No tenía que salir hasta dentro de un cuarto de hora. ¿Y si hacía esa copia de todos modos? No. No tenía ganas.

Se sentó en su escritorio y se quedó mirando la pared.

¿Eso tenía que significar que no estaba contagiado? ¿O tendría un periodo de incubación? No. Ese viejo… había pasado en sólo unas horas.

No estoy contagiado.

Debería de estar contento, aliviado. Pero no lo estaba. Sonó el teléfono.

¡Eli. Ha pasado algo con…!

Salió disparado de la mesa, al pasillo, levantó el auricular del teléfono: -¡HolasoyOskar! – Sí… Hola. Papá. Sólo papá. – Hola. – Bueno, ¿así que estás… en casa? – Me iba a ir ahora a la escuela. – Bueno, entonces no te voy a… ¿está mamá en casa? – No, se ha ido al trabajo. – Sí, eso pensaba. Oskar comprendió. Por eso llamaba a esa hora tan rara, porque sabía que su madre

no estaría. Su padre tosió.

–Sí, he estado pensando… lo que pasó el sábado. Fue un poco… lamentable.

–Sí.

–Sí. ¿Le has contado a tu madre… lo que pasó?

–¿Tú qué crees?

Hubo un silencio al otro lado. El zumbido estático de cien kilómetros de cable

telefónico. Los grajos posados en él, tiritando, mientras las conversaciones de la gente corrían bajo sus pies. Su padre volvió a toser.

–Bueno, he preguntado lo de esos patines, y va bien. Puedes tenerlos.

–Tengo que irme ya.

–Sí, claro. Que te… vaya bien en la escuela entonces.

–Vale. Adiós.

Oskar colgó el auricular, cogió la cartera y se fue a la escuela. No sentía nada.

Faltaban cinco minutos hasta que empezaran las clases y algunos alumnos estaban en el pasillo, fuera del aula. Oskar dudó un momento, luego se echó la cartera a la espalda y se dirigió hacia la clase. Todas las miradas se volvieron hacia él.


Linchamiento. Abucheo colectivo.

Sí, se había temido lo peor. Evidentemente, todos sabían lo que le había pasado a Jonny el jueves, aunque no vio la cara de Jonny entre los reunidos, pero claro, la que oyeron el viernes fue la versión de Micke. Micke sí que estaba allí, estaba y sonreía con su sonrisa idiota, como de costumbre.

En vez de aminorar la marcha, prepararse de alguna manera para escapar, aceleró el paso, fue rápidamente hacia el aula. Se sentía vacío por dentro. Ya no se preocupaba por lo que sucedía. No tenía importancia.

Y lógicamente ocurrió el milagro: el mar se abrió.

El grupo que estaba fuera se dispersó, abriendo camino a Oskar hasta la puerta. Él, en realidad, no se había esperado otra cosa. Tanto si era porque irradiaba fuerza o porque era un paria maloliente al que había que evitar, eso era lo de menos.

Él ahora era de otra especie. Los otros lo notaban y se apartaban.

Oskar entró en la clase sin mirar a los lados, se sentó en su pupitre. Oyó el murmullo de fuera, del pasillo, y después de un par de minutos los demás entraron en tromba. Johan levantó el pulgar al pasar al lado del pupitre de Oskar. Oskar se encogió de hombros.

Luego llegó la maestra, y cinco minutos después de que hubiera empezado la clase apareció Jonny. Oskar había creído que tendría algún tipo de vendaje en la oreja, pero no. La oreja sin embargo estaba amoratada, hinchada y parecía como si no perteneciera al cuerpo.

Jonny se sentó en su sitio. No miró a Oskar, ni a nadie.

Está avergonzado.

Sí, así era. Oskar volvió la cabeza para mirar a Jonny, que estaba sacando un álbum de fotos de la cartera y metiéndolo en su pupitre. Y vio que Jonny tenía las mejillas muy rojas, a juego con la oreja. A Oskar le dieron ganas de sacarle la lengua, pero se contuvo.

Demasiado infantil.

Los lunes, Tommy no empezaba las clases hasta las diez menos cuarto, así que Staffan se levantó a las ocho y tomó una taza rápida de café antes de bajar a hablar un poco en serio con el chico.

Yvonne se había ido al trabajo; Staffan tenía que presentarse a las nueve en Judarn para, ya bajo mínimos, seguir rastreando el bosque, aunque se suponía que no daría ningún resultado.


Bueno, era agradable estar fuera y parecía que el tiempo iba a ser bueno. Aclaró la taza de café bajo el grifo, se paró a pensar un momento, luego se puso el uniforme. Había sopesado la idea de bajar a ver a Tommy con ropa de calle, hablar con él como una persona normal, como si dijéramos. Pero, bien pensado, aquello era estrictamente una cuestión policial, vandalismo, y, además, el uniforme era un manto de autoridad de la que él, evidentemente, tampoco creía carecer en condiciones normales, pero… sí.

Además era más práctico estar ya vestido, puesto que tenía que ir luego al trabajo. Así que Staffan se puso el uniforme, la cazadora de invierno, se miró en el espejo para comprobar qué impresión daba y le pareció bien. Luego cogió la llave del sótano, que Yvonne le había dejado encima de la mesa de la cocina, salió, cerró la puerta, echó una mirada a la cerradura (deformación profesional) y bajó las escaleras, abrió la puerta del sótano.

Y hablando de deformaciones profesionales…

Aquí había algún fallo con la cerradura. No presentaba resistencia al girar la llave, no había más que abrir. Se agachó, revisó el mecanismo.

Claro. Una bolita de papel.

Un truco clásico entre los ladrones; bajo cualquier pretexto visitar el lugar donde querían dar el golpe, manipular la cerradura y luego esperar a que el dueño no lo notara cuando abandonara el lugar.

Staffan sacó la punta de su navaja y sacó la bolita de papel. Tommy, claro.

No se paró a pensar para qué iba a manipular Tommy la cerradura de una puerta de la que tenía llave. Tommy era un ladrón que estaba allí, y esto era un truco de ladrón. Luego: Tommy.

Yvonne le había indicado cuál era el trastero, y mientras Staffan avanzaba hacia allí, iba preparando en la cabeza el discurso que le iba a echar. Había pensado ir un poco de colega, tomárselo con calma, pero lo de la cerradura le había vuelto a poner de mal humor.

Le iba a explicar a Tommy -explicar, no amenazar- lo de las cárceles de menores, lo de asuntos sociales, la edad a la que podían ser condenados y todo eso. De manera que comprendiera en qué carrera estaba empezando a meterse.

La puerta del trastero estaba abierta. Staffan echó un vistazo dentro. Vaya. El zorro ha abandonado la cueva. Luego vio las manchas. Se agachó, pasó el dedo sobre ellas.

Sangre.

El edredón de Tommy reposaba encima del sofá; también allí había unas pocas manchas de sangre. Y el suelo estaba, lo veía ahora que se fijaba atentamente, lleno de sangre.

Aterrado, salió del trastero.


Ante sus ojos tenía ahora… un escenario donde se había cometido un crimen. En vez del discurso que pensaba echar, su cabeza empezó a pasar las hojas del libro con las normas para el tratamiento de los lugares en que se hubiera producido un crimen. Se lo sabía de memoria, pero mientras localizaba los párrafos

Salvaguardar el material de tal índole que pueda desaparecer… anotar la hora… evitar contaminar los lugares donde quepa la posibilidad de poder encontrar restos de tejidos

oyó un débil susurro detrás de él. Un susurro intercalado de golpes amortiguados.

Había un palo trabado en los volantes de la cerradura del refugio. Se acercó a la puerta, escuchó. Sí. El susurro, los golpes venían de allí dentro. Sonaba casi como una… misa. Una letanía recitada de la que él no podía entender las palabras.

Satanistas…

Un pensamiento tonto, pero cuando miró el palo que estaba puesto en la puerta, la verdad es que sintió miedo, porque se fijó en la punta. Unas líneas pegadas de color rojo oscuro que se extendían unos diez centímetros sobre el propio palo. Igual, exactamente igual a la hoja de un cuchillo cuando había sido usada en un acto violento y no se había secado del todo.

Los susurros al otro lado de la puerta continuaban.

¿Pedir refuerzos?

No. Quizá se estuviera cometiendo algún acto delictivo ahí dentro y se consumara mientras él corría a llamar. Tendría que arreglárselas solo.

Desabrochó la funda de la pistola para tener ésta a mano, sacó la porra. Con la otra mano extrajo un pañuelo del bolsillo, lo puso con cuidado en un extremo del palo y empezó a sacarlo del volante al mismo tiempo que permanecía atento por si el ruido del palo provocaba algún cambio, algún tipo de reacción dentro del cuarto.

No. La letanía y los susurros continuaban.

El palo estaba fuera. Lo puso contra la pared para no destruir las huellas de la mano o de los dedos.

Sabía que un pañuelo no era una garantía para que las huellas no se estropearan, por eso en vez de agarrar directamente el volante puso dos dedos rígidos en una de las aspas y empezó a girarla.

Los pestillos de la cerradura se abrieron. Se chupó los labios. Sintió que tenía la garganta seca. Giró el segundo volante hasta el tope y la puerta se abrió un centímetro.

Entonces oyó las palabras. Era una canción. La canción, un susurro entrecortado y lloroso:

¡Doscientossetentaycuatro elefantes se balanceaban sobre la tela de una ara (ruido sordo) abaña!

¡Como veían que no se caían


fueron a llamar a otro elefante!

¡Doscientossetentaycinco elefantes se balanceaban

sobre la tela de una ara

(ruido sordo)

aaaña!

¡Como veían que no se caían…

Staffan separó la porra del cuerpo, empujó con ella la puerta. Vio.

El bulto detrás del cual se encontraba Tommy de rodillas habría sido difícil de reconocer como un cuerpo humano si no hubiera sido por el brazo que sobresalía, separado del cuerpo hasta la mitad. La zona del pecho, el vientre, la cara no eran más que un montón de carne, vísceras y huesos rotos.

Tommy sujetaba con las dos manos una piedra cuadrada que, en una parte determinada de la canción, hundía en los restos de la carnicería; como no ofrecían ninguna resistencia, la piedra podía atravesarlos y golpear en el suelo con un ruido sordo antes de que la levantara de nuevo y de que otro elefante más subiera a la tela.

Staffan no estaba seguro de que fuera Tommy. La persona que agarraba la piedra estaba tan cubierta de sangre, tan salpicada que era difícil… Staffan se sintió realmente indispuesto. Se tragó un vómito que amenazaba con crecer, bajó la mirada para no tener que ver y los ojos se pararon en un soldadito de plomo que estaba tirado al lado del umbral de la puerta. No. Era un tirador de pistola. Lo reconoció. La figura estaba colocada de tal forma que la pistola apuntaba directa al techo.

¿Dónde está la peana?

Después lo comprendió.

La cabeza empezó a darle vueltas y, olvidándose de las huellas digitales y de asegurar las pruebas, apoyó la mano en el marco de la puerta para no caer al suelo mientras la letanía de la canción continuaba:

Doscientossetentaysiete elefantes se balanceaban Sobre la tela…

Tenía que encontrarse realmente mal, puesto que tenía alucinaciones. Le había parecido ver… sí… vio claramente cómo los restos humanos que había en el suelo en el intervalo entre golpe y golpe… se movían.

Intentaba levantarse.

Morgan era un fumador impetuoso; cuando apagó su cigarro en la jardinera que había fuera de la entrada del hospital, a Larry todavía le quedaba la mitad. Morgan se llevó las manos a los bolsillos, recorrió el aparcamiento de un lado a otro, juró cuando el agua de un charco se le metió por el agujero de la suela y le mojó el calcetín.


–Larry, ¿tienes algo de pasta? – Como sabes, vivo del subsidio de enfermedad y… -Sí, sí, sí. ¿Pero tienes algo de dinero? – ¿Por qué? No presto si es lo que… -No, no, no. Pero estoy pensando en Lacke. Si no deberíamos invitarle a un

verdadero… ya sabes. Larry tosió y miró acusadoramente el cigarro. – ¿Como… para que se sienta mejor? – Sí. – No… No sé. – ¿Por qué? ¿Porque no crees que se vaya a sentir mejor por eso, porque no tienes

dinero o porque eres demasiado tacaño para ponerlo? Larry suspiró, tosiendo dio otra calada al cigarro, hizo una mueca y apagó la

colilla con el pie. Luego la recogió y la tiró en un tiesto lleno de arena, miró el reloj. – Morgan… son las ocho y media de la mañana. – Sí, sí. Pero dentro de un par de horas. Cuando abran. – No, ya veremos. – Así que tienes pasta. – ¿Entramos o qué? Traspasaron la puerta giratoria. Morgan se atusó el pelo con la mano y se acercó

hasta la mujer de la recepción para enterarse de dónde estaba Virginia mientras que Larry se puso a observar unos peces que, medio dormidos, daban vueltas en un acuario cilíndrico grande y burbujeante.

Al cabo de un minuto llegó Morgan, sacudiéndose el chaleco de cuero como para quitarse algo que se le hubiera quedado pegado, y dijo: -Puta lechuza vieja. No quería decírmelo. – Eh, estará en intensivos. – ¿Y le dejan a uno entrar allí? – A veces. – Oye, parece que tienes experiencia en esto.

–La tengo.


Se dirigieron a cuidados intensivos, Larry sabía cómo ir.

Muchos de los «conocidos» de Larry estaban o habían estado ingresados en el hospital. Actualmente había dos sólo en Sabbatsberg, sin contar a Virginia. Morgan sospechaba que gente a la que Larry había visto sólo de pasada se convertía en conocida o incluso en colega justo en el momento en que ingresaba en el hospital. Entonces su olfato los detectaba e iba a visitarlos.

¿Por qué lo hacía?, bueno, eso era lo que Morgan estaba pensando preguntarle cuando llegaron a las puertas batientes de la unidad de cuidados intensivos, empujaron para abrir y vieron a Lacke fuera, en el pasillo. Estaba sentado en una butaca, sólo llevaba puestos los calzoncillos. Tenía las manos agarradas a los reposabrazos mientras miraba fijamente a la habitación de enfrente, donde la gente entraba y salía apresuradamente.

Morgan sacudió el aire con la mano.

–Joder, ¿han incinerado a alguien aquí o qué pasa? – y echándose a reír-: Estos putos conservadores. Medidas de ahorro, ya sabes. Deja que el hospital se haga cargo de…

Se calló cuando llegaron junto a Lacke. Tenía la cara de color gris ceniza; los ojos, rojos, no veían. Morgan sospechó lo que había pasado, dejó que Larry fuera delante. A él no se le daban bien estas cosas.

Larry se acercó a Lacke, le puso la mano en el brazo.

–Hola, Lacke. ¿Qué tal?

Alboroto en la habitación de enfrente. Las ventanas que se veían desde la puerta estaban abiertas de par en par, pero de todas formas llegaba hasta el pasillo un olor a ceniza ácida. En la habitación había humo, y dentro de ella personas hablando a voces y gesticulando. Morgan pilló las palabras «responsabilidad del hospital» y «tenemos que intentar…».

Lo que debían intentar, eso no lo oyó, porque Lacke se volvió hacia ellos, mirándolos fijamente como si fueran dos desconocidos, y dijo:

–… tenía que haberlo comprendido…

Larry se inclinó sobre él:

–¿Tenías que haber comprendido qué?

–Que iba a pasar.

–¿Qué es lo que ha pasado?

Los ojos de Lacke se despejaron y, mirando hacia la habitación nublada y como en un ensueño, dijo sencillamente:

–Ha ardido.

–¿Virginia?

–Sí. Ella ha ardido.


Morgan dio un par de pasos hacia la habitación y echó una ojeada. Un hombre mayor con cara de autoridad se acercó a él.

–Disculpa, pero esto no es un circo.

–No, no. Yo sólo…

Morgan estaba a punto de soltar alguna de sus ocurrencias, como que iba a buscar su serpiente boa, pero se contuvo. De todas formas había podido ver. Dos camas. La una con las sábanas revueltas y una manta echada a un lado, como si alguien se hubiera levantado de ella a toda prisa.

La otra estaba cubierta de la cabeza a los pies con una manta gruesa de color gris oscuro. La madera del cabecero de la cama estaba manchada de hollín. Bajo la manta se dibujaba la silueta de una persona increíblemente delgada. La cabeza, el tórax… el hueso de la pelvis era el único que se podía distinguir claramente. El resto podían haber sido pliegues, o arrugas de la manta.

Morgan se frotó los ojos con tanta fuerza que casi se le salen por detrás. Es verdad. Joder, es verdad.

Miró hacia el pasillo buscando a alguien con quien desahogar su aturdimiento. Vio a un señor mayor que iba apoyado en un andador con un gotero a su lado y que intentaba curiosear en la habitación. Morgan dio un paso hacia él.

–¿Qué haces aquí mirando, jodido bobo? ¿Quieres que te dé un empujón al andador o qué?

El hombre empezó a retirarse hacia atrás, diez centímetros cada vez. Morgan apretó los puños, se contuvo. Luego recordó algo que había visto en la habitación, se dio la vuelta de repente y volvió.

El hombre que le había llamado antes la atención salía en ese momento.

–Tendrás que disculparnos, pero…

–Sí, sí, sí… -Morgan lo apartó-… sólo voy a buscar la ropa de mi colega, si se puede. ¿O te parece que tiene que estar todo el día en pelotas ahí fuera, eh?

El hombre se cruzó de brazos y dejó pasar a Morgan.

Recogió la ropa de Lacke de la silla que había al lado de la cama deshecha, echó una ojeada a la otra cama. Una mano quemada con los dedos separados sobresalía de la manta. La mano era irreconocible; el anillo que llevaba en el dedo corazón no estaba. Un anillo dorado con una piedra azul, el anillo de Virginia. Antes de volverse, Morgan alcanzó a ver que tenía un cinturón de cuero atado en la muñeca.

El hombre estaba todavía en la puerta con los brazos cruzados.

–¿Contento?

–No. ¿Por qué cojones está atada? El hombre meneó la cabeza.

–Puedes decirle a tu amigo que la policía vendrá de un momento a otro, y que, probablemente, querrán hablar con él.


–¿Y eso por qué?

–No lo sé. No soy policía.

–No, no. Aunque se podría pensar.

Fuera, en el pasillo, ayudaron a Lacke a vestirse y justo habían terminado cuando llegaron dos comisarios de policía. Lacke estaba inaccesible, pero la enfermera que había subido las persianas tuvo la suficiente entereza como para poder testificar que Lacke no había tenido nada que ver con aquello. Que estaba aún dormido cuando aquello… empezó.

Sus compañeras la consolaban. Larry y Morgan sacaron a Lacke del hospital.

Cuando llegaron ante la puerta giratoria, Morgan, tomando aire fresco, dijo:

–Tendré que aligerar un poco -se inclinó sobre un seto y vomitó los restos de la

comida del día anterior mezclados con mucosidad verdosa sobre el seto desnudo.

Cuando terminó se limpió la boca y se secó la mano en el pantalón. Después levantó la mano como si fuera la prueba del delito y le dijo a Larry:

–Pues ahora tendrás que aflojar un poco la cartera, joder.

Consiguieron llegar a Blackeberg y Morgan recibió ciento cincuenta coronas para ir a comprar algo mientras Larry condujo a Lacke a su casa.

Lacke se dejaba llevar. No había dicho ni media palabra durante el viaje en metro.

En el ascensor, subiendo a casa de Larry en el séptimo piso de uno de los edificios altos, empezó a llorar. No de forma tranquila y silenciosa, no, berreando como un niño aunque peor, más. Cuando Larry abrió la puerta del ascensor y le ayudó a salir al rellano de la escalera, se agudizaron los berridos, retumbando en las paredes de hormigón. El grito de Lacke, de verdadera e infinita tristeza, alcanzó todos los pisos de la escalera, recorrió los buzones, los agujeros de las cerraduras, convirtiendo el edificio en una lápida funeraria levantada al amor, a la esperanza. Larry se estremeció; nunca había oído nada parecido. Así no se llora. No se puede llorar así. Uno se muere si llora así.

Los vecinos. Pensarán que le estoy matando.

Larry daba vueltas al llavero mientras todo el sufrimiento humano, miles de años de impotencia y desengaños que por un momento habían encontrado una vía de escape en el frágil cuerpo de Lacke, continuaron saliendo en tromba.

La llave entró en la cerradura y, con una fuerza de la que ni él mismo se creía capaz, Larry metió a Lacke en casa y cerró la puerta. Lacke seguía gritando, parecía que el aire no se le iba a agotar nunca. A Larry las raíces del pelo empezaron a llenársele de sudor.

Qué cojones voy… voy…


En mitad del pánico hizo lo que había visto hacer en las películas. Con la mano abierta golpeó a Lacke en la mejilla, se quedó aterrado por el agudo restallido, arrepintiéndose en el acto. Pero funcionó.

Lacke se calló en seco, lanzó a Larry una mirada salvaje y éste pensó que se la iba a devolver. Algo se ablandó luego en los ojos de Lacke; abriendo y cerrando la boca, hipando para coger aire, le dijo:

–Larry, yo…

Larry le rodeó con los brazos. Lacke apoyó la mejilla en el hombro de Larry y lloró estremecido. Después de un rato, a Larry se le doblaron las piernas. Trató de zafarse del abrazo para sentarse en la silla de la entrada, pero Lacke seguía aferrado a él y lo acompañó en la caída. Larry cayó en la silla y las piernas de Lacke se doblaron bajo su peso, la cabeza se deslizó sobre las rodillas de su amigo.

Larry le acarició el pelo, no sabía qué decirle. Sólo susurraba:

–Así, así… ya, ya…

A Larry se le habían empezado a dormir las piernas cuando un cambio tuvo lugar. El llanto había terminado dando paso a un gemido tranquilo; entonces notó cómo setensaban las mandíbulas de Lacke contra su pierna. Éste levantó la cabeza, se limpió los mocos con la manga de la camisa y dijo:

–Le voy a matar.

–¿A quién?

Lacke bajó la mirada, mirando fijamente al pecho de Larry y asintiendo.

–Le voy a matar. No vivirá.

En el recreo largo de las nueve y media, tanto Staffe como Johan se acercaron a Oskar diciendo «joder, qué bien hecho», «joder, qué bien». Staffe le invitó a coches de gominola y Johan le preguntó si quería acompañarlos algún día a buscar botellas vacías.

Nadie lo empujaba ni se tapaba la nariz cuando él se acercaba. Incluso Micke Siskov sonreía, asentía animándole, como si Oskar le acabara de contar un chiste, cuando se cruzaron en el pasillo fuera del comedor.

Como si todos hubieran estado esperando que hiciera exactamente lo que hizo, y ahora, cuando lo había llevado a cabo, fuera uno de ellos.

El problema estribaba en que no era capaz de disfrutar de ello. Él lo constataba, pero le dejaba frío. Se alegraba de librarse de que le pegaran, claro. Si alguien hubiera intentado pegarle, se habría defendido. Ya no se sentía uno de ellos.


Durante la clase de matemáticas levantó la vista del libro, miró a los compañeros con los que había estado seis años. Tenían la cabeza agachada sobre sus ejercicios, chupando el lápiz, mandándose papelitos unos a otros, riéndose por lo bajo. Y pensó: Pero si son niños…

Y él también era un niño, pero…

Dibujó una cruz en el libro, la transformó en una horca con el lazo. Soy un niño, pero…

Dibujó un tren. Un coche. Un barco. Una casa. Con una puerta abierta.

La inquietud creció. Al final de la clase de matemáticas no se podía estar quieto; daba patadas con los pies, golpeaba el pupitre con las manos. El profesor le pidió, volviendo la cabeza sorprendido, que se callara. Lo intentó, pero al momento estaba otra vez allí la inquietud, agitando las cuerdas de la marioneta y los pies empezaron a moverse solos.

Cuando llegó la última clase, gimnasia, ya no lo podía aguantar. En el pasillo le dijo a Johan:

–Dile a Ávila que estoy enfermo, ¿vale?

–¿Te largas?

–No tengo la ropa de gimnasia.

Y la verdad es que era cierto; se había olvidado la ropa de gimnasia por la mañana, pero no era por eso por lo que tenía que faltar a clase. De camino hacia el metro vio a sus compañeros formando en línea recta. Tomas le gritó «¡Buuuu!».

Se chivaría probablemente. No le importaba. En absoluto.

Las palomas revolotearon en bandadas grises cuando cruzó apresuradamente la plaza de Vällingby. Una mujer que llevaba un cochecito arrugó la nariz a su paso; una de esas personas que no tienen sensibilidad con los animales. Pero Oskar tenía prisa, y todo lo que se interpusiera entre él y su objetivo no era más que un estorbo.

Se paró fuera de la juguetería, miró el escaparate. Los pitufos estaban expuestos en un paisaje dulzón. Demasiado mayor para eso. En casa, en una caja, había un par de muñecos de Big Jim con los que había jugado muchísimo de pequeño.

Hace sólo un año.

Se oyó un sonido electrónico cuando abrió la puerta de la juguetería. Cruzó un pasillo estrecho en el que los muñecos de plástico, los guerreros y las cajas de lego llenaban las estanterías. Al lado de la caja estaban empaquetados los moldes para hacer soldaditos de estaño. El estaño había que pedirlo en la caja.

Lo que él quería estaba expuesto en el mostrador, al lado de la caja.


Bueno, había copias apiladas debajo de los muñecos de plástico, pero los auténticos, los que llevaban la firma de Rubik en la caja, con ésos tenían más cuidado. Costaban noventa y dos coronas cada uno.

Detrás del mostrador había un hombre bajo y medio gordo con una sonrisa que Oskar habría descrito como «aduladora», si hubiera sabido la palabra.

–Sí… ¿estás buscando algo… especial?

Oskar sabía que los cubos estarían en el mostrador, tenía listo su plan.

–Sí. No encuentro… las pinturas. Para las cosas de estaño.

–¿Sí?

El hombre hizo un gesto señalando las filas de botes de pintura enanos que estaban detrás de él. Oskar se inclinó y puso los dedos de una mano en el mostrador justo delante de los cubos mientras con el pulgar sujetaba la cartera, que colgaba abierta debajo. Hizo como que buscaba entre las pinturas.

–Dorado. ¿Hay dorado?

–Dorado, sí, claro.

Cuando el hombre se volvió Oskar cogió uno de los cubos, lo guardó en la cartera y tuvo el tiempo justo de poner la mano en la misma posición antes de que el hombre se diera la vuelta con dos botes de pintura y los dejara sobre el mostrador. A Oskar le latía con fuerza el corazón enrojeciendo sus mejillas, sus orejas.

–¿Mate o metálico?

El hombre miró a Oskar, quien sintió que su cara parecía una llamada luminosa de atención en la que estuviera escrito «Aquí hay un ladrón». Para tratar de pasar inadvertido a pesar de su sonrojo se inclinó sobre los botes y dijo:

–Metálico… parece bien.

Tenía veinte coronas. La pintura costaba diecinueve. Se la entregó en una bolsa pequeña que se metió en el bolsillo de la cazadora para no tener que abrir la cartera.

Fuera de la tienda llegó la euforia, como de costumbre, pero más grande. Salió de allí como un esclavo liberado al que le acabaran de quitar los grilletes. No pudo evitar echar a correr hacia el aparcamiento y, a resguardo entre dos coches, abrir con cuidado la cartera, sacar el cubo.

Pesaba mucho más que la copia que él tenía. Las secciones se deslizaban como sobre un rodamiento de cojinete. ¿Quizá llevara ese tipo de rodamiento? Bueno, no pensaba desmontarlo para mirar, arriesgándose a estropearlo.

El envoltorio era una cosa fea de plástico transparente ahora que no estaba el cubo dentro, y a la salida del aparcamiento lo tiró en un contenedor. Era más bonito el cubo solo. Se lo metió en el bolsillo de la cazadora para poder ir tocándolo, jugando con su peso en la mano. Era un buen regalo, un bonito… regalo de despedida.

Ya dentro de la estación del metro, se detuvo.


Si Eli piensa… que yo…

Bueno, que al darle un regalo pudiera parecer que de alguna manera aceptaba que Eli se fuera. Un regalo de despedida: bien mientras duró y nada más. Adiós, adiós. Así no era la cosa. Él no quería de ninguna manera que…

Recorrió la estación con la mirada, deteniéndose en el kiosco. En los periódicos. En el Expressen. Toda la portada aparecía ocupada por una gran foto del hombre que había vivido con Eli.

Oskar se acercó y hojeó el diario. Cinco páginas dedicadas a la búsqueda en el bosque de Judarn… asesino ritual… antecedentes y, luego, otra página más con la foto. Håkan Bengtsson… Karlstad… paradero desconocido durante ocho meses… la policía solicita de los ciudadanos… si alguien ha observado…

La angustia volcó sus dardos en el pecho de Oskar.

Alguien más que le haya visto, que sepa dónde vivía…

La mujer del kiosco sacó la cabeza por la ventanilla.

–¿Lo vas a comprar o qué?

Oskar negó con la cabeza y tiró el periódico. Luego echó a correr. Cuando llegó al andén se dio cuenta de que no había enseñado la tarjeta al vigilante. Dio una patada en el suelo, se chupó los nudillos, los ojos se le llenaron de lágrimas. Ven ya, por favor, metro, ven.

Lacke estaba medio tumbado en el sofá mirando con los ojos entornados hacia el balcón en el que se encontraba Morgan tratando, sin éxito, de atraer a un pardillo que estaba posado en el balcón de al lado. El sol en su descenso quedaba justamente detrás de la cabeza de Morgan, irradiando una aureola de luz alrededor de su pelo.

–Sííí… vamos, ven. Que no soy peligroso.

Larry estaba sentado en un sillón siguiendo un curso de español de la televisión sueca. En la pantalla aparecían personas en actitud forzada y siguiendo un guión que decían:

–Yo tengo un bolso.

–¿Qué hay en el bolso?

Morgan movió la cabeza de modo que a Lacke le dio el sol en los ojos, los cerró mientras oía a Larry mascullar:

–Ke haj en el bålså.

El piso olía a tabaco y a polvo. El aguardiente se había terminado. La botella vacía estaba sobre la mesa del sofá al lado de un cenicero rebosante. Lacke se quedó mirando las marcas que en el tablero de la mesa habían dejado las colillas mal apagadas; se deslizaban ante sus ojos, como lentos escarabajos.


–Ona kamisa y pantalånes.

Larry cloqueaba para sí:

–… pantalånes.

No le creyeron. Bueno, sí, le creyeron, pero se resistían a interpretar los acontecimientos como él lo hacía.

–Combustión espontánea -había dicho Larry, y Morgan le pidió que lo deletreara.

Sólo que la combustión espontánea está exactamente igual de bien documentada y científicamente probada que la existencia de los vampiros. Es decir, en absoluto.

Pero uno prefiere creer en el despropósito que menos le obliga a actuar. No pensaban ayudarle. Morgan había escuchado con cara seria el relato de Lacke acerca de lo que había pasado en el hospital, pero cuando llegó a aquello de aniquilar al causante de todo, había dicho:

–Entonces, ¿lo que quieres decir es que nos convirtamos en cazadores de vampiros, o algo así? Tú, Larry y yo. Que preparemos estacas y cruces y… No, perdona, Lacke, pero a mí me cuesta un poco… verlo de esa manera, la verdad.

El pensamiento inmediato de Lacke al ver sus caras escépticas y desconfiadas fue:

Virginia me habría creído.

Y el dolor había vuelto a hacer presa en su persona. Era él quien no había creído a Virginia, y por eso ella había… él habría preferido pasarse unos años en la cárcel como causante de un asesinato por compasión que tener que vivir con aquella imagen grabada en la retina.

Su cuerpo retorciéndose en la cama mientras la piel se pone negra, empieza a echar humo. El camisón del hospital, resbalándose sobre el vientre, deja al descubierto su sexo. El ruido de los barrotes de acero mientras sus caderas se agitan, arriba y abajo en un demencial coito con un hombre invisible, mientras las llamas le suben por las piernas; ella grita, grita y el olor a pelo quemado, a piel quemada llena la habitación; sus ojos aterrados se encuentran con los míos y unos segundos después se ponen blancos, empiezan a cocer… revientan…

Lacke se había bebido más de la mitad de lo que había en la botella. Morgan y Larry se lo habían permitido.

–… pantalånes.

Lacke intentó levantarse del sofá. La nuca le pesaba tanto como el resto del cuerpo. Apoyándose en la mesa, consiguió enderezarse. Larry se incorporó para echarle una mano.


–Lacke, joder… duerme un poco. – No, tengo que ir a casa. – ¿Qué tienes que hacer en casa? – Es que tengo que… arreglar un asunto. – ¿No tendrá nada que ver con eso… de lo que hablas? – No, no. Morgan entró desde el balcón mientras Lacke se encaminaba a tientas hacia la

salida. – ¡Oye, tú! ¿Adónde vas? – A casa. – Entonces te acompaño. Lacke se dio la vuelta esforzándose por mantenerse derecho, por parecer lo más

sobrio posible. Morgan se acercó a él con las manos preparadas por si se caía. Lacke meneó la cabeza, le dio una palmada en el hombro a Morgan. – Quiero estar tranquilo, ¿vale? Quiero estar tranquilo. De verdad. – ¿Te las arreglarás tú solo, entonces? – Sí, me las arreglaré.

Lacke asintió varias veces, se quedó fijo en aquel gesto, se vio obligado a interrumpirlo conscientemente para no permanecer allí parado, luego se volvió y fue hasta la entrada, se puso los zapatos y el abrigo.

Sabía que estaba muy borracho, pero lo había estado tantas veces que ya era una especie de rutina desconectar sus movimientos del cerebro, realizarlos de forma automática. Habría podido jugar a los palillos chinos, al menos un poco, sin que le temblaran las manos.

Desde dentro del piso le llegaron las voces de los otros. – ¿No deberíamos…? – No. Si dice que no, tendremos que respetarlo. Salieron de todos modos a la entrada para despedirlo. Le abrazaron algo

embarazados. Morgan le cogió de los brazos, volviendo la cabeza para poder mirarlo a los ojos y le dijo: -¿No estarás pensando en hacer alguna tontería, verdad? Nos tienes a nosotros, ya lo sabes. – Sí, sí. No, no.

Fuera del edificio se quedó parado un rato, mirando al sol que brillaba en la copa de un pino. Nunca más podrá… el sol…


La muerte de Virginia, la manera en que había muerto, colgaba como una plomada dentro de su pecho en el sitio donde antes estaba el corazón; le hacía caminar inclinado hacia delante, cargado. La luz del atardecer sobre las calles era como una burla. Las pocas personas que se movían en esa… burla. Las voces. Hablaban de cosas cotidianas como si no… en todas partes, en cualquier instante…

Puede golpearos a vosotros también.

Fuera del kiosco había una persona apoyada en el ventanuco hablando con el dueño. Lacke vio cómo un bulto negro caía del cielo, se le posaba en la espalda y…

Joder…

Se detuvo delante de la hilera de portadas, parpadeando, tratando de enfocar bien la vista sobre la foto que ocupaba casi todo el espacio.

El asesino ritual. Lacke sonrió. Él sabía cómo eran en realidad las cosas. Pero…

Reconoció aquella cara. Si era…

El chino. Aquel que… le invitó a whisky. No…

Se acercó más, miró la fotografía con mayor detenimiento. Sí. Claro que era él. Los mismos ojos juntos, la misma… Lacke se llevó la mano a la boca, apretándose los labios con los dedos. Las imágenes le daban vueltas, intentando encontrar el sentido.

Él se había sentado y había sido invitado por el que mató a Jocke. El asesino de Jocke vivía en el mismo patio que él, unos portales más allá. Él le había saludado algunas veces, había…

Pero no fue él quien lo hizo. Fue…

Una voz. Dijo algo.

–¡Hola, Lacke! ¿Qué pasa, le conoces?

El dueño del kiosco y el hombre que estaba fuera lo miraron. Él dijo:

–… Sí -y echó a andar de nuevo. El mundo desapareció. Ante sus ojos, el portal del que el hombre había salido. Las ventanas cubiertas. Iba a ocuparse de ello. Tenía que hacerlo.

Los pies iban más deprisa y la columna se le enderezó. La plomada, un péndulo que golpeaba en su pecho, que le hacía temblar, tocando a presentimiento en su cuerpo.

Ahora voy yo. Ahora me cago en tal… voy yo.

El metro paró en Råcksta y Oskar se mordía los labios de impaciencia, pánico; le parecía que las puertas permanecían abiertas demasiado tiempo. Cuando sonó el altavoz creyó que el conductor iba a decir algo acerca de que el tren estaría parado allí un momento, pero


ATENCIÓN A LAS PUERTAS. CIERRE DE PUERTAS.

Y el metro salió de la estación.

No tenía ningún plan aparte de avisar a Eli de que cualquiera, en cualquier momento, podía llamar a la policía y decir que había visto a ese viejo. En Blackeberg. En ese patio. En ese portal. En ese piso.

Qué ocurriría si la policía… si forzaran la puerta… el cuarto de baño…

El metro traqueteaba sobre el puente y Oskar miró por la ventana. Había dos hombres junto al kiosco del Amante y, medio tapadas por uno de ellos, Oskar pudo entrever las odiosas portadas amarillas. Uno de los hombres se alejó deprisa del kiosco.

Cualquiera. Cualquiera puede saberlo. Él puede saberlo.

Cuando el metro empezó a frenar, Oskar ya estaba delante de las puertas presionando con los dedos los labios de goma, como si de esa manera se fueran a abrir más deprisa. Apretó la frente contra el cristal, un poco de fresco sobre su frente caliente. Los frenos chirriaron y el conductor debió de haberse olvidado, porque hasta entonces no se oyó:


PRÓXIMA ESTACIÓN,

BLACKEBERG.

Jonny estaba en el andén. Y Tomas.


No. Nonono hazlos desaparecer.

Cuando el metro, vibrando, se paró, los ojos de Oskar se encontraron con los de Jonny. Se dilataron y, al abrirse las puertas, Oskar vio que Jonny le decía algo a Tomas.

Oskar se puso alerta, se lanzó fuera y empezó a correr.

Tomas sacó su larga pierna, chocó con la de Oskar y éste cayó todo lo largo que era en el andén, raspándose las palmas de las manos al intentar frenar el golpe. Jonny

se puso encima de él.

–¿Tienes prisa o qué?

–¡Suéltame! ¡Suéltame!

–Y eso, ¿por qué?

Oskar cerró los ojos, apretó los puños. Respiró profundamente un par de veces,

tan profundo como pudo con el peso de Jonny encima, y dijo contra el cemento: -Hacedme lo que queráis. Y soltadme.

–De acuerdo.


Lo agarraron de los brazos y lo pusieron de pie. Oskar alcanzó a ver el reloj de la estación. Las dos y diez. El segundero avanzaba a saltos sobre la esfera del reloj. Tensó los músculos de la cara, los del estómago, tratando de convertirse en una piedra, insensible a los golpes.

Sólo que vaya rápido.

Pero cuando vio lo que pensaban hacer, empezó a resistirse. Los otros dos, como a través de un pacto silencioso, le habían retorcido los brazos de manera que con cada movimiento parecía como si se le fueran a romper. Lo arrastraron hasta el borde del andén.

No se atreven. No pueden…

Pero Tomas estaba loco, y Jonny…

Intentó hacer cuña con los pies. Se agitaban sobre el andén mientras Tomas y Jonny lo llevaban hasta la línea blanca de seguridad antes del foso de las vías.

El pelo de la sien derecha de Oskar le rozaba la oreja, disparándosele con el golpe de aire que salió del túnel cuando el metro que venía del centro se acercaba. El raíl sonaba y Jonny le susurró:

–Ahora vas a morir, ¿lo sabes?

Tomas se reía, agarrándolo aún más fuerte del brazo. La cabeza de Oskar se nubló: piensan hacerlo. Lo pusieron hacia fuera de manera que la parte superior de su cuerpo sobresalía en el vacío.

Los faros del metro que se acercaba dispararon una ráfaga de luz fría sobre los raíles. Oskar volvió la cabeza hacia la izquierda y vio el metro saliendo precipitadamente del túnel.

¡BOOOOOOOO!

La bocina del tren bramó y el corazón de Oskar reventó en una sacudida mortal al mismo tiempo que se orinaba y su último pensamiento era

¡Eli!

antes de que lo echaran hacia atrás y de que su vista se llenara del verde cuando el metro pasó de largo, a un decímetro de sus ojos.

Estaba tendido boca arriba sobre el andén, jadeando. La humedad de la entrepierna se volvió más fría. Jonny se sentó en cuclillas a su lado.

–Sólo para que te enteres de cómo son las cosas. ¿Te enteras?

Oskar asintió instintivamente. Acabad cuanto antes. Los viejos impulsos. Jonny se tocó con cuidado su oreja herida, sonrió. Después puso la mano en la boca de Oskar, le apretó las mejillas.

–Chilla como un cerdo si has entendido.

Oskar chilló. Como un cerdo. Se echaron a reír, los dos. Tomas dijo:

–Antes lo hacía mejor. Jonny asintió.


–Tendremos que empezar a entrenarlo de nuevo. Llegó el metro por el otro lado. Lo dejaron.

Oskar se quedó un rato en el suelo, vacío. Después apareció una cara por encima de él. Una anciana. Le tendió una mano.

–Pequeño, lo he visto. Tienes que denunciarlos a la policía, esto ha sido…

Policía.

–… intento de asesinato. Ven, que te…

Sin hacer caso de la mano, Oskar se puso en pie. Todavía dando tropezones hacia las puertas, escaleras arriba, seguía oyendo la voz de la señora detrás de él:

–¿Cómo te encuentras…?

La pasma.

Lacke se sobresaltó cuando entró en el patio y vio el coche de la policía arriba, en la cuesta. Había dos agentes fuera del coche, uno de ellos escribía algo en un bloc. Dio por sentado que buscaban lo mismo que él, pero que estaban mal informados. Los policías no habían notado su sobresalto, así que siguió hasta el primer portal del edificio, entró en él.

Ninguno de los nombres del tablón le dijo nada, pero lo sabía: en el primer piso a la derecha. Al lado de la puerta del sótano había una botella de alcohol de quemar. Se paró y se quedó mirándola como si pudiera darle una pista de cómo debía de actuar.

El alcohol de quemar arde. Virginia ardió.

Pero ahí se acabó el razonamiento y sólo sentía la rabia ciega gritando de nuevo. Continuó subiendo las escaleras. Se había producido un desplazamiento.

Ahora tenía la cabeza clara y el cuerpo torpe. Los pies tropezaban con los peldaños y tenía que agarrarse al pasamanos para poder subir la escalera, al tiempo que su cerebro razonaba con claridad:

Entro. Lo encuentro. Le clavo algo en el corazón. Luego espero a que llegue la policía.

Se quedó parado delante de la puerta que no tenía letrero. ¿Y cómo cojones voy a entrar?

Medio en broma estiró el brazo, tocó el pasador y la puerta se abrió dejando al descubierto un piso vacío. No había muebles, ni alfombras, ni cuadros. Ni ropa. Se pasó la lengua por los labios.

Se ha largado. Aquí ya no tengo nada…

En el suelo de la entrada había otras dos botellas de alcohol de quemar. Trató de pensar qué podía significar aquello. Que aquel ser era bebedor… no. Que…


Quiere decir sólo que alguien ha estado aquí recientemente. Si no, la botella de abajo no estaría en el suelo. Sí.

Entró, se paró en el vestíbulo y escuchó. No oyó nada. Dio una vuelta al piso, vio que colgaban mantas de las ventanas en varias habitaciones, comprendió el motivo. Estaba en el sitio correcto.

Al final se quedó parado ante la puerta del cuarto de baño. Hizo presión sobre el picaporte: cerrado. Pero esa cerradura podría forzarla sin problema, sólo necesitaba un destornillador o algo parecido.

Volvió a intentar concentrar su atención en los movimientos. En realizar los movimientos. No tenía que pensar más. No necesitaba pensar más. Si empezaba a hacerlo, dudaría, y no iba a dudar. Por tanto, movimiento.

Miró en los cajones de la cocina. Encontró un cuchillo. Fue hasta el cuarto de baño. Fijó la punta en el tornillo del centro y giró en sentido contrario al de las agujas del reloj. La cerradura saltó, abrió la puerta. Estaba totalmente oscuro allí dentro. Buscó la llave de la luz, la encontró. Encendió.

¡Dios nos asista! Esto es la hostia…

El cuchillo de cocina se le cayó de las manos. La bañera estaba llena de sangre hasta la mitad. En el suelo había unos cuantos bidones grandes de plástico cuyas superficies transparentes tenían huellas de sangre. El cuchillo sonó contra las baldosas como un cascabel pequeño.

La lengua se le quedó pegada al paladar cuando se agachó para… ¿para qué? Para… comprobar… o algo más primitivo: la fascinación ante semejante cantidad de sangre… poder meter la mano en ella, bañarse las manos en sangre.

Bajó los dedos hacia la superficie quieta, oscura y… los hundió. Era como si le hubieran cortado los dedos, desaparecieron y con la boca abierta condujo la mano más abajo hasta que encontró…

Dio un grito, se echó hacia atrás.

Sacó la mano de la bañera y las gotas de sangre volaron describiendo arcos a su alrededor, aterrizaron en el techo, en las paredes. En un acto reflejo se llevó la mano a la boca. Se dio cuenta de lo que había hecho cuando su lengua, sus labios registraron un sabor dulzón y pegajoso. Escupió, se secó la mano en los pantalones. Se llevó la otra mano, la limpia, a la boca.

Hay alguien… ahí abajo.

Sí. Lo que había tocado con la punta de los dedos era un estómago. Se había hundido bajo la presión de sus dedos, antes de que él retirara la mano. Para dejar de pensar en el asco que le daba, buscó en el suelo, encontró el cuchillo, lo cogió otra vez agarrando con fuerza el mango.

Qué cojones voy a…

Si hubiera estado sobrio quizá se hubiera ido de allí en ese momento. Abandonando aquella laguna oscura que podía contener cualquier cosa bajo su superficie de nuevo quieta y reluciente. Un cuerpo descuartizado, por ejemplo.


El estómago tal vez está… tal vez es sólo estómago…

Pero la borrachera lo hacía inconsciente incluso de su propio miedo, así que cuando vio la cadenita que desde el borde de la bañera se hundía en aquel líquido oscuro, alargó la mano y tiró de ella.

El tapón se soltó allí abajo, el desagüe empezó a sorber y a tragar y se formó un ligero remolino en la superficie. Se puso de rodillas delante de la bañera, se lamió los labios. Sintió el sabor acre, escupió en el suelo.

La superficie descendía lentamente. Una línea de color rojo más oscuro se veía marcada con nitidez cerca del borde, donde el agua había alcanzado el nivel más alto.

Tiene que haber estado así mucho tiempo.

Después de algún minuto apareció sobre la superficie la silueta de una nariz en uno de los extremos. En el otro, un montón de dedos que subían mientras él los observaba, convirtiéndose en dos medios pies. El remolino de la superficie, intensificado, estaba ahora justamente ahí.

Deslizó la mirada a lo largo del cuerpo de niño que gradualmente fue apareciendo en el fondo. Un par de manos cerradas sobre el pecho. Rótulas. Una cara. La absorción era más lenta cuando la última sangre desaparecía por el desagüe.

El cuerpo que tenía delante de sus ojos era de color rojo oscuro; tornasolado, pringoso como un recién nacido. Tenía un ombligo. Pero no tenía órganos sexuales. ¿Chico o chica? No tenía importancia. Al observar la cara con los ojos cerrados lo reconoció demasiado bien.

Cuando Oskar intentó correr, las piernas se le quedaron bloqueadas. Se negaron.

Durante cinco segundos pensó realmente que iba a morir. Que iban a empujarlo. Ahora los músculos se negaban a abandonar ese pensamiento.

En el trecho entre la escuela y el gimnasio se le pasó.

Quería tumbarse. Dejarse caer hacia atrás en aquellos setos, por ejemplo. La cazadora y los pantalones forrados evitarían que se le clavaran las ramas; sólo lo acogerían suavemente. Pero tenía prisa. El segundero avanzando a saltos sobre la esfera del reloj.

La escuela.

La fachada angulosa y rojiza de ladrillo visto, ladrillo sobre ladrillo. En su cabeza, voló como un pajarillo por los corredores, entrando en la clase. Jonny estaba allí. Tomas. Sentados en sus pupitres y haciéndole burla. Bajó la cabeza, se miró las botas.


Tenía los cordones sucios; uno de ellos a punto de desatarse. Uno de los remaches metálicos del empeine se había doblado, metiéndose un poco hacia dentro. En los talones, la imitación de piel estaba abombada, brillante de tan gastada. De todas formas, probablemente tendría que llevar aquellas botas todo el invierno.

Frío, humedad en los pantalones. Levantó la cabeza.

No van a poder ganarme. No van. A poder. Ganarme.

Se meó. Las líneas rectas de la fachada de ladrillo visto se torcieron, se borraron, desaparecieron cuando echó a correr. Corría de tal manera que todo eran salpicaduras alrededor. El suelo volaba bajo sus pies y ahora le parecía como si el globo girara demasiado rápido.

Las piernas le seguían cuando los edificios altos, la antigua tienda de Konsum, la fábrica de bolitas de chocolate pasaron al mismo tiempo ante él, y la velocidad, junto con la costumbre, hizo que entrara en el patio a toda máquina, pasando por delante del portal de Eli hasta alcanzar el suyo.

Casi se estampa contra un policía que iba a entrar en su portal. El agente extendió la mano, lo paró.

–¡Huuuy! Menuda prisa.

La lengua enmudeció. El policía lo soltó, se le quedó mirando… ¿sospechoso?

–¿Vives aquí?

Oskar asintió. No había visto antes a ese policía. Tenía aspecto de bueno, la verdad. No. En condiciones normales le habría parecido que tenía cara de bueno. El agente arrugó la nariz, diciendo:

–Mira, sabes, ha… ocurrido una cosa aquí. En el portal de al lado. Por eso estoy dando una vuelta para preguntar si alguien ha oído algo. O ha visto algo.

–¿En qué… en qué portal?

El policía hizo un gesto con la cabeza señalando hacia el portal de Tommy y el pánico repentino abandonó a Oskar.

–En ése. Sí, no en el portal, sino… en el sótano. ¿Tú, por casualidad, no habrás visto u oído algo raro allí? ¿Los últimos días?

Oskar negó con la cabeza. Los pensamientos le daban vueltas en un caos tan grande que en realidad ya no pensaba absolutamente nada, pero le pareció que la angustia debía salirle por los ojos, totalmente visible para el agente. Y éste ciertamente ladeó la cabeza, lo miró con atención.

–¿Te pasa algo?

–… estoy bien…

–No tienes que asustarte por esto. Ya… ha pasado. Así que no debes preocuparte por ello. ¿Están tus padres en casa?


–No. Mamá. No.

–Bueno. Pero yo voy a seguir por aquí, así que… puedes pensar un poco, a lo mejor has visto algo. El policía le abrió la puerta:

–Entra.

–No, yo sólo…

Oskar se dio la vuelta esforzándose por andar de una manera natural cuesta abajo. A mitad del camino se volvió y vio que el policía entraba en su portal.

Han cogido a Eli.

Le empezaron a temblar las mandíbulas, los dientes golpeaban un confuso mensaje en Morse a través del esqueleto mientras abría el portal de Eli y seguía escaleras arriba. ¿Habrían puesto aquellas cintas en la puerta de Eli? ¿Habrían cerrado el paso?

Di que puedo entrar.

La puerta estaba entreabierta.

Si la policía hubiera estado aquí, ¿por qué iban a haber dejado abierto? No harían una cosa así.

Puso los dedos en el pasador, abrió la puerta con cuidado, se deslizó dentro del piso. Estaba oscuro. Uno de sus pies tropezó con algo. Una botella de plástico. Primero pensó que había sangre en la botella, luego vio que era eso que uno tiene para hacer fuego.

Respiración.

Alguien respiraba.

Se movía.

El ruido llegaba desde el baño hasta la entrada. Oskar avanzó, un paso sigiloso tras otro, apretó los labios hacia dentro para silenciar los dientes y el temblor se desplazó hacia la barbilla, el cuello, sacudiéndole la incipiente nuez. Dio la vuelta a la esquina y miró dentro del cuarto de baño.

Ése no es policía.

Un hombre con la ropa desgastada estaba de rodillas al lado de la bañera, con la parte superior del cuerpo inclinado sobre ésta, que quedaba fuera de la vista de Oskar. Sólo veía un par de pantalones grises sucios, un par de zapatos rotos con las puntas dobladas contra las baldosas. El bajo de un abrigo.

¡El viejo! Pero… si respira.

Sí. Inspiraciones y expiraciones silbantes sonaban casi como suspiros dentro del cuarto de baño y Oskar, sin darse cuenta, se acercó más. Palmo a palmo fue viendo más del cuarto del baño y, cuando estaba casi delante, vio lo que estaba a punto de ocurrir.

Lacke no era capaz.


El cuerpo que yacía en el suelo de la bañera parecía totalmente frágil. No respiraba. Le había puesto la mano en el pecho y constató que el corazón latía, pero sólo algunas pulsaciones por minuto.

Se había imaginado algo… terrorífico. Algo que estuviera en proporción con el terror que había experimentado en el hospital. Pero esa pequeña piltrafa sanguinolenta no parecía que pudiera volver a levantarse y menos aún hacerle daño a nadie. No era más que un niño. Un niño que se encontraba mal.

Era como haber visto a alguien querido sufrir consumido por un cáncer, y luego ver una célula cancerígena en el microscopio. Nada. ¿Eso? ¿Eso fue la causa? Tan pequeña.

Destrózame el corazón.

Se volvió a poner en cuclillas, dejó caer la cabeza tanto que se dio con el borde de la bañera: un golpe sordo que retumbó. No podía. No. Matar a un niño. Un niño dormido. Era incapaz, sólo eso. Con independencia de…

Es así como ha sobrevivido.

Eso. Eso. No el niño. Eso.

Eso era lo que se había lanzado sobre Virginia y… eso había matado a Jocke. Eso. Ese ser que yacía ahora ante él. Ese ser que volvería a hacerlo, contra otras personas. Y ese ser no era una persona. Ni siquiera respiraba y, sin embargo, el corazón latía como… el de un animal en hibernación.

Piensa en los otros.

Una serpiente venenosa donde viven las personas. ¿No la voy a matar sólo porque en este momento parece indefensa?

Y, sin embargo, no fue eso lo que finalmente le hizo decidirse. Fue cuando le miró de nuevo a la cara, cubierta por una fina película de sangre, y le pareció que… sonreía.

Se reía de todo el daño que hacía.

Basta.

Levantó el cuchillo de cocina sobre el pecho de aquel ser, movió las piernas un

poco hacia atrás para poder descargar todo su peso en el golpe y ¡AAAAHHHH!

Oskar lanzó un grito.

El viejo no se movió; sólo se quedó paralizado, volvió la cabeza hacia Oskar y dijo lentamente:


–Tengo que hacerlo. ¿Me entiendes?

Oskar le conocía. Uno de los borrachos que vivía en ese patio, solía saludarle a veces. ¿Por qué hace esto?

No importaba. Lo principal era que el viejo tenía un cuchillo en las manos, un cuchillo dirigido contra el pecho de Eli que yacía allí desnudo y descubierto en la bañera.

–No lo hagas.

El viejo movió la cabeza hacia la derecha, hacia la izquierda, más como si buscara

algo en el suelo que como si estuviera negando.

–No…

Se volvió de nuevo hacia la bañera, hacia el cuchillo. A Oskar le habría gustado

explicárselo. Que el de la bañera era su amigo, que era su… que tenía un regalo para él, que… que era Eli.

–Espera.

La punta del cuchillo apuntaba de nuevo al pecho de Eli, presionando con tanta fuerza que casi pinchaba la piel. Oskar no sabía en realidad lo que hacía cuando se metió la mano en el bolsillo de la cazadora y sacó el cubo; se lo enseño al viejo:

–Mira.

Lacke sólo lo vio por el rabillo del ojo como una súbita aparición de colores en medio de toda la negrura que lo envolvía. Pese a la burbuja de determinación en la que se hallaba encerrado no pudo dejar de volver la cabeza hacia allí, mirar a ver qué era.

Un cubo de ésos en las manos del chaval. Colores alegres.

Parecía totalmente insano en aquel ambiente. Un papagayo entre los grajos. Por un momento se quedó hipnotizado por el colorido del juguete, luego volvió de nuevo la mirada hacia la bañera, hacia el cuchillo que estaba a punto de ser clavado entre las costillas.

Sólo tengo que apretar.

Un destello.

Los ojos de ese ser se abrieron.

Se puso en tensión para apretar el cuchillo a fondo, y sus sienes explotaron.

El cubo crujió cuando una de sus esquinas golpeó la cabeza del viejo y se torció en la mano de Oskar. El hombre cayó de lado sobre uno de los bidones de plástico, que resbaló y fue a parar contra el borde de la bañera con el sonido de un bombo.


Eli se sentó.

Desde la puerta del cuarto de baño Oskar sólo podía verle la espalda. El pelo le caía pegajoso y aplanado sobre la parte posterior de la cabeza y la espalda era toda una herida.

El viejo trató de levantarse, pero Eli, más que saltar, cayó de la bañera aterrizando en las rodillas del hombre como un niño que se hubiera abalanzado sobre su padre para que lo consolara. Eli puso sus brazos alrededor del cuello del viejo y acercó su cara a la de él como si quisiera susurrarle algo con ternura.

Oskar salió del cuarto de baño reculando cuando Eli mordió al viejo en el cuello. Eli no le había visto, pero el viejo sí. Su mirada se quedó fija en Oskar y no la apartó mientras éste caminaba de espaldas, hacia la entrada.

–Perdón.

Oskar no consiguió que la palabra se oyera, pero sus labios la formaron antes de doblar la esquina y de que se interrumpiera el contacto con los ojos.

Estaba con la mano apoyada en el picaporte cuando el viejo gritó. Después el sonido desapareció de golpe, como si le hubieran puesto una mano sobre la boca.

Oskar vaciló. Después cerró la puerta. Echó el seguro.

Sin mirar hacia la derecha cruzó el pasillo, entró en el cuarto de estar.

Se sentó en la butaca.

Empezó a canturrear para ahogar los ruidos que llegaban del cuarto de baño.

En la actualidad, ésta es mi única posibilidad de protestar…


Bob Hund, Uno que se resiste

Let the right one in Let the old dreams die Let the wrong ones go They cannot do What you want them to do

Morrissey, Let the Right One Slip In

De Dagens Eko, 16.45, lunes 9 de

noviembre de 1981

El llamado asesino ritual ha sido detenido por la policía el lunes por la mañana. El hombre se encontraba en ese momento en un local de un sótano en Blackeberg, al oeste de Estocolmo.


Bengt Larn, portavoz de la policía:

–Se ha detenido a una persona, eso es correcto.

–¿Están seguros de que es el hombre al que se buscaba?

–Relativamente. Algunos factores, no obstante, dificultan su positiva

identificación.

–¿Qué factores?

–Lo siento, pero no puedo entrar a comentarlos por ahora.

El hombre fue llevado al hospital tras su detención. Su estado se describe como

muy crítico.

Junto al hombre se hallaba también un chico de dieciséis años. El chico no presentaba daños físicos, pero se encontraba en estado de shock y ha sido trasladado al hospital para su observación.

La policía está registrando ahora los alrededores para reunir más información sobre el desarrollo de los hechos.

El rey Carl Gustaf inauguró hoy un puente nuevo sobre el estrecho de Almo en Bohuslän. A la inauguración…


Extracto de las anotaciones del

diagnóstico hecho por el catedrático
de cirugía, por encargo de la policía

… exploración preliminar con dificultades… contracciones musculares de carácter espasmódico… el estímulo del sistema central nervioso, ilocalizable… parada de la actividad cardiaca…


La actividad muscular cesa a las 14.25… la autopsia revela la existencia, antes desconocida, de… órgano interno gravemente deformado…

La anguila que muerta y troceada salta en la sartén… hasta ahora nunca observado en un tejido humano… solicita poder conservar el cuerpo… atentamente…

Del periódico Västerort, semana 46

¿QUIÉN MATÓ A NUESTROS GATOS?

–Lo único que conservo es su collar -dice Svea Nordström señalando con la mano el embarrado prado donde apareció su gato y los de otros ocho vecinos…



Del informativo Aktuellt, lunes 9 de

noviembre, 21.00

La policía pudo acceder esta tarde al piso que, según se cree, pertenece al llamado asesino ritual, que fue detenido esta mañana.


Una llamada hizo que la policía pudiera finalmente localizar la vivienda en Blackeberg, a unos cincuenta metros del lugar donde el hombre fue detenido esta mañana.

Tenemos a nuestro reportero Folke Ahlmarker en el lugar:

–El personal de la ambulancia está en estos momentos trasladando el cuerpo de un hombre hallado muerto en el piso. Aún no se sabe quién es el cadáver. Por lo demás, parece que la vivienda se encontraba totalmente vacía de objetos. Parece ser que hay también indicios de que otras personas han estado recientemente en la vivienda.

–¿Qué hace ahora la policía?

–Han estado todo el día en la zona llamando a las puertas, pero si han obtenido alguna información, eso aún no lo han comunicado.

–Gracias, Folke.

Ráfagas de luz azul en el techo del dormitorio. Oskar está tumbado en su cama con las manos debajo de la cabeza.


Bajo la cama hay dos cajas de cartón. En una de ellas hay mucho dinero, montones de billetes y dos botellas de alcohol de quemar, la otra está llena de rompecabezas.

La caja con ropa se quedó allí.

Para ocultar las cajas, Oskar ha puesto su juego de hockey delante de ellas. Mañana las bajará al sótano, si tiene fuerzas. Su madre está viendo la tele, grita algo acerca de que su casa se ve por el televisor. Pero él no tiene más que levantarse y acercarse a la ventana para ver la misma cosa, desde otro ángulo.

Las cajas las tiró desde el balcón de Eli al suyo cuando aún era de día, mientras Eli se lavaba. Cuando salió del cuarto de baño la herida de la espalda ya se le había curado y estaba algo mareado por el alcohol que contenía la sangre.

Se acostaron juntos, se abrazaron. Oskar le contó lo que le había pasado en el metro. Eli le dijo:

–Perdona. Que pusiera en marcha todo esto.

–No. Está bien.

Silencio. Largo. Después Eli le preguntó, con discreción:

–¿Te gustaría… ser como yo?

–… No. Me gustaría estar contigo, pero…

–No. Claro que no quieres. Lo entiendo perfectamente.

Al anochecer se levantaron por fin, se vistieron. Estaban abrazados en el cuarto de estar cuando oyeron la sierra. Estaban serrando la cerradura.

Corrieron hacia el balcón, saltaron sobre la barandilla, aterrizaron en blando en los setos de abajo.

Dentro del piso oyeron que alguien decía:

–Pero qué demonios…

Se acurrucaron juntos bajo el balcón. Pero no había tiempo.

Eli volvió la cara hacia Oskar, diciendo: -Yo… Cerró la boca. Luego besó a Oskar en los labios. Oskar vio durante unos segundos a través de los ojos de Eli. Y lo que vio era… él


mismo. Sólo que mucho más elegante, más guapo, más fuerte de lo que creía que era. Visto con amor. Unos segundos.

Voces en el piso de al lado. Lo último que Eli había hecho antes de levantarse fue despegar el papel con el código Morse. Ahora se oían unos pies pesados dando vueltas en la habitación donde

Eli se había tumbado y desde donde le había enviado mensajes. Oskar pone la palma de la mano sobre la pared. – Tú…

Oskar no fue a la escuela el martes. Se quedó en su cama atento a los ruidos que llegaban a través de la pared preguntándose si encontrarían algo que pudiera conducirles hasta él. Al mediodía se dejaron de oír ruidos, y todavía no habían vuelto.


Entonces se levantó, se vistió y fue hasta el portal de Eli. La puerta del piso estaba precintada. Prohibido el paso. Mientras permanecía allí, mirando, llegó un policía hasta el rellano. Pero él no era más que un niño curioso del vecindario.

Al anochecer bajó las cajas al sótano y puso una alfombra vieja por encima de ellas. Ya decidiría más tarde qué haría con ellas. Si entraba algún ladrón en su cuarto trastero seguro que se iba a poner contento.

Se quedó un buen rato sentado en la oscuridad del sótano, pensando en Eli, en Tommy, en el viejo. Eli le había contado todo, que no había sido su intención que las cosas acabaran así.

Pero Tommy estaba vivo. Se pondría bien de nuevo. Eso le había dicho su madre a la madre de Oskar. Al día siguiente volvería a casa. Al día siguiente.

Al día siguiente, Oskar regresaría a la escuela. A encontrarse con Jonny, con Tomas, con… Tendremos que empezar a entrenarlo de nuevo.

Los dedos fríos, duros de Jonny sobre su mejilla. Apretando su carne blanda contra los dientes hasta que su boca involuntariamente tuvo que abrirse.

Chilla como un cerdo.

Oskar juntó las manos, apoyó la cara en ellas mirando la pequeña colina que formaba la alfombra sobre las cajas. Se levantó, retiró la alfombra y abrió la caja en la que estaba el dinero.

Billetes de mil y de cien todos revueltos, algunos fajos. Revolvió el dinero con la mano hasta que encontró una de las botellas. Después subió al piso a buscar cerillas.

Un foco solitario esparcía un resplandor blanco y frío sobre el patio de la escuela. Más allá de su luz se veían, pegados al suelo, los contornos de los juegos. Las mesas de ping-pong, tan estropeadas que no se podía jugar en ellas más que con pelotas de tenis, estaban cubiertas de nieve medio fundida.

Dos hileras de ventanas dentro del edificio de la escuela tenían las luces encendidas. Los cursos de la tarde. Por eso también estaba abierta una de las puertas laterales de la escuela.


Oskar, recorriendo pasillos a oscuras, llegó hasta su clase. Estuvo un rato mirando los pupitres. El aula parecía irreal a esas horas de la tarde, como si los fantasmas, murmurando silenciosamente, la utilizaran para su enseñanza: imposible imaginarse cómo sería esa enseñanza.

Se dirigió al pupitre de Jonny, levantó la tapa y lo roció con unos decilitros de alcohol de quemar. En el de Tomas, lo mismo. Se detuvo un momento delante del de Micke. Decidió que no. Luego se sentó en el suyo. Dejó que se filtrara. Como se hace con el carbón de la barbacoa.

Soy un fantasma. Buuu… buuu…

Abrió la tapa del pupitre y sacó Ojos de fuego, le hizo gracia el título y se lo guardó en la cartera. El libro de sueco donde había escrito una historia que le gustaba. Su bolígrafo preferido. A la cartera. Después se levantó, dio una vuelta a la clase y disfrutó estando allí. En paz.

Olía a química en el pupitre de Jonny cuando volvió a levantar la tapa, sacó las cerillas.

No, espera…

Fue a buscar dos reglas de madera grandes en la estantería que había al fondo de la clase. Sujetó la tapa del pupitre de Jonny con una de ellas, la de Tomas con la otra. Si no, dejaría de arder tan pronto como él soltara la tapa.

Dos animales prehistóricos hambrientos abriendo sus fauces en busca de comida. Dos dragones.

Encendió una cerilla, sujetándola en la mano hasta que la llama era grande y clara. Luego la soltó.

Cayó de su mano como una gota amarilla y


BUMMM


Jod…


Le escocieron los ojos cuando la cola morada de un cometa salió del pupitre y le lamió la cara. Se echó hacia atrás; había creído que ardería como… el carbón de la barbacoa, pero el pupitre saltó ardiendo por los aires, todo quedó envuelto en una gran llama que llegó hasta el techo.

Ardía demasiado.

La luz bailaba, se agitaba sobre las paredes de la clase y una guirnalda con grandes letras de papel que colgaba sobre el sitio de Jonny se rompió y cayó al suelo con la P y la Q ardiendo. La otra mitad se movía formando un amplio arco y las llamas cayeron sobre el pupitre de Tomas, que al momento se prendió con el mismo


BUMMM.


Una detonación succionadora al tiempo que Oskar corría fuera de la clase con la cartera golpeándole en la cadera. Piensa si toda la escuela…


Cuando llegó al final del pasillo empezó a sonar la alarma. Un estruendo metálico llenó el edificio y sólo cuando ya había bajado un tramo de las escaleras comprendió que se trataba de la alarma contra incendios.

Fuera, en el patio, la gran campana llamaba enfadada a unos alumnos que no existían, convocando a los fantasmas de la escuela y acompañando a Oskar durante la mitad del camino hacia su casa.

Cuando llegó a la vieja tienda de Komsum y la campana dejó de sonar, se relajó. Siguió andando tranquilamente.

En el espejo del cuarto de baño vio que tenía las puntas de las pestañas enroscadas, quemadas. Cuando se pasó el dedo por ellas, se desprendieron.

No fue a la escuela. Dolor de cabeza. Sonó el teléfono a eso de las nueve. No contestó. A mediodía vio pasar por la ventana a Tommy y a su madre. Tommy iba despacio, inclinado hacia delante. Como una persona mayor. Oskar se agachó para que no le vieran.


El teléfono sonaba con un intervalo de una hora. Al final, hacia las doce, contestó:

–Sí, soy Oskar.

–Hola. Me llamo Bertil Svanberg y soy, como quizá sabes, el director de la escuela a la que tu…

Colgó el auricular. Volvió a sonar el teléfono. Estuvo un rato mirándolo mientras sonaba, imaginándose al director con su chaqueta de cuadros tamborileando con los dedos y haciendo aspavientos. Después se vistió y bajó al sótano.

Se sentó y se entretuvo con los rompecabezas, miró en la cajita blanca de madera en la que relucían los cientos de piezas pequeñas del huevo de cristal. Eli sólo se había llevado algunos billetes de mil y el cubo. Cerró la caja de los rompecabezas, abrió la otra, revolvió con la mano entre los billetes. Cogió un puñado y los tiró por el suelo. Los cogió de uno en uno, jugando a «El chico de los pantalones de oro» hasta que se cansó. Doce billetes arrugados de mil y siete de cien estaban tirados a sus pies.

Juntó los billetes de mil en un montón y los dobló. Devolvió los de cien y cerró la caja. Subió al piso, buscó un sobre blanco en el que puso los billetes de mil. Sopesó el sobre en la mano preguntándose cómo hacerlo. No quería escribir; alguien podría reconocer su letra.

Sonó el teléfono.

Acaba de una vez. Entiende que yo no existo.

Alguien quería hablar en serio con él. Alguien quería preguntarle si sabía lo que había hecho. Lo sabía muy bien. Jonny y Tomas seguro que también lo habían entendido. No había más que hablar.

Fue hasta su escritorio y sacó sus letras adhesivas. En medio del sobre pegó una T y una O. La primera M salió algo torcida, pero la otra quedó recta. Igual que la Y.

Cuando abrió el portal de Tommy con el sobre en el bolsillo de la cazadora sintió más miedo que la tarde anterior cuando estuvo en la escuela. Con sigilo y con el corazón desbocado deslizó el sobre en el buzón de Tommy para que nadie le oyera y abriera la puerta o le viera por la ventana.

Pero no vino nadie, y cuando Oskar volvió a su piso se sintió un poco mejor. Un rato. Hasta que volvió de nuevo el hormigueo.


No debería… estar aquí.

A las tres, su madre regresó a casa, tres horas antes de lo habitual. Oskar estaba entonces sentado en el cuarto de estar escuchando el disco de Vikingarna. Ella entró en el cuarto, levantó la aguja y apagó el tocadiscos. Por su cara, adivinó que ella lo

sabía.

–¿Cómo estás?

–No muy bien.

–No…

Su madre suspiró y se sentó en el sofá.

–El director de tu escuela me ha llamado. Al trabajo. Me ha contado que… que

había habido un fuego ayer por la tarde. En la escuela.

–¿Ah, sí? ¿Se ha quemado?

–No, pero…

Calló, fijó la vista unos segundos en la alfombra de nudos. Después la levantó y

buscó la mirada de Oskar.

–Oskar. ¿Fuiste tú? Él la miró directamente a los ojos y dijo:

–No.

Pausa.

–¿No?, pues por lo visto ha habido muchos desperfectos en la clase, y… había

empezado… en el pupitre de Jonny y en el de Tomas…

–¿Ah, sí?

–Y ellos evidentemente están bastante seguros de que… de que has sido tú.

–Pero no he sido.

Su madre siguió sentada en el sofá y respiraba por la nariz. Estaban a un metro el

uno del otro, a una distancia infinita.

–Quieren… hablar contigo.

–Yo no quiero hablar con ellos.

La tarde iba a ser larga. Nada bueno en la tele.

Por la noche, Oskar no podía dormir. Se levantó de la cama, se acercó sigilosamente a la ventana. Le pareció que había alguien sentado en la escalera del tobogán abajo en el parque. Pero no eran más que figuraciones, claro. Sin embargo, siguió mirando la sombra que había allí abajo hasta que se le cerraron los ojos.

Cuando se volvió a meter en la cama seguía sin poder dormirse. Con cuidado dio unos golpecitos en la pared. No hubo respuesta. Sólo el sonido seco de sus propios dedos, nudillos contra hormigón, llamadas a una puerta que se había cerrado para siempre.


Oskar vomitó por la mañana y pudo quedarse en casa un día más. A pesar de que sólo había dormido unas horas por la noche, no era capaz de descansar. Sentía una inquietud que le desazonaba todo el cuerpo, que le hacía dar vueltas y más vueltas por el piso. Cogía cosas, las miraba, las volvía a dejar.


Era como si hubiera algo que tenía que hacer. Algo que fuera absolutamente necesario que hiciera. Pero no podía saber qué era.

Por un momento creyó que era eso cuando quemó los pupitres de Jonny y de Tomas. Después pensó que era eso cuando dejó el dinero a Tommy. Pero no era eso. Era otra cosa.

Una gran representación teatral que ya había terminado. Ahora daba vueltas al escenario vacío y sin luces recogiendo lo que se había quedado olvidado. Aunque había otra cosa… Pero ¿qué?

Cuando llegó el correo a eso de las once había una sola carta. Le dio un vuelco al corazón cuando la recogió, le dio la vuelta.

Era para su madre. En la esquina superior, a la derecha, llevaba el membrete Distrito escolar Ångby Sur. La rompió en pedazos, sin abrirla, tiró los trozos de papel al servicio. Se arrepintió. Demasiado tarde. No le preocupaba lo que pudiera poner en ella, pero habría más complicaciones si actuaba de esa manera que si dejaba las cosas como estaban.

Pero no tenía importancia.

Se desnudó, se puso su albornoz. Permaneció ante el espejo de la entrada, observándose a sí mismo. Haciendo como si fuera otra persona. Inclinándose para besar el cristal del espejo. Justo en el momento en que sus labios rozaron la fría superficie, sonó el teléfono. Y casi sin pensar levantó el auricular.

–Sí, soy yo.

–Sí.

–Hola, soy Fernando.

–¿Qué?

–Sí. Ávila. El maestro Ávila.

–Ah, sí. Hola.

–Sólo quería saber si… vas a venir hoy a entrenar. – Estoy… un poco enfermo. Se quedó en silencio al otro lado. Oskar podía oír la respiración del maestro.


Uno. Dos. Luego: -Oskar: si lo has hecho o no, a mí no me importa. Si te apetece hablar,

hablamos. Si no lo deseas, no lo hacemos; pero quiero que vengas a entrenar.

–Y eso… ¿por qué?

–Porque Oskar, no puedes quedarte como snigeln, ¿cómo se dice…?, el

caracol. En el caparazón. Si no estás enfermo, enfermarás. ¿Estás enfermo?

–… Sí.

–Entonces necesitas entrenamiento físico. Te vienes esta tarde.

–¿Y los otros?

–¿Los otros? ¿Qué pasa con los otros? Si se meten contigo, les doy un bufido

y dejarán de hacerlo. Pero no lo harán. Allí toca entrenar. Oskar no contestó.

–¿Estás de acuerdo? ¿Vendrás?

–Sí…

–Bien. Nos vemos.

Oskar colgó el auricular y le volvió a rodear el silencio. No quería ir a

entrenar. Pero quería ver al maestro. Tal vez podía ir un poco antes, ver si estaba allí. Luego, volver a casa cuando empezara.

No es que Ávila fuera a aceptar eso, pero…

Dio otras cuantas vueltas por el piso. Preparó la bolsa para ir a entrenar, más que nada por tener algo que hacer. Menos mal que no le había pegado fuego al pupitre de Micke, porque Micke podía estar entrenando. Aunque a lo mejor había ardido también, puesto que estaba al lado del de Jonny. ¿Cuánto se habría quemado en realidad?

¿A quién se lo podía preguntar…?

Hacia las tres volvió a sonar el teléfono. Oskar dudó antes de cogerlo, pero después de aquel rayo de esperanza que había sentido tras ver la carta, ya no podía

dejar de contestar.

–Sí, soy Oskar.

–Hola, soy Johan.

–Hola.

–¿Cómo estás?

–Regular.

–¿Hacemos algo esta tarde?

–¿A qué hora… entonces? – Sí… pues a las siete, o así. – No, a esa hora voy a… entrenar. – ¿Ah, sí? Bueno. Lo siento. Adiós. – ¿Johan? – ¿Sí? – He… oído que ha habido fuego. En la clase. ¿Ha sido mucho… lo que se ha


quemado? – No. Algunos pupitres, sólo. – ¿Nada más? – Noo… unos pocos… papeles y eso. – Bueno. – Tu pupitre se libró. – Sí. Bien. – Vale. Adiós. – Adiós. Oskar colgó el teléfono con una sensación extraña en el estómago. Había

creído que todos sabían que había sido él. Pero no había sonado así al hablar con Johan. Y, además, su madre le había dicho que era mucho lo que se había quemado. Pero claro, puede que ella hubiera exagerado.

Oskar prefirió creer a Johan. Puesto que él lo había visto.

–¡Uf! Pues… Johan colgó el auricular mirando indeciso alrededor. Jimmy meneaba la

cabeza, expulsando el aire a través de la ventana de la habitación de Jonny. – Es lo peor que he oído. Con voz apenada dijo Johan: -No es tan fácil. Jimmy se volvió hacia Jonny, que estaba sentado en su cama dando vueltas

entre los dedos a una borla de la colcha de la cama. – ¿Qué es lo que ha pasado? ¿La mitad de la clase ha ardido? Jonny asintió. – Todos en la clase le odian.

–Y tú… -Jimmy se dirigió de nuevo a Johan-, y tú dices que… ¿qué es lo que has dicho?: «Unos pocos papeles». ¿Crees que se lo va a tragar?


Johan agachó la cabeza avergonzado.

–No sabía qué decirle. Pensé que iba a sospechar si le decía que…

–Bueno, bueno. Lo hecho, hecho está. Ahora, esperemos a que venga.

Johan posaba sus ojos en Jonny y en Jimmy alternativamente. Pero las miradas de ambos estaban vacías, concentradas en las imágenes de la tarde que se avecinaba.

–¿Qué pensáis hacer?

Jimmy se inclinó hacia delante en la silla, sacudió un poco de ceniza que le había caído en la manga del jersey y dijo lentamente:

–Él prendió fuego. Todo lo que teníamos de nuestro padre. Así que lo que pensamos hacer, eso es algo en lo que tú no tienes por qué… interesarte tanto. ¿O no?

Su madre llegó a las cinco y media. Las mentiras, la desconfianza de la tarde anterior flotaban aún entre ellos como una niebla fría y su madre se fue directamente a la cocina y empezó a hacer un ruido innecesariamente alto con los cacharros. Oskar cerró su puerta. Se tumbó en la cama y se quedó mirando al techo.

Se podía ir. Fuera, al patio. Abajo, al sótano. A la plaza. Coger el metro. Y sin embargo no había ningún sitio… ningún sitio en el que él… nada.

Oyó cómo su madre iba hacia el teléfono, marcaba un número con muchas cifras. El de su padre, probablemente. Oskar sintió un pequeño escalofrío.

Se echó el edredón por encima, se sentó con la cabeza contra la pared, escuchando retazos de la conversación entre sus padres. Si él pudiera hablar con su padre. Pero no podía. Nunca funcionaba.

Se colocó el edredón haciendo como si fuera un jefe indio, impasible ante todo, mientras la voz de su madre subía de tono. Después de un rato empezó a gritar y el jefe indio se derrumbó en la cama, apretando el edredón, las manos contra los oídos.

Había tanto silencio dentro de la cabeza. Es… el espacio.

Oskar convirtió rayas, colores y puntos ante sus ojos en planetas, en lejanos sistemas solares a través de los cuales viajaba. Aterrizó en una cometa, voló un rato sobre ella, saltó y se quedó flotando libremente en el espacio hasta que tiraron del cobertor y abrió los ojos.

Allí estaba su madre. Con los labios apretados. Su voz, un cortante staccato al hablar:

–Bueno. Ahora me ha contado tu padre… que él… el sábado… que tú… ¿dónde estuviste? ¿Eh? ¿Dónde estuviste? ¿Me puedes contestar a eso?

Su madre tiró del edredón, justo sobre su cara, y el cuello se le tensó como una soga.


–Ya no vas a volver a ir allí más. Nunca más. ¿Me oyes? ¿Por qué no me hasdicho nada? Desde luego… ese cabrón. Ésos no deberían tener hijos. No va a volver a verte. Se puede quedar allí bebiendo todo lo quiera. ¿Me oyes? No le necesitamos para nada. Estoy tan…

Su madre se dio media vuelta, alejándose de la cama salió de la habitación dando un portazo que hizo temblar las paredes. Oskar oyó cómo enseguida volvió a marcar el largo número, lanzó un taco al equivocarse en uno y empezó de nuevo. Unos segundos después de que hubiera marcado la última cifra, empezó otra vez a gritar.

Oskar se deslizó fuera de la cama, cogió la bolsa de gimnasia y salió al pasillo, donde su madre estaba tan ocupada gritando a su padre que no notó siquiera que él se ponía las botas y, sin atárselas, se dirigía hacia la puerta.

No le vio hasta que estaba ya en el rellano de la escalera.

–¿Oye? ¿Adónde vas?

Oskar dio un portazo y bajó las escaleras corriendo, siguió corriendo con las botas desatadas hacia la piscina.

–Roger, Prebbe…

Jimmy señalaba con el tenedor de plástico a los dos que salían del metro. El bocado de ensalada con gambas que Jonny acababa de darle a su rollito se le quedó atragantado a medio camino y se vio obligado a tragar una vez más para poderlo pasar. Miró a su hermano con cara interrogante, pero la atención de Jimmy se hallaba concentrada en los dos que se acercaban pesadamente hasta el puesto de salchichas, saludando.

Roger era delgado y tenía el pelo largo y lacio, cazadora de cuero. La piel de la cara marcada por cientos de pequeños cráteres y aparentemente consumida porque tenía los huesos muy marcados y los ojos parecían extrañamente grandes.

Prebbe llevaba una cazadora vaquera con las mangas cortadas y debajo una camiseta, y nada más, aunque la temperatura no subía de los dos grados. Era grandote. Desbordado por todos sitios, con el pelo rapado. Un cazador de montaña que hubiera perdido la forma física.

Jimmy les comentó algo, señalando, y ellos fueron los primeros en dirigirse hacia la caseta del transformador que había al lado de los raíles del metro. Jonny dijo en voz baja:

–¿Por qué… vienen?

–Para ayudarnos, claro. – ¿Hace falta? Jimmy sonrió meneando la cabeza, como si Jonny en realidad no entendiera ni


jota de cómo funcionaba aquello.

–¿Qué habías pensado hacer con el profe, entonces?

–¿Ávila?

–Sí. ¿Creías que nos iba a dejar entrar sin más y… eh?

Jonny no tenía respuesta para eso, así que siguió a su hermano hasta la parte de atrás de la caseta de ladrillos. Roger y Prebbe estaban a la sombra con las manos en los bolsillos y calentándose los pies dando patadas. Jimmy sacó del bolsillo de la cazadora una pitillera plateada, apretó el botón y se la acercó a los dos.

Roger se quedó observando los seis cigarrillos liados a mano que había en ella, y dijo:

–Liado y listo, se agradece… -y pescó el más grueso entre dos dedos delgados.

Prebbe hizo una mueca que le hizo parecerse a un Teleñeco en el balcón.

–Pierden fuerza si no se fuman pronto. Jimmy, ofreciéndole la pitillera, dijo:

–Puta vieja. Los lié hace una hora. Y esto no es esa mierda marroquí que tú sueles traer. Esto es auténtico.

Prebbe suspiró y cogió uno de los cigarrillos, Roger le dio fuego.

Jonny miraba a su hermano. La cara de Jimmy era una silueta afilada contra la luz que salía del andén del metro. Jonny le admiraba. Se preguntaba si él alguna vez sería un tipo así y se atrevería a decirle «puta vieja» a alguien como Prebbe.

Jimmy también cogió un cigarrillo, lo encendió. El papelillo liado en el extremo ardió un momento antes de que se formara el ascua.

Dio una calada profunda y Jonny quedó envuelto en el aire dulzón al que siempre olía la ropa de Jimmy.

Fumaron en silencio un rato. Luego Roger alargó el cigarrillo a Jonny.

–¿Quieres darle una calada?

Jonny estaba a punto de alargar la mano para cogerlo, pero Jimmy le dio una palmada en el hombro a Roger.

–Idiota. ¿Quieres que se vuelva como tú, eh?

–Sería agradable.

–Para ti, puede. Pero no para él.

Roger se encogió de hombros, retirando su invitación.

Eran las siete y media cuando dejaron de fumar, y Jimmy, cuando habló, lo hizo con exagerada claridad, cada palabra una complicada escultura que tenía que salir de su boca.


–Bueno. Éste… es Jonny. Mi hermano.

Roger y Prebbe asintieron complacidos. Jimmy agarró la barbilla de Jonny con un gesto algo torpe y giró su cabeza de perfil hacia los otros dos.

–Mirad aquí, la oreja. Se lo ha hecho él. De esto es de lo que vamos a… ocuparnos.

Roger dio un paso al frente, entornó los ojos mirando la oreja de Jonny y chascando la lengua dijo:

–Joder. Parece increíble.

–No necesito la opinión… de ningún… experto. Sólo tenéis que escucharme. Esto es lo que vamos a hacer…

Las verjas del callejón entre las paredes de ladrillo estaban abiertas. Plaf, plaf, sonaba el eco de las botas de Oskar mientras avanzaba hacia la puerta de la piscina; la abrió. El calor húmedo se posó sobre su cara y una nube de vapor se escapó hacia fuera, hacia el frío callejón. Se apresuró a entrar y cerrar la puerta.

Se quitó las botas de dos patadas y continuó hasta los vestuarios. Vacíos. Desde el cuarto de las duchas se oía el agua de una de ellas y una voz grave que cantaba:

Bésame, bésame mucho,

como si fuera esta noche la última vez…

El maestro. Sin quitarse la cazadora Oskar se sentó en uno de los bancos, a esperar. Después de un rato se dejó de oír el chapoteo del agua y la canción, y el maestro salió a los vestuarios con la toalla alrededor de las caderas. Tenía el pecho totalmente cubierto de vello negro y ensortijado con algunos rizos blancos. A Oskar le pareció alguien de otro planeta. El maestro lo vio, lo saludó con una amplia sonrisa.

–¡Oskar! Así que tú salir del caparazón de todos modos.

Oskar asintió.

–Se volvió algo… estrecho.

El maestro se rio mientras se rascaba el pecho; las puntas de los dedos desaparecieron entre los rizos.

–Has venido pronto.

–Sí, pensé… Oskar se encogió de hombros. El maestro dejó de rascarse. – ¿Qué pensaste? – No sé. – ¿Hablar? – No, yo sólo… -Deja que te mire. El maestro dio un par de pasos rápidos y se puso delante de Oskar, observó su


cara. – ¡Ah, sí! Vale. – ¿Qué? – Fuiste tú -el maestro señaló sus propios ojos-: Yo veo. Te has quemado

las cejas. No, ¿cómo se llaman? Debajo. Pesti… -¿Pestañas? – Pestañas. Eso es. Y un poco aquí, en el pelo, también. Hmm. Si no quieres

que nadie lo sepa, tendrás que cortártelo un poco. Las pesti… pestañas crecen enseguida. Lunes ha desaparecido. ¿Gasolina? – Alcohol de quemar. El maestro expulsó aire por la boca, meneando la cabeza.

–Muy peligroso. Probablemente… -Ávila puso el dedo índice sobre la sien de Oskar-… estás un poco loco. No mucho. Pero un poco. ¿Por qué alcohol de quemar?

–Yo… me lo encontré. – ¿Encontraste? ¿Dónde? Oskar levantó la vista y miró al maestro: una roca húmeda, comprensiva. Y

quería contar. Quería contarlo todo. Sólo que no sabía por dónde empezar. Ávila esperó. Luego dijo: -Jugar con fuego es muy peligroso. Puede convertirse en una costumbre. No es un buen método. Mucho mejor el ejercicio físico. Oskar asintió, y el sentimiento desapareció. El maestro era bueno, pero no iba a comprenderle. – Ahora te cambias y te enseño un poco de técnica con la barra de las pesas. ¿De acuerdo? Ávila se dio la vuelta para dirigirse a su despacho. Se paró al otro lado de la puerta.

–Y Oskar: no te preocupes. Yo digo no a nadie si tú no quieres. ¿Bien? Podemos hablar más después del entrenamiento.


Oskar se cambió. Cuando ya estaba listo llegaron Patrik y Hasse, dos chicos de 6o A. Saludaron a Oskar, pero a él le pareció que le miraban demasiado, y cuando entró en el gimnasio oyó cómo empezaban a cuchichear entre ellos.

Una sensación de malestar se le fijó en la boca del estómago. Se arrepintió de haber ido allí. Pero enseguida llegó Ávila, vestido con una camiseta y un pantalón corto, y le enseñó cómo podía realizar un levantamiento de barra más eficaz dejándola que se apoyara sobre las yemas de los dedos; así, Oskar consiguió levantar 28 kilos; dos más que la vez anterior. El maestro apuntó en su cuaderno el nuevo récord.

Llegaron más chavales, entre ellos Micke. Éste sonrió con su habitual mueca críptica que podía significar cualquier cosa: la posibilidad de ofrecerte un bonito regalo o de hacer algo terrible contra ti.

Y se trataba de lo último, aunque ni siquiera el propio Micke comprendiera la gravedad del asunto.

De camino hacia el entrenamiento, Jonny había llegado corriendo y le había pedido que hiciera una cosa, porque Jonny quería burlarse un poco de Oskar, lo que le pareció muy bien a Micke. A Micke le gustaba burlarse de otros. Además, toda su colección de cromos de hockey había ardido el martes por la tarde, así que se apuntaba encantado a un poco de cachondeo a costa de Oskar.

Pero mientras tanto, seguía sonriendo.

El entrenamiento continuó. A Oskar le parecía que los demás le miraban raro, pero tan pronto como trataba de encontrar sus ojos dirigían la vista hacia otro lado. Habría preferido irse a casa.

… no… irse…

Irse, sin más.

Pero el maestro estaba pendiente de él, le animaba y así no había ninguna posibilidad. Además: estar aquí era, en cualquier caso, mejor que estar en casa.

Cuando terminó el entrenamiento, Oskar estaba tan cansado que ni siquiera tenía fuerzas para sentirse mal. Fue a las duchas un poco después que los otros, y se duchó de espaldas. No es que tuviera tanta importancia. Al fin y al cabo, uno se bañaba desnudo.

Se entretuvo un rato frente a la pared de cristal que separaba las duchas de la piscina; hizo con la mano un claro en el vapor condensado sobre el cristal y estuvo observando a los otros mientras se tiraban al agua, se perseguían, lanzaban pelotas. Y el sentimiento lo invadió de nuevo. No como un pensamiento formulado con palabras, sino como una sensación muy fuerte:

Estoy solo. Estoy… totalmente solo.

Después le vio el maestro, le hizo una seña para que fuera, para que se metiera. Oskar bajó arrastrando los pies por la pequeña escalera, se acercó al borde de la piscina y se quedó mirando abajo, al agua químicamente azul. No tenía ninguna energía o fuerza en el cuerpo, así que entró por la escalerilla y bajando los peldaños de uno en uno se sumergió en el agua bastante fría.


Micke estaba sentado al borde de la piscina, le sonrió asintiendo. Oskar dio unas brazadas en dirección a Ávila.

–¡Cógela!

Con el rabillo del ojo vio la pelota que venía volando demasiado tarde. Golpeó justo delante de él y le llenó los ojos de agua con cloro. Escocía como las lágrimas. Se frotó los ojos y, cuando alzó la vista, vio al maestro que estaba mirándole con una expresión… ¿compasiva? en el rostro.

¿O desdeñosa?

Puede que sólo fueran figuraciones suyas, pero apartó la pelota que flotaba delante de sus narices y se hundió. Dejó que la cabeza se deslizara bajo el agua, su pelo se agitó cosquilleándole en las orejas. Estiró los brazos y flotó con la cara bajo el agua, balanceándose. Haciéndose el muerto.

Si pudiera flotar para siempre.

Si no tuviera que levantarse nunca más, ni encontrarse con las miradas de quienes al fin y al cabo sólo le querían mal. O si el mundo, cuando él finalmente sacara la cabeza, hubiera desaparecido. Y que sólo existieran él y la inmensidad azul.

Pero incluso con los oídos debajo del agua podía oír los ruidos lejanos, el estrépito del mundo que le rodeaba, y cuando sacó la cabeza ese mundo estaba allí, por supuesto; vociferando, retumbando.

Micke había abandonado su sitio al borde de la piscina y los otros estaban liados en una especie de voleibol. La pelota blanca volaba por los aires, se reflejaba nítidamente contra la negrura de los cristales esmerilados de las ventanas. Oskar se deslizó hasta un rincón en la parte profunda de la piscina, se quedó allí solo con la nariz sobre la superficie del agua, mirando.

Micke llegó deprisa desde la zona de las duchas en el otro extremo de la sala y gritó:

–¡Maestro! ¡Está sonando el teléfono de su despacho!

Ávila masculló algo y salió por uno de los bordes de la piscina. Hizo un gesto de asentimiento a Micke y desapareció por la parte de los vestuarios. Lo último que vio Oskar de él fue una silueta borrosa detrás del cristal empañado.

Después desapareció.

Tan pronto como Micke salió de los vestuarios, ocuparon sus posiciones.

Jonny y Jimmy se deslizaron en el gimnasio; Roger y Prebbe se pusieron contra la pared al lado de la puerta. Oyeron a Micke gritar desde la piscina, se prepararon.


Pasos suaves de pies descalzos que se acercaban pasando al lado del gimnasio,y un par de segundos después Ávila cruzaba la puerta del vestuario y se dirigía a su despacho. Prebbe ya había dado dos vueltas alrededor de la mano a los calcetines dobles llenos con monedas, para poder agarrarlos mejor. Cuando el maestro llegó ante la puerta, de espaldas a él, Prebbe dio una zancada y blandió el peso contra su cabeza.

Prebbe no era especialmente ágil y el maestro debió oír algo. Porque volvió la cabeza hacia un lado y recibió el golpe por encima de la oreja. El efecto fue, no obstante, el esperado. Ávila cayó ligeramente inclinado hacia delante, se golpeó la cabeza contra el marco de la puerta y se deslizó hasta el suelo.

Prebbe se sentó sobre su pecho y se enroscó la pesada bola llena de monedas en la mano, de forma que pudiera golpear con más precisión si fuera necesario. Pero parecía que no. Las manos del maestro temblaban un poco, pero no opuso la menor resistencia. Prebbe no creía que estuviera muerto. No lo parecía.

Llegó Roger y se inclinó sobre el cuerpo tendido como si nunca hubiera visto nada parecido.

–¿Es un turco o qué?

–Y yo qué cojones sé. Busca las llaves.

Roger, mientras buscaba las llaves en los pantalones cortos del maestro, vio cómo Jonny y Jimmy iban desde el gimnasio hacia la piscina. Sacó las llaves, las fue probando una tras otra en la puerta de la oficina, mirando de reojo al profesor.

–Peludo como un mono, desde luego. Turco, seguro.

–Vamos, date prisa.

Roger suspiró, siguió probando llaves.

–Lo digo sólo por ti. Se siente uno mejor si…

–Deja de decir gilipolleces. Date prisa.

Roger dio con la llave correcta y abrió la puerta. Antes de entrar, señaló al maestro y dijo:

–A lo mejor no deberías estar sentado así. Seguramente no podrá respirar.

Prebbe se apartó y se puso al lado del cuerpo tendido con el peso dispuesto enla mano por si Ávila intentaba hacer algo.

Roger registró los bolsillos de la cazadora que había en el despacho, encontró una cartera con trescientas coronas. En un cajón del escritorio, del que encontró la llave después de buscarla un rato, había diez tarjetas prepago sin sellar. Las cogió también.

No era un buen botín. Pero no se trataba de eso, claro está. Una simple recompensa.


Oskar estaba todavía en la esquina de la piscina haciendo burbujas en el agua cuando entraron Jonny y Jimmy. Su primera reacción no fue de miedo, sino de indignación.

Pues iban con la ropa puesta.

Sí, no se habían quitado ni siquiera los zapatos, y Ávila, que era tan exigente con…

Cuando Jimmy se apostó en el borde de la piscina y empezó a escudriñar el agua, llegó el miedo. Había visto a Jimmy un par de veces, de pasada, y ya entonces le pareció que tenía un aspecto desagradable. Ahora además había algo en sus ojos… en su forma de mover la cabeza…

Como Tommy y los otros cuando han…

La mirada de Jimmy encontró a Oskar y él sintió con un escalofrío que estaba… desnudo. Jimmy llevaba la ropa puesta, coraza. Oskar estaba metido en el agua fría y cada centímetro de su piel se hallaba expuesto. Jimmy asintió mirando a Jonny, describió medio círculo con la mano y los dos comenzaron a andar, cada uno por un lado de la piscina, hacia Oskar. Mientras caminaba, Jimmy gritó a los otros:

–¡Largaos de aquí! ¡Todos! ¡Fuera del agua!

Algunos chicos se quedaron quietos y otros movían las piernas en el agua, indecisos. Jimmy se situó al borde de la piscina, sacó de la cazadora una navaja, la abrió y la apuntó como una flecha hacia el montón de chavales. Señaló con ella el otro extremo de la piscina.

Oskar permanecía apretado contra el rincón, mirando aterrado mientras los otros chicos nadaban rápidamente o caminaban por el agua hacia el otro lado, dejándole solo.

El maestro… dónde está el maestro…

Una mano le agarró del pelo. Los dedos se entrecruzaban con tanta fuerza que le dolía el cuero cabelludo; arrastraron su cabeza hacia atrás, hasta la misma esquina de la piscina. Por encima de él oyó la voz de Jonny.

–Ése es mi hermano. Hijo de puta.

Le golpeó la cabeza un par de veces y el agua chapoteaba en sus orejas mientras Jimmy se acercaba hasta donde estaban y se ponía en cuclillas con la navaja en la mano.

–Hola, Oskar.

Oskar tragó agua y empezó a toser. Cada tirón ocasionado por la tos hacía que le doliera la raíz del pelo, donde los dedos de Jonny le agarraban cada vez más fuerte. Cuando se le pasó la tos, tintineó el filo de la navaja de Jimmy contra los azulejos del borde.

–Tú, he pensado esto. Que íbamos a hacer un pequeño campeonato. Quédate totalmente quieto…


La navaja pasó justo por encima de la frente de Oskar cuando Jimmy se la tendió a Jonny y éste pasó a agarrar a Oskar por el pelo. Oskar no se atrevía a hacer nada. Había mirado a Jimmy a los ojos durante unos segundos y le pareció que estaban totalmente locos. Tan llenos de odio que era imposible mirarlos.

Tenía la cabeza apretada contra la esquina de la piscina. Sus brazos flotaban sin fuerza en el agua. No había nada a lo que agarrarse. Buscó a los otros chicos. Estaban fuera, en el otro extremo; Micke más adelantado, todavía sonriendo, expectante. Los demás parecían asustados.

Nadie le iba a ayudar.

–Sí, así… es sencillo, eh. Reglas sencillas. Tú permaneces bajo el agua durante… cinco minutos. Si lo consigues no te haremos más que un pequeño arañazo en la mejilla o algo así. Un pequeño recordatorio, sólo. Si no lo consigues, entonces… bueno, cuando saques la cabeza te clavaré la navaja en un ojo. ¿Vale? ¿Has comprendido las reglas?

Oskar sacó la cabeza. Expulsaba agua por la boca cuando, tiritando, dijo:

–… eso es imposible… Jimmy sacudió la cabeza.

–Ése es tu problema. ¿Ves el reloj que hay allí? Dentro de veinte segundos empezamos. Cinco minutos. O el ojo. Aprovecha ahora para coger aire. Diez… nueve… ocho… siete…

Oskar intentó escapar cogiendo impulso con los pies, pero tenía que estar de puntillas para hacer pie y la mano de Jimmy lo sujetaba del pelo con fuerza, haciendo imposible cualquier movimiento.

Si consiguiera arrancarme el pelo… cinco minutos…

Cuando lo había intentado él mismo, lo más que había conseguido habían sido tres. Casi.

–Seis… cinco… cuatro… tres…

El maestro. El maestro va a venir antes…

–Dos… uno… cero…

Oskar sólo tuvo tiempo de respirar a medias antes de que le hundiera la cabeza en el agua. Perdió el apoyo de los pies y la parte inferior de su cuerpo flotó lentamente hacia arriba, hasta que quedó con la cabeza inclinada sobre el pecho unos decímetros por debajo de la superficie del agua, el cuero cabelludo le escoció como el fuego cuando el agua clorada penetró en los resquicios y en las heridas de la raíz del pelo.

No podía haber pasado más de un minuto cuando el pánico empezó a adueñarse de él.


Abrió los ojos y no vio más que azul claro… velos de color rosa que se deslizaban desde su cabeza ante sus ojos mientras intentaba buscar apoyo con el cuerpo pese a que era imposible, ya que no había nada a lo que agarrarse. Sus piernas se movían arriba en la superficie y el color azul claro se deshizo, se fragmentó ante sus ojos en ondas de luz.

Le salieron burbujas por la boca y estiró los brazos, flotando boca arriba, y los ojos se volvieron hacia lo blanco, hacia los rayos vacilantes del tubo fluorescente del techo. El corazón le palpitaba como una mano contra un cristal, y cuando sin querer tragó agua por los orificios nasales una especie de calma empezó a esparcirse por su cuerpo. Pero el corazón empezó a latir con más fuerza, con más insistencia, quería vivir y volvió a patalear desesperado, intentando agarrarse a algo donde no había nada.

Y su cabeza fue empujada más abajo. Y, por extraño que parezca, pensó:

Mejor esto. Que el ojo.

Después de dos minutos Micke empezó a sentirse terriblemente incómodo.

Parecía como si… como si realmente pensaran… Echó una ojeada hacia los demás chicos, pero ninguno parecía dispuesto a hacer nada y él, con la voz entrecortada, no dijo más que:

–Jonny… joder…

Pero parecía que Jonny no le había oído. Sus ojos estaban fijos, arrodillado al borde del agua apuntando con la navaja hacia abajo, hacia la forma blanca y refractada que se movía debajo. Micke miraba hacia las duchas. ¿Por qué no venía el maestro? Patrik había ido corriendo a buscarle, ¿por qué no venía? Micke retrocedió hasta el rincón, al lado de la oscura puerta de cristal; al otro lado era de noche; se cruzó de brazos.

Le pareció ver por el rabillo del ojo que fuera caía algo del techo. Aquello empezó a dar semejantes golpes en la puerta de cristal que ésta temblaba en los goznes.

Se puso de puntillas, miró por la ventana de cristal transparente que había encima y vio a una chica pequeña. La chica alzó la cara hacia la de Micke.

–Di: ¡entra!

–¿Q… Qué?

Micke se volvió para mirar lo que pasaba en la piscina. El cuerpo de Oskar había dejado de moverse, pero Jimmy estaba todavía inclinado sobre el borde empujándole la cabeza hacia abajo. A Micke le dolió la garganta al tragar.

Cualquier cosa. Con tal de que esto acabe.

Volvió a sentir otro golpe en la ventana, más fuerte. Miró hacia fuera en la oscuridad. Cuando la chica abrió la boca y le gritó, él pudo ver… que sus dientes… y que había algo que colgaba de sus brazos.


–¡Di que puedo entrar! Cualquier cosa.

Micke asintió, dijo casi de forma inaudible:

–Puedes entrar.

La chica se retiró de la puerta, desapareció en la oscuridad. Lo que le colgaba de los brazos brilló, y ella desapareció. Micke se volvió otra vez hacia la piscina. Jimmy había sacado la cabeza de Oskar del agua y había vuelto a coger la navaja que tenía Jonny; la puso sobre la cara de Oskar, apuntando.

Se vio una mancha de luz contra el cristal oscuro de la ventana del medio y, una milésima de segundo después, se hizo añicos.

El cristal de seguridad no se rompía como el vidrio normal. Explotó en miles de pequeños fragmentos redondeados que cayeron tintineando contra el borde de la piscina, volaron hasta el pasillo, sobre el agua, brillando como una miríada de estrellas blancas.

Viernestrece…GunnarHolmbergestabasentadoeneldespachovacíodeldirector,tratandodeponerenordensusanotaciones.


HabíapasadotodoeldíaenlaescueladeBlackebergregistrandoellugardeldelito,hablandoconlosalumnos.Dostécnicosdelcentroydosexpertosenanalizarmanchasdesangredellaboratoriotécnicocriminalestabantodavíatrabajandoparaasegurarlashuellasabajo,enlapiscina.

Dosjóveneshabíansidoasesinadosallíeldíaanteriorporlatarde.Otrojoven…habíadesaparecido.

TambiénhabíahabladoconMarieLouise,latutoradelaclase.Habíasacadoenclaroqueelchicodesaparecido,OskarEriksson,eraelmismoquehabíalevantadolamanoyhabíacontestadoasupreguntaacercadelaheroínahacíatressemanas.Seacordabadeél.Leomuchoyeso.

Recordótambiénquehabíacreídoqueelchicoseríaelprimeroensaliryacercarsealcochedelapolicía.Entonces,quizá,lehubierallevadoadarunavuelta.Aserposible,lehabríareafirmadounpocolaconfianzaensímismo.Peroelchavalnohabíaido.

Yahorahabíadesaparecido.

Gunnarojeabalasanotacionesquehabíahechodelasconversacionesconloschavalesqueseencontrabanenlapiscinaayerporlatarde.Susdeclaraciones,agrandesrasgos,erancoincidentes,yunapalabraserepetíatodoeltiempo:ángel.

AOskarErikssonhabíavenidoabuscarleunángel.

ElmismoángelquesegúnlasdeclaracioneslesarrancólacabezaaJonnyyaJimmyForsbergylasdejóenelfondodelapiscina.

CuandoGunnarselocontóalfotógrafodelapolicíaquecaptóconunacámarasumergiblelasdoscabezasenellugardondefueronhalladas,éllehabíarespondido:


–Desdeluego,noseríaunodelcielo.

No…

Sequedómirandoatravésdelaventana,tratandodeencontrarunaexplicaciónplausible.

Fuera,enelpatio,ondeabaamediahastalabanderadelaescuela.

Dospsicólogoshabíanestadopresentesenlasentrevistasconloschicosdelapiscina,puestoquealgunosdeelloshabíanmostradosignosinquietantesalhablardemasiadoalaligeradeloquehabíasucedido,comosisetrataradeunapelícula,algoquenohubieraocurridoenrealidad.Yesoera,porsupuesto,loqueaunolegustaríacreer.

Elproblemaeraquelosexpertosenmanchasdesangreavalabanhastaciertopuntoloquelosmuchachosdecían.

Lasangreestabaesparcidadetalmanera,habíadejadorastroensemejanteslugares-techo,vigas-,quelaimpresiónmásinmediataeraqueelcausantedetodoellohabíasidoalguienque…volaba.Estoprecisamenteeraloqueenesosmomentosestabantratandodeexplicar.Omejordicho,rechazar.

Seguroqueloconseguirían.

Elmaestrodeloschicosestabaingresadoencuidadosintensivosconunafuerteconmocióncerebralynopodríaserinterrogadohastaeldíasiguiente,comomuypronto.Erapocoprobablequepudieraaportarnadanuevo.

Gunnarseapretólasmanoscontralassienesdemaneraquelosojosselealargaron,miróhaciaabajo,haciasusanotaciones.

–…ángel…alas…lacabezaestalló…navaja…intentóahogaraOskar…Oskarestabatotalmenteazul…dientesasícomolosdelosleones…buscóaOskar…

Yloúnicoquepudopensarfue:

Deberíahacerunviajelejosdeaquí.

–¿Estuyoeso?

StefanLarsson,elrevisordelalíneaEstocolmoKarlstad,señalabaelequipajequehabíaenlarejilla.Enlaactualidadapenasseveíancosasasí.Unauténtico…baúl.

Elchicoqueibaenelcompartimentoasintióylemostróelbillete.Stefanlopicó.

–¿Salealguienaesperarte? Elchiconegóconlacabeza. – Nopesatantocomoparece. – No,no.¿Sepuedesaberquéllevasenél? – Unpocodetodo. Stefanmiróelrelojypicóelaireconlastenacillas. – Serádenochecuandolleguemos. – Mmm. – ¿Lascajastambiénsontuyas? – Sí. – Noesqueyoquiera…¿perocómovasa…? – Mevanaayudar.Luego. – Ah,bueno.Sí,sí.Buenviajeentonces. – Gracias. Stefancerródenuevolapuertadelcompartimentoysedirigióalsiguiente.


Parecíaqueelchicopodíaarreglárselas.Siélmismotuvieraquellevartantascosas

noestaríatancontento.Pero,comoyasesabe,todoesdiferentecuandoseesjoven.


Fin


Si a alguien se le ocurre comprobar el tiempo que hizo durante el mes de noviembre de 1981, descubrirá que aquél fue un invierno inusualmente suave. Yo me he tomado la libertad de bajar la temperatura unos grados.


Por lo demás, todo lo que cuenta el libro es cierto, aunque ocurriera de otra manera.

Quiero también mostrar mi agradecimiento a algunas personas.

Eva Månsson, Michael Rübsahmen, Kristoffer Sjögren y Emma Bengtsson leyeron la primera versión y me hicieron comentarios muy valiosos.

Jan-Olof Wesström la leyó y no hizo ningún comentario. Pero es mi mejor amigo.

Aron Haglund la leyó, y le gustó tanto el relato que me atreví a enviarlo. Gracias por ello.

Gracias también al personal de la biblioteca de Vingåker que con paciencia y amabilidad buscaron y pidieron libros poco habituales que yo necesitaba para escribir este libro. Una pequeña biblioteca con un gran corazón.

Y naturalmente: gracias a Mia, mi mujer, que me ha escuchado leyendo el texto en voz alta a medida que iba creciendo, persuadiéndome para que cambiara lo que era malo y desarrollara lo que estaba bien. No me atrevo ni a mencionar las escenas que hubieran estado en el libro si no hubiera sido por ella.

Gracias a todos.

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21/04/2009


LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/