Puede que pienses en trufas de coco, tal vez en drogas. «Una
vida ordenada». Te imaginas una estación de metro, extrarradio.
Después no hay mucho más que pensar. Sin duda vive gente allí, como
en otros sitios. Para eso se construyó, para que la gente tuviera
algún sitio donde vivir.
No se trata de un espacio que se haya desarrollado de forma
natural, no. Aquí estuvo todo desde el principio planificado al
milímetro. La gente tuvo que instalarse en lo que había. Edificios
de hormigón en colores ocres esparcidos por el
verde.
Cuando esta historia tiene lugar, Blackeberg lleva treinta
años existiendo como población. Podría uno imaginarse un cierto
espíritu pionero al estilo del Mayflower;
un territorio desconocido. Sí. Imaginarse las casas deshabitadas
esperando a sus inquilinos.
¡Y ahí vienen ellos!
Cruzando el puente de Traneberg con el sol en los ojos y
sueños en la mirada. Corre el año 1952. Las madres llevan a sus
hijos en brazos, en cochecitos de bebé o de la mano. Los padres no
llevan consigo azadas ni palas, sino electrodomésticos y muebles
funcionales. Puede que vayan cantando algo. La
Internacional tal vez. O Vayamos a
Jerusalén, según la forma de ser de cada uno.
Esto es grande. Es nuevo. Es moderno.
Pero no sucedió realmente así.
Llegaron en el metro. O en coches, camiones de mudanzas. Uno
a uno. Entraron en los pisos recién construidos llevando consigo
sus enseres. Organizaron sus cosas en cajones y repisas de medidas
estandarizadas, colocaron sus muebles en fila sobre los suelos de
linóleo y compraron otros nuevos para rellenar los
huecos.
Cuando terminaron, alzaron la vista y vieron la tierra que
les había sido dada. Salieron de sus portales y se encontraron con
que todo el terreno estaba ya repartido. No podían hacer más que
adaptarse a lo que había.
Había un centro. Había amplios parques para los niños. Había
extensas zonas verdes alrededor de las casas. Había zonas
peatonales.
–Es un buen lugar -se decían entre ellos alrededor de la mesa
de la cocina unos meses después de la mudanza.
–Hemos llegado a un buen sitio.
Sólo faltaba una cosa. Una historia. En la escuela, los niños
no podían hacer un trabajo especial sobre la historia de
Blackeberg, porque no la tenía. Bueno, algo había acerca de un
molino. Un rey de la pasta de tabaco. Algunos curiosos edificios
antiguos a orillas del lago. Pero de todo aquello hacía mucho
tiempo y no guardaba relación alguna con el
presente.
Donde ahora se alzaban edificios de tres alturas, antes no
había más que bosque.
Los misterios del pasado no estaban a su alcance; no tenían
ni siquiera una iglesia. Una población de diez mil habitantes, sin
iglesia.
Eso ya dice bastante de la modernidad y racionalidad del
lugar. Bastante de lo ajenos que eran a las calamidades y al terror
de la historia.
Lo cual explica en parte lo desprevenidos que
estaban.
Nadie vio cómo se mudaron. Cuando en diciembre la policía por
fin localizó al transportista que había hecho la
mudanza, éste no tenía mucho que contar. En su diario de 1981
sólo decía:
«18 de octubre: Norrköping-Blackeberg
(Estocolmo)».
Recordaba que se trataba de un hombre y su hija, una chica
guapa.
–Sí, por cierto. No traían casi nada. Un sofá, una butaca,
alguna cama. Una mudanza fácil, visto así, y que… sí, querían que
se hiciera por la noche. Les dije que sería más caro con la tarifa
nocturna y demás. No hubo objeciones. Sólo que condujéramos de
noche. Eso era lo importante. ¿Es que ha pasado
algo?
El camionero supo lo que había ocurrido, quiénes eran los que
habían viajado en su camión. Con los ojos muy abiertos, miró lo que
había escrito en su diario:
–No me jodas…
Hizo un gesto con la boca como si sintiera asco al mirar sus
propias letras:
«18 de octubre: Norrköping-Blackeberg (Estocolmo)». Era él
quien los había llevado allí. Al hombre y a la chica. No pensaba
contárselo a nadie. Nunca.
Siw Malmkvist, Los líos del
amor
I never wanted to kill. I am not
naturally evil. Such things I do Just to make myself More
attractive to you. Have I failed?
Morrissey, Last of the Famous
International Playboys
Tal vez heroína, pero nadie se atrevió a decir nada. No
querían que sospechara que sabían de esas cosas, menos aún si
tenían un hermano o algún colega del hermano metidos en ello.
Chutándose caballo. Hasta las chicas se quedaron en silencio
mientras el policía movía la bolsa.
–¿Creéis que es levadura?, ¿harina?
Un murmullo reprobador. No fuera a pensar el policía que los
de 6o B eran idiotas. Evidentemente era
imposible determinar qué había en la bolsa, pero puesto que la
clase trataba de las drogas, uno podía sacar sus propias
conclusiones. El policía se volvió hacia la
maestra:
–¿Qué les enseñáis en la clase de tareas del
hogar?
La maestra sonrió encogiéndose de hombros. Todos se echaron a
reír; el poli parecía majo. Algunos chicos habían podido hasta
coger su pistola antes de que empezara la clase. Sin cargar, claro,
pero de todas formas.
A Oskar le brincaba el corazón en el pecho. Sabía la
respuesta a esa pregunta. Sufría por no poder decir lo que
sabía. Quería que el policía lo mirara. Que
lo mirara y que le dijera algo después de que él hubiera dado la
respuesta correcta. Era una tontería lo que iba a hacer, lo sabía,
y, sin embargo, levantó la mano.
–¿Sí?
–Es heroína, ¿no?
–Lo es -contestó el policía mirando con amabilidad-. ¿Cómo lo
has adivinado?
Todas las cabezas se volvieron hacia él, expectantes ante lo
que iba a decir.
–Bueno, es que… leo mucho y eso. El policía asintió con la
cabeza.
–Eso está bien. Leer -dijo moviendo la bolsita-. Así no queda
tanto tiempo para otras cosas. ¿Cuánto creéis vosotros que puede
valer esto?
Oskar no tenía ya nada que añadir. Había pasado su minuto de
gloria. Incluso le pudo decir al policía que leía mucho. Era más de
lo que había esperado.
Luego se perdió en ensoñaciones. Imaginaba cómo el policía,
al terminar la clase, se acercaba a él, se sentaba a su lado y le
preguntaba cosas. Entonces le iba a contar todo. Y el policía le
iba a entender. Le acariciaría el pelo y diría que era un buen
chico; le levantaría y, estrechándolo entre sus brazos,
diría:
–Jodido chivato.
Jonny Forsberg le clavó el dedo en el costado. El hermano de
Jonny iba con drogatas y Jonny sabía un montón de palabras que el
resto de los chicos de la clase aprendían rápidamente. Casi seguro
que Jonny sabía con exactitud cuánto valía aquella bolsa, pero no
era un chivato. No hablaba con la pasma.
Tenían recreo y Oskar se quedó al lado de los percheros,
indeciso. Jonny quería meterse con él. ¿Cuál sería la mejor manera
de evitarlo? ¿Quedándose en el pasillo o saliendo fuera? Jonny y el
resto de los chicos de la clase se lanzaron en tromba al
patio.
Claro; el policía iba a permanecer con su coche en el patio
de la escuela para que quienes estuvieran interesados se acercaran
a mirar. Jonny no se atrevería a meterse con él mientras el policía
se quedara allí.
Oskar bajó hasta las puertas del patio y miró a través de los
cristales. Justamente, todos los de la clase se arremolinaban
alrededor del coche de la policía. A Oskar le habría gustado estar
allí también, pero desechó la idea. Alguien intentaría darle un
rodillazo; otro, bajarle los calzoncillos hasta la raja del culo,
con policía o sin ella.
Pero al menos tendría un respiro durante este recreo. Salió
al patio y se escabulló hasta la parte de atrás, hasta los
lavabos.
Una vez dentro aguzó el oído, carraspeó un poco. El sonido
resonó entre las cabinas. Rápidamente se sacó de los calzoncillos
su bola del pis, un trozo de esponja del tamaño de una mandarina
que él mismo había cortado de un viejo colchón, con un agujero en
el que metía el pito. Lo olió.
Pues sí, mierda, claro que se había orinado un poco. Enjuagó
la bola bajo el grifo y la escurrió lo mejor que
pudo.
Incontinencia. Se llamaba así. Lo había leído en un folleto
que había cogido a hurtadillas en la farmacia. Algo que padecían
sobre todo las viejas.
Y yo.
Se podían comprar productos que iban bien para eso, según
decía el folleto, pero él no pensaba gastar su propina yendo a la
farmacia a pasar vergüenza. Y de ninguna manera pensaba decírselo a
mamá; su compasión le ponía enfermo.
Él tenía su bola del pis y funcionaba; siempre y cuando la
cosa no fuera a peor.
Pasos fuera, voces. Con la bola apretada en la mano se metió
en una de las cabinas y cerró la puerta al tiempo que se abría la
de fuera. Se subió sin hacer ruido a la tapa del retrete
acurrucándose de manera que no se le vieran los pies si alguien
miraba por debajo. Intentó contener la
respiración.
–¿Ceeeerdo?
Jonny, claro.
–Cerdo, ¿estás aquí?
Y Micke. Los dos peores. No, Tomas era más cabrón, pero no
solía acompañarles cuando la cosa iba de dar golpes y arañazos.
Demasiado listo para eso. Ahora le estaría haciendo la pelota al
policía. Pero si descubrieran su bola del pis sería Tomas el que de
verdad utilizaría eso para herirlo y humillarle durante mucho
tiempo. Jonny y Micke le atizarían algún golpe y tan contentos. Así
que de alguna manera había tenido suerte…
–¿Cerdo? Sabemos que estás aquí.
Tocaron su puerta, llamaron y golpearon. Oskar juntó los
brazos alrededor de las rodillas y apretó los dientes para no
gritar.
–¡Iros de aquí! ¡Dejadme en paz! ¡¿Es que no podéis dejarme
en paz?!
Entonces, Jonny dijo con voz melosa:
–Cerdito, si no sales ahora tendremos que esperarte después
de la escuela. ¿Es eso lo que quieres?
Permanecieron un momento en silencio. Oskar contuvo la
respiración.
Se liaron a patadas y golpes con la puerta. Atronaba en la
cabina y el cerrojo se doblaba hacia dentro. Debería abrir, salir
antes de que se enfadaran más, pero no podía.
–¿Ceeerdo?
Había levantado la mano, demostrado que era alguien, que
sabía algo. Aquello estaba prohibido. Para él. Se inventaban un
montón de razones para humillarle: que estaba demasiado gordo, que
era demasiado feo, demasiado asqueroso. Pero el verdadero problema
era que él no existía para nada, y todo lo que les recordara su
existencia era un crimen.
Probablemente no harían más que «bautizarle», meterle la
cabeza en el retrete y tirar de la cadena. Con independencia de lo
que se les ocurriera sentía siempre un gran alivio cuando ya había
pasado. Entonces, ¿por qué no podía quitar el pestillo, que de
todos modos iba a saltar en cualquier momento, y dejarles que se
divirtieran?
Con la vista puesta en el pestillo vio cómo éste se iba
doblando hasta que saltó de la armella, la puerta que se abrió de
golpe contra la pared de la cabina, la sonrisa de triunfo en la
cara de Micke Siskovs, lo sabía.
Porque el juego no era así.
Ni él había corrido el pestillo ni los otros habían saltado
la pared de su cabina en tres segundos, porque ésas no eran las
reglas del juego.
La euforia de los cazadores era de los otros; el terror de la
víctima, suyo. Cuando le cogieran se acabaría la diversión, y la
paliza propiamente dicha sería una obligación impuesta. Si se
rendía demasiado pronto corría el riesgo de que pusieran toda su
energía en el castigo en lugar de ponerla en la persecución. Lo que
sería peor.
Jonny Forsberg asomó la cabeza.
–Levanta la tapa si vas a cagar… Vamos, chilla como un
cerdo.
Oskar chilló como un cerdo. Estaba previsto. A veces, si lo
hacía le perdonaban el castigo. Se esforzó al máximo temiendo que,
si no, durante el castigo le obligaran a levantar las manos y
descubrir su asqueroso secreto.
Arrugó la nariz como si fuera el hocico de un cerdo gruñendo
y chillando, gruñendo y chillando. Jonny y Micke se
reían.
–Joder, Cerdo. Venga, más.
Oskar siguió. Apretó los ojos y siguió. Cerró los puños con
tanta fuerza que las uñas se le clavaron en las palmas de las manos
y siguió. Gruño y chilló hasta que notó un sabor raro en la boca.
Entonces paró. Abrió los ojos.
Se habían ido.
Se quedó allí, acurrucado encima de la tapa del retrete,
mirando al suelo. Había una mancha roja en el azulejo que estaba
debajo de él. Mientras miraba, cayó al suelo otra gota de sangre de
su nariz. Cogió un trozo de papel higiénico y se tapó las fosas
nasales.
Le pasaba a veces, cuando tenía miedo. Empezaba a sangrar por
la nariz, sin más. Esto le había ayudado en algunas ocasiones justo
cuando iban a pegarle; entonces lo dejaban, puesto que ya estaba
sangrando.
Oskar Eriksson permanecía acurrucado con un trozo de papel en
una mano y su bola del pis en la otra. Sangraba, se orinaba y
hablaba demasiado. Tenía escapes en todos los agujeros. Pronto
empezaría a cagarse también. El Cerdo.
Se levantó y salió de los lavabos. Dejó la mancha de sangre
en el suelo. Para que alguien la viera y sospechara. Para que
creyera que alguien había sido asesinado allí, puesto que alguien
había sido asesinado allí. Por centésima vez.
Håkan Bengtsson, un hombre de cuarenta y cinco años con
incipiente barriga, incipiente calva y dirección desconocida para
la autoridad, iba en el metro mirando por la ventana, estudiando la
que iba a ser su nueva casa.
La verdad es que esto era algo feo. Norrköping era más
bonito. De todas formas, estas poblaciones del oeste no se parecían
en nada a los suburbios de Estocolmo que él había visto por la
televisión; Kista y Rinkeby y Hallonbergen. Esto era
diferente.
–PRÓXIMA ESTACIÓN, RCKSTA.
Algo más acabado y más acogedor. Aunque ahí se veía un
auténtico rascacielos. Alzó la vista para poder ver el último piso
de la torre de oficinas de Vattenfall. No recordaba un edificio
semejante en Norrköping. Aunque claro, nunca había estado en el
centro.
Se tenía que bajar en la próxima estación, ¿no? Miró el mapa
de la red del metro pegado encima de las puertas. Sí, la
próxima.
–ATENCIÓN A LAS PUERTAS. CIERRE DE PUERTAS.
No le miraba nadie, ¿verdad?
No, en el vagón sólo iban unas pocas personas ocupadas con
sus periódicos de la tarde. Mañana hablarían de él en esos
periódicos.
Fijó la vista en un anuncio de ropa interior. Una mujer
posaba provocadora con bragas negras y sujetador de encaje. Era una
locura. Por todas partes piel desnuda. ¡Y eso estaba permitido!
¿Cómo influía realmente aquello en las personas, en el
amor?
Le temblaban las manos y las apoyó en las rodillas. Estaba
muy nervioso.
-¿De verdad que no hay otra
manera?
-¿Crees que te expondría a esto si
hubiera otra manera?
-No, pero…
-No hay ninguna otra
manera.
Ninguna otra manera. No había más remedio que hacerlo. Sin
torpezas. Había consultado el mapa en la guía de teléfonos y
elegido una zona de bosque que probablemente iría bien, después
hizo la bolsa y salió.
Había cortado el logotipo de Adidas con el cuchillo que
llevaba en la bolsa, entrelos pies. Ésa era una de las cosas que
habían ido mal en Norrköping. Alguien había recordado la marca de
la bolsa y luego la policía la había encontrado en el contenedor en
el que él la había tirado, no muy lejos de su
piso.
Hoy se la llevaría a casa. Tal vez la cortaría en trozos
pequeños y los echaría al retrete. ¿Se hacía así?
¿Cómo se hace en
realidad?
–FINAL DEL TRAYECTO. POR FAVOR, ABANDONEN LOS
VAGONES.
El metro vomitó su carga y Håkan siguió a los otros pasajeros
con la bolsa en la mano. Le pareció que pesaba, aunque lo único
pesado que había en ella era la botella de gas. Trató de andar con
naturalidad, no como un hombre camino de su propia ejecución. La
gente no tenía que fijarse en él.
Pero sus piernas parecían de plomo, como si quisieran
soldarse al andén. ¿Y si se quedara allí? ¿Si se quedara totalmente
quieto sin mover ni un músculo y permaneciera así? Esperando a que
llegara la noche, a que alguien se fijara en él y llamara a…
alguien que le buscara, que le llevara a otro
sitio.
Siguió andando a paso normal. Pierna derecha, pierna
izquierda. No podía fallar. Ocurrirían cosas terribles si fallaba.
Lo peor que se pudiera imaginar.
Arriba, junto a los torniquetes, miró a su alrededor. Tenía
muy mal sentido de la orientación. ¿Hacia qué lado estaría esa zona
del bosque? Lógicamente, no podía preguntárselo a nadie. Probaría
suerte. No había más que seguir adelante, acabar con ello de una
vez. Derecha, izquierda.
Tiene que haber otra
manera.
Pero no se le ocurría nada. Había ciertos requisitos, ciertos
criterios. Y ésta era la única manera de
cumplirlos.
Lo había hecho ya dos veces, y las dos la había cagado. En
Växjö no tanto, pero lo suficiente como para verse obligado a
marcharse de allí. Hoy lo iba a hacer bien, recibiría muchos
elogios.
Caricias, tal vez.
Dos veces. Ya estaba condenado. ¿Qué importancia podía tener
una tercera vez? Absolutamente ninguna. El castigo de la sociedad
sería probablemente el mismo: cadena perpetua.
¿Y el moral? ¿Cuántos golpes dará la
cola, rey Minos?
El camino del parque por el que iba torcía más adelante,
donde empezaba el bosque. Tenía que ser el bosque que había visto
en el mapa. La botella y el cuchillo golpeaban el uno contra el
otro. Intentó llevar la bolsa de modo que no
sonaran.
Una niña apareció en la calle delante de él. Una niña de unos
ocho años de vuelta a casa después de la escuela con la cartera
golpeándole la cadera.
¡No! ¡Nunca!
Ahí estaba el límite. Una niña tan pequeña, no. Preferible él
mismo, hasta que cayera muerto. La niña iba cantando algo. Aceleró
el paso para acercarse, para poder escucharla.
Pequeño rayo de sol que
entras
por la ventana en mi
casa…
¿Todavía cantaban los niños esa canción? La niña tal vez
tenía una profesora mayor. Qué bien que esa canción todavía
existiera. Le habría gustado acercarse más para oírla mejor, sí,
tan cerca como para sentir el olor de su pelo.
Caminó más despacio. Nada de liarla. La niña dejó la calle,
continuó por un sendero hacia el bosque. Probablemente vivía en las
casas que había al otro lado. Que los padres se atrevieran a
dejarla ir así, totalmente sola. Tan pequeña.
Se detuvo, dejó que la niña aumentara la distancia y
desapareciera en el bosque.
Ahora sigue, pequeña. No te entretengas
jugando en el bosque. Esperó cosa de un minuto, escuchando a un
pinzón que cantaba en un árbol próximo. Luego siguió tras la
niña.
Oskar iba de vuelta a casa después de la escuela; muy
abatido. Siempre se sentía peor cuando conseguía evitar el castigo
de esa manera: haciendo de cerdo, o de cualquier otra cosa. Peor
que si le hubieran dado una paliza. Lo sabía y, sin embargo, no era
capaz de aceptar el castigo cuando éste se avecinaba. Prefería
rebajarse a lo que fuera. Ningún orgullo.
Robin Hood y el Hombre Araña tenían orgullo. Cuando Sir John
o el Doctor Octopus los tenían arrinconados, ellos desafiaban al
miedo, aunque no hubiera posibilidad de escapar.
Pero ¿qué sabía realmente el Hombre Araña? Como ya se sabe,
conseguía escapar siempre, aunque fuera imposible. Era un personaje
de cómic que tenía que sobrevivirpara el siguiente número. Él tenía
sus fuerzas de Hombre Araña; Oskar, su gruñido. Cualquier cosa con
tal de sobrevivir.
Necesitaba consolarse. Había pasado un día terrible y ahora
iba a tener un poco de compensación. Aun a riesgo de encontrarse
con Jonny y Micke caminó hasta el centro de Blackeberg, hasta el
Sabis. Subió arrastrando los pies por la vereda zigzagueante en
lugar de subir por las escaleras, se relajó. Lo importante era
estar tranquilo, no sudar.
Ya le habían pillado una vez robando en Konsum, el año
pasado. El guardia de seguridad quería llamar a su madre, pero
estaba en el trabajo y Oskar no sabía su número, no, no. Pasó una
semana angustiado cada vez que sonaba el teléfono. Sin embargo, en
lugar de eso llegó una carta dirigida a su madre.
Idiotas. En el sobre ponía incluso «Comisaría de Policía de
Estocolmo», y naturalmente Oskar lo abrió, leyó sus delitos,
falsificó la firma de su madre y después envió la carta de nuevo
para confirmar que la había leído. Cobarde puede, pero no
tonto.
Y lo de cobarde… ¿Era de cobardes lo que estaba haciendo
ahora? Llenándose los bolsillos de la cazadora con Dajm, Japp, Coco
y Bounty para terminar con una bolsa de cochecitos entre la
cinturilla del pantalón y el estómago; fue a la caja y pagó por un
chupa chups de Dumle.
Volvió a casa con la cabeza alta y el paso ligero. No era el
Cerdo al que todos podían patear, era el jefe de los ladrones que
desafiaba los peligros para sobrevivir. Podía engañarlos a
todos.
Cuando cruzó el arco de entrada al patio se sintió seguro.
Ninguno de sus enemigos vivía allí, un círculo irregular dentro del
círculo más amplio que era la calle Ibsen. Una doble fortificación.
Allí estaba seguro. En ese patio no le había pasado nada malo de
verdad. Casi nada.
Allí había crecido y allí había tenido amigos antes de
empezar la escuela. Fue en quinto cuando comenzó a sentirse
rechazado en serio. A finales de ese curso se convirtió en el saco
de los golpes de todos sus compañeros, y aquello se extendió
incluso a otros chicos que no iban a su clase. Llamaban cada vez
menos para preguntarle si quería salir a jugar.
Fue también durante ese periodo cuando empezó con su cuaderno
de recortes, al que ahora acudía de nuevo, para
entretenerse.
–¡JIIINNN!
Se oyó un zumbido y algo le golpeó los pies. Un coche
teledirigido de color granate echó marcha atrás, dio la vuelta y
subió por la cuesta en dirección a su portal a toda velocidad.
Detrás de los espinos, a la derecha del arco, apareció Tommy con
una larga antena que salía de su estómago, chuleando un
poco.
–Te ha sorprendido, ¿eh? – Qué rápido va. – Sí. Te lo vendo.
– ¿Por cuánto…? – Trescientas coronas. – No. No las tengo. Tommy le
hizo una señal con el índice para que se acercara, dio la vuelta al
coche
en la cuesta y lo condujo hacia abajo a velocidad de rally,
lo paró con un derrape delante de sus pies, lo cogió y, haciéndole
una caricia, dijo en voz baja: -Cuesta novecientas en la tienda. –
Seguro. Tommy miró el coche, examinó a Oskar de arriba abajo. –
¿Doscientas entonces? Es totalmente nuevo, ya ves. – Sí, es muy
bonito, pero… -¿Pero? – Nada.
Tommy asintió, puso el coche en el suelo y lo dirigió entre
los arbustos de manera que las ruedas grandes y estriadas
chirriaron, dio una vuelta al tendedero de las alfombras y otra vez
cuesta abajo.
–¿Me dejas probarlo? Tommy miró a Oskar como para decidir si
era o no digno de ello, le tendió el
mando a distancia señalando el labio superior. – Te han
pegado, ¿no? Tienes sangre. Aquí. Oskar se pasó el índice por el
labio, algunas partículas de color marrón se le
quedaron pegadas. – No, es sólo… Mejor no contarlo. No servía
para nada. Tommy era tres años mayor. Duro. Sólo
diría algo sobre que hay que devolverla y Oskar contestaría
que «claro», y el único resultado sería que descendería aún más en
el aprecio de Tommy.
Oskar manejó el coche un poco, luego miró mientras Tommy lo
dirigía. Le habría gustado tener doscientas coronas en efectivo y
que pudieran hacer un negocio Tommy y él. Algo en común. Se metió
las manos en los bolsillos y tocó las golosinas.
–¿Quieres un Dajm?
–No, no me gustan.
–¿Japp, mejor?
Tommy levantó la vista del mando a distancia,
sonriendo.
–¿Tienes de los dos?
–Sí.
–¿Mangados?
–… Sí.
–Vale.
Oskar alargó la mano y le dio un Japp que Tommy se guardó en
el bolsillo trasero de sus vaqueros.
–Gracias. Adiós.
–Adiós.
Cuando llegó a casa, Oskar echó todas las golosinas encima de
la cama. Iba a empezar con el Dajm para seguir luego con los dobles
y terminar con el Bounty, su favorito. Después los coches, que
parecía como si enjuagaran la boca.
Dispuso las golosinas en hilera a lo largo de la cama, en el
orden en que se las iba a comer. En el frigorífico encontró una
botella de coca cola a medias a la que su madre había puesto un
trozo de papel de aluminio en la boca. Perfecto. Le gustaba más
así, cuando se le habían ido las burbujas, sobre todo con las
golosinas.
Retiró el papel de aluminio y colocó la botella en el suelo
junto a las golosinas, se tumbó boca abajo en la cama y se puso a
examinar su estantería. Una colección casi entera de los cómics
Kalla Kårar, aquí y
allá completada con Rysare ur Kalla
Kårar.
El grueso lo formaban dos bolsas de papel llenas de libros
que compró por doscientas coronas a través de un anuncio en el
periódico Gula. Había cogido el metro hasta
Midsommarkransen y seguido las instrucciones hasta dar con el piso.
El hombre que le abrió la puerta parecía gordo, demacrado y hablaba
con la voz un poco silbante. Afortunadamente no había invitado a
Oskar a pasar, sólo había llevado las bolsas con los libros hasta
el rellano, cogido los dos billetes de cien con una inclinación de
cabeza diciendo: «Que te diviertas» y había cerrado la
puerta.
Entonces Oskar se puso nervioso. Había buscado durante meses
los números antiguos de esos cómics en las librerías de viejo que
había a lo largo de Götgatan. Por teléfono, el hombre había
asegurado que se trataba de números atrasados. Le parecía que había
sido demasiado fácil.
Tan pronto como Oskar estuvo fuera del alcance de su vista
dejó las bolsas en el suelo y las revisó. No le habían engañado.
Cuarenta y cuatro libros desde el número 2 hasta el
46.
Aquéllos no se podían comprar ya.
¡Por doscientas coronas!
Como para no tener miedo de aquel hombre. Lo que había hecho
no era ni más ni menos que robarle al troll su
tesoro.
Sin embargo, no ganaban a su cuaderno de
recortes.
Lo rebuscó en su escondite bajo un montón de tebeos. El mismo
cuaderno en sí no era más que una libreta grande de dibujo que
había mangado en hléns, en Vällingby, saliendo con ella bajo el
brazo por todo el morro -¿quién dijo que era un cobarde?-, pero el
contenido…
Desenvolvió el Dajm, le pegó un buen mordisco, disfrutó de
aquel rechinar crujiente entre los dientes y abrió su cuaderno. El
primer recorte era de la revista Hemmets
Journal: la historia de una envenenadora de Estados Unidos de
los años cuarenta. Había conseguido envenenar con arsénico a
catorce viejos antes de que fuera encarcelada, juzgada y ejecutada
en la silla eléctrica. Había pedido ser ejecutada con veneno,
bastante comprensible, pero el Estado en el que había actuado
empleaba la silla, y fue la silla.
Ése era uno de los sueños de Oskar: presenciar una ejecución
en la silla eléctrica. Había leído que la sangre se empezaba a
cocer, que el cuerpo se retorcía en ángulos imposibles. Se
imaginaba también que el pelo se prendía, pero de esto no tenía
confirmación escrita.
Absolutamente grandioso, de todos modos.
Siguió hojeando. El siguiente recorte era de Aftonbladet y trataba de un descuartizador sueco.
Bastante mala la foto de carné. Parecía una persona cualquiera. Sin
embargo había matado a dos chaperos en su propia sauna, los había
descuartizado con una motosierra eléctrica y los había enterrado
allí mismo. Oskar se comió el último bocado del Dajm mientras
observaba detenidamente la cara de aquel hombre. Una persona
cualquiera.
Podría ser yo dentro de veinte
años.
Håkan había encontrado el sitio perfecto en el que permanecer
al acecho, con una buena vista sobre el sendero del bosque en las
dos direcciones. En el bosque, más adentro, descubrió una hondonada
resguardada con un árbol en medio y había dejado allí la bolsa con
las herramientas El pequeño frasco de halotano colgaba de una
trabilla bajo el abrigo.
Ya no podía hacer más que esperar.
Yo también quise una vez ser
mayor
y tan inteligente como mi padre y mi
madre…
No había oído a nadie cantar esa canción desde que iba a la
escuela. ¿Era de Alice Tegnér? Imagínate la cantidad de canciones
bonitas desaparecidas que nadie cantaba ya. En general, cuántas
cosas bonitas habían desaparecido.
Ningún respeto por lo bello. Era característico de la
sociedad actual. Las obras de los grandes maestros podían emplearse
a lo sumo como referencias irónicas, o como propaganda. La creación de Adán de Miguel Ángel, donde en vez
del soplo de vida ponen un par de vaqueros.
Todo el mérito de la composición, como él lo veía, eran esos
cuerpos monumentales que convergían sólo en dos dedos índices que
casi, pero sólo casi, llegaban a tocarse.
Entre ellos había un vacío milimétrico. Y en aquel espacio vacío:
la vida. La grandeza escultural de la imagen y la riqueza de los
detalles eran sólo un marco, un fondo para realzar mejor el vacío
mínimo del centro. El punto vacío que contenía
todo.
Y en su lugar habían colocado un par de
vaqueros.
Alguien llegaba por el sendero. Se agachó con el corazón
palpitándole en los oídos. No. Señor mayor con perro. Doble fallo.
En parte por el perro, al que tendría que hacer callar primero; en
parte, por la mala calidad.
Mucho ruido y pocas nueces.
Alt.
Demasiados gritos para tan poca lana,
dijo el que tomó por oveja a un cerdo. Alt.
Canta la rana y no tiene pelo ni
lana.
Miró el reloj. En menos de dos horas se haría de noche. Si no
llegaba nadie adecuado en una hora, tendría que coger al primero
que pasase. Debía estar en casa antes de que
oscureciera.
El hombre decía algo. ¿Le habría visto? No, hablaba con el
perro.
–Sííí, vaya ganas que tenías de hacer pis, chiquitina. Cuando
lleguemos a casa te voy a dar paté. Papá te dará una buena rodaja
de paté.
El frasco de halotano se le clavó a Håkan en el pecho cuando
se llevó las manos a la cabeza suspirando. Pobre hombre. Pobres de
las personas que están solas en un mundo sin
belleza.
Sintió frío. El viento se había vuelto más frío por la tarde
y pensó en ir a buscar el chubasquero a la bolsa, ponérselo por
encima para protegerse del viento. No. Eso le restaría movilidad
cuando necesitaba actuar con rapidez. Además, podía despertar
sospechas antes de tiempo.
Pasaron dos chicas de unos veinte años. No. No podía con dos.
Captó algún fragmento de la conversación:
–… que ella se va a quedar… con él ahora.
–… un mono. Él tiene que comprender que él…
–… culpa de ella que… las píldoras…
–Pero está claro que él tiene que…
–… imagínate… ése como padre…
Alguna compañera que estaba embarazada. Un chico que no
asumía su responsabilidad. Así estaban las cosas. Continuamente.
Todos pensaban nada más que en sí mismos y en lo suyo. Mi felicidad, mi éxito era
lo único que se oía. Amor es poner la vida a los pies del otro, y
de eso son incapaces las personas de hoy día.
El frío penetraba en sus articulaciones, iba a actuar con
torpeza hiciera lo que hiciera. Metió la mano dentro del abrigo,
apretó la palanca del gas. Un ruido silbante. Funcionaba. Dejó de
apretar.
Se dio unas palmadas en los costados. Ojalá venga alguien
ahora. Solo. Miró el reloj. Media hora más. Ojalá venga alguien
ahora. Por la vida y por el amor.
Mas de corazón niño yo quiero ser, pues
de los niños el reino de Dios es.
Había empezado a anochecer cuando Oskar terminó de mirar su
cuaderno de recortes y de comerse todas las golosinas. Como solía
ocurrirle después de comer tantas chucherías, se sentía pesado y
vagamente culpable.
Mamá no llegaría hasta dentro de dos horas. Entonces
comerían. Después él haría los deberes de inglés y los de mates.
Luego puede que leyera un libro, o que viera la tele con mamá. Nada
especial por la tele esa noche. Más tarde tomarían un vaso de leche
chocolateada y comerían unos bollos, hablarían un rato. Después se
acostaría, le costaría quedarse dormido pensando en el día
siguiente.
Si tuviera alguien a quien llamar. Podía, claro está, llamar a Johan con la esperanza de que
no tuviera otra cosa mejor que hacer.
Johan iba a su clase y se lo pasaban bastante bien cuando
estaban juntos, pero si podía elegir, no elegía a Oskar. Era Johan
el que le llamaba cuando se aburría, no al revés.
El piso estaba en silencio. No pasaba nada. Las paredes de
hormigón se le echaban encima. Estaba sentado en la cama con las
manos en las rodillas, el estómago lleno de
golosinas.
Como si fuera a ocurrir algo. Ahora.
Prestó atención. Un terror pegajoso se fue apoderando de él.
Algo se acercaba. Un gas incoloro se filtraba a través de las
paredes, amenazaba con tomar forma, engullirlo. Permaneció quieto,
conteniendo la respiración y escuchando. Esperó.
El momento pasó. Oskar comenzó a respirar de
nuevo.
Fue a la cocina, bebió un vaso de agua y sacó el cuchillo más
grande que había en la placa magnética. Probó el filo en la uña del
dedo gordo, como papá le había enseñado. Desafilado. Pasó el
cuchillo por el afilador un par de veces y volvió a probar. Una
viruta microscópica salió de la uña del dedo
gordo.
Bien.
Envolvió el cuchillo con un periódico a modo de funda
provisional, lo pegó con celo y se apretó el paquete entre la
cintura del pantalón y la cadera izquierda. Sólo sobresalía el
mango. Probó a andar. La hoja le impedía el movimiento de la pierna
izquierda y lo inclinó a lo largo de la ingle. Incómodo, pero
funcionaba.
En el pasillo se puso la cazadora. Entonces se acordó de
todos los papeles de las golosinas que estaban esparcidos por el
suelo de su habitación. Los recogió, hizo una pelota con ellos y se
la metió en el bolsillo, no fuera a ser que mamá llegara a casa
antes que él. Podría dejar los papeles debajo de alguna piedra en
el bosque.
Comprobó una vez más que no había dejado ningún
rastro.
El juego había empezado. Él era un temido asesino en serie.
Había asesinado ya a catorce personas con su afilado cuchillo, sin
dejar ni una sola pista tras de sí. Ni un pelo, ni un papel de
golosinas. La policía le temía.
Ahora iría al bosque a buscar a su próxima
víctima.
Curiosamente, ya sabía cómo se llamaba ésta, qué aspecto
tenía: Jonny Forsberg, con el pelo largo y los ojos grandes y
mezquinos. Iba a tener que rezar y suplicar por su vida, gritar
como un cerdo, pero en vano. El cuchillo tendría la última palabra
y la tierra iba a beber su sangre.
Oskar había leído esas palabras en algún libro, y le
gustaron. «La tierra beberá su sangre».
Mientras cerraba la puerta de casa y llegaba a la del portal
con la mano izquierda apoyada en el mango del cuchillo, iba
repitiéndolas como si fueran un mantra:
La tierra beberá su sangre. La tierra
beberá su sangre.
El arco por el que había entrado antes en el patio estaba en
el extremo derecho del edificio, pero él fue a la derecha, pasó dos
portales y salió por el paso por el que los coches tenían acceso a
la zona. Abandonó la fortaleza interior. Cruzó la calle Ibsen y
siguió cuesta abajo. Abandonó la fortaleza exterior. Siguió bajando
hacia el bosque.
La tierra beberá su
sangre.
Por segunda vez aquel día, Oskar se sintió casi
feliz.
Quedaban sólo diez minutos del tiempo que Håkan se había
fijado cuando un chico que iba solo apareció por el camino. Por lo
que podía apreciar, de unos trece o catorce años. Perfecto. Había
pensado bajar corriendo agachado hacia el otro extremo del camino y
salir allí al encuentro de su elegido.
Pero ahora las piernas se le habían quedado totalmente
bloqueadas. El chico avanzaba tranquilo por el camino y no había
tiempo que perder. Cada segundo que pasaba reducía las
posibilidades de una actuación sin mácula. Pero las piernas se
negaban a moverse. Estaba allí paralizado mirando mientras el
elegido, el perfecto, avanzaba, pronto a su misma altura, justo
delante de él. Pronto demasiado tarde.
Tengo que. Tengo que. Tengo
que.
Si no lo hacía, tendría que suicidarse. No podía llegar a
casa sin aquello. Era así. El chico o él. Cuestión de
elegir.
Se puso en movimiento demasiado tarde. Dando tropezones por
el bosque llegó a la altura del muchacho en lugar de haber salido a
su encuentro en el sendero, tranquilo y natural. Idiota. Patoso.
Ahora el chaval podría sospechar, estar alerta.
–¡Oye! – le gritó-. ¡Perdona!
El chico se paró. Al menos no echó a correr, menos mal. Tenía
que decir algo,
preguntar algo. Avanzó hasta él, que permanecía a la espera
en el camino.
–Sí, perdón, pero… ¿qué hora es?
El chaval miró de reojo el reloj de pulsera de
Håkan.
–Sí, el mío se ha parado.
El chico parecía tenso mientras miraba su reloj de pulsera.
No podía hacer otra cosa. Håkan metió la mano dentro del abrigo y
puso el dedo índice sobre la palanca del dosificador mientras
esperaba la respuesta del chico.
Oskar bajó hasta la imprenta y torció por el sendero del
bosque. La pesadez de estómago había desaparecido, sustituida por
una tensión embriagadora. En el camino de bajada hacia el bosque la
fantasía lo había envuelto y ahora era realidad.
Veía el mundo con los ojos de un asesino, o tanto como la
fantasía de un niño de trece años podía captar de los ojos de un
asesino. Un mundo bello. Un mundo en el que él tenía el control,
que temblaba ante su decisión.
Avanzó por el camino del bosque, buscando a Jonny
Forsberg.
La tierra beberá su
sangre.
Empezaba a anochecer y los árboles le rodeaban como una
muchedumbre muda, expectantes ante el más mínimo movimiento del
criminal, temerosos de que alguno de ellos fuera el elegido. Pero
el asesino se movía entre ellos, ya había vislumbrado a su
víctima.
Jonny Forsberg se encontraba en un montículo a unos cincuenta
metros del camino. Tenía las manos en las caderas, su sonrisa
socarrona estampada en la cara. Creía que iba a pasar lo de
siempre. Que le forzaría a tirarse al suelo y, agarrándole de la
nariz, le metería agujas de pino y musgo en la boca, o algo por el
estilo.
Qué equivocado estaba. No era Oskar quién llegaba, era el
Asesino, y las manos del Asesino asieron con fuerza el mango del
cuchillo, preparándose.
El Asesino avanzó despacio, con dignidad, hasta llegar frente
a Jonny Forsberg, y mirándole a los ojos dijo:
–Hola, Jonny.
–Hola, Cerdito. ¿Te dejan estar fuera tan tarde? El Asesino
sacó su cuchillo. Y lo clavó.
–Las cinco y cuarto, o así. – Vale. Gracias. El chico no se
iba. Se quedó parado mirando a Håkan, que intentaba dar un
paso.
Estaba quieto, siguiéndole con la mirada. Esto se iba a la
mierda. Desde luego el chaval sospechaba algo. Una persona había
salido con mucho jaleo de en medio del bosque para preguntar la
hora y ahora estaba allí como Napoleón con la mano dentro del
abrigo.
–¿Qué llevas ahí?
El chico apuntaba hacia la zona del corazón. Tenía la mente
en blanco, no sabía ni
qué iba a hacer. Sacó el envase y se lo
enseñó.
–¿Qué mierda es ésa?
–Halotano.
–¿Para qué lo llevas?
–Para… -tocó con los dedos la mascarilla revestida de espuma
mientras intentaba encontrar algo que decir. No sabía mentir. Ésa
era su desgracia-. Bueno… porque… lo necesito para el
trabajo.
–¿Qué trabajo?
El chico había bajado un poco la guardia. Una bolsa de
deporte parecida a la que él mismo había dejado arriba, en la
hondonada, colgaba de la mano del chaval. Con la mano que sujetaba
el envase hizo un gesto hacia la bolsa.
–¿Vas a algún entrenamiento o así?
Cuando el chico miró hacia la bolsa, aprovechó su
oportunidad.
Abrió los dos brazos, con la mano que tenía libre sujetó la
cabeza del muchacho
por la nuca, le puso la mascarilla en la boca y apretó el
dosificador hasta el tope. Se escuchó un sonido silbante como el de
una gran serpiente, el chico intentaba liberar la cabeza, pero la
tenía inmovilizada entre las manos de Håkan como en una tenaza
desesperada.
Se tiró hacia atrás y Håkan con él. El silbido de la
serpiente ahogó los demás sonidos cuando ambos cayeron sobre el
serrín del sendero. Convulsivamente Håkan apretó la cabeza del
muchacho entre sus manos y mantuvo la mascarilla en su sitio
mientras rodaban por el suelo.
Tras un par de inspiraciones profundas el chaval comenzó a
tranquilizarse. Håkan mantuvo la mascarilla en su sitio y echó una
ojeada alrededor.
Ningún testigo.
El silbido del gas se le metía en el cerebro como una mala
migraña. Fijó el tope del dosificador y, con esa mano libre, cogió
la goma y la pasó por la cabeza del muchacho. La mascarilla estaba
lista.
Se levantó con los brazos doloridos y miró a su
presa.
Yacía con los brazos separados del cuerpo, la mascarilla le
cubría la nariz y la boca y tenía la botella de halotano sobre el
pecho. Håkan miró otra vez a su alrededor, recogió la bolsa del
chico y se la puso a éste sobre la tripa. Luego levantó todo el
paquete en brazos y lo llevó hacia la hondonada.
Pesaba más de lo que él creía. Mucho músculo. Peso
muerto.
Iba jadeando por el esfuerzo que suponía llevar su carga por
el terreno húmedo mientras el silbido del gas cortaba sus oídos
como un cuchillo de sierra. Resoplaba alto conscientemente para
alejar el sonido.
Con los brazos entumecidos y el sudor corriéndole por la
espalda llegó por fin a la hondonada. Allí depositó al muchacho en
el punto más bajo. Luego se echó junto a él. Cerró la botella de
halotano y retiró la mascarilla. No se oía nada. El pecho del chico
subía y bajaba. Se despertaría dentro de ocho minutos, como máximo.
Pero no lo haría.
Håkan, echado al lado del chaval, estudiaba su cara,
acariciándola con el dedo. Luego se le acercó más, tomó el cuerpo
inerme entre sus brazos, lo apretó contra el suyo. Le besó con
ternura en la mejilla, le susurró al oído «perdona» y se
levantó.
Se le saltaban las lágrimas al ver aquel cuerpo indefenso en
el suelo. Todavía podía evitarlo.
Mundos paralelos. Un pensamiento para
consolarse.
Había un mundo paralelo en el que él no hacía lo que se
disponía a hacer. Un mundo en el que ahora él se iba, dejaba que el
chico se despertara y se preguntara qué había
sucedido.
Pero no en este mundo. En este mundo se dirigía a su bolsa y
la abría. Tenía prisa. Rápidamente se puso el impermeable encima de
la ropa y sacó el instrumental. El cuchillo, una cuerda, un embudo
grande y un bidón de plástico de cinco litros.
Puso todo en el suelo al lado del muchacho, observó el cuerpo
joven por última vez. Luego cogió la cuerda y empezó a
trabajar.
Apuñaló y apuñaló y apuñaló. Tras el primer golpe, Jonny
había comprendido que ésta no iba a ser como las otras veces. Con
la sangre chorreando de un corte profundo en la mejilla intentaba
esquivarle, pero el Asesino era más rápido. Otro par de cortes y le
seccionó los tendones por la parte posterior de las rodillas. Jonny
se desplomó; en el suelo y retorciéndose, pedía
clemencia.
Pero el Asesino no se dejó conmover. Jonny chillaba como un…
cerdo cuando el Asesino se tiró sobre él y la tierra bebió su
sangre.
Una cuchillada por lo de hoy en los
lavabos. Otra por cuando me engañaste para que jugase al póquer de
los nudillos. Los labios te los corto por todas las burradas que me
has dicho.
Jonny sangraba por todos los orificios y ya no podía decir o
hacer nada malo. Llevaba muerto un rato. Oskar lo remató
reventándole los globos oculares que miraban fijamente, tjick, tjick, se levantó y observó su
obra.
Buena parte del árbol caído y podrido que había hecho las
veces de Jonny estaba hecho astillas y con el tronco perforado por
los cortes. Las astillas se esparcían por el suelo alrededor del
árbol sano que había hecho de Jonny cuando estaba en
pie.
La mano derecha, con la que empuñaba el cuchillo, sangraba.
Un pequeño corte casi en la muñeca; debía de habérsele resbalado el
cuchillo al dar los golpes. No era un buen cuchillo para esa tarea.
Se chupó la mano, limpiándose la herida con la lengua. Era de Jonny
la sangre que se estaba bebiendo.
Se limpió los últimos restos de sangre con la funda de papel
de periódico, introdujo dentro el cuchillo y comenzó a caminar
hacia casa.
El bosque, que desde hacía un par de años le parecía
amenazador, un refugio para sus enemigos, era ahora su casa y
amparo. Los árboles se apartaban con respeto a su paso. No sentía
ni siquiera una pizca de miedo, aunque empezaba a oscurecer del
todo. Ninguna inquietud al pensar en el día siguiente: que trajera
consigo lo que quisiera. Aquella noche iba a dormir
bien.
Cuando llegó otra vez al patio se sentó un momento en el
borde del parquecito de arena para tranquilizarse un poco antes de
subir a casa. Mañana tendría que conseguir un cuchillo mejor, un
cuchillo con seguro de parada, o como se llamara… deslizamiento,
para no cortarse de nuevo. Porque aquello lo iba a repetir más
veces.
Era un buen juego.
Un chico de la edad de Oskar había sido asesinado ayer en
Vällingby. Había salido en todos los periódicos de la tarde y mamá
estaba totalmente fuera de sí cuando llegó a casa.
–Podías haber sido… No quiero ni pensarlo. – Pero si fue en
Vällingby. – ¿Y tú crees que alguien que se mete con niños no
podría coger el metro dos
estaciones? ¿O andar? ¿Venir aquí, a Blackeberg, y hacer lo
mismo otra vez? ¿Sueles ir al bosque? – No. – A partir de ahora no
saldrás del patio hasta que esto… Hasta que lo encierren. –
¿Entonces no voy a ir a la escuela? – Claro está que vas a ir a la
escuela. Pero después de la escuela te vienes directamente a casa y
no sales del patio hasta que yo llegue. – ¿Y luego? En los ojos de
la madre la tristeza se mezcló con el enfado.
–¿Quieres que te mate? ¿Eh? ¿Vas a ir al bosque y que te
asesinen y yo aquí esperándote inquieta mientras que tú yaces en el
bosque y eres… bestialmente descuartizado por
alguien?
Las lágrimas arrasaron sus ojos. Oskar le cogió la mano. – No
iré al bosque. Te lo prometo. Mamá le acarició la mejilla. – Cariño
mío. Tú eres todo lo que tengo. Que no te pase nada, porque
entonces
me muero yo también. – Mmm. ¿Cómo ha sido? –
¿Qué?
–Eso. El asesinato. – No sé muy bien. Fue asesinado por algún
loco con un cuchillo. Está muerto. A
sus padres les han destrozado la vida.
–¿No viene en el periódico?
–No he tenido fuerzas para leerlo.
Oskar cogió el Expressen y lo hojeó.
Cuatro páginas dedicadas al asesinato.
–No leas eso.
–No, sólo echo un vistazo. ¿Puedo coger el
periódico?
–No leas eso. No es bueno para ti con tanto terror y todo eso
que lees.
–Sólo voy a mirar si hay algo en la tele.
Oskar se levantó para irse a su habitación con el periódico.
Su madre le abrazó
torpemente y apretó su húmeda mejilla contra la de
él.
–Corazón mío. ¿Tú entiendes que esté preocupada? Si algo te
ocurriera…
–Lo sé, mamá. Lo sé. Tengo cuidado.
Oskar le devolvió el abrazo sin muchas ganas y luego se zafó,
se dirigió a su habitación secándose las lágrimas de su madre de la
mejilla. Aquello era absolutamente increíble.
Parecía que ese chico había sido asesinado al mismo tiempo
que él había estado en el bosque jugando. Por desgracia, no había
sido Jonny Forsberg el muerto, sino algún chaval desconocido de
Vällingby.
El ambiente había sido fúnebre en Vällingby por la tarde.
Había visto las portadas de los periódicos antes de ir allí y a lo
mejor eran sólo imaginaciones suyas, pero le pareció que la gente
en la plaza había hablado más bajo, caminando más despacio que de
costumbre.
En la ferretería había mangado un cuchillo de caza
increíblemente bonito que costaba trescientas coronas. Llevaba
preparada una excusa en el caso de que lo
pillaran:
–Perdóneme, señor. Pero es que tengo tanto miedo del
asesino.
Seguramente habría podido provocar también alguna lágrima, si
de eso hubiera dependido. Le habrían dejado marchar. Seguro. Pero
no lo pillaron, y el cuchillo
estaba ya en el escondite junto al cuaderno de
recortes.
Tenía que pensar.
¿Sería posible que su juego hubiera influido de alguna manera
en aquel asesinato? No lo creía, pero no se podía desechar del todo
esa idea. Los libros que leía estaban llenos de esas cosas. Un
pensamiento en un lugar provocaba un suceso en otro. Telequinesia,
vudú.
Pero ¿exactamente dónde, cuándo y, sobre todo, cómo había
ocurrido el crimen? Si se trataba de un gran número de cuchilladas
sobre un cuerpo tendido en el suelo, entonces tendría que
considerar la posibilidad de que él sencillamente tenía un
extraordinario poder en sus manos. Un poder que tenía que asumir y
aprender a dirigir.
Y si… EL ÁRBOL fuera… el
médium.
El árbol podrido en el que él había golpeado. Que fuera algo
especial con ese árbol precisamente, que provocaba que lo que uno
hacía contra el árbol luego… se extendía.
Detalles.
Oskar leyó todos los artículos que trataban del asesinato. El
policía que había ido a su escuela a hablar de las drogas estaba en
una de las fotos. No podía pronunciarse. Aguardaban la llegada de
los especialistas del laboratorio forense para que aseguraran las
pruebas. Había que esperar. Una foto del chico asesinado, sacada
del álbum escolar. Oskar no lo había visto antes. Parecía del mismo
tipo que Jonny o Micke. Tal vez había también un Oskar en la
escuela de Vällingby que ahora se sentía liberado.
El chico se dirigía a un entrenamiento de balonmano en el
polideportivo de Vällingby y nunca llegó allí. El entrenamiento
empezaba a las cinco y media. El chico probablemente había salido
de su casa sobre las cinco. En algún momento dentro de ese
intervalo… Oskar sintió una especie de vértigo. Coincidía
exactamente. Y había sido asesinado en el bosque.
–¿Es así? ¿Soy Yo el
que…?
Una chica de dieciséis años había encontrado el cuerpo sobre
las ocho de la tarde y había llamado a la policía de Vällingby. La
muchacha, que había sufrido «una fuerte conmoción», precisó ayuda
médica. Nada acerca del estado en que se encontraba el cuerpo. Pero
eso de que la chica sufrió «una fuerte conmoción» tenía que
significar que el cuerpo estaba mutilado de alguna manera. Si no,
escribirían sólo «una conmoción».
¿Qué hacía la chica de noche en el bosque? Probablemente
irrelevante. Coger piñas, lo que fuera. ¿Pero por qué no decía nada
de cómo había sido asesinado el muchacho? Lo único que había era
una fotografía del lugar del crimen. La cinta de plástico roja y
blanca de la policía acordonando una anodina hondonada en el
bosque, con un árbol grande en el centro.
Mañana y pasado aparecerían fotografías del mismo lugar, pero
lleno de velas encendidas y carteles con «¿POR QUÉ?» y «TE ECHAMOS
DE MENOS». Oskar conocía esa cantinela, tenía varios casos
parecidos en su cuaderno de recortes.
Probablemente todo era una simple casualidad. Pero y
si.
Oskar escuchó detrás de la puerta. Su madre estaba fregando.
Se tumbó en la cama boca abajo y rebuscó el cuchillo de caza. La
empuñadura se adaptaba a la forma de la mano y el cuchillo pesaba
seguro tres veces más que el otro de cocina que había tenido
ayer.
Se levantó y se puso de pie en mitad de la habitación con el
cuchillo en la mano. Era bonito, daba poder a la mano que lo
empuñaba.
Tintineo de platos desde la cocina. Dio varias cuchilladas al
aire. El Asesino. Cuando aprendiera a dirigir su fuerza, Jonny,
Micke y Tomas no podrían acosarlo nunca más. Iba a hacer otro
intento, pero se detuvo. Alguien podía verlo desde el patio. Fuera
estaba oscuro y su habitación encendida. Echó una ojeada al patio,
pero no vio más que su propia imagen en el cristal de la
ventana.
El Asesino.
Devolvió el cuchillo a su escondite. Aquello sólo era un
juego. Algo así no ocurre en la realidad. Pero necesitaba conocer
los detalles. Necesitaba saberlo ahora.
Tommy estaba sentado en la butaca hojeando una revista de
motos, asintiendo con la cabeza y runruneando. De vez en cuando
levantaba la revista hacia Lasse y Robban, que estaban sentados en
el sofá, para mostrarles alguna fotografía especialmente
interesante, con algún comentario acerca del volumen de los
cilindros
o la velocidad. La bombilla desnuda del techo se reflejaba en
el papel brillante lanzando pálidos reflejos sobre la pared de
cemento, y las de madera.
Los tenía en ascuas.
La madre de Tommy salía con Staffan, que trabajaba en la
policía de Vällingby. A Tommy no le gustaba nada Staffan, no, todo
lo contrario. Un tipo pegajoso que siempre andaba señalando con el
dedo. Religioso, además. Pero, a través de su madre, Tommy se
enteraba de algunas cosas que, en realidad, Staffan no debería
contar a su madre, y que su madre, en realidad, no debería contar a
Tommy, pero…
De esa manera, por ejemplo, se había enterado de cómo andaba
la investigación en el caso del robo de la tienda de música y radio
en la plaza de Islandstorget que él, Robban y Lasse habían
cometido.
Ningún rastro de los delincuentes. Su madre había dicho eso
exactamente: «Ningún rastro de los delincuentes». Palabras de
Staffan. No tenían ni siquiera la descripción del
coche.
Tommy y Robban tenían dieciséis años y estaban en primero de
bachillerato. Lasse tenía diecinueve y algún fallo en la cabeza,
trabajaba clasificando placas de chapa para LM Ericsson en
Ulvsunda. Pero tenía carné de conducir. Y un Saab blanco del 74 al
que ellos habían cambiado el número de la matrícula con un
rotulador antes del robo. Para nada, puesto que nadie había visto
el coche.
El botín lo habían guardado en el refugio en desuso, que
estaba enfrente del trastero que hacía las veces de local de su
club. Habían cortado la cadena de la puerta con unas tenazas y
puesto un candado nuevo. No sabían aún cómo iban a deshacerse de
todo, la cosa había sido el robo en sí. Lasse había vendido un
radiocasete a un compañero de trabajo por doscientas, pero eso era
todo.
Además, les había parecido más seguro no sacar las cosas
durante un tiempo. Y, sobre todo, no dejar que Lasse se ocupara de
la venta, puesto que… le faltaba un hervor,
como decía su madre. Pero ya habían pasado dos semanas desde el
robo y además a la policía le habían salido otras muchas cosas en
las que pensar.
Tommy hojeó el periódico y rio para sí. Sí, sí. Otras muchas
cosas en las que pensar. Robban tamborileaba con golpes
restallantes en la pierna.
–Venga, vamos. Cuéntanoslo. Tommy alzó la revista hacia
él.
–Kawasaki. Trescientos cúbicos. Inyección directa
y…
–Deja de hacer el tonto. Cuéntalo ahora.
–¿Qué?, ¿lo del asesinato?
–Sí.
Tommy se mordió el labio, haciendo como si estuviera
pensando.
–Cómo era esto…
Lasse echó su largo cuerpo hacia delante en el sofá, se dobló
como una navaja.
–¡Vamos! ¡Cuéntanoslo!
Tommy dejó el periódico y miró fijamente a
Lasse.
–¿Estás seguro de que quieres oírlo? Es bastante
espeluznante.
–¡Ah!
Lasse se hizo el valiente, pero Tommy notó el desasosiego en
sus ojos. No hacía falta más que hacer una mueca fea, hablar con la
voz rara sin parar, para que Lasse tuviera miedo de verdad. Una
vez,
Tommy y Robban se habían disfrazado de zombis con las
pinturas de la madre de Tommy, habían aflojado la bombilla del
techo y habían esperado a Lasse. La cosa terminó con Lasse
cagándose en los pantalones y Robban salió con un moratón en el
mismo sitio donde antes se había puesto sombra de ojos azul oscura.
Después de aquello se cuidaron mucho de asustar a
Lasse.
Lasse se movía ahora en el sofá, cruzando los brazos sobre el
pecho como para demostrar que estaba dispuesto a
todo.
–Bueno, es que… esto no ha sido precisamente un asesinato
normal, por así decirlo. Encontraron al chico… colgando en un
árbol.
–¿Cómo? ¿Colgado? – preguntó Robban.
–Sí, colgado. Pero no del cuello. De los pies. Colgaba boca
abajo, vamos. En el árbol.
–Pero de eso no se muere nadie.
Tommy miró detenidamente a Robban, como si ése fuera un punto
de vista interesante, luego continuó:
–No. Claro que no. Pero también tenía el cuello cortado. Y de
eso sí que se muere uno. Todo el cuello. Cortado. Como un… melón. –
Se pasó el dedo índice por el cuello para demostrar cómo había ido
el cuchillo.
Lasse se llevó la mano al cuello como para protegerlo,
negando lentamente con la cabeza.
–Pero ¿por qué estaba colgado de esa manera?
–¿Y tú qué crees?
–No sé.
Tommy se pellizcó el labio inferior mientras ponía cara de
estar pensando.
–Ahora vais a oír lo más raro de todo. Si uno le corta a
alguien el cuello para que éste muera, entonces sale mucha sangre.
¿No es así?
Lasse y Robban asintieron. Tommy calló un momento ante la
expectación de los otros antes de soltar la bomba.
–Pues en el suelo, debajo, donde colgaba el chico, no había
casi nada de sangre. Sólo unas gotas. Y tuvo que haber expulsado
unos cuantos litros estando allí colgado.
El cuarto del sótano se quedó en silencio. Lasse y Robban
miraban fijamente al frente con ojos inexpresivos hasta que Robban,
irguiéndose, dijo:
–Ya lo sé. Fue asesinado en otro sitio. Y después colgado
allí.
–Mmm. Pero en ese caso, ¿por qué lo colgó el asesino? Si uno
ha matado a alguien lo que quiere es deshacerse del
cadáver.
–Tal vez se trate de… un enfermo mental.
–Puede. Pero yo creo otra cosa. ¿Habéis visto un matadero?
¿Cómo hacen con los cerdos? Antes de cortarlos les sacan toda la
sangre. ¿Y sabéis cómo lo hacen? Los cuelgan boca abajo. En un
gancho. Y les cortan el cuello.
–O sea que tú crees… ¿Cómo? ¿Que el chico… que el asesino
pensaba despedazarlo?
–¿Eeeeh?
Lasse miró con incredulidad a Tommy y a Robban, y de nuevo a
Tommy, para ver si le estaban tomando el pelo. Pero no vio ninguna
señal de que fuera así y dijo:
-¿Hacen eso? ¿Con los
cerdos?
–Sí. ¿Qué pensabas tú?
–Pues que lo hacía algún tipo de… máquina.
–¿Y te parece que eso sería mejor?
–No, pero… ¿están vivos entonces?,
¿cuándo los… cuelgan?
–Sí. Están vivos. Y patalean. Y chillan.
Tommy imitó a un cerdo chillando y Lasse se hundió en el sofá
mirándose las rodillas. Robban se levantó, dio una vuelta y se
volvió a sentar en el sofá.
–Pero eso no encaja. Si el asesino pensaba descuartizarlo,
tendría que haber
sangre.
–Eso lo has dicho tú, que pensaba
descuartizarlo. Yo no lo creo.
–¿No? ¿Qué piensas tú entonces?
–Yo creo que lo que buscaba era la sangre. Que por eso mató
al chico. Para sacarle
la sangre. Y que se la llevó. Robban asintió lentamente con
la cabeza mientras con el dedo se rascaba la
costra
de una espinilla grande en la comisura de la
boca.
–Pero ¿para qué? ¿Para beberla, o
para qué?
–Sí. Por ejemplo.
Tommy y Robban se hundieron en representaciones mentales del
asesinato y de lo
que habría ocurrido luego. Después de un rato, Lasse levantó
la cabeza y los interrogó con la mirada. Tenía lágrimas en los
ojos.
–¿Se mueren pronto los cerdos?
Tommy le miró duramente a los ojos.
–No.
–Salgo un momento.
–No…
–Salgo sólo al patio.
–No te irás a ningún otro sitio, ¿verdad?
–Que no.
–Te llamo cuando sea la hora.
–No. Ya vengo yo. Tengo reloj. No me
llames.
Oskar se puso la cazadora, el gorro. Se detuvo cuando iba a
meter un pie en la bota. Fue con sigilo hasta su habitación y cogió
el cuchillo, se lo guardó dentro de la cazadora. Se ató las botas.
Se oyó de nuevo la voz de su madre desde el cuarto de
estar:
–Hace frío fuera.
–Tengo el gorro.
–¿En la cabeza?
–No. En el pie.
–No es para hacer bromas. Ya sabes lo que te
pasa…
–Hasta luego.
–… con los oídos.
Salió, miró el reloj. Las siete y cuarto. Tres cuartos de
hora hasta que empezara la tele. Seguro que Tommy y los otros
estaban abajo, en el cuarto del sótano, pero no se atrevía a ir
allí. Tommy era majo, pero los otros… Sobre todo si habían esnifado
podían tener ideas raras.
Así que se dirigió al parque infantil que estaba en el centro
del patio. Dos árboles gruesos que a veces usaban como porterías,
un tobogán, un cajón con arena y tres columpios con neumáticos de
coches colgando de las cadenas. Se sentó en uno de los neumáticos y
se columpió despacio.
Le gustaba aquel sitio por la tarde. A su alrededor un gran
cuadrado con cientos de ventanas iluminadas, y él sentado en la
oscuridad. Seguro y solo al mismo tiempo. Sacó el cuchillo de la
funda. La hoja era tan reluciente que podía ver las ventanas
reflejadas en ella. La luna.
Una luna sangrienta…
Oskar se levantó del columpio, avanzó con sigilo hasta estar
frente a uno de los árboles, le habló:
–¿Qué miras, idiota? ¿Quieres morir o qué?
El árbol no contestó y Oskar le clavó el cuchillo, con
cuidado. No quería estropear el brillante filo.
–Eso es lo que pasa si alguien se queda
mirándome.
Giró el cuchillo de forma que una pequeña astilla se
desprendió del árbol. Un trozo de carne. Dijo en voz
baja:
–Chilla como un cerdo, vamos.
Se quedó quieto. Le pareció haber oído algo. Echó una ojeada
a su alrededor con el cuchillo pegado a la cadera. Lo levantó a la
altura de los ojos, lo miró. La punta estaba tan reluciente como
antes. Utilizando la hoja como espejo la orientó hacia la escalera
del tobogán. Allí había alguien. Alguien que no estaba allí antes.
Una figura borrosa contra el acero limpio. Bajó el cuchillo mirando
directamente a lo alto del tobogán. Sí. Pero no era el asesino de
Vällingby. Era un niño.
La luz era suficiente como para precisar que era una chica a
la que no había visto nunca en el patio. Oskar dio un paso en
dirección a la escalera. La chica no se movió. Se quedó allí arriba
mirándole.
Dio otro paso y de pronto sintió miedo. ¿De qué? De sí mismo.
Con el cuchillo fuertemente agarrado avanzaba hacia la chica para
clavárselo.
Bueno, no era así, claro. Pero parecía así, por un momento. Y
ella sin asustarse.
Oskar se detuvo, metió el cuchillo en la funda y lo guardó
dentro de la cazadora. – Hola. La chica no contestó. Oskar estaba
ya tan cerca de ella que podía ver que tenía el
pelo oscuro, la cara pequeña, los ojos grandes. Unos ojos
abiertos de par en par que lo miraban tranquilos. Sus manos
descansaban blancas en una barra de la escalera.
–He dicho hola.
–Lo he oído.
–¿Y entonces por qué no has contestado?
La chica se encogió de hombros. Su voz no era tan clara como
él había pensado que sería. Sonaba como alguien de su misma
edad.
Parecía rara. Media melena negra. Cara redonda, nariz
pequeña. Como una de esas muñecas recortables que salen en las
páginas infantiles de la revista Hemmets
Journal. Muy… bonita. Pero había algo. No tenía gorro ni
cazadora. Sólo un fino jersey de color rosa, con el frío que
hacía.
La chica señaló con la cabeza el árbol en el que Oskar había
clavado el cuchillo.
–¿Qué haces?
Oskar se sonrojó, pero en la oscuridad no se
notaría.
–Estoy practicando.
–¿Para qué?
–Por si viniera el asesino.
–¿Qué asesino?
–El de Vällingby. El que acuchilló a ese chico. La chica
lanzó un suspiro y miró a
la luna. Luego se inclinó hacia delante.
–¿Tienes miedo?
–No, pero un asesino, claro está, es… es, bueno, si uno
puede… defenderse. ¿Vives
aquí?
–Sí.
–¿Dónde?
–Allí -la chica señalaba el portal que estaba al lado del de
Oskar-. Al lado del
tuyo.
–¿Y tú cómo sabes dónde vivo yo?
–Te vi antes, por la ventana.
A Oskar se le encendieron las mejillas. Mientras trataba de
encontrar algo que decir, la chica saltó de la escalera y aterrizó
delante de él. Un salto de más de dos metros.
Seguro que hace gimnasia o algo
así.
Era casi exactamente igual de alta que él pero mucho más
delgada. El jersey de color rosa se ceñía sobre su cuerpo delgado,
sin asomo de pechos. Sus ojos eran negros, enormes, en aquella cara
pequeña y pálida. Levantó una mano delante de él, como si estuviera
parando algo que se acercaba. Tenía los dedos largos, finos como
ramitas.
–No puedo hacerme amiga tuya. Para que lo
sepas.
Oskar se cruzó de brazos. Sintió los bordes de la funda del
cuchillo bajo la mano a
través de la cazadora.
–¿Y eso por qué?
Una de las comisuras de los labios de la muchacha se contrajo
en una especie de
sonrisa.
–¿Hace falta alguna razón? Te digo
las cosas como son. Para que lo sepas.
–Sí, sí.
La chica se dio media vuelta y, alejándose de Oskar, caminó
hacia su portal.
Cuando había dado ya algunos pasos, Oskar
dijo:
–¿Y crees que yo quiero ser amigo tuyo? Eres tonta de
remate.
La chica se paró. Permaneció quieta un instante. Se dio media
vuelta y fue otra vez
donde estaba Oskar, se detuvo frente a él. Entrelazó los
dedos y dejó caer los brazos.
–¿Qué has dicho?
Oskar cruzó los brazos aún más fuerte sobre el pecho, apretó
la mano contra la
empuñadura del cuchillo y miró al suelo.
–Que eres tonta… si dices eso.
–¿De verdad?
–Sí.
–Perdona entonces. Pero es así.
Permanecieron quietos, a medio metro el uno del otro. Oskar
continuó mirando al
suelo. Le llegó un olor extraño que venía de la
chica.
Hacía un año que Bobby, su perro, había tenido una infección
en las patas y al final tuvieron que sacrificarlo. El último día
Oskar no había ido a la escuela, se había quedado en casa echado
durante varias horas al lado del perro enfermo, despidiéndose de
él. Bobby le había olido entonces como la chica ahora.
Oskar
arrugó la nariz.
–¿Eres tú la que huele tan raro?
–Puede ser.
Oskar levantó la vista del suelo. Se arrepentía de lo que
había dicho. Parecía tan…
frágil con ese jersey tan fino. Quitó los brazos del pecho e
hizo un gesto hacia ella. – ¿No tienes frío?
–No.
–¿Por qué no?
La muchacha alzó las cejas, arrugó la cara y pareció por un
momento mucho, mucho más mayor de lo que era. Como una mujer vieja
a punto de echarse a llorar.
–Habré olvidado cómo se hace.
La chica se dio rápidamente la vuelta y fue hacia su portal.
Oskar se quedó allí mirándola. Cuando llegó delante de la pesada
puerta, Oskar pensó que tendría que empujar con las dos manos para
poder abrirla. Pero ocurrió lo contrario: cogió el picaporte con
una mano y la abrió con tanta fuerza que golpeó contra el tope que
había en el suelo, rebotó y se cerró tras ella.
Oskar se metió las manos en los bolsillos y se puso triste.
Pensaba en Bobby. En el aspecto que tenía en la caja que su padre
le había construido. En la cruz que él había hecho en la clase de
trabajos manuales y que se rompió cuando la iban a clavar en el
suelo helado.
Debería hacer una nueva.
Diez mil coronas era mucho dinero, y teniendo en cuenta las
campañas de Save the Children que decían
que «Mil coronas pueden dar comida a una familia entera durante un
año» y otras por el estilo, debería de ser posible con diez mil
coronas salvar una vida también en Suecia.
¿Pero la de quién?
¿Dónde?
Uno no podía ir alegremente dando el dinero al primer
drogadicto que se encontrase y esperar que… no. Y tendría que ser
una persona joven. Sabía que era una tontería, pero lo ideal sería
uno de esos niños con lágrimas en los ojos como en los cuadros. Un
niño que con lágrimas en los ojos cogiera el dinero y… ¿Y
qué?
Se bajó en la estación de Odenplan sin saber por qué; caminó
hacia la biblioteca pública. Mientras vivía en Karlstad, cuando
trabajaba como profesor de sueco en los cursos superiores de la
enseñanza obligatoria y todavía tenía una casa donde vivir, era de
sobra conocido en el ambiente que la biblioteca pública de
Estocolmo era un… buen sitio.
Hasta que no vio el gran cilindro de la biblioteca, conocido
por las fotografías en libros y revistas, no supo que era por eso
por lo que se había bajado aquí. Porque era un buen sitio. Alguien
del ambiente, probablemente Gert, había contado lo que había que
hacer para comprar sexo aquí.
Él no lo había hecho nunca. Lo de comprar
sexo.
Una vez Gert, Torgny y Ove habían encontrado un chico cuya
madre, una de las conocidas de Ove, había traído de Vietnam. El
chico tendría unos doce años y sabía lo que se esperaba de él, le
pagaban bien por ello. Sin embargo, Håkan no fue capaz. Había
bebido un poco de su Bacardi con cola, disfrutando del cuerpo
desnudo del chico dando vueltas por la habitación en la que se
habían reunido. Pero luego se acabó.
A los otros, el chico se la había mamado de uno en uno, pero
cuando le tocó el turno a Håkan se le hizo un nudo en el estómago.
Toda la situación era demasiado asquerosa. La habitación olía a
excitación, alcohol y semen. Una gota de esperma de Ove brillaba en
la mejilla del chaval. Håkan apartó la cabeza del muchacho cuando
se inclinaba sobre su entrepierna.
Los otros lo habían insultado; al final, puras amenazas. Él
había sido testigo, tenía que ser cómplice. Lo ridiculizaron por
sus escrúpulos, pero ése no era el problema. Sólo que era tan feo,
todo. El apartamento de ke, de una sola habitación, donde él solía
pasar las noches; los cuatro sillones desiguales especialmente
dispuestos para la ocasión, la música de baile que salía por el
estéreo.
Pagó su parte de la juerga y no volvió a ver a los otros. Él
tenía sus revistas y fotografías, sus películas. Era suficiente.
Era posible que además sintiera escrúpulos, que sólo en aquella
ocasión se habían manifestado como una intensa aversión ante la
situación.
Entonces, ¿por qué voy a la
biblioteca?
Podría coger un libro. El fuego de hacía tres años había
devorado toda su vida, y con ella sus libros. Sí. La joya de la Reina de Almqvist, lo podía tomar
prestado, antes de hacer su buena obra.
Estaba todo muy tranquilo en la biblioteca a esas horas de la
mañana. Señores mayores y estudiantes, la mayoría. Enseguida
encontró el libro que buscaba, leyó las primeras
palabras.
¡Tintomara! Dos cosas son
blancas:
inocencia y
arsénico.
Lo volvió a dejar en la estantería. Malas sensaciones. Le
recordaba su vida anterior.
Había amado aquel libro, lo había usado en la enseñanza. Leer
las primeras palabras le había hecho añorar un sillón de lectura. Y
un sillón de lectura tenía que estar en una casa que fuera suya,
una casa llena de libros, y tendría que tener un trabajo de nuevo y
tendría que… y quería. Pero había encontrado el amor, y él era el
que imponía las condiciones ahora. Nada de
sillones.
Se frotó las manos como para borrar las huellas del libro que
habían sujetado y entró en una sala que había al
lado.
Una mesa alargada con personas leyendo. Palabras, palabras,
palabras. Al fondo de la sala se sentaba un chico joven con
cazadora de cuero columpiándose en la silla mientras hojeaba sin
mayor interés un libro con ilustraciones. Håkan se dirigió hacia
allí e hizo como que examinaba los libros de geología mirando de
reojo al muchacho de vez en cuando. Finalmente, el chico alzó la
mirada y ambas se cruzaron; el chaval arqueó las cejas como
preguntando:
–¿Quieres?
No, claro que no quería. El chico tenía unos quince años, con
la cara aplanada de los europeos del este, espinillas y los ojos
rasgados y profundos. Håkan se encogió de hombros y salió de la
sala.
Fuera ya de la entrada principal el muchacho lo alcanzó, hizo
un gesto con el dedo y preguntó:
-Fire?
Håkan negó con la cabeza.
-Don't smoke.
-Okey.
El chico sacó un encendedor de plástico, encendió un
cigarrillo, le miró con los ojos entornados a través del
humo.
-What you like?
–No, I…
-Young? You like
young?
Se apartó del muchacho, alejándose de la entrada principal
donde cualquiera podía verle. Necesitaba pensar. No había imaginado
que esto fuera tan sencillo. Había sido una especie de juego,
comprobar si era cierto lo que había dicho Gert.
El chico lo siguió, se puso a su lado junto al muro de
piedra.
-How? Eight, nine? Is difficult,
but…
–¡NO!
Parecía tan endiabladamente perverso. Un pensamiento tonto.
Ni Ove ni Torgny habían tenido un aspecto… especial, en lo más
mínimo. Hombres normales con trabajos normales. El único, Gert, que
vivía de la inmensa herencia que le había dejado su padre y podía
permitirse cualquier cosa, y después de sus
muchos viajes al extranjero había empezado a tener un aspecto
francamente repulsivo. Una flacidez alrededor de la boca, una
película en los ojos.
El chico se calló cuando Håkan alzó la voz, observándolo a
través de aquellas hendiduras que tenía por ojos. Dio otra calada
al cigarrillo, lo tiró al suelo y lo pisó, extendió los
brazos.
-What?
-No, I just…
El muchacho se le acercó un poco.
-What?
-maybe… twelve?
-Twelve? You like
twelve?
-I…. yes.
-Boy.
-Yes.
-Okey. You wait. Number
two.
-Excuse me?
-Number two. Toilet.
-Oh. Yes.
-Ten minutes.
El chico se subió la cremallera de la cazadora y desapareció
escaleras abajo.
Doce años. Cabina dos. Diez
minutos.
Aquello era tonto, tonto de verdad. ¿Y si llegaba un policía?
Tenían que estar al corriente de lo que pasaba allí después de
tantos años. Entonces se jodió. Lo iban a relacionar con el trabajo
que había realizado dos días antes y sería el fin de todo. No podía
hacer aquello.
Voy hasta los servicios, sólo a ver qué
tal resulta.
En los servicios no había nadie. Un urinario y tres cabinas.
El número dos, lógicamente, sería el del medio. Puso una corona en
la cerradura, abrió y entró, cerró la puerta y se sentó en el
retrete.
Las paredes de la cabina estaban llenas de pintadas. Nada que
uno esperara encontrarse en una biblioteca pública. Alguna que otra
cita literaria:
BITE ME.
«Mejor un pollo frito en la mano que una polla fría en el
ano».
«No es lo mismo tubérculo que ver tu culo».
Y una cantidad increíblemente grande de números de teléfono a
los que uno podía llamar si tenía algún deseo especial. Un par de
ellos llevaban dibujos y seguramente eran auténticos. No sólo de
alguien que quería tomar el pelo a otro.
Bueno. Ya había visto cómo era aquello. Ahora debería
marcharse de allí. No podía estar seguro de qué se le ocurriría al
de la cazadora de cuero. Se levantó, orinó, se sentó de nuevo. ¿Por
qué había orinado? No había sido porque tuviera especialmente
ganas. Él sabía por qué lo había hecho.
En caso de que…
La puerta de fuera se abrió. Contuvo la respiración. Algo
dentro de él confiaba en que fuera un policía. Un hombre policía
grandote que abriera la puerta de su cabina de una patada y lo maltratara con la porra antes de
arrestarlo.
Voces bajas, pasos quedos, un golpe suave en la
puerta.
-¿Sí?
Otro golpecito. Tragó un embarazoso nudo de saliva y
abrió.
Fuera había un chico de once, doce años. Rubio, la cara con
forma de cebolla. Labios delgados, ojos azules inexpresivos. Anorak
rojo, algo grande para él. Justo detrás estaba el chaval más mayor
con la cazadora de cuero. Enseñó cinco dedos.
-Five hundred -pronunciaba «hundred»
como «chundred».
Håkan asintió y el chico mayor empujo con cuidado al menor
dentro de la cabina y cerró la puerta. ¿No era mucho quinientas
coronas? No es que importara, pero…
Miró al muchacho que había comprado. Alquilado. ¿Tomaba
alguna clase de droga? Probablemente. Tenía la mirada ausente,
desenfocada. El chico estaba apoyado en la puerta a medio metro de
distancia. Era tan bajo que Håkan no tuvo que levantar la cabeza
para mirarle a los ojos.
-Hello.
El chaval no contestó, sólo movía la cabeza señalando su
entrepierna, hizo un gesto con el dedo: Bájate
la cremallera. Håkan obedeció. El chico suspiró, hizo de nuevo
un gesto con el dedo: Sácate el
pene.
Le ardían las mejillas al hacer lo que el muchacho decía. De
manera que esto era así. Él era el que obedecía. No ponía ningún
deseo en ello. No era él quien lo hacía. Su pequeño pene no tenía
ni la más mínima erección, casi no llegaba a la tapa del retrete.
Un cosquilleo cuando el glande entró en contacto con su fría
superficie.
Entornó los ojos, intentando recomponer las facciones de la
cara del chaval para que se parecieran más a las de su amada. No
funcionó. Su amada era bella. Pero no el muchacho que ahora se
ponía de rodillas y acercaba la cabeza a su
entrepierna.
La boca.
Pero había algo raro en esa boca. Puso la mano en la frente
del chico antes de que la boca alcanzara su
objetivo.
-Your mouth?
El chaval negó con la cabeza y apretó la frente contra la
mano de Håkan para seguir con su trabajo. Pero ya no funcionaba.
Había oído hablar de esas cosas.
Puso el dedo gordo sobre el labio superior del chico y lo
levantó. No tenía dientes. Alguien se los había extraído para que
hiciera mejor su trabajo. El muchacho se levantó; se oyó un crujido
suave procedente de la cazadora cuando se cruzó de brazos. Håkan se
guardó el pene, se subió la cremallera y se quedó mirando fijamente
al suelo.
De esta forma no. De esta forma
nunca.
Algo apareció ante sus ojos. Una mano extendida. Cinco dedos.
Quinientas coronas.
Sacó el rollo de billetes del bolsillo y se lo tendió al
chaval. Éste quitó la goma, pasó el índice por el borde de los diez
billetes, puso otra vez la goma y levantando el rollo
dijo:
-Why?
-Because… your mouth. Maybe you can… get
new teeth.
El muchacho hasta sonrió. No una sonrisa radiante, pero las
comisuras de sus labios se levantaron un poco. Quizá sólo se reía
de la tontería de Håkan. Se quedó pensando, luego sacó un billete
de mil del rollo y se lo guardo en el bolsillo exterior de la
cazadora. El rollo en un bolsillo interior. Håkan
asintió.
El chaval abrió la puerta, dudó. Luego se volvió hacia Håkan,
le acarició la mejilla.
-Sank you.
Håkan puso su mano sobre la del muchacho, la apretó contra su
mejilla, cerró los ojos. Si alguien pudiera…
-Forgive me.
-Yes.
El chico retiró la mano. Su calor permanecía aún en la
mejilla de Håkan cuando la puerta de fuera se cerró tras él. Håkan
se quedó sentado en el servicio, mirando fijamente algo que alguien
había escrito en el marco de la puerta:
Si supierais. Perdonadme, pero si
supierais.
De vuelta a casa después de la escuela Oskar se detuvo bajo
las dos ventanas del piso de la chica. La más próxima quedaba sólo
a dos metros de la de su habitación. Las persianas estaban bajadas
y sólo se veían los marcos rectangulares de las ventanas, de color
gris claro en contraste con el gris oscuro del cemento. Parecía
sospechoso. Probablemente se trataba de algún tipo de… familia
rara.
Drogadictos.
Oskar echó una ojeada a su alrededor, luego entró en el
portal y leyó los nombres en el tablón. Cinco apellidos muy bien
puestos con letras de plástico. Un espacio estaba vacío. El
anterior nombre, HELLBERG, aún podía distinguirse por la marca
impresa que habían dejado las letras en el terciopelo descolorido
por el sol. Pero no había otras nuevas. Ni siquiera un
papel.
Subió corriendo los dos tramos de escaleras hasta la puerta
donde vivía la chica. Lo mismo allí. Nada. El cartelito de la
rendija para el correo no tenía letras. Eso era lo normal cuando un
piso estaba deshabitado.
¿Habría mentido? A lo mejor no vivía aquí, pero claro, había
entrado en el edificio. Sí. Aunque podía haberlo hecho de todas
formas. Si ella… Abajo se abrió el portal.
Se apartó y bajó rápidamente las escaleras. Ojalá no fuera
ella. Podría pensar que él, de algún modo… Pero no
era.
En mitad del segundo tramo Oskar se encontró con un hombre al
que no había visto antes. Un hombre bajo, corpulento y medio calvo
que sonrió con una sonrisa demasiado grande para ser
normal.
Al ver a Oskar, levantó la cabeza y saludó; en la boca aún
llevaba impresa aquella sonrisa de circo.
Oskar se paró abajo, en el portal; escuchó. Le oyó sacar las
llaves y abrir la puerta. La puerta de ella. El hombre sería
probablemente su padre. La verdad es que Oskar no había visto nunca
a un drogadicto tan viejo, pero parecía enfermo del
todo.
No es raro que esté
chiflada.
Bajó hasta el parque, se sentó en el borde del cajón de arena
y estuvo atento a las ventanas para ver si subían las persianas.
Hasta la del cuarto de baño parecía
cubierta por dentro; el cristal era más oscuro que los de todas las
demás ventanas de los cuartos de baño.
Sacó del bolsillo de la cazadora su cubo de Rubik. Crujía y
chirriaba cuando lo giraba. Una copia. El auténtico iba mucho más
suave, pero costaba cinco veces más y sólo lo había en la
juguetería bien vigilada de Vällingby.
Había hecho dos caras de un solo color y de la tercera no le
quedaba casi nada, pero era imposible completarla sin estropear las
dos que ya tenía listas. Había guardado una doble página del
periódico Expressen donde describían los
distintos tipos de giros y gracias a eso había conseguido hacer las
dos caras, pero luego se había vuelto bastante más
difícil.
Estaba mirando el cubo, tratando de pensar una solución en
lugar de sólo dar vueltas. No se le ocurría. Era como si su cerebro
no pudiera con aquello. Se apretó el cubo en la frente, intentando
penetrar en su interior. Pero nada. Puso el cubo en el borde del
cajón, a una distancia de medio metro, lo miró
fijamente.
¡Deslízate! ¡Deslízate!
¡Deslízate!
Telequinesia, lo llamaban. En Estados Unidos habían hecho
observaciones. Había personas que lo podían
hacer. ESP. Extra Sensory Perception. Oskar
daría cualquier cosa por poder hacer algo así.
Y tal vez… tal vez podía.
El día en la escuela no había sido tan malo. Tomas Ahlstedt
intentó quitarle la silla en el comedor cuando se iba a sentar,
pero Oskar se había dado cuenta a tiempo. Eso había sido todo. Se
iría al bosque con el cuchillo, a aquel árbol. Haría un experimento
más serio. Nada de calentarse como ayer.
Con tranquilidad y precisión iba a clavar el cuchillo en el
árbol, hacerlo astillas, teniendo todo el tiempo ante sí la cara de
Tomas Ahlstedt. Aunque… claro, estaba lo del asesino. El auténtico asesino que se encontraba en algún
sitio.
No. Tendría que esperar hasta que encerraran al asesino. Por
otro lado, si se trataba de un asesino normal el experimento no
tenía ningún valor. Oskar miró el cubo y se imaginó un rayo que iba
desde sus ojos hasta el cubo.
¡Deslízate! ¡Deslízate!
¡Deslízate!
No pasó nada. Se metió el cubo en el bolsillo y se levantó,
sacudiéndose algo de arena de los pantalones. Miró hacia las
ventanas. Las persianas estaban todavía bajadas.
Entró para trabajar en su cuaderno de recortes, cortar y
pegar los artículos del asesinato de Vällingby. Probablemente,
llegarían a ser muchos con el tiempo. Sobre todo si ocurría otra
vez. Tenía alguna esperanza de que fuera así. Preferiblemente en
Blackeberg.
Para que la policía fuera a la escuela y los profesores se
pusieran serios e inquietos, para que se creara ese ambiente que a
él le gustaba.
–Nunca más. Digas lo que digas.
–Håkan…
–No. Y nada más que no.
–Me muero.
–Pues muérete.
–¿Lo dices en serio?
–No. Claro que no. Pero puedes tú… misma.
–Estoy demasiado débil. Todavía.
–No estás débil.
–Débil para eso.
–Sí. Entonces no sé. Pero yo no lo hago otra vez. Es tan
repugnante, tan…
–Lo sé.
–No lo sabes. Para ti es distinto, es…
–¿Qué sabes tú cómo es para mí?
–Nada. Pero al menos tú eres…
–¿Crees que… disfruto con ello?
–No sé. ¿Disfrutas?
–No.
–Conque no. No, no. Bueno, sea como sea… yo no lo vuelvo a hacer. Puede que hayas tenido
otros que te ayudaran, que hayan sido… mejores que
yo.
–¿Los has tenido? – Sí. – Ya… ya… -¿Håkan? ¿Tú…? – Te quiero.
– Sí. – ¿Tú me quieres? ¿Un poco siquiera? – ¿Lo harías otra vez si
te dijera que te quiero? – No. – Quieres decir que te voy a querer
de todas formas, ¿no? – Sólo me quieres si te ayudo a mantenerte
viva. – Sí. ¿No es eso el amor? – Si creyera que me quieres, aunque
yo no te quisiera… -¿Sí? – … entonces puede
que lo hiciera. – Te quiero. – No te creo. – Håkan. Puedo valerme
unos días más, pero luego… -Procura empezar a quererme
entonces.
Viernes por la tarde en el chino. Son las ocho menos cuarto y
toda la cuadrilla está reunida. Menos Karlsson, que está en casa
viendo el concurso de televisión, Notknäckarna, y la verdad que no importa. Muy
divertido no es que sea. Aparecerá más tarde, cuando haya acabado,
tirándose faroles acerca de cuántas preguntas se sabía. En la mesa
de la esquina, con espacio para seis, más próxima a la puerta,
están sentados Lacke, Morgan, Larry y Jocke. Jocke y Lacke discuten
acerca de qué tipos de peces pueden vivir tanto en agua dulce como
en agua salada. Larry lee el periódico y Morgan mueve las piernas
marcando el ritmo de una música que no es la música de fondo china
que sale discretamente de los altavoces ocultos.
En la mesa están los vasos de cerveza más o menos llenos. En
la pared, por encima de la barra, cuelgan sus
retratos.
El dueño del restaurante tuvo que huir de China cuando la
revolución cultural por las caricaturas satíricas que hizo de los
mandatarios. Ahora emplea esa habilidad con los clientes. En las
paredes cuelgan doce primorosas caricaturas hechas a
rotulador.
Todos los tíos. Y Virginia. Los retratos de los tíos son
primeros planos en los que se han resaltado los rasgos especiales
de sus fisonomías.
La cara arrugada, casi hueca, de Larry y un par de orejas
enormes que se despegan de la cabeza le dan el aspecto de un
elefante famélico.
De Jocke destacan sus cejas pobladas y continuas, convertidas
en rosales donde un pájaro, tal vez un ruiseñor, aparece
trinando.
Morgan, por su estilo, aparece con los rasgos prestados del
último Elvis. Grandes patillas y una expresión de
«Hunka-hunka-löööve, baby» en los ojos. Con la cabeza puesta sobre
un cuerpo minúsculo que sujeta una guitarra y tiene la pose de
Elvis. Morgan está más orgulloso de ese retrato de lo que él mismo
quiere reconocer.
Lacke aparece más preocupado. Los ojos agrandados le dan una
expresión de sufrimiento exagerado. El humo del cigarrillo que
tiene en la boca se concentra en una nube de tormenta sobre su
cabeza.
Virginia es la única que aparece formalmente retratada de
cuerpo entero. Con un vestido de noche, luciendo como una estrella
envuelta en brillantes lentejuelas, aparece con los brazos
abiertos, rodeada por una piara de cerdos que la miran sin
comprender. Por encargo de Virginia, el dueño hizo otro dibujo
exactamente igual para que pudiera llevárselo a
casa.
Hay más. Algunos que no pertenecen al grupo. Algunos que han
dejado de venir. Algunos que han muerto.
Charlie se cayó en las escaleras de entrada a su portal una
noche cuando volvía a casa. Se partió el cráneo contra el cemento
agrietado. Gurkan tuvo cirrosis y murió de hemorragia en la
garganta. Un par de semanas antes de morir, una tarde se había
levantado la camisa y les había mostrado una especie de tela de
araña formada por venas que le salían del ombligo. «Menudo tatuaje
más caro», había dicho entonces, y poco después estaba muerto.
Habían honrado su memoria poniendo su retrato en la mesa y
brindando con él toda la noche.
Karlsson no tiene retrato.
Esta noche del viernes va a ser la última que pasen juntos.
Mañana, uno de ellos va a desaparecer para siempre. Habrá otro
retrato que cuelgue en la pared sólo como un recuerdo. Y ya nada
volverá a ser igual.
Larry apoyó el periódico, dejó las gafas de lectura sobre la
mesa y dio un trago a su cerveza.
–Sí. Joder. ¿Qué tiene un tipo así en la
cabeza?
Enseñó el periódico, donde ponía «LOS NIÑOS ESTÁN ASUSTADOS»
sobre una fotografía de la escuela de Vällingby y una fotografía
más pequeña de un hombre de mediana edad. Morgan miró el periódico
y, señalando, preguntó:
–¿Es el asesino?
–No, es el director de la escuela.
–A mí me parece un asesino. Típico asesino. Jocke alargó la
mano hacia el periódico: -¿Me dejas verlo…? Larry le tendió el
periódico y Jocke lo mantuvo con los brazos estirados
mirando
la fotografía. – A mí me parece un político conservador.
Morgan asintió. – Eso es precisamente lo que estoy diciendo. Jocke
volvió el periódico hacia Lacke,
para que éste pudiera ver la fotografía. – ¿A ti qué te
parece? Lacke la miró con desgana. – No, no sé. A mí todo esto me
pone malo. Larry echó vaho en las gafas y se las limpió con la
camisa. – Lo cogerán. Nadie se libra con una cosa así. Morgan, que
estaba tamborileando
en la mesa con los dedos, se estiró a coger el periódico. –
¿Cómo acabó el Arsenal? Larry y Morgan pasaron a discutir la baja
calidad del fútbol inglés en el momento
actual. Jocke y Lacke permanecieron un rato en silencio
bebiendo su cerveza y fumando. Luego Lacke sacó el tema de la
merluza, que si iba a desaparecer del Báltico. Y así continuó la
noche.
Karlsson no apareció, pero hacia las diez entró un hombre al
que ninguno de ellos había visto antes. A esas alturas, la
conversación se había vuelto más intensa y nadie observó la llegada
del nuevo hasta que éste se sentó solo en una mesa que estaba en el
otro extremo del local.
Jocke se acercó a Larry. – ¿Quién es? Larry miró
discretamente, negó con la cabeza. – No sé. Al nuevo le sirvieron
un whisky doble y se lo tomó de un trago, pidió
otro.
Morgan echó aire entre los labios con un silbido. – Aquí
vamos a toda pastilla. El hombre parecía no ser consciente de que
lo estaban observando. No hacía otra
cosa que estar sentado a la mesa mirándose las manos, parecía
como si toda la miseria del mundo estuviera concentrada en una
mochila que colgara de sus hombros. Se tomó enseguida su segundo
whisky y pidió otro.
El camarero se inclinó hacia él y le dijo algo. El hombre
rebuscó con la mano en el bolsillo y sacó unos billetes. El
camarero hizo un gesto con las manos como diciendo que no quería
decir eso, aunque eso era precisamente lo
que había querido decir, y se retiró para servir un nuevo
pedido.
No sorprendía que el crédito del hombre se hubiera puesto en
duda. Sus ropas estaban arrugadas y manchadas como si hubiera
dormido en algún sitio poco cómodo. La corona de pelo sin arreglar
alrededor de la calva le caía hasta las orejas. Su rostro aparecía
dominado por una nariz bastante grande, roja, y una barbilla
saliente. Entre ellas, un par de labios pequeños y abultados que se
movían de vez en cuando, como si el hombre hablara consigo mismo.
No hizo ni el más mínimo gesto cuando le sirvieron el
whisky.
El grupo volvió a la discusión en la que estaban metidos: si
Ulf Adelsohn no iba a ser todavía peor de lo que había sido Gösta
Bohman. Sólo Lacke, de vez en cuando, miraba de reojo al nuevo.
Después de un rato, cuando el hombre ya había tenido tiempo de
pedir otro whisky más, dijo:
–¿No deberíamos… preguntarle si quiere sentarse con
nosotros?
Morgan echó una mirada por encima del hombro al forastero,
que se había hundido un poco más en la silla.
–No. ¿Por qué? Le ha dejado la mujer, el gato se ha muerto y
la vida es un infierno. Eso ya me lo sé yo.
–A lo mejor invita.
–Eso ya es otro cantar. Entonces puede que tenga también
cáncer
–Morgan se encogió de hombros-. A mí no me
importa.
Lacke miró a Larry y a Jocke. Por señas le dijeron que estaba
bien y Lacke se levantó y fue hasta la mesa del
hombre.
–Hola.
El hombre levantó los ojos hacia Lacke. Tenía la mirada
completamente turbia. El vaso que había en la mesa estaba casi
vacío. Lacke, apoyándose en la silla que estaba al otro lado de la
mesa, se inclinó hacia él.
–Sólo queríamos preguntarte si quieres… sentarte con
nosotros.
El hombre movió la cabeza despacio e hizo un gesto torpe de
rechazo con la mano.
–No. Gracias. Pero siéntate.
Lacke sacó la silla y se sentó. El hombre se tomó lo que
quedaba en el vaso e hizo una señal al camarero.
–¿Quieres algo? Te invito.
–Entonces, lo mismo que tú.
Lacke no quería decir la palabra «whisky» porque parecía mal
pedirle a alguien que te invite a algo tan caro, pero el hombre
asintió, y cuando el camarero se acercó hizo el signo de la V con
los dedos señalando a Lacke. Lacke se echó hacia atrás en
la
silla. ¿Cuánto tiempo hacía que no se tomaba un whisky en un
bar? Tres años. Por lo menos.
El hombre no daba señales de querer iniciar una conversación,
así que Lacke carraspeó y dijo:
–Vaya frío que hemos tenido.
–Sí.
–Seguro que pronto nieva.
–Mmm.
El whisky llegó a la mesa e hizo superflua la conversación
por un momento. Incluso a Lacke le sirvieron uno doble y sintió
cómo los ojos de sus compañeros se le clavaban en la espalda.
Después de un par de sorbitos levantó el vaso.
–Bueno, salud. Y gracias.
–Salud.
–¿Vives por aquí?
El hombre miraba fijamente al aire, parecía que consideraba
la pregunta como si fuera algo en lo que él mismo nunca se había
parado a pensar. Lacke no pudo decidir si el movimiento de cabeza
que hacía el otro era una respuesta o si formaba parte de su
monólogo interno.
Lacke dio un sorbo más, decidió que si el hombre no
contestaba a la próxima pregunta significaba que quería estar
tranquilo, no hablar con nadie. En ese caso Lacke cogería su vaso e
iría a sentarse con los otros. Habría hecho lo que exige la
cortesía cuando a uno lo invitan. Deseaba que el hombre no
contestase.
–Bueno. ¿A qué te dedicas?
–Yo…
El hombre arqueó las cejas y las comisuras de los labios se
elevaron de forma
convulsiva en un esbozo de sonrisa que se
desvaneció.
–… ayudo un poco.
–Ah. ¿Con qué?
Una especie de prudencia cruzó sus ojos cuando su mirada se
encontró con la de Lacke. Éste sintió un ligero estremecimiento en
la parte baja de la espalda. Como si una hormiga negra le hubiera
picado encima de la rabadilla.
El hombre se frotó los ojos y pescó algunos billetes de cien
en el bolsillo del pantalón, los dejó sobre la mesa y se
levantó.
–Disculpa. Tengo que…
–Vale. Gracias por el whisky.
Lacke alzó su vaso hacia el hombre, pero éste ya iba camino
del perchero, descolgó a tientas su abrigo y salió. Lacke siguió
sentado de espaldas al grupo mirando el
pequeño montón de billetes. Cinco de cien. Un whisky doble
costaba sesenta coronas, y se habrían bebido cinco, posiblemente
seis.
Lacke miró de soslayo. El camarero estaba ocupado cobrando a
una pareja de viejos, los únicos clientes que habían cenado.
Mientras se levantaba, Lacke cogió un billete y lo arrebujó
rápidamente en la mano hasta convertirlo en una bola, se metió la
mano en el bolsillo y volvió con sus colegas.
A mitad de camino se dio cuenta, se volvió a la mesa y volcó
lo que había quedado en el vaso del otro en su propio vaso, se lo
llevó.
La típica noche con suerte.
–Pero si esta noche echan Notknäckarna.
–Sí, pero vengo.
–Empieza en… media hora.
–Lo sé.
–¿Qué tienes tú que hacer por ahí a estas
horas?
–Sólo voy a dar una vuelta.
–Bueno, no tienes que ver Notknäckarna si no quieres. Puedo verlo sola, si
tienes que salir.
–Ya, ya, yo… vengo más tarde.
–Sí, sí. Entonces espero para calentar las
crêpes.
–No, puedes… vengo más
tarde.
Oskar se fue. Notknäckarna era su
programa favorito y el de su madre. Su madre había preparado crêpes
rellenos con gambas para comerlos delante de la tele. Sabía que se
entristecería si él se iba, en lugar de quedarse… esperando con
ella.
Pero había estado mirando por la ventana desde que se había
hecho de noche y acababa de ver a la chica saliendo del portal de
al lado y yendo hacia el parque. Se había retirado inmediatamente
de la ventana. No fuera ella a creer que él…
Luego había esperado cinco minutos antes de ponerse la ropa y
salir. No cogió gorro.
No se veía a la muchacha en el parque; seguramente estaría
sentada, acurrucada en la escalera del tobogán, como ayer. Las
persianas de su ventana estaban todavía bajadas, pero había luz en
el piso. Menos en el cuarto de baño. Un cristal
oscuro.
Oskar se sentó en el borde de la arena, aguardando. Como si
se tratara de un animal que fuera a salir de su madriguera. Pensaba
esperar sólo un poco. Si la chica no aparecía se volvería a casa,
como si nada.
Sacó su cubo de Rubik, lo movió un poco por hacer algo. Se
había cansado de tener que pensar todo el tiempo en aquella dichosa
esquina y mezcló todo el cubo para empezar desde el
principio.
El ruido del cubo aumentaba en el aire frío, sonaba como una
pequeña máquina. Por el rabillo del ojo Oskar vio cómo la chica se
levantaba de la escalera. Él siguió dando vueltas para empezar a
hacer de nuevo una cara de un color. La muchacha estaba quieta.
Notó una ligera inquietud en el estómago, pero hizo como si no la
hubiera visto.
–¿Estás aquí de nuevo?
Oskar levantó la cabeza, hizo como si se sorprendiera, dejó
pasar unos segundos y
luego dijo:
–¿Estás aquí otra vez?
La chica no dijo nada y Oskar siguió dando vueltas. Tenía los
dedos rígidos. Era
difícil distinguir los colores en la oscuridad, por lo que
trabajaba sólo con la cara blanca, que era la más fácil de
ver.
–¿Por qué estás ahí sentado?
–¿Por qué estás ahí de pie?
–Quiero estar tranquila.
–Yo también.
–Entonces vete a casa.
–Vete tú. Yo he vivido aquí más tiempo que
tú.
Ahí le dolía a ella. La cara blanca estaba lista y era
difícil continuar. Los otros colores no eran más que una masa gris
oscuro. Siguió dando vueltas, al tuntún.
Cuando volvió a levantar la vista, la chica estaba en la
barandilla y saltó. Oskar lo sintió en el estómago cuando dio
contra el suelo; si él hubiera intentado un salto así seguro que se
habría hecho daño. Pero la muchacha aterrizó suavemente como un
gato, llegó hasta donde él estaba. Él volcó su atención en el cubo.
Ella se paró frente a él.
–¿Qué es eso?
Oskar miró a la chica, al cubo y de nuevo a la
chica.
–¿Esto?
–Sí.
–¿No lo sabes?
–No.
–El cubo de Rubik.
–¿Cómo dices?
Oskar pronunció las palabras exageradamente
claras.
–El cubo de Rubik.
–¿Eso qué es?
Oskar se encogió de hombros. – Un juego. – ¿Un puzzle? – Sí.
Oskar le alargó el cubo a la chica. – ¿Quieres probar? Ella lo
cogió de sus manos, le dio la vuelta, mirando todas las caras.
Oskar se echó
a reír. La muchacha parecía un mono examinando una fruta. –
¿No has visto uno de estos antes? – No.
¿Cómo se hace? – Así… Oskar cogió de nuevo el cubo y la chica se
sentó junto a él. Él le enseñó cómo se
giraba y que la cosa consistía en conseguir que cada cara
estuviera entera de un solo color. Ella cogió el cubo y empezó a
girar. – ¿Ves los colores? – Naturalmente.
Oskar la miraba de reojo mientras ella trabajaba con el cubo.
Tenía el mismo jersey de color rosa que el día anterior y no podía
comprender que no tuviera frío. Él mismo empezaba a quedarse frío
allí sentado, a pesar de la cazadora.
Naturalmente.
Hablaba raro también. Como un adulto. A lo mejor era hasta
más mayor que él, aunque estuviera tan flaca. Su cuello blanco y
delgado sobresalía del cuello tipo polo del jersey, se transformaba
en una marcada mandíbula. Como la de un maniquí.
Una ráfaga de viento sopló en dirección a Oskar, tragó y
respiró por la boca. El maniquí apestaba.
¿No se lavará?
Pero el olor era peor que si fuera sudor viejo. Se parecía
más al olor de cuando se quita una venda de una herida infectada. Y
su pelo…
Cuando se atrevió a mirarla con más detenimiento, mientras
estaba ocupada con el cubo, vio que tenía el pelo totalmente
pegajoso y lleno de enredos y nudos. Como si tuviera pegamento o…
barro en él.
Mientras observaba a la chica respiró inconscientemente por
la nariz y sintió una arcada en la garganta. Se levantó, fue hacia
los columpios y se sentó. Era imposible estar a su lado. La
muchacha parecía no notar nada.
Después de un rato se levantó, fue hacia ella, que seguía
sentada y absorta en el cubo.
–Oye: tengo que irme a casa ya. – Mmm. – El cubo… La chica
paró. Dudó un momento y después se lo devolvió sin decir nada.
Oskar
lo cogió, la miró y se lo volvió a dejar. – Te lo dejo
prestado. Hasta mañana. Ella no lo cogió. – No. – ¿Por qué no? – A
lo mejor no estoy aquí mañana. – Hasta pasado mañana, entonces.
Pero después no te lo presto más. La chica se quedó pensándolo.
Luego cogió el cubo. – Gracias. Seguro que estoy aquí mañana. –
¿Aquí? – Sí. – De acuerdo. Adiós. – Adiós.
Cuando se dio la vuelta alejándose oyó de nuevo el ruido del
cubo. Ella pensaba seguir allí, con su jersey fino. Su madre y su
padre tenían que ser… distintos, si la dejaban salir de casa de esa
manera. Se le podía inflamar la vejiga.
–¿Dónde has estado? – Fuera. – Estás borracho. – Sí. –
Dijimos que ibas a acabar con eso. – Tú lo dijiste. ¿Qué es eso? –
Un puzzle. No está bien que tú… -¿De dónde lo has sacado? –
Prestado. Håkan, tienes que… -¿Quién te lo ha prestado? – Håkan, no
hagas eso. – Hazme feliz entonces.
–¿Qué quieres que haga? – Déjame tocarte. – Sí. Con una
condición. – No. No, no. Entonces no. – Mañana. Debes. – No. Otra
vez no. ¿Cómo que prestado? Tú no coges
nunca nada prestado. ¿Qué
es?
–Un puzzle.
–¿No tienes ya bastantes puzzles? Te preocupas más de tus
puzzles que de mí.
Puzzle. Beso. Puzzle. ¿Quién te lo ha
prestado? ¿QUIÉN TE LO HA PRESTADO, pregunto?
–Håkan, déjalo.
–Me siento tan jodidamente desgraciado.
–Ayúdame. Una vez más. Después estaré lo suficientemente
fuerte como para valerme por mí misma.
–Sí, precisamente por eso.
–No quieres que me valga por mí misma.
–¿Qué vas a hacer conmigo entonces?
–Te quiero.
–No me quieres nada.
–Sí. De alguna manera.
–Eso no existe. Uno quiere o no quiere.
–¿Es eso cierto?
–Sí.
–Entonces no sé.
Johan Eriksson
El sábado por la mañana había tres grandes fardos con
propaganda ante la puerta de la casa de Oskar. Su madre le ayudó a
doblarlos. Tres papeles distintos en cada paquete, cuatrocientos
ochenta paquetes en total. Cada paquete repartido suponía unos
catorce céntimos de media. Los peores eran los repartos de
una sola hoja, que salían a siete céntimos.
Los mejores (y peores, puesto que había que doblar muchos) eran los
de cinco papeles, que suponían veinticinco
céntimos.
No tenía que andar mucho, puesto que los bloques altos
entraban en su distrito. Allí se deshacía de ciento cincuenta
paquetes en menos de una hora. El recorrido entero le llevaba
cuatro horas aproximadamente, incluyendo volver a casa una vez para
reponer material. Cuando iban cinco papeles en cada paquete tenía
que hacer dos viajes a casa para reponer.
La propaganda debía estar repartida el martes por la tarde a
más tardar, pero él solía repartirlo todo el sábado. Así lo tenía
hecho.
Oskar estaba sentado en el suelo de la cocina doblando; su
madre, en la mesa. No era un trabajo divertido, pero le gustaba el
caos que se creaba. El gran desorden que, poco a poco, acababa
ordenado en dos, tres, cuatro bolsas de papel repletas de hojas
primorosamente dobladas.
Su madre colocó otro montón de papeles doblados en la bolsa,
meneando la cabeza.
–Bueno, la verdad es que esto no me gusta.
–¿El qué?
–No se te ocurra… si alguien abre la puerta o algo así… no se
te ocurra…
–No. ¿Por qué iba a hacerlo?
–Hay tanta gente rara.
–Sí.
Esta conversación se repetía, de una u otra forma, cada
sábado. El viernes por la tarde su madre había dicho que no saldría
de ninguna de las maneras a repartir propaganda este sábado, por lo
del asesino. Pero Oskar le había prometido por activa y por pasiva
que gritaría con sólo que alguien le dirigiera la palabra, y su
madre había cedido.
No había ocurrido nunca que alguien hubiera intentado invitar
a Oskar a su casa o algo por el estilo. Una vez había salido un
viejo y le había echado la bronca porque «metía un montón de mierda
en el buzón», pero después de aquello había dejado de meter
propaganda en el casillero del anciano.
El viejo tendría que sobrevivir sin saber que esa semana
podía hacerse un corte de pelo de fiesta, con mechas, por
doscientas coronas en la peluquería de señoras.
A las once y media los papeles estaban doblados y salió. No
funcionaba lo de tirar todos los papeles en el cuarto de la basura
o algo así; llamaban para comprobarlo, hacían controles al azar.
Eso se le había quedado grabado desde que llamó y solicitó el
trabajo hacía medio año. A lo mejor no era más que un farol, pero
no se atrevía a jugársela. Además, no tenía nada directamente en
contra de ese trabajo. Al menos durante las dos primeras
horas.
Entonces jugaba, por ejemplo, a que era un agente secreto que
había salido para repartir propaganda contra el enemigo que había
ocupado el país. Corría entre los portales, alerta contra los
soldados enemigos que muy bien podían estar disfrazados de
condescendientes señoras con perros.
O hacía también como si cada edificio fuera un animal
hambriento, un dragón con seis bocas que sólo se alimentaba de
carne de doncella enmascarada como propaganda que él introducía en
sus fauces. Los papeles gritaban en sus manos cuando él los metía
en las bocas de la bestia.
Las últimas dos horas -como hoy, al poco de empezar la
segunda vuelta- aparecía una especie de agotamiento. Las piernas se
ponían en marcha y los brazos realizaban los movimientos
mecánicamente.
Dejar la bolsa en el suelo, colocar seis paquetes bajo el
brazo izquierdo, abrir el portal, primera puerta, abrir el buzón
con la mano izquierda, coger un paquete con la mano derecha y
meterlo en el buzón. Segunda puerta… y así
sucesivamente.
Cuando por fin llegó a su patio, a la puerta de la chica, se
paró fuera y escuchó. Se oía una radio con el volumen bajo. Nada
más. Metió los papeles en el buzón y esperó. No llegaba nadie a
recogerlos.
Como de costumbre, terminó en su propia puerta; introdujo el
papel en el buzón, abrió la puerta, cogió el papel y lo tiró a la
bolsa de la basura.
Por hoy, listo. Sesenta y siete coronas más
rico.
Su madre había ido a Vällingby a hacer la compra. Oskar tenía
el piso para él solo. No sabía qué hacer.
Abrió los cajones de debajo de la encimera. Cubiertos,
batidores y termómetros para el horno. En otro cajón, bolígrafos y
papeles, una colección de fichas con recetas de cocina a la que su
madre se había suscrito, pero lo había dejado porque todas incluían
ingredientes demasiado caros.
Siguió con el cuarto de estar, abriendo
cajones.
El ganchillo de mamá, o las cosas del punto, no sabía bien.
Una carpeta con cuentas y recibos de compra. Los álbumes de fotos
que había mirado montones de veces. Revistas viejas con crucigramas
todavía incompletos. Un par de gafas en su funda. El costurero. Una
caja pequeña de madera con el pasaporte de su madre y el de Oskar,
las placas de identidad (a él le habría gustado llevarla colgada al
cuello, pero su madre había dicho que no, que sólo en caso de
guerra), una fotografía y un anillo.
Rebuscó en todos los cajones y armarios como si buscara algo
sin que él mismo supiera qué. Algún secreto. Algo que cambiara
algo. Que de repente en el fondo de un armario apareciera un trozo
de carne podrida. O un globo inflado. Lo que fuera. Algo
extraño.
Sacó la foto y la estuvo mirando.
Era de su bautizo. Su madre estaba con él en brazos, mirando
a la cámara. Entonces estaba delgada. Oskar estaba envuelto en un
faldón de cristianar con largas cintas azules. Al lado de su madre
estaba su padre, embutido en un incómodo traje. Parecía como si no
supiera qué hacer con las manos, que le caían rígidas a lo largo
del cuerpo. Parecía casi en posición de firmes. Miraba de frente al
bebé que estaba en los brazos de su madre. El sol brillaba sobre
los tres.
Oskar observó la foto más de cerca, analizando la expresión
del rostro de su padre. Parecía orgulloso. Orgulloso y algo…
extraño. Un hombre contento porque había sido padre, pero que no
sabía cómo tenía que comportarse. Cómo se hacía. Se podría pensar
que era la primera vez que veía al niño, aunque el bautizo se
celebró medio año después del nacimiento de Oskar.
La madre, por el contrario, sostenía a Oskar con seguridad,
relajada. Su mirada a la cámara no era tanto de orgullo como de…
desconfianza. Como te acerques más, decía esa mirada, te muerdo la
nariz.
Su padre estaba algo echado hacia delante, como si quisiera
acercarse él también pero sin atreverse. La foto no representaba a
una familia. Representaba a un niño con su madre. A su lado un
hombre, probablemente el padre. A juzgar por la expresión de la
cara.
Pero Oskar quería a su padre, y su madre también lo quería.
En cierto modo. A pesar… de lo que pasaba. De lo que acabó
pasando.
Oskar cogió el anillo y leyó lo que ponía dentro de él: Erik
22/4/967.
Se habían separado cuando Oskar tenía dos años. Ninguno de
los dos había encontrado aún otra pareja. «No ha surgido». Los dos
usaban la misma expresión.
Dejó el anillo en su sitio, cerró la caja de madera y la
depositó en el armario. Se preguntó si su madre miraría alguna vez
el anillo, por qué lo tendría guardado. No dejaba de ser oro. Diez
gramos, seguro. Valdría aproximadamente cuatrocientas
coronas.
Oskar se puso la cazadora de nuevo, salió al patio. Empezaba
a oscurecer, aunque no eran más que las cuatro. Descartado lo de ir
al bosque ahora.
Tommy pasaba por delante del portal, se detuvo cuando vio a
Oskar.
–Hola.
–Hola.
–¿Qué haces?
–Nada, he repartido la propaganda y no sé…
–¿Se saca algo de dinero con eso?
–Así, así. Setenta, ochenta coronas. Cada
vez.
Tommy asintió con la cabeza.
–¿Quieres comprar un walkman?
–No sé. ¿Por qué lo dices?
–Un walkman de Sony. Por cincuenta coronas.
–¿Nuevo?
–Sí. En su caja. Con auriculares. Cincuenta
coronas.
–Ahora no tengo dinero.
–Pero si acabas de ganar setenta, ochenta coronas con eso,
como has dicho.
–Sí, pero recibo un sueldo mensual. La próxima
semana.
–Vale. Pero si quieres te lo doy ahora y cuando tengas el
dinero me lo das.
–Bueno…
–Venga. Baja y espérame, que voy a buscarlo. Tommy hizo un
gesto con la cabeza señalando hacia el parque y Oskar bajó y se
sentó en un banco. Enseguida se levantó y fue hasta la escalera del
tobogán, miró. No estaba la chica. Volvió rápidamente al banco y se
sentó de nuevo, como si hubiera hecho algo
prohibido.
Después de un rato, llegó Tommy y le dio la
caja.
–Cincuenta coronas dentro de una semana, ¿de
acuerdo?
–Mmm.
–¿Qué sueles escuchar?
–Kiss.
–¿Cuáles tienes?
-Alive. -¿No tienes Destroyer? Te lo dejo prestado si quieres. Grábalo.
– Sí, qué bien. Oskar tenía el disco doble de Alive con Kiss, lo había comprado hacía unos
meses,
pero no lo escuchaba nunca. Miraba más las fotografías del
concierto. Parecían realmente duros con la cara maquillada. Figuras
de terror vivientes. Y Beth, donde Peter
Cross cantaba, le gustaba realmente mucho, pero las demás canciones
eran demasiado… como si no tuvieran ninguna melodía. A ver si
Destroyer era mejor.
Tommy se levantó para irse. Oskar estaba abrazado a la caja.
– ¿Tommy? – Sí. – Ese chico. El que fue asesinado. ¿Sabes tú…
cómo fue asesinado? – Sí. Lo colgaron en un
árbol y le cortaron el cuello. – ¿No lo acuchillaron? Como si le
hubieran dado cortes. En el tórax. – No. Sólo en el cuello.
Phhhhhssst. -Vale, vale. – ¿Algo más? – No.
– Hasta luego. – Hasta luego. Oskar se quedó sentado en el banco un
rato, pensando. El cielo estaba de color lila
oscuro, la primera estrella, ¿o sería Venus?, se podía ver
claramente. Se levantó y entró para esconder el walkman antes de
que volviera su madre.
Esta tarde iba a ver a la chica para que le devolviera su
cubo. Las persianas estaban aún bajadas. ¿Viviría realmente allí? ¿Qué hacían allí dentro,
todos los días? ¿Tendría amigos?
Probablemente no. – Esta noche. – ¿Qué has hecho? – Me he
lavado. – No sueles hacerlo. – Håkan, esta noche tienes que… -No,
he dicho. – Por favor.
–No se trata de… Otra cosa, lo que sea. Dilo. Lo haré. Coge
de mí, por el amor de Dios. Aquí. Aquí
tienes un cuchillo. Ah, no. De acuerdo, entonces tendré
que…
–No lo hagas.
–¿Por qué no? Es preferible esto. ¿Por qué te has lavado?
Hueles a… jabón.
–¿Qué quieres que haga?
–No puedo.
–No.
–¿Qué piensas hacer?
–Ir yo misma.
–¿Necesitas lavarte para eso?
–Håkan…
–Yo te ayudo con cualquier otra cosa.
Lo que quieras, yo…
–Sí, sí. Está bien.
–Perdona.
–Sí.
–Ve con cuidado. Yo iba con cuidado.
Kuala Lumpur, Phnom Penh, Mekong,
Rangoon, Chungking…
Oskar estaba mirando la fotocopia que acababa de completar,
los deberes del fin de semana. No le decían nada aquellos nombres,
no eran más que un montón de letras. Había cierta satisfacción en
abrir el atlas y ver que realmente existían ciudades y ríos justo
en el sitio donde aparecían marcados en la fotocopia,
pero…
Sí, se lo iba a aprender de memoria y su madre se lo iba a
preguntar. Podría señalar los puntos y decir esas palabras
extrañas. Chungking, Phnom Penh. Su madre quedaría impresionada. Y,
claro, algo divertido sí que eran todos esos nombres raros de
sitios lejanos, pero…
¿Por qué?
En cuanto les dieron fotocopias con la geografía de Suecia se
había aprendido todo de memoria. Se le daba bien eso. ¿Pero ahora?
Intentó acordarse del nombre de uno de los
ríos de Suecia. Åskan, Väskan,
Piskan…
Era algo así. Åtran, quizá. Sí. ¿Pero dónde estaba? Ni idea.
Y la misma suerte iban a correr Chungking y Rangoon en unos años.
No tenía sentido.
Lo cierto era que aquellos sitios no existían. Y si existían…
él no iba a ir nunca allí. ¿Chungking? ¿Qué iba a hacer él en
Chungking? No era más que una superficie grande, blanca y un punto
pequeño.
Observó las líneas rectas en las que se balanceaba su
escritura desgarbada. Era la escuela. Nada más. Así era la escuela.
Le decían a uno que hiciera un montón de cosas, y uno las hacía.
Esos sitios los habían creado para que los profesores pudieran
repartir fotocopias. No significaba nada.
El podría escribir igual Tjippiflax, Bubbelibäng y Spitt en las
líneas. Era igual de razonable.
La única diferencia sería que la señorita diría que estaba
mal. Que no se llamaban así. Apuntaría en el mapa y
diría:
–Mira, se llama Chungking, no Tjippiflax.
Floja demostración. Alguien se habría inventado también lo
que ponía en el atlas. No por eso tenía que ser cierto. A lo mejor
la tierra era en realidad plana, pero por alguna razón se mantenía
en secreto.
Embarcaciones que caen al abismo.
Dragones.
Oskar se levantó de la mesa. La fotocopia estaba lista,
rellenada con letras que la señorita daría por buenas. Eso era
todo.
Eran más de las siete, a lo mejor la chica ya había salido.
Acercó la cara a la ventana y puso las manos alrededor para poder
ver fuera en la oscuridad. Sí, claro que había algo que se movía
abajo, en el parque.
Salió al pasillo. Su madre estaba sentada haciendo punto, o
ganchillo, en el cuarto de estar.
–Salgo un rato.
–¿Pero vas a salir ahora otra vez? Te iba a preguntar los
deberes.
–Sí. Lo hacemos luego.
–Era Asia, ¿no?
–¿Qué?
–La fotocopia que tenías. Que era de Asia,
¿verdad?
–Sí, eso creo. Chungking.
–¿Eso dónde está? ¿En China?
–No sé.
–¿No sabes? Pero…
–Luego vengo.
–Bueno. Ten cuidado. ¿Tienes el gorro?
–Que sí.
Oskar se metió el gorro en el bolsillo de la cazadora y
salió. Cuando se iba acercando al parque sus ojos ya se habían
acostumbrado a la oscuridad y vio que la chica estaba sentada en lo
alto de la escalera del tobogán. Se acercó y se quedó debajo de
ella con las manos en los bolsillos.
Hoy parecía distinta. Seguía con el jersey de color rosa -¿es
que no tenía otro?-, pero el pelo no lo tenía tan enredado. Caía
liso, negro, siguiendo la forma de la cabeza.
–Hei.
–Hola.
–Hola.
Nunca más en toda su vida iba a decir «hei» a alguien. Sonaba
tan increíblemente
ridículo. La chica se levantó.
–Sube.
–De acuerdo.
Oskar trepó por la escalera y se colocó a su lado, respiró
discretamente por la
nariz. Ya no olía mal.
–¿Huelo mejor?
Oskar se puso totalmente rojo. La chica sonrió y le dio algo.
Su cubo.
–Gracias por el préstamo.
Oskar cogió el cubo y lo miró. Volvió a mirarlo. Lo puso a la
luz lo mejor que
pudo, lo volvió, mirando todas las caras. Estaba hecho. Todas
las caras de un solo color.
–¿Lo has desmontado?
–¿Cómo?
–Pues… desmontando las piezas y… poniéndolas
bien.
–¿Se puede hacer eso?
Oskar tocaba el cubo como para comprobar si las piezas
estaban sueltas despuésde haberlas desmontado. Él lo había hecho
una vez, asombrado de los pocos giros que hacían falta para que se
perdiera y fuera incapaz de conseguir que las caras estuvieran de
nuevo de un solo color. Las piezas, evidentemente, no habían
quedado sueltas cuando él lo desmontó, pero no era posible que ella
lo hubiera completado.
-Tienes que haberlo
desmontado.
–No.
–Pero si no habías visto uno antes.
–No. Era divertido. Gracias.
Oskar se puso el cubo delante de los ojos como si esperara
que le contase cómo había ocurrido. No sabía por qué, pero estaba
casi seguro de que la chica no mentía -¿Cuánto tiempo has tardado?
– Unas cuantas horas. Ahora iría más rápido. – Increíble. – No es
tan difícil.
La muchacha se volvió hacia él. Sus pupilas eran tan grandes
que casi ocupaban todo el ojo, la luz de los portales se reflejaba
en su negra superficie y parecía como si ella tuviera una lejana
ciudad dentro de la cabeza.
El cuello alto, muy subido, ocultaba su cuello destacando aún
más sus rasgos suavemente perfilados, lo que le daba una apariencia
de… personaje de cómic. Su piel, las líneas eran como un cuchillo
de untar mantequilla que uno hubiera estado lijando durante varias
semanas con papel de lija bien fino hasta que la madera quedaba
como la seda.
Oskar carraspeó: -¿Cuántos años tienes? – ¿Cuántos me echas?
– Catorce, quince. – ¿Aparento tantos? – Sí. ¿O no? No, pero…
-Tengo doce. – ¡Doce! ¡Toma ya! Probablemente era más joven que
Oskar, que iba a cumplir los trece
dentro de un mes. – ¿Cuándo cumples años? – No lo sé. – ¿No
lo sabes? Pero bueno… ¿cuándo celebras tu cumpleaños y eso? – No
suelo celebrarlo. – ¡Pero lo sabrán tu papá y tu mamá! – No, mi
mamá ha muerto. – ¡Huy! Ya, ya. ¿De qué murió? – No lo sé. – Pero
tu papá… lo sabrá. – No. – Entonces… qué pasa… ¿no recibes regalos
de cumpleaños y eso?
Ella se le acercó más. Su aliento se extendió ante la cara de
Oskar y la luz de la ciudad reflejada en sus ojos se apagó bajo la
sombra del muchacho. Las pupilas, dos grandes agujeros negros en su
rostro.
Ella está triste. Tan terrible,
terriblemente triste.
–No. No me dan ningún regalo. Nunca. Oskar asintió
paralizado. El mundo que tenía a su alrededor había dejado de
existir. Sólo aquellos dos agujeros negros a un palmo de distancia.
El vaho de sus
bocas se mezclaba, ascendía, se dispersaba. – ¿Te gustaría
hacerme un regalo? – Sí. Su voz sonó menos que un susurro. Sólo un
suspiro. La cara de la chica estaba
cerca y sus mejillas, suaves como el cuchillo de untar la
mantequilla, atrajeron la mirada de Oskar.
Eso le impidió ver cómo le cambiaban los ojos, se le
achinaban, tenían otra expresión. Cómo el labio superior se
levantaba dejando al descubierto un par de colmillos amarillentos.
Él no vio más que sus mejillas y, mientras los dientes de ella se
acercaban a su cuello, él le acarició la mejilla con la
mano.
La chica se detuvo, paralizada por un instante, luego se
apartó. Sus ojos recuperaron su aspecto anterior, la luz de la
ciudad volvió a encenderse. – ¿Qué has hecho? – Perdón… yo… -¿Qué?
¿Qué hiciste? – Yo…
Oskar se miró la mano en la que tenía el cubo, aflojó un
poco. Lo había apretado tan fuerte que los bordes le habían dejado
señales oscuras en la mano. Puso el cubo delante de la
chica.
–¿Lo quieres? Te lo doy. La chica negó moviendo despacio la
cabeza. – No. Es tuyo. – ¿Cómo… te llamas? – Eli. – Yo me llamo
Oskar. ¿Cómo has dicho? ¿Eli? – … Sí. La muchacha parecía de pronto
inquieta. Con la mirada perdida como si buscara
algo en la memoria, algo que no podía encontrar. – Yo… me
tengo que ir ahora.
Oskar asintió. La chica le miró directamente a los ojos
durante un par de segundos, luego se volvió para irse. Llegó hasta
el borde superior del tobogán y dudó un poco. Se sentó y bajó
deslizándose, y se dirigió a su portal.
Oskar apretó el cubo con la mano.
–¿Vas a venir mañana?
La chica se detuvo y dijo en voz baja:
–Sí. – Y sin volverse, continuó andando. Oskar la siguió con
la mirada. No entró
en su portal, sino que fue hacia el arco que conducía fuera
del patio. Desapareció.
Oskar miró el cubo que tenía en la mano.
Increíble.
Giró un poco una sección, para que no estuviera completo. Lo
volvió a poner en su
sitio. Iba a guardarlo así. Durante un
tiempo.
Jocke Bengtsson iba riéndose para sí de vuelta a casa tras el
cine. Joder, qué película más divertida, Sällskapsresan. Especialmente los dos tíos dando
vueltas todo el rato buscando la Bodega de Pepe, y cuando uno de
ellos llevaba a su compañero borracho perdido en la silla de ruedas
por la aduana: «inválido». Joder, qué divertido.
Tal vez habría que coger y marcharse a uno de esos viajes con
alguno de los colegas. ¿Pero con quién se podía
ir?
Karlsson era tan aburrido que paraba los relojes, cualquiera
se volvería loco después de dos días. Morgan podía ponerse muy
desagradable si bebía demasiado, y fijo que lo haría si realmente
aquello era tan barato. Larry era majete, pero tan decrépito que al
final tendría que llevarlo en una silla de ruedas.
«Inválido».
No, tenía que ser Lacke.
Podrían pasarlo realmente bien los dos juntos una semana allá
abajo. Claro, que por otro lado, Lacke era pobre como una rata de
sacristía, no tenía nunca dinero. Lo suyo era estar gorroneando
cerveza y cigarrillos todas las noches. Nada que decir con respecto
a Jocke, pero para un viaje a Canarias no tenía
dinero.
No cabía más que rendirse a los hechos: ninguno de los
colegas del chino valía gran cosa como compañero de
viaje.
¿Y si viajaba solo?
Bueno, Stig Helmer lo había hecho en la película. Aunque
estaba como una puta cabra. Luego conoció a Ole. Se enrolló con una
donna y todo. No estaría mal. Hacía ya ocho
años que María se había largado llevándose al perro y desde
entonces no había conocido a nadie en sentido bíblico ni siquiera
una vez.
¿Pero habría alguien que le quisiera? Quizá. No tenía tan mal
aspecto como Larry, de todas formas. Claro que la bebida se notaba
en la cara y en el cuerpo, aunque él la tuviera bajo un cierto
control. Hoy, por ejemplo, no había bebido ni una gota, aunque ya
eran casi las nueve. De todas formas ahora iba a ir a casa y se iba
a tomar un par de gin tonics antes de bajar al
chino.
Lo del viaje habría que pensarlo más despacio. Ocurriría como
con todas las demás cosas que había pensado hacer durante los
últimos años: nada de nada. Pero soñar era gratis.
Fue por el camino del parque, entre la calle Holbergsgatan y
Blackebergsskolan. Estaba bastante oscuro, la distancia entre las
farolas era de unos treinta metros y el restaurante chino lucía
como un faro arriba, en lo alto, a la izquierda.
¿Y si iba y se daba un capricho aquella noche? Yendo
directamente al chino y… pero no. Saldría demasiado caro. Los otros
creerían que había acertado a las quinielas
o algo así, pensarían que era un jodido tacaño si no pagaba
una ronda. Mejor ir a casa y tomarse las primeras.
Pasó por debajo de la lavandería; su chimenea con aquel único
ojo rojo y el rumor sordo de su interior.
Una noche, cuando volvía a casa bien cargado, tuvo una
especie de alucinación y vio cómo la chimenea, desprendiéndose del
edificio principal, empezaba a deslizarse cuesta abajo hacia él,
gruñendo y chillando.
Se había acurrucado en el camino del parque con las manos en
la cabeza esperando el golpe. Cuando por fin bajó los brazos la
chimenea estaba donde siempre, magnífica e
inmóvil.
La farola más próxima al puente, la de la calle Björnsson,
estaba rota, y el camino bajo el puente, un túnel totalmente
oscuro. Si hubiera estado borracho ahora habría subido por las
escaleras que había al lado del puente y habría continuado por
arriba, por la calle Björnsson, aunque se daba un rodeo. Joder, es
que veía unas cosas tan raras en la oscuridad cuando estaba bebido.
Por eso dormía con la lámpara encendida. Pero ahora iba
sobrio.
Aunque, qué coño, tenía ganas de subir por las escaleras
igualmente. Las alucinaciones habían empezado a mezclarse con su
visión del mundo aun cuando no hubiera bebido. Se quedó parado en
medio del camino diciéndose a sí mismo claramente cuál era la
situación:
–Estoy empezando a volverme paranoico.
Pero ahora esto es así, ¿entiendes,
Jocke? Si no te sobrepones y recorres ese pequeño trecho bajo el
puente, tampoco llegarás nunca a las Canarias.
–¿Por qué?
Pues porque siempre te echas atrás en
cuanto surge el más mínimo problema. El menor contratiempo, en
todas las situaciones. ¿Crees que vas a ser capaz de llamar a una
agencia de viajes, renovar el pasaporte, comprar las cosas para el
viaje y, sobre todo, cómo vas a atreverte a dar un paso hacia lo
desconocido si no eres capaz de andar este trecho tan
pequeño?
Esto será un punto a tu favor. ¿Entonces, qué? ¿Si paso ahora
por debajo del puente querrá decir que voy a viajar a las Canarias,
que esto tiene arreglo?
Casi creo que llamarás mañana para
reservar el billete. Tenerife, Jocke.
Tenerife.
Echó a andar de nuevo con la cabeza llena de playas soleadas
y copas con las sombrillitas dentro. Joder, claro que iría. No iba
a ir al chino esa noche, nada. Se quedaría en casa y miraría los
anuncios. Ocho años. Joder, ya era hora de empezar a ponerse las
pilas.
Justo cuando empezaba a pensar en las palmeras, en si habría
o no palmeras en las Canarias, en si había visto alguna en la
película, oyó el ruido. Una voz. Se paró justo en medio del túnel,
escuchando. Se oía un gemido que venía de la pared del
puente.
–Ayuda.
Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, pero sólo
podía distinguir un montón de hojas arremolinadas por el viento
bajo el puente. Sonaba como si fuera la voz de un
niño.
–¡Eh! ¿Hay alguien ahí?
–Ayúdame.
Miró alrededor. No veía a nadie. Un ruido de hojas en la
oscuridad; pudo distinguir entonces un movimiento entre las
hojas.
–Por favor, ayúdame.
Sintió unas ganas terribles de salir corriendo. Pero no podía
hacer eso. Había un niño herido, tal vez había sido atacado por
alguien…
¡El asesino!
El asesino de Vällingby había venido a Blackeberg, sólo que
esta vez la víctima había sobrevivido. ¡Joder, qué
mierda!
Él no quería verse envuelto en esto. Ahora que iba a ir a
Tenerife y todo lo demás. Pero no podía hacer otra cosa. Dio unos
pasos hacia el sitio de donde salía la voz. Las hojas sonaban bajo
sus píes y entonces pudo ver el cuerpo. Estaba en posición fetal
entre las hojas secas.
¡Joder, qué mierda, joder!
–¿Qué ha pasado?
–Ayúdame…
Los ojos de Jocke ya se habían adaptado a la oscuridad y pudo
ver cómo el niño alargaba un brazo hacia él. El cuerpo estaba
desnudo, probablemente violado. No. Cuando llegó a su lado vio que
el niño no estaba desnudo, llevaba puesto un jersey de color rosa.
¿Cuántos años tendría? Diez, doce años. Puede que le hubieran dado
una paliza sus «amigos». ¿O era una chica? Si era una chica, eso
último era menos probable.
Se puso en cuclillas al lado de la niña, le cogió una
mano.
–¿Qué te ha pasado? – Ayúdame, levántame. – ¿Estás herida? –
Sí. – ¿Qué ha pasado? – Levántame. – ¿No tendrás nada en la
espalda? Había trabajado en el botiquín en la mili y sabía que no
había que mover a las
personas con daños en la columna o en la nuca sin poner antes
una sujeción. – ¿No es en la espalda? – No. Levántame. ¿Qué cojones
iba a hacer ahora? Si llevaba a la criatura a su casa la policía
podría
creer… Llevaría al chico o a la chica al chino y desde allí
llamarían a una ambulancia. Sí. Eso iba a hacer. El cuerpo era
bastante pequeño y delgado, seguramente una niña,
y
aunque no se encontraba muy en forma creía que podría con
ella ese trecho. – Venga. Que te voy a llevar a un sitio desde
donde podemos llamar. ¿Vale? – Sí… gracias. Aquel «gracias» le
llegó al alma. ¿Cómo había podido dudar? ¿Qué clase
de
mierda era él en realidad? Bueno, menos mal que había
reaccionado a tiempo y ahora iba a ayudarla. Colocó con cuidado su
mano izquierda por debajo de las rodillas de la chica, la otra mano
la puso bajo la nuca.
–Venga. Ahora te levanto. – Mmm. Apenas pesaba. Fue
increíblemente fácil levantarla. Veinticinco kilos, máximo.
A
lo mejor estaba desnutrida. Pésima situación familiar,
anorexia. Puede que hubiera sido maltratada por su padrastro o algo
así. Una mierda. La chica le puso los brazos alrededor del cuello y
la mejilla en el hombro. Iba a poder con ella. – ¿Estás bien? –
Sí.
Sonrió satisfecho. Una oleada de calor le recorrió el cuerpo.
Era una buena persona, a pesar de todo. Podía imaginarse la cara de
los otros cuando entrara con la chica eh el restaurante. Primero se
preguntarían qué demonios había hecho, y después, cada vez más
impresionados:
–Bien hecho, Jocke -y cosas por el estilo.
Estaba ya dándose la vuelta para ir hacia el chino, ocupado
en sus fantasías sobre una nueva vida, el impulso desde el fondo
que estaba dando, cuando sintió el dolor en el cuello. ¿Qué
cojones? Sintió como si le hubiera picado una avispa y quería echar
la mano derecha, espantarla, ver qué era. Pero no podía soltar a la
niña.
Tontamente, intentó bajar la cabeza para comprobar qué era,
aunque evidentemente no podía ver en aquel ángulo. Además no podía
bajar la cabeza, ya que la mandíbula de la chica se apretaba contra
su barbilla. Ella aumentó la presión contra el cuello de Jocke y el
dolor se hizo más fuerte. Entonces lo entendió.
–¿Qué cojones haces?
Sintió las mandíbulas de la niña clavándosele en el cuello
mientras el dolor en la garganta aumentaba. Un reguero caliente le
corrió pecho abajo.
–¡Suelta, cojones!
Soltó a la chica. No fue ni siquiera un pensamiento
consciente, sólo un movimiento reflejo; tenía
que quitarse esa mierda del cuello.
Pero la niña no se cayó sino que se agarró a su cabeza como
una lapa.
–¡Dios mío, lo fuerte que era aquel cuerpecillo!– rodeándole
las caderas con las piernas.
Como una mano con cuatro dedos cerrada alrededor de una
muñeca, así se agarraba a él la chica, mientras sus mandíbulas
seguían triturando.
Jocke la cogió por la cabeza intentando retirarla del cuello,
pero fue como intentar arrancar una rama nueva de abedul sin más
ayuda que las manos. Estaba como pegada a él. Su abrazo era tan
fuerte que le cortaba la respiración.
Se tambaleó hacia atrás, haciendo esfuerzos para
respirar.
Las mandíbulas de la niña habían dejado de triturar, ya sólo
se la oía sorber tranquilamente. Ni por un momento aflojó la
presión, al contrario, se había vuelto más fuerte desde que empezó
a chupar. Un crujido sordo y su pecho se llenó de dolor. Un par de
costillas se le habían roto.
Le faltaba el aire para gritar. Dio puñetazos sin fuerza en
la cabeza de la chica mientras se tambaleaba entre las hojas secas.
El mundo le daba vueltas. Las farolas, a lo lejos, bailaban ante
sus ojos como candelillas.
Perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. El último sonido que
oyó fue el de las hojas aplastadas por su cabeza. Una milésima de
segundo más tarde, su cabeza chocó contra el empedrado y el mundo
desapareció.
mirando el papel
pintado.
Luego mamá y él habían tomado la leche con cacao y unos
bollos. Oskar sabía que habían estado hablando de algo, pero no
recordaba de qué. Quizá algo acerca de pintar el banco de la cocina
de azul.
Seguía mirando fijamente el papel pintado.
Toda la pared donde se apoyaba el cabecero de la cama estaba
empapelada con una gran fotografía que representaba un claro en
medio del bosque. Troncos gruesos y hojas verdes. Solía quedarse
allí e imaginar seres entre las hojas más próximas a su cabeza.
Había dos figuras que siempre distinguía inmediatamente, nada más
mirar. Las otras tenía que esforzarse para verlas.
Ahora la pared significaba algo más. Al otro lado del
tabique, al otro lado del bosque estaba… Eli. Oskar permanecía
acostado con la mano contra la pared intentando imaginarse qué
habría al otro lado. ¿Sería ésa la habitación de la chica? ¿Estaría
ahora en la cama? Recordando la mejilla de Eli, acarició las hojas
verdes, su piel suave.
Oyó voces al otro lado.
Dejó de acariciar el papel y trató de escuchar. Una voz clara
y otra grave. Eli y su padre. Parecía que estaban discutiendo. Puso
la oreja contra la pared para oír mejor. Mierda. Si hubiera tenido
un vaso. No se atrevía a levantarse a buscar uno, a lo mejor
acababan la discusión mientras tanto. ¿Qué
dicen?
El padre de Eli parecía enfadado. La voz de la chica apenas
se oía. Oskar aguzó el oído para entender lo que decían. Sólo cogió
algunas palabrotas sueltas y «… terriblemente CRUEL», después se
oyó como si alguien hubiera caído al suelo. ¿La había pegado?
¿Habría visto cómo Oskar le acarició la mejilla y… sería por
eso?
Ahora era Eli la que hablaba. Oskar no podía entender ni una
palabra de lo que decía, sólo el tono suave de su voz que subía y
bajaba. ¿Hablaría así si él la hubiera pegado? No tenía derecho a pegarla. Oskar lo mataría si la
pegaba.
Le habría gustado poder cruzar atravesando la pared, como El
Rayo, el superhéroe. Desaparecer a través de la pared, cruzar el
bosque y salir por el otro lado, ver lo que pasaba allí, si Eli
necesitaba ayuda, consuelo, lo que fuera.
Ya no se oía nada al otro lado. Sólo el redoble de los
latidos de su corazón.
Se levantó de la cama, fue hasta la mesa y sacó unas gomas
que tenía en un vaso de plástico. Se llevó el vaso a la cama y puso
la boca contra la pared, el culo contra la oreja.
Lo único que se oía era un lejano tableteo que no parecía de
la habitación de al lado. ¿Qué estaban
haciendo? Contuvo la respiración. De repente, un fuerte
estruendo.
¡Un disparo!
El padre que había cogido una pistola y… no, era la puerta de
fuera, un portazo que había hecho vibrar las
paredes.
Se tiró de la cama y fue hasta la ventana. Después de unos
segundos salió un hombre. El padre de Eli. Llevaba una bolsa en la
mano, con paso rápido y cabreado se dirigió al arco de salida y
desapareció.
¿Qué hago? ¿Le sigo? ¿Por qué?
Se fue a la cama de nuevo. No eran más que imaginaciones
suyas. Eli y su padre habían discutido; Oskar y su madre también
discutían a veces. Es más, su madre también se iba así si la bronca
había sido especialmente dura.
Pero no a
medianoche.
Su madre amenazaba a veces con irse a vivir a otro sitio
cuando le parecía que Oskar era malo. Oskar sabía que ella no lo
haría nunca, y su madre sabía que Oskar lo sabía. El padre de Eli a
lo mejor había llevado su amenaza un paso más allá. Se marchó en
mitad de la noche, con bolsa y todo.
Oskar estaba tumbado en la cama con las palmas de las manos y
la frente apoyadas contra la pared.
Eli, Eli. ¿Estás ahí? ¿Te ha pegado?
¿Estás triste? Eli…
Llamaron a la puerta de Oskar y se sobresaltó. Por un momento
creyó que era el padre de Eli que había venido para vérselas
también con él.
Pero era su madre. Entró con sigilo en la
habitación.
–¿Oskar? ¿Estás dormido?
–Mmm.
–Sólo quería decirte que… vaya vecinos que nos han tocado.
¿Has oído?
–No.
–Hombre, tienes que haberlo oído. Pero si él estaba gritando
y dio un portazo como un loco. Dios mío. A veces se alegra una de
no tener ningún hombre. Pobre mujer. ¿La has
visto?
–No.
–Ni yo. Bueno, ni a él tampoco si vamos a eso. Las persianas
están todo el día
bajadas. Probablemente alcohólicos.
–Mamá.
–¿Sí?
–Ahora quiero dormir.
–Sí, perdona, hijo. Sólo que me he puesto tan… Buenas noches.
Que duermas
bien. – Mmm.
Su madre se fue y cerró la puerta con cuidado. ¿Alcohólicos?
Era muy probable.
El padre de Oskar era alcohólico crónico; era por eso por lo
que su padre y su madre ya no estaban juntos. Su padre también
podía sufrir esos arrebatos de furia cuando estaba borracho. Eso
sí, no pegaba nunca, pero podía gritar hasta quedarse afónico, dar
portazos y romper cosas.
Aquel pensamiento alegró de alguna manera a Oskar. Feo, pero
era la verdad. Si el padre de Eli era bebedor tenían algo en común,
algo que compartir.
Oskar puso otra vez la frente y las manos en la
pared.
Eli, Eli. Yo sé cómo lo estás pasando. Te
voy a ayudar. Te voy a salvar. Eli…
Los ojos desorbitados miraban ciegos el techo del túnel.
Håkan apartó unas cuantas hojas secas y apareció el jersey rosa que
Eli solía llevar puesto, tirado sobre el pecho del hombre. Håkan lo
recogió, pensó llevárselo a la nariz para olerlo, pero se contuvo
cuando advirtió que el jersey estaba mojado.
Volvió a soltar el jersey sobre el pecho del hombre, sacó la
petaca y dio tres tragos. El aguardiente se deslizó como una lengua
de fuego por su garganta, lamiéndole hasta las paredes del
estómago. Las hojas crujieron bajo su culo cuando se sentó en el
frío empedrado y miró al muerto.
Había algo raro en la cabeza.
Rebuscó en su bolsa, encontró la linterna. Se aseguró de que
no venía nadie por el camino del parque, encendió la linterna y
alumbró al muerto. El rostro parecía de un color amarillo pálido a
la luz de la linterna, la boca colgaba entreabierta, como si fuera
a decir algo.
Håkan tragó saliva. Sólo pensar que aquel hombre había estado
más cerca de su amada de lo que él había llegado a estar nunca le
daba náuseas. Echó de nuevo mano a la petaca, como si quisiera
quemar la súbita angustia, pero se detuvo.
El cuello.
Alrededor del cuello tenía como una gargantilla ancha y roja.
Håkan se inclinó sobre él y vio la herida que Eli había abierto
para llegar a la sangre,
Los labios contra la
piel.
pero eso no explicaba la gargan… tilla…
Håkan apagó la linterna y al ir a tomar aire se fue
involuntariamente hacia atrás en aquel espacio tan reducido,
raspándose en la mancha rala de su coronilla. Apretó los dientes
para contener el dolor.
La piel del hombre había reventado porque… porque le habían
retorcido el cuello. Una vuelta completa. La nuca estaba
rota.
Håkan cerró los ojos, hizo unas respiraciones rítmicas para
calmarse y frenar el impulso de salir corriendo de allí, lejos… de
aquello. El techo del puente le rozaba la cabeza; debajo, el
empedrado. A derecha e izquierda el camino del parque por el que
podía llegar gente que llamara a la policía. Y delante de
él…
No es más que una persona
muerta.
Sí. Pero… la cabeza.
No le gustaba saber que la cabeza estaba suelta. Iba a caer
hacia atrás, tal vez desprenderse si levantaba el cuerpo. Se puso
en cuclillas y apoyó la frente en las rodillas. Aquello lo había
hecho su amada. Sólo con las manos.
Sintió un cosquilleo de malestar en la garganta al imaginarse
el sonido. El crujido cuando retorció la cabeza. No quería tocar
aquel cuerpo otra vez. Se quedaría allí sentado. Como Belaqua al
pie de la montaña del purgatorio, esperando el amanecer,
esperando…
Dos personas venían andando desde el metro. Se echó entre las
hojas, al lado del muerto, con la frente contra las piedras
heladas.
¿Por qué? ¿Por qué aquello… de la
cabeza?
El contagio. No debía alcanzar al sistema nervioso. Había que
cerrar el cuerpo. Era todo lo que había conseguido saber. No lo
había entendido. Ahora sí.
Los pasos se volvieron más rápidos, las voces más bajas.
Subieron por las escaleras. Håkan se sentó de nuevo, observó los
rasgos de la cara muerta y con la boca abierta. ¿Habría sido
posible que aquel cuerpo se levantara y se sacudiera las hojas si
no hubiera sido… cerrado?
Soltó una carcajada estrepitosa que revoloteó como un gorjeo
de pájaros bajo el techo del puente. Se llevó la mano a la boca y
apretó con tanta fuerza que se hizo daño. La imagen del cadáver
levantándose de entre el montón de hojas y con movimientos
somnolientos quitándose las hojas muertas de la
chaqueta.
¿Qué iba a hacer con el cuerpo?
Unos ochenta kilos de músculos, grasa y huesos que había que
ocultar. Moler. Picar. Enterrar. Quemar.
El crematorio.
Claro. Llevar el cuerpo hasta allí, meterse dentro y quemarlo
a escondidas. O simplemente dejarlo a las puertas como un bebé
abandonado, esperar a que tuvieran tantas ganas de hacer fuego que
pasaran de llamar a la policía.
No. No había más que una alternativa. El camino del parque, a
la derecha, bajaba por el bosque hasta el hospital. Hasta el
agua.
Embutió el jersey ensangrentado en la cazadora del cadáver,
se echó la bolsa al hombro y colocó las manos bajo la cabeza y la
espalda del muerto. Se levantó haciendo equilibrios. La cabeza del
cadáver cayó hacia atrás en un ángulo imposible y las mandíbulas se
le cerraron con un chasquido.
¿Cuánto habría hasta el agua? Algunos cientos de metros,
quizá. ¿Y si llegaba alguien? Que fuera lo que tuviera que ser. En
ese caso, se acabó. En cierto modo estaría bien.
Pero no llegó nadie y ya abajo, en la orilla, trepó sudando
la gota gorda por el tronco de uno de los sauces llorones que se
inclinaban sobre el agua, casi paralelo a la superficie. Con dos
trozos de cuerda había atado dos piedras grandes a los pies del
cadáver.
Con otro más largo hizo una lazada alrededor del pecho del
muerto, lo arrastró sobre el agua todo lo lejos que pudo y soltó la
cuerda.
Se quedó un rato en el tronco del árbol con los pies colgando
a un palmo del agua, mirando la negra superficie rota por las
burbujas, cada vez más escasas.
Lo había hecho.
A pesar del frío, el sudor le escocía en los ojos y le dolían
todos los músculos del cuerpo tras el esfuerzo, pero lo había
hecho. Justo bajo sus pies estaba el cuerpo
muerto, oculto para el mundo. Había dejado de existir. Las burbujas
ya no subían y no había nada… nada que indicara que el cadáver
estaba allí abajo.
En la superficie del agua se reflejaban algunas
estrellas.
Hjalmar Söderberg, La infancia de Martin
Bircks
Pero aquel cuyo corazón una ninfa del
bosque robó nunca jamás lo recuperará. Sueños a la luz de la luna
su alma hilvanará, amar a una esposa él no
podrá…
Viktor Rydberg, La ninfa del
bosque
El domingo, los periódicos publicaron información más
detallada sobre el asesinato de Vällingby. El titular decía: «¿FUE
VÍCTIMA DE UNA MUERTE RITUAL?». Fotos del chico, de la hondonada
del bosque. El árbol. El asesino de Vällingby no era YA el tema de
conversación en boca de todos. En la hondonada del bosque las
flores se habían marchitado y las velas se habían apagado. La cinta
rojiblanca de la policía había desaparecido, y las huellas que
hubieran podido encontrar estaban a salvo.
El artículo del domingo puso de nuevo en marcha la discusión.
El epíteto «ritual» llevaba implícito que estaba llamado a ocurrir
de nuevo, ¿o no? Un ritual es precisamente algo que se
repite.
Todos los que alguna vez habían pasado por ese camino, o
cerca, tenían algo que contar: lo desagradable que era esa zona del
bosque. O lo tranquila y bonita que resultaba. Nadie habría podido
imaginar algo así.
Todos los que habían conocido al chico, aunque fuera de
lejos, contaban lo bueno que parecía y lo malvado que debía ser el
asesino. Se utilizaba de buena gana el caso como ejemplo de otros
en que estaría justificada la pena de muerte, aunque uno, en
principio, estaba en contra de ella.
Faltaba una cosa. Una foto del asesino. Uno se quedaba
mirando la hondonada vacía, la cara sonriente del muchacho. A falta
de una imagen de la persona que había hecho aquello, era como si
hubiera ocurrido… solo.
No era suficiente.
El lunes 26 de octubre la policía filtró a la radio y a los
periódicos de la mañana que habían descubierto el que era el mayor
alijo de drogas hallado en Suecia. Habían cogido a cinco
libaneses.
Libaneses.
Eso al menos era algo que se podía entender. Cinco kilos de
heroína. Y cinco libaneses. Un kilo por libanés.
Para colmo, los libaneses vivían de los seguros sociales
suecos mientras introducían la droga. Es cierto que tampoco había
ninguna foto de los libaneses, perono hacía falta. Ya sabe uno cómo
parecen los libaneses. Árabes. No digas más.
Se especuló con la idea de que el asesino fuera también un
extranjero. Era muy posible. ¿No tenían alguna especie de rituales
de sangre en esos países árabes? El islam. Mandaban a sus hijos con
una cruz de plástico, o lo que fuera, al cuello. Para desactivar
las minas, según decían. Gente cruel. Irán, Irak. Los
libaneses.
Pero el lunes la policía dio a conocer un retrato robot del
asesino que alcanzó a salir en los periódicos de la tarde. Una niña
lo había visto. Se habían tomado su tiempo, habían sido prudentes
al reproducir la imagen.
Un sueco normal y corriente. Con un aspecto parecido al de un
fantasma. La mirada vacía. Todos estuvieron de acuerdo en que ése
era exactamente el aspecto de un asesino. Ningún problema para
imaginarse aquella cara tipo máscara llegando sigilosamente a la
hondonada y…
Todos los de Västerort que se parecían al retrato robot
tuvieron que soportar largas y escrutadoras miradas. Se iban a casa
a mirarse en el espejo, pero no encontraban ni el más mínimo
parecido. Por la noche, en la cama, pensaban si no deberían cambiar
de aspecto al día siguiente, claro que a lo mejor eso podría
parecer sospechoso.
No habían tenido ninguna necesidad de estar preocupados. La
gente iba a tener otra cosa en qué pensar. Suecia iba a convertirse
en otro país. Una nación ultrajada. Ésa era
la palabra que se usaba todo el tiempo: ultraje.
Mientras los que se parecen al retrato robot están acostados
en sus camas pensando en un nuevo peinado, un submarino soviético
ha quedado encallado muy cerca de Karlskrona. Sus motores rugen y
retumban en todo el archipiélago intentando salir de allí. Nadie
sale para averiguar nada.
Lo van a descubrir por casualidad el miércoles por la
mañana.
El gran tema de conversación entre los chicos durante la
última semana había sido el asesino de Vällingby. Varios lo habían
visto, alguno aseguraba incluso que había sido atacado por
él.
Habían visto al asesino en cada tipo raro que pasó cerca de
la escuela. Cuando en el patio apareció un hombre mayor con la ropa
manchada, los chicos corrieron gritando a esconderse dentro. Los
más gallitos se armaron con palos de hockey, preparados para
cargárselo. Por fortuna, alguien reconoció al hombre como uno de
los borrachines de la plaza. Lo dejaron marchar.
Pero ahora eran los rusos. No se sabía mucho de los rusos.
Estaban una vez un alemán, un ruso y
Bellman. En hockey eran mejores. Se llamaban la Unión Soviética.
Ellos y los americanos eran los que hacían viajes al espacio. Los
americanos habían fabricado la bomba de neutrones para protegerse
de los rusos.
Oskar estaba discutiendo el asunto con Johan en el recreo de
la comida. – ¿Crees que los rusos tienen también la bomba de
neutrones? Johan se encogió de hombros. – Seguro. A lo mejor tienen
una en ese submarino. – ¿No hay que tener aviones para tirar
bombas? – No. Las tienen en cohetes que vuelan sin más adonde sea.
Oskar alzó la vista al cielo. – ¿Y se pueden llevar en un
submarino? – Es lo que tiene. Se pueden llevar donde se quiera. –
Las personas mueren y a las casas no les pasa nada. – Exacto. – Me
pregunto qué pasará con los animales. Johan reflexionó un momento.
– Seguro que se mueren también. Por lo menos los
grandes.
Estaban sentados en el borde de la arena donde no jugaba
ningún niño pequeño en aquel momento. Johan cogió una buena piedra
y la tiró haciendo saltar la arena.
–¡Pum! Todos muertos.
Oskar cogió una piedra más pequeña.
–¡No! ¡Ahí queda un superviviente! ¡Pshiuuu! ¡Misil en la
espalda!
Tiraron piedras y chinas, asolaron todas las ciudades de la
tierra hasta que oyeron una voz detrás de ellos.
–¿Qué cojones estáis haciendo?
Se dieron la vuelta. Jonny y Micke. Era Jonny el que había
hablado. Johan tiró la piedra que tenía en la
mano.
–Nada. Sólo estábamos…
–No te he preguntado a ti. ¿Cerdo? ¿Qué estabais
haciendo?
–Tirando piedras.
–¿Por qué?
Johan se había echado para atrás, estaba ocupado atándose los
cordones.
–Porque… nada.
Jonny miró hacia la arena y extendió el brazo de tal manera
que Oskar se estremeció.
–Aquí juegan los niños pequeños. ¿Es que no lo entiendes?
Estás estropeando la arena.
Micke meneaba la cabeza apenado.
–Pueden caerse y darse en las piedras.
–Cerdo, ya puedes quitar ahora mismo esas
piedras.
Johan estaba todavía ocupado con los
zapatos.
–¿Me has oído? Que quites ahora mismo
esas piedras.
Oskar se quedó parado, no sabía qué postura adoptar. Estaba
claro que a Jonny la arena le importaba un bledo. No era más que lo
de siempre. Tardaría por lo menos diez minutos en quitar todas las
piedras que habían tirado, Johan no iba a ayudar. Sonaría la
campana de entrada de un momento a otro.
–No.
La palabra surgió de sus labios como una revelación. Como
cuando alguien pronuncia por primera vez la palabra «dios»,
refiriéndose realmente a… Dios.
Ya se había visto quitando piedras después de que los demás
hubieran entrado, sólo porque lo decía Jonny. Pero era otra cosa
también. En la arena había un tobogán parecido al que había en el
patio de Oskar.
Oskar negó con la cabeza. – ¿Pero qué dices? – No. – ¿Cómo
que no? Parece que oyes mal. Si te digo que recojas esto, entonces lo haces. -NO. Sonó la campana. Jonny se
quedó mirando a Oskar. – Ya sabes lo que va a pasar, ¿no, Micke? –
Sí. – Ya le pillaremos después de la escuela. Micke asintió. – Ya
nos veremos, Cerdo. Jonny y Micke entraron. Johan se levantó, listo
por fin con los zapatos. – Eso ha sido una gilipollez. – Ya lo sé.
– ¿Por qué coño lo hiciste? – Porque… -Oskar echó una mirada al
tobogán-. Porque sí. – Qué idiota. – Sí.
Al terminar las clases Oskar se quedó en el aula. Colocó dos
papeles en blanco encima de su pupitre, buscó la enciclopedia que
había en la parte de atrás de la clase y empezó a pasar
hojas.
Mamut… Medici… Mongol… Morfeo… Morse. Sí. Ahí estaba. Los
puntos y las rayas del alfabeto Morse ocupaban una cuarta parte de
la página. Con letras mayúsculas grandes y claras empezó a copiar
el código
en un papel: A=.-B = -… C = -.-.
Evidentemente, sólo era importante que uno de los papeles
quedara bien: el que le iba a dar a Eli. Pero le gustaba el
trabajo, le daba una excusa para quedarse allí.
Eli y él se habían visto todas las tardes desde hacía una
semana. La tarde anterior, a Oskar se le había ocurrido dar unos
toquecitos en la pared antes de salir y Eli le había contestado.
Salieron los dos al mismo tiempo. Entonces Oskar pensó en
desarrollar la comunicación mediante algún tipo de sistema, y como
el Morse ya estaba inventado…
Revisó los papeles escritos. Bien. Seguro que a Eli le iba a
gustar. Lo mismo que a él, a ella le gustaban los puzzles, los
sistemas. Dobló los papeles, los metió en la cartera, apoyó los
brazos en la mesa. Le rugió el estómago. El reloj de la escuela
marcaba las tres y veinte. Sacó el libro que tenía en el pupitre,
El resplandor, y se quedó leyendo hasta las
cuatro.
¿No habrían estado esperándole dos horas?
Si hubiera quitado las piedras como Jonny le había dicho, ya
estaría en casa. Había sido justo. Quitar unas pocas piedras no era
realmente lo peor que le habían mandado hacer y había hecho. Se
arrepintió.
¿Y si lo hago ahora?
Quizá mañana el castigo fuera más suave si contaba que se
había quedado después de la escuela y… Sí,
era lo mejor.
Recogió sus cosas en la clase, salió y fue hasta la arena. No
le llevaría más de diez minutos arreglar aquello. Mañana, cuando lo
contara, Jonny se reiría de él y le daría unas palmaditas en la
cabeza diciendo «buen cerdito» o algo parecido. Pero eso era mejor,
a pesar de todo.
Miró de reojo la escalera del tobogán, dejó la cartera en el
borde de la arena y empezó a quitar las piedras. Las grandes,
primero. Londres, París. Mientras las quitaba, jugaba a que estaba
salvando al mundo. Limpiándolo de las
terribles bombas de neutrones. Al levantar las piedras, los
supervivientes salían como hormigas de sus casas en ruinas. Claro
que las bombas de neutrones no dañaban las casas. Bien, entonces
habían caído algunas bombas atómicas también.
Cuando se dirigía al borde de la arena para vaciar la carga,
estaban allí. No los había oído llegar, tan ocupado como estaba con
el juego. Jonny, Micke y Tomas. Los tres llevaban en las manos
ramas finas y largas de avellano. Varas. Jonny señaló una piedra
con su vara.
–Ahí hay una.
Oskar, soltando las que llevaba en las manos, recogió la
piedra que Jonny estaba señalando. Este asintió con la
cabeza.
–Bien. Te estábamos esperando, Cerdo.
Y hemos esperado bastante.
Los ojos de Tomas eran inexpresivos. En los primeros cursos,
Oskar y él habían sido amigos y habían jugado mucho en el patio de
Tomas, pero después del verano entre cuarto y quinto Tomas cambió.
Empezó a hablar de otra forma, más adulto. Oskar sabía que los
profesores le consideraban el chico más inteligente de la clase. Se
notaba en la forma en que hablaban con él. Tenía ordenador. Quería
ser médico.
Oskar deseaba tirar la piedra que llevaba en la mano a la
cara de Tomas. Directamente dentro de la boca que ahora se abría y
hablaba.
–¿No vas a correr? Vamos, echa a correr ya. Sonó un silbido
cuando Jonny rasgó el aire con su vara. Oskar apretó más fuerte la
piedra. ¿Por qué no echo a
correr?
Podía ya sentir la quemazón del dolor en las piernas cuando
la vara aterrizara. Sólo con que llegara a la calle del parque
donde quizá habría adultos, ellos no se atreverían a
pegarle.
¿Por qué no echo a
correr?
Porque aun así no tenía ninguna posibilidad. Lo tirarían al
suelo antes de que hubiera conseguido dar cinco
pasos.
–Déjalo.
Jonny volvió la cabeza, hizo como si no hubiera
oído.
–¿Qué has dicho, Cerdo?
–Que lo dejes.
Jonny se volvió hacia Micke.
–Le parece que es mejor que lo dejemos.
Micke meneó la cabeza.
–Ahora que hemos hecho estas bonitas… -dijo agitando su
vara.
–¿Tú qué dices, Tomas?
Tomas observó a Oskar como si fuera una rata, aún viva,
pataleando en su trampa.
–Me parece que el Cerdo necesita un poco de
palo.
Eran tres. Tenían varas. Era una situación tremendamente
injusta. Él podría tirarle la piedra a Tomas a la cara. O darle con
ella si se acercaba. Aquello daría lugar a una llamada al despacho
del director y todo lo que venía detrás. Pero le comprenderían.
Tres con tres varas.
Estaba… desesperado.
No estaba desesperado en absoluto. Al contrario, sentía una
especie de tranquilidad a pesar del miedo, ahora que se había
decidido.
Podían apalearle, sólo eso le daba motivos suficientes para
estampar la piedra en la asquerosa cara de Tomas.
No.
Ya no podía tirar. Jonny le propinaba latigazos en las
piernas haciendo cimbrear la vara en el aire como Robin Hood en la
película; golpeaba de nuevo.
Las piernas de Oskar ardían. Se retorció en los brazos de
Micke, pero no consiguió escapar. Se le llenaron los ojos de
lágrimas. Gritó. Jonny le sacudió un último latigazo que rozó las
piernas de Micke y éste gritó:
–¡Joder, ten cuidado! – pero sin soltar a su
presa.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Oskar. ¡No era justo!
Ya había recogido las piedras, se había
humillado. ¿Por qué tenían que seguir haciéndole
daño?
La piedra, que había tenido apretada todo el tiempo en la
mano, cayó al suelo y él
empezó a llorar de veras.
Con voz compasiva dijo Jonny:
–El Cerdo llora.
Jonny parecía satisfecho. Listo por esta vez. Le hizo una
seña a Micke para que lo
soltara. Oskar se estremecía por el llanto, por el dolor en
las piernas. Tenía los ojos arrasados de lágrimas cuando levantó la
vista hacia ellos y oyó la voz de Tomas:
–¿Y yo qué?
Micke volvió a sujetar los brazos de Oskar y, a través de la
niebla que le cubría los ojos, éste vio cómo Tomas se acercaba a
él. Sorbiéndose los mocos le rogó:
–Déjalo. Por favor.
Tomas levantó su vara y golpeó. Sólo una vez. La cara de
Oskar estalló y se retorció con tanta fuerza que a Micke se le
soltó -o le soltó- y dijo:
–Joder, Tomas. Eso ya es…
Jonny parecía enfadado.
–Ahora ya puedes ir tú a hablar con
su madre.
Oskar no oyó qué contestó Tomas. Si es que contestó
algo.
Sus voces desaparecieron a lo lejos, lo dejaron tirado. La
mejilla izquierda le ardía. La arena estaba fría y refrescaba sus
piernas abrasadas. Quería poner la mejilla también contra la arena,
pero comprendió que no debía.
Permaneció tanto tiempo así que empezó a sentir frío.
Entonces se levantó, se tocó con cuidado la mejilla. Los dedos se
le llenaron de sangre.
Fue a los aseos del patio, se miró en el espejo. Su mejilla
estaba hinchada y cubierta de sangre medio reseca. Tomas tenía que
haber golpeado con todas sus fuerzas. Se lavó la cara y volvió a
mirarse. La herida había dejado de sangrar, no era profunda. Pero
le cruzaba casi toda la mejilla.
La verdad. Necesitaba consuelo. En una hora, su madre
llegaría a casa. Entonces le iba a contar lo que le habían hecho,
ella se iba a poner totalmente fuera de sí y lo iba a abrazar y
abrazar, y él se hundiría en su regazo, en su llanto, y llorarían
juntos.
Luego ella llamaría a la madre de Tomas.
Llamaría a la madre de Tomas y discutirían y después su madre
lloraría por lo mala que era la madre de Tomas, y después…
La clase de trabajos
manuales.
Había ocurrido un accidente en la clase de trabajos manuales.
No. Entonces puede que llamara al profesor.
Oskar observó la herida en el espejo. ¿Cómo podría haberse
hecho algo así? Se había caído por la escalera del tobogán. Eso,
bien mirado, no se sostenía, pero su madre probablemente querría creerlo. De todos modos iba a sentir lástima
y lo iba a consolar. La escalera del tobogán.
Sintió frío en los pantalones. Se los desabrochó y miró. Los
calzoncillos estaban totalmente mojados. Sacó su bola del pis y la
enjuagó. Estaba a punto de volver a colocarla en los calzoncillos
mojados, pero se detuvo mirándose en el espejo.
Oskar. Éste es…
Oooskar.
Levantó la bola del pis aclarada, se la puso en la nariz.
Como una nariz de payaso. La bola amarilla y la herida roja de la
mejilla. Abrió desmesuradamente los ojos, intentando parecer un
loco. Sí. Parecía bastante desagradable. Habló con el payaso del
espejo:
–Se acabó. Ya es suficiente. ¿Lo oyes? Ya
basta.
El payaso no contestó.
–No voy a aceptar esto. Ni una vez
más, ¿lo oyes? La voz de Oskar retumbaba en las cabinas
vacías.
–¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? ¿A ti qué te parece?
Torció el rostro en una mueca que estiró la mejilla, distorsionó la
voz haciéndola tan ronca y oscura como pudo. Habló el
payaso:
–… mátalos… mátalos… mátalos…
Oskar sintió un escalofrío. Esto era de veras un poco
desagradable. Sonaba de verdad como otra voz, y la cara del espejo
no era la suya. Se quitó la bola del pis de la nariz, la metió en
los calzoncillos.
El árbol.
No es que creyera en aquello realmente, pero… iba a
acuchillar el árbol. Quizá. Quizá. Si de verdad se concentraba,
entonces… Quizá.
Oskar recogió su cartera y se apresuró a ir a casa, llenando
su cabeza de imágenes maravillosas.
La madre de Tomas estaría allí de pie. La madre de Tomas, que
siempre defendía a Tomas hiciera lo que hiciese. Estaría allí de
pie. Aterrada. Mientras las cuchilladas seguían agujereando el
cuerpo de su hijo.
Tomas cae en el suelo de la cocina en
medio de un charco de sangre, «mamá… mamá…», mientras el cuchillo
invisible le abre el vientre y las tripas se desparraman por el
suelo de linóleo.
No es que funcionara de esa manera.
Pero eso qué más daba.
El piso apestaba a pis de gato.
Giselle estaba en sus rodillas ronroneando. Bibi y Beatrice
rodaban juntas por el suelo. Manfred estaba sentado como de
costumbre, con el hocico pegado a la ventana, mientras que Gustaf
trataba de acaparar la atención de Manfred hundiéndole la cabeza en
el costado.
Måns, Tufs y Cleopatra estaban echados holgazaneando en la
butaca; Tufs hurgaba con las patas en unos hilos sueltos.
Karl-Oskar intentaba saltar a la repisa de la ventana, pero falló y
cayó de culo en el suelo. Era ciego de un ojo.
Lurvis estaba tumbado en el pasillo al acecho del buzón de la
puerta, dispuesto a saltar y arañar si llegaba algo de propaganda.
Vendela estaba en el estante de la entrada mirando a Lurvis; su
deformada pata derecha delantera colgaba entre las barras, se
sobresaltaba de vez en cuando.
Algunos gatos estaban en la cocina comiendo u holgazaneando
en la mesa y en las sillas. Cinco permanecían echados en la cama en
el dormitorio. Algunos otros tenían su sitio preferido en armarios
y cajones que habían aprendido a abrir ellos
solos.
Desde que Gösta no dejaba salir fuera a los gatos, por
presiones de los vecinos, no entraba material genético nuevo. La
mayoría de los gatitos nacían muertos o tenían deformaciones tan
graves que morían después de un par de días. Más de la mitad de los
veintiocho gatos que vivían en el piso de Gösta tenían algún
defecto. Eran ciegos
o sordos o les faltaban los dientes o tenían algún problema
de movimiento. Él los quería a todos. Gösta estaba rascando a
Giselle detrás de la oreja. – Síí… mi pequeña… ¿qué vamos a hacer?
¿No lo sabes? No, yo tampoco. Pero
tendremos que hacer algo, ¿no? Uno no
puede quedarse así, sin hacer nada. Era Jocke.
Gösta agachó la cabeza, susurró:
–Era un niño. Lo vi cuando llegaba
por ahí abajo, por el camino. Estuvoesperando a Jocke bajo el
puente. Él entró… y no volvió a salir. Después, por la mañana,
había desaparecido. Pero está muerto. Lo sé.
»¿Qué?
»Yo no puedo ir a la policía. Me van
a preguntar. Habrá un montón de personas y me van a hacer
preguntas… por qué no he dicho nada. Me van a poner un foco de ésos
en la cara.
»Ya han pasado tres días. O cuatro. No sé. ¿Qué día es hoy?
Van a hacer
preguntas. No puedo hacerlo.
»Pero algo tendremos que hacer.
»¿Qué hacemos?
Giselle le miraba. Luego empezó a lamerle la
mano.
Cuando Oskar llegó a casa desde el bosque, el cuchillo estaba
manchado de virutas viejas. Lo lavó bajo el grifo de la cocina y lo
secó con una toalla que después remojó con agua fría, la escurrió y
se la puso en la mejilla.
Su madre iba a llegar de un momento a otro. Tenía que salir
un rato, necesitaba un poco más de tiempo -tenía aún el nudo en la
garganta, las piernas le escocían-. Buscó las llaves en el armario
de la cocina, escribió una nota: «Vuelvo enseguida. Oskar». Luego
puso el cuchillo en su sitio y bajó al sótano. Abrió la pesada
puerta y se deslizó dentro.
Olor a sótano. Le gustaba. Un olor confortable a madera, a
cosas viejas y a espacio cerrado. Algo de luz se filtraba por una
ventana a ras de la calle y la oscuridad sugería secretos de
sótano, tesoros ocultos.
A su izquierda había un pasillo alargado que tenía cuatro
trasteros. Las paredes y las puertas eran de madera; las puertas,
cerradas con candados más o menos grandes. Una de ellas tenía el
candado reforzado; alguien a quien habían robado.
En la pared más alejada del pasillo ponía «BESO» escrito con
rotulador. La S estaba escrita como si fuera una Z, al
revés.
Lo más interesante estaba en el otro extremo: el cuarto de la
basura. Allí Oskar había encontrado un globo terráqueo con su
bombilla y todo que ahora estaba en su habitación, también unos
cuantos ejemplares viejos de El Increíble
Hulk. Y más cosas.
Siguió hasta llegar al sótano del siguiente portal, el de
Tommy. Abrió la puerta y entró. Aquel sótano olía diferente: un
vago aroma a pintura o a disolvente.
Allí estaba también el refugio aéreo del edificio. Sólo había
entrado en él una vez, hacía tres años, cuando los chicos mayores
organizaron allí un club de boxeo. Una tarde, pudo acompañar a
Tommy como espectador. Los chicos se golpeaban unos a otros con los
guantes de boxeo puestos y Oskar se asustó un poco. Berridos y
sudor, los cuerpos tensos y concentrados, el sonido de los golpes
absorbido por las gruesas paredes de cemento. Después, alguien
resultó herido o algo así y el volante que se giraba para descorrer
los cerrojos de la puerta de hierro había sido bloqueado con
cadenas y candado. Se acabó el boxeo.
Oskar encendió la luz y fue hasta el refugio. Si venían los
rusos, quitarían el candado.
Si no han perdido la
llave.
Estaba frente a la maciza puerta y se le ocurrió este
pensamiento: que alguien… algo estaba encerrado allí. Que por eso
había cadenas y candados. Un monstruo.
Escuchó. Sonidos lejanos de la calle, de personas que hacían
cosas en los pisos de arriba. Le gustaba realmente el sótano. Uno
estaba como en un mundo diferente al mismo tiempo que sabía que el
otro mundo estaba ahí fuera, arriba, cuando uno lo necesitara. Pero
aquí abajo reinaba el silencio y no llegaba nadie a decirle cosas,
a hacerle cosas. A mandarle cosas.
Enfrente del refugio estaba el local del Club del Sótano.
Territorio prohibido.
No tenían cerradura, por cierto, pero eso no significaba que
cualquiera pudiera entrar allí. Aspiró profundamente y abrió la
puerta.
No había gran cosa en aquel trastero. Un sofá viejo y una
butaca igual de vieja. Una alfombra en el suelo. Una cómoda con la
pintura desconchada. Desde la bombilla del pasillo salía un cable
conectado de forma clandestina hasta la bombilla pelada que colgaba
en el techo. Estaba apagada.
Había estado aquí un par de veces antes y sabía que para
encender la bombilla no había más que enroscarla. Pero no se
atrevía. La luz que se filtraba por los resquicios de las tablas
era más que suficiente. El corazón le latía cada vez más deprisa.
Si le pillaban aquí le iban a…
¿Qué? No sé. Eso es lo terrible. Pegarme
no, pero…
Se puso de rodillas en la alfombra, levantó uno de los
cojines del sofá. Debajo había un par de tubos de pegamento y un
rollo de bolsas de plástico, un envase de gas para encendedores.
Debajo del cojín de la otra esquina había revistas porno. Algunos
ejemplares viejos de Lektyr y Fib Aktuellt.
¿Cómo entra uno ahí?
Conocía la palabra por comentarios que había oído, pintadas
que había leído. Coño. Agujero.
Labios menores. Pero eso no era un
agujero. Sólo esa hendidura. Habían tenido educación sexual en la
escuela y sabía que tenía que haber un… túnel desde el coño hacia
dentro. ¿Pero en qué dirección? Todo recto o hacia arriba o… no se
podía ver.
Siguió hojeando. Relatos de los propios lectores. Una
piscina. Un compartimento en el cuarto de cambiarse de las chicas.
Los pezones se pusieron rígidos bajo el traje
de baño. La polla golpeaba como un martillo dentro del bañador.
Ella se agarró a los colgadores y volvió su culito hacia mí, se
restregó: «Tómame, tómame ahora».
¿Aquello sucedía todo el tiempo, a puerta cerrada, en los
sitios donde uno lo veía?
Había empezado una nueva historia sobre una reunión familiar
que había tomado un rumbo inesperado cuando oyó abrirse la puerta
del sótano. Cerró la revista, la puso en su sitio debajo del cojín
y no supo qué hacer consigo mismo. Se le hizo un nudo en la
garganta, no se atrevía ni a respirar. Pasos en el
pasillo.
Oh Dios mío, no los dejes venir. No los
dejes venir.
Se abrazó desesperadamente las rótulas, apretando los dientes
hasta hacerse daño en las mandíbulas. La puerta se abrió. Fuera
estaba Tommy guiñándole un ojo. – ¿Pero qué
cojones?
Oskar quería decir algo, pero tenía las mandíbulas
bloqueadas. Siguió allí de rodillas en medio de la alfombra a la
luz de la puerta, haciendo esfuerzos para tomar aire por la
nariz.
–¿Qué cojones haces aquí? ¿Y qué has hecho? Sin mover apenas
las mandíbulas, Oskar logró decir: -… nada. Tommy entró en el
trastero, se inclinó sobre él. – En la mejilla, me refiero. ¿Qué te
has hecho ahí? – Yo… nada. Tommy meneó la cabeza, enroscó la
bombilla hasta que se encendió la luz y cerró
la puerta. Oskar se puso de pie en medio de la habitación con
los brazos rígidos a lo largo del cuerpo, sin saber qué hacer. Dio
un paso hacia la puerta. Tommy se dejó caer en la butaca con un
suspiro, señaló el sofá.