–Sí. Muchísimo. – Si yo no fuera una chica… ¿también te gustaría? – ¿Qué quieres decir? – Sólo eso. Que si te gustaría aunque no fuera una chica. – Sí… claro. – ¿Seguro? – Sí. ¿Por qué lo preguntas? Alguien se afanaba con una ventana con el cierre estropeado, luego se abrió. Tras


la cabeza de Eli, Oskar pudo ver cómo su madre sacaba la cabeza por la ventana de su habitación. – ¡Ooooskar! Eli se ocultó rápidamente, contra la pared. Oskar apretó los puños, subió corriendo la cuesta y se puso debajo de la ventana. Como un chico pequeño. – ¿Qué pasa? – ¡Huy! Estaba aquí. Pensando… -¿Qué pasa? – Nada, que empieza ahora. – Lo sé.

Su madre estaba a punto de añadir algo más, pero se calló al verlo ahí, debajo de la ventana, todavía con los puños apretados a lo largo del cuerpo, completamente tenso.

–¿Qué andas haciendo? – Yo… voy. – Sí, porque… A Oskar se le humedecieron los ojos de rabia y soltó: -¡Métete y cierra la ventana! ¡Métete! Su madre lo miró fijamente un instante más. Luego algo cruzó su rostro y cerró de

golpe la ventana, se fue de allí. Oskar habría querido… no responderle gritando, sino… transmitir lo que pensaba. Explicando tranquilamente y con calma cuál era la situación. Que ella no podía hacer eso, que él tenía…

Volvió a correr cuesta abajo. – ¿Eli? Ya no estaba allí. Y no había entrado en su portal, lo habría visto. Se habría

encaminado al metro para ir a casa de esa tía suya que vivía en el centro y adonde ella solía acudir después de la escuela. Eso sería, seguramente.

Oskar se metió en el oscuro rincón donde Eli se había escondido cuando su madre había gritado. Se dio la vuelta con la cara contra la pared. Estuvo así un rato. Luego entró.


Håkan hizo entrar al chico en la cabina y cerró la puerta. El muchacho no había dicho ni pío. Lo único que podía levantar sospechas ahora era el silbido de la botella de gas. Tenía que darse prisa.

Cuánto más sencillo no resultaría si pudiera atacar con el cuchillo, pero no. La sangre tenía que proceder de un cuerpo vivo. Otra más de las cosas que le habían sido explicadas. La sangre de cuerpos muertos era inservible; de hecho, perjudicial.

Bueno. El chico estaba vivo. El pecho seguía subiendo y bajando, absorbiendo el gas anestésico.

Enrolló la cuerda con fuerza alrededor de las piernas del muchacho un poco más arriba de las rodillas, puso los dos extremos encima del gancho y empezó a tirar. Las piernas del chico se levantaron del suelo.

Se abrió una puerta, se oyeron voces.

Sujetó la cuerda con una mano y con la otra cerró el gas, soltó la mascarilla. La anestesia duraría unos minutos, tenía que trabajar tanto si había gente como si no, tan en silencio como pudiera.

Unos cuantos hombres fuera. ¿Dos, tres, cuatro? Hablaban de Suecia y Dinamarca. Algún partido. Balonmano. Mientras hablaban, levantó el cuerpo del chico. El gancho chirriaba, el peso caía en un ángulo distinto a cuando él mismo se había colgado de él. Los hombres de fuera se callaron. ¿Habrían oído algo? Estaba quieto de pie, apenas respiraba. Seguía sujetando el cuerpo cuya cabeza acababa de levantarse del suelo, en la misma posición.

No. Sólo una pausa en la conversación. Siguieron.

Hablando sin parar, hablando sin parar.

–El penalti de Sjögren fue totalmente… -Lo que uno no lleva en las manos tiene que llevarlo en la cabeza. – De todos modos puede colocarlos bastante bien. – Es ese balón picado, no entiendo cómo lo hace… La cabeza del chico colgaba ya libremente a un par de centímetros del suelo.

Ahora…

¿Dónde podría sujetar los extremos de la cuerda? Los resquicios entre las tablas del banco eran demasiado estrechos para poder meter la cuerda por ellos. No podría trabajar bien con una sola mano si mientras tenía que sujetar la cuerda con la otra. No

tendría fuerzas. Permaneció quieto con los extremos de la cuerda en las manos fuertemente apretadas, sudando. El pasamontañas le daba calor, debería quitárselo.


Luego. Cuando estuviera listo.

El otro gancho. Sólo tenía que hacer una lazada primero. El sudor le corría por los ojos cuando soltó el cuerpo del muchacho, para que se aflojara la cuerda, e hizo una lazada. Tiró de la cuerda para levantar de nuevo al chico e intentó trabarla alrededor del gancho. Demasiado corta. Soltó de nuevo el cuerpo. Los hombres se callaron.

¡Marchaos, venga! ¡Marchaos!

En silencio hizo una nueva lazada más próxima a los extremos de la cuerda, esperó. Empezaron a hablar de nuevo. Bolos. Los éxitos de la selección femenina sueca en Nueva York. El pleno, el semipleno y el sudor escociéndole en los ojos.

Calor. ¿Por qué hacía tanto calor?

Consiguió pasar la lazada alrededor del gancho y pudo respirar. ¿No podían

marcharse?

El cuerpo del chico colgaba en la posición correcta y no había más que ponerse manos a la obra rápidamente, antes de que se despertara, y ¿no podían marcharse de una vez? Pero se trataba de recordar anécdotas de bolos y de lo bien que uno jugaba antes y de alguien a quien se le había quedado el dedo gordo dentro de la bola y había tenido que ir al hospital para que se lo sacaran.

No podía esperar. Puso el embudo en el bidón de plástico y lo acercó al cuello del chico. Cogió el cuchillo. Cuando se volvió para sacar la sangre del cuerpo, la conversación fuera se había interrumpido de nuevo. Y el muchacho tenía los ojos abiertos. Abiertos de par en par. Las pupilas vagaban dando vueltas, allí colgado boca abajo, buscando un punto de referencia, una explicación. Se posaron en Håkan, que estaba de pie, desnudo, con el cuchillo en la mano. Por un instante lo miraron fijamente a los ojos.

Después el chico abrió la boca y chilló.

Håkan retrocedió, cayó sobre la pared de la cabina con un golpe húmedo. La espalda sudorosa se resbaló en la pared y casi perdió el equilibrio. El muchacho chillaba y chillaba. El sonido se extendió por el vestuario, resonando en las paredes, y se hizo tan fuerte que taponó los oídos de Håkan. Su mano asió con más fuerza el mango del cuchillo y lo único que pensó fue que tenía que acabar con los gritos del chico. Cortarle la cabeza para que dejara de gritar. Se puso en cuclillas a su lado.

Golpeaban en la puerta.

–¡Oye! ¡Abre!

Håkan soltó el cuchillo. El ruido que hizo cuando cayó al suelo apenas si se oyó en medio de los golpes y de los chillidos insoportables del chico. Las bisagras de la puerta temblaban por los golpes de fuera.

–¡Abre o echo abajo la puerta!

Se acabó. Ahora era el fin. Sólo quedaba una cosa. Desapareció el ruido a su alrededor, la vista se redujo a un túnel cuando Håkan volvió la cabeza hacia la bolsa. A través del túnel vio su mano alargándose hasta ella y sacando el tarro de la confitura.


Cayó de culo resbalándose con el tarro en la mano. Desenroscó la tapa. Esperó.

Cuando abrieran la puerta. Antes de que le quitaran el gorro. La cara. En medio de los gritos y los golpes contra la puerta pensó en su amada. En el tiempo que habían pasado juntos. Evocaba imágenes de su amada como un ángel. Un ángel chico que ahora bajaba del cielo extendiendo sus alas para venir a buscarle. Llevarlo consigo. Allí dónde siempre iban a permanecer juntos. Siempre.

La puerta voló y golpeó contra la pared. El chico seguía gritando. Fuera había tres hombres, más o menos vestidos. Miraban con los ojos muy abiertos sin comprender la escena que tenían ante sí.

Håkan asintió despacio, reconociéndolo.

Después gritó:

–¡Eli! ¡Eli!

Y se echó el ácido clorhídrico concentrado en la cara.

¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso en tu señor y Dios! ¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso! ¡Honra a tu rey y Dios!

Staffan se acompañaba a sí mismo y a la madre de Tommy al piano. Se miraban a los ojos de vez en cuando, se sonreían y los ojos les hacían chiribitas. Tommy estaba sentado en el sofá de piel aguantando. Había encontrado un agujero pequeño en uno de los reposabrazos, y mientras Staffan y su madre cantaban, él trabajaba para hacerlo más grande. El dedo índice excavaba dentro del relleno mientras se preguntaba si Staffan y su madre se habrían acostado juntos en ese sofá alguna vez. Bajo los barómetros.

La comida había sido aceptable, un pollo marinado con arroz. Después de la comida Staffan le había mostrado la caja fuerte donde guardaba sus pistolas. Estaba en el dormitorio, debajo de la cama, y Tommy se había hecho allí la misma pregunta: ¿se habrían acostado juntos en aquella cama? ¿Pensaba su madre en su padre cuando Staffan la acariciaba? ¿Se ponía él caliente pensando en las pistolas que tenía debajo del colchón? ¿Se ponía ella?

Staffan tocó el acorde final, dejándolo morir en el aire. Tommy sacó el dedo del, a esas alturas, considerable agujero del sofá. Su madre hizo a Staffan una inclinación con la cabeza, cogió su mano y se sentó junto a él en el asiento del piano. Desde el ángulo donde se encontraba Tommy, la Virgen María colgaba justo por encima de sus cabezas como si fuera un efecto calculado, ensayado de antemano.

Su madre miró a Staffan, le sonrió y se volvió hacia Tommy. – Tommy, queremos contarte una cosa. – ¿Os vais a casar? Su madre dudó. Si lo habían estado ensayando antes con escenografía y todo,


entonces aquella réplica, evidentemente, no estaba incluida. – Sí. ¿Qué te parece? Tommy se encogió de hombros. – Vale. Hacedlo. – Hemos pensado… para el verano, quizá. Su madre lo miraba como preguntándole si tenía una propuesta mejor. – Sí, sí. Claro. Volvió a meter el dedo en el agujero, lo dejó allí. Staffan se inclinó hacia delante. – Ya sé que no puedo… sustituir a tu papá. De ninguna manera. Pero espero que

tú y yo podamos… conocernos mejor y… bueno. Que podamos llegar a ser amigos. – ¿Y dónde vais a vivir? Su madre se puso triste de pronto. – Vamos, Tommy. Se trata también de ti, claro. No sabemos. Pero habíamos

pensado en comprar una casa en Ångby, quizá. Si podemos. – Ångby. – Sí. ¿Qué te parece? Tommy miraba el cristal de la mesa donde su madre y Staffan se reflejaban medio

transparentes, como fantasmas. Seguía con el dedo en el agujero, arrancó un trozo de espuma. – Caro. – ¿El qué? – Una casa en Ångby. Es caro. Cuesta mucho dinero. ¿Tenéis tanto dinero?

Staffan estaba a punto de contestar cuando sonó el teléfono. Acarició la mejilla de la madre de Tommy y se dirigió hasta el aparato en la entrada. La madre se sentó en el sofá al lado de Tommy, le preguntó:

–¿No te parece bien? – Me encanta. Desde la entrada llegaba la voz de Staffan. Parecía alterado. – No me digas… sí, voy inmediatamente. Vamos… no, entonces cojo el coche y

bajo allí directamente. Bien. Adiós. Volvió de nuevo al cuarto de estar. – El asesino está en la piscina de Vällingby. No tienen gente en la comisaría, así que tengo…

Entró en el dormitorio y Tommy pudo oír cómo se abría y se cerraba la caja de seguridad. Staffan se cambió de ropa allí dentro y después de un rato salió con todos los arreos de policía. Los ojos parecían levemente los de un psicópata. Dio un beso en la boca a la madre de Tommy y a él un golpecito en la rodilla.


–Tengo que irme inmediatamente. No sé cuándo volveré. Ya seguiremos hablando en otro momento.

Salió apresuradamente al pasillo y la madre de Tommy lo siguió.

Tommy oyó algo de «ten cuidado» y «te quiero» y «te quedas» mientras iba hasta el piano y, sin saber por qué, alargó el brazo y cogió la escultura del tirador de pistola. Pesaba por lo menos dos kilos. Mientras su madre y Staffan se despedían – les gustaba aquello: el hombre que se va a la guerra, la mujer anhelante-, Tommy salió al balcón. El aire frío de la tarde penetró en sus pulmones y pudo respirar por primera vez en un par de horas.

Se inclinó sobre la barandilla del balcón, vio que debajo crecían setos bien tupidos. Sujetó la escultura fuera por encima de la barandilla, la soltó. Cayó en el seto con un crujido.

Su madre salió al balcón y se puso a su lado. Después de un par de segundos se abrió el portal y salió Staffan casi corriendo hacia el aparcamiento. Su madre le decía adiós con la mano, pero Staffan no miró hacia arriba. Cuando pasó por debajo del balcón, Tommy sonrió.

–¿Qué ocurre? – preguntó su madre.

–Nada.

Sólo que un chico pequeño con pistola está en el seto apuntando a Staffan. Sólo eso.

Tommy se sintió bastante bien, pese a todo.

El grupo se había fortalecido con Karlsson, el único de los colegas con un «trabajo de verdad», como él mismo lo llamaba. Larry había obtenido la jubilación anticipada, Morgan trabajaba ocasionalmente en un desguace y Lacke no se sabía a ciencia cierta de qué vivía. A veces tenía algo de dinero, sólo eso.

Karlsson tenía empleo fijo en la juguetería de Vällingby; había sido el dueño tiempo atrás, pero se vio obligado a vender por «dificultades económicas». Con el tiempo, el nuevo dueño le empleó porque, como Karlsson decía, no se podía negar «que uno, después de treinta años en el sector, tenía cierta experiencia».

Morgan se recostó en la silla, abrió las piernas y cruzó las manos detrás de la cabeza, mirando fijamente a Karlsson. Lacke y Larry se hicieron una seña. Ya empezaba.

–Bueno, Karlsson. ¿Qué hay de nuevo en el sector del juguete? ¿Habéis descubierto alguna forma nueva de limpiar la propina a los chicos?


Karlsson refunfuñó.

–No sabes de lo que estás hablando. Si hay algún estafado, ése soy yo. No puedes ni imaginarte la cantidad de hurtos. Los chicos…

–Sí, sí, sí. No tenéis más que comprar algún chisme de plástico en Corea por dos coronas y venderlo a cien y ya lo habéis recuperado.

–Nosotros no vendemos esas cosas.

–Seguro que no. ¿Qué era entonces lo que vi en el escaparate el otro día? ¿Pitufos? ¿Qué era eso? Juguetes de calidad fabricados a mano en Bengtfor, ¿eh?

–A mí lo que me parece muy extraño es que lo diga una persona como tú, que vende coches que sólo andan si se les engancha a un caballo.

Y así siguió la cosa. Larry y Lacke escuchaban, se reían a veces, hacían algún comentario. De haber estado Virginia, las crestas de los gallos se habrían levantado un poco más y Morgan no habría parado hasta que Karlsson se enfadara de verdad.

Pero Virginia no estaba. Y Jocke tampoco. La atmósfera perfecta no acababa de cuajar y por eso la discusión había empezado a decaer, cuando a eso de las ocho y media la puerta de fuera se abrió lentamente.

Larry levantó la vista y vio a una persona de la que nunca habría imaginado que apareciera por allí: Gösta. La Bomba Fétida, como le llamaba Morgan. Larry había estado hablando con él en un banco bajo el edificio alto un par de veces, pero nunca había venido aquí antes.

Gösta parecía desencajado. Se movía como si estuviera formado por piezas mal ensambladas que podían despegarse si se agitaba demasiado. Entornaba los ojos mientras temblaba hacia delante y hacia atrás, con pequeños movimientos. O estaba borracho perdido o estaba enfermo.

Larry le saludó.

–¡Gösta! ¡Ven y siéntate!

Morgan volvió la cabeza, echó un vistazo a Gösta y dijo:

–¡Oh, joder!

Gösta maniobró hasta llegar a su mesa como si se encontrara sobre un campo minado. Larry sacó la silla que había a su lado e hizo un gesto invitándole a sentarse.

–Bienvenido al club.

Gösta parecía no oírle, pero arrastró los pies hasta la silla. Llevaba un traje viejo con chaleco y pajarita, el pelo peinado al agua. Y apestaba. Pis y pis y más pis. Incluso cuando uno se sentaba con él fuera el hedor era claramente apreciable, pero se podía aguantar. Dentro, al calor, desprendía un olor ácido a orina vieja que obligaba a respirar por la boca para poder soportarlo.

Todos los colegas, incluso Morgan, se esforzaron para que la cara no mostrase lo que la nariz sentía. El camarero se acercó a su mesa, parándose en cuanto notó el olor de Gösta, y dijo:


–¿Qué va… a tomar?

Gösta meneó la cabeza sin mirar al camarero. Éste alzó las cejas y Larry hizo un gesto; tranquilo, nosotros lo arreglamos. El camarero se retiró y Larry, poniendo la

mano en el hombro de Gösta, preguntó:

–¿A qué debemos el honor?

Gösta carraspeó, y con la mirada puesta en el suelo dijo:

–Jocke.

–¿Qué pasa con él?

–Está muerto.

Larry oyó cómo Lacke bufaba a sus espaldas. Él mantuvo la mano en el hombro de

Gösta dándole ánimos. Sentía que los necesitaba.

–¿Cómo lo sabes?

–Yo lo vi. Cuando ocurrió. Cuando lo mataron.

–¿Cuándo ocurrió?

–El sábado. Por la noche.

Larry retiró la mano.

-¿El sábado? Pero… ¿has hablado con la policía? Gösta negó con la cabeza. – No

he podido. Y yo… no lo vi. Pero lo sé. Lacke se llevó las manos a la cabeza, susurrando:

–Lo sabía, lo sabía.

Gösta se lo contó. El niño, que había roto la farola más cercana al puente con una piedra, había entrado y había aguardado. Jocke, que había entrado y no había salido. La ligera huella, la marca de un cuerpo en las hojas secas a la mañana siguiente.

Cuando acabó, el camarero llevaba ya un rato haciendo gestos airados a Larry, señalando alternativamente a Gösta y a la puerta. Larry puso la mano en el brazo de Gösta.

–¿Qué te parece entonces si vamos a echar un vistazo?

Gösta asintió y se levantaron de la mesa. Morgan se bebió de un trago la cerveza que le quedaba, sonrió maliciosamente a Karlsson, que cogió el periódico y se lo guardó en el abrigo como solía hacer siempre, el jodido tacaño.

Sólo Lacke permaneció sentado, jugando con unos palillos rotos que había en la mesa. Larry se inclinó sobre él:

–¿No vas a venir?

–Lo sabía. Lo presentía. – Sí. ¿Vas a venir entonces? – Bueno. Voy. Id yendo vosotros. Cuando salieron, Gösta se tranquilizó con el aire frío de la noche. Empezó a


caminar tan deprisa que Larry tuvo que pedirle que bajara la marcha, su corazón no aguantaba. Karlsson y Morgan iban detrás, el uno al lado del otro; Morgan esperaba a que Karlsson dijera alguna tontería para poder meterse con él. Le sentaría bien. Pero hasta Karlsson parecía ocupado con sus propios pensamientos.

La farola rota ya había sido cambiada y la luz bajo el puente era aceptable.

Estaban como un pelotón escuchando a Gösta mientras éste contaba y señalaba los montones de hojas; daban patadas para calentarse los pies. Mala circulación. Resonaba como si se tratara de un ejército desfilando. Cuando Gösta terminó,

Karlsson dijo:

–No hay ninguna prueba…

Era la clase de comentario que Morgan había estado esperando.

–Pero joder, ¿es que no oyes lo que está diciendo? ¿Crees que miente?

–No -dijo Karlsson, como si hablara con un niño-, pero me refiero a que la

policía tal vez no esté tan dispuesta como nosotros a creer su relato cuando no hay nada que lo corrobore.

–Él es testigo.

–¿Crees que será suficiente?

Larry dio un golpe con la mano sobre los montones de hojas.

–La pregunta ahora es adónde ha ido a parar. Si es que ha sucedido así.

Lacke venía andando por el camino del parque, llegó hasta donde estaba Gösta y señaló hacia el suelo.

–¿Ahí?

Gösta asintió. Lacke se metió las manos en los bolsillos y se quedó un rato observando el dibujo irregular de las hojas como si fuera un puzzle gigante que tenía que resolver. Los músculos de sus mandíbulas se contraían, se relajaban, se contraían.

–Bueno. ¿Qué decís? Larry dio dos pasos hacia él. – Lo siento, Lacke.

Lacke hizo un gesto de rechazo con la mano, apartando a Larry.

–¿Qué decís? ¿Vamos a pillar al cabrón que ha hecho esto o no?

Los otros miraron a todas partes menos a Lacke. Larry estaba a punto de decir algo acerca de que iba a ser difícil, probablemente imposible, pero se abstuvo. Al final, Morgan se aclaró la garganta, se dirigió a Lacke y, poniéndole el brazo sobre los hombros, dijo:

–Lo vamos a pillar, Lacke. Lo vamos a hacer.


Tommy miró por encima de la barandilla, le pareció haber visto destellos de plata allí abajo. Parecía como esas cosas que los Jóvenes Castores solían traer a casa de las competiciones.

–¿En qué piensas? – preguntó su madre. – En el Pato Donald. – A ti no te gusta mucho Staffan, ¿verdad? – Está bien. – ¿Sí? Tommy levantó la vista hacia el centro. Vio la uve roja y grande de neón que

lentamente daba vueltas sobre todo. Vällingby. Victoria. – ¿Te ha enseñado las pistolas? – ¿Por qué lo preguntas? – No, sólo preguntaba. ¿Lo ha hecho? – No entiendo qué quieres decir. – Pues no es tan difícil. ¿Ha abierto su caja fuerte, ha sacado las pistolas y te las ha

mostrado? – Sí. ¿Por qué? – ¿Cuándo lo hizo? Su madre se sacudió algo de la blusa, se frotó los brazos. – Tengo un poco de frío. – ¿Piensas en papá? – Sí, claro que lo hago. Todo el tiempo. – ¿Todo el tiempo? Su madre lanzó un suspiró, inclinó la cabeza para poder mirarle a los ojos. – ¿Adónde quieres llegar? – ¿Adónde quieres llegar tú? Tommy tenía la mano apoyada en la barandilla, ella puso la suya encima. – ¿Vienes mañana donde papá? – ¿Mañana? – Sí. Es el Día de Todos los Santos.

–Es pasado mañana. Sí, voy. – Tommy… Su madre le quitó las manos de la barandilla y lo atrajo hacia sí. Lo abrazó.


Tommy se quedó rígido por un momento. Luego se liberó y entró.

Mientras se ponía la ropa para salir, Tommy se dio cuenta de que tenía que hacer entrar a su madre del balcón si quería recoger la escultura. La llamó y ella entró

rápidamente, deseosa de oír una palabra.

–Sí… saluda a Staffan.

Su madre resplandeció.

–Lo haré. ¿Entonces no te quedas?

–No, yo… eso puede durar toda la noche.

–Sí. Estoy un poco inquieta.

–No tienes por qué. Sabe disparar. Adiós.

–Adiós…

La puerta de fuera se cerró.

–… cielo…

Un ruido sordo salió del interior del Volvo cuando Staffan se subió al bordillo a gran velocidad. Sus mandíbulas golpearon de tal manera que le sonó en toda la cabeza, se quedó ciego por un instante y casi atropella a un viejo que iba a unirse al grupo de curiosos que se habían reunido alrededor del coche de policía en la entrada principal.

El aspirante Larsson estaba en el coche hablando por la radio. Estaría pidiendo refuerzos o una ambulancia. Staffan aparcó detrás del coche de policía para dejar el paso libre a un eventual refuerzo, se bajó y cerró. Siempre cerraba el coche, aunque sólo fuera a estar ausente un minuto. No porque pensara que se lo iban a robar sino para no perder la costumbre, de manera que no se le olvidara nunca cerrar el coche de servicio, por el amor de Dios.

Se dirigió hacia la entrada principal esforzándose en aparentar autoridad, pensando en el público; estaba seguro de que tenía un aspecto que infundía confianza a la mayoría de las personas. Muchos de los que estaban allí mirando probablemente pensaran: «Ah, sí, aquí viene el que va a aclarar todo esto».

Nada más pasar la puerta de entrada había cuatro hombres en bañador con las toallas sobre los hombros. Staffan pasó por delante de ellos, hacia los vestuarios, pero uno de los hombres lo llamó:

–Oiga, perdone -y se acercó a él con los pies descalzos-. Sí, perdón, pero… nuestra ropa.


–¿Qué pasa con ella?

–¿Cuándo podemos recogerla?

–¿Su ropa?

–Sí, está en los vestuarios y no podemos entrar allí.

Staffan abrió la boca para decir alguna maldad acerca de que su ropa estaba en aquel momento en el puesto más alto de la lista de prioridades, pero una mujer con camiseta blanca se acercó entonces a los hombres con un montón de albornoces en los brazos. Staffan hizo un gesto a la mujer y continuó hacia los vestuarios.

En el camino se encontró con otra mujer con camiseta blanca que llevaba a un chico de doce, trece años hacia la entrada. La cara del muchacho, muy roja, contrastaba con el albornoz blanco en el que iba envuelto, los ojos sin expresión. La mujer clavó la vista en Staffan con una mirada que parecía casi acusatoria.

–Su madre viene a buscarlo.

Staffan asintió. ¿Era el chico… la víctima? Le habría gustado preguntar exactamente eso, pero con las prisas no se le ocurrió ninguna manera sensata de formular la pregunta. Supuso que Holmberg le habría tomado el nombre y los demás datos, y habría juzgado que lo más conveniente sería dejar que la madre se hiciera cargo de él, que lo llevara a la ambulancia, a la visita del psicólogo, a la terapia.

Protege a éstos tus pequeños.

Staffan siguió por el pasillo, subió corriendo las escaleras mientras para sus adentros recitaba una acción de gracias por la gracia recibida y pidiendo fuerzas para la prueba que iba a venir.

¿Estaba el asesino todavía en el edificio?

Fuera de los vestuarios, bajo un letrero con una sola palabra: HOMBRES, había ciertamente tres hombres hablando con el agente de policía Holmberg. Sólo uno estaba totalmente vestido. A uno de los tres le faltaban los pantalones, el otro tenía la

parte superior del cuerpo desnuda.

–Qué bien que hayas podido llegar tan rápido -saludó Holmberg.

–¿Está todavía ahí?

Holmberg señaló la puerta del vestuario.

–Ahí dentro.

Staffan hizo un gesto hacia los tres hombres.

–¿Ellos son…?

Antes de que Holmberg alcanzara a decir nada, el hombre que no llevaba

pantalones dio medio paso adelante y dijo, no sin orgullo:

–Somos los testigos. Staffan asintió y miró a Holmberg con gesto interrogante. – ¿No deberían…? – Sí, pero estaba esperando a que llegaras. Por lo visto no es violento -Holmberg


se volvió hacia los tres hombres y les dijo amablemente-: Ya os llamaremos. Lo mejor que podéis hacer ahora es marcharos a casa. Bueno, otra cosa. Entiendo que no va a ser fácil, pero intentad no hablar de esto entre vosotros.

El hombre sin pantalones sonrió con una sonrisa sardónica, de enterado. – Pueden oírnos, quieres decir. – No, pero podéis pensar que habéis visto cosas que en realidad no habéis visto,

sólo porque otro lo haya hecho. – Yo no. Yo vi lo que vi, y era lo más jodido… -Creedme. Le pasa al mejor. Y ahora tendréis que disculparnos. Gracias por

vuestra ayuda. Los hombres se alejaron por el pasillo murmurando entre dientes. Holmberg era bueno para esas cosas: hablar con la gente. Era lo que más hacía. Iba por las escuelas y daba charlas sobre las drogas y el trabajo de la policía. Ya no solía salir en casos como éste. Un ruido metálico, como si se hubiera caído algo de chapa, se oyó dentro del

vestuario y Staffan se sobresaltó, prestó atención. – ¿Conque no es violento? – Está gravemente herido, por lo visto. Se echó algún tipo de ácido en la cara. – ¿Por qué? El rostro de Holmberg se tornó inexpresivo, Staffan se volvió hacia la puerta. – Tendremos que entrar a preguntárselo. – ¿Armado? – Probablemente no. Holmberg señaló el hueco de la ventana; sobre la plancha de mármol había un

gran cuchillo de cocina con el mango de madera. – No tenía ninguna bolsa. Además, el que estaba sin pantalones ha tenido tiempo de estar jugando con él en la mano un buen rato antes de que yo llegara. Luego nos

ocuparemos de él. – ¿Vamos a dejarlo ahí tirado? – ¿Se te ocurre algo mejor? Staffan negó con la cabeza y entonces, en medio del silencio, pudo distinguir dos

cosas: un débil y arrítmico soplo cardiaco dentro del vestuario. El viento en el tubo de una chimenea. Una flauta agrietada. Eso, y un olor. Algo que al principio creyó que formaba parte del olor a cloro que impregnaba todo el edificio. Pero esto era algo más. Un olor fuerte, picante, que cosquilleaba. Arrugó la nariz.

–¿Vamos…?


Holmberg asintió pero se quedó donde estaba. Casado y con hijos. Claro. Staffan sacó la pistola reglamentaria de la funda y apoyó la otra mano en el pasador de la puerta. Era la tercera vez en sus doce años de servicio que entraba en una habitación con el arma en la mano. No sabía si estaba actuando correctamente, pero nadie iba a reprocharle nada. Un asesino de niños. Encerrado, tal vez desesperado, aunque estuviera malherido.

Hizo un gesto a Holmberg y abrió la puerta.

El tufo lo echó para atrás.

Le picaba en la nariz haciéndole llorar. Tosió. Sacó un pañuelo del bolsillo y se tapó la boca y la nariz. Algunas veces había asistido a los bomberos en incendios de casas, era la misma sensación. Pero aquí no había humo, sólo una ligera neblina flotando por la habitación.

Dios mío, ¿esto qué es?

El monótono, entrecortado ruido aún se oía detrás de la hilera de armarios que tenían delante. Staffan le hizo señas a Holmberg para que fuera dando la vuelta por el otro extremo, de manera que cubrieran los dos lados. Staffan avanzó hasta el final de los armarios y echó un vistazo con la pistola colgando a un lado.

Vio una papelera de metal tirada y, junto a ella, un cuerpo tendido y desnudo.

Holmberg apareció por el otro extremo e hizo señas a Staffan para que se tranquilizara; no parecía que hubiera un peligro inminente. Staffan sintió una punzada de irritación porque Holmberg intentaba tomar el mando de la operación ahora, cuando ya no parecía peligrosa. Respiró profundamente a través del pañuelo, se lo quitó de la boca y dijo en voz alta:

–Alto. Es la policía. ¿Me oyes?

El hombre que estaba tendido en el suelo no dio señales de haber oído, seguía emitiendo únicamente un ruido monótono con la cara contra el suelo. Staffan dio un par de pasos al frente.

–Pon las manos delante, donde yo pueda verlas.

El hombre no se movió. Pero ahora que estaba más cerca, Staffan pudo ver que le temblaba todo el cuerpo. Lo de las manos era innecesario. Una de ellas reposaba sobre la papelera y la otra estaba extendida al lado, en el suelo. Tenía la palma de la mano hinchada y abierta.

Ácido… cómo estará…

Staffan se volvió a colocar el pañuelo en la boca y avanzó hasta el hombre mientras guardaba la pistola en la funda, confiando en que Holmberg lo cubriera si ocurría algo.


El cuerpo temblaba convulsivamente y se oía el leve chasquido de la piel desnuda cuando se despegaba de las baldosas y se volvía a pegar de nuevo. La mano que estaba en el suelo saltaba como un pez en una roca. Y todo el tiempo el mismo sonido de su boca contra el suelo:

–… eeiiieeeiii…

Staffan hizo señas a Holmberg para que se mantuviera a dos pasos de distancia y se puso de cuclillas al lado del cuerpo.

–¿Puedes oírme?

El hombre se calló. De pronto, todo el cuerpo hizo un giro espasmódico y rodó. La cara.

Staffan se echó para atrás, perdió el equilibrio y aterrizó sobre la rabadilla. Apretó los dientes para no gritar cuando vio las estrellas. Cerró los ojos. Los volvió a abrir.

No tiene cara.

Staffan había visto a un drogadicto que en una alucinación se había golpeado repetidamente la cara contra una pared. Había visto a un hombre que se puso a soldar un depósito de gasolina sin vaciarlo antes. Le explotó en la cara.

Pero nada parecido a esto.

Tenía la nariz totalmente corroída, en su lugar sólo había dos agujeros que entraban en la cabeza. La boca se había derretido, los labios estaban sellados, salvo una rendija a un lado. Uno de los ojos se había derramado sobre lo que había sido la mejilla, pero el otro… abierto de par en par.

Staffan clavó la vista en ese ojo, lo único que parecía humano en aquella masa deforme. El ojo estaba inyectado en sangre, y cuando intentaba parpadear sólo media tira de piel revoloteaba sobre él y se retiraba de nuevo.

Donde tenía que haber estado el resto de la cara, sólo había restos de cartílagos y huesos que asomaban entre los trozos imposibles de carne y los jirones negros de piel. Los músculos brillantes y desnudos se contraían y se estiraban, se removían como si la cabeza hubiera sido sustituida por un montón de anguilas recién matadas y troceadas.

Toda la cara, lo que había sido la cara, tenía vida propia.

Una arcada se abrió paso por la garganta de Staffan, y probablemente habría vomitado de no haber tenido el cuerpo tan ocupado recuperándose del dolor lumbar. Lentamente encogió las piernas y se puso de pie, apoyándose en los armarios. El ojo inyectado en sangre le miraba todo el tiempo.

–Esto es lo más jodido…

Holmberg, con los brazos colgando, observaba aquel cuerpo desfigurado en el suelo. No era sólo la cara. El ácido había corroído también la parte superior del cuerpo. La piel de una de las clavículas había desaparecido y se veía una porción del hueso, blanco como un trozo de tiza en un estofado de carne.


Holmberg meneaba la cabeza y sacudía el aire con la mano. Tosiendo.

–Esto es lo más jodido…

Eran las once y Oskar estaba acostado en su cama. Golpeando con cuidado las letras en la pared.


E… L… I… E… L… I…


No hubo respuesta.


Los chicos de 6o B estaban en fila fuera de la escuela esperando a que el maestroÁvila diera la señal. Todos tenían sus bolsas de gimnasia o sus bolsos en la mano, porque Dios se apiadara del que olvidase la ropa de gimnasia o no tuviera causa justificada para faltar a la clase.


Estaban a un brazo de distancia del anterior, como el maestro les había dicho el primer día en 4o cuando sucedió a la tutora en la responsabilidad de su educación física.

–¡Una fila recta! ¡Un brazo de distancia!

El maestro Ávila había sido piloto durante la guerra. En un par de ocasiones había entretenido a los chicos contándoles historias de combates aéreos y de aterrizajes forzosos en campos de trigo. Eran impresionantes. Se había ganado su respeto.

Una clase considerada alborotadora e indisciplinada se colocaba obedientemente en fila a un brazo de distancia, aunque el maestro aún no hubiera aparecido. Si la fila no estaba como él quería los dejaba esperando diez minutos más, o sustituía el prometido partido de voleibol por unas flexiones de brazos y abdominales.

Oskar, al igual que los demás, tenía bastante miedo al maestro. Con su pelo gris rapado y su nariz aguileña, su buen aspecto físico y sus puños de hierro, difícilmente se podía pensar que fuera capaz de querer y comprender a un chico débil, con algo de sobrepeso y martirizado. Pero había disciplina en sus clases. Ni Jonny, ni Micke ni Tomas se atreverían a hacer nada mientras el maestro estuviera cerca.

En ese momento Johan abandonó la fila, alzó la vista hacia la escuela. Luego, haciendo un saludo hitleriano, dijo:

–¡Filas rectas! ¡Hoy simulacro de evacuación! ¡Con cuerdas!

Algunos sonrieron nerviosos. El maestro era un apasionado de los simulacros de evacuación. Una vez por semestre los alumnos tenían que probar a deslizarse fuera desde las ventanas con ayuda de cuerdas, mientras el maestro controlaba todo el proceso cronómetro en mano. Si conseguían superar el récord anterior podían jugar al juego de las sillas. Pero había que ganárselo.

Johan volvió rápidamente a la fila. Menos mal, porque apenas unos segundos después apareció el maestro por la puerta principal de la escuela y con paso rápido se encaminó al gimnasio. Con la mirada al frente, no dirigió al grupo ni siquiera una ojeada. Cuando se encontraba a mitad de camino hizo un gesto de ¡adelante! con la mano, sin dejar de andar, sin volver la cabeza.

La fila se puso en marcha intentando mantener la distancia de un brazo con el anterior. Tomas, que iba detrás de Oskar, tropezó con el talón de éste e hizo que se le saliera el zapato por detrás. Oskar siguió marchando.


Después de lo de la paliza de anteayer lo habían dejado en paz. No es que le hubieran pedido perdón o así, pero la herida de la mejilla seguía allí, y les habría parecido que era suficiente. De momento.

Eli.

Oskar, apretando los dedos del pie para que no se le saliera el zapato, siguió marchando hacia el gimnasio. ¿Dónde estaba Eli? Había acechado desde su ventana la noche anterior para ver si el padre de la muchacha volvía a casa. Pero en vez de eso lo que vio fue a Eli saliendo a eso de las diez. Después llegó la hora del cacao y los bollos con su madre y puede que se hubiera perdido su vuelta a casa. Pero no había contestado a sus golpecitos.

La clase tomó al asalto el vestuario, la fila se rompió. El maestro Ávila estaba de pie con los brazos cruzados, esperándolos.

–Bien. Hoy entrenamiento físico. Con barra, plinto y cuerdas.

Protestas. El maestro asintió.

–Si lo hacéis bien, si trabajáis, la próxima vez balón fantasma. Pero hoy entrenamiento físico. ¡Vamos!

No había nada que discutir. Uno tenía que contentarse con lo del balón fantasma y la clase comenzó a cambiarse apresuradamente. Oskar procuró, como de costumbre, ponerse de espaldas a los otros mientras se quitaba los pantalones. Su bola del pis hacía que se notara algo raro en los calzoncillos.

Arriba, en el gimnasio, los otros estaban colocando los plintos y bajando las barras. Johan y Oskar colocaron juntos las colchonetas. Cuando todo estuvo listo, el maestro sopló su silbato. Había circuito con cinco estaciones, así que los dividió en cinco grupos de a dos.

Oskar y Staffe formaron un grupo, lo cual estaba bien porque Staffe era el único de la clase al que se le daba la gimnasia peor que a Oskar. Era fuertote pero torpe. Más gordo que Oskar. Sin embargo, nadie se metía con él. Había algo en la actitud de Staffe que decía que si alguien se metía con él lo pagaría caro.

El maestro hizo sonar el silbato y se pusieron en marcha.

Flexiones de brazos en la barra. La barbilla sobre la barra, abajo, arriba. Oskar consiguió hacer dos. Staffe, cinco; luego lo dejó. Sonó el silbato. Abdominales. Staffe no hizo más que estar tumbado en la colchoneta mirando al techo. Oskar estuvo haciendo falsos abdominales hasta la siguiente señal. La comba. Eso se le daba bien aOskar. Él le dio a la cuerda mientras Staffe no hacía más que trabarse con ella. Luego flexiones de brazos normales. De ésas podía hacer Staffe las que quisiera. Finalmente el plinto, el maldito plinto.

Aquí es donde era un alivio estar con Staffe. Oskar había visto de reojo cómo Micke, Jonny y Olof volaban por el plinto vía trampolín. Staffe tomó impulso, corrió, botó estrepitosamente en el trampolín y, no obstante, no llegó al plinto. Se dio media vuelta para esperar su turno de nuevo. El maestro se acercó a él.


–¡Súbete al plinto!

–No puedo.

–Tendrás que coger impulso.

–¿Qué?

–Coger impulso. Coger impulso. Arriba y salta.

Staffe agarró el plinto, se encaramó en él y se deslizó como un perezoso por el otro lado. El maestro hizo la señal de ven y Oskar echó a correr.

En algún punto de aquella carrera hacia el plinto tomó la decisión. Iba a intentarlo.

El maestro le había dicho en alguna ocasión que no tuviera miedo al plinto, que todo dependía de eso. Normalmente no se impulsaba fuerte con el pie, por miedo a perder el equilibrio y a darse un golpe. Pero ahora iba a echar los restos, a hacer como si pudiera. El maestro lo miraba. Oskar echó a correr a toda velocidad hacia el trampolín.

Apenas pensó en el impulso, se concentró totalmente en subir al plinto. Por primera vez botó en la tabla con todas sus fuerzas, sin frenarse, y el cuerpo salió volando por sí mismo, los brazos se extendieron al frente para hacer fuerza y dirigir el cuerpo hacia delante. Pasó sobre el plinto a tal velocidad que perdió el equilibrio y cayó de bruces cuando aterrizó por el otro lado. ¡Había conseguido subir!

Se volvió y miró al maestro: no reía, pero asentía dándole ánimos.

–Bien, Oskar. Únicamente más equilibrio.

El silbato sonó y pudieron descansar un minuto antes de empezar otra vuelta. Aquella vez Oskar logró subir al plinto y mantener el equilibrio al aterrizar.

El maestro pitó el fin de la clase y salió fuera mientras ellos recogían las cosas. Oskar bajó las ruedas del plinto y lo empujó hasta el cuarto donde se guardaba, dándole unas palmaditas como a un buen caballo que finalmente se hubiera dejado montar. Lo colocó en su sitio y se dirigió al vestuario. Quería hablar con el profesor de una cosa.

A medio camino de la puerta fue detenido. Un lazo de cuerda voló sobre su cabeza y aterrizó alrededor de su estómago. Alguien lo había cazado. A sus espaldas oyó la voz de Jonny:

–Arre, Cerdo.

Se volvió de manera que la lazada se le deslizó sobre el estómago y quedó alrededor de su espalda. Jonny estaba frente a él con la agarradera de la cuerda en las manos, moviéndola arriba y abajo, chascando la lengua.


–Arre, arre.

Oskar agarró la cuerda con las dos manos y se la arrebató a Jonny. La cuerda sonó

al caer al suelo detrás de Oskar. Jonny, señalándola, dijo:

–Ahora tendrás que recogerla tú.

Oskar cogió la cuerda por el medio con una mano y, dándole vueltas, la sacó por

la cabeza de forma que las agarraderas sonaron. Gritó:

–¡Cógela! – y la soltó. La cuerda salió volando y Jonny se tapó instintivamente la cara con las manos. La cuerda sobrevoló su cabeza y chirrió detrás contra las espalderas. Oskar salió del gimnasio y bajó corriendo las escaleras. El corazón tamborileaba en sus oídos. Esto ha empezado. Bajó los peldaños de tres en tres y aterrizó con los pies juntos en el rellano, cruzó el vestuario y entró en el cuarto del maestro.

Éste, en ropa de deporte, estaba sentado hablando por teléfono en un idioma extranjero, probablemente español. La única palabra que pudo entender Oskar fue «perro», que sabía lo que significaba. El maestro le indicó que se sentara en la otra silla que había en el cuarto. El maestro siguió hablando, varios «perro», mientras Oskar oyó cómo Jonny entraba en el vestuario y empezaba a dar voces.

El vestuario se había quedado vacío antes de que el maestro estuviera listo con su

«perro». Se volvió hacia Oskar.

–Bueno, Oskar, ¿qué quieres?

–Sí, quería saber… de esos entrenamientos de los jueves.

–¿Sí?

–¿Puede uno apuntarse?

–¿Te refieres a los entrenamientos de pesas en la piscina?

–Sí. Eso. ¿Puede uno apuntarse, o…?

–No tienes que apuntarte. Sólo ir. El jueves a las siete. ¿Quieres entrenar?

–Sí, yo… sí.

–Está bien. Entrena. Después podrás hacer… cincuenta flexiones en la barra.

El maestro mostraba las flexiones en la barra con los brazos en alto. Oskar meneó

la cabeza. – No. Pero… sí, iré.

–Bien. Entonces nos vemos el jueves. Oskar asintió; se iba a ir, pero dijo:

–¿Qué tal está el perro?

–¿El perro?

–Sí, oí que decías «perro» y sé lo que quiere decir.

El maestro se quedó pensando un momento.


–Ah, «perro» no. Pero. Que significa 'men'. Como en men inte jag. Se dice pero yo no. ¿Entiendes? ¿Vas a empezar un curso de español también?

Oskar meneó la cabeza sonriendo. Dijo que ya era bastante con las pesas.

El vestuario estaba vacío salvo la ropa de Oskar. Oskar se quitó los pantalones de deporte y se quedó parado. Sus pantalones no estaban. Claro. Tenía que haberlo supuesto. Miró en el vestuario, en los servicios. Nada.

El frío le pellizcaba las piernas al volver a casa sólo con los pantalones de deporte puestos. Había empezado a nevar mientras tenían gimnasia. Los copos de nieve caían y se deshacían sobre sus piernas desnudas. Ya en el patio se detuvo bajo la ventana de Eli. Las persianas estaban bajadas. Ni un movimiento. Gruesos copos de nieve le cayeron en la cara mientras miraba hacia arriba. Atrapó algunos con la lengua. Estaban buenos.

–Mira a Ragnar.

Holmberg apuntaba hacia la plaza de Vällingby donde la nieve que caía cubría con un ligero manto el empedrado colocado en forma circular. Uno de los borrachines estaba sentado en un banco sin moverse, envuelto en un abrigo grande

mientras la nieve lo convertía en un mal amasado muñeco. Holmberg suspiró.

–Tendré que salir a ver qué le pasa si no se mueve pronto. ¿Y tú qué tal estás?

–Así, así.

Staffan había puesto otro cojín en la silla de su escritorio para mitigar el dolor de la columna. Preferiría estar de pie, o mejor aún, acostado en la cama. Pero el informe de los sucesos del día anterior tenía que llegar a la brigada de homicidios antes del domingo.

Holmberg miraba su cuaderno de notas golpeando en él con el lapicero.

–Esos tres que estaban dentro, en el vestuario, dijeron que el asesino ese, antes de

echarse el ácido clorhídrico encima, había gritado «¡Eli, Eli!», yo me pregunto…

El corazón le brincó en el pecho a Staffan, se inclinó sobre la mesa.

–¿Dijo eso?

–Sí. ¿Sabes lo que…?

–Sí.

Staffan se echó para atrás en la silla de forma brusca y el dolor disparó una flecha hasta la mismísima raíz del pelo. Se agarró a los bordes de la mesa, se sentó bien y se llevó las manos a la cara. Holmberg lo miraba.

–Joder, ¿has ido al médico? – No, es sólo… se me pasará. Eli, Eli. – ¿Es un nombre? Staffan asintió con cuidado. – Sí… significa… Dios. – Bueno, así que llamaba a Dios. ¿Crees que le oyó? – ¿Qué? – Dios. Que si crees que le oyó. Dadas las circunstancias parece poco… probable.


Aunque claro, tú eres el experto en esas cosas. Bueno, tú sabrás. – Son las últimas palabras que Cristo dijo en la cruz. «Dios mío, Dios mío, ¿por

qué me has abandonado? Eli, Eli, lema sabachtani?». Holmberg guiñó un ojo y siguió mirando sus notas. – Sí, eso. – Según san Mateo y san Marcos. Holmberg asintió, chupó el lápiz. – ¿Lo vamos a poner en el informe?

Cuando llegó a casa de la escuela Oskar se puso un par de pantalones limpios y bajó al kiosco del Amante para comprar el periódico. Había oído comentar que el asesino había sido detenido y quería saberlo todo. Cortar y guardar.

Notó algo raro cuando bajaba al kiosco, algo que no era normal, aparte de que estaba nevando.

De vuelta a casa con el periódico supo lo que era. No estaba todo el tiempo alerta. Sólo caminaba. Había recorrido el camino hasta el kiosco sin ir vigilando a todos aquellos que pudieran meterse con él.

Empezó a correr. Corrió todo el camino hasta casa con el periódico en la mano mientras los copos le lamían la cara. Cerró la puerta de la calle. Fue a la cama, se echó boca abajo y dio unos golpecitos en la pared. No hubo respuesta. Le habría gustado hablar con Eli, contárselo.

Abrió el periódico. La piscina de Vällingby. Coches de policía. Ambulancias. Intento de asesinato. Las lesiones del individuo de tal naturaleza que dificultaban su identificación. Fotografía del hospital de Danderyd donde estaba siendo atendido el hombre. Referencias al anterior asesinato. Ningún comentario.

Después submarino, submarino, submarino. Reforzado el estado de alerta.

Llamaron a la puerta.

Oskar saltó de la cama, salió rápidamente al pasillo. Eli, Eli, Eli. Cuando tenía ya la mano en el picaporte, se detuvo. ¿Y si eran Jonny y esos? No,


nunca vendrían así a su casa. Abrió. Fuera estaba Johan.

–Hola.

–Sí… hola.

–¿Vamos a jugar?

–Sí, ¿a qué?

–No sé. A algo.

–Vale.

Oskar se puso los zapatos y la cazadora mientras Johan lo esperaba en el rellano

de la escalera.

–Jonny estaba bastante enfadado. En gimnasia.

–Cogió mis pantalones, ¿verdad?

–Sí. Sé dónde están.

–¿Dónde?

–Allí detrás. Al lado de la piscina. Te lo voy a enseñar.

Oskar pensó, aunque no lo dijo, que en ese caso los podría haber cogido al venir.

Pero a tanto no llegaba su buena voluntad. Oskar asintió y dijo:

–Bien.

Fueron hasta la piscina y buscaron los pantalones, que colgaban de un arbusto. Luego dieron una vuelta y curiosearon un poco. Hicieron bolas de nieve y las tiraron a los árboles. En un contenedor encontraron un cable eléctrico que se podía cortar en trozos, doblarlos y usarlos como munición para el tirachinas. Hablaron del asesino, del submarino y de Jonny, Micke y Tomas, que a Johan le parecía que estaban mal de la cabeza.

–Totalmente idos.

–A ti no te suelen hacer nada.

–No. Pero de todas formas.

Fueron al kiosco de las salchichas al lado del metro y se compraron dos «vagabundos» cada uno. A una corona cada «vagabundo»; sólo el pan tostado con mostaza, ketchup, aliño para hamburguesas y cebolla. Empezaba a oscurecer. Johan hablaba con la chica del kiosco y Oskar miraba los vagones del metro que iban y venían, observando el tendido eléctrico que corría por encima de las vías.

Echando vaho con sabor a cebolla por la boca bajaron hacia la escuela, donde sus caminos se separaban. Oskar dijo:

–¿Crees que la gente se quita la vida saltando por esos cables que van por encima de la vía?


–No lo sé. Seguro que lo hacen. Mi hermano conoce a uno que fue y meó en un raíl eléctrico.

–¿Qué pasó?

–Murió. La corriente subió por el pis hasta su cuerpo.

–No me digas. ¿Quería morir entonces?

–No. Estaba borracho. Joder. Imagínatelo…

Johan hizo como que se cogía el pito y meaba, y empezó a temblar con todo el cuerpo. Oskar se reía.

Abajo, junto a la escuela, se despidieron. Oskar se dirigió a casa con los recién encontrados pantalones atados alrededor de la cintura y silbando la sintonía de

Dallas.

Había dejado de nevar, pero un manto blanco lo cubría todo. Había luz en las grandes ventanas esmeriladas de la piscina pequeña a la que iba a ir el jueves por la tarde. Iba a empezar a entrenar. Hacerse más fuerte.

Viernes por la noche en el chino. El reloj redondo con los bordes de acero que parece tan mal colocado entre lámparas de papel de arroz y dragones dorados en una de las paredes alargadas, señala las nueve menos cinco. Los colegas están sentados con sus cervezas, perdidos en el paisaje de los mantelitos de papel. Fuera, sigue cayendo la nieve.

Virginia mueve un poco su San Francisco y sorbe con la pajita coronada por una figurita de Johnny Walker.

¿Quién era Johnny Walker? ¿Adónde iba?

Da un golpecito en el vaso con la pajita y Morgan alza la vista. – ¿Vas a dar un discurso? – Alguien tendrá que hacerlo. Se lo habían contado a ella. Todo lo que Gösta había dicho sobre Jocke, el puente,

el niño. Luego se habían quedado en silencio. Virginia hacía sonar los hielos del vaso observando cómo la luz velada del techo se reflejaba en los hielos medio deshechos.

–Hay algo que no entiendo. Si esto ha ocurrido como dice Gösta, ¿dónde está? Jocke, quiero decir.

Karlsson se animó, como si ésa fuera la ocasión que andaba esperando.

–Exactamente lo que yo he tratado de decir. ¿Dónde está el cadáver? Si es que uno va a…


Morgan apuntó a Karlsson con un dedo acusatorio en el aire.

–Tú no llamas cadáver a Jocke.

–¿Y cómo le llamo entonces? ¿El finado?

–No le vas a llamar nada hasta que sepamos lo que ha pasado.

–Eso es precisamente lo que estoy tratando de decir. Mientras no tengamos un c… mientras ellos no lo hayan… encontrado, no podemos…

–¿Qué ellos?

–Bueno, ¿tú qué crees? ¿La división de helicópteros de Berga? La policía, claro.

Larry se frotó un ojo y dijo:

–Ése es el problema. Mientras no lo hayan encontrado no se van a tomar interés, y si no se toman interés no van a buscarlo. Virginia meneó la cabeza.

–Es que tenéis que ir a la policía y contar lo que pasa.

–Sí, sí, ¿qué te parece que vamos a decir? – dijo Morgan cloqueando-. Hola, dejad toda esa mierda del asesino de niños, el submarino, todo, porque aquí estamos tres borrachines y un borrachín colega nuestro ha desaparecido y resulta que otro de nuestros colegas, también borrachín, ha contado que una tarde, cuando estaba realmente en las nubes, vio… ¿qué?

–Pero Gösta, ¿entonces? Él es precisamente quien lo ha visto, él es quien…

–Sí, sí. Claro. Pero está tan deteriorado… Haz un poco de ruido con un uniforme delante de él y se desmorona, queda listo para el manicomio de Beckomberga. No

aguanta. Interrogatorios y mierdas. – Morgan se encogió de hombros-. Está jodido.

–¿Y vais a dejarlo estar sin más?

–Sí, ¿qué cojones podemos hacer?

Lacke, que se había bebido su cerveza mientras discurría la conversación, dijo algo

demasiado bajo como para que los otros pudieran entenderlo. Virginia se inclinó hacia él y puso la cabeza en su hombro.

–¿Qué has dicho?

Lacke miraba fijamente el paisaje envuelto en la niebla hecho a tinta china e impreso en el mantelito que tenía encima de la mesa y susurró:

–Tú dijiste que lo íbamos a coger.

Morgan dio tal golpe en la mesa que hizo saltar los vasos de cerveza, y poniendo la mano en alto delante de él como una garra afirmó:

–Y lo vamos a hacer. Pero primero tenemos que tener algo en lo que apoyarnos.

Lacke asintió medio sonámbulo y empezó a levantarse.

–Sólo tengo que…


Las piernas se le doblaron y cayó de bruces sobre la mesa con un estrépito de vasos que hizo que los ocho comensales se volvieran a ver lo que pasaba. Virginia agarró a Lacke por los hombros y lo sentó de nuevo en la silla. Los ojos de Lacke estaban perdidos.

–Perdón, yo…

El camarero acudió rápidamente a su mesa secándose frenéticamente las manos en el delantal. Se inclinó hacia Lacke y Virginia mascullando en voz baja:

–Esto es un restaurante, no una pocilga.

Virginia puso la mejor sonrisa que pudo mientras ayudaba a Lacke a levantarse.

–Vamos, Lacke. Vamos a mi casa.

Con una mirada acusatoria hacia el resto del grupo, el camarero rodeó rápidamente a Lacke y a Virginia, ayudando a Lacke por el otro lado para mostrar a los comensales que estaba tan interesado como ellos en alejar a este elemento distorsionador de la paz de la mesa.

Virginia ayudó a Lacke a ponerse su pesado y en otros tiempos elegante abrigo, una herencia de su padre, que había muerto dos años antes, y lo arrastró hacia la puerta.

Detrás oyó un par de silbidos maliciosos de Morgan y Karlsson. Con el brazo de Lacke sobre los hombros se volvió hacia ellos y les sacó la lengua. Luego abrió la puerta de fuera y salió.

La nieve caía en copos grandes y lentos creando un espacio de frío y silencio para los dos. Las mejillas de Virginia ardían cuando guiaba a Lacke hacia abajo, hacia el camino del parque. Era mejor así.

–Hola. He quedado con mi papá, pero no llega y… ¿puedo entrar a llamar por teléfono?

–Sí, claro.

–¿Puedo entrar?

–El teléfono está ahí.

La mujer señalaba hacia el pasillo: en una mesita estaba el teléfono gris. Eli permanecía fuera, todavía no había sido invitada. Al lado de la puerta había un erizo de hierro con púas de fibra vegetal. Eli se limpió los pies en él para disimular que no podía entrar.

–¿Seguro que puedo?

–Sí, sí. Pasa, pasa.


Hizo un gesto cansado: Eli estaba invitada. La mujer parecía haber perdido el interés y se fue al cuarto de estar, desde donde Eli podía oír el monótono zumbido de un televisor. Una larga cinta de seda de color amarillo, atada alrededor del pelo lleno de canas grises, se deslizaba por la espalda de la mujer como una serpiente amaestrada.

Eli pasó al recibidor, se quitó los zapatos y la cazadora, levantó el auricular del teléfono. Marcó un número al azar, hizo como si hablara con alguien, colgó el auricular.

Aspiró a través de la nariz. Olor a fritura, productos de limpieza, tierra, betún, manzanas de invierno, ropa húmeda, electricidad, polvo, sudor, cola para papeles pintados y… orina de gato.

Sí. Un gato negro como el tizón estaba en el vano de la puerta de la cocina ronroneando con las orejas echadas para atrás, la piel desgreñada y el lomo encorvado. Alrededor del cuello llevaba una cinta roja con un pequeño cilindro metálico, probablemente para meter un papel con el nombre y la dirección.

Eli dio un paso hacia el gato y éste mostró los dientes, bufó. El cuerpo erguido para saltar. Un paso más.

El gato se retiró, escurriéndose hacia atrás mientras seguía bufando, sin apartar la mirada de los ojos de Eli. El odio que sacudía su cuerpo hizo temblar el cilindro de metal. Se estaban midiendo. Eli avanzaba lentamente obligando al gato a retroceder hasta que estuvo dentro de la cocina, y cerró la puerta.

El gato continuó bufando y maullando al otro lado. Eli fue al cuarto de estar.

La mujer estaba sentada en un sofá de piel tan reluciente que reflejaba la luz del televisor. Con la espalda recta miraba con fijeza la resplandeciente pantalla azul. Llevaba una cinta amarilla atada en el pelo, rematada en un lazo. En la mesa que tenía delante había un cuenco con galletitas saladas y una bandeja con tres clases de queso, una botella de vino sin abrir y dos vasos.

La mujer parecía no notar la presencia de Eli, ocupada como estaba con lo que sucedía en la pantalla. Un programa de naturaleza. Pingüinos en el Polo Sur.

El macho lleva el huevo en los pies para que no entre en contacto con el hielo.

Una caravana de pingüinos se movía torpemente sobre un desierto de hielo. Eli se sentó en el sofá, al lado de la mujer. Ésta estaba rígida, como si la tele fuera un maestro severo a punto de leerle la cartilla.

Cuando vuelve la hembra después de tres meses, la capa de grasa del macho se ha consumido.

Dos pingüinos se frotaban el pico el uno al otro, saludándose.

–¿Esperas visita?

La mujer se estremeció y miró confundida unos segundos directamente a los ojos de Eli. El lazo amarillo resaltaba lo ajado que parecía su rostro. Meneó un poco la cabeza.


–No, coge lo que quieras.

Eli no se movió. La imagen de la pantalla cambió a una vista panorámica de Georgia del Sur, con música. En la cocina, los maullidos del gato habían dado paso a una especie de… súplica. El olor en el cuarto era químico. La mujer destilaba un olor a hospital.

–¿Va venir alguien? ¿Aquí?

La mujer se estremeció de nuevo como si la hubieran despertado, se volvió hacia Eli. Esta vez, sin embargo, parecía irritada: una arruga bien marcada entre las cejas.

–No. No va venir nadie. Come si quieres -dijo con el dedo índice bien estirado señalando los quesos de uno en uno-: camembert, gorgonzola, roquefort. Come, come.

Miró a Eli como dándole una orden y Eli cogió una galletita, se la llevó a la boca y la masticó despacio. La mujer asintió y volvió de nuevo la vista a la pantalla. Eli escupió la masa pegajosa de galleta en la mano y la tiró al suelo detrás del reposabrazos del sofá.

–¿Cuándo te vas a ir? – preguntó la mujer.

–Pronto.

–Quédate el tiempo que quieras. A mí no me importa.

Eli se fue acercando como para poder ver mejor la tele hasta que sus brazos se rozaron. Algo le ocurrió entonces a la mujer. Tembló y se hundió en el sofá como un paquete de café agujereado. Cuando miró a Eli, lo hizo con una mirada suave y soñadora.

–¿Quién eres?

Los ojos de Eli estaban tan sólo a un par de centímetros de los suyos. La boca de la mujer exhalaba olor a hospital.

–No sé.

La mujer asintió, se estiró para coger el mando a distancia que estaba sobre la mesa y quitó el volumen de la tele.

-En primavera florece Georgia del Sur con una belleza árida…

Las suplicas del gato se oían ahora con nitidez, pero la mujer no parecía preocupada por eso. Señaló los muslos de Eli.

–¿Puedo…?

–Sí, claro.

Eli se retiró un poco de la mujer, que se acurrucó en el sofá y puso la cabeza sobrelas piernas de la niña. Ésta le acarició suavemente el pelo. Estuvieron así un rato. Los

lomos resplandecientes de las ballenas rompieron la superficie del mar, lanzando chorros de agua; desaparecieron.


–Cuéntame algo -pidió la mujer.

–¿Qué quieres que te cuente?

–Algo bonito.

Eli peinó una mecha del pelo de la mujer sobre la oreja. Ésta respiraba ahora tranquila y tenía el cuerpo totalmente relajado. Eli habló en voz baja.

–Una vez… hace mucho, mucho tiempo, había un campesino pobre y su mujer. Tenían tres hijos: un chico y una chica que eran ya lo bastante mayores para trabajar con los adultos y un niño pequeño que tenía sólo once años. Todos los que lo veían decían que era el niño más guapo que habían visto.

»E1 padre era un siervo de la gleba y tenía que trabajar muchas jornadas en las propiedades del señor de la tierra. Por eso eran la madre y los hijos los que debían hacerse cargo de la casa y de la huerta. El hijo más pequeño no servía para mucho.

»Un día, el señor de las tierras anunció un concurso en el que todas las familias que vivían en sus tierras debían participar. Todas las que tuvieran un chico entre ocho y doce años. No se prometía ningún premio. Nada de premios. Sin embargo, se llamaba concurso.

»E1 día de la competición la madre llevó consigo al más joven al castillo del señor. No estaban solos. Otros siete niños acompañados por uno o por los dos padres ya se habían reunido en el patio del castillo. Y llegaron otros tres. Familias pobres, los niños vestidos con lo mejor que tenían.

»Pasaron todo el día esperando en el patio. Al anochecer salió un hombre del castillo y dijo que ya podían entrar…

Eli escuchó la respiración de la mujer, lenta y profunda. Estaba dormida. Su aliento calentaba las rodillas de la muchacha. Justo debajo de la oreja, Eli pudo verle el pulso marcado bajo su piel flácida y arrugada.

El gato se había callado.

En la tele pasaban ahora la lista de créditos del programa de naturaleza. Eli puso el dedo índice sobre la arteria carótida de la mujer, sintió su corazón palpitante bajo la yema del dedo.

La niña se echó hacia atrás y movió con cuidado la cabeza de la mujer de manera que descansara sobre sus rodillas. El fuerte aroma del queso roquefort mitigaba todos los demás olores. Eli cogió una manta del respaldo del sofá y tapó con ella los quesos.

Un débil gemido: la respiración de la mujer. Eli agachó la cabeza con la nariz apretada contra la arteria visible. Jabón, sudor, olor a piel vieja… ese olor a hospital… y algo más, que era el olor propio de la mujer. Y debajo, a través de todo ello, la sangre.

La mujer se rascó cuando la nariz de Eli le rozó el cuello; intentó moverse, pero la muchacha la agarró firmemente por el pecho con un brazo y con el otro mantuvo fija su cabeza. Abrió la boca tanto como le fue posible y la puso sobre el cuello que sujetaba hasta que la lengua hizo presión contra la arteria y mordió. Cerró las mandíbulas.


La mujer pataleó como si hubiera recibido una descarga. El cuerpo se descontroló y los pies golpearon contra el reposabrazos con tanta fuerza que se desplazó y quedó con la espalda en las rodillas de Eli.

La sangre salía a borbotones de la arteria abierta salpicando la piel marrón del sofá. Gritaba y agitaba las manos, tiró la manta de la mesa. Un tufo a queso mohoso llenó los orificios nasales de Eli cuando ésta se echó a lo largo sobre la mujer y, apretando la boca contra su cuello, bebió a grandes sorbos. Los gritos reventaban los oídos de Eli y tuvo que soltarle un brazo para poder ponerle una mano en la boca.

Los chillidos quedaron ahogados, pero la mano libre de la mujer se movía sobre la mesa del sofá, agarró el mando a distancia y golpeó la cabeza de Eli. Los trozos de plástico se esparcieron al tiempo que el sonido de la tele se puso en marcha.

La sintonía de Dallas flotó por el cuarto y Eli despegó su cabeza del cuello de la mujer.

La sangre sabía a medicina. Morfina.

La mujer miraba a Eli con los ojos muy abiertos. Entonces la muchacha apreció otro sabor más, un sabor a podrido que se deslizaba junto con el olor al queso mohoso.

Cáncer. Tenía cáncer.

El estómago se le revolvió del asco y tuvo que soltarla y sentarse en el sofá para no vomitar.

La cámara sobrevolaba Southfork mientras la música se acercaba a su crescendo. La mujer había dejado de gritar, permanecía tendida boca arriba mientras la sangre salía de ella cada vez con menos fuerza, corría en hilillos hacia abajo, hacia los cojines del sofá. Sus ojos estaban humedecidos, ausentes cuando buscaban los de Eli y decía:

–Por favor, por favor…

Eli, tragándose un amago de vómito, se inclinó sobre ella.

–¿Perdón?

–Por favor…

–Sí. ¿Qué quieres que haga?

–Por favor… por favor…

Después de un momento los ojos de la mujer cambiaron, se pusieron rígidos. Se volvieron ciegos. Eli le cerró los párpados. Se volvieron a abrir. Eli cogió la manta del suelo y se la puso sobre la cara, se sentó en el sofá.

La sangre servía como alimento aunque sabía mal, pero la morfina…


En la pantalla del televisor, un rascacielos de espejos. Un hombre con traje y sombrero de vaquero salía de su coche, frente al rascacielos. Eli intentó levantarse del sofá. No podía. El rascacielos empezó a inclinarse, a girar. Los espejos reflejaban las nubes que se deslizaban por el cielo a cámara lenta, recreando formas de animales, plantas.

Eli se echó a reír cuando el hombre con el sombrero de vaquero se sentó tras la mesa de un escritorio y empezó a hablar en inglés. Eli entendía lo que estaba diciendo, pero no tenía sentido. Todo el cuarto había empezado a inclinarse tanto que era raro que la tele no se hubiera caído rodando. La voz del vaquero le retumbaba en la cabeza. Buscó el mando a distancia, pero estaba hecho pedazos sobre la mesa y el suelo.

Tenía que hacer callar al vaquero.

Se deslizó del sofá y, gateando, llegó frente al televisor con la morfina dándole vueltas en el cuerpo; se rio de las figuras que se descomponían en colores, sólo colores. No podía más. Cayó de bruces delante del televisor con los colores chisporroteándole en los ojos.

Algunos niños se deslizaban todavía con sus trineos por la cuesta que había entre la calle Björnsonsgatan y el pequeño campo junto al camino del parque. La cuesta de la muerte, como por alguna razón la llamaban. Tres sombras se pusieron en marcha al mismo tiempo desde la cima y se oyó bien alto una palabrota cuando una de ellas se salió al bosque; risas de los otros que seguían cuesta abajo, salieron volando en un bache y aterrizaron con golpes y tintineos sordos.

Lacke se detuvo, miraba al suelo. Virginia intentaba con cuidado llevarlo consigo.

–Venga, vamos ya, Lacke.

–Es tan jodidamente duro.

–No puedo contigo, ya lo sabes.

Una mueca que podía haber sido una sonrisa acabó en tos. Lacke retiró la mano del hombro de Virginia, quedándose con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo y la cabeza vuelta hacia la cuesta.

–Joder, ahí están los jóvenes tirándose con sus trineos, y allí… -hizo un gesto vago hacia el puente, al final de la colina de la que era parte la cuesta-, ahí mataron a Jocke.

–No pienses más en eso ahora.

–¿Cómo voy a dejarlo? A lo mejor fue uno de esos jóvenes quien lo hizo.

–No lo creo.


Ella le cogió el brazo para ponerlo alrededor de sus hombros de nuevo, pero Lacke lo retiró. – No, puedo andar.

Lacke caminó a pulso a lo largo del camino del parque. La nieve crujía bajo sus pies. Virginia permanecía parada mirándole. Ahí iba él, el hombre al que amaba y con el que no podía vivir.

Lo había intentado.

Durante una temporada, hacía ya ocho años, justo cuando la hija de Virginia se había ido de la casa materna, Lacke se había mudado a vivir con ella. Virginia trabajaba entonces, igual que ahora, en una tienda de la cadena de supermercados ICA, en la calle Arvid Mörnes, encima del parque China. Vivía en un apartamento de un dormitorio, cuarto de estar y cocina en Arvid Mörnes, a sólo tres minutos del trabajo.

Durante los cuatro meses que vivieron juntos, Virginia no consiguió averiguar lo que Lacke hacía realmente. Sabía algo de electricidad: montó un regulador en la lámpara del cuarto de estar. Sabía algo de cocina: la sorprendió un par de veces con platos fantásticos a base de pescado. Pero ¿qué hacía?

Estaba en el apartamento, salía de paseo, hablaba con gente, leía bastantes libros y periódicos. Eso era todo. Para Virginia, que había trabajado desde que terminó la escuela, aquélla era una manera incomprensible de vivir. Le había preguntado:

–Bueno, Lacke, no quiero decir que… Pero tú en realidad ¿qué haces? ¿De dónde sacas el dinero?

–No tengo dinero.

-Algo de dinero tendrás.

–Esto es Suecia. Cógete una silla y ponía en la acera. Siéntate en la silla y espera. Si esperas suficiente llegará alguien a darte dinero. O a hacerse cargo de ti de alguna manera.

–¿Es así como me ves a mí?

–Virginia. Cuando digas «Lacke, vete de aquí», me iré.

Pasó un mes antes de que se lo dijera. Entonces él apretujó su ropa en un bolso, sus libros en otro, y se fue. Después no volvió a verlo en medio año. Fue durante esa temporada cuando ella empezó a beber más, sola.

Cuando vio de nuevo a Lacke, éste había cambiado. Más triste. Durante aquel medio año había vivido con su padre, que se consumía lentamente de cáncer en una casa en Småland. Cuando su padre murió, Lacke y su hermana heredaron la casa, la vendieron y se repartieron el dinero. La parte de Lacke había sido suficiente para un piso de cooperativa con bajas cuotas mensuales en Blackeberg, y había vuelto para quedarse.

En los años siguientes se encontraron cada vez más a menudo en el chino, adonde Virginia había empezado a ir una noche sí y otra también. A veces volvían a casa juntos, se amaban en silencio y, mediante un pacto silencioso, Lacke ya se había ido cuando ella volvía a casa del trabajo al día siguiente. Vivía cada uno en su casa en condiciones máximas de libertad; a veces pasaban un par de meses o tres sin compartir cama y eso les iba a los dos estupendamente, y así estaban las cosas ahora.


Pasaron por delante del supermercado ICA con sus anuncios de carne picada barata y su «Come, bebe y sé feliz». Lacke se detuvo a esperarla. Cuando llegó a su altura, tendió un brazo hacia ella. Virginia enlazó su brazo con el de él. Lacke asintió con la cabeza en dirección a la tienda.

–¿Y el trabajo?

–Lo normal -Virginia se paró y señaló el cartel-: Lo he hecho yo. Un cartel en el que ponía:


TOMATE TRITURADO. TRES

BOTES, 5 CORONAS.

–Bonito.


–¿Te parece?

–Sí. A uno le entran muchas ganas de comer tomate triturado. Ella le dio un empujón con cuidado. Sintió las costillas de Lacke contra su codo.

–Al menos te acuerdas de cómo sabe la comida, ¿eh?

–No tienes que…

–No, pero lo voy a hacer de todas formas.

–Eeeeli… Eeeeliii…

La voz de la tele era conocida. Eli intentó alejarse de ella, pero el cuerpo no le obedecía. Sólo las manos se deslizaron a cámara lenta por el suelo, buscando algo a lo que agarrarse. Encontraron un cable. Lo agarró fuerte con la mano como si se tratara de una cuerda de salvamento para salir del túnel en cuyo extremo estaba la tele hablándole.

–Eli… ¿dónde estás?

La cabeza le pesaba demasiado como para levantarla del suelo; lo único que consiguió fue levantar la vista hacia la pantalla, y lógicamente era… Él.

Sobre los hombros de la bata de seda caían mechas claras de la peluca rubia hecha de pelo natural que hacía que la cara femenina pareciera aún más pequeña de lo que era. Los labios delgados y apretados dibujaban una sonrisa de pintalabios, brillaban como un tajo de cuchillo en el rostro pálidamente empolvado.

Eli consiguió levantar un poco la cabeza y vio toda su cara. Los ojos azules, puerilmente grandes, y por encima de los ojos… el aire que salía de los pulmones a sacudidas, la cabeza sin fuerzas tendida en el suelo de tal manera que le crujía eltabique nasal. Divertido. Él tenía en la cabeza un sombrero de vaquero.


–Eeeliii…

Otras voces. Voces de niños. Eli levantó la cabeza de nuevo, temblando como un recién nacido. De su nariz salían gotas de la sangre enferma y le entraron en la boca. El hombre había extendido los brazos en un gesto de bienvenida, enseñando el forro rojo de la bata. El forro se movía, era un hervidero lleno de labios. Cientos de labios de niños que se retorcían haciendo muecas, susurrando su historia, la historia de Eli.

–Eli… vuelve a casa…

Eli sollozó, cerró los ojos. Esperando la mano fría en la nuca. No ocurrió nada. Los abrió de nuevo. La imagen había cambiado. Ahora mostraba una larga fila de niños mal vestidos que caminaban sobre una gran llanura nevada, andando torpemente en dirección a un castillo de hielo, lejos, en el horizonte.

No está pasando.

Eli escupió la sangre de la boca, contra la tele. Unas manchas rojas acabaron con la blanca nieve, cayeron sobre el castillo de hielo. Eso no existe.

Eli se agarró a la cuerda de salvamento intentando salir del túnel. Se oyó un sonido cuando el enchufe se soltó de la toma y el televisor se oscureció. Manchas espesas de sangre mezclada con saliva resbalaban cruzando la negra pantalla, goteando al suelo. Eli se sujetó la cabeza con las manos y desapareció en un remolino de color rojo oscuro.

Virginia preparó un guiso rápido con unos trozos de carne, cebolla y tomate triturado mientras Lacke se duchaba. Cuando la carne estaba lista fue al cuarto de baño. Él estaba sentado en la bañera con la cabeza colgando y con la boquilla de la ducha apoyada en la nuca. Las vértebras parecían una sucesión de pelotas de pingpong bajo la piel.

–¿Lacke? La comida está lista.

–Bien. Bien. ¿Llevo aquí mucho tiempo?

–No. Pero acaban de llamar del servicio de distribución de agua diciendo que las reservas están a punto de acabarse.

–¿Qué?

–Venga, vamos -descolgó su albornoz del colgador y se lo alcanzó. Él se levantó de la bañera agarrándose con las dos manos a los bordes. Virginia se asustó al ver lo escuálido que tenía el cuerpo. Lacke lo notó y dijo:

–Entonces emergió de las aguas, como un dios, digno de ser contemplado.


Después comieron, compartieron una botella de vino. Lacke no pudo comer mucho, pero lo hizo de todos modos. Compartieron otra botella en el cuarto de estar, luego se fueron a la cama. Estuvieron un rato acostados el uno al lado del otro,

mirándose a los ojos.

–He dejado de tomar la píldora.

–Bueno. No tenemos que…

–No, pero ya no la necesito. Adiós a la regla.

Lacke asintió. Se quedó pensando. Le acarició la mejilla.

–¿Estás triste?

Virginia sonrió.

–Creo que eres el único hombre que conozco que haría una pregunta así. Sí, un

poco. Es como si… lo que hace que sea una mujer, pues que ya no lo tengo.

–Mmm. Para mí es más que suficiente.

–¿Seguro?

–Sí.

–Ven entonces.

Él le hizo caso.

Gunnar Holmberg arrastró los pies en la nieve para no dejar huellas que pudieran dificultar la tarea a los técnicos de la brigada criminal y se puso a observar las huellas que se alejaban de la casa. La luz del fuego hacía que la nieve resplandeciera de color rojo amarillento y el calor era lo bastante intenso como para que se le formaran gotas de sudor en el nacimiento del pelo.

Holmberg había aguantado mucho cachondeo por su quizá ingenua confianza en la bondad esencial de los jóvenes. Eso era lo que intentaba alentar con sus continuas visitas a las escuelas, con sus muchas y largas conversaciones con los muchachos que tenían problemas en la sociedad, y era eso lo que le hacía sentirse tan mal al ver lo que tenía ante sus pies.

Las huellas que había en la nieve eran de zapatos pequeños. Ni siquiera de lo que se podría llamar un «joven»; no, eran huellas de zapatos de niño. Marcas pequeñas y nítidas con una increíble distancia entre los pasos. Alguien había corrido. Rápido.

Con el rabillo del ojo vio al aspirante Larsson acercándose.

–Arrastra los pies, ¡joder!

–¡Huy!, sorry.


Larsson se acercó arrastrando los pies y se colocó al lado de Holmberg. El aspirante tenía los ojos grandes y saltones con una expresión constante de asombro que ahora dirigía hacia las huellas que había en la nieve.

–Joder.

–Yo mismo no habría podido decirlo mejor. Es un niño.

–Sí, pero… esto es puro…

–Larsson siguió las huellas con la vista un tramo más allá-, puro triple salto.

–Largo entre las pisadas, sí.

–Más que largo, esto es… esto es una locura. Lo largo que es.

–¿Qué quieres decir?

–Que soy corredor. No podría correr de esta manera. Más que… dos pasos. Y esto es todo el camino.

Staffan llegó corriendo entre los chalés, se abrió camino entre los grupos de curiosos que se habían reunido alrededor de la parcela y se acercó al grupo del centro, que en ese momento estaba vigilando al personal de la ambulancia que justo entonces introducía el cadáver de una mujer, cubierto con una tela azul, en una ambulancia.

–¿Qué tal ha ido? – preguntó Holmberg.

–Nada… salió por… la calle Bällstavägen y luego… no se podía… seguir más… los coches… habrá que poner… a los perros en ello.

Holmberg asintió, atento a la conversación que se desarrollaba justo al lado. Un vecino que había sido testigo de una parte de los hechos estaba contando sus impresiones a un policía de la brigada criminal.

–Primero pensé que se trataba de fuegos artificiales o algo así, ¿no? Luego vi las manos… que eran manos que se movían. Y ella salió hasta aquí… por la ventana… ella salió…

–¿Así que la ventana estaba abierta?

–Sí, abierta. Y ella salió por la… y entonces ardió la casa, ¿no? Eso es lo que vi entonces. Que ardía detrás de ella… y salió… joder. Estaba ardiendo, entera. Y entonces salió andando de la casa…

–Perdón. ¿Andando? ¿No iba corriendo?

–No. Eso era lo más raro… iba andando. Agitaba las manos así como para… no sé. Y entonces se paró, ¿entiendes? Se paró. Ardía así, toda ella. Se paró así. Y miró alrededor. Como que… absolutamente tranquila. Y entonces echó a andar de nuevo. Y entonces fue como que… se acabó, ¿entiendes? Nada de pánico o así, ella… sí, joder… no gritaba. Ni un ruido. Sólo… se derrumbó así. De rodillas. Y entonces… plaf. Cayó en la nieve.

»Y entonces fue como si… no sé… fue todo muy raro. Entonces tuve yo como… entré dentro corriendo y busqué una manta, dos mantas y salí pitando y… la apagué. La hostia, o sea… cuando estaba allí tendida, eso era… no, joder.


El hombre se llevó las manos llenas de tizne a la cara, lloró agachado. El agente de la brigada de investigación criminal le puso una mano sobre los hombros.

–Tal vez podamos tomar un informe más detallado de los hechos mañana. ¿Pero no viste a nadie más abandonar la casa?

El hombre meneó la cabeza y el de criminalística hizo una anotación en su libreta.

–Lo dicho. Mañana me pondré en contacto contigo. ¿Quieres que le pida al personal sanitario que te den algún tranquilizante, algo que te deje dormir, antes de que se vayan?

El hombre se frotó las lágrimas de los ojos. Las manos le dejaron marcas húmedas de tizne en las mejillas.

–No. Eso es… yo tengo, en todo caso.

Gunnar Holmberg volvió la mirada hacia la casa incendiada. Los esfuerzos de los bomberos habían dado resultado y ya apenas se veían llamas. Sólo una nube enorme de humo que se elevaba hacia el cielo nocturno.

Mientras Virginia abría sus brazos a Lacke, mientras el técnico de la brigada de investigación criminal hacía moldes de las huellas encontradas en la nieve, Oskar estaba al lado de la ventana mirando hacia fuera. La nieve había cubierto con un manto blanco los setos bajo la placa de chapa de su ventana y formaba una pendiente blanca tan densa y seguida que uno creería que podía deslizarse por ella. Eli no había venido esta tarde.

Oskar había estado de pie caminando, dando vueltas, columpiándose, congelándose en el parque entre las siete y media y las nueve. Eli no había aparecido. A las nueve había visto a su madre mirando por la ventana y había entrado, lleno de malos presentimientos. Dallas y leche con cacao y bollos y su madre preguntando y a punto estuvo él de hablar, pero no lo hizo.

Ya eran las doce pasadas y estaba al lado de la ventana con el alma en un puño. Dejó la ventana entreabierta, respirando el aire frío de la noche. ¿Era realmente sólo por ella por lo que había decidido empezar a defenderse? ¿No se trataba de sí mismo?

Sí.

Pero por ella.

Por desgracia así era. Si el lunes se metían con él no tendría ánimo, ni fuerzas, ni ganas de resistir. Lo sabía. No iría a ese entrenamiento el jueves. No había motivo.

Dejó la ventana un poco abierta con la vaga esperanza de que ella volviera aquella noche. Lo llamara. Si podía salir en mitad de la noche, también podría volver en mitad de la noche.


Oskar se desvistió y se acostó. Dio unos toquecitos en la pared. Sin respuesta. Se echó el edredón por encima de la cabeza y se puso de rodillas en la cama. Entrelazó las manos y, apoyando sobre ellas la frente, susurró:

–Por favor, Dios bueno. Deja que ella vuelva. Te doy lo que quieras. Todos mis cómics, todos mis libros, todas mis cosas. Lo que quieras. Pero haz que ella vuelva. A mí. Por favor, Dios, por favor.

Siguió acostado, encogido debajo del edredón, hasta que sintió tanto calor que empezó a sudar. Luego sacó de nuevo la cabeza, apoyándola en la almohada. Se puso en posición fetal. Cerró los ojos. Imágenes de Eli, de Jonny y Micke, Tomas. Su madre. Su padre. Durante un largo rato permaneció acostado haciendo pasar las imágenes que quería ver; después éstas empezaron a vivir su propia vida mientras él se deslizaba en el sueño.

Eli y él estaban sentados en un columpio que se impulsaba cada vez más alto. Más y más alto hasta que se soltó de las cadenas, volando hacia el cielo. Ellos se sujetaban bien fuerte en los bordes del columpio, con las rodillas apretadas unas contra otras, y Eli le dijo en voz baja:

–Oskar. Oskar…

Abrió los ojos. El globo terráqueo estaba apagado y la luz de la luna volvía todas las cosas de color azul. Gene Simmons lo miraba desde la pared de enfrente, sacándole su larga lengua. Se acurrucó, cerró los ojos. Entonces volvió a oír el susurro.

–Oskar…

Venía de la ventana. Abrió los ojos, miró hacia allí. Al otro lado vio el contorno de una cabeza pequeña. Se quitó el edredón, pero antes de que tuviera tiempo de salir de la cama, Eli susurró:

–Espera. Quédate en la cama. ¿Puedo entrar?

Oskar susurró:

–Sííí…

–Di que puedo entrar.

–Puedes entrar. – Cierra los ojos.

Oskar cerró los ojos. La ventana se dio la vuelta hacia arriba; una corriente fría recorrió la habitación. La ventana se cerró con cuidado. Oyó cómo respiraba Eli, susurró:

–¿Puedo mirar?

–Espera.

Sonó el sofá cama de la otra habitación. Su madre se levantó. Oskar tenía aún los ojos cerrados cuando tiraron del edredón y un cuerpo frío y desnudo se metió en la cama detrás de él, tapó con el edredón a los dos y se acurrucó a su espalda.


La puerta de su habitación se abrió.

–¿Oskar?

–¿Mmm?

–¿Eres tú el que habla?

–No.

Su madre se quedó en el vano de la puerta escuchando. Eli permaneció totalmente quieta a sus espaldas, apoyando la frente entre sus omoplatos. Su aliento cálido descendió por sus riñones.

Su madre meneó la cabeza.

–Tienen que ser esos vecinos. – Escuchó un momento más, después dijo-: Buenas noches, corazón -y cerró la puerta. Oskar estaba solo con Eli. A sus espaldas oyó un susurró.

–¿Esos vecinos?

–¡Chist!

Otro crujido cuando su madre se acostó de nuevo en el sofá cama. Oskar miró hacia la ventana. Estaba cerrada.

Una mano fría se deslizaba sobre su cintura, se puso sobre su pecho, sobre sucorazón. Él la apretó entre sus dos manos, la calentó. La otra hurgó bajo su axila, subiendo por su pecho y colocándose entre sus manos. Eli giró la cabeza y puso la mejilla sobre su espalda.

Un olor nuevo había llegado a la habitación. Un suave olor como el del depósito de la moto de su padre cuando acababan de llenarlo. Gasolina. Oskar inclinó la cabeza, olió las manos de ella. Sí. Eran las que olían.

Estuvieron así un buen rato. Cuando Oskar dedujo por la respiración que su madre se había dormido en la habitación de al lado, cuando el montón de manos ya estaban calientes y empezaba sudarle el pecho, dijo en voz baja:

–¿Dónde has ido?

–A buscar comida.

Los labios de ella le hacían cosquillas en el hombro. Eli retiró sus manos, se volvió de espaldas. Oskar se quedó un momento como estaba mirando a Gene Simmons a los ojos. Después se puso boca abajo. Se imaginó que las pequeñas figuras del papel pintado que Eli tenía detrás de la cabeza la observaban llenas de curiosidad. La muchacha tenía los ojos abiertos, de color negro azulado a la luz de la luna. A Oskar se le puso la piel de gallina en los brazos.

–¿Y tu padre?

–Ha desaparecido. -¿Ha desaparecido? -Oskar alzó la voz sin querer. – ¡Chist! Eso no tiene importancia. – Pero… cómo… él ha… -Eso no tiene importancia. Oskar asintió mostrando que no iba a seguir preguntando, Eli se puso las manos


bajo la cabeza mirando al techo.

–Me sentía sola. Por eso he venido. ¿Podía hacerlo?

–Sí. Pero… es que no llevas ropa.

–Perdón. ¿Te da asco?

–No. Pero ¿no tienes frío?

–No. No.

Los mechones blancos habían desaparecido de su pelo. Sí, sobre todo parecía más

sana que cuando se encontraron el día anterior. Tenía las mejillas más redondeadas, los hoyuelos de la risa aparecieron cuando Oskar, en broma, le preguntó:

–¿No pasarías así por delante del kiosco del Amante?

Eli se echó a reír, después se puso muy seria y dijo con voz de fantasma:

–Sí. ¿Y sabes qué? Él asomó la cabeza y dijo: «Veeeen… Veeeen… Tengo golosiiiinas… y pláaaatanos…».

Oskar hundió la cara en la almohada, Eli se volvió hacia él, le susurró al oído:

–Veeen… ratooones…

Oskar gritó:

–¡No! ¡No! – con la cabeza debajo de la almohada. Siguieron así un rato. Luego Eli miró los libros de la estantería y Oskar le contó un resumen de su favorito: La niebla, de James Herbert. La espalda de Eli relucía blanca como un gran folio en la oscuridad, acostada como estaba boca abajo mirando la estantería.

Él tenía la mano tan cerca de ella que podía sentir su calor. Después encogió los dedos y recorrió con ellos la espalda de ella, susurrando:

–Kili, kili, viene la cabra. ¿Cuántos cuernos tiene?

–Mmm. ¿Ocho?

–Has dicho ocho y eran ocho, kili, kili.

Luego Eli se lo hizo a él, pero Oskar no era tan bueno como ella adivinándolo. Sin embargo a piedra, papel, tijera ganó él con diferencia. Siete-tres. Lo hicieron una vez más. Entonces ganó él nueve-uno. Eli se enfadó un poco.

–¿Sabes lo que voy a pedir?

–Sí. – ¿Cómo? – Lo sé, nada más. Es siempre así. Me viene la imagen. – Otra vez. Ahora no voy a pensar. Sólo pedir. – Inténtalo. Pasó lo mismo. Oskar ganó ocho-dos. Eli se hizo la enfadada, volviéndose hacia la


pared. – Ya no juego más contigo. Haces trampa. Oskar observaba el cuadrado blanco de su espalda. ¿Se atrevería? Sí, ahora que

ella no lo miraba, sí que se atrevía. – Eli, ¿tengo alguna posibilidad contigo? Ella se dio la vuelta, se subió el edredón

hasta la barbilla. – ¿Qué quiere decir eso? Oskar fijó la mirada en los lomos de los libros que tenía delante de él,

encogiéndose de hombros. – Que… que si quieres que salgamos juntos, y eso. – ¿Cómo juntos? Su voz sonaba recelosa, dura. Oskar se apresuró a decir: -A lo mejor tú ya tienes un chico en la escuela. – No, pero… Oskar, yo no puedo… No soy una chica. Oskar se rió. – ¿Qué dices? ¿Eres un chico, o…? – No. No. – ¿Entonces qué eres? – Nada. – ¿Cómo que nada? – No soy nada. Ni un niño. Ni un viejo. Ni un chico. Ni una chica. Nada. Oskar pasó el dedo sobre el lomo del libro Las ratas, apretando los labios, negando

con la cabeza. – Entonces, ¿tengo alguna posibilidad contigo o no? – Oskar, me gustaría mucho, pero… ¿no podemos estar juntos así como estamos? – … Sí. – ¿Estás triste? Podemos besarnos, si quieres. – No. – ¿No quieres?

–No, no quiero. Eli arrugó el entrecejo. -¿Hace uno algo especial con quien tiene una posibilidad? – No. – ¿No es más que… lo normal? – Sí. Eli se puso muy contenta, entrelazó las manos sobre el estómago y miró a Oskar. – Entonces tienes una posibilidad conmigo. Entonces salimos juntos. – ¿De verdad? – Sí. – Bien. Con una alegría serena Oskar siguió mirando los lomos de los libros. Eli estaba


quieta, esperando. Después de un rato, dijo: -¿No hay nada más? – No. – ¿No podremos estar acostados como antes? Oskar se dio la vuelta de espaldas a

ella. Eli le rodeó con los brazos y él le cogió las manos entre las suyas. Estuvieron así hasta que Oskar empezó a tener sueño. Le escocían los ojos y era difícil mantener los párpados abiertos. Antes de quedarse dormido dijo:

–¿Eli? – ¿Mmm? – Has hecho bien en venir. – Sí. – ¿Por qué… hueles a gasolina? Las manos de Eli apretaron con fuerza sus manos, su corazón. Abrazándolo. La

habitación se hizo más grande alrededor de Oskar, las paredes y el techo se ablandaron, el suelo desapareció y, cuando sintió cómo la cama se deslizaba libremente en el aire, comprendió que se había dormido.

Se apagaron las luces de la noche y el alegre día despunta en las cimas brumosas. He de irme y vivir, o quedarme y morir.


William Shakespeare, Romeo y Julieta III. v (Traducción de Ángel Luis Pujante)

Gris. Todo era confusamente gris. La mirada no se quería centrar, era como si estuviera acostado en una nube. ¿Acostado? Sí, estaba acostado. Sentía la presión en la espalda, en el culo, en los talones. Un ruido silbante a su izquierda. El gas. El gas estaba abierto. No. Ahora lo cerraban. Lo ponían de nuevo. Algo ocurría en su pecho al ritmo del silbido. Se llenaba, se vaciaba al ritmo del ruido.

¿Estaba todavía en la piscina? ¿Estaba él conectado al gas? ¿Cómo podía estar despierto en ese caso? ¿Estaba despierto?

Håkan intentó parpadear. No pasó nada. Casi nada. Algo se desprendió delante de su ojo y ensombreció la vista aún más. Su otro ojo no existía. Intentó abrir la boca. La boca no existía. Evocó la imagen de su boca como la había visto en los espejos, en su cabeza, intentó… pero no había. Nada que respondiera a sus órdenes. Como intentar insuflar conciencia a una piedra para hacer que se mueva. No había contacto.

Una sensación fuerte de calor en toda la cara. Una flecha de terror le recorrió el cuerpo. La cabeza estaba metida dentro de algo caliente, solidificado. Cera. Un aparato controlaba su respiración puesto que su cara estaba cubierta de cera.

Buscó con el pensamiento su mano derecha. Sí. Estaba ahí. La abrió, la cerró, sintió las yemas de los dedos contra la palma. El tacto. Suspiró aliviado; se imaginó un suspiro de alivio porque su pecho se movía al ritmo de la máquina, no al suyo.

Levantó la mano despacio. Le tiraba el pecho, el hombro. La mano apareció en su campo visual, un bulto borroso. La dirigió a la cara, se detuvo. Un pitido suave a su derecha. Volvió la cabeza despacio y notó que algo duro le rozaba la barbilla. Llevó la mano hacia aquello.

Una cánula de metal fija en su cuello. Desde la cánula salía un tubo. Siguió el tubo todo lo que pudo hasta una pieza metálica y estriada donde acababa. Entendió. Ésa era la que había que desconectar cuando quisiera morir. Se lo habían dejado preparado. Puso los dedos en la junta de conexión del tubo. Eli. Piscina. Chico. Ácido clorhídrico.


Los recuerdos terminaban cuando desenroscaba la tapa del tarro de confitura. Seguro que se lo había echado encima. Siguiendo su plan. Lo único que había fallado era que aún estaba vivo. Había visto imágenes. Mujeres a las que sus maridos celosos habían vertido ácido en la cara. No quería tocársela, menos aún verla.

Aumentó la presión del tubo. No cedía. Enroscado. Intentó girar la parte metálica y dio resultado. Siguió desenroscando. Buscó su otra mano, sólo sintió una bola punzante de dolor allí donde debería estar. En las yemas de los dedos de su mano viva sintió entonces una presión suave y oscilante. El aire empezaba a salirse por la junta, el silbido cambió, se volvió más débil.

La luz de color gris a su alrededor se mezcló con intermitencias de color rojo. Intentó cerrar su único ojo. Pensó en Sócrates y la cicuta. Por haber corrompido a los jóvenes atenienses. No olvides llevar un gallo a… ¿cómo se llamaba? ¿Arquimandro? No…

Se oyó un ruido absorbente cuando se abrió la puerta y una figura blanca se movió hacia él. Sintió unos dedos que forzaron los suyos apartándolos de la junta de conexión. Una voz de mujer.

–¿Qué haces?

Asclepios. Ofrecerle un gallo a Asclepios.

–¡Suelta!

Un gallo. Para Asclepios. El dios de la medicina.

Un escape silbante cuando apartaron sus dedos y el tubo fue enroscado otra vez en su sitio.

–Tendremos que ponerte un vigilante.

Ofréceselo y no lo olvides.

Cuando Oskar se despertó, Eli ya no estaba. Permanecía tendido con la cabeza vuelta hacia la pared, sentía frío en la espalda. Se incorporó apoyándose en el codo, recorrió la habitación con la vista. La ventana estaba entreabierta. Tiene que haber salido por ahí.

Desnuda.

Se dio una vuelta en la cama, apretó la cara contra el sitio donde ella había dormido, olió. Pasó la nariz una y otra vez por la sábana, intentando hallar algún vestigio de su presencia, pero nada. Ni siquiera el olor a gasolina.


¿Había ocurrido realmente? Se puso boca abajo…

Sí.

Estuvieron allí. Los dedos de ella en su espalda. El recuerdo de los dedos de ella en su espalda. Kili, kili. Su madre había jugado a eso con él cuando era pequeño. Pero esto había ocurrido ahora. Hacía un poco. El vello de los brazos y de la nuca se le erizó.

Se levantó de la cama, empezó a vestirse. Cuando tenía puestos los pantalones se acercó a la ventana. Había dejado de nevar. Cuatro grados bajo cero. Bien. Si la nieve hubiera empezado a fundirse habría estado todo demasiado encharcado para poder dejar en el suelo, fuera de los portales, las bolsas de papel con los anuncios. Se imaginó cómo sería descolgarse desnudo por la ventana con cuatro bajo cero, bajar entre los setos cubiertos de nieve y…

No.

Se inclinó hacia delante, parpadeó. La nieve del seto estaba intacta.

Ayer por la noche había estado observando aquella pendiente perfecta de nieve que bajaba hasta el camino. Ahora estaba exactamente igual. Abrió más la ventana, sacó la cabeza. Los setos llegaban justo hasta la pared de debajo, el manto de nieve también. No había huellas.

Oskar miró hacia la derecha, a lo largo de la pared revocada. A tres metros estaba la ventana de Eli.

El aire frío arañaba el pecho desnudo de Oskar. Tenía que haber nevado durante la noche, después de que ella se hubiera ido. Era la única explicación. Pero otra cosa… ahora que lo pensaba: ¿cómo había llegado arriba, hasta la ventana? ¿Habría trepado por los setos?

Pero entonces el manto de nieve no podía estar tan intacto. No había nevado después de que él se acostara. Ella no tenía el cuerpo ni el cabello mojado cuando llegó, por tanto, no estaba nevando. ¿Cuándo se fue?

Desde que ella se fue hasta ahora tiene que haber nevado lo suficiente como para cubrir todas las huellas de…

Oskar cerró la ventana y siguió vistiéndose. Era incomprensible. Empezó a pensar de nuevo que había sido un sueño, todo. Luego vio la nota. Estaba doblada debajo del reloj en su escritorio. La cogió y la desdobló:

DEJA ENTRAR EL DÍA, LA LUZ, Y SUELTA MI VIDA.

Un corazón y:


NOS VEMOS ESTA TARDE.


ELI.