la cabeza de Eli, Oskar pudo ver cómo su madre sacaba la
cabeza por la ventana de su habitación. – ¡Ooooskar! Eli se ocultó
rápidamente, contra la pared. Oskar apretó los puños, subió
corriendo la cuesta y se puso debajo de la ventana. Como un chico
pequeño. – ¿Qué pasa? – ¡Huy! Estaba aquí. Pensando… -¿Qué pasa? –
Nada, que empieza ahora. – Lo sé.
Su madre estaba a punto de añadir algo más, pero se calló al
verlo ahí, debajo de la ventana, todavía con los puños apretados a
lo largo del cuerpo, completamente tenso.
–¿Qué andas haciendo? – Yo… voy. – Sí, porque… A Oskar se le
humedecieron los ojos de rabia y soltó: -¡Métete y cierra la
ventana! ¡Métete! Su madre lo miró fijamente un instante más. Luego
algo cruzó su rostro y cerró
de
golpe la ventana, se fue de allí.
Oskar habría querido… no responderle gritando, sino… transmitir lo
que pensaba. Explicando tranquilamente y con calma cuál era la
situación. Que ella no podía hacer eso, que él
tenía…
Volvió a correr cuesta abajo. – ¿Eli? Ya no estaba allí. Y no
había entrado en su portal, lo habría visto. Se
habría
encaminado al metro para ir a casa de esa tía suya que vivía
en el centro y adonde ella solía acudir después de la escuela. Eso
sería, seguramente.
Håkan hizo entrar al chico en la cabina y cerró la puerta. El
muchacho no había dicho ni pío. Lo único que podía levantar
sospechas ahora era el silbido de la botella de gas. Tenía que
darse prisa.
Cuánto más sencillo no resultaría si pudiera atacar con el
cuchillo, pero no. La sangre tenía que proceder de un cuerpo vivo.
Otra más de las cosas que le habían sido explicadas. La sangre de
cuerpos muertos era inservible; de hecho,
perjudicial.
Bueno. El chico estaba vivo. El pecho seguía subiendo y
bajando, absorbiendo el gas anestésico.
Enrolló la cuerda con fuerza alrededor de las piernas del
muchacho un poco más arriba de las rodillas, puso los dos extremos
encima del gancho y empezó a tirar. Las piernas del chico se
levantaron del suelo.
Se abrió una puerta, se oyeron voces.
Sujetó la cuerda con una mano y con la otra cerró el gas,
soltó la mascarilla. La anestesia duraría unos minutos, tenía que
trabajar tanto si había gente como si no, tan en silencio como
pudiera.
Unos cuantos hombres fuera. ¿Dos, tres, cuatro? Hablaban de
Suecia y Dinamarca. Algún partido. Balonmano. Mientras hablaban,
levantó el cuerpo del chico. El gancho chirriaba, el peso caía en
un ángulo distinto a cuando él mismo se había colgado de él. Los
hombres de fuera se callaron. ¿Habrían oído algo? Estaba quieto de
pie, apenas respiraba. Seguía sujetando el cuerpo cuya cabeza
acababa de levantarse del suelo, en la misma
posición.
No. Sólo una pausa en la conversación.
Siguieron.
Hablando sin parar, hablando sin
parar.
–El penalti de Sjögren fue totalmente… -Lo que uno no lleva
en las manos tiene que llevarlo en la cabeza. – De todos modos
puede colocarlos bastante bien. – Es ese balón picado, no entiendo
cómo lo hace… La cabeza del chico colgaba ya libremente a un par de
centímetros del suelo.
Ahora…
¿Dónde podría sujetar los extremos de la cuerda? Los
resquicios entre las tablas del banco eran demasiado estrechos para
poder meter la cuerda por ellos. No podría trabajar bien con una
sola mano si mientras tenía que sujetar la cuerda con la otra.
No
Luego. Cuando estuviera
listo.
El otro gancho. Sólo tenía que hacer una lazada primero. El
sudor le corría por los ojos cuando soltó el cuerpo del muchacho,
para que se aflojara la cuerda, e hizo una lazada. Tiró de la
cuerda para levantar de nuevo al chico e intentó trabarla alrededor
del gancho. Demasiado corta. Soltó de nuevo el cuerpo. Los hombres
se callaron.
¡Marchaos, venga! ¡Marchaos!
En silencio hizo una nueva lazada más próxima a los extremos
de la cuerda, esperó. Empezaron a hablar de nuevo. Bolos. Los
éxitos de la selección femenina sueca en Nueva York. El pleno, el
semipleno y el sudor escociéndole en los ojos.
Calor. ¿Por qué hacía tanto
calor?
Consiguió pasar la lazada alrededor del gancho y pudo
respirar. ¿No podían
marcharse?
El cuerpo del chico colgaba en la posición correcta y no
había más que ponerse manos a la obra rápidamente, antes de que se
despertara, y ¿no podían marcharse de una
vez? Pero se trataba de recordar anécdotas de bolos y de lo bien
que uno jugaba antes y de alguien a quien se le había quedado el
dedo gordo dentro de la bola y había tenido que ir al hospital para
que se lo sacaran.
No podía esperar. Puso el embudo en el bidón de plástico y lo
acercó al cuello del chico. Cogió el cuchillo. Cuando se volvió
para sacar la sangre del cuerpo, la conversación fuera se había
interrumpido de nuevo. Y el muchacho tenía los ojos abiertos.
Abiertos de par en par. Las pupilas vagaban dando vueltas, allí
colgado boca abajo, buscando un punto de referencia, una
explicación. Se posaron en Håkan, que estaba de pie, desnudo, con
el cuchillo en la mano. Por un instante lo miraron fijamente a los
ojos.
Después el chico abrió la boca y chilló.
Håkan retrocedió, cayó sobre la pared de la cabina con un
golpe húmedo. La espalda sudorosa se resbaló en la pared y casi
perdió el equilibrio. El muchacho chillaba y chillaba. El sonido se
extendió por el vestuario, resonando en las paredes, y se hizo tan
fuerte que taponó los oídos de Håkan. Su mano asió con más fuerza
el mango del cuchillo y lo único que pensó fue que tenía que acabar
con los gritos del chico. Cortarle la cabeza para que dejara de
gritar. Se puso en cuclillas a su lado.
Golpeaban en la puerta.
–¡Oye! ¡Abre!
Håkan soltó el cuchillo. El ruido que hizo cuando cayó al
suelo apenas si se oyó en medio de los golpes y de los chillidos
insoportables del chico. Las bisagras de la puerta temblaban por
los golpes de fuera.
–¡Abre o echo abajo la puerta!
Cayó de culo resbalándose con el tarro en la mano. Desenroscó
la tapa. Esperó.
Cuando abrieran la puerta. Antes de que le quitaran el gorro.
La cara. En medio de los gritos y los golpes contra la puerta pensó
en su amada. En el tiempo que habían pasado juntos. Evocaba
imágenes de su amada como un ángel. Un ángel chico que ahora bajaba
del cielo extendiendo sus alas para venir a buscarle. Llevarlo
consigo. Allí dónde siempre iban a permanecer juntos.
Siempre.
La puerta voló y golpeó contra la pared. El chico seguía
gritando. Fuera había tres hombres, más o menos vestidos. Miraban
con los ojos muy abiertos sin comprender la escena que tenían ante
sí.
Håkan asintió despacio, reconociéndolo.
Después gritó:
–¡Eli! ¡Eli!
Y se echó el ácido clorhídrico concentrado en la
cara.
¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso en
tu señor y Dios! ¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso! ¡Honra a tu rey y
Dios!
Staffan se acompañaba a sí mismo y a la madre de Tommy al
piano. Se miraban a los ojos de vez en cuando, se sonreían y los
ojos les hacían chiribitas. Tommy estaba sentado en el sofá de piel
aguantando. Había encontrado un agujero pequeño en uno de los
reposabrazos, y mientras Staffan y su madre cantaban, él trabajaba
para hacerlo más grande. El dedo índice excavaba dentro del relleno
mientras se preguntaba si Staffan y su madre se habrían acostado
juntos en ese sofá alguna vez. Bajo los
barómetros.
La comida había sido aceptable, un pollo marinado con arroz.
Después de la comida Staffan le había mostrado la caja fuerte donde
guardaba sus pistolas. Estaba en el dormitorio, debajo de la cama,
y Tommy se había hecho allí la misma pregunta: ¿se habrían acostado
juntos en aquella cama? ¿Pensaba su madre en su padre cuando
Staffan la acariciaba? ¿Se ponía él caliente pensando en las
pistolas que tenía debajo del colchón? ¿Se ponía
ella?
Staffan tocó el acorde final, dejándolo morir en el aire.
Tommy sacó el dedo del, a esas alturas, considerable agujero del
sofá. Su madre hizo a Staffan una inclinación con la cabeza, cogió
su mano y se sentó junto a él en el asiento del piano. Desde el
ángulo donde se encontraba Tommy, la Virgen María colgaba justo por
encima de sus cabezas como si fuera un efecto calculado, ensayado
de antemano.
entonces aquella réplica, evidentemente, no estaba incluida.
– Sí. ¿Qué te parece? Tommy se encogió de hombros. – Vale. Hacedlo.
– Hemos pensado… para el verano, quizá. Su madre lo miraba como
preguntándole si tenía una propuesta mejor. – Sí, sí. Claro. Volvió
a meter el dedo en el agujero, lo dejó allí. Staffan se inclinó
hacia delante. – Ya sé que no puedo… sustituir a tu papá. De
ninguna manera. Pero espero que
tú y yo podamos… conocernos mejor y… bueno. Que podamos
llegar a ser amigos. – ¿Y dónde vais a vivir? Su madre se puso
triste de pronto. – Vamos, Tommy. Se trata también de ti, claro. No
sabemos. Pero habíamos
pensado en comprar una casa en Ångby, quizá. Si podemos. –
Ångby. – Sí. ¿Qué te parece? Tommy miraba el cristal de la mesa
donde su madre y Staffan se reflejaban medio
transparentes, como fantasmas. Seguía con el dedo en el
agujero, arrancó un trozo de espuma. – Caro. – ¿El qué? – Una casa
en Ångby. Es caro. Cuesta mucho dinero. ¿Tenéis tanto
dinero?
Staffan estaba a punto de contestar cuando sonó el teléfono.
Acarició la mejilla de la madre de Tommy y se dirigió hasta el
aparato en la entrada. La madre se sentó en el sofá al lado de
Tommy, le preguntó:
–¿No te parece bien? – Me encanta. Desde la entrada llegaba
la voz de Staffan. Parecía alterado. – No me digas… sí, voy
inmediatamente. Vamos… no, entonces cojo el coche
y
bajo allí directamente. Bien. Adiós. Volvió de nuevo al
cuarto de estar. – El asesino está en la piscina de Vällingby. No
tienen gente en la comisaría, así que tengo…
–Tengo que irme inmediatamente. No sé cuándo volveré. Ya
seguiremos hablando en otro momento.
Salió apresuradamente al pasillo y la madre de Tommy lo
siguió.
Tommy oyó algo de «ten cuidado» y «te quiero» y «te quedas»
mientras iba hasta el piano y, sin saber por qué, alargó el brazo y
cogió la escultura del tirador de pistola. Pesaba por lo menos dos
kilos. Mientras su madre y Staffan se despedían – les gustaba
aquello: el hombre que se va a la guerra, la mujer anhelante-,
Tommy salió al balcón. El aire frío de la tarde penetró en sus
pulmones y pudo respirar por primera vez en un par de
horas.
Se inclinó sobre la barandilla del balcón, vio que debajo
crecían setos bien tupidos. Sujetó la escultura fuera por encima de
la barandilla, la soltó. Cayó en el seto con un
crujido.
Su madre salió al balcón y se puso a su lado. Después de un
par de segundos se abrió el portal y salió Staffan casi corriendo
hacia el aparcamiento. Su madre le decía adiós con la mano, pero
Staffan no miró hacia arriba. Cuando pasó por debajo del balcón,
Tommy sonrió.
–¿Qué ocurre? – preguntó su madre.
–Nada.
Sólo que un chico pequeño con pistola
está en el seto apuntando a Staffan. Sólo eso.
Tommy se sintió bastante bien, pese a todo.
El grupo se había fortalecido con Karlsson, el único de los
colegas con un «trabajo de verdad», como él mismo lo llamaba. Larry
había obtenido la jubilación anticipada, Morgan trabajaba
ocasionalmente en un desguace y Lacke no se sabía a ciencia cierta
de qué vivía. A veces tenía algo de dinero, sólo
eso.
Karlsson tenía empleo fijo en la juguetería de Vällingby;
había sido el dueño tiempo atrás, pero se vio obligado a vender por
«dificultades económicas». Con el tiempo, el nuevo dueño le empleó
porque, como Karlsson decía, no se podía negar «que uno, después de
treinta años en el sector, tenía cierta
experiencia».
Morgan se recostó en la silla, abrió las piernas y cruzó las
manos detrás de la cabeza, mirando fijamente a Karlsson. Lacke y
Larry se hicieron una seña. Ya empezaba.
Karlsson refunfuñó.
–No sabes de lo que estás hablando. Si hay algún estafado,
ése soy yo. No puedes ni imaginarte la cantidad de hurtos. Los
chicos…
–Sí, sí, sí. No tenéis más que comprar algún chisme de
plástico en Corea por dos coronas y venderlo a cien y ya lo habéis
recuperado.
–Nosotros no vendemos esas cosas.
–Seguro que no. ¿Qué era entonces lo que vi en el escaparate
el otro día? ¿Pitufos? ¿Qué era eso? Juguetes de calidad fabricados
a mano en Bengtfor, ¿eh?
–A mí lo que me parece muy extraño es que lo diga una persona
como tú, que vende coches que sólo andan si se les engancha a un
caballo.
Y así siguió la cosa. Larry y Lacke escuchaban, se reían a
veces, hacían algún comentario. De haber estado Virginia, las
crestas de los gallos se habrían levantado un poco más y Morgan no
habría parado hasta que Karlsson se enfadara de
verdad.
Pero Virginia no estaba. Y Jocke tampoco. La atmósfera
perfecta no acababa de cuajar y por eso la discusión había empezado
a decaer, cuando a eso de las ocho y media la puerta de fuera se
abrió lentamente.
Larry levantó la vista y vio a una persona de la que nunca
habría imaginado que apareciera por allí: Gösta. La Bomba Fétida,
como le llamaba Morgan. Larry había estado hablando con él en un
banco bajo el edificio alto un par de veces, pero nunca había
venido aquí antes.
Gösta parecía desencajado. Se movía como si estuviera formado
por piezas mal ensambladas que podían despegarse si se agitaba
demasiado. Entornaba los ojos mientras temblaba hacia delante y
hacia atrás, con pequeños movimientos. O estaba borracho perdido o
estaba enfermo.
Larry le saludó.
–¡Gösta! ¡Ven y siéntate!
Morgan volvió la cabeza, echó un vistazo a Gösta y
dijo:
–¡Oh, joder!
Gösta maniobró hasta llegar a su mesa como si se encontrara
sobre un campo minado. Larry sacó la silla que había a su lado e
hizo un gesto invitándole a sentarse.
–Bienvenido al club.
Gösta parecía no oírle, pero arrastró los pies hasta la
silla. Llevaba un traje viejo con chaleco y pajarita, el pelo
peinado al agua. Y apestaba. Pis y pis y más pis. Incluso cuando
uno se sentaba con él fuera el hedor era claramente apreciable,
pero se podía aguantar. Dentro, al calor, desprendía un olor ácido
a orina vieja que obligaba a respirar por la boca para poder
soportarlo.
–¿Qué va… a tomar?
Gösta meneó la cabeza sin mirar al camarero. Éste alzó las
cejas y Larry hizo un gesto; tranquilo,
nosotros lo arreglamos. El camarero se retiró y Larry, poniendo
la
mano en el hombro de Gösta, preguntó:
–¿A qué debemos el honor?
Gösta carraspeó, y con la mirada puesta en el suelo
dijo:
–Jocke.
–¿Qué pasa con él?
–Está muerto.
Larry oyó cómo Lacke bufaba a sus espaldas. Él mantuvo la
mano en el hombro de
Gösta dándole ánimos. Sentía que los
necesitaba.
–¿Cómo lo sabes?
–Yo lo vi. Cuando ocurrió. Cuando lo
mataron.
–¿Cuándo ocurrió?
–El sábado. Por la noche.
Larry retiró la mano.
-¿El sábado? Pero… ¿has hablado con
la policía? Gösta negó con la cabeza. – No
he podido. Y yo… no lo vi. Pero lo sé. Lacke se llevó las
manos a la cabeza, susurrando:
–Lo sabía, lo sabía.
Gösta se lo contó. El niño, que había roto la farola más
cercana al puente con una piedra, había entrado y había aguardado.
Jocke, que había entrado y no había salido. La ligera huella, la
marca de un cuerpo en las hojas secas a la mañana
siguiente.
Cuando acabó, el camarero llevaba ya un rato haciendo gestos
airados a Larry, señalando alternativamente a Gösta y a la puerta.
Larry puso la mano en el brazo de Gösta.
–¿Qué te parece entonces si vamos a echar un
vistazo?
Gösta asintió y se levantaron de la mesa. Morgan se bebió de
un trago la cerveza que le quedaba, sonrió maliciosamente a
Karlsson, que cogió el periódico y se lo guardó en el abrigo como
solía hacer siempre, el jodido tacaño.
Sólo Lacke permaneció sentado, jugando con unos palillos
rotos que había en la mesa. Larry se inclinó sobre
él:
–¿No vas a venir?
caminar tan deprisa que Larry tuvo que pedirle que bajara la
marcha, su corazón no aguantaba. Karlsson y Morgan iban detrás, el
uno al lado del otro; Morgan esperaba a que Karlsson dijera alguna
tontería para poder meterse con él. Le sentaría bien. Pero hasta
Karlsson parecía ocupado con sus propios
pensamientos.
La farola rota ya había sido cambiada y la luz bajo el puente
era aceptable.
Estaban como un pelotón escuchando a Gösta mientras éste
contaba y señalaba los montones de hojas; daban patadas para
calentarse los pies. Mala circulación. Resonaba como si se tratara
de un ejército desfilando. Cuando Gösta terminó,
Karlsson dijo:
–No hay ninguna prueba…
Era la clase de comentario que Morgan había estado
esperando.
–Pero joder, ¿es que no oyes lo que está diciendo? ¿Crees que miente?
–No -dijo Karlsson, como si hablara con un niño-, pero me
refiero a que la
policía tal vez no esté tan dispuesta como nosotros a creer
su relato cuando no hay nada que lo corrobore.
–Él es testigo.
–¿Crees que será suficiente?
Larry dio un golpe con la mano sobre los montones de
hojas.
–La pregunta ahora es adónde ha ido a parar. Si es que ha
sucedido así.
Lacke venía andando por el camino del parque, llegó hasta
donde estaba Gösta y señaló hacia el suelo.
–¿Ahí?
Gösta asintió. Lacke se metió las manos en los bolsillos y se
quedó un rato observando el dibujo irregular de las hojas como si
fuera un puzzle gigante que tenía que resolver. Los músculos de sus
mandíbulas se contraían, se relajaban, se
contraían.
–Bueno. ¿Qué decís? Larry dio dos pasos hacia él. – Lo
siento, Lacke.
Lacke hizo un gesto de rechazo con la mano, apartando a
Larry.
–¿Qué decís? ¿Vamos a pillar al cabrón que ha hecho esto o
no?
Los otros miraron a todas partes menos a Lacke. Larry estaba
a punto de decir algo acerca de que iba a ser difícil,
probablemente imposible, pero se abstuvo. Al final, Morgan se
aclaró la garganta, se dirigió a Lacke y, poniéndole el brazo sobre
los hombros, dijo:
Tommy miró por encima de la barandilla, le pareció haber
visto destellos de plata allí abajo. Parecía como esas cosas que
los Jóvenes Castores solían traer a casa de las
competiciones.
–¿En qué piensas? – preguntó su madre. – En el Pato Donald. –
A ti no te gusta mucho Staffan, ¿verdad? – Está bien. – ¿Sí? Tommy
levantó la vista hacia el centro. Vio la uve roja y grande de neón
que
lentamente daba vueltas sobre todo. Vällingby. Victoria. –
¿Te ha enseñado las pistolas? – ¿Por qué lo preguntas? – No, sólo
preguntaba. ¿Lo ha hecho? – No entiendo qué quieres decir. – Pues
no es tan difícil. ¿Ha abierto su caja fuerte, ha sacado las
pistolas y te las ha
mostrado? – Sí. ¿Por qué? – ¿Cuándo lo hizo? Su madre se
sacudió algo de la blusa, se frotó los brazos. – Tengo un poco de
frío. – ¿Piensas en papá? – Sí, claro que lo hago. Todo el tiempo.
– ¿Todo el tiempo? Su madre lanzó un suspiró, inclinó la cabeza
para poder mirarle a los ojos. – ¿Adónde quieres llegar? – ¿Adónde
quieres llegar tú? Tommy tenía la mano
apoyada en la barandilla, ella puso la suya encima. – ¿Vienes
mañana donde papá? – ¿Mañana? – Sí. Es el Día de Todos los
Santos.
Tommy se quedó rígido por un momento. Luego se liberó y
entró.
Mientras se ponía la ropa para salir, Tommy se dio cuenta de
que tenía que hacer entrar a su madre del balcón si quería recoger
la escultura. La llamó y ella entró
rápidamente, deseosa de oír una palabra.
–Sí… saluda a Staffan.
Su madre resplandeció.
–Lo haré. ¿Entonces no te quedas?
–No, yo… eso puede durar toda la noche.
–Sí. Estoy un poco inquieta.
–No tienes por qué. Sabe disparar. Adiós.
–Adiós…
La puerta de fuera se cerró.
–… cielo…
Un ruido sordo salió del interior del Volvo cuando Staffan se
subió al bordillo a gran velocidad. Sus mandíbulas golpearon de tal
manera que le sonó en toda la cabeza, se quedó ciego por un
instante y casi atropella a un viejo que iba a unirse al grupo de
curiosos que se habían reunido alrededor del coche de policía en la
entrada principal.
El aspirante Larsson estaba en el coche hablando por la
radio. Estaría pidiendo refuerzos o una ambulancia. Staffan aparcó
detrás del coche de policía para dejar el paso libre a un eventual
refuerzo, se bajó y cerró. Siempre cerraba el coche, aunque sólo
fuera a estar ausente un minuto. No porque pensara que se lo iban a
robar sino para no perder la costumbre, de manera que no se le
olvidara nunca cerrar el coche de servicio,
por el amor de Dios.
Se dirigió hacia la entrada principal esforzándose en
aparentar autoridad, pensando en el público; estaba seguro de que
tenía un aspecto que infundía confianza a la mayoría de las
personas. Muchos de los que estaban allí mirando probablemente
pensaran: «Ah, sí, aquí viene el que va a aclarar todo
esto».
Nada más pasar la puerta de entrada había cuatro hombres en
bañador con las toallas sobre los hombros. Staffan pasó por delante
de ellos, hacia los vestuarios, pero uno de los hombres lo
llamó:
–¿Qué pasa con ella?
–¿Cuándo podemos recogerla?
–¿Su ropa?
–Sí, está en los vestuarios y no podemos entrar
allí.
Staffan abrió la boca para decir alguna maldad acerca de que
su ropa estaba en aquel momento en el puesto más alto de la lista
de prioridades, pero una mujer con camiseta blanca se acercó
entonces a los hombres con un montón de albornoces en los brazos.
Staffan hizo un gesto a la mujer y continuó hacia los
vestuarios.
En el camino se encontró con otra mujer con camiseta blanca
que llevaba a un chico de doce, trece años hacia la entrada. La
cara del muchacho, muy roja, contrastaba con el albornoz blanco en
el que iba envuelto, los ojos sin expresión. La mujer clavó la
vista en Staffan con una mirada que parecía casi
acusatoria.
–Su madre viene a buscarlo.
Staffan asintió. ¿Era el chico… la víctima? Le habría gustado
preguntar exactamente eso, pero con las prisas no se le ocurrió
ninguna manera sensata de formular la pregunta. Supuso que Holmberg
le habría tomado el nombre y los demás datos, y habría juzgado que
lo más conveniente sería dejar que la madre se hiciera cargo de él,
que lo llevara a la ambulancia, a la visita del psicólogo, a la
terapia.
Protege a éstos tus
pequeños.
Staffan siguió por el pasillo, subió corriendo las escaleras
mientras para sus adentros recitaba una acción de gracias por la
gracia recibida y pidiendo fuerzas para la prueba que iba a
venir.
¿Estaba el asesino todavía en el edificio?
Fuera de los vestuarios, bajo un letrero con una sola
palabra: HOMBRES, había ciertamente tres hombres hablando con el
agente de policía Holmberg. Sólo uno estaba totalmente vestido. A
uno de los tres le faltaban los pantalones, el otro tenía
la
parte superior del cuerpo desnuda.
–Qué bien que hayas podido llegar tan rápido -saludó
Holmberg.
–¿Está todavía ahí?
Holmberg señaló la puerta del vestuario.
–Ahí dentro.
Staffan hizo un gesto hacia los tres
hombres.
–¿Ellos son…?
Antes de que Holmberg alcanzara a decir nada, el hombre que
no llevaba
pantalones dio medio paso adelante y dijo, no sin
orgullo:
se volvió hacia los tres hombres y les dijo amablemente-: Ya
os llamaremos. Lo mejor que podéis hacer ahora es marcharos a casa.
Bueno, otra cosa. Entiendo que no va a ser fácil, pero intentad no
hablar de esto entre vosotros.
El hombre sin pantalones sonrió con una sonrisa sardónica, de
enterado. – Pueden oírnos, quieres decir. – No, pero podéis pensar
que habéis visto cosas que en realidad no habéis
visto,
sólo porque otro lo haya hecho. – Yo no. Yo vi lo que vi, y
era lo más jodido… -Creedme. Le pasa al mejor. Y ahora tendréis que
disculparnos. Gracias por
vuestra ayuda. Los hombres se alejaron por el pasillo
murmurando entre dientes. Holmberg era bueno para esas cosas:
hablar con la gente. Era lo que más hacía. Iba por las escuelas y
daba charlas sobre las drogas y el trabajo de la policía. Ya no
solía salir en casos como éste. Un ruido metálico, como si se
hubiera caído algo de chapa, se oyó dentro del
vestuario y Staffan se sobresaltó, prestó atención. – ¿Conque
no es violento? – Está gravemente herido, por lo visto. Se echó
algún tipo de ácido en la cara. – ¿Por qué? El rostro de Holmberg
se tornó inexpresivo, Staffan se volvió hacia la puerta. –
Tendremos que entrar a preguntárselo. – ¿Armado? – Probablemente
no. Holmberg señaló el hueco de la ventana; sobre la plancha de
mármol había un
gran cuchillo de cocina con el mango de madera. – No tenía
ninguna bolsa. Además, el que estaba sin pantalones ha tenido
tiempo de estar jugando con él en la mano un buen rato antes de que
yo llegara. Luego nos
ocuparemos de él. – ¿Vamos a dejarlo ahí tirado? – ¿Se te
ocurre algo mejor? Staffan negó con la cabeza y entonces, en medio
del silencio, pudo distinguir dos
cosas: un débil y arrítmico soplo cardiaco dentro del
vestuario. El viento en el tubo de una chimenea. Una flauta
agrietada. Eso, y un olor. Algo que al principio creyó que formaba
parte del olor a cloro que impregnaba todo el edificio. Pero esto
era algo más. Un olor fuerte, picante, que cosquilleaba. Arrugó la
nariz.
Holmberg asintió pero se quedó donde estaba. Casado y con
hijos. Claro. Staffan sacó la pistola reglamentaria de la funda y
apoyó la otra mano en el pasador de la puerta. Era la tercera vez
en sus doce años de servicio que entraba en una habitación con el
arma en la mano. No sabía si estaba actuando correctamente, pero
nadie iba a reprocharle nada. Un asesino de niños. Encerrado, tal
vez desesperado, aunque estuviera malherido.
Hizo un gesto a Holmberg y abrió la puerta.
El tufo lo echó para atrás.
Le picaba en la nariz haciéndole llorar. Tosió. Sacó un
pañuelo del bolsillo y se tapó la boca y la nariz. Algunas veces
había asistido a los bomberos en incendios de casas, era la misma
sensación. Pero aquí no había humo, sólo una ligera neblina
flotando por la habitación.
Dios mío, ¿esto qué
es?
El monótono, entrecortado ruido aún se oía detrás de la
hilera de armarios que tenían delante. Staffan le hizo señas a
Holmberg para que fuera dando la vuelta por el otro extremo, de
manera que cubrieran los dos lados. Staffan avanzó hasta el final
de los armarios y echó un vistazo con la pistola colgando a un
lado.
Vio una papelera de metal tirada y, junto a ella, un cuerpo
tendido y desnudo.
Holmberg apareció por el otro extremo e hizo señas a Staffan
para que se tranquilizara; no parecía que hubiera un peligro
inminente. Staffan sintió una punzada de irritación porque Holmberg
intentaba tomar el mando de la operación ahora, cuando ya no
parecía peligrosa. Respiró profundamente a través del pañuelo, se
lo quitó de la boca y dijo en voz alta:
–Alto. Es la policía. ¿Me oyes?
El hombre que estaba tendido en el suelo no dio señales de
haber oído, seguía emitiendo únicamente un ruido monótono con la
cara contra el suelo. Staffan dio un par de pasos al
frente.
–Pon las manos delante, donde yo pueda
verlas.
El hombre no se movió. Pero ahora que estaba más cerca,
Staffan pudo ver que le temblaba todo el cuerpo. Lo de las manos
era innecesario. Una de ellas reposaba sobre la papelera y la otra
estaba extendida al lado, en el suelo. Tenía la palma de la mano
hinchada y abierta.
Ácido… cómo estará…
El cuerpo temblaba convulsivamente y se oía el leve chasquido
de la piel desnuda cuando se despegaba de las baldosas y se volvía
a pegar de nuevo. La mano que estaba en el suelo saltaba como un
pez en una roca. Y todo el tiempo el mismo sonido de su boca contra
el suelo:
–… eeiiieeeiii…
Staffan hizo señas a Holmberg para que se mantuviera a dos
pasos de distancia y se puso de cuclillas al lado del
cuerpo.
–¿Puedes oírme?
El hombre se calló. De pronto, todo el cuerpo hizo un giro
espasmódico y rodó. La cara.
Staffan se echó para atrás, perdió el equilibrio y aterrizó
sobre la rabadilla. Apretó los dientes para no gritar cuando vio
las estrellas. Cerró los ojos. Los volvió a abrir.
No tiene cara.
Staffan había visto a un drogadicto que en una alucinación se
había golpeado repetidamente la cara contra una pared. Había visto
a un hombre que se puso a soldar un depósito de gasolina sin
vaciarlo antes. Le explotó en la cara.
Pero nada parecido a esto.
Tenía la nariz totalmente corroída, en su lugar sólo había
dos agujeros que entraban en la cabeza. La boca se había derretido,
los labios estaban sellados, salvo una rendija a un lado. Uno de
los ojos se había derramado sobre lo que había sido la mejilla,
pero el otro… abierto de par en par.
Staffan clavó la vista en ese ojo, lo único que parecía
humano en aquella masa deforme. El ojo estaba inyectado en sangre,
y cuando intentaba parpadear sólo media tira de piel revoloteaba
sobre él y se retiraba de nuevo.
Donde tenía que haber estado el resto de la cara, sólo había
restos de cartílagos y huesos que asomaban entre los trozos
imposibles de carne y los jirones negros de piel. Los músculos
brillantes y desnudos se contraían y se estiraban, se removían como
si la cabeza hubiera sido sustituida por un montón de anguilas
recién matadas y troceadas.
Toda la cara, lo que había sido la cara, tenía vida
propia.
Una arcada se abrió paso por la garganta de Staffan, y
probablemente habría vomitado de no haber tenido el cuerpo tan
ocupado recuperándose del dolor lumbar. Lentamente encogió las
piernas y se puso de pie, apoyándose en los armarios. El ojo
inyectado en sangre le miraba todo el tiempo.
–Esto es lo más jodido…
Holmberg meneaba la cabeza y sacudía el aire con la mano.
Tosiendo.
–Esto es lo más jodido…
Eran las once y Oskar estaba acostado en su cama. Golpeando
con cuidado las letras en la pared.
Estaban a un brazo de distancia del anterior, como el maestro
les había dicho el primer día en 4o
cuando sucedió a la tutora en la responsabilidad de su educación
física.
–¡Una fila recta! ¡Un brazo de distancia!
El maestro Ávila había sido piloto durante la guerra. En un
par de ocasiones había entretenido a los chicos contándoles
historias de combates aéreos y de aterrizajes forzosos en campos de
trigo. Eran impresionantes. Se había ganado su
respeto.
Una clase considerada alborotadora e indisciplinada se
colocaba obedientemente en fila a un brazo de distancia, aunque el
maestro aún no hubiera aparecido. Si la fila no estaba como él
quería los dejaba esperando diez minutos más, o sustituía el
prometido partido de voleibol por unas flexiones de brazos y
abdominales.
Oskar, al igual que los demás, tenía bastante miedo al
maestro. Con su pelo gris rapado y su nariz aguileña, su buen
aspecto físico y sus puños de hierro, difícilmente se podía pensar
que fuera capaz de querer y comprender a un chico débil, con algo
de sobrepeso y martirizado. Pero había disciplina en sus clases. Ni
Jonny, ni Micke ni Tomas se atreverían a hacer nada mientras el
maestro estuviera cerca.
En ese momento Johan abandonó la fila, alzó la vista hacia la
escuela. Luego, haciendo un saludo hitleriano,
dijo:
–¡Filas rectas! ¡Hoy simulacro de evacuación! ¡Con
cuerdas!
Algunos sonrieron nerviosos. El maestro era un apasionado de
los simulacros de evacuación. Una vez por semestre los alumnos
tenían que probar a deslizarse fuera desde las ventanas con ayuda
de cuerdas, mientras el maestro controlaba todo el proceso
cronómetro en mano. Si conseguían superar el récord anterior podían
jugar al juego de las sillas. Pero había que
ganárselo.
Johan volvió rápidamente a la fila. Menos mal, porque apenas
unos segundos después apareció el maestro por la puerta principal
de la escuela y con paso rápido se encaminó al gimnasio. Con la
mirada al frente, no dirigió al grupo ni siquiera una ojeada.
Cuando se encontraba a mitad de camino hizo un gesto de ¡adelante! con la mano, sin dejar de andar, sin
volver la cabeza.
Después de lo de la paliza de anteayer lo habían dejado en
paz. No es que le hubieran pedido perdón o así, pero la herida de
la mejilla seguía allí, y les habría parecido que era suficiente.
De momento.
Eli.
Oskar, apretando los dedos del pie para que no se le saliera
el zapato, siguió marchando hacia el gimnasio. ¿Dónde estaba Eli?
Había acechado desde su ventana la noche anterior para ver si el
padre de la muchacha volvía a casa. Pero en vez de eso lo que vio
fue a Eli saliendo a eso de las diez. Después llegó la hora del
cacao y los bollos con su madre y puede que se hubiera perdido su
vuelta a casa. Pero no había contestado a sus
golpecitos.
La clase tomó al asalto el vestuario, la fila se rompió. El
maestro Ávila estaba de pie con los brazos cruzados,
esperándolos.
–Bien. Hoy entrenamiento físico. Con barra, plinto y
cuerdas.
Protestas. El maestro asintió.
–Si lo hacéis bien, si trabajáis, la próxima vez balón
fantasma. Pero hoy entrenamiento físico. ¡Vamos!
No había nada que discutir. Uno tenía que contentarse con lo
del balón fantasma y la clase comenzó a cambiarse apresuradamente.
Oskar procuró, como de costumbre, ponerse de espaldas a los otros
mientras se quitaba los pantalones. Su bola del pis hacía que se
notara algo raro en los calzoncillos.
Arriba, en el gimnasio, los otros estaban colocando los
plintos y bajando las barras. Johan y Oskar colocaron juntos las
colchonetas. Cuando todo estuvo listo, el maestro sopló su silbato.
Había circuito con cinco estaciones, así que los dividió en cinco
grupos de a dos.
Oskar y Staffe formaron un grupo, lo cual estaba bien porque
Staffe era el único de la clase al que se le daba la gimnasia peor
que a Oskar. Era fuertote pero torpe. Más gordo que Oskar. Sin
embargo, nadie se metía con él. Había algo en la actitud de Staffe
que decía que si alguien se metía con él lo pagaría
caro.
El maestro hizo sonar el silbato y se pusieron en
marcha.
Flexiones de brazos en la barra. La barbilla sobre la barra,
abajo, arriba. Oskar consiguió hacer dos. Staffe, cinco; luego lo
dejó. Sonó el silbato. Abdominales. Staffe no hizo más que estar
tumbado en la colchoneta mirando al techo. Oskar estuvo haciendo
falsos abdominales hasta la siguiente señal. La comba. Eso se le
daba bien aOskar. Él le dio a la cuerda mientras Staffe no hacía
más que trabarse con ella. Luego flexiones de brazos normales. De
ésas podía hacer Staffe las que quisiera. Finalmente el plinto, el
maldito plinto.
–¡Súbete al plinto!
–No puedo.
–Tendrás que coger impulso.
–¿Qué?
–Coger impulso. Coger impulso. Arriba y
salta.
Staffe agarró el plinto, se encaramó en él y se deslizó como
un perezoso por el otro lado. El maestro hizo la señal de ven y Oskar echó a correr.
En algún punto de aquella carrera hacia el plinto tomó la
decisión. Iba a intentarlo.
El maestro le había dicho en alguna ocasión que no tuviera
miedo al plinto, que todo dependía de eso. Normalmente no se
impulsaba fuerte con el pie, por miedo a perder el equilibrio y a
darse un golpe. Pero ahora iba a echar los restos, a hacer como si
pudiera. El maestro lo miraba. Oskar echó a correr a toda velocidad
hacia el trampolín.
Apenas pensó en el impulso, se concentró totalmente en subir
al plinto. Por primera vez botó en la tabla con todas sus fuerzas,
sin frenarse, y el cuerpo salió volando por sí mismo, los brazos se
extendieron al frente para hacer fuerza y dirigir el cuerpo hacia
delante. Pasó sobre el plinto a tal velocidad que perdió el
equilibrio y cayó de bruces cuando aterrizó por el otro lado.
¡Había conseguido subir!
Se volvió y miró al maestro: no reía, pero asentía dándole
ánimos.
–Bien, Oskar. Únicamente más equilibrio.
El silbato sonó y pudieron descansar un minuto antes de
empezar otra vuelta. Aquella vez Oskar logró subir al plinto y
mantener el equilibrio al aterrizar.
El maestro pitó el fin de la clase y salió fuera mientras
ellos recogían las cosas. Oskar bajó las ruedas del plinto y lo
empujó hasta el cuarto donde se guardaba, dándole unas palmaditas
como a un buen caballo que finalmente se hubiera dejado montar. Lo
colocó en su sitio y se dirigió al vestuario. Quería hablar con el
profesor de una cosa.
A medio camino de la puerta fue detenido. Un lazo de cuerda
voló sobre su cabeza y aterrizó alrededor de su estómago. Alguien
lo había cazado. A sus espaldas oyó la voz de
Jonny:
–Arre, Cerdo.
–Arre, arre.
Oskar agarró la cuerda con las dos manos y se la arrebató a
Jonny. La cuerda sonó
al caer al suelo detrás de Oskar. Jonny, señalándola,
dijo:
–Ahora tendrás que recogerla tú.
Oskar cogió la cuerda por el medio con una mano y, dándole
vueltas, la sacó por
la cabeza de forma que las agarraderas sonaron.
Gritó:
–¡Cógela! – y la soltó. La cuerda salió volando y Jonny se
tapó instintivamente la cara con las manos. La cuerda sobrevoló su
cabeza y chirrió detrás contra las espalderas. Oskar salió del
gimnasio y bajó corriendo las escaleras. El corazón tamborileaba en
sus oídos. Esto ha empezado. Bajó los
peldaños de tres en tres y aterrizó con los pies juntos en el
rellano, cruzó el vestuario y entró en el cuarto del
maestro.
Éste, en ropa de deporte, estaba sentado hablando por
teléfono en un idioma extranjero, probablemente español. La única
palabra que pudo entender Oskar fue «perro», que sabía lo que
significaba. El maestro le indicó que se sentara en la otra silla
que había en el cuarto. El maestro siguió hablando, varios «perro»,
mientras Oskar oyó cómo Jonny entraba en el vestuario y empezaba a
dar voces.
El vestuario se había quedado vacío antes de que el maestro
estuviera listo con su
«perro». Se volvió hacia Oskar.
–Bueno, Oskar, ¿qué quieres?
–Sí, quería saber… de esos entrenamientos de los
jueves.
–¿Sí?
–¿Puede uno apuntarse?
–¿Te refieres a los entrenamientos de pesas en la
piscina?
–Sí. Eso. ¿Puede uno apuntarse, o…?
–No tienes que apuntarte. Sólo ir. El jueves a las siete.
¿Quieres entrenar?
–Sí, yo… sí.
–Está bien. Entrena. Después podrás hacer… cincuenta
flexiones en la barra.
El maestro mostraba las flexiones en la barra con los brazos
en alto. Oskar meneó
la cabeza. – No. Pero… sí, iré.
–Bien. Entonces nos vemos el jueves. Oskar asintió; se iba a
ir, pero dijo:
–¿Qué tal está el perro?
–¿El perro?
–Sí, oí que decías «perro» y sé lo que quiere
decir.
–Ah, «perro» no. Pero. Que significa
'men'. Como en men inte jag. Se dice
pero yo no. ¿Entiendes? ¿Vas a empezar un
curso de español también?
Oskar meneó la cabeza sonriendo. Dijo que ya era bastante con
las pesas.
El vestuario estaba vacío salvo la ropa de Oskar. Oskar se
quitó los pantalones de deporte y se quedó parado. Sus pantalones
no estaban. Claro. Tenía que haberlo supuesto. Miró en el
vestuario, en los servicios. Nada.
El frío le pellizcaba las piernas al volver a casa sólo con
los pantalones de deporte puestos. Había empezado a nevar mientras
tenían gimnasia. Los copos de nieve caían y se deshacían sobre sus
piernas desnudas. Ya en el patio se detuvo bajo la ventana de Eli.
Las persianas estaban bajadas. Ni un movimiento. Gruesos copos de
nieve le cayeron en la cara mientras miraba hacia arriba. Atrapó
algunos con la lengua. Estaban buenos.
–Mira a Ragnar.
Holmberg apuntaba hacia la plaza de Vällingby donde la nieve
que caía cubría con un ligero manto el empedrado colocado en forma
circular. Uno de los borrachines estaba sentado en un banco sin
moverse, envuelto en un abrigo grande
mientras la nieve lo convertía en un mal amasado muñeco.
Holmberg suspiró.
–Tendré que salir a ver qué le pasa si no se mueve pronto. ¿Y
tú qué tal estás?
–Así, así.
Staffan había puesto otro cojín en la silla de su escritorio
para mitigar el dolor de la columna. Preferiría estar de pie, o
mejor aún, acostado en la cama. Pero el informe de los sucesos del
día anterior tenía que llegar a la brigada de homicidios antes del
domingo.
Holmberg miraba su cuaderno de notas golpeando en él con el
lapicero.
–Esos tres que estaban dentro, en el vestuario, dijeron que
el asesino ese, antes de
echarse el ácido clorhídrico encima, había gritado «¡Eli,
Eli!», yo me pregunto…
El corazón le brincó en el pecho a Staffan, se inclinó sobre
la mesa.
–¿Dijo eso?
–Sí. ¿Sabes lo que…?
–Sí.
Staffan se echó para atrás en la silla de forma brusca y el
dolor disparó una flecha hasta la mismísima raíz del pelo. Se
agarró a los bordes de la mesa, se sentó bien y se llevó las manos
a la cara. Holmberg lo miraba.
Aunque claro, tú eres el experto en esas cosas. Bueno, tú
sabrás. – Son las últimas palabras que Cristo dijo en la cruz.
«Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado? Eli, Eli, lema
sabachtani?». Holmberg guiñó un ojo y siguió mirando sus notas.
– Sí, eso. – Según san Mateo y san Marcos. Holmberg asintió, chupó
el lápiz. – ¿Lo vamos a poner en el informe?
Cuando llegó a casa de la escuela Oskar se puso un par de
pantalones limpios y bajó al kiosco del Amante para comprar el
periódico. Había oído comentar que el asesino había sido detenido y
quería saberlo todo. Cortar y guardar.
Notó algo raro cuando bajaba al kiosco, algo que no era
normal, aparte de que estaba nevando.
De vuelta a casa con el periódico supo lo que era. No estaba
todo el tiempo alerta. Sólo caminaba. Había recorrido el camino
hasta el kiosco sin ir vigilando a todos aquellos que pudieran
meterse con él.
Empezó a correr. Corrió todo el camino hasta casa con el
periódico en la mano mientras los copos le lamían la cara. Cerró la
puerta de la calle. Fue a la cama, se echó boca abajo y dio unos
golpecitos en la pared. No hubo respuesta. Le habría gustado hablar
con Eli, contárselo.
Abrió el periódico. La piscina de Vällingby. Coches de
policía. Ambulancias. Intento de asesinato. Las lesiones del
individuo de tal naturaleza que dificultaban su identificación.
Fotografía del hospital de Danderyd donde estaba siendo atendido el
hombre. Referencias al anterior asesinato. Ningún
comentario.
Después submarino, submarino, submarino. Reforzado el estado
de alerta.
Llamaron a la puerta.
nunca vendrían así a su casa. Abrió. Fuera estaba
Johan.
–Hola.
–Sí… hola.
–¿Vamos a jugar?
–Sí, ¿a qué?
–No sé. A algo.
–Vale.
Oskar se puso los zapatos y la cazadora mientras Johan lo
esperaba en el rellano
de la escalera.
–Jonny estaba bastante enfadado. En
gimnasia.
–Cogió mis pantalones, ¿verdad?
–Sí. Sé dónde están.
–¿Dónde?
–Allí detrás. Al lado de la piscina. Te lo voy a
enseñar.
Oskar pensó, aunque no lo dijo, que en ese caso los podría
haber cogido al venir.
Pero a tanto no llegaba su buena voluntad. Oskar asintió y
dijo:
–Bien.
Fueron hasta la piscina y buscaron los pantalones, que
colgaban de un arbusto. Luego dieron una vuelta y curiosearon un
poco. Hicieron bolas de nieve y las tiraron a los árboles. En un
contenedor encontraron un cable eléctrico que se podía cortar en
trozos, doblarlos y usarlos como munición para el tirachinas.
Hablaron del asesino, del submarino y de Jonny, Micke y Tomas, que
a Johan le parecía que estaban mal de la cabeza.
–Totalmente idos.
–A ti no te suelen hacer nada.
–No. Pero de todas formas.
Fueron al kiosco de las salchichas al lado del metro y se
compraron dos «vagabundos» cada uno. A una corona cada «vagabundo»;
sólo el pan tostado con mostaza, ketchup, aliño para hamburguesas y
cebolla. Empezaba a oscurecer. Johan hablaba con la chica del
kiosco y Oskar miraba los vagones del metro que iban y venían,
observando el tendido eléctrico que corría por encima de las
vías.
Echando vaho con sabor a cebolla por la boca bajaron hacia la
escuela, donde sus caminos se separaban. Oskar
dijo:
–No lo sé. Seguro que lo hacen. Mi hermano conoce a uno que
fue y meó en un raíl eléctrico.
–¿Qué pasó?
–Murió. La corriente subió por el pis hasta su
cuerpo.
–No me digas. ¿Quería morir
entonces?
–No. Estaba borracho. Joder. Imagínatelo…
Johan hizo como que se cogía el pito y meaba, y empezó a
temblar con todo el cuerpo. Oskar se reía.
Abajo, junto a la escuela, se despidieron. Oskar se dirigió a
casa con los recién encontrados pantalones atados alrededor de la
cintura y silbando la sintonía de
Dallas.
Había dejado de nevar, pero un manto blanco lo cubría todo.
Había luz en las grandes ventanas esmeriladas de la piscina pequeña
a la que iba a ir el jueves por la tarde. Iba a empezar a entrenar.
Hacerse más fuerte.
Viernes por la noche en el chino. El reloj redondo con los
bordes de acero que parece tan mal colocado entre lámparas de papel
de arroz y dragones dorados en una de las paredes alargadas, señala
las nueve menos cinco. Los colegas están sentados con sus cervezas,
perdidos en el paisaje de los mantelitos de papel. Fuera, sigue
cayendo la nieve.
Virginia mueve un poco su San Francisco y sorbe con la pajita
coronada por una figurita de Johnny Walker.
¿Quién era Johnny Walker? ¿Adónde
iba?
Da un golpecito en el vaso con la pajita y Morgan alza la
vista. – ¿Vas a dar un discurso? – Alguien tendrá que hacerlo. Se
lo habían contado a ella. Todo lo que Gösta había dicho sobre
Jocke, el puente,
el niño. Luego se habían quedado en silencio. Virginia hacía
sonar los hielos del vaso observando cómo la luz velada del techo
se reflejaba en los hielos medio deshechos.
–Hay algo que no entiendo. Si esto ha ocurrido como dice
Gösta, ¿dónde está? Jocke, quiero decir.
Karlsson se animó, como si ésa fuera la ocasión que andaba
esperando.
Morgan apuntó a Karlsson con un dedo acusatorio en el
aire.
–Tú no llamas cadáver a Jocke.
–¿Y cómo le llamo entonces? ¿El
finado?
–No le vas a llamar nada hasta que sepamos lo que ha
pasado.
–Eso es precisamente lo que estoy tratando de decir. Mientras
no tengamos un c… mientras ellos no lo hayan… encontrado, no
podemos…
–¿Qué ellos?
–Bueno, ¿tú qué crees? ¿La división de helicópteros de Berga?
La policía, claro.
Larry se frotó un ojo y dijo:
–Ése es el problema. Mientras no lo hayan encontrado no se
van a tomar interés, y si no se toman interés no van a buscarlo.
Virginia meneó la cabeza.
–Es que tenéis que ir a la policía y contar lo que
pasa.
–Sí, sí, ¿qué te parece que vamos a decir? – dijo Morgan
cloqueando-. Hola, dejad toda esa mierda del asesino de niños, el
submarino, todo, porque aquí estamos tres borrachines y un
borrachín colega nuestro ha desaparecido y resulta que otro de
nuestros colegas, también borrachín, ha contado que una tarde,
cuando estaba realmente en las nubes, vio… ¿qué?
–Pero Gösta, ¿entonces? Él es precisamente quien lo ha visto,
él es quien…
–Sí, sí. Claro. Pero está tan deteriorado… Haz un poco de
ruido con un uniforme delante de él y se desmorona, queda listo
para el manicomio de Beckomberga. No
aguanta. Interrogatorios y mierdas. – Morgan se encogió de
hombros-. Está jodido.
–¿Y vais a dejarlo estar sin
más?
–Sí, ¿qué cojones podemos hacer?
Lacke, que se había bebido su cerveza mientras discurría la
conversación, dijo algo
demasiado bajo como para que los otros pudieran entenderlo.
Virginia se inclinó hacia él y puso la cabeza en su
hombro.
–¿Qué has dicho?
Lacke miraba fijamente el paisaje envuelto en la niebla hecho
a tinta china e impreso en el mantelito que tenía encima de la mesa
y susurró:
–Tú dijiste que lo íbamos a coger.
Morgan dio tal golpe en la mesa que hizo saltar los vasos de
cerveza, y poniendo la mano en alto delante de él como una garra
afirmó:
–Y lo vamos a hacer. Pero primero tenemos que tener algo en
lo que apoyarnos.
Lacke asintió medio sonámbulo y empezó a
levantarse.
Las piernas se le doblaron y cayó de bruces sobre la mesa con
un estrépito de vasos que hizo que los ocho comensales se volvieran
a ver lo que pasaba. Virginia agarró a Lacke por los hombros y lo
sentó de nuevo en la silla. Los ojos de Lacke estaban
perdidos.
–Perdón, yo…
El camarero acudió rápidamente a su mesa secándose
frenéticamente las manos en el delantal. Se inclinó hacia Lacke y
Virginia mascullando en voz baja:
–Esto es un restaurante, no una
pocilga.
Virginia puso la mejor sonrisa que pudo mientras ayudaba a
Lacke a levantarse.
–Vamos, Lacke. Vamos a mi casa.
Con una mirada acusatoria hacia el resto del grupo, el
camarero rodeó rápidamente a Lacke y a Virginia, ayudando a Lacke
por el otro lado para mostrar a los comensales que estaba tan
interesado como ellos en alejar a este elemento distorsionador de
la paz de la mesa.
Virginia ayudó a Lacke a ponerse su pesado y en otros tiempos
elegante abrigo, una herencia de su padre, que había muerto dos
años antes, y lo arrastró hacia la puerta.
Detrás oyó un par de silbidos maliciosos de Morgan y
Karlsson. Con el brazo de Lacke sobre los hombros se volvió hacia
ellos y les sacó la lengua. Luego abrió la puerta de fuera y
salió.
La nieve caía en copos grandes y lentos creando un espacio de
frío y silencio para los dos. Las mejillas de Virginia ardían
cuando guiaba a Lacke hacia abajo, hacia el camino del parque. Era
mejor así.
–Hola. He quedado con mi papá, pero no llega y… ¿puedo entrar
a llamar por teléfono?
–Sí, claro.
–¿Puedo entrar?
–El teléfono está ahí.
La mujer señalaba hacia el pasillo: en una mesita estaba el
teléfono gris. Eli permanecía fuera, todavía no había sido
invitada. Al lado de la puerta había un erizo de hierro con púas de
fibra vegetal. Eli se limpió los pies en él para disimular que no
podía entrar.
–¿Seguro que puedo?
Hizo un gesto cansado: Eli estaba invitada. La mujer parecía
haber perdido el interés y se fue al cuarto de estar, desde donde
Eli podía oír el monótono zumbido de un televisor. Una larga cinta
de seda de color amarillo, atada alrededor del pelo lleno de canas
grises, se deslizaba por la espalda de la mujer como una serpiente
amaestrada.
Eli pasó al recibidor, se quitó los zapatos y la cazadora,
levantó el auricular del teléfono. Marcó un número al azar, hizo
como si hablara con alguien, colgó el auricular.
Aspiró a través de la nariz. Olor a fritura, productos de
limpieza, tierra, betún, manzanas de invierno, ropa húmeda,
electricidad, polvo, sudor, cola para papeles pintados y… orina de
gato.
Sí. Un gato negro como el tizón estaba en el vano de la
puerta de la cocina ronroneando con las orejas echadas para atrás,
la piel desgreñada y el lomo encorvado. Alrededor del cuello
llevaba una cinta roja con un pequeño cilindro metálico,
probablemente para meter un papel con el nombre y la
dirección.
Eli dio un paso hacia el gato y éste mostró los dientes,
bufó. El cuerpo erguido para saltar. Un paso más.
El gato se retiró, escurriéndose hacia atrás mientras seguía
bufando, sin apartar la mirada de los ojos de Eli. El odio que
sacudía su cuerpo hizo temblar el cilindro de metal. Se estaban
midiendo. Eli avanzaba lentamente obligando al gato a retroceder
hasta que estuvo dentro de la cocina, y cerró la
puerta.
El gato continuó bufando y maullando al otro lado. Eli fue al
cuarto de estar.
La mujer estaba sentada en un sofá de piel tan reluciente que
reflejaba la luz del televisor. Con la espalda recta miraba con
fijeza la resplandeciente pantalla azul. Llevaba una cinta amarilla
atada en el pelo, rematada en un lazo. En la mesa que tenía delante
había un cuenco con galletitas saladas y una bandeja con tres
clases de queso, una botella de vino sin abrir y dos
vasos.
La mujer parecía no notar la presencia de Eli, ocupada como
estaba con lo que sucedía en la pantalla. Un programa de
naturaleza. Pingüinos en el Polo Sur.
El macho lleva el huevo en los pies para
que no entre en contacto con el hielo.
Una caravana de pingüinos se movía torpemente sobre un
desierto de hielo. Eli se sentó en el sofá, al lado de la mujer.
Ésta estaba rígida, como si la tele fuera un maestro severo a punto
de leerle la cartilla.
Cuando vuelve la hembra después de tres
meses, la capa de grasa del macho se ha
consumido.
Dos pingüinos se frotaban el pico el uno al otro,
saludándose.
–¿Esperas visita?
–No, coge lo que quieras.
Eli no se movió. La imagen de la pantalla cambió a una vista
panorámica de Georgia del Sur, con música. En la cocina, los
maullidos del gato habían dado paso a una especie de… súplica. El
olor en el cuarto era químico. La mujer destilaba un olor a
hospital.
–¿Va venir alguien? ¿Aquí?
La mujer se estremeció de nuevo como si la hubieran
despertado, se volvió hacia Eli. Esta vez, sin embargo, parecía
irritada: una arruga bien marcada entre las cejas.
–No. No va venir nadie. Come si quieres -dijo con el dedo
índice bien estirado señalando los quesos de uno en uno-:
camembert, gorgonzola, roquefort. Come, come.
Miró a Eli como dándole una orden y Eli cogió una galletita,
se la llevó a la boca y la masticó despacio. La mujer asintió y
volvió de nuevo la vista a la pantalla. Eli escupió la masa
pegajosa de galleta en la mano y la tiró al suelo detrás del
reposabrazos del sofá.
–¿Cuándo te vas a ir? – preguntó la mujer.
–Pronto.
–Quédate el tiempo que quieras. A mí no me
importa.
Eli se fue acercando como para poder ver mejor la tele hasta
que sus brazos se rozaron. Algo le ocurrió entonces a la mujer.
Tembló y se hundió en el sofá como un paquete de café agujereado.
Cuando miró a Eli, lo hizo con una mirada suave y
soñadora.
–¿Quién eres?
Los ojos de Eli estaban tan sólo a un par de centímetros de
los suyos. La boca de la mujer exhalaba olor a
hospital.
–No sé.
La mujer asintió, se estiró para coger el mando a distancia
que estaba sobre la mesa y quitó el volumen de la
tele.
-En primavera florece Georgia del Sur con
una belleza árida…
Las suplicas del gato se oían ahora con nitidez, pero la
mujer no parecía preocupada por eso. Señaló los muslos de
Eli.
–¿Puedo…?
–Sí, claro.
Eli se retiró un poco de la mujer, que se acurrucó en el sofá
y puso la cabeza sobrelas piernas de la niña. Ésta le acarició
suavemente el pelo. Estuvieron así un rato. Los
–Cuéntame algo -pidió la mujer.
–¿Qué quieres que te cuente?
–Algo bonito.
Eli peinó una mecha del pelo de la mujer sobre la oreja. Ésta
respiraba ahora tranquila y tenía el cuerpo totalmente relajado.
Eli habló en voz baja.
–Una vez… hace mucho, mucho tiempo, había un campesino pobre
y su mujer. Tenían tres hijos: un chico y una chica que eran ya lo
bastante mayores para trabajar con los adultos y un niño pequeño
que tenía sólo once años. Todos los que lo veían decían que era el
niño más guapo que habían visto.
»E1 padre era un siervo de la gleba y tenía que trabajar
muchas jornadas en las propiedades del señor de la tierra. Por eso
eran la madre y los hijos los que debían hacerse cargo de la casa y
de la huerta. El hijo más pequeño no servía para
mucho.
»Un día, el señor de las tierras anunció un concurso en el
que todas las familias que vivían en sus tierras debían participar.
Todas las que tuvieran un chico entre ocho y doce años. No se
prometía ningún premio. Nada de premios. Sin embargo, se llamaba
concurso.
»E1 día de la competición la madre llevó consigo al más joven
al castillo del señor. No estaban solos. Otros siete niños
acompañados por uno o por los dos padres ya se habían reunido en el
patio del castillo. Y llegaron otros tres. Familias pobres, los
niños vestidos con lo mejor que tenían.
»Pasaron todo el día esperando en el patio. Al anochecer
salió un hombre del castillo y dijo que ya podían
entrar…
Eli escuchó la respiración de la mujer, lenta y profunda.
Estaba dormida. Su aliento calentaba las rodillas de la muchacha.
Justo debajo de la oreja, Eli pudo verle el pulso marcado bajo su
piel flácida y arrugada.
El gato se había callado.
En la tele pasaban ahora la lista de créditos del programa de
naturaleza. Eli puso el dedo índice sobre la arteria carótida de la
mujer, sintió su corazón palpitante bajo la yema del
dedo.
La niña se echó hacia atrás y movió con cuidado la cabeza de
la mujer de manera que descansara sobre sus rodillas. El fuerte
aroma del queso roquefort mitigaba todos los demás olores. Eli
cogió una manta del respaldo del sofá y tapó con ella los
quesos.
Un débil gemido: la respiración de la mujer. Eli agachó la
cabeza con la nariz apretada contra la arteria visible. Jabón,
sudor, olor a piel vieja… ese olor a hospital… y algo más, que era
el olor propio de la mujer. Y debajo, a través de todo ello, la
sangre.
La mujer pataleó como si hubiera recibido una descarga. El
cuerpo se descontroló y los pies golpearon contra el reposabrazos
con tanta fuerza que se desplazó y quedó con la espalda en las
rodillas de Eli.
La sangre salía a borbotones de la arteria abierta salpicando
la piel marrón del sofá. Gritaba y agitaba las manos, tiró la manta
de la mesa. Un tufo a queso mohoso llenó los orificios nasales de
Eli cuando ésta se echó a lo largo sobre la mujer y, apretando la
boca contra su cuello, bebió a grandes sorbos. Los gritos
reventaban los oídos de Eli y tuvo que soltarle un brazo para poder
ponerle una mano en la boca.
Los chillidos quedaron ahogados, pero la mano libre de la
mujer se movía sobre la mesa del sofá, agarró el mando a distancia
y golpeó la cabeza de Eli. Los trozos de plástico se esparcieron al
tiempo que el sonido de la tele se puso en marcha.
La sintonía de Dallas flotó por el
cuarto y Eli despegó su cabeza del cuello de la
mujer.
La sangre sabía a medicina. Morfina.
La mujer miraba a Eli con los ojos muy abiertos. Entonces la
muchacha apreció otro sabor más, un sabor a podrido que se
deslizaba junto con el olor al queso mohoso.
Cáncer. Tenía cáncer.
El estómago se le revolvió del asco y tuvo que soltarla y
sentarse en el sofá para no vomitar.
La cámara sobrevolaba Southfork mientras la música se
acercaba a su crescendo. La mujer había dejado de gritar,
permanecía tendida boca arriba mientras la sangre salía de ella
cada vez con menos fuerza, corría en hilillos hacia abajo, hacia
los cojines del sofá. Sus ojos estaban humedecidos, ausentes cuando
buscaban los de Eli y decía:
–Por favor, por favor…
Eli, tragándose un amago de vómito, se inclinó sobre
ella.
–¿Perdón?
–Por favor…
–Sí. ¿Qué quieres que haga?
–Por favor… por favor…
Después de un momento los ojos de la mujer cambiaron, se
pusieron rígidos. Se volvieron ciegos. Eli le cerró los párpados.
Se volvieron a abrir. Eli cogió la manta del suelo y se la puso
sobre la cara, se sentó en el sofá.
En la pantalla del televisor, un rascacielos de espejos. Un
hombre con traje y sombrero de vaquero salía de su coche, frente al
rascacielos. Eli intentó levantarse del sofá. No podía. El
rascacielos empezó a inclinarse, a girar. Los espejos reflejaban
las nubes que se deslizaban por el cielo a cámara lenta, recreando
formas de animales, plantas.
Eli se echó a reír cuando el hombre con el sombrero de
vaquero se sentó tras la mesa de un escritorio y empezó a hablar en
inglés. Eli entendía lo que estaba diciendo, pero no tenía sentido.
Todo el cuarto había empezado a inclinarse tanto que era raro que
la tele no se hubiera caído rodando. La voz del vaquero le
retumbaba en la cabeza. Buscó el mando a distancia, pero estaba
hecho pedazos sobre la mesa y el suelo.
Tenía que hacer callar al
vaquero.
Se deslizó del sofá y, gateando, llegó frente al televisor
con la morfina dándole vueltas en el cuerpo; se rio de las figuras
que se descomponían en colores, sólo colores. No podía más. Cayó de
bruces delante del televisor con los colores chisporroteándole en
los ojos.
Algunos niños se deslizaban todavía con sus trineos por la
cuesta que había entre la calle Björnsonsgatan y el pequeño campo
junto al camino del parque. La cuesta de la muerte, como por alguna
razón la llamaban. Tres sombras se pusieron en marcha al mismo
tiempo desde la cima y se oyó bien alto una palabrota cuando una de
ellas se salió al bosque; risas de los otros que seguían cuesta
abajo, salieron volando en un bache y aterrizaron con golpes y
tintineos sordos.
Lacke se detuvo, miraba al suelo. Virginia intentaba con
cuidado llevarlo consigo.
–Venga, vamos ya, Lacke.
–Es tan jodidamente duro.
–No puedo contigo, ya lo sabes.
Una mueca que podía haber sido una sonrisa acabó en tos.
Lacke retiró la mano del hombro de Virginia, quedándose con los
brazos extendidos a lo largo del cuerpo y la cabeza vuelta hacia la
cuesta.
–Joder, ahí están los jóvenes tirándose con sus trineos, y
allí… -hizo un gesto vago hacia el puente, al final de la colina de
la que era parte la cuesta-, ahí mataron a Jocke.
–No pienses más en eso ahora.
–¿Cómo voy a dejarlo? A lo mejor fue uno de esos jóvenes
quien lo hizo.
Ella le cogió el brazo para ponerlo alrededor de sus hombros
de nuevo, pero Lacke lo retiró. – No, puedo andar.
Lacke caminó a pulso a lo largo del camino del parque. La
nieve crujía bajo sus pies. Virginia permanecía parada mirándole.
Ahí iba él, el hombre al que amaba y con el que no podía
vivir.
Lo había intentado.
Durante una temporada, hacía ya ocho años, justo cuando la
hija de Virginia se había ido de la casa materna, Lacke se había
mudado a vivir con ella. Virginia trabajaba entonces, igual que
ahora, en una tienda de la cadena de supermercados ICA, en la calle
Arvid Mörnes, encima del parque China. Vivía en un apartamento de
un dormitorio, cuarto de estar y cocina en Arvid Mörnes, a sólo
tres minutos del trabajo.
Durante los cuatro meses que vivieron juntos, Virginia no
consiguió averiguar lo que Lacke hacía
realmente. Sabía algo de electricidad: montó un regulador en la
lámpara del cuarto de estar. Sabía algo de cocina: la sorprendió un
par de veces con platos fantásticos a base de pescado. Pero ¿qué
hacía?
Estaba en el apartamento, salía de paseo, hablaba con gente,
leía bastantes libros y periódicos. Eso era todo. Para Virginia,
que había trabajado desde que terminó la escuela, aquélla era una
manera incomprensible de vivir. Le había
preguntado:
–Bueno, Lacke, no quiero decir que… Pero tú en realidad ¿qué
haces? ¿De dónde sacas el
dinero?
–No tengo dinero.
-Algo de dinero
tendrás.
–Esto es Suecia. Cógete una silla y ponía en la acera.
Siéntate en la silla y espera. Si esperas suficiente llegará
alguien a darte dinero. O a hacerse cargo de ti de alguna
manera.
–¿Es así como me ves a mí?
–Virginia. Cuando digas «Lacke, vete de aquí», me
iré.
Pasó un mes antes de que se lo dijera. Entonces él apretujó
su ropa en un bolso, sus libros en otro, y se fue. Después no
volvió a verlo en medio año. Fue durante esa temporada cuando ella
empezó a beber más, sola.
Cuando vio de nuevo a Lacke, éste había cambiado. Más triste.
Durante aquel medio año había vivido con su padre, que se consumía
lentamente de cáncer en una casa en Småland. Cuando su padre murió,
Lacke y su hermana heredaron la casa, la vendieron y se repartieron
el dinero. La parte de Lacke había sido suficiente para un piso de
cooperativa con bajas cuotas mensuales en Blackeberg, y había
vuelto para quedarse.
Pasaron por delante del supermercado ICA con sus anuncios de
carne picada barata y su «Come, bebe y sé feliz». Lacke se detuvo a
esperarla. Cuando llegó a su altura, tendió un brazo hacia ella.
Virginia enlazó su brazo con el de él. Lacke asintió con la cabeza
en dirección a la tienda.
–¿Y el trabajo?
–Lo normal -Virginia se paró y señaló el cartel-: Lo he hecho
yo. Un cartel en el que ponía:
BOTES, 5 CORONAS.
–¿Te parece?
–Sí. A uno le entran muchas ganas de comer tomate triturado.
Ella le dio un empujón con cuidado. Sintió las costillas de Lacke
contra su codo.
–Al menos te acuerdas de cómo sabe la comida,
¿eh?
–No tienes que…
–No, pero lo voy a hacer de todas formas.
–Eeeeli… Eeeeliii…
La voz de la tele era conocida. Eli intentó alejarse de ella,
pero el cuerpo no le obedecía. Sólo las manos se deslizaron a
cámara lenta por el suelo, buscando algo a lo que agarrarse.
Encontraron un cable. Lo agarró fuerte con la mano como si se
tratara de una cuerda de salvamento para salir del túnel en cuyo
extremo estaba la tele hablándole.
–Eli… ¿dónde estás?
La cabeza le pesaba demasiado como para levantarla del suelo;
lo único que consiguió fue levantar la vista hacia la pantalla, y
lógicamente era… Él.
Sobre los hombros de la bata de seda caían mechas claras de
la peluca rubia hecha de pelo natural que hacía que la cara
femenina pareciera aún más pequeña de lo que era. Los labios
delgados y apretados dibujaban una sonrisa de pintalabios,
brillaban como un tajo de cuchillo en el rostro pálidamente
empolvado.
–Eeeliii…
Otras voces. Voces de niños. Eli levantó la cabeza de nuevo,
temblando como un recién nacido. De su nariz salían gotas de la
sangre enferma y le entraron en la boca. El hombre había extendido
los brazos en un gesto de bienvenida, enseñando el forro rojo de la
bata. El forro se movía, era un hervidero lleno de labios. Cientos
de labios de niños que se retorcían haciendo muecas, susurrando su
historia, la historia de Eli.
–Eli… vuelve a casa…
Eli sollozó, cerró los ojos. Esperando la mano fría en la
nuca. No ocurrió nada. Los abrió de nuevo. La imagen había
cambiado. Ahora mostraba una larga fila de niños mal vestidos que
caminaban sobre una gran llanura nevada, andando torpemente en
dirección a un castillo de hielo, lejos, en el
horizonte.
No está pasando.
Eli escupió la sangre de la boca, contra la tele. Unas
manchas rojas acabaron con la blanca nieve, cayeron sobre el
castillo de hielo. Eso no
existe.
Eli se agarró a la cuerda de salvamento intentando salir del
túnel. Se oyó un sonido cuando el enchufe se soltó de la toma y el
televisor se oscureció. Manchas espesas de sangre mezclada con
saliva resbalaban cruzando la negra pantalla, goteando al suelo.
Eli se sujetó la cabeza con las manos y desapareció en un remolino
de color rojo oscuro.
Virginia preparó un guiso rápido con unos trozos de carne,
cebolla y tomate triturado mientras Lacke se duchaba. Cuando la
carne estaba lista fue al cuarto de baño. Él estaba sentado en la
bañera con la cabeza colgando y con la boquilla de la ducha apoyada
en la nuca. Las vértebras parecían una sucesión de pelotas de
pingpong bajo la piel.
–¿Lacke? La comida está lista.
–Bien. Bien. ¿Llevo aquí mucho tiempo?
–No. Pero acaban de llamar del servicio de distribución de
agua diciendo que las reservas están a punto de
acabarse.
–¿Qué?
–Venga, vamos -descolgó su albornoz del colgador y se lo
alcanzó. Él se levantó de la bañera agarrándose con las dos manos a
los bordes. Virginia se asustó al ver lo escuálido que tenía el
cuerpo. Lacke lo notó y dijo:
Después comieron, compartieron una botella de vino. Lacke no
pudo comer mucho, pero lo hizo de todos modos. Compartieron otra
botella en el cuarto de estar, luego se fueron a la cama.
Estuvieron un rato acostados el uno al lado del
otro,
mirándose a los ojos.
–He dejado de tomar la píldora.
–Bueno. No tenemos que…
–No, pero ya no la necesito. Adiós a la
regla.
Lacke asintió. Se quedó pensando. Le acarició la
mejilla.
–¿Estás triste?
Virginia sonrió.
–Creo que eres el único hombre que conozco que haría una
pregunta así. Sí, un
poco. Es como si… lo que hace que sea una mujer, pues que ya
no lo tengo.
–Mmm. Para mí es más que suficiente.
–¿Seguro?
–Sí.
–Ven entonces.
Él le hizo caso.
Gunnar Holmberg arrastró los pies en la nieve para no dejar
huellas que pudieran dificultar la tarea a los técnicos de la
brigada criminal y se puso a observar las huellas que se alejaban
de la casa. La luz del fuego hacía que la nieve resplandeciera de
color rojo amarillento y el calor era lo bastante intenso como para
que se le formaran gotas de sudor en el nacimiento del
pelo.
Holmberg había aguantado mucho cachondeo por su quizá ingenua
confianza en la bondad esencial de los jóvenes. Eso era lo que
intentaba alentar con sus continuas visitas a las escuelas, con sus
muchas y largas conversaciones con los muchachos que tenían
problemas en la sociedad, y era eso lo que le hacía sentirse tan
mal al ver lo que tenía ante sus pies.
Las huellas que había en la nieve eran de zapatos pequeños.
Ni siquiera de lo que se podría llamar un «joven»; no, eran huellas
de zapatos de niño. Marcas pequeñas y nítidas con una increíble
distancia entre los pasos. Alguien había corrido.
Rápido.
Con el rabillo del ojo vio al aspirante Larsson
acercándose.
–Arrastra los pies, ¡joder!
Larsson se acercó arrastrando los pies y se colocó al lado de
Holmberg. El aspirante tenía los ojos grandes y saltones con una
expresión constante de asombro que ahora dirigía hacia las huellas
que había en la nieve.
–Joder.
–Yo mismo no habría podido decirlo mejor. Es un
niño.
–Sí, pero… esto es puro…
–Larsson siguió las huellas con la vista un tramo más allá-,
puro triple salto.
–Largo entre las pisadas, sí.
–Más que largo, esto es… esto es una locura. Lo largo que
es.
–¿Qué quieres decir?
–Que soy corredor. No podría correr de esta manera. Más que…
dos pasos. Y esto es todo el camino.
Staffan llegó corriendo entre los chalés, se abrió camino
entre los grupos de curiosos que se habían reunido alrededor de la
parcela y se acercó al grupo del centro, que en ese momento estaba
vigilando al personal de la ambulancia que justo entonces
introducía el cadáver de una mujer, cubierto con una tela azul, en
una ambulancia.
–¿Qué tal ha ido? – preguntó Holmberg.
–Nada… salió por… la calle Bällstavägen y luego… no se podía…
seguir más… los coches… habrá que poner… a los perros en
ello.
Holmberg asintió, atento a la conversación que se
desarrollaba justo al lado. Un vecino que había sido testigo de una
parte de los hechos estaba contando sus impresiones a un policía de
la brigada criminal.
–Primero pensé que se trataba de fuegos artificiales o algo
así, ¿no? Luego vi las manos… que eran manos que se movían. Y ella
salió hasta aquí… por la ventana… ella salió…
–¿Así que la ventana estaba abierta?
–Sí, abierta. Y ella salió por la… y entonces ardió la casa,
¿no? Eso es lo que vi entonces. Que ardía detrás de ella… y salió…
joder. Estaba ardiendo, entera. Y entonces salió andando de la
casa…
–Perdón. ¿Andando? ¿No iba corriendo?
–No. Eso era lo más raro… iba andando. Agitaba las manos así
como para… no sé. Y entonces se paró, ¿entiendes? Se paró. Ardía
así, toda ella. Se paró así. Y miró alrededor. Como que…
absolutamente tranquila. Y entonces echó a andar de nuevo. Y
entonces fue como que… se acabó, ¿entiendes? Nada de pánico o así,
ella… sí, joder… no gritaba. Ni un ruido. Sólo… se derrumbó así. De
rodillas. Y entonces… plaf. Cayó en la nieve.
El hombre se llevó las manos llenas de tizne a la cara, lloró
agachado. El agente de la brigada de investigación criminal le puso
una mano sobre los hombros.
–Tal vez podamos tomar un informe más detallado de los hechos
mañana. ¿Pero no viste a nadie más abandonar la
casa?
El hombre meneó la cabeza y el de criminalística hizo una
anotación en su libreta.
–Lo dicho. Mañana me pondré en contacto contigo. ¿Quieres que
le pida al personal sanitario que te den algún tranquilizante, algo
que te deje dormir, antes de que se vayan?
El hombre se frotó las lágrimas de los ojos. Las manos le
dejaron marcas húmedas de tizne en las mejillas.
–No. Eso es… yo tengo, en todo caso.
Gunnar Holmberg volvió la mirada hacia la casa incendiada.
Los esfuerzos de los bomberos habían dado resultado y ya apenas se
veían llamas. Sólo una nube enorme de humo que se elevaba hacia el
cielo nocturno.
Mientras Virginia abría sus brazos a Lacke, mientras el
técnico de la brigada de investigación criminal hacía moldes de las
huellas encontradas en la nieve, Oskar estaba al lado de la ventana
mirando hacia fuera. La nieve había cubierto con un manto blanco
los setos bajo la placa de chapa de su ventana y formaba una
pendiente blanca tan densa y seguida que uno creería que podía
deslizarse por ella. Eli no había venido esta
tarde.
Oskar había estado de pie caminando, dando vueltas,
columpiándose, congelándose en el parque entre las siete y media y
las nueve. Eli no había aparecido. A las nueve había visto a su
madre mirando por la ventana y había entrado, lleno de malos
presentimientos. Dallas y leche con cacao y
bollos y su madre preguntando y a punto estuvo él de hablar, pero
no lo hizo.
Ya eran las doce pasadas y estaba al lado de la ventana con
el alma en un puño. Dejó la ventana entreabierta, respirando el
aire frío de la noche. ¿Era realmente sólo por ella por lo que
había decidido empezar a defenderse? ¿No se trataba de sí
mismo?
Sí.
Pero por ella.
Por desgracia así era. Si el lunes se metían con él no
tendría ánimo, ni fuerzas, ni ganas de resistir. Lo sabía. No iría
a ese entrenamiento el jueves. No había motivo.
Oskar se desvistió y se acostó. Dio unos toquecitos en la
pared. Sin respuesta. Se echó el edredón por encima de la cabeza y
se puso de rodillas en la cama. Entrelazó las manos y, apoyando
sobre ellas la frente, susurró:
–Por favor, Dios bueno. Deja que ella vuelva. Te doy lo que
quieras. Todos mis cómics, todos mis libros, todas mis cosas. Lo
que quieras. Pero haz que ella vuelva. A mí. Por favor, Dios, por
favor.
Siguió acostado, encogido debajo del edredón, hasta que
sintió tanto calor que empezó a sudar. Luego sacó de nuevo la
cabeza, apoyándola en la almohada. Se puso en posición fetal. Cerró
los ojos. Imágenes de Eli, de Jonny y Micke, Tomas. Su madre. Su
padre. Durante un largo rato permaneció acostado haciendo pasar las
imágenes que quería ver; después éstas empezaron a vivir su propia
vida mientras él se deslizaba en el sueño.
Eli y él estaban sentados en un columpio que se impulsaba
cada vez más alto. Más y más alto hasta que se soltó de las
cadenas, volando hacia el cielo. Ellos se sujetaban bien fuerte en
los bordes del columpio, con las rodillas apretadas unas contra
otras, y Eli le dijo en voz baja:
–Oskar. Oskar…
Abrió los ojos. El globo terráqueo estaba apagado y la luz de
la luna volvía todas las cosas de color azul. Gene Simmons lo
miraba desde la pared de enfrente, sacándole su larga lengua. Se
acurrucó, cerró los ojos. Entonces volvió a oír el
susurro.
–Oskar…
Venía de la ventana. Abrió los ojos, miró hacia allí. Al otro
lado vio el contorno de una cabeza pequeña. Se quitó el edredón,
pero antes de que tuviera tiempo de salir de la cama, Eli
susurró:
–Espera. Quédate en la cama. ¿Puedo entrar?
Oskar susurró:
–Sííí…
–Di que puedo entrar.
–Puedes entrar. – Cierra los ojos.
Oskar cerró los ojos. La ventana se dio la vuelta hacia
arriba; una corriente fría recorrió la habitación. La ventana se
cerró con cuidado. Oyó cómo respiraba Eli,
susurró:
–¿Puedo mirar?
–Espera.
La puerta de su habitación se abrió.
–¿Oskar?
–¿Mmm?
–¿Eres tú el que habla?
–No.
Su madre se quedó en el vano de la puerta escuchando. Eli
permaneció totalmente quieta a sus espaldas, apoyando la frente
entre sus omoplatos. Su aliento cálido descendió por sus
riñones.
Su madre meneó la cabeza.
–Tienen que ser esos vecinos. – Escuchó un momento más,
después dijo-: Buenas noches, corazón -y cerró la puerta. Oskar
estaba solo con Eli. A sus espaldas oyó un
susurró.
–¿Esos vecinos?
–¡Chist!
Otro crujido cuando su madre se acostó de nuevo en el sofá
cama. Oskar miró hacia la ventana. Estaba cerrada.
Una mano fría se deslizaba sobre su cintura, se puso sobre su
pecho, sobre sucorazón. Él la apretó entre sus dos manos, la
calentó. La otra hurgó bajo su axila, subiendo por su pecho y
colocándose entre sus manos. Eli giró la cabeza y puso la mejilla
sobre su espalda.
Un olor nuevo había llegado a la habitación. Un suave olor
como el del depósito de la moto de su padre cuando acababan de
llenarlo. Gasolina. Oskar inclinó la cabeza, olió las manos de
ella. Sí. Eran las que olían.
Estuvieron así un buen rato. Cuando Oskar dedujo por la
respiración que su madre se había dormido en la habitación de al
lado, cuando el montón de manos ya estaban calientes y empezaba
sudarle el pecho, dijo en voz baja:
–¿Dónde has ido?
–A buscar comida.
Los labios de ella le hacían cosquillas en el hombro. Eli
retiró sus manos, se volvió de espaldas. Oskar se quedó un momento
como estaba mirando a Gene Simmons a los ojos. Después se puso boca
abajo. Se imaginó que las pequeñas figuras del papel pintado que
Eli tenía detrás de la cabeza la observaban llenas de curiosidad.
La muchacha tenía los ojos abiertos, de color negro azulado a la
luz de la luna. A Oskar se le puso la piel de gallina en los
brazos.
–¿Y tu padre?
bajo la cabeza mirando al techo.
–Me sentía sola. Por eso he venido. ¿Podía
hacerlo?
–Sí. Pero… es que no llevas ropa.
–Perdón. ¿Te da asco?
–No. Pero ¿no tienes frío?
–No. No.
Los mechones blancos habían desaparecido de su pelo. Sí,
sobre todo parecía más
sana que cuando se encontraron el día anterior. Tenía las
mejillas más redondeadas, los hoyuelos de la risa aparecieron
cuando Oskar, en broma, le preguntó:
–¿No pasarías así por delante del kiosco del
Amante?
Eli se echó a reír, después se puso muy seria y dijo con voz
de fantasma:
–Sí. ¿Y sabes qué? Él asomó la cabeza y dijo: «Veeeen…
Veeeen… Tengo golosiiiinas… y pláaaatanos…».
Oskar hundió la cara en la almohada, Eli se volvió hacia él,
le susurró al oído:
–Veeen… ratooones…
Oskar gritó:
–¡No! ¡No! – con la cabeza debajo de la almohada. Siguieron
así un rato. Luego Eli miró los libros de la estantería y Oskar le
contó un resumen de su favorito: La niebla,
de James Herbert. La espalda de Eli relucía blanca como un gran
folio en la oscuridad, acostada como estaba boca abajo mirando la
estantería.
Él tenía la mano tan cerca de ella que podía sentir su calor.
Después encogió los dedos y recorrió con ellos la espalda de ella,
susurrando:
–Kili, kili, viene la cabra. ¿Cuántos cuernos
tiene?
–Mmm. ¿Ocho?
–Has dicho ocho y eran ocho, kili, kili.
Luego Eli se lo hizo a él, pero Oskar no era tan bueno como
ella adivinándolo. Sin embargo a piedra, papel, tijera ganó él con
diferencia. Siete-tres. Lo hicieron una vez más. Entonces ganó él
nueve-uno. Eli se enfadó un poco.
–¿Sabes lo que voy a pedir?
pared. – Ya no juego más contigo. Haces trampa. Oskar
observaba el cuadrado blanco de su espalda. ¿Se atrevería? Sí,
ahora que
ella no lo miraba, sí que se atrevía. – Eli, ¿tengo alguna
posibilidad contigo? Ella se dio la vuelta, se subió el
edredón
hasta la barbilla. – ¿Qué quiere decir eso? Oskar fijó la
mirada en los lomos de los libros que tenía delante de
él,
encogiéndose de hombros. – Que… que si quieres que salgamos
juntos, y eso. – ¿Cómo juntos? Su voz sonaba recelosa, dura. Oskar
se apresuró a decir: -A lo mejor tú ya tienes un chico en la
escuela. – No, pero… Oskar, yo no puedo… No soy una chica. Oskar se
rió. – ¿Qué dices? ¿Eres un chico, o…? –
No. No. – ¿Entonces qué eres? – Nada. – ¿Cómo que nada? – No soy
nada. Ni un niño. Ni un viejo. Ni un chico. Ni una chica. Nada.
Oskar pasó el dedo sobre el lomo del libro Las
ratas, apretando los labios, negando
con la cabeza. – Entonces, ¿tengo
alguna posibilidad contigo o no? – Oskar, me gustaría mucho, pero…
¿no podemos estar juntos así como estamos? – … Sí. – ¿Estás triste?
Podemos besarnos, si quieres. – No. – ¿No quieres?
quieta, esperando. Después de un rato, dijo: -¿No hay nada
más? – No. – ¿No podremos estar acostados como antes? Oskar se dio
la vuelta de espaldas a
ella. Eli le rodeó con los brazos y él le cogió las manos
entre las suyas. Estuvieron así hasta que Oskar empezó a tener
sueño. Le escocían los ojos y era difícil mantener los párpados
abiertos. Antes de quedarse dormido dijo:
–¿Eli? – ¿Mmm? – Has hecho bien en venir. – Sí. – ¿Por qué…
hueles a gasolina? Las manos de Eli apretaron con fuerza sus manos,
su corazón. Abrazándolo. La
habitación se hizo más grande alrededor de Oskar, las paredes
y el techo se ablandaron, el suelo desapareció y, cuando sintió
cómo la cama se deslizaba libremente en el aire, comprendió que se
había dormido.
William Shakespeare, Romeo y Julieta
III. v (Traducción de Ángel Luis Pujante)
Gris. Todo era confusamente gris. La mirada no se quería
centrar, era como si estuviera acostado en una nube. ¿Acostado? Sí,
estaba acostado. Sentía la presión en la espalda, en el culo, en
los talones. Un ruido silbante a su izquierda. El gas. El gas
estaba abierto. No. Ahora lo cerraban. Lo ponían de nuevo. Algo
ocurría en su pecho al ritmo del silbido. Se llenaba, se vaciaba al
ritmo del ruido.
¿Estaba todavía en la piscina? ¿Estaba él conectado al gas? ¿Cómo podía estar despierto en
ese caso? ¿Estaba despierto?
Håkan intentó parpadear. No pasó nada. Casi nada. Algo se
desprendió delante de su ojo y ensombreció la vista aún más. Su
otro ojo no existía. Intentó abrir la boca. La boca no existía.
Evocó la imagen de su boca como la había visto en los espejos, en
su cabeza, intentó… pero no había. Nada que respondiera a sus
órdenes. Como intentar insuflar conciencia a una piedra para hacer
que se mueva. No había contacto.
Una sensación fuerte de calor en toda la cara. Una flecha de
terror le recorrió el cuerpo. La cabeza estaba metida dentro de
algo caliente, solidificado. Cera. Un aparato controlaba su
respiración puesto que su cara estaba cubierta de
cera.
Buscó con el pensamiento su mano derecha. Sí. Estaba ahí. La
abrió, la cerró, sintió las yemas de los dedos contra la palma. El
tacto. Suspiró aliviado; se imaginó un suspiro de alivio porque su
pecho se movía al ritmo de la máquina, no al suyo.
Levantó la mano despacio. Le tiraba el pecho, el hombro. La
mano apareció en su campo visual, un bulto borroso. La dirigió a la
cara, se detuvo. Un pitido suave a su derecha. Volvió la cabeza
despacio y notó que algo duro le rozaba la barbilla. Llevó la mano
hacia aquello.
Los recuerdos terminaban cuando desenroscaba la tapa del
tarro de confitura. Seguro que se lo había echado encima. Siguiendo
su plan. Lo único que había fallado era que aún estaba vivo. Había
visto imágenes. Mujeres a las que sus maridos celosos habían
vertido ácido en la cara. No quería tocársela, menos aún
verla.
Aumentó la presión del tubo. No cedía. Enroscado. Intentó
girar la parte metálica y dio resultado. Siguió desenroscando.
Buscó su otra mano, sólo sintió una bola punzante de dolor allí
donde debería estar. En las yemas de los dedos de su mano viva
sintió entonces una presión suave y oscilante. El aire empezaba a
salirse por la junta, el silbido cambió, se volvió más
débil.
La luz de color gris a su alrededor se mezcló con
intermitencias de color rojo. Intentó cerrar su único ojo. Pensó en
Sócrates y la cicuta. Por haber corrompido a los jóvenes
atenienses. No olvides llevar un gallo a… ¿cómo se llamaba?
¿Arquimandro? No…
Se oyó un ruido absorbente cuando se abrió la puerta y una
figura blanca se movió hacia él. Sintió unos dedos que forzaron los
suyos apartándolos de la junta de conexión. Una voz de
mujer.
–¿Qué haces?
Asclepios. Ofrecerle un gallo a
Asclepios.
–¡Suelta!
Un gallo. Para Asclepios. El dios de la
medicina.
Un escape silbante cuando apartaron sus dedos y el tubo fue
enroscado otra vez en su sitio.
–Tendremos que ponerte un vigilante.
Ofréceselo y no lo
olvides.
Cuando Oskar se despertó, Eli ya no estaba. Permanecía
tendido con la cabeza vuelta hacia la pared, sentía frío en la
espalda. Se incorporó apoyándose en el codo, recorrió la habitación
con la vista. La ventana estaba entreabierta. Tiene que haber
salido por ahí.
Desnuda.
¿Había ocurrido realmente? Se puso boca
abajo…
Sí.
Estuvieron allí. Los dedos de ella en su espalda. El recuerdo
de los dedos de ella en su espalda. Kili, kili. Su madre había
jugado a eso con él cuando era pequeño. Pero esto había ocurrido
ahora. Hacía un poco. El vello de los brazos y de la nuca se le
erizó.
Se levantó de la cama, empezó a vestirse. Cuando tenía
puestos los pantalones se acercó a la ventana. Había dejado de
nevar. Cuatro grados bajo cero. Bien. Si la nieve hubiera empezado
a fundirse habría estado todo demasiado encharcado para poder dejar
en el suelo, fuera de los portales, las bolsas de papel con los
anuncios. Se imaginó cómo sería descolgarse desnudo por la ventana
con cuatro bajo cero, bajar entre los setos cubiertos de nieve
y…
No.
Se inclinó hacia delante, parpadeó. La nieve del seto estaba
intacta.
Ayer por la noche había estado observando aquella pendiente
perfecta de nieve que bajaba hasta el camino. Ahora estaba
exactamente igual. Abrió más la ventana, sacó la cabeza. Los setos
llegaban justo hasta la pared de debajo, el manto de nieve también.
No había huellas.
Oskar miró hacia la derecha, a lo largo de la pared revocada.
A tres metros estaba la ventana de Eli.
El aire frío arañaba el pecho desnudo de Oskar. Tenía que
haber nevado durante la noche, después de que ella se hubiera ido.
Era la única explicación. Pero otra cosa… ahora que lo pensaba:
¿cómo había llegado arriba, hasta la ventana? ¿Habría trepado por
los setos?
Pero entonces el manto de nieve no podía estar tan intacto.
No había nevado después de que él se acostara. Ella no tenía el
cuerpo ni el cabello mojado cuando llegó, por tanto, no estaba
nevando. ¿Cuándo se fue?
Desde que ella se fue hasta ahora tiene
que haber nevado lo suficiente como para cubrir todas las huellas
de…
Oskar cerró la ventana y siguió vistiéndose. Era
incomprensible. Empezó a pensar de nuevo que había sido un sueño,
todo. Luego vio la nota. Estaba doblada debajo del reloj en su
escritorio. La cogió y la desdobló:
DEJA ENTRAR EL DÍA, LA LUZ, Y SUELTA MI
VIDA.
Un corazón y: