El jersey… el
periódico…
Se estremeció, pensó en levantarse para recoger todos los
periódicos que estaban allí, a la vista. Ella los iba a ver… y a
saber que él…
Después volvió a apoyar la cabeza en la almohada y lo mandó a
la porra.
Un silbido bajo fuera de la ventana. Se levantó de la cama,
se acercó y se inclinó contra el marco. Ella estaba allí abajo, con
la cabeza vuelta hacia la luz. Llevaba puesta la camisa de cuadros
que le quedaba demasiado grande.
Él le hizo una señal con el dedo: Sube
hasta la puerta.
–No le digas que estoy allí, ¿vale? Yvonne hizo una mueca
expulsando el humo por la comisura de los labios
en
dirección a la ventana entreabierta, no dijo nada. Tommy
resopló.
–¿Por qué fumas así, echando el humo por la
ventana?
Tenía ya tanta ceniza en el cigarro que había empezado a
curvarse. Tommy se lo
señaló haciendo un gesto con el dedo índice. Ella lo
ignoró.
–Porque no le gusta a Staffan, ¿no? El olor a
tabaco.
Tommy se echó para atrás en la silla de la cocina mirando la
ceniza y
preguntándose la razón de que aún mantuviera su forma; agitó
la mano delante de la cara.
–A mí tampoco me gusta el olor a
tabaco. Ni me gustaba nada cuando era
pequeño. Pero entonces no abrías la ventana. Y mira
ahora…
La ceniza cayó en la pierna de Yvonne. Ella la sacudió y se
formó una raya de color gris en su pantalón. Amenazando con la mano
que sujetaba el cigarro, dijo:
-Claro que lo hacía. Al menos, la
mayor parte de las veces. Puede que alguna vez, cuando teníamos
invitados, puede que… y qué porras, tú no eres el más indicado para
decir que no te gusta el humo.
Tommy sonrió burlonamente.
-Algo divertido sí que fue,
¿no?
–La pila bautismal.
–Eso, la pila bautismal. El cura estaba totalmente
desesperado, era como una… costra negra en toda la… Staffan tuvo
que…
–Staffan, Staffan…
-Staffan, sí. No dijo que habías sido
tú. Me lo dijo a mí, que fue muy duro para él, con su… convicción
religiosa, estar allí mintiéndole al cura delante de su propia
cara, pero que él… para protegerte…
–Tú comprenderás.
–¿Qué es lo que tengo que comprender?
–Que es a sí mismo a quien protege.
–No fue él el que…
–Piénsalo bien.
Yvonne dio una última calada profunda al cigarrillo, lo apagó
en el cenicero y
encendió otro.
–Era… antigua. Ahora tendrán que mandarla
restaurar.
–Y fue el hijastro de Staffan el que lo hizo. ¿Cómo sonaría
eso?
–Tú no eres su hijastro.
–No, pero ya sabes. Si yo le hubiera dicho a Staffan que
había pensado ir a decirle
al curita que lo había hecho yo, que me llamaba Tommy y que
Staffan es… el novio de mi madre, ¿crees que le habría
gustado?
–Tendrás que preguntárselo tú mismo.
–No. Hoy por lo menos no.
–No te atreves.
–Lo dices como un niño.
–Tú te comportas como un niño.
-Algo divertido sí que fue,
¿no?
–No, Tommy. No fue nada divertido.
Tommy suspiró. No era tan tonto como para no dar por hecho
que su madre también se iba a enfadar, pero a pesar de ello había
pensado que ella, de alguna manera, vería algo cómico en todo el asunto. Sin embargo ella
estaba ahora de parte de Staffan. No había más que
verlo.
De manera que el problema, el verdadero problema, era encontrar algún sitio donde
vivir. Bueno, más tarde, cuando se casaran. Mientras tanto podía
dormir en el sótano noches como ésta, en las que Staffan venía a
casa. A las ocho acabaría su turno en keshov y vendría directamente
aquí. Y Tommy no pensaba esperarle sentado
y escuchar ningún jodido sermón de aquel
tío. Para nada.
–Bueno, ya me voy. No le digas que estoy ahí, por
favor.
Yvonne se volvió hacia él. Tenía lágrimas en los ojos. Le
sonrió.
–Pareces como cuando… cuando viniste e ibas…
Se le hizo un nudo en la garganta. Tommy se quedó parado.
Yvonne tragó, se
aclaró la garganta y lo miró con los ojos totalmente limpios,
y dijo en voz baja:
–Tommy, ¿qué vas a hacer?
–No sé.
–¿Tendré que…?
–No. Por mí no. Las cosas son como son.
Yvonne asintió. Tommy notó que también él estaba a punto de
ponerse muy triste,
que tenía que marcharse ya, antes de que fuera
tarde.
–¿Oye? No digas que…
–No, no. No lo digo.
–Bien. Gracias.
Yvonne se levantó y se acercó a Tommy. Lo abrazó. Olía mucho
al humo de los cigarros. Si Tommy hubiera tenido libres los brazos
también la habría abrazado. Pero los tenía ocupados, así que sólo
apoyó la cabeza en el hombro de su madre y permanecieron así un
rato.
Después, Tommy se fue.
No me fío de ella. Staffan puede montar
un numerito de la hostia y… En el sótano tiró el edredón y la
almohada en el sofá. Se metió una bolsita de pasta de tabaco, se
tumbó y se puso a pensar.
Lo mejor sería que lo mataran.
Pero Staffan no era de los que… no, no. Más bien al
contrario, de los que harían diana en la frente del asesino.
Recibiría una caja de bombones de sus compañeros maderos. El héroe.
Luego vendría aquí a buscar a Tommy. Quizá.
Cogió la llave, salió al pasillo y abrió la puerta del
refugio; se llevó la cadena. Con el encendedor como lámpara avanzó
por el pequeño corredor que tenía dos trasteros a cada lado. En los
trasteros había alimentos secos, conservas, viejos juegos de mesa,
cocinas de gasóleo y otras cosas por el estilo, para que uno
pudiera arreglárselas en caso de asedio.
Antes de abandonar el refugio bajó el trofeo de tiro, lo
sopesó con la mano. Dos kilos por lo menos. A lo mejor se podía
vender. Sólo por el valor del metal. Para
fundirlo.
Observó la cara del tirador de pistola. ¿No guardaba cierto
parecido con Staffan, mirándolo bien? Entonces era la fundición lo
que le esperaba.
Cremación.
Definitivamente.
Le dio la risa.
Lo mejor de todo sería fundir todo menos la cabeza y después
devolvérselo a Staffan. Una balsa de metal endurecido sólo con
aquella cabecilla encima. Probablemente no se podría hacer. Por
desgracia.
Volvió a colocar la escultura en su sitio, salió y cerró la
puerta sin girar el volante. Ahora podría entrar allí si fuera
necesario. Lo que no creía que llegara a ocurrir.
Sólo por si acaso.
Lacke dejó que dieran diez señales antes de colgar. Gösta,
que estaba sentado en el sofá acariciándole la cabeza a un gato con
rayas anaranjadas, preguntó sin levantar la vista:
–¿No hay nadie en casa? Lacke se pasó la mano por la cara y
contestó irritado: -Sí, joder. ¿No has oído que estábamos hablando?
– ¿Quieres tomar otro? Lacke se ablandó, intentó sonreír. Sorry, no quería… sí, joder. Gracias. Costa se
inclinó sobre la mesa con tan poco cuidado que aplastó al gato que
tenía
en sus rodillas. El gato pegó un bufido y se escurrió al
suelo, se sentó y miró ofendido a Gösta, que estaba echando un
chorrito de tónica y una buena dosis de ginebra en el vaso de Lacke
y que, acercándose a éste, le dijo:
–Ten. No te preocupes, ella sólo estará… sí… -Ingresada.
Gracias. Ha ido al hospital y la han ingresado. – Sí… eso es. –
Pues dilo, entonces.
miró y Gösta retiró el dedo y sonrió como para disculparse.
No estaba acostumbrado a la compañía.
Un gato gordo de color gris estaba espatarrado en el suelo,
parecía como si apenas tuviera fuerzas para levantar la cabeza.
Gösta movió la cabeza dirigiéndose a él.
–Miriam va a tener gatitos pronto.
Lacke pegó un buen trago, hizo una mueca. Por cada gota de
adormecimiento que el alcohol le proporcionaba, menos sentía el
olor del apartamento.
–¿Qué haces con ellos?
–¿Con quienes?
–Con los gatillos. ¿Qué haces con ellos? Los dejas que vivan,
¿no?
–Sí, aunque normalmente nacen muertos.
Últimamente.
–Así que… cómo. Esa gorda, ¿cómo la llamaste…?, ¿Miriam?… la
tripa, ¿sólo hay… una lechigada de crías muertas ahí
dentro?
–Sí.
Lacke se bebió todo lo que quedaba en el vaso, lo dejó en la
mesa. Gösta le preguntó con un gesto señalando la botella de
ginebra. Lacke negó con la cabeza.
–No. Esperaré un poco.
Bajó la cabeza. Una alfombra de color naranja tan llena de
pelos de gato que parecía que estuviera hecha
de ellos. Gatos y más gatos por todas partes. ¿Cuántos había?
Empezó a contar. Llegó hasta dieciocho. Sólo en aquel
cuarto.
–No has pensado nunca en… hacer algo con ellos. Me refiero a
castrarlos, o cómo se dice… ¿esterilizarlos? Sería suficiente con
dejar un solo sexo.
Gösta le miraba sin comprender.
–¿Y eso cómo se hace? No, claro.
Lacke se imaginó a Gösta yendo en el metro con unos…
veinticinco gatos. En una caja. No. En una bolsa, en un saco.
Llegando a casa del veterinario y soltándolos allí a todos:
«Cástrenlos, por favor». Se ahogaba de la risa. Gösta volvió la
cabeza.
–¿Qué pasa?
–Nada, sólo pensaba… que a lo mejor os hacen rebaja de grupo.
A Gösta no le
hizo gracia la broma y Lacke daba manotazos en el
aire.
–No, sorry. Yo sólo… ah, estoy
totalmente… con esto de Virginia, yo…
De pronto se enderezó, golpeó la mesa con la
mano.
Gösta saltó en el sofá. Los gatos que estaban delante de los
pies de Lacke salieron corriendo y se escondieron debajo del sofá.
De algún sitio del cuarto llegó un silbido. Gösta se revolvía, daba
vueltas a su vaso.
–No te preocupes. Al menos, no por mí…
–No es eso. Aquí. Aquí. Toda la
mierda. Blackeberg. Todo. Estas casas, las calles por las que
andamos, los sitios, las personas, todo no es más que… una única
gran enfermedad endiablada, ¿entiendes? Hay algo que está mal. Se imaginaron el sitio, planificaron todo para
que fuera… perfecto, ¿no? Y de alguna jodida manera se equivocaron. Alguna
mierda.
«Como si… no puedo explicarlo… como si hubieran tenido una
idea de los ángulos,
o lo que sea, joder, ángulos en los que tuvieran que estar
las casas, en relación con las demás, ¿no? Para que hubiera armonía
o algo así. Y entonces hubieran tenido algún fallo con la vara de
medir, la escuadra o lo que cojones usen, y entonces se produjo un
pequeño fallo desde el principio y después se hizo más grande. De
manera que uno va por aquí entre las casas y no piensa más que… no.
No, no, no. Aquí no tiene uno que estar.
Aquí hay algo que no funciona,
¿entiendes?
«Aunque no son los ángulos, es alguna otra cosa, algo que
sólo… como una enfermedad que está en… las paredes, y yo no quiero
permanecer más tiempo aquí.
Un tintineo cuando Gösta, sin que nadie se lo dijera, echó
otro cubata en el vaso de Lacke. Él lo tomó agradecido. La descarga
había propiciado un agradable sosiego en su cuerpo, un sosiego que
el alcohol llenaba ahora de calor. Se echó hacia atrás en el sofá,
respirando con tranquilidad.
Permanecieron en silencio hasta que llamaron a la puerta.
Lacke preguntó:
–¿Estás esperando a alguien?
Gösta meneó la cabeza mientras se levantaba
trabajosamente.
–No. Menuda afluencia de tráfico esta tarde.
Lacke sonrió burlonamente y levantó su vaso hacia Gösta al
pasar. Ya se sentía mejor. Se sentía bien,
realmente.
Se abrió la puerta de la calle. Alguien desde fuera dijo algo
y Gösta contestó:
–Sé bienvenida.
Tumbada en la bañera, en el agua caliente que se tiñó de rosa
cuando la sangre reseca de su piel se diluyó, Virginia se decidió.
Gösta.
Se levantó, se secó y se puso unos pantalones y una blusa. Ya
en la calle se dio cuenta de que no había cogido un abrigo. Sin
embargo no tenía frío.
Descubrimientos nuevos, todo el
tiempo.
Al pie de los edificios altos se detuvo, miró hacia la
ventana de Gösta. Estaba en casa. Siempre estaba en
casa.
¿Y si se resiste?
No había pensado en eso. Sólo se había hecho a la idea de que
iba a buscar lo que necesitaba. Pero puede que Gösta quisiera
vivir.
Claro que querrá vivir. Es una persona,
tiene sus diversiones y piensa en todos los gatos que
llegan…
El pensamiento se frenó, desapareció. Se puso la mano en el
corazón. Latía cinco veces por minuto y ella sabía que tenía que
cuidar su corazón. Que había algo en eso de… las estacas
afiladas.
Cogió el ascensor hasta el penúltimo piso, llamó. Cuando
Gösta abrió la puerta y vio a Virginia, sus ojos se abrieron de una
manera que parecía espanto.
¿Lo sabrá? ¿Se
notará?
Gösta dijo: -Pero… ¿eres tú? – Sí. ¿Puedo…? Hizo un
movimiento hacia el interior del apartamento. No lo entendía.
Pero
intuitivamente supo que necesitaba una invitación, si no… si
no… pasaría algo. Gösta asintió, reculó un paso.
–Sé bienvenida.
Entró y Gösta volvió a cerrar la puerta, la miró con los ojos
llorosos. Estaba sin afeitar, la piel fofa del cuello ennegrecida
por la barba grisácea de dos días. La pestilencia del apartamento
peor de lo que recordaba, más nítida.
No quie…
El viejo cerebro se cerró. El hambre tomó la iniciativa.
Virginia puso las manos en los hombros de Gösta, vio sus manos
ponerse en los hombros de Gösta. Sin oponer resistencia. La vieja
Virginia estaba ahora acurrucada en algún lugar lejano de su
cabeza, sin control.
La boca dijo:
–¿Quieres ayudarme con una cosa? Quédate
quieto.
Ella oyó algo. Una voz.
Lacke se echó hacia atrás cuando Virginia volvió la cabeza
hacia él.
Tenía los ojos vacíos. Como si alguien le hubiera clavado
agujas en ellos y hubiera absorbido lo que Virginia era y sólo
hubiera dejado la mirada inexpresiva de un modelo anatómico:
Figura 8: Los ojos.
Virginia lo miró fijamente durante un segundo, luego soltó a
Gösta y se volvió hacia la puerta; asió el picaporte: estaba
cerrada. Descorrió la cerradura, pero Lacke la cogió y la
apartó.
–No vas a ninguna parte antes de que…
Virginia se revolvía en sus brazos y le golpeó con el codo en
la boca, el labio se le reventó contra los dientes. Él le sujetaba
con fuerza por los brazos, apretando la mejilla contra la espalda
de ella.
–Ginja, joder. Tengo que hablar contigo. He estado tan
preocupado. Tranquilízate, ¿qué te pasa?
Ella dio un tirón hacia la puerta, pero Lacke, que la
sujetaba con fuerza, la arrastró hacia el cuarto de estar. Se
esforzaba por hablarle tranquilo, con calma, como a un animal
asustado, mientras la arrastraba delante de él.
–Ahora nos va a poner Gösta un cubata y nos sentamos
tranquilamente y hablamos de ello, porque yo… yo te voy a ayudar.
Sea lo que sea, ¿vale?
–No, Lacke, no.
–Sí, Ginja, sí.
Gösta entró como pudo en el cuarto de estar, le sirvió un
cubata a Virginia en el vaso de Lacke. Lacke hizo entrar a
Virginia, la soltó y se colocó en el vano de la puerta, con las
manos en las jambas, como un portero. Se chupó un poco de sangre
que tenía en el labio inferior.
Virginia se encontraba en el centro del cuarto, tensa. Miraba
a su alrededor como si buscara la manera de huir. Sus ojos se
fijaron en la ventana.
–No, Ginja.
Lacke estaba preparado para correr hacia ella, cogerla de
nuevo si intentaba alguna tontería.
¿Qué le pasa? Parece como si se
encontrara en una habitación llena de
fantasmas.
Oyó un ruido como cuando uno rompe un huevo en una sartén
caliente.
Otro más, igual. Otro.
La habitación se llenó de bufidos cada vez más fuertes,
agitación.
Del dormitorio, de la cocina, llegaron más
gatos.
Gösta había dejado de echar ginebra; se quedó con la botella
en la mano mirando a sus gatos con los ojos como platos. La
agitación planeaba ahora como una nube de electricidad dentro del
cuarto, aumentando. Lacke se vio obligado a gritar para hacerse oír
por encima de los maullidos.
–Gösta, ¿qué hacen?
Éste meneó la cabeza, hizo un gesto estirando el brazo y se
le salió un poco de ginebra de la botella.
–No lo sé… Nunca he…
Un gato negro pequeño dio un salto sobre la pierna de
Virginia, le clavó las uñas y la mordió. Gösta dejó la botella
sobre la mesa con un golpe y dijo:
–¡Fuera, Titania, fuera!
Virginia se agachó, agarró al gato por el lomo e intentó
quitárselo de encima. Otros dos aprovecharon la ocasión y le
saltaron sobre la espalda y la nuca. Virginia lanzó un grito y se
quitó el gato de la pierna, le tiró de las patas. El gato voló por
la habitación, se estrelló contra el borde de la mesa y cayó a los
pies de Gösta. Uno de los que tenía en la espalda se le subió a la
cabeza e hizo presa con las uñas mientras le mordía en la
frente.
Antes de que a Lacke le diera tiempo a llegar, otros tres
gatos se le habían echado encima. Maullaban como locos mientras
Virginia les arreaba puñetazos. Con todo, siguieron aferrados a
ella, desgarrándole la carne con sus minúsculos
dientes.
Lacke metió las manos en la palpitante masa sobre el pecho de
Virginia, agarró piel que se deslizaba sobre músculos tensos,
retiró pequeños cuerpos y la blusa de Virginia se rasgó, ella
estaba gritando y…
Está llorando.
No; era sangre que le corría por las mejillas. Lacke agarró
al gato que tenía en la cabeza pero éste clavó aún más las uñas,
estaba como cosido. Su cabeza cabía en la mano de Lacke y éste
tiraba hacia delante y hacia atrás hasta que, en medio del jaleo,
oyó un
Crac.
Y cuando soltó la cabeza, ésta cayó sin vida sobre la
coronilla de Virginia. Asomaba una gota de sangre en el hocico del
gato.
–¡Aaaay! Mi pequeña…
Gösta llegó hasta donde estaba Virginia y, con lágrimas en
los ojos, empezó a acariciar a la gata, que, incluso muerta, seguía
aferrada a la piel de la mujer.
Dejadme marchar.
A través del doble túnel que eran sus
ojos, Virginia veía lo que le estaba pasando a su cuerpo, los
esfuerzos de Lacke para ayudarla. Déjalo.
No era ella la que se defendía, la que se los quitaba de
encima. Era aquel otro, el que quería vivir, quería que su… casero
viviera. Ella había renunciado al ver el cuello de Gösta, al sentir
la hediondez del apartamento. Iba a ser así. Y no quería
participar.
El dolor. Sintió el dolor, los arañazos. Pero pasaría
pronto.
Así que… no te
preocupes.
Lacke lo vio. Pero no lo aceptaba.
La granja… dos casitas… el
jardín…
En un ataque de pánico intentó quitar los gatos de encima de
Virginia. Estaban pegados, unos manojos de músculos cubiertos de
piel. Los pocos que consiguió arrancar se llevaban consigo tiras de
la ropa y dejaban profundos surcos en la piel que había debajo,
pero la mayoría seguían adheridos como sanguijuelas. Lacke intentó
golpearlos, oyó el chasquido de los huesos, pero quitaba uno y
llegaba otro, porque los gatos trepaban los unos por encima de los
otros en su empeño por…
Negro.
Recibió un golpe en la cara y se tambaleó un metro hacia
atrás; a punto estuvo de caer, pero buscó apoyo en la pared,
parpadeó. Gösta estaba al lado de Virginia con los puños cerrados,
mirándole con los ojos llenos de lágrimas y de
rabia.
–¡Les estás haciendo daño! ¡Les estás
haciendo daño!
Al lado de Gösta, Virginia no era más que una masa hirviente
de pieles que bufaban y maullaban. Miriam se arrastró
trabajosamente por el suelo, se levantó sobre las patas traseras y
mordió la pantorrilla de Virginia. Gösta lo vio, se agachó y la
amonestó con el dedo.
–No puedes hacer eso, cariño. Eso
duele.
Cogió a Virginia por el brazo
Vamos, tenemos que salir de
aquí
y la arrastró hasta la puerta de la calle.
Virginia intentó resistirse, pero la fuerza de Lacke y la del
contagio querían la misma cosa, y eran más fuertes que ella. A
través de los túneles que salían de su cabeza vio a Gösta cayendo
de rodillas en el suelo, oyó el grito de pena cuando cogió a un
gato muerto en sus manos, acariciándole el lomo.
Perdóname,
perdóname.
Después Lacke tiró de ella y dejó de ver cuando un gato le
trepó hasta la cara, la mordió y todo fue dolor, agujas vivas que
se le clavaron en la piel; luego perdió el equilibrio, cayó, sintió
cómo era arrastrada por el suelo.
Déjame marchar.
Pero el gato que tenía delante de los ojos cambió de posición
y vio que la puerta del apartamento se abría delante de ella, la
mano de Lacke, de color rojo oscuro, que la arrastró consigo, y vio
el hueco de la escalera, las escaleras, se volvió a poner de pie,
se abrió camino, dentro de su propia conciencia tomó el mando
y…
Virginia soltó su brazo de la mano de Lacke.
Éste se volvió hacia la palpitante masa de pelos que era el
cuerpo de su amiga para cogerla de nuevo, para
¿Qué? ¿Qué?
fuera. Para salir.
Pero Virginia se revolvió contra él y, en un segundo, el lomo
tembloroso de un gato se estampó contra su cara. Luego la mujer
desapareció en el rellano, donde los maullidos de los gatos se
propagaban como cuchicheos excitados y
Nonono
Lacke trató de llegar para impedírselo, pero como alguien
convencido de que va a caer en blando, o como si le diera igual
caer sobre duro, Virginia se volcó extenuada hacia delante, se dejó
caer escaleras abajo.
Los gatos aplastados maullaban mientras Virginia rodaba,
rebotando contra los peldaños de hormigón. Crujidos húmedos al
romperse las patas, golpes más fuertes, que hicieron estremecerse a
Lacke, cuando la cabeza de Virginia…
Un gatillo de color gris con algún problema en las patas
traseras se deslizaba hacia arriba; desde lo más alto de la
escalera maulló lleno de pena.
Virginia estaba tendida en el rellano de abajo. Los gatos que
habían sobrevivido a la caída la abandonaron, subieron de vuelta
los peldaños. Llegaron hasta la entrada y empezaron a
limpiarse.
Sólo el gatito de color gris se quedó sentado, apenado por no
haber podido participar.
La policía ofreció una rueda de prensa el domingo por la
tarde.
Habían elegido una sala de conferencias dentro de la
comisaría con sitio para cuarenta personas, pero se demostró que
era demasiado pequeña. Aparecieron reporteros de la mayoría de los
periódicos y de las cadenas de televisión europeas. El hecho de que
el hombre no hubiera sido detenido durante todo el día había
aumentado el interés por la noticia, y un periodista británico hizo
quizá el mejor análisis de por qué todo esto despertaba tanto
interés:
–Es la caza del Monstruo. Por su aspecto, por lo que ha
hecho. Es el Monstruo del que tratan los cuentos. Y cada vez que lo
apresamos, hacemos como si fuera para siempre.
Ya quince minutos antes de la hora prevista, el ambiente de
la mal ventilada sala estaba recalentado y húmedo, y los únicos que
no se quejaban eran los del equipo de la televisión italiana:
decían que estaban acostumbrados a peores
situaciones.
Pasaron a una sala más grande y a las ocho en punto entró el
inspector jefe de Estocolmo, flanqueado por el comisario
responsable de la investigación del caso -y que además había
hablado con el asesino ritual en el hospital- y por el jefe de la
patrulla que había dirigido la operación en el bosque de Judarn
durante el día.
No temían ser destrozados por los periodistas, puesto que
habían decidido echarles un trozo de carnaza.
La policía disponía de una fotografía del
hombre.
La pista del reloj finalmente había dado resultados. Un
relojero de Karlskoga se había molestado el sábado por la mañana en
repasar las tarjetas con la garantía ya caducada y había encontrado
el número que la policía había pedido a todos los relojeros que
buscaran.
Llamó a la comisaría y les dio el nombre, la dirección y el
número de teléfono del hombre que aparecía registrado como
comprador. La policía de Estocolmo buscó ese nombre en su registro
y pidió a la delegación de Karlskoga que fuera a aquella dirección
a ver lo que podían hallar.
Pero la policía de Karlskoga había encontrado al hombre en
casa, bien de salud.
Sí, él había tenido un reloj así. No, no se acordaba de dónde
había ido a parar. Les llevó dos horas de interrogatorio en la
comisaría de Karlskoga, recordándole que un alta médica
psiquiátrica siempre podía ser objeto de nuevas revisiones, antes
de que el hombre recordara a quién le había vendido el
reloj.
Håkan Bengtsson, Karlstad. Se habían encontrado en algún
sitio y habían hechoalgo, no podía recordar qué. Él le había
vendido el reloj, pero no tenía ninguna dirección y sólo podía dar
una vaga descripción y… ¿se podía marchar ya a
casa?
El nombre de Håkan Bengtsson no daba nada concluyente en el
registro. Encontraron veinticuatro Håkan Bengtsson en la región de
Karlstad. La mitad, por la edad, podían quedar descartados.
Empezaron a llamar al resto. La búsqueda se simplificó sobremanera
por el hecho de que si alguien podía hablar, quedaba descalificado como
candidato.
Hacia las nueve de la noche habían tachado de la lista a
todos menos a uno. Un Håkan Bengtsson que
había trabajado como profesor de sueco en los cursos superiores de
la enseñanza básica y que se había mudado de Karlstad cuando su
casa ardió en circunstancias poco claras.
Llamaron al director de la escuela y pudieron saber que sí,
que había habido rumores de que a Håkan Bengtsson le gustaban los
niños de una forma inadecuada. Consiguieron también que el director
fuera a la escuela un sábado por la tarde y sacara del archivo una
antigua foto de Bengtsson, tomada para el anuario escolar de
1976.
Un policía de Karlstad que iba a ir a Estocolmo el domingo
por otros asuntos envió una copia por fax y luego condujo hasta la
ciudad con la foto original el sábado por la noche. Llegó a la
comisaría de Estocolmo a la una de la madrugada del domingo, es
decir, media hora larga después de que el hombre en cuestión cayera
desde la ventana de su habitación en el hospital y fuera declarado
muerto.
El domingo por la mañana lo dedicaron a verificar por medio
de las historias clínicas de los dentistas y de los médicos que el
hombre de la foto era el mismo que hasta la noche anterior había
permanecido atado a su cama en el hospital, y sí: era
él.
El domingo por la tarde mantuvieron una reunión en la
comisaría. Habían contado con ir descubriendo poco a poco lo que el
individuo había hecho desde que abandonó Karlstad, ver si sus
actuaciones coincidían con otras en un contexto más amplio, si
había dejado más víctimas a su paso.
Pero ahora la situación era distinta.
Por tanto, decidieron que si el hombre no había sido detenido
antes de la conferencia de prensa recurrirían al sabueso, poco
fiable, pero ¡ay! con cuántas cabezas, que era la
ciudadanía.
Cabía la posibilidad de que alguien lo hubiera visto cuando
aún tenía el mismo aspecto que en la foto y supiera algo de él.
Además, y claro está que esto era menos
importante, necesitaban carnaza para lanzar a los medios de
comunicación.
Así que ahora los tres agentes se encontraban sentados ante
la larga mesa situada encima de la tarima y, efectivamente, se oyó
un murmullo entre los periodistas reunidos cuando el jefe de
policía, con un gesto premeditadamente sencillo que consideraba más
eficaz desde el punto de vista de la puesta en escena, mantuvo en
alto la foto ampliada de la escuela de Håkan Bengtsson y
anunció:
–El hombre a quien buscamos se llama Håkan Bengtsson, y antes
de que su cara estuviera deformada tenía… este
aspecto.
El jefe de la policía hizo una pausa mientras las cámaras
disparaban, y los flashes tuvieron tiempo para convertirse por unos
minutos en un estroboscopio.
Claro está que había copias de la borrosa instantánea para
repartirlas entre los reporteros, pero, sobre todo los periódicos
extranjeros, elegirían con toda probabilidad la imagen, más
impactante emocionalmente, del jefe de la policía con el asesino
-por así decirlo- en su mano.
Cuando todos tuvieron sus fotos y los responsables de la
investigación y de la operación de búsqueda terminaron de exponer
sus razonamientos llegó el turno de las preguntas. El primero que
hizo uso de la palabra fue un periodista de Dagens Nyheter.
–¿Cuándo calculan que podrán detenerlo?
El jefe de la policía tomó aire profundamente, decidió poner
en juego su prestigio, se acercó al micrófono y
dijo:
–Mañana, a más tardar.
–Buenas. – Hola. Oskar pasó al cuarto de estar delante de Eli
para buscar un disco. Rebuscó en la
escasa colección de su madre y lo encontró: Vikingarna. Todo
el grupo estaba reunido en lo que parecía el esqueleto de una nave
vikinga, fuera de ambiente con sus trajes
relucientes.
–Oskar, tienes que invitarme a pasar.
–Pero… por la ventana. Tú ya has…
–Ésta es una entrada nueva.
–Bueno. Puedes…
Oskar se detuvo, pasándose la lengua por los labios. Miró el
disco. La fotografía de la carátula había sido tomada en la
oscuridad, con flashes, y el conjunto de los Vikingarna
resplandecía como si fueran un grupo de santos a punto de tomar
tierra. Dio un paso hacia Eli y le enseño la
funda.
–Mira. Parece como si estuvieran en la tripa de una ballena o
algo así.
–Oskar…
Eli estaba parada con los brazos caídos a lo largo del cuerpo
y mirando a Oskar.
Éste se rio, fue hasta la puerta, pasó la mano por el aire
entre el umbral y el marco, por delante de la cara de
Eli.
–¿Cómo? ¿Hay algo aquí o
no?
–No empieces.
–Pero en serio. ¿Qué pasa si no lo
hago?
–NO- EMPIECES -Eli sonrió de mala gana-. ¿Quieres verlo? ¿No?
¿Lo quieres?
Eli dijo aquello de una manera que evidentemente estaba
pensada para hacer que Oskar dijera que no. Un augurio de algo
terrible. Pero Oskar tragó y dijo:
–Sí. Sí que quiero. A ver.
–Tú escribiste en el papel que…
–Sí. Lo puse. Pero ahora vamos a ver. ¿Qué
pasa?
Eli apretó los labios, se concentró un segundo y dio luego
una zancada hacia delante, por encima del umbral. Oskar tenía todo
el cuerpo en tensión, esperaba algún rayo azul, que la puerta se
girara, pasara a través de Eli y se cerrara de
nuevo,
o algo parecido. Pero no ocurrió nada. Eli entró y cerró la
puerta después. Oskar se encogió de hombros. – ¿Eso era todo? – No
exactamente. Eli se quedó igual que estaba al otro lado de la
puerta. Parada con los brazos a lo
largo del cuerpo y con los ojos fijos en Oskar. Oskar meneó
la cabeza. – ¿Qué pasa? Ya está…
Los labios de Eli se retorcieron de dolor y una gota de
sangre asomó por una de las comisuras y se fundió con las perlas de
la cara, que se hacían cada vez más grandes al llegar a la barbilla
y se deslizaban hacia abajo para juntarse con las gotas del
cuello.
Oskar se quedó sin fuerza en los brazos; los dejó caer y el
disco se salió de su funda, rebotó de canto en el suelo una vez y
luego se estampó plano sobre la alfombra de la entrada. Su mirada
se deslizó hacia las manos de Eli.
Tenía el dorso de las manos cubierto por una fina película de
sangre, y salía más.
Volvió a mirar a Eli a los ojos, no la encontró. Parecía como
si los ojos se hubieran hundido en sus cuencas: estaban llenos de
sangre que los inundaba, corría a lo largo de la nariz y, cruzando
los labios, entraba en la boca, de donde manaba más sangre; dos
hilillos le corrían desde las comisuras de la boca hasta el cuello,
desapareciendo en la tirilla de su jersey, donde ahora empezaban a
aparecer manchas más oscuras.
Sangraba por todos los poros de su cuerpo. Oskar lanzó un
resuello, gritó:
–¡Puedes entrar, tú puedes… eres bienvenida, tú puedes… tú
puedes estar aquí!
Eli se relajó. Sus puños cerrados se abrieron. La mueca de
dolor desapareció. Oskar creyó por un momento que hasta la sangre
se iba a evaporar, que todo sería como si aquello no hubiera ocurrido.
Pero no. Aunque dejó de salir, la cara y las manos de Eli
estaban todavía de color rojo oscuro, y mientras ambos permanecían
frente a frente sin decir nada, la sangre empezó a coagular
despacio, formando líneas más oscuras y costras en los sitios donde
había salido más, y Oskar sintió un ligero olor a
hospital.
Cogió el disco del suelo, lo puso de nuevo en la funda y
dijo, sin mirar a Eli:
–Perdón, yo… yo no creía…
–Está bien. Fui yo la que quiso. Pero creo que será mejor que
me dé una ducha. ¿Tienes una bolsa de plástico?
–¿Una bolsa de plástico?
–Sí. Para la ropa.
Oskar asintió, fue a la cocina y rebuscó bajo el fregadero
una bolsa de plástico en la que ponía: ICA-Come, bebe y sé feliz.
Fue al cuarto de estar, puso el disco sobre la mesita del sofá y se
detuvo con la bolsa haciendo ruido en la mano.
Si yo no hubiera dicho nada. Si la
hubiera dejado… sangrar.
Es todo cierto. Ella es… él
es…
Fue hacia el cuarto de baño estirando la bolsa de plástico.
Come, bebe y sé feliz. Se oía el ruido del agua detrás de la puerta
cerrada. La cerradura estaba de color blanco.
Llamó con cuidado.
–Eli…
–Sí. Entra.
–No. Yo sólo… la bolsa.
–No oigo lo que dices. Entra.
–No.
–Oskar, yo…
–Dejo la bolsa aquí.
Dejó la bolsa en la puerta y huyó al cuarto de estar. Sacó el
disco de la funda, lo
colocó en el plato, puso en marcha el tocadiscos y situó la
aguja en el tercer surco, su preferida.
Un comienzo demasiado largo, y luego la voz suave del
cantante empezó a retumbar en los altavoces.
La muchacha se pone flores en el
pelo
cuando va caminando por el
prado.
Va a cumplir diecinueve este
año
y sonríe al caminar.
Eli entró en el cuarto de estar. Se había atado una toalla
alrededor de la cintura, en la mano llevaba la bolsa de plástico
con su ropa. Ahora tenía la cara limpia y el pelo le caía a mechas
sobre las mejillas, las orejas. Oskar cruzó los brazos según estaba
junto al tocadiscos, le hizo un gesto de
aprobación.
Por qué te ríes, pregunta el
chico
cuando se encuentran sin pensar junto a
la verja.
Estoy pensando en el que será
mío,
contesta la chica con los ojos muy
azules,
al que yo amo tanto…
tocadiscos-. ¿Ridículo, no? Eli negó con la
cabeza.
–No, es muy buena. A mí me gusta esto.
–¿A ti?
–Sí. Pero escucha… -Parecía como si Eli pensara añadir algo
más, pero sólo dijo-: Ah -y deshizo el nudo de la toalla que
llevaba atada alrededor de la cintura. La toalla cayó al suelo a
sus pies y apareció desnuda a unos pasos de Oskar. Eli hizo un
movimiento envolvente con la mano sobre su cuerpo menudo y
dijo:
–Bueno, ya sabes.
… abajo, junto al lago, dibujan en la
arena.
Callados, se dicen el uno al
otro:
eres mi amigo, es a ti a quien
quiero.
La-lala-lalala…
Un corto pasaje instrumental y después la canción había
terminado. Un débil chisporroteo de los altavoces mientras la aguja
giraba hasta el siguiente tema mientras Oskar miraba a
Eli.
Los pequeños pezones parecían casi negros en contraste con su
piel pálida. La parte superior del cuerpo era delgada, recta y sin
curvas. Sólo la forma de las costillas se dibujaba claramente a la
luz de la lámpara del techo. Sus brazos y sus piernas, tan delgados
que no parecían naturales según salían del tronco; un árbol joven,
recubierto con piel humana. Entre las piernas tenía… nada. Ninguna
hendidura, ningún pene. Sólo una superficie de piel
lisa.
Oskar le pasó la mano por el pelo, lo colocó ahuecado sobre
la nuca. No quería pronunciar aquella palabra ridícula de su madre,
pero se le escapó.
–Pero si no tienes… pito.
Eli inclinó la nuca, se miró la entrepierna como si aquél
fuera un descubrimiento totalmente nuevo. La canción siguiente
empezó y Oskar no oyó lo que Eli le contestaba. Apretó la palanca
que accionaba el pick-up y la aguja se
levantó del disco.
–¿Qué has dicho?
–He dicho que lo he tenido.
–¿Qué ha pasado entonces con él?
Eli se echó a reír y Oskar, que se dio cuenta de cómo sonaba
la pregunta, se sonrojó un poco. Eli extendió los brazos y puso el
labio inferior sobre el superior.
–¡Bah! Qué tonta eres.
Sin mirar a Eli, Oskar pasó a su lado, hacia el cuarto de
baño, para comprobar que no había quedado ninguna
huella.
El vapor caliente planeaba todavía en el aire, el espejo
estaba empañado. La bañera, tan blanca como antes, sólo una débil
línea amarillenta de vieja suciedad que no salía nunca destacaba
cerca del borde. El lavabo, limpio.
No ha ocurrido.
Eli ha entrado en el baño para guardar las apariencias,
cediendo a la ilusión. Pero no: el jabón. Lo levantó: tenía líneas
de color rosa y en el pequeño hueco del lavabo debajo de él, en el
agua, había una masa de algo que parecía como un renacuajo, sí:
vivo, y él se estremeció cuando empezó
a nadar
a moverse, a mover la cola y a arrastrarse hacia el hueco,
cayó en el lavabo, se quedó trabado en el borde. Pero allí se quedó
quieto, sin moverse. Oskar abrió el grifo y echó agua para que
saliera por el desagüe, enjuagó el jabón y limpió el hueco. Después
cogió su bata del colgador, volvió al cuarto de estar y se la dio a
Eli, que todavía estaba desnuda en mitad del suelo, mirando a su
alrededor.
–Gracias. ¿Cuándo vuelve tu madre?
–En un par de horas -Oskar alzó en su mano la bolsa con la
ropa de ella-. ¿Lo
tiro?
Eli se puso la bata, se anudó el cinturón.
–No. Luego me lo llevo -y dándole un toque a Oskar en el
hombro-: ¿Tú?
Sabes que no soy una chica, que no… Oskar dio un paso hacia
atrás.
–¡Por Dios, qué pesada! Ya lo sé de
sobra. Ya me lo has dicho.
–Eso no es verdad.
–Claro que lo has dicho.
–A ver, ¿cuándo?
Oskar se quedó pensando.
–No me acuerdo, pero lo sabía de
todas las formas. Lo he sabido desde hace
mucho tiempo. – ¿Estás… triste?
–¿Por qué iba a estarlo?
–Porque… no sé. Porque te parezca que es… un rollo. Tus
amigos…
–¡Déjalo! Déjalo. Tú estás mal de la cabeza.
Déjalo.
–Vale.
–¿Sabes? Hace mucho tiempo que no estaba… así en casa de
alguien. No sé muy bien… lo que hay que hacer.
–Yo tampoco.
Eli dejó caer los hombros, se metió las manos en los
bolsillos de la bata, mirando hipnotizada el agujero oscuro del LP.
Abrió la boca para decir algo y la cerró de nuevo. Sacó la mano
derecha del bolsillo, la acercó hasta el disco y lo apretó con el
dedo índice de manera que éste se detuvo.
–Cuidado. Se puede… rayar.
–Perdón.
Eli quitó rápidamente el dedo y el disco cogió velocidad,
siguió dando vueltas. Oskar vio que el dedo había dejado una mancha
de humedad que se vería cada vez que el disco diera vueltas bajo la
luz de la lámpara del techo. Eli volvió a meter la mano en el
bolsillo de la bata, miró el disco como si intentara escuchar la
música estudiando los surcos.
–Esto, claro, suena a… pero… -a Eli le temblaban las
comisuras de los labios-, yo no he tenido ningún… amigo normal
desde hace doscientos años.
Miró a Oskar con una sonrisa en la que se leía:
perdona-que-diga-cosas-tan-tontas. Oskar abrió los
ojos.
–¿Eres tan viejo?
–Sí. No. Nací hace aproximadamente doscientos años, pero la
mitad del tiempo he estado dormido.
–Eso me pasa a mí también. O por lo menos… ocho horas… que
sale… una tercera parte.
–Sí. Aunque… cuando yo digo dormir me
refiero a que pasan varios meses en los que no… me levanto en
absoluto. Y luego otros meses en los que… vivo. Aunque entonces
descanso durante el día.
–¿Es así como funciona eso?
–No sé. Eso es en todo caso lo que me pasa a mí. Y después
cuando me despierto soy… pequeño de nuevo. Y débil. Es entonces
cuando necesito ayuda. Quizá sea por eso por lo que he sobrevivido.
Porque soy pequeño. Y la gente quiere ayudarme. Aunque… por motivos
bien distintos.
Una sombra se posó sobre la mejilla de Eli cuando apretó las
mandíbulas; hundiendo las manos en los bolsillos de la bata
encontró algo, lo sacó: una tira estrecha de papel brillante. Algo
que su madre se había dejado; solía usar la bata de Oskar a veces.
Eli volvió a dejar con cuidado en el bolsillo la tira de papel como
si fuera algo valioso.
–¿Duermes en un ataúd
entonces?
le salió como una acusación cuando dijo:
–¡Pero tú matas a la gente!
Eli le miró a los ojos con una expresión que parecía de
asombro, como si Oskar le
hubiera señalado con ímpetu que tenía cinco dedos en cada
mano o algo igual de evidente.
–Sí, mato a gente. Es una lástima.
–Entonces, ¿por qué lo haces?
Un destello de furia en los ojos de Eli.
–Si se te ocurre alguna idea mejor la escucharé
encantado.
–Sí, bueno… sangre… tiene que haber… alguna manera… de que
tú…
–No la hay.
–¿Por qué no?
Eli resopló, sus ojos se estrecharon.
–Porque yo soy como tú.
–¿Cómo que como yo? Yo…
Eli hizo un movimiento envolvente en el aire como si llevara
un cuchillo en la mano y dijo:
–«¿Qué estás mirando, idiota? ¿Quieres morir o qué?» -Golpeó
con la mano vacía-. «Eso es lo que pasa si alguien se queda
mirándome».
Oskar se frotó los labios uno contra otro, se los
humedeció.
–¿Qué dices?
–No soy yo el que lo digo. Lo dijiste tú. Fue lo primero que
te oí decir. Abajo, en el parque.
Oskar lo recordaba. El árbol. El cuchillo. Cómo luego,
inclinando la hoja del cuchillo como si fuera un espejo, vio a Eli
por primera vez.
¿Te reflejas en los espejos? La primera
vez que te vi estabas reflejada en un espejo.
–Yo… no mato a la gente.
–No. Pero te gustaría. Si pudieras. Y lo harías realmente si lo tuvieras que hacer.
–Porque los odio. Hay una gran…
–Diferencia. ¿Es eso?
–¿Sí…?
–… Sí.
–Sí. Y eso sólo sería para divertirte. Por venganza. Yo lo
hago porque tengo que hacerlo. No hay ninguna otra
forma.
–Pero es porque ellos… ellos me maltratan, porque me
provocan, porque yo…
–Porque tú quieres vivir. Exactamente
igual que yo. Eli extendió los brazos, los puso sobre las mejillas
de Oskar y acercó su cara a la de él. – Sé un poco como yo. Y le
besó.
Los dedos del hombre estaban cerrados
alrededor de los dados y Oskar vio que llevaba las uñas pintadas de
negro.
El silencio se extiende por la sala como
una bruma asfixiante. La estrecha mano se vuelca… lentamente… y los
dados caen de ella, encima de la mesa… Chocan entre ellos, dan
vueltas, se paran.
Un dos. Y un cuatro.
Oskar se siente aliviado, no sabe por
qué, cuando el hombre camina a lo largo de la mesa, se coloca ante
la fila de chicos como un general ante su ejército. La voz del
hombre es inexpresiva, ni oscura ni clara, cuando estira un
alargado dedo índice y empieza a contar a lo largo de la
fila.
-Uno… dos… tres…
cuatro…
Oskar mira hacia la izquierda, hacia el
sitio en donde el hombre empieza a contar. Los chicos están
relajados, liberados. Un sollozo. El muchacho que está al lado de
Oskar se encorva, le tiembla el labio inferior. Ah. Es el… número
seis. Oskar comprende ahora su alivio.
-Cinco… seis… y…
siete.
El dedo señala directamente a Oskar. El
hombre le mira a los ojos. Y sonríe.
–¡No!
Pero si era… Oskar retira su mirada de la
del hombre, mira los dados.
Ahora muestran un tres y un cuatro. El
chico que está al lado de Oskar mira a su alrededor, medio dormido
como si acabara de despertar de una pesadilla. Durante un segundo
sus miradas se cruzan. Vacías. Sin comprender.
Luego un grito de la pared del
fondo.
… mamá…
-¡mamá!
Entonces unas manos duras como puños lo
cogen por los hombros y lo sacan de la fila, hacia una puerta. El
hombre de la peluca aún sigue con el dedo levantado, siguiéndolo
con él mientras Oskar es empujado fuera de la sala y conducido a
una habitación oscura que huele
… a alcohol…
… después se le nubla la vista, imágenes
borrosas; luz, oscuridad, piedra, piel
desnuda…
Hasta que la imagen se estabiliza y Oskar
siente una presión fuerte en el pecho. No puede mover los brazos.
Nota como si le fuera a estallar la oreja derecha, está apretada
contra una… tabla de madera.
Tiene algo en la boca. Un trozo de
cuerda. Chupa la cuerda, abre los ojos.
Está boca abajo encima de una mesa. Con
los brazos atados a las patas de la mesa. Está desnudo. Ante sus
ojos dos figuras: el hombre de la peluca y otro más. Un hombre
gordo y pequeño que parece… divertido. No. Parece como alguien que
cree que es divertido. Cuenta siempre historias de las que nadie se
ríe. El hombre divertido lleva un cuchillo en una mano y un cuenco
en la otra.
Algo no encaja.
La presión contra el pecho, contra la
oreja. Contra las rodillas. Debería sentir también presión contra
el pito. Pero es como si hubiera… un agujero en la mesa justamente
allí. Oskar intenta darse la vuelta para comprobarlo, pero el
cuerpo está muy bien atado.
El hombre de la peluca le dice algo al
hombre divertido y el hombre divertido se ríe y asiente. Después,
los dos se agachan. El hombre de la peluca le clava la mirada a
Oskar. Sus ojos son de color azul claro, como el cielo en un día
luminoso de otoño. Parece amablemente interesado. El hombre mira en
los ojos de Oskar como si buscara algo bueno allí dentro, algo que
él ama.
El hombre divertido se arrastra debajo de
la mesa con el cuchillo y el cuenco en las manos. Y Oskar
comprende.
Sabe también que sólo con que fuera
capaz… de sacarse ese trozo de cuerda de la boca no tendría que
estar allí. Entonces desaparecería.
Oskar intentó echar la cabeza hacia atrás, dejar el beso.
Pero Eli, que esperaba aquella reacción, colocó una de sus manos
alrededor de la cabeza del niño, apretando sus labios contra los de
él, obligándole a permanecer en la memoria de Eli;
continuó.
El trozo de cuerda se aprieta en su boca,
se oye un sonido húmedo cuando Oskar se tira un pedo de miedo. El
hombre de la peluca arruga la nariz y lo prueba con la boca,
maldiciendo. Sus ojos no cambian. Todavía la misma expresión que la
de un niño a punto de abrir una caja que sabe que contiene un
cachorro de perro.
El hombre que está debajo de la mesa
pregunta algo y el de la peluca asiente, sin apartar la mirada de
Oskar. Luego el dolor. Una barra al rojo vivo introducida por la
entrepierna sube por el estómago, el pecho ardiendo como un tubo de
fuego que atraviesa todo su cuerpo y grita, grita mientras los ojos
se le llenan de lágrimas y su cuerpo arde.
El corazón late contra la mesa como un
puño contra una puerta y él aprieta los ojos con fuerza, muerde la
cuerda mientras a lo lejos oye el discurrir del agua, el chapoteo,
ve…
… a su madre de rodillas al lado del
riachuelo aclarando la ropa. Mamá. Mamá. Ella pierde algo, una
prenda, y Oskar se levanta, ha estado tumbado boca abajo y tiene el
cuerpo ardiendo, se levanta y corre hacia el río, hacia la prenda
que desaparece rápidamente; se tira al agua para refrescar el
cuerpo, para salvar la prenda y la coge. La camisa de su hermana.
La levanta hacia la luz, hacia su madre cuya silueta se dibuja en
la orilla y caen gotas de la prenda, brillan al sol, salpican en el
riachuelo, en sus ojos y él deja de ver claro porque le cae agua en
los ojos, en las mejillas y cuando…
… abre los ojos y ve borrosamente el pelo
rubio, los ojos azules como lagunas lejanas en el bosque. Ve el
cuenco que el hombre lleva en las manos, cómo se lleva el cuenco a
la boca y cómo bebe. Cómo el hombre cierra los ojos, por fin cierra
los ojos y bebe…
Más tiempo… Tiempo interminable. Cerrado.
El hombre muerde. Y bebe. Muerde. Y bebe.
Después la estaca candente alcanza su
cabeza y todo se vuelve de color rojo claro cuando él, de un tirón,
echa la cabeza hacia atrás y cae…
Eli cogió a Oskar cuando éste cayó hacia atrás. Lo sujetó en
sus brazos. Oskar se agarró a lo que pudo, al cuerpo que tenía ante
sí, y lo abrazó con fuerza, mirando sin ver la habitación a su
alrededor.
Así, tranquilo.
Después de un rato empezó a aparecer el dibujo ante los ojos
de Oskar. Un papel pintado. Beige con rosas blancas, casi
invisibles. Lo reconoció. Era el papel pintado que había en su
cuarto de estar. Estaba en el cuarto de estar, en el piso de su
madre y suyo.
El que estaba en sus brazos era… Eli.
Un chico. Mi amigo.
Sí.
Oskar se sentía mal, mareado. Se liberó del abrazo y se sentó
en el sofá, miró a su alrededor para asegurarse de que había
vuelto, de que no estaba… allí. Tragó, sintió que podía evocar cada
detalle del sitio que acababa de visitar. Era como una memoria
real. Algo que le había pasado a él, recientemente. El hombre
divertido, el cuenco, el dolor…
Eli estaba de rodillas en el suelo delante de él, con las
manos apretadas contra la tripa.
–Perdón.
Como si…
aclarando la ropa. Aunque no era su madre. No se parecía
nada. Se frotó los ojos, dijo:
–Sí. Eso es. Tu
mamá.
–No sé.
–No serían ellos los que…
–¡No sé!
Eli apretó tanto los puños contra la tripa que los nudillos
se le pusieron blancos y encogió los hombros. Luego se relajó, dijo
con más suavidad:
–No lo sé. Perdóname. Perdón por esto… por todo. Quería que
tú… no sé. Perdóname. Ha sido una… tontería.
Eli era el retrato de su madre. Más delgado, con menos
formas, más joven, pero… un retrato. Dentro de veinte años, Eli
probablemente tuviera el mismo aspecto que la mujer del
riachuelo.
Dando por descontado que no va a ser así.
Tendría exactamente el mismo aspecto que
ahora.
Oskar suspiró agotado, se echó hacia atrás en el sofá.
Demasiado. Un ligero dolor de cabeza se abría paso sobre sus
sienes, lo agarró, golpeó. Demasiado. Eli se
levantó.
–Me voy a ir.
Oskar, apoyando la mano en la cabeza, asintió. No tenía
fuerzas para protestar, ni para pensar lo que debía hacer. Eli se
quitó la bata y Oskar vislumbró una vez más su entrepierna.
Entonces vio que en la piel pálida se dibujaba una tenue mancha de
color rosa, una cicatriz.
¿Cómo hace cuando… mea? Él a lo mejor
no…
No tuvo fuerzas para preguntar. Eli se puso en cuclillas
junto a la bolsa de plástico, deshizo el nudo y empezó a sacar su
ropa. Oskar dijo:
–Te puedes… poner algo mío.
–No, esto está bien.
Eli sacó la camisa de cuadros. Con manchas oscuras sobre el
azul claro. Oskar se levantó. El dolor de cabeza se arremolinó
contra las sienes.
–No digas tonterías. Puedes…
–Esto vale.
Eli empezó a ponerse la camisa manchada de sangre y Oskar
dijo:
éste se deslizó de lado en el sofá y apretó las manos contra
las sienes como tratando de evitar que le
estallaran.
Mamá, la mamá de Eli, mi mamá, Eli, yo.
Doscientos años. El papá de Eli. ¿El papá de Eli? Ese viejo que… el
viejo.
Eli volvió a entrar en el cuarto de estar. Oskar estaba a
punto de decir lo que había pensado decir, pero se contuvo cuando
vio que Eli llevaba puesto un vestido. Un vestido de verano de
color amarillo pálido con lunares blancos. Uno de los vestidos de
su madre. Eli pasó la mano por el vestido.
–¿Está bien? He cogido el que parecía más viejo. – Pero si
es… -Lo voy a devolver, luego. – Sí. Sí, sí. Eli se le acercó, se
acurrucó delante de él, le cogió la mano. – ¿Oye? Siento que… no sé
lo que voy… Oskar agitó la otra mano para hacerle callar, dijo: -Tú
sabes que ese viejo… que se ha escapado, ¿verdad? – ¿Qué viejo? –
El viejo que… el que dijiste que era tu papá. El que vivía contigo.
– ¿Qué pasa con él? Oskar cerró los ojos. Unos rayos azules
resplandecieron dentro de sus párpados.
La cadena de acontecimientos reconstruida a partir de los
periódicos pasó chirriando ante él y se puso furioso, apartó su
mano de las de Eli y cerró el puño, y se golpeó con él su dolorida
cabeza mientras decía con los ojos aún cerrados:
–Déjalo, déjalo ya. Lo sé todo, ¿vale? Deja de fingir. Deja
de mentir, estoy harto de eso. Eli no dijo nada. Oskar apretó los
ojos, tomando aire. – El viejo ha huido. Lo han estado buscando
todo el día y no lo han encontrado. Así que ya lo
sabes.
unos ojos grandes y asustados por encima de la mano. El
vestido era demasiado grande, colgaba como un saco sobre sus
hombros estrechos y parecía un niño que se hubiera puesto sin
permiso la ropa de su madre y ahora estuviera esperando algún duro
castigo.
–Oskar -dijo Eli-. No salgas fuera. Mientras sea de noche.
Prométemelo.
El vestido. Las palabras. Oskar sonrió, no pudo evitar
decirlo.
–Suenas como mi mamá.
La ardilla está ocupada abajo, en el tronco del roble, se
para, escucha. Una sirena, a lo lejos.
Por la calle Bergslagsvägen pasa una ambulancia con la luz
azul encendida y la sirena puesta.
Dentro de la ambulancia hay tres personas. Lacke Sörenssson
va sentado en un asiento abatible y sostiene una mano exangüe,
llena de rasguños, que pertenece a Virginia Lindblad. El enfermero
ajusta el tubo que introduce suero en el cuerpo de Virginia para
darle a su corazón algo que bombear, después de haber perdido tanta
sangre.
La ardilla juzga el ruido poco peligroso, irrelevante.
Continúa bajo el tronco. Todo el día ha habido gente en el bosque,
perros. Ni un momento de tranquilidad, y hasta ahora, cuando se ha
hecho de noche, no se ha atrevido a bajar del roble en el que se ha
visto obligada a permanecer todo el día.
Ahora los ladridos de los perros y las voces se han callado,
han desaparecido. También el pájaro alborotador que ha estado
revoloteando por las copas de los árboles parece que ha volado a su
nido.
La ardilla llega hasta el pie del árbol, corre a lo largo de
una gruesa raíz. No le gusta moverse por el suelo cuando es de
noche, pero el hambre manda. Avanza con cautela, se para y escucha,
mira cada diez metros. Da un rodeo para evitar una tejonera donde
hasta el verano pasado vivía una familia de tejones. Hace mucho que
no los ve, pero todas las precauciones son pocas.
Finalmente alcanza su objetivo: el más cercano de los muchos
almacenes de invierno que ha preparado durante el otoño. La
temperatura, ya por la tarde, ha descendido bajo cero, y en la
nieve que se ha fundido durante el día ha comenzado a formarse una
costra delgada y dura. La ardilla raspa la costra con sus patas, la
atraviesa y se mueve hacia abajo. Se para, escucha y sigue cavando.
A través de la nieve, las hojas, la tierra.
Peligro.
Coge la nuez entre los dientes y se sube corriendo a un pino
sin tiempo para tapar el almacén. Ya fuera de peligro, arriba, en
una rama, vuelve a coger la nuez entre las patas, intenta localizar
de dónde viene el ruido. El hambre es mucha y la comida sólo a unos
centímetros de su boca, pero primero hay que localizar el peligro,
esquivarlo antes de que haya tiempo para comer.
La cabeza de la ardilla se mueve de un lado a otro, el hocico
le tiembla cuando mira furtivamente el paisaje cubierto de sombras
a la luz de la luna que tiene bajo sus pies y localiza el origen
del ruido.
Sí. El rodeo ha merecido la pena. Esos crujidos y sonidos
húmedos proceden de la tejonera.
Los tejones no pueden trepar a los árboles. La ardilla baja
un poco la guardia, da un bocado a la nuez mientras sigue
estudiando el terreno, ahora más como espectadora en una
representación teatral, tercer palco. Quiere ver lo que pasa,
cuántos tejones hay.
Pero lo que sale de la madriguera no es un tejón. La ardilla
se retira la nuez de la boca, observa. Intenta comprender.
Interpretar lo que ve según lo conocido. No lo
consigue.
Por eso se lleva la nuez a la boca de nuevo y echa a correr
árbol arriba, hasta la copa.
Quizá uno de ésos pueda trepar por los
árboles.
Todo cuidado es poco.
No ha notado que la tetera está un poco desportillada justo
en el orificio de salida, y buena parte del té se escurre por la
manga, por la tetera, y cae en la encimera. Murmura algo y vuelca
el recipiente tan deprisa que el líquido rebosa y la tapa de la
tetera cae en la taza. El té hirviendo le salpica las manos y
suelta de golpe la tetera, pone los brazos rígidos a lo largo del
cuerpo mientras mentalmente recita el alfabeto hebreo para contener
el impulso de lanzar el recipiente contra la pared. Aleph, Beth, Gimel, Daleth…
Yvonne entró en la cocina y vio a Staffan doblado sobre el
fregadero con los ojos cerrados.
–¿Qué ha pasado? Staffan meneó la cabeza.
–Nada.
Lamed, Mem, Nun,
Samesh…
–¿Estás triste?
–No.
Koff, Resh, Shin, Taff. Así.
Mejor.
Abrió los ojos, hizo un gesto señalando a la
tetera.
–Para mí que ésta es una mala tetera.
–¿Es mala?
hizo un gesto hacia ella: Calma. Shalom.
Cállate.
–Yvonne. Siento en este momento… unas ganas enormes de darte
un tortazo. Así que, por favor: no hables más.
Yvonne dio medio paso atrás. Algo dentro de ella estaba
preparado para esto. Era una intuición de la que no había querido
ser consciente, pero sí que había sospechado que Staffan, detrás de
su mansa fachada, ocultaba alguna que otra forma de…
rabia.
Se cruzó de brazos, tomó aire unas cuantas veces mientras
Staffan estaba quieto,
con la mirada fija en la taza de té con la tapa dentro. Luego
dijo:
–¿Sueles hacerlo?
–¿Qué?
–Pegar. Cuando algo te sale mal.
–¿Te he pegado?
–No, pero dijiste…
–Yo dije. Y tú escuchaste. Y ahora está
bien.
–¿Y si no te hubiera escuchado?
Staffan parecía totalmente calmado e Yvonne se relajó, bajó
los brazos. Él le cogió
las manos entre las suyas, le besó suavemente el dorso de las
dos.
–Yvonne. Uno tiene que escuchar al
otro.
Sirvieron el té y lo tomaron en el cuarto de estar. Staffan
anotó en su memoria quetenía que comprar una tetera nueva de regalo
para Yvonne. Ésta le preguntó acerca de la búsqueda en el bosque de
Judarn y Staffan se lo contó. Ella hizo lo que pudo para mantener
viva la conversación alrededor de otros temas, pero al final llegó
de todos modos la pregunta inevitable.
–¿Dónde está Tommy?
–Yo… no sé.
–¿No lo sabes? Yvonne…
–Bueno. En casa de un amigo.
–Hmm. ¿Cuándo vuelve?
–No, creo que… iba a pasar la noche. Allí.
–¿Allí?
–… en casa de Robban. – Robban. ¿Es su mejor amigo? – Sí,
debe de serlo. – ¿Cómo se apellida ese Robban? – … Ahlgren, ¿por
qué? Tienes algo que… -No, sólo estaba pensando. Staffan cogió su
cucharilla, dio un golpecito con ella en la taza de té. Un
suave
tintineo. Asintió. – Bien. No, escucha… creo que debemos
llamar a casa de ese Robban y pedirle a
Tommy que venga un momento. Para que yo pueda hablar un poco
con él. – No tengo el número. – No, pero… Ahlgren. ¿Sabrás dónde
vive? No hay más que mirar en la guía
telefónica. Staffan se levantó del sofá e Yvonne se mordió el
labio inferior, se dio cuenta de que estaba construyendo un
laberinto del que iba a ser cada vez más difícil salir. Él cogió la
guía y se colocó en mitad del cuarto de estar, hojeándola mientras
decía en
voz baja: -Ahlgren, Ahlgren… Hmm. ¿En qué calle vive? – Yo…
en Björnsonsgatan. – Björnsons… no. No hay ningún Ahlgren allí.
Pero hay uno aquí, en la calle
Ibsengatan. ¿Puede ser él? Como Yvonne no contestaba, Staffan
puso el dedo en la guía y dijo: -Creo que voy a probar con él de
todas formas. Era Robert, ¿no? – Staffan… -¿Sí? – Le prometí que no
iba a decirlo. – Ahora no entiendo nada. – Tommy. Le dije que no
iba a decir… dónde está. – Así que no está
en casa de Robban. – No. – ¿Dónde está entonces?
Staffan dejó la guía sobre la mesa y se sentó al lado de
Yvonne en el sofá. Ella dio un sorbito de té, manteniendo la taza
delante de la cara como para esconderse mientras Staffan la estaba
aguardando. Cuando dejó la taza en el plato notó que
las
manos le temblaban. Staffan colocó su mano en las rodillas de
ella.
–Yvonne. Tienes que comprender que…
–Se lo prometí.
–Yo sólo quiero hablar con él.
Perdóname, Yvonne, pero creo que es precisamente este tipo de
incapacidad para afrontar los problemas cuando éstos se presentan
lo que hace que… bueno, que ocurran. Mi experiencia en lo que se
refiere a personas jóvenes es que cuanto antes se reacciona ante
sus actos, mayor es la posibilidad de… por ejemplo un heroinómano.
Si alguien hubiera reaccionado cuando sólo
le daba, digamos, al hachís…
–Tommy no anda metido en eso.
–¿Estás completamente segura de
ello?
Se hizo un silencio. Yvonne sabía que por cada segundo que
pasara su «sí» como respuesta a la pregunta de Staffan perdía
valor. Tictac. Ya había contestado «no», sin pronunciar la palabra.
Tommy estaba raro a veces. Al volver a
casa. Algo en los ojos. Piensa si él…
Staffan se echó hacia atrás en el sofá, sabía que había
ganado la batalla. Ya sólo esperaba la rendición.
Yvonne buscaba algo en la mesa con la
mirada.
–¿Qué buscas?
–Mi tabaco, ¿lo has…?
–En la cocina. Yvonne…
–Sí. Sí. No puedes ir a buscarle ahora.
–No. Eso lo tienes que decidir tú. Si te
parece…
–Mañana por la mañana, entonces. Antes de que se vaya a la
escuela. Prométemelo. Que no vas a ir allí ahora.
–Lo prometo. Bueno. ¿Y cuál es ese sitio tan misterioso en el
que se encuentra ahora?
Yvonne se lo contó.
Después fue a la cocina y se fumó un cigarro, echando el humo
a través de la ventana entreabierta. Se fumó otro más, menos
preocupada de adónde iba a parar el humo. Cuando Staffan entró en
la cocina, sacudió el humo con la mano intencionadamente y preguntó
dónde estaban las llaves del sótano, ella le dijo que lo había
olvidado, pero que probablemente lo recordaría mañana por la
mañana.
Si, él era bueno.
Eli le había explicado que el viejo estaba… contagiado. Más
que eso. El contagio era lo único vivo dentro de él. El cerebro
estaba muerto, y el contagio le dirigía hacia Eli.
Eli le había dicho, rogado que no
hiciera nada. Eli se iría de allí al día siguiente tan pronto como
se hiciera de noche, y Oskar lógicamente le había preguntado por
qué no se iba ya, esa misma noche.
Porque… no puede
ser.
¿Por qué? Yo puedo
ayudarte.
Oskar, no puede ser. Estoy demasiado
débil.
¿Cómo es posible? Si
has…
Lo estoy, nada más.
Y Oskar comprendió que él era el causante de la falta de
energía de Eli. Toda la sangre que había perdido en la entrada. Si
el viejo encontraba a Eli, sería culpa de Oskar.
¡La ropa!
Oskar se levantó tan deprisa que la silla cayó hacia atrás y
golpeó contra el pavimento.
La bolsa con la ropa ensangrentada de Eli estaba todavía en
el suelo delante del sofá, la camisa colgaba fuera. La empujó para
dentro y el brazo se le puso como si hubiera apretado una esponja
húmeda cuando cerró la bolsa y… Se detuvo, se miró la mano con la
que había aplastado la camisa.
La herida que se había hecho tenía una costra un poco abierta
que mostraba lo que había debajo.
… la sangre… no quería mezclarla… ¿me
habré… contagiado ya?
Automáticamente se dirigió hacia la puerta con la bolsa en la
mano, prestó atención por si se oía algo en el portal. Nada, y
corrió escaleras arriba hasta el hueco por el que se tiraba la
basura, abrió la portezuela. Introdujo la bolsa y la sostuvo en esa
posición, moviéndola sobre la oscuridad del pozo.
Sopló una ráfaga de aire frío a través del agujero,
enfriándole la mano que permanecía allí agarrada al nudo de
plástico de la bolsa. El blanco de ésta resaltaba contra el negro
de las paredes algo rugosas del túnel. Si la soltara, la bolsa no
caería hacia arriba. Caería hacia abajo. La fuerza de la gravedad
tiraría de ella hacia abajo. Hacia el saco.
Y aquello le daba siempre una sensación de… calor. De
hallarse seguro en su habitación. De que las cosas funcionaban. Y
quizá también un sentimiento de añoranza. De aquellos hombres, del
camión. De poder estar sentado dentro de esa cabina débilmente
iluminada, arrancar…
Soltar. Tengo que
soltar.
Tenía la mano compulsivamente agarrada a la bolsa. Le dolía
el brazo de tenerlo estirado tanto tiempo. La corriente le estaba
empezando a enfriar el dorso de la mano. Soltó.
El roce de la bolsa al chocar contra las paredes, medio
segundo de silencio cuando caía libremente y luego un golpe sordo
cuando aterrizó en el saco.
Yo te ayudo.
Se volvió a mirar la mano. La mano que ayuda. La
mano…
Mato a alguien. Entro y cojo el cuchillo
y salgo y mato a alguien. A Jonny. Le corto el cuello, recojo la
sangre y se la llevo a Eli a su casa porque qué importa si ya estoy
contagiado y pronto voy a…
Las rodillas se le querían doblar y tuvo que apoyarse en el
borde del hueco de las basuras para no caer al suelo. Había
pensado aquello. En
serio. No era como el juego con el árbol. Había pensado… por un
momento… que iba a hacerlo
realmente.
Calor. Tenía mucho calor, como de fiebre. Le dolía todo el
cuerpo y quería acostarse. Ya.
Estoy contagiado. Me voy a convertir en
un… vampiro.
Obligó a las piernas a bajar las escaleras mientras con una
mano
la que no estaba
contagiada
buscó apoyo en el pasamanos. Consiguió entrar en el piso, en
su habitación, se echó en la cama y se quedó mirando fijamente el
papel pintado. El bosque. Enseguida apareció una de sus figuras,
mirándole a los ojos. El diminuto troll. Pasó el dedo sobre él
mientras aparecía un pequeño pensamiento increíblemente
tonto.
Mañana iré a la
escuela.
Eso era lo que debería hacer. Acarició lentamente el gorro
del troll. Luego dio unos golpecitos.
Se puso el edredón encima de la cabeza. Unos escalofríos le
recorrieron el cuerpo. Intentó imaginárselo. Cómo sería. Vivir para
siempre. Temido, odiado. No. Eli no le odiaría. Si ellos…
juntos…
Trató de figurárselo, fantaseó. Después de un rato se abrió
la puerta de la calle y su madre llegó a casa.
Almohadas de grasa.
Tommy miraba con los ojos vacíos la imagen que tenía delante.
La chica apretaba sus pechos con las manos de manera que parecían
dos globos, poniendo morritos. Parecía absolutamente morboso. Había
pensado en hacerse una paja, pero le pasaba algo en el cerebro
porque tuvo la impresión de que la tía parecía como un
monstruo.
Sorprendentemente despacio cerró la revista, la guardó debajo
del cojín del sofá. Permanecía atento a cada movimiento por pequeño
que éste fuera. Estaba totalmente amodorrado por el pegamento. Y
era una suerte. El mundo no existía. Sólo la habitación en la que
se encontraba, y fuera de ella… un desierto
ondulado.
Staffan.
Intentó pensar en Staffan. No podía. No conseguía
imaginárselo. Sólo veía a ese policía de cartón que estaba arriba,
en Correos. En tamaño natural. Para disuadir a los
ladrones.
¿Vamos a robar a
Correos?
No, ¡tasloco, allí hay un policía de
cartón!
Tommy se rio cuando al policía de papel le puso la cara de
Staffan. Castigado. A vigilar Correos. También ponía algo en ese
muñeco de cartón, ¿qué era lo que ponía?
Delinquir no vale la pena. No.
La policía te ve. No. ¿Cómo cojones era?
¡Cuidado! ¡Que soy el ganador de tiro con
pistola!
Tommy se reía. A carcajadas. Le daban sacudidas de la risa y
le pareció que la bombilla pelada del techo se balanceaba hacia
delante y hacia atrás al compás de su risa. Se rio de ello.
¡En guardia! ¡Policía de cartón! ¡Con pistola
de cartón! ¡Y cerebro de cartón!
El policía de cartón aguza el oído. Hay
doscientos papeles en Correos. Quitó el seguro de la pistola.
Bang-bang. Paf. Paf. Paf. Pang.
… Staffan… mamá,
joder…
Tommy se puso rígido. Intentó pensar. Imposible. Sólo una
nube deshilachada en su cabeza. Luego se tranquilizó. Quizá fueran
Robban o Lasse. O sería Staffan. Y estaba hecho de
cartón.
Pene de imitación, hecho de
cartón.
Tommy carraspeó, dijo con la voz pastosa: -¿Quién es? – Yo.
Reconoció la voz, pero no podía identificarla. Staffan no, en
cualquier caso. No el
papá de cartón. Barbapapá.
Déjalo.
–¿Y quién eres?
–¿Puedes abrirme?
–El correo ha cerrado por hoy. Vuelve dentro de cinco
años.
–Tengo dinero.
–¿Dinero de papel?
–Sí.
–Entonces está bien.
Se levantó del sofá. Despacio, despacio. Los contornos de las
cosas no querían
quedarse quietos. La cabeza llena de plomo. La visera de hormigón.
Permaneció quieto unos segundos, se tambaleó. El suelo de
cemento se inclinaba como en sueños hacia la derecha, hacia la
izquierda, como en la Casa Encantada. Fue hacia delante, paso a
paso, levantó el pasador, empujó la puerta. Fuera estaba esa chica.
La amiga de Oskar. Tommy se quedó mirándola fijamente sin
comprender lo que veía.
Sol y playa.
La chica sólo llevaba encima un vestido ligero. Amarillo, con
lunares blancos que absorbían la mirada de Tommy y él intentaba
fijar la vista en los lunares, pero éstos empezaron a danzar, a
moverse de tal manera que hacían que se mareara. Era unos veinte
centímetros más baja que él.
Bonita como… como el
verano.
–¿Ha llegado el verano de repente? –
preguntó.
La chica ladeó la cabeza.
–¿Qué?
¿Dinero? Ah, sí. Oskar le habría contado… -¿Es que quieres…
comprar algo? – Sí. – ¿El qué? – ¿Puedo entrar? – Sí, sí. – Di que
puedo entrar. Tommy hizo con el brazo un gesto exagerado,
envolvente. Vio su propia mano
moviéndose en ultrarrápido, un pez drogado nadando en el aire
por encima del suelo. – Entra. Bienvenida a la…
sucursal.
No le quedaban fuerzas para estar más tiempo de pie. El suelo
quería hacerse con él. Se volvió, se desplomó en el sofá. La chica
entró, después cerró la puerta, echó elcerrojo. Él la vio como un
pollo increíblemente grande, se rio de la ocurrencia. El pollo se
sentó en la butaca.
–¿Qué pasa? – Nada, yo sólo… estás tan… amarilla. – Ah. La
chica cruzó las manos encima de un bolso pequeño sobre las
rodillas. Él no se
había fijado en que lo llevaba. No. Un bolso no. Más como un…
neceser. Tommy lo miró. Uno ve un bolso. Se pregunta qué habrá en
él. – ¿Qué llevas en… eso? – Dinero. – Sí, claro.
No. Esto no encaja. Aquí hay algo
raro.
–¿Y qué es lo que quieres comprar? La chica abrió la
cremallera del neceser y sacó un billete de mil. Otro. Otro. Tres
mil. Los billetes parecían ridículamente grandes en sus manos
pequeñas cuando se
inclinó y los puso en el suelo. Tommy resopló: -Pero ¿esto
qué es? – Tres mil.
tacto, lo arrugó, lo puso a contraluz y vio que llevaba la
marca al agua. El mismo rey
o lo que fuera que había en el billete. Auténtico. – O sea,
que no estás bromeando. – No.
Tres mil. Puedo… viajar a algún sitio.
Volar a algún sitio.
Staffan y su madre se podían quedar ahí y… Tommy sintió que
se le aclaraba la
cabeza. Todo esto era una locura, pero de acuerdo: tres mil.
Ahí estaban. Ahora sólo
quedaba saber… -¿Qué es lo que quieres comprar entonces? Por
esto puedes tener… -Sangre. – Sangre. – Sí. Tommy dio un bufido,
meneó la cabeza. – Oye, no, lo siento. Las reservas se… han
acabado. La chica estaba sentada
tranquilamente en la butaca, mirándole. Ni siquiera sonrió. –
No, pero en serio -dijo Tommy-: ¿qué quieres? – Tú tienes el
dinero… si yo tengo un poco de sangre. – No tengo. – Sí. – No. –
Sí. Tommy comprendió.
–¿Estás hablando en serio? La chica señaló los billetes. – No
es peligroso. – ¿Pero… qué… cómo? La chica metió la mano en el
neceser, sacó algo. Un trozo de plástico blanco,
rectangular. Lo meneó. Raspaba un poco. Entonces Tommy vio lo
que era. Un paquete de cuchillas de afeitar. Lo dejó en la rodilla,
sacó otra cosa. Un rectángulo de color carne. Una tirita
grande.
Esto es ridículo. -No, déjalo ya. No
comprendes que… te puedo limpiar sencillamente ese dinero, ¿eh?
Metérmelo en el bolsillo y decirte «No, qué va». ¿Tres mil? No las
he visto en mi vida. Eso es mucho dinero,
¿no lo entiendes? ¿De dónde lo has sacado? La chica cerró los ojos,
suspiró. Cuando los abrió de nuevo ya no parecía tan amable. –
¿Quieres o no quieres?
Está hablando en serio. No me jodas que
está hablando en serio. No… No…
–¿Qué vas a hacer…?, ¿un corte o así…? La chica asintió,
impaciente.
¿Un corte? Espera un poco. ESPERA ahí un
momento… qué era eso… cerdos…
Arrugó el entrecejo. El pensamiento rebotaba en su cabeza
como una pelota de goma lanzada con fuerza en una habitación,
intentaba agarrarse, parar. Y se paró. Recordó. Abrió la boca. La
miró a los ojos,
–¿no…? – Pues sí. – Esto será una broma, ¿no? Escucha:
lárgate ahora mismo. No. Ahora te largas de
aquí. – Tengo una enfermedad. Necesito sangre. Te puedo dar
más dinero si quieres. Revolvía en el neceser, rebuscando, sacó
otros dos billetes de mil, los dejó en el
suelo. Cinco mil. – Por favor.
El asesino. Vällingby. El cuello cortado.
Pero qué cojones… esta chica…
–Para qué lo quieres… pero qué cojones… no eres más que una
cría, tú… -¿Tienes miedo? – No, yo está claro que puedo… tú tienes
miedo, ¿no? – Sí. – ¿Por qué?
con la cabeza, se levantó y recogió el dinero del suelo, lo
guardó en el neceser. Tommy miraba el sitio donde habían estado.
Cinco. Mil. Un ruido metálico al abrirse el cerrojo. Tommy se puso
boca arriba en el sofá.
–Pero… ¿qué?…, ¿me vas a cortar el cuello?
–No. Sólo en la parte interior del codo. Un
poco.
–¿Pero qué vas a hacer con ello?
–Bebérmelo.
-¿Ahora?
–Sí.
Tommy se sondeó por dentro y vio esa lámina de la circulación
de la sangre puesta como un papel de calco en la parte interior de
su cabeza. Sintió, tal vez por primera vez en su vida, que
tenía una circulación sanguínea. No sólo
puntos aislados, heridas por donde salen una o dos gotas de sangre,
sino un gran árbol que bombeaba lleno de arterias llenas de…
¿cuánto sería?… cuatro, cinco litros de sangre.
–¿Qué enfermedad es
ésa?
La chica no dijo nada, estaba al lado de la puerta con el
picaporte en la mano, observándole, y las líneas de las arterias y
de las venas de su cuerpo, el mapa, adquirieron de pronto el
aspecto de una lámina de despiece. Eludió ese pensamiento, pensó en
cambio: Hazte donante. Veinticinco coronas y un
bocadillo de queso. Después dijo:
–Entonces, dame el dinero.
La chica abrió la cremallera del neceser, volvió a sacar los
billetes.
–¿Y si te doy… tres ahora y dos después?
–Vale, vale. Pero podría sobradamente… echarme encima de ti y
quitarte el dinero, ¿es que no lo entiendes?
–No. No podrías.
Le extendió tres billetes de mil, sujetos entre los dedos
índice y corazón. Él miró cada uno de ellos a contraluz, comprobó
que eran auténticos. Los enrolló como un cilindro y los cogió con
la mano izquierda.
–Bueno. ¿Ahora entonces?
La chica dejó los otros dos billetes de mil en la butaca, se
sentó de rodillas al lado del sofá, sacó el paquete de cuchillas
del neceser, extrajo una cuchilla.
Ya ha hecho esto
antes.
–No se lo cuentes a nadie.
–¿Qué pasa entonces, di?
–No lo cuentes. A nadie.
–No -Tommy miró de reojo hacia su codo estirado, hacia los
billetes que había en la butaca-. ¿Y cuánto me vas a
sacar?
–Un litro.
–¿Es… mucho?
–Sí.
–¿Es tanto que yo…?
–No. No te pasará nada.
–Se renueva otra vez, claro.
–Sí.
Tommy asintió. Luego miró fascinado mientras la cuchilla,
reluciente como un pequeño espejo, bajaba hasta su piel. Como si le
estuviera pasando a otro, en algún otro sitio. Sólo vio el juego de
líneas. Las mandíbulas de la chica, su pelo negro, su propio brazo
blanco, el rectángulo de la cuchilla que apartaba el ralo vello del
brazo y llegaba a su meta; se apoyó un momento sobre la vena
hinchada, algo más oscura que la piel de
alrededor.
Presionó hacia abajo, suave, suave. Una esquina se hundió en
la piel sin romperla. Luego:
Schvittt
Una sacudida hacia atrás y Tommy resopló, apretó la otra
mano, en la que tenía los billetes, con más fuerza. Dentro de su
cabeza, los dientes retumbaron al apretar y rechinar unos contra
otros. Apareció la sangre, salía a borbotones.
El tintineo cuando la cuchilla cayó al suelo y la chica cogió
su brazo con las dos manos, apretando sus labios contra el pliegue
del codo.
Tommy volvió la cabeza, no sintió más que sus cálidos labios,
la lengua batiendo contra su piel y de nuevo vio el mapa interior
de su cuerpo, los canales por los que corría la sangre, agitándose
contra… la hendidura.
Sale de mí.
Sí. El dolor iba aumentando. El brazo empezaba a paralizarse,
ya no sentía los labios, sólo la succión, cómo se… absorbía de él,
cómo…
Sale.
Se asustó. Quería dejarlo. Dolía demasiado. Los ojos se le
llenaron de lágrimas, abrió la boca para decir algo, para… no pudo.
No había palabras que pudieran…
explanada de Ångby.
–¿Estás dormido? – No. Un soplo de perfume y de frío cuando
su madre entró en la habitación de Oskar y
se sentó al borde de la cama.
–¿Te lo has pasado bien?
–Sí, claro.
–¿Qué has hecho?
–Nada especial.
–He visto los periódicos. En la mesa de la
cocina.
–Mmm.
Oskar se tapó más con el edredón, hizo como que
bostezaba.
–¿Tienes sueño?
–Mmm.
Verdad y mentira. Estaba cansado, tan
cansado que le zumbaba la cabeza. Quería solamente envolverse en el
edredón, cerrar la entrada y no salir hasta que… hasta que… pero
sueño, no. Y… ¿podría dormir ahora que estaba
contagiado?
Oyó que su madre le preguntaba algo acerca de su padre, y
dijo «bien» sin saber a qué estaba respondiendo. Se quedaron en
silencio. Después su madre suspiró, profundamente.
–Pero pequeño, ¿qué te pasa? ¿Puedo hacer
algo?
–No.
Oskar hundió la cabeza en la almohada, respirando de tal
manera que la nariz, la boca y los labios se le llenaron de aire
caliente. No podía soportarlo. Demasiado
difícil. Tenía que contárselo a alguien. Con la cabeza en la almohada
dijo:
–… yotoyagiado…
–¿Qué has dicho?
Oskar levantó la cabeza de la almohada.
–Estoy contagiado.
La mano de su madre le acarició el pelo, la nuca, siguió
hacia abajo y el edredón se
deslizó un poco.
–Cómo que conta… pero… si tienes la ropa
puesta.
–Sí, es que…
–A ver que te miro. ¿Tienes calor? – puso su fría mejilla en
la frente de su hijo-.
Tienes fiebre. Ven. Tienes que quitarte la ropa y acostarte
como es debido -Se levantó de la cama sacudiendo con cuidado a
Oskar en el hombro-: Vamos.
Ella respiró con más fuerza, se le ocurrió algo. Dijo en otro
tono:
–¿Te has vestido en condiciones cuando has estado en casa de
papá?
–Sí, claro. No es eso.
–¿Te has puesto el
gorro?
–Síí. No es eso.
–Entonces, ¿qué es?
Oskar volvió a apoyar la cabeza en la almohada, se abrazó a
ella y dijo:
–… ooyasermpiro…
–Oskar, ¿qué dices?
–Me voy a convertir en vampiro.
Pausa. El sonido calmado del abrigo de su madre cuando ésta
se cruzó de brazos.
–Oskar. Ahora te levantas. Te quitas la ropa. Y te metes en
la cama.
–Me voy a convertir en un vampiro.
La respiración de su madre. Evidentemente,
enfadada.
–Mañana voy a ser yo la que coja y tire todos esos libros que
lees.
El edredón de Oskar desapareció. Se levantó, se quitó la ropa
despacio; evitó mirar a su madre. Se volvió a meter en la cama y
ella le colocó bien el edredón.
–¿Quieres algo?
Oskar negó con la cabeza.
Oskar meneó la cabeza con más fuerza. Entonces miró a su
madre. Ella estaba inclinada sobre la cama, con las manos sobre las
rodillas. Los ojos observadores,
preocupados.
–¿Quieres algo?
–No. Bueno, sí.
–¿Qué es?
–No, no era nada.
–Pero dilo.
–¿Me puedes… contar un cuento?
Un vislumbre de diferentes sentimientos cruzó el rostro de su
madre: tristeza,
alegría, inquietud, una sonrisa forzada, una arruga de
preocupación. Todo en unos segundos. Luego dijo:
–Yo… no me sé ningún cuento. Pero… puedo leerte uno si
quieres. Si tenemos algún libro…
Su mirada voló hacia la estantería que había al lado de la
cabeza de Oskar.
–No, no hace falta.
–Pero si lo hago encantada.
–No. No quiero.
–¿Por qué no? Si acabas de decir…
–Sí, pero… no. No quiero.
–¿Te… canto algo?
–¡No!
Su madre se mordió los labios, ofendida. Después decidió no
estarlo, puesto que Oskar estaba enfermo:
–Tal vez pueda inventarme algo si
eso…
–No, está bien. Ahora quiero dormir.
Su madre acabó dándole las buenas noches, salió de la
habitación. Oskar permaneció acostado con los ojos abiertos mirando
hacia la ventana. Trataba de notar si se
estaba… convirtiendo. No sabía lo que tenía que notar. Eli. ¿Cómo
fue en realidad cuando él se… convirtió?
Separarse de todo.
Abandonar. Madre, padre, la escuela… Jonny, Tomas… Estar con
Eli. Siempre.
Oyó cómo se encendía la tele en el cuarto de estar, se bajaba
enseguida el volumen. El ruido suave de la tetera en la cocina. El
fuego de la cocina que se enciende, el tintineo de copas y tazas.
Armarios que se abren.
oído cientos de veces. Y se
puso
triste.
Virginia había opuesto resistencia. Una resistencia violenta
cuando recuperó la consciencia y comprendió lo que estaba a punto
de suceder. Se arrancó la sonda para la transfusión de sangre,
gritó y pataleó.
Lacke no tuvo fuerzas para ver cómo peleaban con ella, que
estaba como transformada. Bajó a la cafetería y se tomó un café.
Después otro y otro más. Cuando iba a servirse el cuarto, la cajera
le recordó cansada que sólo estaba incluida una taza extra. Lacke le había contestado que estaba
sin blanca, y se sentía tan mal como si se fuera a morir al día
siguiente, y que si no podía hacer una excepción.
Sí que podía. Incluso invitó a Lacke a un bollo «que de todos
modos habría que tirar mañana». Se comió el bollo con un nudo en la
garganta, pensando en la bondad relativa de las personas y en su
relativa maldad. Luego salió a la entrada y se fumó su penúltimo
cigarro del paquete antes de subir a ver a
Virginia.
Se la encontró atada.
Una enfermera había recibido tal golpe que las gafas se le
rompieron y un trozo de cristal le había cortado una ceja. Los
intentos de tranquilizar a Virginia resultaron vanos. No se habían
atrevido a ponerle ninguna inyección a causa de su estado general,
y por eso le habían sujetado los brazos con cinturones de cuero,
sobre todo para, eso dijeron, «evitar que ella misma se
lesionara».
Lacke frotó la costra entre los dedos; un polvo fino como
pigmento le coloreó de rojo las yemas. Un movimiento en el rabillo
del ojo; la sangre de la bolsa que colgaba del pie al lado de la
cama de Virginia goteaba en un cilindro de plástico y bajaba por la
sonda hasta entrar en el brazo de su amiga.
Evidentemente, primero, cuando determinaron su grupo
sanguíneo, le habían hecho una transfusión en la que bombearon un cierto volumen de sangre, pero ahora,
cuando su estado se había estabilizado, se la administraban con
goteo. En la bolsa medio llena había una etiqueta con un montón de
indicaciones incomprensibles, dominadas por una A grande. El grupo
sanguíneo, claro.
Pero… espera un
poco…
Lacke tenía el grupo B. Recordaba que él y Virginia habían
hablado de ello alguna vez, que Virginia también tenía ese grupo y
que por eso podían… sí. Justamente eso fue lo que dijeron. Que
podían darse sangre el uno al otro porque compartían el mismo grupo
sanguíneo. Y Lacke tenía B, de eso estaba seguro.
¿No cometerán errores de este
tipo?
Encontró a una enfermera. – Perdona, pero… Ella echó una
mirada a su ropa vieja, se mantuvo algo expectante, dijo: -Sí. –
Sólo me pregunto… Virginia… Virginia Lindblad, que… la habéis
ingresado
antes… La enfermera asintió, adoptando ahora una actitud casi
de rechazo. Quizá había estado presente cuando
ellos…
–No, sólo quiero saber… el grupo sanguíneo.
–¿Qué pasa con él?
–Sí, que he visto que pone A en la bolsa que… pero ella no
tiene ese grupo.
–No entiendo.
–Pues… eh… ¿Puedes venir un momento?
La enfermera echó un vistazo al pasillo. Tal vez para
comprobar si había alguien que pudiera ayudarla si aquello se ponía
feo, tal vez para demostrar que tenía cosas más importantes que
hacer, pero de todas formas acompañó a Lacke a la habitación en la
que Virginia estaba tumbada con los ojos cerrados y la sangre
goteando despacio a través del tubo. Lacke señaló la
bolsa:
–Aquí. Aquí pone A. Quiere eso decir que…
–Que hay sangre del grupo A en ella. Hay una falta enorme de
donantes en la
actualidad. Si la gente supiera cómo…
–Perdona. Sí. Pero ella tiene el grupo B. ¿No es peligroso
entonces…?
–Sí, claro que lo es…
La enfermera no fue directamente desagradable, pero su
actitud daba a entender
que el derecho de Lacke a poner en tela de juicio la
competencia del hospital era mínimo. Se encogió ligeramente de
hombros, añadió:
–… si uno tiene el grupo B. Pero este paciente no lo tiene.
Ella tiene el grupo AB.
–Pero… ahí pone A… en la bolsa.
La enfermera lanzó un suspiró, como si le estuviera
explicando a un niño que no hay personas en la
luna.
–Las personas con sangre del grupo AB pueden recibir sangre
de todos los grupos
sanguíneos.
–Pero… bueno. Entonces ha cambiado de grupo.