Leyó la nota cinco veces. Luego pensó en ella mientras la escribía de pie al lado del escritorio. Gene Simmons estaba en la pared medio metro detrás, sacando la lengua.


Se inclinó sobre el escritorio y quitó el póster de la pared, hizo con él un rebujo y lo tiró en la papelera.

Entonces leyó la pequeña nota otras tres veces más, la dobló y se la guardó en el bolsillo. Continuó vistiéndose. Hoy podía haber cinco papeles en cada paquete, si quería. Iría sobre ruedas.

La habitación olía a humo y las partículas de polvo bailaban en los rayos de sol que se filtraban entre las persianas. Lacke acababa de despertarse, estaba tendido boca arriba en la cama, tosiendo. Las moléculas de polvo representaban un curioso baile ante él. Tos de fumador. Se dio media vuelta en la cama, cogió el encendedor y el paquete de tabaco que estaban sobre la mesilla de noche, al lado de un cenicero repleto.

Sacó un cigarrillo Camel light. Virginia había empezado a preocuparse por su salud a la vejez; lo encendió, se puso de nuevo boca arriba con un brazo bajo la cabeza, fumando y pensando.

Virginia se había ido al trabajo un par de horas antes, probablemente bastante cansada. Se habían quedado mucho tiempo despiertos después de hacer el amor, hablando y fumando. Eran ya las dos cuando ella apagó el último cigarro y dijo que ya era hora de dormir. Lacke se había levantado sigilosamente después de un rato, se había bebido lo que quedaba de la botella de vino y se había fumado un par de cigarros más antes de ir a acostarse. Quizá más porque le gustaba aquello: poder acostarse al lado de un cuerpo caliente y dormido.

Era una lástima que no pudiera soportar el tener a alguien encima de él todo el tiempo. De haberlo soportado, sólo podía haber sido Virginia. Además… joder, había oído rumores de cómo lo estaba pasando ahora. Temporadas. Temporadas en las que se emborrachaba totalmente en los bares del centro, metiendo en casa a cualquier cabrón. Ella no quería hablar de ello, pero había envejecido más de lo necesario estos últimos años.

Si él y Virginia pudieran… sí, ¿qué? Vender todo, comprar una casa en el campo, cultivar patatas. Claro, pero no iba a funcionar. Después de un mes estarían los dos bailando la yenka con los nervios del otro, y ella además tenía aquí a su madre, su trabajo, y él, pues tenía… sí… sus sellos.

Nadie lo sabía, ni siquiera su hermana, y él tenía realmente mala conciencia por ello.

La colección de sellos de su padre, que no entró a formar parte de los bienes de la herencia, valía una pequeña fortuna, como se demostró después. Había ido vendiéndola, unos pocos sellos cada vez, cuando necesitaba dinero en efectivo.


Justamente ahora el mercado estaba por los suelos y ya no le quedaban muchos sellos. De todas formas, muy pronto se vería obligado a vender. Quizá debería deshacerse de aquellos más especiales, el de Noruega número uno, e invitar a todos a las cervezas que les había estado gorroneando últimamente. Debería hacerlo.

Dos casas en el campo. Casitas rústicas. Que estuvieran cerca. Una casita rústica no cuesta casi nada. Y la madre de Virginia, ¿qué? Tres casitas. Y, además, Lena, la hija. Cuatro. Por supuesto. Ya puesto, cómprate un pueblo entero.

Virginia sólo era feliz cuando estaba con Lacke, ella misma lo había dicho. Lacke no sabía si aún sería capaz de ser feliz, pero Virginia era la única persona con la que realmente se sentía a gusto. ¿Por qué no iban a poder montárselo de alguna manera?

Lacke se puso el cenicero en la tripa, retiró la ceniza del cigarro y dio una calada.

Era la única persona con la que se sentía a gusto actualmente. Desde que Jocke… había desaparecido. Jocke era un tío majo. El único al que consideraba amigo de todos los que se juntaban. Era una putada eso de que su cuerpo hubiera desaparecido. No era lógico. Tenía que haber un entierro. Tiene que haber un cadáver que uno pueda mirar, constatar: sí, sí, ahí yaces, amigo mío. Y muerto estás.

Se le saltaron las lágrimas.

La gente tenía tantos amigos, siempre con la palabra en la boca, amigos por aquí yamigos por allí. Él tenía uno, uno sólo, y precisamente a él tenía que arrebatárselo algún gamberro desalmado. ¿Por qué cojones habría matado aquel joven a Jocke?

En el fondo sabía que Gösta no mentía ni se lo inventaba, y Jocke había desaparecido, pero parecía tan sin sentido… La única razón plausible sería algo relacionado con las drogas. Jocke tenía que estar envuelto en algún lío de drogas y había engañado a la persona equivocada. Pero ¿por qué no había dicho nada?

Antes de dejar el apartamento vació el cenicero y guardó la botella de vino vacía abajo, en el armario de la cocina. Tuvo que ponerla boca abajo para que cupiera entre todas las demás botellas.

Sí, joder. Dos casitas. Un terrenito con patatas. Barro hasta las rodillas y el canto de la alondra en primavera. Etcétera. Alguna vez.

Se puso la cazadora y salió. Al pasar por delante del supermercado ICA le tiró un beso a Virginia, que estaba en la caja. Ella le sonrió y le sacó la lengua.

De camino a su casa en la calle Ibsengatan se encontró con un joven que arrastraba dos grandes bolsas de papel. Alguien que vivía en su patio, pero Lacke no sabía cómo se llamaba. Le saludó con la cabeza.

–Eso parece pesado.

–No, está bien.

Lacke se quedó mirando al joven que llevaba las bolsas hacia el edificio alto. Parecía tan contento. Así tenía uno que ser. Aceptar su cruz y llevarla con alegría.


Así tenía uno que ser.

Dentro del patio esperaba encontrarse con el tipo que le invitó a whisky en el chino. El hombre solía estar fuera a estas horas, paseando. Caminaba a veces en círculos alrededor del patio. Pero no se le había visto los dos últimos días. Lacke miró de reojo hacia arriba, hacia la ventana cubierta del piso en el que creía que vivía el hombre.

Estará dentro bebiendo, claro. Podría subir y llamar.

Otro día.

Al anochecer, Tommy y su madre bajaron al cementerio. La tumba de su padre estaba justo al lado del dique de contención del pantano de Råcksta, por lo que cogieron la carretera que iba por el bosque. Su madre fue en silencio hasta que llegaron a la calle Kanaanvägen y Tommy pensó que era porque estaba triste, pero cuando tomaron la carretera pequeña que bordeaba el pantano su madre tosió y dijo:

–Oye, Tommy…

–Sí.

–Staffan dice que ha desaparecido una cosa. En su casa. Cuando nosotros

estuvimos allí.

–Sí.

–¿Sabes algo de eso?

Tommy cogió un poco de nieve en la mano, hizo una bola y la tiró contra un árbol.

Justo en medio.

–Sí. Está debajo de su balcón.

–Es muy importante para él, puesto que…

–Está entre los setos que hay debajo de su balcón, te estoy diciendo.

–¿Cómo ha llegado allí?

El dique cubierto de nieve alrededor del cementerio estaba frente a ellos. Un suave

resplandor rojo iluminaba las copas de los pinos desde abajo. El farol que su madre llevaba en la mano hizo ruido. Tommy le preguntó:

–¿Tienes fuego?

–¿Fuego? Ah, sí. Tengo un encendedor. ¿Cómo llegó…?

–Se me cayó.

A la entrada del cementerio, al lado de la verja, Tommy se detuvo mirando el plano; distintas secciones marcadas con letras. Su padre estaba en la sección D.


Pronto se iban a cumplir los tres años. Tommy tenía imágenes poco claras del entierro, o como se llamara. Eso con el ataúd y un montón de gente llorando y cantando todo el tiempo.

Se acordaba de que llevaba unos zapatos que le quedaban grandes, eran de su padre y le iban bailando en los pies al volver a casa. Le había dado miedo el ataúd, había estado sentado mirándolo fijamente durante todo el entierro, seguro de que su padre se iba a levantar y estar vivo de nuevo, pero… cambiado.

Las dos semanas que siguieron al entierro anduvo dando vueltas como un zombi aterrado. Sobre todo cuando se hacía de noche le parecía ver en las sombras a aquel ser consumido de la cama del hospital, que ya no era su padre, acercándose a él con los brazos abiertos, como en las películas.

El miedo desapareció cuando enterraron la urna. Sólo asistieron su madre, él, un operario y un cura. El operario llevaba la urna delante y caminaba con dignidad, mientras que el cura consolaba a su madre. Fue todo tan ridículo. El pequeño bote de madera con tapa que aquel tipo del mono azul llevaba con las manos extendidas, como si aquello tuviera algo que ver con su padre. Era como una gran patraña.

Pero el miedo había desaparecido, y la relación de Tommy con la tumba había cambiado con el tiempo. Ahora bajaba a veces aquí él solo, se sentaba un rato al lado de la lápida y pasaba los dedos sobre las letras esculpidas que formaban el nombre de su padre. Era por eso por lo que iba. Del bote que había en la tierra ni se ocupaba, pero sí del nombre.

La persona desencajada en la cama del hospital, las cenizas del bote, nada de eso era su padre, pero el nombre aludía a la persona que él recordaba, y por eso iba allí a veces y recorría con los dedos los huecos en la piedra que formaban MARTIN SAMUELSSON.

–Oh, qué bonito -dijo su madre.

Tommy contempló el cementerio.

Había pequeñas velas encendidas por todas partes, una ciudad vista desde un avión. Algunas figuras oscuras se movían entre las lápidas. Su madre se dirigió a la tumba de su padre con el farol balanceándose en la mano. Tommy se fijó en su espalda estrecha y de pronto se sintió triste. No por él, ni por su madre, no; por todo. Por todas las personas que andaban por allí entre las luces que temblaban en la nieve. Ellas mismas no eran más que sombras que estaban al lado de las piedras, mirando las piedras, tocando las piedras. Aquello era tan… tonto.

La muerte es la muerte. Punto.

Sin embargo Tommy siguió a su madre, se puso de cuclillas junto a la tumba de su padre mientras ella encendía el farol. No quería tocar las letras cuando su madre estaba allí.

Permanecieron así un rato, mirando cómo la débil llama resaltaba las vetas del mármol, como si se movieran. Tommy no sentía nada aparte de un poco devergüenza. Él participando en este simulacro. Después de un poco se levantó y empezó a caminar hacia casa.


Su madre le siguió. Demasiado pronto, le pareció. Ella podía quedarse llorando si quería, toda la noche. Llegó a su altura y pasó con cuidado su brazo por debajo delde Tommy. Él lo dejó estar. Caminaron el uno al lado del otro contemplando el pantano de Råcksta que había empezado a helarse. Si el frío continuaba se podría patinar allí en unos días.

Un pensamiento machacaba todo el tiempo la cabeza de Tommy como un terco riff de guitarra.

La muerte es la muerte. La muerte es la muerte. La muerte es la muerte.

Su madre tembló, se apretó contra él.

–Es terrible.

–¿Te parece?

–Sí, Staffan me contó una cosa horrible.

Staffan. ¿Es que no podía ni siquiera ahora dejar de hablar de…?

–Ah, ¿sí?

–¿Has oído lo del incendio en una casa de Ångby? La mujer que…

–Sí.

–Staffan me contó que le habían hecho la autopsia. A mí me parece que eso es tan desagradable. Que hagan esas cosas.

–Sí, sí, claro.

Un pato caminaba por la frágil capa de hielo hacia el agujero que se formaba en el hielo junto a uno de los desagües a un lado del lago. Los pequeños peces que se podían pescar allí en verano olían a desagüe.

–¿De dónde viene ese desagüe? – Preguntó Tommy-. ¿Viene del crematorio?

–No sé. ¿No quieres escucharme? ¿Te parece desagradable?

–No, no.

Y entonces ella empezó a contárselo mientras iban por el bosque hacia casa. Después de un rato, Tommy comenzó a interesarse, a hacer preguntas que su madre no podía responder; ella sólo sabía lo que Staffan le había contado. Bueno, Tommy hacía tantas preguntas y parecía tan interesado que Yvonne se arrepintió de habérselo comentado siquiera.

Más tarde, por la noche, Tommy se encontraba sentado en una caja en el refugio, dándole vueltas a la pequeña escultura del tirador de pistola. La colocó encima de las tres cajas que contenían los radiocasetes, como un trofeo. Coronando la obra.


¡Mangado a un… policía!

Cerró cuidadosamente el refugio con la cadena y el candado, puso la llave en el escondite y se sentó pensando en lo que su madre le había contado. Después de un rato oyó pasos sigilosos que se acercaban al trastero. Una voz baja que decía:

–¿Tommy?

Se levantó de la butaca, fue hasta la puerta y la abrió con rapidez. Allí estaba

Oskar y parecía nervioso, con un billete en la mano.

–Toma. Tu dinero.

Tommy cogió el billete de cincuenta coronas y estrujándolo se lo metió en el

bolsillo, sonrió a Oskar.

–¿Te vas a hacer cliente de aquí o qué? Entra.

–No, tengo que…

–Entra, digo. Te quiero preguntar una cosa.

Oskar se sentó en el sofá agarrándose las manos. Tommy se desplomó en la butaca

mirándolo.

–Oskar. Tú eres un chico espabilado. Oskar se encogió tímidamente de hombros.

–¿Sabes la casa que ardió en Ångby? ¿La vieja que salió al jardín y se quemó?

–Sí, lo he leído.

–Me lo imaginaba. ¿Han escrito algo de la autopsia?

–No que yo sepa.

–No. Pero se la hicieron. Le hicieron la autopsia. ¿Y sabes qué? No encontraron

humo en sus pulmones. ¿Sabes lo que eso significa? Oskar pensó.

–Que no respiraba.

–Sí. ¿Y cuándo se deja de respirar? Cuando se está muerto, ¿no?

–Sí -Oskar se animó-. He leído sobre eso. Precisamente. Por eso hacen la autopsia a los que han ardido. Para descartar que… alguien haya provocado el fuego para ocultar que ha matado al que había dentro. En el fuego. Leí en… sí, fue en la revista Hemmets Journal, que un tío en Inglaterra que había matado a su mujer y sabía esto pues había… antes de iniciar el fuego había puesto un tubo en la garganta de ella y…

–Bueno, bueno. Tú sabes. Bien. Pero aquí no había humo en los pulmones aunque la mujer había salido al jardín y había estado allí dando vueltas un rato antes de morir. ¿Cómo puede ser eso?

–Contendría la respiración. No, claro. Eso no se puede, lo he leído en algún sitio. Por eso la gente siempre…


–Vale, vale. Explícamelo entonces.

Oskar apoyó la cabeza en las manos, pensando. Luego dijo:

–O han tenido algún fallo o ella estaba de pie y corriendo aunque estaba muerta. Tommy asintió:

–Justo. ¿Y sabes qué? No creo que esos tíos cometan ese tipo de fallos. ¿Tú qué crees?

–No, pero…

–La muerte es la muerte.

–Sí.

Tommy tiró de un hilo de la butaca, hizo una bolita con los dedos y la lanzó.

–Sí. A uno le gustaría creerlo.

Y después de haber puesto su mano en la mía, con un rostro alegre que me reanimó, me introdujo en las cosas secretas.


Dante Alighieri, La Divina Comedia, Infierno, Canto III


-No soy una sábana. Soy un fantasma

DE VERDAD. BUU… BUU…

¡Tienes que asustarte!


-Pero no me asusto.

Nationalteatern, Col rellena y calzoncillos

Morgan tenía frío en los pies. La helada que cayó más o menos al mismo tiempo que el submarino encallara no había hecho más que empeorar durante la última semana. Le gustaban sus viejas botas camperas, pero no se podía poner calcetines de lana con ellas. Además tenía un agujero en una de las suelas. Claro que podía comprarse alguna birria china por cien coronas, pero para eso prefería pasar frío.


Eran las nueve y media de la mañana y volvía a casa desde el metro. Había estado en el desguace de Ulvsunda para ver si podía echarles una mano que valiera unos cientos de coronas, pero el negocio iba mal. Tampoco este año habría botas de invierno. Se había tomado un café con los chicos en la oficina, abarrotada de catálogos de piezas de recambio y calendarios de tías, y vuelta a casa en el metro.

Larry salió del edificio; parecía, como de costumbre, alguien que tuviera una pena de muerte colgando sobre él.

–¿Qué pasa tío? – gritó Morgan.

Larry saludó fríamente con la cabeza, como si desde que se despertara aquella mañana hubiera sabido que Morgan iba a estar ahí; se acercó a saludarle:

–Hola. ¿Qué tal?

–Los pies congelados, el coche en el desguace, sin trabajo y de camino a casa para tomarme un plato de sopa de sobre. ¿Y tú?

Larry seguía andando en dirección a la calle Björnsonsgatan, a lo largo del parque.

–Sí, pensaba bajar al hospital a saludar a Herbert. ¿Te vienes?

–¿Está mejor de la cabeza?

–No, creo que sigue como antes.

–Entonces no voy. Me pongo malo con esos desvaríos. La última vez creía que yo era su madre, quería que le contara un cuento.

–¿Lo hiciste?

–Claro que lo hice. Ricitos de oro y los tres ositos. Pero no. Hoy no estoy de humor para eso.

Siguieron caminando. Cuando Morgan se dio cuenta de que Larry tenía un par de guantes gruesos, fue consciente de que tenía frío en las manos y se las metió con cierto malestar en los estrechos bolsillos de los vaqueros. Ante ellos apareció el puente bajo el que Jocke había desaparecido.


Quizá para evitar hablar de ello Larry dijo:

–¿Has visto el periódico esta mañana? Ahora dice Fälldin, el primer ministro, que los rusos tienen armas nucleares a bordo de ese submarino.

–¿Y qué se creía antes que tenían? ¿Tirachinas?

–No, pero… pero es que ya lleva ahí una semana. Imagínate si hubiera explotado.

–No te preocupes. Saben lo que hacen, los rusos.

–Pero resulta que no soy comunista.

–Ni yo tampoco.

–No, no. ¿A quién votaste la última vez? ¿A los liberales?

–No soy partidario de Moscú, eso desde luego.

Ya habían tenido esa conversación antes. Ahora la repetían para evitar ver, para evitar pensar en aquello cuando se acercaban al túnel. A pesar de todo, sus voces se apagaron al entrar en él y se detuvieron. Los dos pensaron que el otro se había detenido primero. Los dos miraron los montones de hojas convertidos ahora en montones de nieve y que sugerían formas que hicieron que ambos se sintieran mal. Larry meneó la cabeza.

–¿Qué cojones vamos a hacer?

Morgan hundió aún más las manos en los bolsillos y golpeó el suelo con los pies para que le entraran en calor.

–Sólo Gösta puede hacer algo.

Los dos miraron hacia el piso donde vivía Gösta. Sin cortinas, con los cristales sucios.

Larry ofreció el paquete de tabaco a Morgan. Éste cogió un cigarro y Larry cogió un cigarro, sacó fuego para los dos. Se quedaron callados fumando, mirando los montones de nieve. Después de un rato fueron interrumpidos en sus pensamientos por voces jóvenes.

Un grupo de niños con patines y cascos en las manos venían de la escuela dirigidos por un hombre con aspecto de militar. Los chicos marchaban a una distancia de un metro los unos de los otros, casi al compás. En el túnel pasaron al lado de Morgan y de Larry. Morgan saludó con la cabeza a uno de los chicos que conocía de su patio.

–¿Vais a la guerra o qué?

El chico meneó la cabeza, iba a decir algo pero no hizo más que seguir trotando, por miedo a salirse de la fila. Siguieron bajando hacia el hospital; tendrían un día de

actividades al aire libre o algo así. Morgan apagó el cigarro con el pie, se puso la mano en la boca haciendo bocina y gritó:


–¡Ataque aéreo! ¡Todos a cubierto!

Larry, escandalizado, apagó su cigarro.

–Dios mío. Que haya todavía gente así. Exigirá hasta que las cazadoras cuelguen firmes en el pasillo. ¿Entonces no te vienes?

–No. No lo soporto. Pero date prisa, puede que llegues a formar filas.

–Hasta luego.

–Hasta luego.

Se separaron bajo el puente. Larry desapareció con pasos lentos en la misma dirección que los niños y Morgan subió por las escaleras. Tenía frío en todo el cuerpo. Pese a todo, la jodida sopa de sobre no iba a estar nada mal, y menos si la mezclaba con leche.

Oskar iba con la señorita. Necesitaba hablar con alguien y la señorita fue la única que se le ocurrió. Sin embargo se habría cambiado de grupo si hubiera podido. Jonny y Micke no iban nunca en el grupo de paseo los días de actividades al aire libre, pero hoy sí. Se habían cuchicheado algo al oído por la mañana, mirándole.

Así que Oskar iba con la señorita. No sabía ni él mismo si era por ir protegido o por poder hablar con un adulto.

Había estado saliendo con Eli los últimos cinco días. Se veían todas las tardes, fuera. Oskar le decía a su madre que estaba con Johan.

La noche anterior Eli había llegado de nuevo a su ventana. Habían estado despiertos mucho tiempo, contando historias primero uno y luego el otro. Después se habían dormido abrazados y por la mañana Eli ya no estaba.

En el bolsillo de los pantalones de Oskar, al lado de la vieja nota, manoseada y rota de tanto leerla, había ahora una nueva que había encontrado en su escritorio por la mañana cuando se estaba preparando para ir a la escuela:

Huir es vivir; quedarse, la muerte. Tuya, Eli.

Sabía que era de Romeo y Julieta. Eli le contó que lo que le escribió en la primera nota también estaba sacado de allí y Oskar había cogido el libro de la biblioteca de la escuela. Le había gustado bastante, a pesar de que no conocía un montón de palabras. Su manto de vestal es verde y enfermizo. ¿Entendería Eli aquello?

Jonny, Micke y las chicas iban veinte metros por detrás de Oskar y la señorita. Pasaron por el parque de China, donde algunos niños de la guardería se deslizaban con los trineos cortando el aire con sus gritos. Oskar dio una patada a un terrón de nieve y dijo en voz baja:


–¿Marie-Louise?

–Sí.

–¿Cómo sabe uno que ama a alguien?

–¡Huy! Bueno…

La señorita hundió las manos en los bolsillos de su trenca y miró al cielo. Oskar se preguntó si estaría pensando en el hombre que había venido a buscarla un par de veces a la escuela. A Oskar no le había gustado nada su aspecto. El tipo parecía de mucho cuidado.

–Eso es diferente, pero… me atrevería a decir que es cuando uno sabe… o, en todo caso, está muy convencido de que quiere estar siempre con esa persona.

–Como si no pudiera vivir sin ella.

–Eso. Precisamente. Dos que no pueden vivir el uno sin el otro… Eso es, sin duda, amor.

–Como Romeo y Julieta.

–Sí, y cuanto mayores son las dificultades… ¿La has visto?

–Leído.

La señorita lo miró sonriendo con una sonrisa que a Oskar siempre le había gustado, pero que justo en aquel momento no le hizo mucha gracia. Y dijo rápidamente:

–¿Y si son dos chicos?

–Entonces son amigos. Es también una forma de amor. A no ser que te refieras a…

sí, los chicos también pueden amarse entre sí, de esa manera.

–¿Y cómo hacen entonces?

La señorita bajó un poco la voz.

–Bueno, no hay nada malo en ello, pero… si quieres que hablemos de eso

podemos hacerlo en otro momento.

Caminaron unos metros en silencio, llegaron a la cuesta que bajaba hasta la Ensenada del Molino. La Cuesta del Fantasma. La señorita aspiró profundamente el aire frío del bosque de abetos. Luego dijo:

–Uno establece un pacto. Independientemente de que se trate de chicos o de chicas, se establece una especie de pacto en el que… somos tú y yo, como si dijéramos. Uno lo sabe.

Oskar asintió. Oyó acercarse las voces de las chicas. Enseguida iban a rodear a la señorita, como solían hacer. Se acercó a ella de manera que sus cazadoras se rozaron y le dijo:


–¿Puede uno ser… chico y chica al mismo tiempo? ¿O ni chico ni chica?

–No. Las personas, no. Hay algunos animales que…

Michelle se les acercó corriendo, gritando con voz chillona:

–¡Señorita! ¡Jonny me ha echado nieve en la cabeza!

Se encontraban a mitad de la cuesta. Al poco tiempo llegaron hasta ellos todas las chicas y contaron lo que Jonny y Micke les habían hecho.

Oskar aminoró la marcha, se quedó unos pasos detrás. Se dio la vuelta. Jonny y Micke estaban en lo alto de la cuesta. Hicieron señas a Oskar. Él no les respondió. En vez de eso cogió una rama fuerte de la cuneta y le fue quitando las ramas pequeñas mientras andaba.

Pasó delante de la Casa del Fantasma que daba nombre a la cuesta. Un enorme almacén con las paredes de chapa ondulada que parecía un total despropósito allí, entre los árboles más bajos. En la pared que daba a la cuesta alguien había hecho una pintada con letras mayúsculas:

¿NOS DEJAS TU MOTO?

Las chicas y la señorita jugaban al pilla pilla, corriendo por el camino hasta llegar al borde del agua. No pensaba correr para alcanzarlas. Jonny y Micke venían detrás de él, sí. Agarró el palo con más fuerza y caminó apoyándose en él.

Era un día precioso. El lago se había helado hacía unos días y el hielo era tan sólido que el grupo de patinaje ya había bajado para patinar sobre él, dirigidos por elmaestro Ávila. Cuando Jonny y Micke dijeron que querían ir en el grupo de paseo, Oskar había considerado la idea de ir corriendo a casa a buscar los patines y cambiar de grupo. Pero no le habían comprado patines nuevos en los dos últimos años y probablemente no podría meter los pies en ellos.

Además, le daba miedo el hielo.

Una vez, de pequeño, estaba en la ensenada de Södersvik con su padre y éste había salido para vaciar las nasas. Desde el embarcadero Oskar vio cómo su padre se hundía en el hielo y cómo, durante un instante insufrible, su cabeza desaparecía. Oskar, que estaba solo en el embarcadero, empezó a gritar como un loco pidiendo ayuda. Por fortuna, su padre tenía unos clavos grandes en el bolsillo que utilizó para salir del agujero, pero después de aquello a Oskar no le gustaba nada salir al hielo.

Alguien lo agarró del brazo.

Volvió rápidamente la cabeza y vio que la señorita y las chicas habían desaparecido por un recodo del camino, detrás de la montaña. Jonny le dijo:

–Ahora se va a bañar el Cerdo.

Oskar apretó más fuerte la estaca, bien agarrada entre las manos. Su única defensa. Lo cogieron entre los dos y lo arrastraron cuesta abajo. Hacia el hielo.


–El Cerdo huele a mierda y tiene que darse un baño.

–Soltadme.

–Luego. Tú tranquilo, nada más. Te vamos a soltar después.

Estaban ya abajo. No había nada contra lo que hacer fuerza. Lo arrastraban de espaldas sobre el hielo, hacia el agujero de la sauna. Sus talones trazaban dos surcos en la nieve. Entre ellos se resbalaba la estaca, dejando una huella más superficial.

A lo lejos, Oskar vio pequeñas figuras que se movían. Gritó. Gritó pidiendo ayuda.

–Tú grita. Quizá lleguen a tiempo para sacarte.

El agujero se abría negro a unos pasos. Oskar tensó los músculos todo lo que pudo y se agitó, volviéndose de lado de una sacudida. A Micke se le soltó. Oskar se balanceaba en los brazos de Jonny y blandió el palo contra la espinilla de éste. A punto estuvo de escapársele el palo de las manos cuando la madera golpeó contra el hueso.

–¡Aaaay! ¡Joder!

Jonny soltó a Oskar y éste cayó al suelo. Se levantó al borde del agujero, sujetando el palo con las dos manos. Jonny se agarraba la espinilla.

–¡Jodido idiota! Ahora te vas a enterar…

Jonny se acercaba despacio, no se atrevía a correr por miedo a caer él mismo al agua si empujaba a Oskar en esa postura. Jonny señalaba el palo.

–Deja eso en el suelo o te mato, ¿entiendes?

Oskar apretó los dientes. Cuando Jonny se encontraba a poco más de un brazo de distancia, blandió el palo contra el hombro de Jonny. Jonny lo esquivó y Oskar sintió un golpe seco en las manos cuando el extremo más pesado de la estaca alcanzó de lleno la oreja de Jonny.

Éste cayó de lado como un bolo sin hacer ruido, derrumbándose en el hielo todo lo largo que era, dando alaridos.

Micke, que estaba un par de pasos detrás de Jonny, retrocedió entonces, extendió las manos:

–Joder, sólo estábamos bromeando… no pensábamos…

Oskar fue hacia él girando el palo, que zumbaba sordamente en el aire. Micke se dio la vuelta y salió corriendo hacia la playa. Oskar se detuvo, bajó el palo.

Jonny estaba acurrucado con la mano en la oreja. Le salía sangre entre los dedos. Oskar habría querido pedirle perdón. No había sido su intención hacerle tanto daño. Se puso en cuclillas al lado de Jonny, apoyado en el palo, y pensaba decir: «perdón», pero antes de que pudiera hacerlo vio a Jonny.

Parecía muy pequeño, encogido en posición fetal y gimiendo -aaayyy, aaayyy- mientras un hilillo de sangre le corría hasta el cuello de la cazadora. Movía la cabeza de un lado a otro con pequeños movimientos.


Oskar lo miraba asombrado.

Aquel pequeño fardo sangrante que yacía en el hielo no podría hacerle nada. No podía pegar ni molestar, no. No podía ni siquiera defenderse.

Si le pudiera dar un par de golpes más se quedaría totalmente tranquilo después.

Oskar se levantó apoyándose en el palo. El arrebato desapareció, sustituido por un profundo malestar en el estómago. ¿Qué había hecho? Jonny tenía que estar gravemente herido, puesto que sangraba de aquella manera. ¿Te imaginas si se desangra? Oskar se volvió a sentar en el hielo, se quitó un zapato y el calcetín. Avanzó de rodillas hasta Jonny, le retiró la mano que tenía sobre la oreja y puso el calcetín debajo.

–Así. Sujétalo.

Jonny cogió el calcetín y se lo apretó contra su oreja herida. Oskar miró la superficie helada. Vio una figura que se acercaba patinando. Era un adulto.

Se oyeron débiles gritos a lo lejos. Gritos de niños. Gritos de pánico. Un solo grito, claro y agudo, que después de unos segundos se mezcló con otros. La figura que se acercaba se paró. Permaneció quieta un momento. Después se dio la vuelta y se alejó de nuevo patinando.

Oskar estaba de rodillas al lado de Jonny, sentía cómo se derretía la nieve y le mojaba las rodillas. Jonny apretaba los párpados con fuerza, le rechinaban los dientes. Oskar acercó su rostro al de él.

–¿Puedes andar?

Jonny abrió la boca para decir algo y un vómito de color amarillo y blanco salió de sus labios y manchó la nieve. A Oskar le cayó un poco en una mano. Se quedó mirando las viscosas gotas que le chorreaban por la mano y se asustó de verdad. Soltó el palo y corrió hacia la playa para buscar ayuda.

Los gritos de los niños cerca del hospital habían aumentado. Corrió hacia ellos.

Al maestro Ávila, Fernando Cristóbal de Reyes y Ávila, le gustaba patinar. Sí. Una de las cosas que más apreciaba de Suecia eran sus largos inviernos. Había corrido la carrera de esquís de Vasaloppet diez años atrás y los pocos inviernos en los que el agua del archipiélago se congelaba cogía el coche hasta la isla de Gräddö para practicar el patinaje de fondo deslizándose en dirección a Söderarm, tan lejos como el espesor del hielo se lo permitiera.

Habían pasado ya tres años desde que el mar se helara por última vez, pero en un invierno madrugador como éste había posibilidades. Por supuesto que, como era habitual, Gräddö sería un hervidero de amantes del patinaje si helaba, pero esoocurría por el día. Fernando Ávila prefería patinar por la noche.


Con todos los respetos para Vasaloppet, pero uno se sentía como entre un millar de hormigas que de repente hubieran decidido emigrar. Otra cosa bien distinta era estar fuera, en la vasta superficie de hielo, solo a la luz de la luna. Fernando Ávila era un católico tibio pero firme: en aquellos momentos, Dios estaba cerca.

El acompasado raspar de las cuchillas de los patines, la luz de la luna que daba al hielo su tímido resplandor, las estrellas que lo envolvían con su infinitud, el viento frío que le bañaba la cara, eternidad y espacio y profundidad por todas partes. La vida no podía ser más hermosa.

Un niño pequeño le tiró de los pantalones.

–Maestro, tengo que hacer pis.

Ávila despertó de sus lejanos sueños y miró a su alrededor, le señaló unos árboles cerca, en la playa, que se inclinaban sobre el agua; el desnudo ramaje caía hasta el hielo como una cortina protectora.

–Ahí puedes hacer pis.

El chico entornó los ojos mirando los árboles.

–¿En el hielo?

–Sí. ¿Qué más da? Se formará más hielo. Amarillo.

El chico lo miró como si el maestro no estuviera bien de la cabeza, pero se fue patinando hacia los árboles.

Ávila miró alrededor controlando que ninguno de los mayores se hubiera alejado demasiado. Con unos rápidos deslizamientos fue hacia el centro del lago para tener mejor vista. Contó a los niños. Sí. Nueve. Más el que estaba haciendo pis. Diez.

Dio unas vueltas y miró hacia el otro lado, hacia la ensenada de Kvarnviken, y se detuvo.

Algo pasaba allí fuera. Un montón de cuerpos se movían en dirección a lo que tenía que ser un agujero en el hielo; unos pequeños árboles que sobresalían marcaban el sitio. Mientras permanecía quieto observando, el grupo se deshizo, vio que uno de ellos llevaba una especie de bastón en la mano.

El bastón giró en el aire y alguien cayó. Oyó un alarido que venía de allí. Se volvió, observó de nuevo a sus chicos y luego se puso en marcha en dirección a los que estaban junto al agujero. Uno de ellos corría ahora hacia la playa.

Entonces oyó el grito.

Un grito agudo de niño que procedía de su grupo. Se paró tan en seco que sus patines salpicaron la nieve. Había podido darse cuenta de que los que estaban al lado del agujero eran chicos mayores. Quizá Oskar. Chicos mayores. Podrían arreglárselas. Los suyos eran niños pequeños.

Los gritos eran cada vez más fuertes, y mientras se daba la vuelta y se deslizaba en esa dirección, oyó que otras voces se unían a él.


¡Cojones!

Precisamente en el momento en que no se encontraba allí tenía que ocurrir algo. Por Dios, que no se haya roto el hielo. Patinaba lo más rápido que podía, la nieve salía despedida de sus patines mientras se apresuraba a llegar al lugar del que salían los gritos. Entonces vio a varios niños que se habían juntado, estaban parados y chillaban a coro, y a algunos más que se acercaban allí. Vio también que una persona adulta bajaba hacia el lago desde el hospital.

Con un par de deslizamientos rápidos llegó hasta donde se encontraban los chavales y frenó de tal manera que las virutas de hielo volaron sobre las cazadoras de éstos. No entendía nada. Todos los niños estaban juntos tras la cortina de ramaje mirando hacia abajo, hacia algo que había en el hielo, y gritando. Se deslizó hasta allí.

–¿Qué pasa?

Uno de los pequeños señaló hacia abajo, hacia el hielo, hacia un bulto que estaba atrapado en él. Parecía un montón de hierba marrón y helada con una hendidura roja en un lado. O un erizo atropellado. El maestro se agachó hacia el bulto y vio que era una cabeza. Una cabeza congelada dentro del hielo de manera que únicamente sobresalían la coronilla y la parte alta de la frente.

El niño al que había mandado a hacer pis estaba sentado en el hielo unos metros más allá, sollozando.

–Yo… lo… he… pisado.

Ávila se enderezó.

–¡Todos fuera! Todos a la playa, ahora.

Los niños estaban también como congelados en el hielo, los pequeños seguían gritando. Sacó su silbato y dio dos silbidos fuertes. Los gritos cesaron. Dio un par de pasos, se puso detrás de los niños y pudo dirigirlos hacia la playa. Los chicos lo siguieron. Sólo uno de quinto se quedó allí, mirando con curiosidad el bulto.

–¡Tú también!

Ávila le ordenó con la mano que fuera hacia él. Ya en la playa le dijo a una mujer que había bajado desde el hospital;

–Llama a la policía. Ambulancia. Hay una persona congelada en el hielo.

La mujer subió corriendo hacia el hospital. Ávila contó a los niños en la playa, vio que faltaba uno. El niño que había pisado la cabeza seguía sentado en el hielo con lacara entre las manos. Ávila se deslizó hasta él y lo cogió en brazos. El chico se volvió y se abrazó a Ávila. Éste lo levantó con cuidado como si fuera un paquete delicado y lo llevó hasta la playa.

–¿Se puede hablar con él?


–Hablar precisamente no pue…

–No, pero entiende lo que se le dice.

–Creo que sí, pero…

–Un momento sólo.

A través de la niebla que cubría su ojo Håkan vio que una persona con ropa oscura arrimaba una silla y se sentaba al lado de su cama. No podía distinguir la cara del hombre, pero probablemente mostrara un gesto forzadamente neutral.

Håkan había pasado los últimos días casi flotando en una nube roja de contornos tan tenues que entraba y salía de ella sin apenas darse cuenta. Sabía que le habían dormido un par de veces, que lo habían operado. Aquél era el primer día que se encontraba totalmente consciente, pero no sabía cuántos habían pasado desde que llegó allí.

A lo largo de la mañana Håkan había estudiado su nueva cara con las yemas de los dedos de la mano que tenía tacto. Algún tipo de venda elástica le cubría todo el rostro, pero por los rasgos bajo la venda, que había recorrido dolorosamente con los dedos, había comprendido que ya no tenía ninguna cara.

Håkan Bengtsson ya no existía. Lo que quedaba era un cuerpo imposible de identificar en una cama de hospital. Por supuesto que podrían relacionarlo con sus otros asesinatos, pero no con su vida anterior ni con la actual. Ni con Eli.

–¿Cómo te encuentras?

Bien, gracias, agente. De primera. Tengo una película de napalm ardiéndome en la cara todo el tiempo, pero por lo demás va como siempre.

–Sí, comprendo que no puedes hablar, pero ¿puedes asentir con la cabeza si oyes lo que digo? ¿Puedes mover la cabeza?

Puedo. Pero no quiero.

El hombre que estaba al lado de la cama lanzó un suspiro.

–Has intentado quitarte la vida aquí, de manera que no estás totalmente… ido. ¿Es difícil mover la cabeza? ¿Puedes levantar la mano si oyes lo que digo? ¿Puedes levantar la mano?

Håkan dejó de escuchar al policía y empezó a pensar en ese lugar del infierno de Dante, el limbo, adonde eran llevadas, después de la muerte, todas las almas que no conocían a Cristo. Intentó imaginarse aquel sitio en detalle.

–Como comprenderás, nos gustaría mucho saber quién eres.

¿En qué nivel o esfera del cielo acabaría el propio Dante después de su muerte…?


El policía acercó la silla unos diez centímetros.

–Lo vamos a descubrir, como ya sabes. Antes o después. Tú puedes ahorrarnos un poco de trabajo comunicándote con nosotros ahora.

Nadie me echa de menos. Nadie me conoce. Intentadlo.

Entró una enfermera.

–Hay una llamada para usted.

El policía se levantó, fue hacia la puerta. Antes de salir se volvió.

–Vengo enseguida.

Los pensamientos de Håkan se centraron ahora en lo verdaderamente esencial. ¿En qué esfera caería él? Infanticida: la séptima esfera. Por otro lado, la primera esfera: los que habían pecado por amor. Luego estaban, aparte, los sodomitas, que tenían su propia esfera. Lo lógico sería que cayera en el nivel asignado al peor delito que hubiera cometido.

Así, de haber consumado uno realmente grave, se podía seguir cometiendo cualquier pecado que cayera en las esferas inferiores. Ya no podía ser peor. Más o menos como esos asesinos de Estados Unidos condenados a trescientos años de cárcel.

Las distintas esferas estaban dispuestas en forma de espiral. Los estratos del infierno. Cerbero con su cola. Håkan evocó a los violentos, a las mujeres coléricas, a los soberbios en su lodo hirviente, en su lluvia de fuego; deambuló entre ellos, buscando su sitio.

De una cosa estaba totalmente seguro: no caería de ninguna manera en el último de los círculos. Aquél en el que el mismo Lucifer estaba devorando a Judas y a Bruto, aprisionados en un mar de hielo. El círculo de los traidores.

Se abrió de nuevo la puerta con ese ruido extraño, como de succión. El policía se sentó al lado de la cama.

–Bueno, bueno. Parece que han encontrado a otro, abajo en el lago, en Blackeberg. El mismo tipo de cuerda, en cualquier caso.

¡No!

El cuerpo de Håkan se contrajo involuntariamente cuando el policía dijo la palabra «Blackeberg». El policía asintió.

–Está claro que oyes lo que digo. Eso está bien. Entonces, podemos aventurar sin mayores dificultades que has vivido en Västerort. ¿Dónde? ¿En Råcksta? ¿En Vällingby? ¿En Blackeberg?

El recuerdo de cómo se había deshecho del hombre abajo, junto al hospital, acudió a su mente. Había hecho una chapuza. La había cagado.

–De acuerdo. Entonces te voy a dejar un poco tranquilo. Para que vayas pensando si quieres colaborar. De ese modo sería todo mucho más sencillo, ¿no te parece?


El policía se levantó y se fue. En su lugar llegó una enfermera y se sentó en una silla en la habitación, vigilándolo.

Håkan empezó a dar cabezazos a un lado y a otro, negando. Sacó la mano y empezó a tirar del tubo conectado al respirador. La enfermera acudió enseguida y le apartó la mano.

–Tendremos que atarte. Una vez más y te atamos, ¿entiendes? Si no quieres vivir es cosa tuya, pero mientras estés aquí tenemos la obligación de mantenerte vivo. Independientemente de lo que hayas hecho o dejado de hacer, ¿comprendes? Y haremos lo que sea necesario para cumplir con nuestra obligación, aunque tengamos que ponerte un sistema de fijación. ¿Estás oyendo lo que te digo? Todo será mejor para todos si colaboras.

Colaborar. Colaborar. De pronto todos quieren colaborar. Yo ya no soy una persona. Soy un proyecto. Oh, Dios mío. Eli. Eli. Ayúdame.

Ya en las escaleras Oskar oyó la voz de su madre. Estaba hablando por teléfono con alguien y parecía enfadada. ¿Con la madre de Jonny? Se quedó al otro lado de la puerta, escuchando.

–Me van a llamar y me preguntarán qué es lo que he hecho mal… Sí, claro que lo van a hacer, ¿y qué voy a decir? Que por desgracia mi hijo no tiene un padre con quien él… Sí, claro, pues demuéstralo alguna vez entonces… No, no lo has hecho… A mí me parece que puedes hablar de ello con él.

Oskar abrió la puerta y entró en casa. Su madre dijo:

–Ahora llega -al auricular, y se volvió hacia Oskar-: Han llamado de la escuela y yo… habla con tu padre porque yo… -habló de nuevo por el auricular-: Ahora puedes… yo estoy tranquila… es fácil para ti, que estás lejos y…

Oskar entró en su habitación, se echó en la cama y se puso las manos en los oídos. Le retumbaban los latidos del corazón en la cabeza.

Cuando llegó al hospital, al principio, creyó que todas las personas que corrían por allí tenían algo que ver con lo que le había hecho a Jonny. Pero no era así, como pudo saber luego. Hoy había visto por primera vez en su vida una persona muerta.

Su madre abrió la puerta de la habitación. Oskar se quitó las manos de los oídos.

–Tu padre quiere hablar contigo.

Oskar se llevó el auricular a la oreja y oyó una voz lejana que leía los nombres de los faros, la fuerza y la dirección de los vientos. Esperaba con el auricular pegado a la oreja sin decir nada. Su madre le preguntó frunciendo el entrecejo. Oskar puso la mano sobre el auricular y susurró: «Información sobre el estado de la mar».

Su madre abrió la boca para decir algo, pero se quedó sólo en un suspiro y un gesto de brazos caídos. Se fue a la cocina. Oskar se sentó en una silla en el pasillo y escuchó las noticias sobre el estado de la mar junto con su padre.


Oskar sabía que si empezaba a hablar en ese momento su padre estaría distraído con lo que decían en la radio. Las noticias sobre el estado de la mar eran sagradas. Cuando iba a casa de su padre, se paraba toda la actividad a las 16.45, y éste se sentaba al lado de la radio mientras él, ausente, miraba hacia fuera, como para comprobar si lo que anunciaban en la emisora era cierto.

Hacía mucho tiempo que su padre no se hacía a la mar, pero se le había quedado esa costumbre.

«Banco de Almagrundet noroeste ocho, al anochecer girando hacia el oeste. Despejado. El mar de land y el mar del Skärgårg noroeste diez, hacia la noche es posible que soplen vientos fuertes. Despejado».

Bueno. Lo más importante ya había pasado. – Hola, papá. – Ah, pero si estás ahí. Hola. Va a haber vientos fuertes aquí por la noche. – Sí, lo he oído. – Mmm. ¿Qué tal estás? – Bien. – Sí, mamá me ha contado eso con Jonny. Y no está muy bien que digamos. – No. No lo está. – Ha tenido una conmoción cerebral, me ha dicho. – Sí. Vomitó. – Bueno, se vomita con frecuencia, si sólo es eso. Harry… sí, tú ya lo conoces… a él

le cayó una vez una plomada en la cabeza y… sí estuvo mal, vomitando como un ternero después. – ¿Se puso bien? – Sí, claro, fue… bueno, se murió la primavera pasada. Pero no tenía nada que ver con aquello. No. Después de aquello se recuperó bastante rápido. – Sí. – Y esperemos que sea así con él, con este chico también. – Sí.

La radio seguía todavía con las distintas zonas marítimas: el golfo de Botnia y todo lo demás. Un par de veces se había sentado con el atlas delante en casa de su padre y había seguido con el dedo todos los faros según los iban nombrando. Hubo un

tiempo en el que se sabía todos esos sitios de memoria, en orden, pero ya se le habían olvidado. Su padre carraspeaba.


–Sí, tu madre y yo hemos estado hablando de que… tal vez te gustaría venir a pasar aquí el fin de semana.

–Mmm.

–Así podremos hablar más de esto y de… todo.

–¿Este fin de semana?

–Sí, si te apetece.

–Sí. Pero tengo un poco… ¿y si voy el sábado?

–O el viernes por la tarde.

–No. Mejor… el sábado. Por la mañana.

–Vale, está bien. Entonces sacaré un eider del congelador.

Oskar acercó la boca al teléfono y dijo en voz baja:

–Sin perdigones.

Su padre se rió.

El otoño pasado, cuando Oskar estuvo allí, se había roto un diente al morder un perdigón que se había quedado en el ave. A su madre le había dicho que había sido una piedra en una patata. Las aves marinas eran lo que más le gustaba a Oskar, mientras que a su madre le parecía que era «terriblemente cruel» disparar a las indefensas aves. Que él se hubiera roto el diente mordiendo el propio instrumento de la muerte habría dado lugar a que su madre le prohibiera probar semejante comida.

–Pondré especial cuidado -aseguró su padre.

–¿Funciona la moto?

–Sí. ¿Por qué?

–No. Por nada.

–Bueno. Ah, sí, hay bastante nieve, así que podremos dar una vuelta.

–Bien.

–Vale, entonces nos vemos el viernes. ¿Cogerás el autobús de las diez?

–Sí.

–Entonces bajo a buscarte. Con la moto. El coche no está del todo en forma.

–De acuerdo. Bien. ¿Quieres hablar más con mamá?

–Sí… no… tú puedes contarle cómo vamos a hacerlo, ¿no?

–Mmm. Adiós, hasta pronto.

–Adiós. Hasta pronto.

Oskar colgó el auricular. Se quedó sentado un momento pensando cómo iba a ser. Dar una vuelta con la moto. Eso era divertido. Entonces se ponía sus miniesquís y ataban una cuerda a la caja de la moto con un palo en el otro extremo. En ese palo se agarraba Oskar con las dos manos y después daban vueltas por el pueblo como esquiadores acuáticos sobre la nieve. Esto y los eideres con gelatina de serba. Y sólo una tarde lejos de Eli.


Fue a su habitación y metió en el bolso la ropa de entrenar y su cuchillo, porque no iba a volver a casa antes de encontrarse con Eli. Tenía un plan. Cuando estaba en el pasillo poniéndose la cazadora salió su madre de la cocina, limpiándose la harina de las manos en el delantal.

–¿Y bien? ¿Qué ha dicho tu padre? – Que tenía que ir el sábado. – Sí. ¿Pero de lo otro? – Ahora tengo que irme a entrenar. – ¿No ha dicho nada? – Sííí, pero tengo que irme ahora. – ¿Adónde vas? – A la piscina. – ¿A qué piscina? – A la que está al lado de la escuela. A la pequeña. – ¿Qué vas a hacer allí? – Entrenar. Vuelvo a las ocho y media. O a las nueve. Después voy a ver a Johan. Su madre parecía desconsolada, no sabía qué hacer con las manos llenas de harina,

se las metió en el bolsillo grande que tenía en medio del delantal. – Bueno. Venga, vale. Ten cuidado. No te vayas a resbalar en los bordes de la

piscina o algo así. ¿Has cogido el gorro? – Sí, sí. – Póntelo entonces. Cuando te hayas bañado, porque fuera hace frío, y cuando se

lleva el pelo mojado… Oskar dio un paso al frente, la besó ligeramente en la mejilla, dijo: «Adiós» y se fue. Cuando salió del portal miró de reojo hacia su ventana. Allí estaba su madre, aún con las manos en el bolsillo del delantal. Oskar le dijo adiós con la mano. Su madre alzó la suya lentamente y también le dijo adiós. Oskar fue llorando la mitad del camino hasta el entrenamiento.

El grupo estaba reunido en las escaleras a la puerta de Gösta. Lacke, Virginia, Morgan, Larry, Karlsson. Ninguno se atrevía a llamar, puesto que eso otorgaba al que lo hiciera la responsabilidad de exponer el asunto que los había llevado allí. Ya fuera, en las escaleras, pudieron notar un leve barrunto de lo que era el olor característico de Gösta. Pis. Morgan dio un golpecito a Karlsson en un costado y le susurró algo que no pudo entender. Karlsson se levantó las orejeras que llevaba en lugar de gorro y preguntó:


–¿Qué?

–Te he dicho que si no te podías quitar eso de una vez. Que pareces un idiota.

–Eso es lo que a ti te parece.

Se quitó de todos modos las orejeras, las guardó en el bolsillo del abrigo y dijo:

–Larry, tienes que ser tú. Tú eres el que lo ha visto.

Larry lanzó un suspiro y tocó el timbre. Se oyó un furioso griterío al otro lado de la puerta y luego un ruido sordo y suave como de algo que caía al suelo. Larry carraspeaba. No le gustaba esto. Se sentía como un policía con todo el grupo tras de sí, sólo faltaban las pistolas en alto. Se oyeron pasos lentos dentro del apartamento, después una voz:

–Mi pequeña, ¿qué te ha pasado?

La puerta se abrió. Una ola de olor a pis cayó sobre la cara de Larry y éste se quedó sin aliento. Gösta apareció en el umbral vestido con una vieja camisa, con su chaleco y su pajarita. Llevaba un gato con rayas de color naranja y blanco acurrucado

en uno de sus brazos.

–¿Sí?

–Hola Gösta, ¿qué tal?

Los ojos de Gösta vagaban errantes sobre el grupo que permanecía en las

escaleras. Estaba bastante borracho.

–Bien.

–Bueno, pues hemos venido a verte porque… ¿sabes lo que ha pasado?

–No.

–Bueno, pues han encontrado a Jocke. Hoy.

–Ah. Eso. Sí.

–Y lo que pasa es… que…

Larry volvió la cabeza, buscando apoyo en su delegación. Lo único que encontró fue un gesto de ánimo de Morgan. Larry no era capaz de estar allí fuera como una especie de representante de la autoridad y presentar un ultimátum. Sólo había una manera, se mirara como se mirara. Preguntó:

–¿Podemos entrar?

Se había esperado algún tipo de resistencia; Gösta apenas estaba acostumbrado a que aparecieran cinco personas, así de repente, a visitarlo. Pero asintió y dio dos pasos hacia atrás para permitirles la entrada.


Larry dudó un momento; el olor dentro del apartamento era totalmente increíble, era como una nube pegajosa en el aire. En su indecisión, Lacke alcanzó a entrar el primero y tras él entró Virginia. Lacke acarició detrás de las orejas al gato que Gösta llevaba en brazos.

–Bonito gato. ¿Cómo se llama?

–Es gata. Tisbe.

–Bonito nombre. ¿También tienes un Píramo?

–No.

Uno tras otro se deslizaron por la puerta, intentando respirar por la nariz.

Después de unos minutos todos habían abandonado el intento de mantener el tufo a raya, lo dejaron estar y se acostumbraron. Echaron a los gatos del sofá y de la butaca, trajeron un par de sillas de la cocina, aguardiente, tónicas de pomelo y vasos, y después de un rato de cháchara acerca de los gatos y del tiempo dijo Gösta:

–Así que han encontrado a Jocke.

Larry apuró lo que le quedaba de su cubata. Parecía más fácil con el calorcillo del alcohol en el estómago. Se sirvió otro, diciendo:

–Pues sí. Abajo, junto al hospital. Estaba congelado en el hielo.

–¿En el hielo?

–Sí. Ha sido un puñetero circo el que se ha montado hoy ahí abajo. Yo había bajado para visitar a Herbert, no sé si tú le conoces, bueno… de todas formas, cuando he salido de allí aquello estaba lleno de maderos y ambulancias y después han llegado los bomberos.

–¿Había fuego también?

–No, pero tuvieron que picar para sacarlo del hielo, claro. Bueno, entonces, claro está, yo no sabía que era él, pero luego, cuando lo llevaron hasta la playa, pues reconocí su ropa, porque la cara… pues estaba cubierta de hielo, ¿no?, así que no se podía… pero la ropa…

Gösta movió la mano en el aire como si estuviera acariciando a un perro grande e invisible.

–Espera un poco… se había ahogado, entonces… no entiendo…

Larry bebió un trago del cubata, se limpió la boca con la mano.

–No. Eso era lo que creía la pasma también. Al principio. Por lo que he podido comprender. La verdad es que estaban de brazos cruzados allí arriba, y los chicos de la ambulancia totalmente ocupados con un chaval que había allí con la cabeza sangrando, así que era…

Gösta acariciaba al perro invisible con mayor impaciencia, o intentaba apartarlo de él. Un poco de cubata se le cayó del vaso y acabó en la alfombra.


–No puede ser… yo ya no puedo… la cabeza sangrando…

Morgan dejó en el suelo el gato que tenía en las rodillas y se sacudió los pantalones.

–Eso no tiene nada que ver con esto. Tú sigue, Larry.

–Bueno, pues cuando lo subieron hasta la playa y comprendí que era él, entonces se vio que tenía una cuerda tal que así, ¿no? Atada. Y como una especie de piedras así. Entonces le entró una endemoniada prisa a la pasma. Empezaron a hablar por la radio y a acordonar con esas cintas y a echar a la gente y a actuar. Se mostraron interesados de cojones, de repente. Así que… bueno, a él le hundieron allí, así de sencillo.

Gösta se echó hacia atrás en el sofá, tenía la mano en los ojos. Virginia, que estaba sentada entre él y Lacke, le acarició la rodilla. Morgan, llenándose el vaso, dijo:

–La cosa es que han encontrado a Jocke, ¿no? ¿Quieres tónica? Aquí. Han encontrado a Jocke y ahora saben que fue asesinado. Y entonces las cosas se encuentran como si dijéramos en otra situación.

Karlsson carraspeó, adoptó un tono que imponía respeto:

–En el sistema judicial sueco hay algo que se denomina…

–Tú ahora te callas -le interrumpió Morgan-. ¿Se puede fumar aquí?

Gösta asintió débilmente. Mientras Morgan sacaba el tabaco y el encendedor,

Lacke se echó hacia delante en el sofá de manera que pudo mirar a Gösta a los ojos.

–Gösta. Tú viste lo que pasó. Debería salir a la luz.

–¿Salir a la luz? ¿Cómo?

–Sí, que vayas a la policía y cuentes lo que viste, así de sencillo.

–No… no. Nadie dijo nada.

Lacke suspiró, se echó medio vaso de aguardiente y un chorrito de tónica, le pegó un buen trago y cerró los ojos cuando la nube ardiente le llenó el estómago. No quería forzarle.

En el chino, Karlsson había mencionado algo acerca de la obligación de declarar como testigo, pero por mucho que Lacke quisiera que el que hubiera hecho aquello fuera detenido, no pensaba mandar a la policía a casa de un colega como si fuera un chivato cualquiera.

Un gato con manchas de color gris le empujó con la cabeza en la espinilla. Se lo puso en las rodillas, le acarició el lomo, ausente. ¿Qué más da? Jocke estaba muerto, ahora lo sabía con certeza. ¿Qué importancia tenía todo lo demás en realidad?

Morgan se levantó, se acercó a la ventana con el vaso en la mano.

–¿Era aquí donde estabas cuando lo viste?

–… Sí. Morgan asintió y bebió del cubata. – Sí, ahora lo entiendo. Se ve perfectamente desde aquí. Joder, qué apartamento


más chulo, de verdad. Buena vista. Bueno, quitando lo de… Buena vista.

Una lágrima cayó silenciosa por la mejilla de Lacke. Virginia le cogió la mano y se la acarició. Lacke pegó otro buen lingotazo para aplacar el dolor que le desagarraba el pecho.

Larry, que había estado un rato sentado mirando a los gatos que se movían dando vueltas sin sentido por la habitación, tamborileó el vaso con los dedos y dijo:

–¿Y si uno sólo les diera una pista? ¿Sobre el sitio? A lo mejor pueden encontrar

huellas dactilares o… lo que encuentren.

Karlsson sonrió.

–¿Y de qué manera vamos a decirles cómo lo hemos sabido? ¿Que nosotros lo

sabemos, sin más? Es de suponer que estarán muy interesados en conocer… de quién nos ha venido la información.

–Se puede llamar de forma anónima. Nada más para que se sepa.

Gösta balbuceaba algo en el sofá. Virginia acercó la cabeza.

–¿Qué decías?

Gösta hablaba con muy, muy poca voz mirando su vaso.

–Perdonadme. Pero estoy demasiado asustado. No puedo.

Morgan se dio la vuelta desde la ventana, extendió la mano.

–Entonces ya está. No hay más que hablar -echó una mirada penetrante a Karlsson-. Ya se nos ocurrirá algo. Tendremos que solucionarlo de otra manera. Dibujando, llamando, cualquier cosa, joder. Ya se nos ocurrirá algo.

Se acercó a Gösta y le dio un golpecito en el pie.

–Vamos Gösta, anímate. Arreglaremos esto de todas formas. Tranquilo. ¿Gösta?

¿Estás oyendo lo que te digo? Nosotros lo vamos a arreglar. ¡Salud!

Morgan alzó su vaso, lo hizo tintinear con el de Gösta y dio un sorbo.

–Esto lo solucionamos nosotros. ¿No es así?

Se había separado de los otros al salir de la piscina y había emprendido el camino a casa cuando oyó su voz desde fuera de la escuela.

–Psst. ¡Oskar!

Bajó las escaleras y Eli salió de la sombra. Había estado allí esperando. Entonces seguramente habría oído cómo él se había despedido de los otros y ellos le habían contestado como si fuera una persona absolutamente normal.


El entrenamiento había ido bien. No era tan enclenque como creía, aguantaba más que otro par de chicos que ya habían ido varias veces. Su preocupación por que el maestro fuera a interrogarle por lo ocurrido en el hielo fue infundada. Sólo le había preguntado:

–¿Quieres hablar de ello? Y cuando Oskar negó con la cabeza fue suficiente. La piscina era otro mundo, distinto de la escuela. El maestro era menos exigente y

los otros chicos no se metían con él. Lo cierto era que Micke no se había presentado. ¿Tendría Micke miedo de él ahora? El pensamiento le daba vueltas. Fue al encuentro de Eli. – Hola. – Buenas.

Sin decir nada al respecto, habían cambiado la fórmula de saludo. Eli llevaba puesta una camisa a cuadros demasiado grande para ella y parecía como… encogida de nuevo. La piel seca y la cara más delgada. Ayer por la tarde ya había visto Oskar los primeros cabellos blancos, y hoy tenía más.

Cuando estaba sana, a Oskar le parecía que era la chica más bonita que había visto. Pero ahora… no se podía ni comparar. Nadie tenía ese aspecto. Los enanos. Pero los enanos no eran tan delgados, no había ninguno así. Daba las gracias porque ella no hubiera aparecido cuando estaban los otros chicos.

–¿Qué tal? – preguntó Oskar. – Regular. – ¿Vamos a hacer algo? – Pues claro. Fueron hacia casa, hacia el patio, el uno al lado del otro. Oskar tenía un plan. Iban

a sellar un pacto. Si se asociaban, Eli se pondría bien. Una idea sacada de la magia, inspirada en los libros que leía. Porque la magia… la magia existe, claro que sí. Aunque sólo sea un poco. Los que negaban la magia eran aquellos a quienes les iba mal.

Entraron en el patio. Oskar rozó con la mano el hombro de Eli. – ¿Vamos a mirar al cuarto de la basura? – Vaaale. Entraron por el portal de Eli y Oskar abrió la puerta del sótano. – ¿No tienes llaves del sótano? – preguntó él.

–No lo creo. El sótano estaba totalmente a oscuras. La puerta golpeó con fuerza tras ellos. Se quedaron quietos el uno al lado del otro, respirando. Oskar susurró: -Eli, ¿sabes? Hoy… Jonny y Micke intentaron tirarme al agua. En un agujero en el


hielo. – ¡No! Tú… -Espera. ¿Sabes lo que hice? Tenía una rama, una rama grande. Le di con ella a

Jonny en la cabeza con tanta fuerza que sangró. Tuvo una conmoción cerebral, lo llevaron al hospital. Pero no me tiraron al agua. Yo… lo golpeé. Se quedaron en silencio unos segundos. Luego Eli dijo: -Oskar. – ¿Sí? – ¡Yupi!

Oskar se estiró hasta el interruptor de la luz, quería verle la cara. Encendió. Ella le miró directamente a los ojos y Oskar vio sus pupilas. Por unos instantes, antes de que se acostumbraran a la luz, eran como esos cristales con los que estaban trabajando en física, cómo se llamaban… elípticos.

Como los de los lagartos. No. Los de los gatos. Los gatos.

Eli parpadeó. Las pupilas estaban normales de nuevo. – ¿Qué pasa? – Nada. Ven… Oskar fue hasta el cuarto de la basura y abrió la puerta. El saco estaba casi lleno,

hacía tiempo que no lo vaciaban. Eli se apretó a su lado y rebuscaron en la basura. Oskar encontró una bolsa con botellas vacías cuyos cascos podían dar algo de dinero. Eli, una espada de juguete de plástico, la blandió en el aire y dijo:

–¿Vamos a mirar en los otros? – No, Tommy y los otros a lo mejor están allí. – ¿Quiénes son? – Ah, unos chicos mayores que tienen un cuarto en el que… se reúnen por las

tardes. – ¿Son muchos? – No, tres. La mayoría de las veces sólo Tommy. – Y son peligrosos. Oskar se encogió de hombros. – Entonces podríamos mirarlo.

Fueron juntos hasta la puerta de la escalera de Oskar, en el siguiente pasillo del sótano, por la puerta de Tommy. Cuando Oskar ya estaba con la llave en la mano, a punto de abrir la última puerta, dudó. ¿Y si estaban allí? ¿Si veían a Eli? Si… ocurría algo que él no fuera capaz de manejar. Eli blandía la espada de plástico delante de ella.


–¿Qué pasa?

–Nada.

Abrió. Nada más entrar en el pasillo oyeron la música que venía del trastero del sótano. Volviéndose, susurró:

–¡Están aquí! Vámonos. Eli se detuvo, olfateó.

–¿A qué huele?

Oskar comprobó que no se movía nadie al fondo del pasillo, olisqueó. No notó nada aparte de los olores normales del sótano. Eli dijo:

–A pintura. A pegamento.

Oskar olió de nuevo. Él no notaba nada, pero sabía de qué se trataba. Cuando se volvió hacia Eli para llevársela fuera de allí vio que ella estaba haciendo algo en la cerradura de la puerta.

–Venga, vámonos. ¿Qué haces?

–Yo sólo…

Mientras Oskar abría la puerta del siguiente pasillo del sótano, el camino de retirada, la puerta se cerró tras ellos. No sonó como de costumbre. No hizo clic. Sólo un suave sonido metálico. En el camino de vuelta hasta su sótano Oskar le contó a Eli lo de que esnifaban pegamento; y lo chiflados que se podían volver cuando esnifaban.

En su propio sótano se volvió a sentir seguro. Se puso de rodillas y empezó a contar las botellas vacías que había en la bolsa de plástico. Catorce cascos de cerveza y uno de alcohol que no se podía devolver.

Cuando alzó la vista para contarle a Eli el resultado, la muchacha estaba delante de él con la espada de plástico en alto a punto de golpear. Acostumbrado como estaba a golpes fortuitos se sobresaltó un poco, pero Eli farfulló algo y después bajó la espada hasta el hombro de Oskar, diciendo con la voz más profunda que fue capaz de poner:

–Con esto te nombro, vencedor de Jonny, caballero de Blackeberg y de todos los territorios limítrofes como Vällingby… mmm…

–Råcksta.

–Råcksta.

–¿Ångby, quizá?

–Ångby quizá.

Eli le iba dando un golpe suave en el hombro con la espada por cada nuevo sitio. Oskar sacó su cuchillo del bolso y, manteniéndolo en alto, se proclamó Caballero deÅngby Quizá. Quería que Eli fuera la Bella Dama a la que él pudiera salvar del Dragón.


Pero Eli era un monstruo terrible que devoraba bellas vírgenes para el almuerzo, y era ella contra quien tenía que combatir. Oskar dejó el cuchillo en la funda mientras luchaban, gritaban y corrían entre los pasillos. En medio del juego sonó una llave en la cerradura de la puerta del sótano.

Se escondieron rápidamente en una despensa donde apenas tenían espacio para sentarse cadera con cadera, respirando profunda y silenciosamente. Se oyó una voz de hombre.

–¿Qué estáis haciendo aquí abajo?

Oskar estaba sentado muy pegado a Eli. El pecho le borboteaba. El hombre dio unos pasos ya dentro del sótano.

Oskar y Eli contuvieron la respiración cuando el hombre se paró a escuchar. Luego dijo:

–Demonio de chicos -y se fue de allí. Se quedaron en la despensa hasta que estuvieron seguros de que el hombre había desaparecido, luego salieron arrastrándose y, apoyados en la pared de madera, echaron unas risitas. Tras un rato, Eli se tumbó en el suelo de cemento todo lo larga que era y se quedó mirando al techo. Oskar le dio en el pie.

–¿Estás cansada?

–Sí. Cansada.

Oskar sacó el cuchillo de la funda, lo miró. Era pesado, bonito. Pasó el dedo con cuidado por la punta del filo, lo retiró. Un pequeño punto rojo. Lo hizo de nuevo, más fuerte. Cuando apartó el cuchillo apareció una perla de sangre. Pero no era así como había que hacerlo.

–¿Eli? ¿Quieres hacer una cosa?

Ella seguía aún mirando al techo.

–¿El qué?

–¿Quieres… firmar un pacto conmigo?

–Sí.

Si ella hubiera preguntado que cómo, tal vez le hubiera explicado lo que había pensado hacer antes de hacerlo. Pero ella sólo dijo que sí. Que participaba, fuera lo que fuese. Oskar tragó fuerte, cogió la hoja del cuchillo con el filo contra la palma y, cerrando los ojos, lo deslizó por su mano. Un dolor punzante, intenso. Jadeó.

¿Lo he hecho?

Abrió los ojos, abrió la mano. Sí. Se podía ver una fina hendidura en la palma, la sangre manaba despacio; no, como él pensaba, en una estrecha línea, sino como una cinta de perlas que, mientras las miraba fascinado, se unieron en una línea más gruesa y más desigual.


Eli levantó la cabeza.

–¿Qué haces?

Oskar tenía aún su mano delante de la cara y mirándosela fijamente dijo:

–Esto es muy sencillo. Eli, no era nada…

Puso su mano sangrante delante de ella. Sus ojos se agrandaron. Eli meneó con

fuerza la cabeza mientras se echaba para atrás, alejándose.

–No, Oskar…

–¿Qué te pasa?

–Oskar, no.

–No duele casi nada.

Eli dejó de echarse para atrás, clavando la vista en la palma de Oskar mientras seguía negando con la cabeza. Éste sujetaba con la otra mano la hoja del cuchillo, se lo tendió con el mango por delante.

–Tú sólo tienes que pincharte en el dedo o así. Y luego lo mezclamos. Así sellaremos el pacto.

Eli no tomó el cuchillo. Oskar lo dejó en el suelo entre ellos para poder recoger con la mano buena una gota de sangre que caía de la herida.

–Venga, vamos. ¿No quieres?

–Oskar… no puede ser. Te contagiaría, tú…

–No se nota nada, esto…

Un fantasma se adueñó de la cara de Eli, transformándola en algo tan diferente de la chica que él conocía que se olvidó de la gota de sangre que caía de su mano. Parecía como si ahora ella fuera el monstruo que había fingido ser cuando jugaban, y Oskar se echó para atrás al tiempo que el dolor de su mano aumentaba.

–Eli, qué…

Ella se levantó, puso las piernas debajo del cuerpo, estaba a cuatro patas mirando fijamente la mano que sangraba, gateó un paso hacia él. Se detuvo, apretó los dientes

y chilló:

–¡Vete de aquí!

A Oskar se le saltaron las lágrimas de miedo.

–Eli, termina. Deja de jugar. Déjalo.

Eli avanzó otro poco a cuatro patas, se paró de nuevo. Obligó a su cuerpo a bloquearse y, con la cabeza agachada, gritó:


–¡Vete! Si no, morirás.

Oskar se levantó, reculó un par de pasos. Sus pies tropezaron con la bolsa de las botellas vacías de manera que éstas cayeron estrepitosamente. Se apretó contra la pared mientras Eli gateaba hasta la pequeña mancha de sangre que había goteado de su mano.

Cayó otra botella más, rompiéndose contra el cemento, mientras Oskar permanecía arrimado contra la pared y sin quitarle ojo a Eli, que sacaba la lengua y lamía el sucio suelo de cemento en el sitio donde su sangre había caído.

Una botella tintineó débilmente y luego se paró. Eli lamía y lamía el suelo. Cuando alzó la cabeza, tenía una mancha gris de suciedad en la punta de la nariz.

–Vete… por favor… vete…

Después, el fantasma se posó de nuevo en su cara, pero antes de que se adueñara totalmente de ella se levantó y echó a correr a lo largo del pasillo del sótano, abrió la puerta de su portal y desapareció.

Oskar se quedó allí con la mano herida bien apretada. La sangre empezaba a manar por entre los dedos. Abrió la mano y miró la herida. Era más profunda de lo que él había planeado, pero no era peligroso, creía. La sangre empezaba ya a coagularse.

Miró la mancha ahora pálida del suelo. Luego probó a lamer un poco de sangre de la palma de su mano, escupió.

Iluminación nocturna.

Mañana por la mañana le iban a operar la boca y el cuello. Quizá esperaban que saliera algo. Conservaba la lengua, podía moverla dentro de la cavidad cerrada de la boca, chascar la mandíbula superior con ella. A lo mejor iba a poder hablar de nuevo, a pesar de que los labios habían desaparecido. Pero no pensaba hablar.

Una mujer, él no sabía si era policía o enfermera, estaba sentada en el rincón a unos metros de él leyendo un libro, vigilándolo.

¿Ponen tantos recursos cuando se trata de una persona normal-y-corriente que considera su vida acabada?

Había comprendido que era valioso, que esperaban mucho de él. Probablemente estarían en ese momento sentados rebuscando en viejos archivos casos que esperaban poder solucionar con él como autor de esos delitos. Había venido un policía por la mañana a tomarle las huellas dactilares. No había opuesto resistencia. No tenía importancia.

Posiblemente, las huellas dactilares podrían relacionarlo con las muertes tanto en Växjö como en Norrköping. Había estado intentando recordar cómo se las había arreglado, si había dejado huellas dactilares o de otro tipo. Probablemente sí.


Lo único que le inquietaba era que a través de todo aquello las personas consiguieran dar con Eli.

Las personas…

Le habían dejado notas en el buzón, lo habían amenazado.

Alguien que trabajaba en Correos y vivía en esa urbanización había soplado a los otros vecinos qué tipo de correo y qué tipo de películas recibía.

Pasaron unos meses antes de que fuera despedido de su trabajo en la escuela. No podían tener a alguien así entre los niños. Se había ido voluntariamente, pese a que probablemente podía haber llevado el asunto al sindicato.

No había hecho absolutamente nada en la escuela, tan tonto no era.

La campaña contra él cobró luego mayor intensidad y, al final, una noche alguien había lanzado una bomba incendiaria por la ventana de su cuarto de estar. Salió corriendo al jardín en calzoncillos y se quedó parado, mirando, mientras su vida se quemaba.

La investigación del caso se alargó tanto que no pudo cobrar nada de la empresa aseguradora. Con sus escasos ahorros había tomado el tren y alquilado una habitación en Växjö. Allí había empezado a cavarse su propia tumba.

Bebía hasta tal extremo que se emborrachaba con lo que pillara. Alcohol de uso cosmético, alcohol de quemar. Robaba polvos para fabricar vino al instante y levadura en las tiendas de pintura, se lo bebía todo antes de que hubiera siquiera fermentado.

Estaba fuera de casa todo lo que podía, de alguna manera quería que «las personas» lo vieran morir, día a día.

En mitad de la borrachera se volvió algo imprudente, metía mano a los chicos jóvenes, le pegaban, acababa en la comisaría. Pasó tres días en prisión preventiva y vomitó hasta los bofes. Lo soltaron. Continuó bebiendo.

Una tarde, cuando Håkan estaba sentado en un banco a la entrada de un parque de juegos, con una botella de vino fermentado a medias en una bolsa de plástico, llegó Eli y se sentó a su lado. En mitad de la borrachera, Håkan había puesto casi al momento la mano en los muslos de Eli. La muchacha había consentido que la mano siguiera allí, había cogido la cabeza de Håkan entre sus manos, la había vuelto hacia ella y le había dicho:

–Tú vas a estar conmigo.

Håkan farfulló algo acerca de que no tenía dinero para tanta belleza en aquel momento, pero que cuando la situación económica se lo permitiera…

Eli le había retirado la mano de su muslo, se había agachado y había cogido su botella de vino; la había tirado diciendo:


–Tú no entiendes. Escucha: vas a dejar de beber ya. Vas a estar conmigo. Me vas a ayudar. Te necesito. Y yo te voy a ayudar a ti.

Después Eli le había dado la mano, que Håkan tomó, y se habían ido juntos.

Dejó de beber y entró al servicio de Eli.

Ésta le dio dinero para comprarse ropa y para alquilar otro piso. Él lo hizo todo sin pararse a pensar si Eli era «mala» o «buena» o cualquier otra cosa. Era guapa, y le había devuelto su dignidad. Y en momentos excepcionales le había dado… ternura.

Oía cómo la vigilante volvía las hojas del libro que estaba leyendo. Probablemente alguna novela de kiosco. En La República de Platón «los guardianes» tenían que ser los más sabios de entre la gente. Pero esto era Suecia en 1981 y aquí leerían probablemente a Jan Guillou.

El hombre del agua, el hombre al que había hundido en el agua. Una torpeza, claro. Tenía que haber actuado como Eli le había dicho y haberlo enterrado. Pero nada en ese hombre podía llevarles tras la pista de Eli. Las marcas del mordisco en el cuello les parecerían extrañas, pero querrían pensar que se había desangrado en el agua. Las ropas del hombre estaban…

¡El jersey!

El jersey de Eli que Håkan había encontrado sobre el cuerpo del hombre cuando llegó para hacerse cargo de él. Debía habérselo llevado a casa, haberlo quemado, cualquier otra cosa.

En vez de eso lo había metido en la manga de la cazadora del hombre.

¿Cómo lo interpretarían? Un jersey de niño manchado de sangre. ¿Cabía la posibilidad de que alguien hubiera visto a Eli con ese jersey? ¿De que alguien pudiera reconocerlo? ¿Si lo mostraban en el periódico, por ejemplo? Alguien a quien Eli hubiera encontrado antes, alguien que…

Oskar. El chico del patio.

El cuerpo de Håkan se revolvió inquieto en la cama. La vigilante dejó el libro, lo miró.

–Nada de tonterías ahora.

Eli cruzó la calle Björnsonsgatan, siguió por el patio entre los edificios de nueve alturas, dos faros monolíticos sobre los agazapados edificios de tres alturas que había alrededor. No había nadie en el patio, pero salía luz de las ventanas de la sala de gimnasia; Eli trepó por la escalera de incendios y miró hacia dentro.

Tableteaba la música que salía de un pequeño magnetófono. Y al ritmo de la música un grupo de mujeres de mediana edad saltaba torpemente, dando vueltas de tal manera que el suelo de madera retumbaba. Eli se acurrucó en los peldaños metálicos de la escalera, puso la barbilla sobre las rodillas contemplando la escena.


Algunas mujeres tenían sobrepeso y sus abundantes pechos botaban bajo los jerséys como si fueran alegres pelotas de jugar a los bolos. Las mujeres saltaban y botaban, levantando tanto las rodillas que la carne temblaba en los pantalones demasiado estrechos. Se movían en círculo, daban palmadas, volvían a saltar. Todo mientras la música seguía machacando. Sangre caliente y llena de oxígeno fluía a través de sus músculos sedientos.

Pero eran demasiadas.

Eli saltó de la escalera de incendios, aterrizó suavemente sobre el suelo helado, siguió dando la vuelta al polideportivo y se paró fuera del edificio de la piscina.

Las grandes ventanas de cristales esmerilados reflejaban rectángulos de luz sobre la capa de nieve. En cada ventana grande había otra más pequeña, alargada, de cristal normal. Eli saltó y se colgó con las manos del borde del tejado, miró hacia dentro. Todo el recinto estaba vacío. La superficie de la piscina brillaba a la luz de los tubos fluorescentes. Había algunas pelotas flotando en el agua.

Bañarse. Chapotear. Jugar.

Eli se balanceaba de un lado a otro, como un péndulo oscuro. Mirando las pelotas, viéndolas volar lanzadas por los aires, risas y gritos y el agua salpicando. Soltó las manos del borde del tejado, cayó y, conscientemente, se dejó aterrizar tan fuerte que se hizo daño; siguió por el patio de la escuela, se paró debajo de un árbol al lado del camino. Oscuro. No había nadie. Miró hacia la copa del árbol, a lo largo de los cinco, seis metros de tronco liso. Se quitó los zapatos. Se imaginó otras manos, otros pies.

Ya apenas le dolía, sentía sólo como un cosquilleo, una descarga eléctrica a través de los dedos de las manos y de los pies cuando se afilaban, se transformaban. Le crujían los huesos de los dedos cuando se estiraban, atravesando la piel ablandada de las puntas, transformándose en largas y curvadas garras. Lo mismo sucedía con los dedos de los pies.

Eli saltó un par de metros hacia arriba, hasta el tronco del árbol, clavó las garras y siguió trepando hasta una rama gruesa que colgaba sobre el camino. Enroscó las garras de los pies alrededor de la rama y se quedó quieta, sentada.

Sintió la dentera en la raíz de los dientes cuando los imaginó afilados. Las coronas se arquearon hacia fuera, una lima invisible los pulía, se volvieron puntiagudos. Eli se mordió con cuidado el labio inferior, una hilera de agujas en forma de media luna que a punto estuvieron de pincharle la piel.

Sólo tenía que esperar.

El reloj marcaba las diez y la temperatura dentro de la habitación se acercaba a lo insoportable. Habían caído dos botellas de aguardiente, había sacado otra y todos estuvieron de acuerdo en que Gösta se había portado de puta madre, que aquello no lo habría hecho porque sí.


Sólo Virginia había bebido con moderación, ya que tenía que levantarse para ir a trabajar al día siguiente. También parecía que era la única que notaba el olor del cuarto. Al aire, que ya apestaba a pis de gato y a falta de ventilación, se añadía ahora el humo del tabaco, los vahos del alcohol y el sudor de seis cuerpos.

Lacke y Gösta estaban todavía sentados uno a cada lado de ella en el sofá, ya casi fuera de juego. Gösta acariciaba al gato que tenía en las rodillas, un gato que bizqueaba, lo que hizo que Morgan rompiera a reírse a carcajadas con tal vehemencia que se golpeó la cabeza contra la mesa y tuvo que tomar un trago de alcohol puro para acallar el dolor.

Lacke no habló mucho. No hacía más que estar sentado, mirando fijamente al frente mientras los ojos se le iban cubriendo primero de vaho, luego de neblina, después de niebla espesa. Sus labios se movían de vez en cuando sin emitir ningún sonido, como si conversara con un fantasma.

Virginia se levantó y fue hasta la ventana.

–¿Puedo abrir?

Gösta negó con la cabeza.

–Los gatos… pueden… saltar fuera.

–Yo estaré aquí para vigilarlos.

Gösta seguía negando con la cabeza por pura inercia y Virginia abrió la ventana. ¡Aire! Tomó con avidez un par de bocanadas de aire no contaminado y se sintió mejor al instante. Lacke, que se había ido cayendo de lado en el sofá cuando le faltó el apoyo de Virginia, se enderezó y dijo en voz alta:

–¡Un amigo! ¡Un amigo… de verdad!

Murmullo aprobatorio en el cuarto. Todos comprendieron que se refería a Jocke. Larry, mirando fijamente el vaso vacío que sujetaba en la mano, continuó:

–Tienes un amigo… que nunca te falla. Y eso es lo que más vale. ¿Me estáis escuchando? ¡Lo que más! Y que sepáis que Jocke y yo éramos… eso.

Apretó el puño con fuerza agitándolo delante de la cara.

–Y eso no puede sustituirlo nada. ¡Nada! Vosotros no estáis más que aquí susurrando que «qué tío más majo» y así, pero es que vosotros… vosotros estáis vacíos. ¡Como cáscaras! Yo ya no tengo a nadie ahora que Jocke… ha muerto. Nadie. Así que no me habléis de pérdida, no me habléis de…

Virginia estaba al lado de la ventana oyéndole. Se acercó a Lacke como para recordarle su existencia. Se sentó en cuclillas a sus pies, intentó atraer su mirada, dijo:


–Lacke…

–¡No! ¡No vengáis ahora… «Lacke, Lacke»… esto es así y se acabó! Pero tú no lo entiendes. Tú eres… fría. Te vas a la ciudad y eliges algún camionero o lo que sea, te lo traes a casa y le dejas que te joda cuando ya no aguantas más. Eso es lo que tú haces. La puta caravana de camioneros que te habrás tirado. Pero un amigo… un amigo…

Virginia se levantó con lágrimas en los ojos, le dio una bofetada a Lacke y se fue del piso. Lacke se cayó en el sofá golpeándole el hombro a Gösta. Gösta murmuró:

–La ventana, la ventana… Morgan la cerró, dijo:

–Vaya, Lacke. Bien hecho. No volverás a verla más, seguro. Lacke se levantó, con las piernas que apenas lo sostenían avanzó hasta Morgan, que estaba de pie mirando por la ventana:

–Joder, no quería decir…

–No, no. Mejor se lo dices a ella.

Morgan señaló hacia abajo, hacia la calle, donde Virginia acababa de salir del portal y se dirigía con paso rápido y la mirada gacha hacia abajo, hacia el parque. Lacke oyó lo que había dicho. Sus últimas palabras permanecían como un eco dentro de su cabeza. ¿He dicho eso yo? Dio la vuelta y se apresuró hacia la puerta.

–Sólo tengo que…

Morgan asintió.

–No te entretengas. Salúdala de mi parte.

Lacke bajó corriendo las escaleras tan rápido como sus piernas temblorosas podían. Las escaleras moteadas eran como una película ante sus ojos y la barandilla se deslizaba tan deprisa que le escocía la mano por el calor de la rozadura. Tropezó en uno de los descansillos, se cayó y se dio un buen golpe en el codo. El brazo se le calentó y se le quedó como paralizado. Se levantó y siguió dando traspiés escalera abajo. Acudía en auxilio para salvar una vida: la suya.

Virginia pasó los edificios altos, iba parque abajo, sin mirar atrás.

Lloraba con hipo, casi corriendo como para dejar atrás las lágrimas. Pero la seguían, le arrasaban los ojos y caían como goterones por las mejillas. Los tacones se clavaban en la nieve, sonaban contra el pavimento de asfalto del camino del parque. Llevaba los brazos cruzados, abrazándose.

No se veía a nadie, así que dio rienda suelta al llanto mientras avanzaba hacia casa, apretándose el estómago con las manos; le dolía allí dentro como si tuviera un feto maligno.


Ábrete a una persona y te hará daño.

No le faltaban motivos para que sus relaciones fueran cortas. No se abría. De hacerlo, había muchas más posibilidades de que la dañaran. Debía consolarse. Se puede vivir con angustia mientras ésta tenga sólo que ver con una misma, mientras no haya esperanza.

Sin embargo había confiado en Lacke. En que algo podría crecer poco a poco. Y al final, un día… ¿Qué? Se aprovechaba de su comida y de su calor, pero en realidad no significaba nada para él.

Caminó encogida a lo largo del camino del parque, cobijando su pena. Iba con la espalda encorvada y era como si tuviera allí un demonio que le fuera susurrando cosas terribles al oído.

Nunca más. Nada.

Justo cuando empezaba a imaginarse qué aspecto tendría ese demonio, cayó sobre ella.

Un peso grande se posó en su espalda y cayó de lado sin tiempo de poner las manos. Su mejilla chocó contra la nieve y las lágrimas se convirtieron en hielo. El peso seguía allí.

Por un momento creyó que se trataba realmente del demonio de la pena que había tomado forma y caído sobre ella. Luego llegó el dolor del desgarro en el cuello cuando unos dientes afilados se le clavaban en la piel. Consiguió ponerse en pie de nuevo, dando vueltas, intentando quitarse de encima aquello que tenía en la espalda.

Había algo que le mordía la nuca, el cuello, un chorro de sangre se escurría entre sus pechos. Gritó como una loca e intentó quitarse aquel animal de la espalda a empujones, continuó gritando mientras volvió a caer en la nieve.

Hasta que algo duro le tapó la boca. Una mano.

En la mejilla, una garra que se clavaba más y más en la carne blanda… hasta llegar al hueso del pómulo.

Los dientes dejaron de triturar y oyó un sonido como cuando se sorbe con una paja lo último del vaso. Le cayó un líquido en los ojos y no supo si eran lágrimas o sangre.

Cuando Lacke salió del edificio alto, Virginia no era más que una figura oscura que se movía a lo lejos en el camino del parque, en dirección a la calle Arvid Mörnes. Le oprimía el pecho tras la carrera por las escaleras y el dolor del codo se extendía hasta el hombro. Pese a todo, iba corriendo. Corría cuanto podía. Se le empezó a despejar la cabeza con el aire fresco, y el miedo a perderla lo impulsaba.

Al llegar al recodo donde el «camino de Jocke», como él había empezado a llamarlo, se encontraba con «el camino de Virginia» se paró y logró tomar aire para llamarla. Ella iba por el camino sólo a unos cincuenta metros de él, bajo los árboles.


Justo cuando iba a gritar vio cómo del árbol caía una sombra sobre Virginia, se posaba en ella y la hacía caer al suelo. El grito se quedó en silbido y echó a correr hacia allí. Quería gritar, pero no tenía aire suficiente como para correr y gritar al tiempo.

Corrió.

Delante de él Virginia se levantaba con un gran fardo en la espalda, girando como si tuviera una joroba enloquecida, y volvió a caer.

No tenía ningún plan, ninguna idea. Sólo ésta: llegar hasta Virginia y quitarle aquello de la espalda. Estaba tendida en la nieve al lado del camino con esa masa negra agitándose sobre ella.

Llegó y empleó las fuerzas que le quedaban en dar una patada directamente al bulto negro. Su pie chocó con algo duro y oyó un crujido como cuando el hielo se rompe. El bulto negro cayó de la espalda de Virginia, aterrizó a su lado.

Virginia no se movía, había manchas oscuras en la nieve. El bulto negro se levantó.

Un niño.

Lacke se quedó mirando el más dulce de los rostros infantiles enmarcado por una orla de cabellos negros. Un par de ojos grandes, negros, se cruzaron con los de Lacke.

El niño se puso a cuatro patas como un felino, dispuesto a atacar. Su cara se transformó cuando abrió los labios y Lacke pudo ver la hilera de dientes afilados brillando en la oscuridad.

Hubo un par de respiraciones jadeantes. El niño seguía a cuatro patas y Lacke pudo observar entonces que sus pies eran garras, nítidamente perfiladas contra la nieve.

Entonces una mueca de dolor cruzó la cara del pequeño, se puso de pie y echó a correr en dirección a la escuela con pasos largos y rápidos. Unos segundos después se deslizó en las sombras y desapareció.

Lacke se quedó allí parpadeando para evitar que el sudor le entrara en los ojos. Luego se tiró al suelo al lado de Virginia. Vio la herida. Toda la parte posterior de la cabeza estaba rajada, hilillos negros que subían hasta la raíz del pelo y caían por la espalda. Se quitó la cazadora, se quitó el jersey que llevaba debajo, lo arrebujó como una pelota y lo apretó contra la herida.

–¡Virginia! ¡Virginia! Querida, amada…

Por fin pudo soltar aquellas palabras.

De viaje a casa de su padre. Cada recodo del camino le resultaba conocido; había hecho aquel trayecto… ¿cuántas veces? Solo, tal vez diez o doce, pero con su madre otras treinta, por lo menos. Sus padres se habían separado cuando tenía cuatro años, pero Oskar y ella habían seguido yendo allí los fines de semana y durante las vacaciones.


Los últimos tres años le habían dejado viajar solo en el autobús. Esta vez su madre ni siquiera lo había acompañado hasta la Escuela Técnica Superior, desde donde salían los autobuses. Ya era un chico mayor, con su propia tarjeta prepago para el metro en la cartera.

En realidad tenía la cartera sólo para llevar la tarjeta, pero ahora, además, guardaba allí veinte coronas para golosinas y cosas así, y las notas de Eli.

Oskar se tocó la venda de la mano. No quería volver a verla. Era repulsiva. Lo que había ocurrido en el sótano había sido como si… Ella mostrara su verdadero rostro.

… había algo en ella, algo que era… Lo Terrible. Todo aquello de lo que uno debe cuidarse. Grandes alturas, fuego, cristales en la hierba, serpientes. Todo aquello de lo que su madre se esforzaba tanto en protegerlo.

Quizá fuera por eso por lo que no había querido que Eli y su madre se conocieran. Su madre se habría dado cuenta de inmediato, le habría prohibido acercarse a ello. A Eli.

El autobús salió de la autopista, torció hacia abajo, hacia Spillersboda. Aquél era el único que iba hacia Rådmanså, por eso tenía que ir dando rodeos para pasar por tantos pueblos como fuera posible. El vehículo atravesó un paisaje montañoso con pilas de tablas amontonadas en el Aserradero de Spillersboda, hizo un giro brusco y a punto estuvo de deslizarse cuesta abajo contra el muelle.

No se había quedado a esperar a Eli el viernes por la tarde.

En lugar de eso, cogió su trineo y fue a deslizarse solo por la Cuesta del Fantasma. Su madre se enfadó con él porque se había quedado en casa todo el día, sin ir a la escuela, resfriado, pero Oskar le dijo que ya se encontraba mejor.

Fue hacia el Parque Chino con el trineo a la espalda. La Cuesta del Fantasma empezaba cien metros más allá de la última farola del parque, cien metros de oscuro bosque. La nieve crujía bajo sus pies. El absorbente susurro del bosque, como un aliento. La luz de la luna se filtraba hasta el suelo y entre los árboles parecía un entramado de sombras en el que hubiera figuras sin rostro esperando, moviéndose hacia delante y hacia atrás.

Alcanzó el punto donde el camino empezaba a descender abruptamente hacia la Ensenada del Molino, se sentó en el trineo. La Casa del Fantasma era una pared negra al lado de la cuesta, una prohibición: No puedes estar aquí cuando es de noche. Éste es nuestro sitio ahora. Si quieres jugar aquí, tienes que jugar con nosotros.


Al final de la cuesta brillaban algunas luces del club náutico de la Ensenada de Kvarnviken. Oskar se desplazó unos centímetros más hacia delante, el desnivel hizo el resto y el trineo empezó a deslizarse. Agarraba el volante con fuerza, quería cerrar los ojos pero no se atrevía, porque entonces podía salirse de la pista, caer por el abrupto precipicio contra la Casa del Fantasma.

Corría cuesta abajo, un proyectil de nervios y músculos tensos. Más y más rápido. De la Casa del Fantasma salían brazos deformados que, cubiertos de nieve en polvo, le tiraban del gorro, le rozaban las mejillas.

Puede que no fuera más que una ráfaga de viento, pero en la parte baja de la cuesta se topó con una maraña transparente y viscosa que estaba atravesada y bien tensada en medio de la pista, como tratando de detenerlo. Pero iba demasiado rápido.

El trineo atravesó la maraña, que se quedó pegada a la cara y al cuerpo de Oskar, luego dio de sí, se estiró hasta romperse y cruzó a través de ella.

En la ensenada de Kvarnviken brillaban las luces. Sentado en su trineo miraba el lugar donde el día antes por la mañana había derribado a Jonny. Se volvió. La Casa del Fantasma era una fea gualdrapa de chapa.

Tirando del trineo subió de nuevo la cuesta. Se lanzó. Arriba de nuevo. Abajo. No podía dejarlo. Y siguió tirándose. Se estuvo deslizando hasta que su cara se convirtió en una máscara de hielo.

Luego se fue a casa.

No había dormido más de cuatro o cinco horas aquella noche, tenía miedo de que llegara Eli por lo que se vería obligado a decir, a hacer, si ella se presentaba: rechazarla. Por eso se había quedado dormido en el autobús hacia Norrtälje y no se había despertado hasta que llegaron. En el autobús de Rådmansö se mantuvo despierto, jugando al juego de recordar todo lo que pudiera a lo largo del recorrido.

Ahí delante tiene que aparecer enseguida una casa pintada de amarillo con un molino de viento en el césped.

Una casa pintada de amarillo con un molino de viento nevado pasó por la ventana. Y así. En Spillersboda se subió una chica al autobús. Oskar se agarró al asiento de delante. Se parecía un poco a Eli, pero por supuesto no era ella. La chica se sentó un par de asientos delante de Oskar. Él se quedó mirándole la nuca.

¿Qué es lo que le pasa?

Aquel pensamiento ya se le había ocurrido a Oskar abajo, en el sótano, cuando estuvo recogiendo las botellas y se secó la sangre de la mano con un trozo de tela del cuarto de la basura, que Eli era una vampira. Eso explicaba un montón de cosas.


Que nunca saliera de día.

Que pudiera ver en la oscuridad, cosa que él sabía de sobra que podía hacer.

Además de un montón de cosas: la manera de hablar, el cubo, la agilidad, cosas que sin duda podían tener una explicación natural… pero es que, además, estaba la forma en que había chupado su sangre del suelo, y lo que realmente le congelaba las entrañas cuando pensaba en ello:

¿Puedo entrar? Dime que puedo entrar.

Que necesitara una invitación para poder entrar en su habitación, en su cama. Y él la había invitado. Una vampira. Un ser que vivía de la sangre de los demás. Eli. No había ni una sola persona a quien pudiera contárselo. Nadie le creería. Y si alguien, pese a todo, le creyera, ¿qué pasaría?

Oskar vio ante sí una multitud de hombres que cruzaban el arco de entrada a Blackeberg, donde él y Eli se habían abrazado, con estacas afiladas en las manos. Entonces sintió miedo por Eli, no quería volver a verla, pero aquello no quería que ocurriera.

Tres cuartos de hora después de que se subiera al autobús en Norrtälje llegó a Södersvik. Tiró de la cuerda y la campanilla sonó delante, al lado del conductor. El autobús se paró justo ante la tienda y Oskar tuvo que esperar a que bajara primero una señora mayor a la que conocía pero de la que ignoraba su nombre.

Su padre estaba al pie de la escalera, asintió con la cabeza y dijo: «Hum» a la señora mayor. Oskar bajó del autobús, se quedó un momento parado delante de su padre. La última semana habían sucedido cosas que le hacían sentirse mayor. No adulto, pero sí más mayor. Eso se le vino abajo cuando estuvo ante su padre.

Su madre aseguraba que su padre era infantil de una forma equivocada. Inmaduro, incapaz de asumir responsabilidades. Bueno, ella decía también cosas buenas de él, pero aquello era un escollo constante. La inmadurez.

Para Oskar, su padre allí, extendiendo los brazos, era la imagen del adulto. Y Oskar cayó en esos brazos.

Su padre olía diferente a todas las demás personas de la ciudad. En su viejo chaleco Helly Hansen remendado con cinta de velero había siempre la misma mezcla de madera, pintura, metal y, sobre todo, aceite. Ésos eran sus olores, pero Oskar no pensaba en ello de aquella manera. Era sencillamente «el olor de su padre». Le gustaba aquel olor y aspiró profundamente por la nariz mientras hundía la cara en el pecho de su padre.

–Sí, hola.

–Hola, papá.

–¿Ha ido bien el viaje?

–No, hemos chocado con un alce.


–¡Huy! No me digas.

–Sólo es una broma.

–Ya, ya. Bueno. Pero yo me acuerdo de que una vez…

Mientras iban hacia la tienda su padre empezó a contar la historia de cómo una vez atropelló a un alce con un camión. Oskar, que ya había oído la historia antes, asentía de vez en cuando mirando a su alrededor.

La tienda de Södervik tenía el mismo aspecto sucio de siempre. Los rótulos y banderines que se habían quedado allí a la espera del próximo verano hacían que todo el lugar se asemejara a un puesto de helados desmesurado. La gran carpa detrás de la tienda, donde vendían herramientas para el jardín, muebles para exteriores y cosas por el estilo, tenía el acceso cerrado con unas cuerdas porque ya no era temporada.

En verano, la población de Södervik se multiplicaba por cuatro. Toda la zona alrededor de la ensenada de Norrtälje, la isla de Lågarö, era un hormiguero de casitas de verano y segundas residencias, y aunque los buzones abajo, hacia la isla de Lågarö, colgaban en hileras dobles de treinta casilleros en cada una, el cartero no tenía que ir casi nunca allí en esta época del año. No había nadie, no había correo.

Justo cuando llegaron hasta la moto, su padre terminó de contar la historia del alce.

–… así que tuve que darle un golpe con una palanqueta que tenía para abrircajones y esas cosas. Justo entre los ojos. Él se tambaleó así y… bueno. No, no fue tan agradable.

–No. Claro.

Oskar se montó sobre el portaequipajes delantero, puso las piernas debajo. Su padre rebuscó en el bolsillo del chaleco, sacó un gorro.

–Toma. Que se quedan un poco frías las orejas.

–No, si tengo.

Oskar sacó su propio gorro, se lo puso. Su padre se volvió a guardar el otro en el bolsillo.

–¿Y tú? Que se quedan un poco frías las orejas.

Su padre se rió.

–No, yo estoy acostumbrado.

Eso ya lo sabía Oskar. Sólo quería chincharle un poco. No podía recordar haber visto nunca a su padre con gorro. Si hacía frío de verdad y soplaba el viento podía ponerse una especie de gorra de piel de oso con orejeras que él llamaba «la herencia», pero nada más.

Su padre pisó el pedal de la moto para ponerla en marcha y ésta sonó como una motosierra. Dijo algo sobre «el punto muerto» y metió la primera. La moto pegó un tirón hacia delante que a punto estuvo de hacer que Oskar se cayera hacia atrás y su padre gritó: «¡el embrague!», y se pusieron en marcha.


Segunda. Tercera. La moto fue cogiendo velocidad mientras cruzaban el pueblo. Oskar iba sentado como un sastre sobre el ruidoso portaequipajes. Se sentía como el rey de todos los reinos de la tierra y habría podido seguir viajando eternamente.

Se lo había explicado un médico. Los gases que había aspirado le habían quemado las cuerdas vocales y lo más probable era que no pudiera volver a hablar normal. Una nueva operación podría devolverle la capacidad de producir sonidos vocálicos, pero como incluso la lengua y los labios estaban gravemente afectados, serían necesarias nuevas operaciones para restablecer la posibilidad de reproducir las consonantes.

Como viejo profesor de sueco, Håkan no podía dejar de maravillarse con aquel pensamiento: producir la voz por vía quirúrgica.

Sabía bastante de fonemas y de las mínimas unidades del idioma, comunes a muchas culturas, pero nunca se había parado a pensar en las herramientas propias de éste -paladar, labios, lengua, cuerdas vocales- de aquella manera. Tallar el idioma con el bisturí a partir de una materia prima informe, como salían las esculturas de Rodin del mármol bruto.

Y, pese a todo, carecía totalmente de sentido. No pensaba hablar. Además, sospechaba que el médico le había hablado de aquella manera por alguna razónespecial. Él era lo que llaman una persona propensa al suicidio, por lo que era importante inculcarle una especie de concepción lineal del tiempo. Devolverle la idea de la vida como un proyecto, como un sueño de futuras conquistas.

Pero él no la compraba.

Si Eli lo necesitaba, podía pensar en vivir. Si no, no. Nada hacía pensar que Eli lo necesitara.

Pero ¿cómo habría podido Eli ponerse en contacto con él en este sitio?

Por las copas de los árboles fuera de la ventana suponía que se encontraba en los pisos de arriba.

Además, bien vigilado. Aparte del médico y las enfermeras había siempre, al menos, un policía cerca. Eli no podía llegar hasta él y él no podía llegar hasta Eli. La idea de fugarse, de ponerse en contacto con Eli por última vez se le había pasado por la cabeza. Pero ¿cómo?

La operación de garganta había hecho que pudiera respirar de nuevo, ya no necesitaba estar conectado a un respirador. Sin embargo, la comida no la podía tomar por la vía normal (aquello también lo iban a arreglar, según le había asegurado el médico). El tubo del goteo se movía continuamente de acá para allá dentro de su campo visual. Si lo arrancaba, probablemente empezaría a pitar en algún sitio, y además veía también sumamente mal. Escaparse rozaba lo impensable.

Una cirugía plástica había consistido en trasplantarle un trozo de piel de su propia espalda al párpado, para que pudiera cerrar los ojos.


Los cerró.

La puerta de su habitación se abrió. Tocaba otra vez. Reconoció la voz. El mismo hombre que las otras veces.

–Bueno, bueno -saludó el hombre-. Dicen que de todas formas no podrás hablar durante algún tiempo. Es una lástima. Pero el caso es que sigo empeñado en que, pese a todo, tú y yo podríamos comunicarnos si tú pusieras un poco de tu parte.

Håkan trató de recordar lo que decía Platón en La República acerca de los asesinos y de los violentos, cómo había que actuar con ellos.

–Bueno, ya puedes también cerrar los ojos. Eso está bien. ¿Oye? ¿Y si empiezo a ser algo más concreto? Porque me pega a mí que tú a lo mejor crees que no vamos a poder identificarte. Pero lo vamos a hacer. Tenías un reloj de pulsera del que seguramente te acordarás. Por suerte se trataba de un reloj viejo con las iniciales del fabricante, el número de serie y todo. Daremos con él en un par de días, de una u otra forma. Una semana quizá. Y hay más cosas.

»Te encontraremos, eso tenlo por seguro.

»Así que… Max. No sé por qué te quiero llamar Max. Es sólo provisionalmente. ¿Max? ¿Querrías ayudarnos un poco? Si no, tendremos que hacerte una fotografía y quizá publicarla en los periódicos y… bueno, ya sabes. Será más lioso. Cuánto más sencillo si tú hablases… o algo… conmigo ahora.

»Tenías un papel con el código de Morse en el bolsillo. ¿Sabes el alfabeto Morse? Porque en ese caso podemos comunicarnos dando golpecitos.

Håkan abrió el ojo, miró en dirección a las dos manchas oscuras dentro del óvalo blanco y borroso que era la cara del hombre. Éste decidió obviamente interpretarlo como una invitación y siguió:

–Luego está ese hombre del agua. Está claro que no fuiste el que lo mató, ¿verdad? Los patólogos dicen que las marcas de las mordeduras probablemente hayan sido hechas por un niño. Y ya hemos recibido una denuncia, algo en lo que lamentablemente no puedo entrar en detalles, pero… pero creo que estás protegiendo a alguien. ¿Es así? Levanta la mano si es así.

Håkan cerró el ojo. El policía lanzó un suspiro.

–De acuerdo. Entonces dejaremos que la investigación siga su curso, pues. ¿No quieres decirme algo antes de que me vaya?

El policía estaba a punto de levantarse cuando Håkan alzó una mano. El policía se volvió a sentar. Håkan levantó la mano más alto. Y le dijo adiós con ella.