Se inclinó sobre el escritorio y quitó el póster de la pared,
hizo con él un rebujo y lo tiró en la papelera.
Entonces leyó la pequeña nota otras tres veces más, la dobló
y se la guardó en el bolsillo. Continuó vistiéndose. Hoy podía
haber cinco papeles en cada paquete, si quería. Iría sobre
ruedas.
La habitación olía a humo y las partículas de polvo bailaban
en los rayos de sol que se filtraban entre las persianas. Lacke
acababa de despertarse, estaba tendido boca arriba en la cama,
tosiendo. Las moléculas de polvo representaban un curioso baile
ante él. Tos de fumador. Se dio media vuelta en la cama, cogió el
encendedor y el paquete de tabaco que estaban sobre la mesilla de
noche, al lado de un cenicero repleto.
Sacó un cigarrillo Camel light.
Virginia había empezado a preocuparse por su salud a la vejez; lo
encendió, se puso de nuevo boca arriba con un brazo bajo la cabeza,
fumando y pensando.
Virginia se había ido al trabajo un par de horas antes,
probablemente bastante cansada. Se habían quedado mucho tiempo
despiertos después de hacer el amor, hablando y fumando. Eran ya
las dos cuando ella apagó el último cigarro y dijo que ya era hora
de dormir. Lacke se había levantado sigilosamente después de un
rato, se había bebido lo que quedaba de la botella de vino y se
había fumado un par de cigarros más antes de ir a acostarse. Quizá
más porque le gustaba aquello: poder acostarse al lado de un cuerpo
caliente y dormido.
Era una lástima que no pudiera soportar el tener a alguien
encima de él todo el tiempo. De haberlo soportado, sólo podía haber
sido Virginia. Además… joder, había oído rumores de cómo lo estaba
pasando ahora. Temporadas. Temporadas en las que se emborrachaba
totalmente en los bares del centro, metiendo en casa a cualquier
cabrón. Ella no quería hablar de ello, pero había envejecido más de
lo necesario estos últimos años.
Si él y Virginia pudieran… sí, ¿qué? Vender todo, comprar una
casa en el campo, cultivar patatas. Claro, pero no iba a funcionar.
Después de un mes estarían los dos bailando la yenka con los
nervios del otro, y ella además tenía aquí a su madre, su trabajo,
y él, pues tenía… sí… sus sellos.
Nadie lo sabía, ni siquiera su hermana, y él tenía realmente
mala conciencia por ello.
Justamente ahora el mercado estaba por los suelos y ya no le
quedaban muchos sellos. De todas formas, muy pronto se vería
obligado a vender. Quizá debería deshacerse de aquellos más
especiales, el de Noruega número uno, e invitar a todos a las
cervezas que les había estado gorroneando últimamente. Debería
hacerlo.
Dos casas en el campo. Casitas rústicas.
Que estuvieran cerca. Una casita rústica no cuesta casi nada. Y la
madre de Virginia, ¿qué? Tres casitas. Y, además, Lena, la hija. Cuatro. Por supuesto. Ya puesto,
cómprate un pueblo entero.
Virginia sólo era feliz cuando estaba con Lacke, ella misma
lo había dicho. Lacke no sabía si aún sería capaz de ser feliz,
pero Virginia era la única persona con la que realmente se sentía a
gusto. ¿Por qué no iban a poder montárselo de alguna
manera?
Lacke se puso el cenicero en la tripa, retiró la ceniza del
cigarro y dio una calada.
Era la única persona con la que se sentía a gusto actualmente. Desde que Jocke… había desaparecido.
Jocke era un tío majo. El único al que consideraba amigo de todos
los que se juntaban. Era una putada eso de que su cuerpo hubiera
desaparecido. No era lógico. Tenía que haber un entierro. Tiene que
haber un cadáver que uno pueda mirar, constatar: sí, sí, ahí yaces,
amigo mío. Y muerto estás.
Se le saltaron las lágrimas.
La gente tenía tantos amigos, siempre con la palabra en la
boca, amigos por aquí yamigos por allí. Él tenía uno, uno sólo, y precisamente a él tenía que
arrebatárselo algún gamberro desalmado. ¿Por qué cojones habría
matado aquel joven a Jocke?
En el fondo sabía que Gösta no mentía ni se lo inventaba, y
Jocke había desaparecido, pero parecía tan sin sentido… La única
razón plausible sería algo relacionado con las drogas. Jocke tenía
que estar envuelto en algún lío de drogas y había engañado a la
persona equivocada. Pero ¿por qué no había dicho nada?
Antes de dejar el apartamento vació el cenicero y guardó la
botella de vino vacía abajo, en el armario de la cocina. Tuvo que
ponerla boca abajo para que cupiera entre todas las demás
botellas.
Sí, joder. Dos casitas. Un terrenito con
patatas. Barro hasta las rodillas y el canto de la alondra en
primavera. Etcétera. Alguna vez.
Se puso la cazadora y salió. Al pasar por delante del
supermercado ICA le tiró un beso a Virginia, que estaba en la caja.
Ella le sonrió y le sacó la lengua.
De camino a su casa en la calle Ibsengatan se encontró con un
joven que arrastraba dos grandes bolsas de papel. Alguien que vivía
en su patio, pero Lacke no sabía cómo se llamaba. Le saludó con la
cabeza.
–Eso parece pesado.
–No, está bien.
Así tenía uno que
ser.
Dentro del patio esperaba encontrarse con el tipo que le
invitó a whisky en el chino. El hombre solía estar fuera a estas
horas, paseando. Caminaba a veces en círculos alrededor del patio.
Pero no se le había visto los dos últimos días. Lacke miró de reojo
hacia arriba, hacia la ventana cubierta del piso en el que creía
que vivía el hombre.
Estará dentro bebiendo, claro. Podría
subir y llamar.
Otro día.
Al anochecer, Tommy y su madre bajaron al cementerio. La
tumba de su padre estaba justo al lado del dique de contención del
pantano de Råcksta, por lo que cogieron la carretera que iba por el
bosque. Su madre fue en silencio hasta que llegaron a la calle
Kanaanvägen y Tommy pensó que era porque estaba triste, pero cuando
tomaron la carretera pequeña que bordeaba el pantano su madre tosió
y dijo:
–Oye, Tommy…
–Sí.
–Staffan dice que ha desaparecido una cosa. En su casa.
Cuando nosotros
estuvimos allí.
–Sí.
–¿Sabes algo de eso?
Tommy cogió un poco de nieve en la mano, hizo una bola y la
tiró contra un árbol.
Justo en medio.
–Sí. Está debajo de su balcón.
–Es muy importante para él, puesto que…
–Está entre los setos que hay debajo de su balcón, te estoy
diciendo.
–¿Cómo ha llegado allí?
El dique cubierto de nieve alrededor del cementerio estaba
frente a ellos. Un suave
resplandor rojo iluminaba las copas de los pinos desde abajo.
El farol que su madre llevaba en la mano hizo ruido. Tommy le
preguntó:
–¿Tienes fuego?
–¿Fuego? Ah, sí. Tengo un encendedor. ¿Cómo
llegó…?
–Se me cayó.
Pronto se iban a cumplir los tres años. Tommy tenía imágenes
poco claras del entierro, o como se llamara. Eso con el ataúd y un
montón de gente llorando y cantando todo el
tiempo.
Se acordaba de que llevaba unos zapatos que le quedaban
grandes, eran de su padre y le iban bailando en los pies al volver
a casa. Le había dado miedo el ataúd, había estado sentado
mirándolo fijamente durante todo el entierro, seguro de que su
padre se iba a levantar y estar vivo de nuevo, pero…
cambiado.
Las dos semanas que siguieron al entierro anduvo dando
vueltas como un zombi aterrado. Sobre todo cuando se hacía de noche
le parecía ver en las sombras a aquel ser consumido de la cama del
hospital, que ya no era su padre, acercándose a él con los brazos
abiertos, como en las películas.
El miedo desapareció cuando enterraron la urna. Sólo
asistieron su madre, él, un operario y un cura. El operario llevaba
la urna delante y caminaba con dignidad, mientras que el cura
consolaba a su madre. Fue todo tan ridículo. El pequeño bote de
madera con tapa que aquel tipo del mono azul llevaba con las manos
extendidas, como si aquello tuviera algo que ver con su padre. Era como una gran patraña.
Pero el miedo había desaparecido, y la relación de Tommy con
la tumba había cambiado con el tiempo. Ahora bajaba a veces aquí él
solo, se sentaba un rato al lado de la lápida y pasaba los dedos
sobre las letras esculpidas que formaban el nombre de su padre. Era
por eso por lo que iba. Del bote que había en la tierra ni se
ocupaba, pero sí del nombre.
La persona desencajada en la cama del hospital, las cenizas
del bote, nada de eso era su padre, pero el nombre aludía a la
persona que él recordaba, y por eso iba allí a veces y recorría con
los dedos los huecos en la piedra que formaban MARTIN
SAMUELSSON.
–Oh, qué bonito -dijo su madre.
Tommy contempló el cementerio.
Había pequeñas velas encendidas por todas partes, una ciudad
vista desde un avión. Algunas figuras oscuras se movían entre las
lápidas. Su madre se dirigió a la tumba de su padre con el farol
balanceándose en la mano. Tommy se fijó en su espalda estrecha y de
pronto se sintió triste. No por él, ni por su madre, no; por todo.
Por todas las personas que andaban por allí entre las luces que
temblaban en la nieve. Ellas mismas no eran más que sombras que
estaban al lado de las piedras, mirando las piedras, tocando las
piedras. Aquello era tan… tonto.
La muerte es la muerte. Punto.
Sin embargo Tommy siguió a su madre, se puso de cuclillas
junto a la tumba de su padre mientras ella encendía el farol. No
quería tocar las letras cuando su madre estaba
allí.
Su madre le siguió. Demasiado pronto, le pareció. Ella podía
quedarse llorando si quería, toda la noche. Llegó a su altura y
pasó con cuidado su brazo por debajo delde Tommy. Él lo dejó estar.
Caminaron el uno al lado del otro contemplando el pantano de
Råcksta que había empezado a helarse. Si el frío continuaba se
podría patinar allí en unos días.
Un pensamiento machacaba todo el tiempo la cabeza de Tommy
como un terco riff de guitarra.
La muerte es la muerte. La muerte es la muerte. La muerte es
la muerte.
Su madre tembló, se apretó contra él.
–Es terrible.
–¿Te parece?
–Sí, Staffan me contó una cosa horrible.
Staffan. ¿Es que no podía ni siquiera ahora dejar de hablar
de…?
–Ah, ¿sí?
–¿Has oído lo del incendio en una casa de Ångby? La mujer
que…
–Sí.
–Staffan me contó que le habían hecho la autopsia. A mí me
parece que eso es tan desagradable. Que hagan esas
cosas.
–Sí, sí, claro.
Un pato caminaba por la frágil capa de hielo hacia el agujero
que se formaba en el hielo junto a uno de los desagües a un lado
del lago. Los pequeños peces que se podían pescar allí en verano
olían a desagüe.
–¿De dónde viene ese desagüe? – Preguntó Tommy-. ¿Viene del
crematorio?
–No sé. ¿No quieres escucharme? ¿Te parece
desagradable?
–No, no.
Y entonces ella empezó a contárselo mientras iban por el
bosque hacia casa. Después de un rato, Tommy comenzó a interesarse,
a hacer preguntas que su madre no podía responder; ella sólo sabía
lo que Staffan le había contado. Bueno, Tommy hacía tantas
preguntas y parecía tan interesado que Yvonne se arrepintió de
habérselo comentado siquiera.
¡Mangado a un…
policía!
Cerró cuidadosamente el refugio con la cadena y el candado,
puso la llave en el escondite y se sentó pensando en lo que su
madre le había contado. Después de un rato oyó pasos sigilosos que
se acercaban al trastero. Una voz baja que decía:
–¿Tommy?
Se levantó de la butaca, fue hasta la puerta y la abrió con
rapidez. Allí estaba
Oskar y parecía nervioso, con un billete en la
mano.
–Toma. Tu dinero.
Tommy cogió el billete de cincuenta coronas y estrujándolo se
lo metió en el
bolsillo, sonrió a Oskar.
–¿Te vas a hacer cliente de aquí o qué?
Entra.
–No, tengo que…
–Entra, digo. Te quiero preguntar una cosa.
Oskar se sentó en el sofá agarrándose las manos. Tommy se
desplomó en la butaca
mirándolo.
–Oskar. Tú eres un chico espabilado. Oskar se encogió
tímidamente de hombros.
–¿Sabes la casa que ardió en Ångby? ¿La vieja que salió al
jardín y se quemó?
–Sí, lo he leído.
–Me lo imaginaba. ¿Han escrito algo de la
autopsia?
–No que yo sepa.
–No. Pero se la hicieron. Le hicieron la autopsia. ¿Y sabes
qué? No encontraron
humo en sus pulmones. ¿Sabes lo que eso significa? Oskar
pensó.
–Que no respiraba.
–Sí. ¿Y cuándo se deja de respirar? Cuando se está muerto,
¿no?
–Sí -Oskar se animó-. He leído sobre eso. Precisamente. Por
eso hacen la autopsia a los que han ardido. Para descartar que…
alguien haya provocado el fuego para ocultar que ha matado al que
había dentro. En el fuego. Leí en… sí, fue en la revista Hemmets Journal, que un tío en Inglaterra que había
matado a su mujer y sabía esto pues había… antes de iniciar el
fuego había puesto un tubo en la garganta de ella
y…
–Bueno, bueno. Tú sabes. Bien. Pero aquí no había humo en los
pulmones aunque la mujer había salido al jardín y había estado allí
dando vueltas un rato antes de morir. ¿Cómo puede ser
eso?
–Vale, vale. Explícamelo entonces.
Oskar apoyó la cabeza en las manos, pensando. Luego
dijo:
–O han tenido algún fallo o ella estaba de pie y corriendo
aunque estaba muerta. Tommy asintió:
–Justo. ¿Y sabes qué? No creo que esos tíos cometan ese tipo
de fallos. ¿Tú qué crees?
–No, pero…
–La muerte es la muerte.
–Sí.
Tommy tiró de un hilo de la butaca, hizo una bolita con los
dedos y la lanzó.
–Sí. A uno le gustaría creerlo.
Dante Alighieri, La Divina Comedia, Infierno, Canto
III
DE VERDAD. BUU… BUU…
-Pero no me asusto.
Nationalteatern, Col rellena y calzoncillos
Eran las nueve y media de la mañana y volvía a casa desde el
metro. Había estado en el desguace de Ulvsunda para ver si podía
echarles una mano que valiera unos cientos de coronas, pero el
negocio iba mal. Tampoco este año habría botas de invierno. Se
había tomado un café con los chicos en la oficina, abarrotada de
catálogos de piezas de recambio y calendarios de tías, y vuelta a
casa en el metro.
Larry salió del edificio; parecía, como de costumbre, alguien
que tuviera una pena de muerte colgando sobre él.
–¿Qué pasa tío? – gritó Morgan.
Larry saludó fríamente con la cabeza, como si desde que se
despertara aquella mañana hubiera sabido que Morgan iba a estar
ahí; se acercó a saludarle:
–Hola. ¿Qué tal?
–Los pies congelados, el coche en el desguace, sin trabajo y
de camino a casa para tomarme un plato de sopa de sobre. ¿Y
tú?
Larry seguía andando en dirección a la calle Björnsonsgatan,
a lo largo del parque.
–Sí, pensaba bajar al hospital a saludar a Herbert. ¿Te
vienes?
–¿Está mejor de la cabeza?
–No, creo que sigue como antes.
–Entonces no voy. Me pongo malo con esos desvaríos. La última
vez creía que yo era su madre, quería que le contara un
cuento.
–¿Lo hiciste?
–Claro que lo hice. Ricitos de oro y los tres ositos. Pero
no. Hoy no estoy de humor para eso.
Quizá para evitar hablar de ello
Larry dijo:
–¿Has visto el periódico esta mañana? Ahora dice Fälldin, el
primer ministro, que los rusos tienen armas nucleares a bordo de ese submarino.
–¿Y qué se creía antes que tenían?
¿Tirachinas?
–No, pero… pero es que ya lleva ahí una semana. Imagínate si
hubiera explotado.
–No te preocupes. Saben lo que hacen, los
rusos.
–Pero resulta que no soy comunista.
–Ni yo tampoco.
–No, no. ¿A quién votaste la última vez? ¿A los
liberales?
–No soy partidario de Moscú, eso desde
luego.
Ya habían tenido esa conversación antes. Ahora la repetían
para evitar ver, para evitar pensar en aquello cuando se acercaban al túnel. A pesar de
todo, sus voces se apagaron al entrar en él y se detuvieron. Los
dos pensaron que el otro se había detenido primero. Los dos miraron
los montones de hojas convertidos ahora en montones de nieve y que
sugerían formas que hicieron que ambos se sintieran mal. Larry
meneó la cabeza.
–¿Qué cojones vamos a hacer?
Morgan hundió aún más las manos en los bolsillos y golpeó el
suelo con los pies para que le entraran en calor.
–Sólo Gösta puede hacer algo.
Los dos miraron hacia el piso donde vivía Gösta. Sin
cortinas, con los cristales sucios.
Larry ofreció el paquete de tabaco a Morgan. Éste cogió un
cigarro y Larry cogió un cigarro, sacó fuego para los dos. Se
quedaron callados fumando, mirando los montones de nieve. Después
de un rato fueron interrumpidos en sus pensamientos por voces
jóvenes.
Un grupo de niños con patines y cascos en las manos venían de
la escuela dirigidos por un hombre con aspecto de militar. Los
chicos marchaban a una distancia de un metro los unos de los otros,
casi al compás. En el túnel pasaron al lado de Morgan y de Larry.
Morgan saludó con la cabeza a uno de los chicos que conocía de su
patio.
–¿Vais a la guerra o qué?
El chico meneó la cabeza, iba a decir algo pero no hizo más
que seguir trotando, por miedo a salirse de la fila. Siguieron
bajando hacia el hospital; tendrían un día de
–¡Ataque aéreo! ¡Todos a cubierto!
Larry, escandalizado, apagó su cigarro.
–Dios mío. Que haya todavía gente así. Exigirá hasta que las
cazadoras cuelguen firmes en el pasillo. ¿Entonces no te
vienes?
–No. No lo soporto. Pero date prisa, puede que llegues a
formar filas.
–Hasta luego.
–Hasta luego.
Se separaron bajo el puente. Larry desapareció con pasos
lentos en la misma dirección que los niños y Morgan subió por las
escaleras. Tenía frío en todo el cuerpo. Pese a todo, la jodida
sopa de sobre no iba a estar nada mal, y menos si la mezclaba con
leche.
Oskar iba con la señorita. Necesitaba hablar con alguien y la
señorita fue la única que se le ocurrió. Sin embargo se habría
cambiado de grupo si hubiera podido. Jonny y Micke no iban nunca en
el grupo de paseo los días de actividades al aire libre, pero hoy
sí. Se habían cuchicheado algo al oído por la mañana,
mirándole.
Así que Oskar iba con la señorita. No sabía ni él mismo si
era por ir protegido o por poder hablar con un
adulto.
Había estado saliendo con Eli los últimos cinco días. Se
veían todas las tardes, fuera. Oskar le decía a su madre que estaba
con Johan.
La noche anterior Eli había llegado de nuevo a su ventana.
Habían estado despiertos mucho tiempo, contando historias primero
uno y luego el otro. Después se habían dormido abrazados y por la
mañana Eli ya no estaba.
En el bolsillo de los pantalones de Oskar, al lado de la
vieja nota, manoseada y rota de tanto leerla, había ahora una nueva
que había encontrado en su escritorio por la mañana cuando se
estaba preparando para ir a la escuela:
Huir es vivir; quedarse, la muerte. Tuya,
Eli.
Sabía que era de Romeo y Julieta. Eli
le contó que lo que le escribió en la primera nota también estaba
sacado de allí y Oskar había cogido el libro de la biblioteca de la
escuela. Le había gustado bastante, a pesar de que no conocía un
montón de palabras. Su manto de vestal es verde
y enfermizo. ¿Entendería Eli aquello?
–¿Marie-Louise?
–Sí.
–¿Cómo sabe uno que ama a alguien?
–¡Huy! Bueno…
La señorita hundió las manos en los bolsillos de su trenca y
miró al cielo. Oskar se preguntó si estaría pensando en el hombre
que había venido a buscarla un par de veces a la escuela. A Oskar
no le había gustado nada su aspecto. El tipo parecía de mucho
cuidado.
–Eso es diferente, pero… me atrevería a decir que es cuando
uno sabe… o, en todo caso, está muy convencido de que quiere estar
siempre con esa persona.
–Como si no pudiera vivir sin ella.
–Eso. Precisamente. Dos que no pueden vivir el uno sin el
otro… Eso es, sin duda, amor.
–Como Romeo y Julieta.
–Sí, y cuanto mayores son las dificultades… ¿La has
visto?
–Leído.
La señorita lo miró sonriendo con una sonrisa que a Oskar
siempre le había gustado, pero que justo en aquel momento no le
hizo mucha gracia. Y dijo rápidamente:
–¿Y si son dos chicos?
–Entonces son amigos. Es también una forma de amor. A no ser
que te refieras a…
sí, los chicos también pueden amarse entre sí, de esa manera.
–¿Y cómo hacen entonces?
La señorita bajó un poco la voz.
–Bueno, no hay nada malo en ello, pero… si quieres que
hablemos de eso
podemos hacerlo en otro momento.
Caminaron unos metros en silencio, llegaron a la cuesta que
bajaba hasta la Ensenada del Molino. La Cuesta del Fantasma. La
señorita aspiró profundamente el aire frío del bosque de abetos.
Luego dijo:
–Uno establece un pacto. Independientemente de que se trate
de chicos o de chicas, se establece una especie de pacto en el que…
somos tú y yo, como si dijéramos. Uno lo sabe.
–¿Puede uno ser… chico y chica al mismo tiempo? ¿O ni chico
ni chica?
–No. Las personas, no. Hay algunos animales
que…
Michelle se les acercó corriendo, gritando con voz
chillona:
–¡Señorita! ¡Jonny me ha echado nieve en la
cabeza!
Se encontraban a mitad de la cuesta. Al poco tiempo llegaron
hasta ellos todas las chicas y contaron lo que Jonny y Micke les
habían hecho.
Oskar aminoró la marcha, se quedó unos pasos detrás. Se dio
la vuelta. Jonny y Micke estaban en lo alto de la cuesta. Hicieron
señas a Oskar. Él no les respondió. En vez de eso cogió una rama
fuerte de la cuneta y le fue quitando las ramas pequeñas mientras
andaba.
Pasó delante de la Casa del Fantasma que daba nombre a la
cuesta. Un enorme almacén con las paredes de chapa ondulada que
parecía un total despropósito allí, entre los árboles más bajos. En
la pared que daba a la cuesta alguien había hecho una pintada con
letras mayúsculas:
¿NOS DEJAS TU MOTO?
Las chicas y la señorita jugaban al pilla pilla, corriendo
por el camino hasta llegar al borde del agua. No pensaba correr
para alcanzarlas. Jonny y Micke venían detrás de él, sí. Agarró el
palo con más fuerza y caminó apoyándose en él.
Era un día precioso. El lago se había helado hacía unos días
y el hielo era tan sólido que el grupo de patinaje ya había bajado
para patinar sobre él, dirigidos por elmaestro Ávila. Cuando Jonny
y Micke dijeron que querían ir en el grupo de paseo, Oskar había
considerado la idea de ir corriendo a casa a buscar los patines y
cambiar de grupo. Pero no le habían comprado patines nuevos en los
dos últimos años y probablemente no podría meter los pies en
ellos.
Además, le daba miedo el hielo.
Una vez, de pequeño, estaba en la ensenada de Södersvik con
su padre y éste había salido para vaciar las nasas. Desde el
embarcadero Oskar vio cómo su padre se hundía en el hielo y cómo,
durante un instante insufrible, su cabeza desaparecía. Oskar, que
estaba solo en el embarcadero, empezó a gritar como un loco
pidiendo ayuda. Por fortuna, su padre tenía unos clavos grandes en
el bolsillo que utilizó para salir del agujero, pero después de
aquello a Oskar no le gustaba nada salir al hielo.
Alguien lo agarró del brazo.
Volvió rápidamente la cabeza y vio que la señorita y las
chicas habían desaparecido por un recodo del camino, detrás de la
montaña. Jonny le dijo:
–Ahora se va a bañar el Cerdo.
–El Cerdo huele a mierda y tiene que darse un
baño.
–Soltadme.
–Luego. Tú tranquilo, nada más. Te vamos a soltar
después.
Estaban ya abajo. No había nada contra lo que hacer fuerza.
Lo arrastraban de espaldas sobre el hielo, hacia el agujero de la
sauna. Sus talones trazaban dos surcos en la nieve. Entre ellos se
resbalaba la estaca, dejando una huella más
superficial.
A lo lejos, Oskar vio pequeñas figuras que se movían. Gritó.
Gritó pidiendo ayuda.
–Tú grita. Quizá lleguen a tiempo para
sacarte.
El agujero se abría negro a unos pasos. Oskar tensó los
músculos todo lo que pudo y se agitó, volviéndose de lado de una
sacudida. A Micke se le soltó. Oskar se balanceaba en los brazos de
Jonny y blandió el palo contra la espinilla de éste. A punto estuvo
de escapársele el palo de las manos cuando la madera golpeó contra
el hueso.
–¡Aaaay! ¡Joder!
Jonny soltó a Oskar y éste cayó al suelo. Se levantó al borde
del agujero, sujetando el palo con las dos manos. Jonny se agarraba
la espinilla.
–¡Jodido idiota! Ahora te vas a enterar…
Jonny se acercaba despacio, no se atrevía a correr por miedo
a caer él mismo al agua si empujaba a Oskar en esa postura. Jonny
señalaba el palo.
–Deja eso en el suelo o te mato, ¿entiendes?
Oskar apretó los dientes. Cuando Jonny se encontraba a poco
más de un brazo de distancia, blandió el palo contra el hombro de
Jonny. Jonny lo esquivó y Oskar sintió un golpe seco en las manos
cuando el extremo más pesado de la estaca alcanzó de lleno la oreja
de Jonny.
Éste cayó de lado como un bolo sin hacer ruido, derrumbándose
en el hielo todo lo largo que era, dando alaridos.
Micke, que estaba un par de pasos detrás de Jonny, retrocedió
entonces, extendió las manos:
–Joder, sólo estábamos bromeando… no
pensábamos…
Oskar fue hacia él girando el palo, que zumbaba sordamente en
el aire. Micke se dio la vuelta y salió corriendo hacia la playa.
Oskar se detuvo, bajó el palo.
Jonny estaba acurrucado con la mano en la oreja. Le salía
sangre entre los dedos. Oskar habría querido pedirle perdón. No
había sido su intención hacerle tanto daño.
Se puso en cuclillas al lado de Jonny, apoyado en el palo, y
pensaba decir: «perdón», pero antes de que pudiera hacerlo
vio a Jonny.
Oskar lo miraba asombrado.
Aquel pequeño fardo sangrante que yacía en el hielo no podría
hacerle nada. No podía pegar ni molestar,
no. No podía ni siquiera defenderse.
Si le pudiera dar un par de golpes más se
quedaría totalmente tranquilo después.
Oskar se levantó apoyándose en el palo. El arrebato
desapareció, sustituido por un profundo malestar en el estómago.
¿Qué había hecho? Jonny tenía que estar
gravemente herido, puesto que sangraba de aquella manera. ¿Te
imaginas si se desangra? Oskar se volvió a sentar en el hielo, se
quitó un zapato y el calcetín. Avanzó de rodillas hasta Jonny, le
retiró la mano que tenía sobre la oreja y puso el calcetín
debajo.
–Así. Sujétalo.
Jonny cogió el calcetín y se lo apretó contra su oreja
herida. Oskar miró la superficie helada. Vio una figura que se
acercaba patinando. Era un adulto.
Se oyeron débiles gritos a lo lejos. Gritos de niños. Gritos
de pánico. Un solo grito, claro y agudo, que después de unos
segundos se mezcló con otros. La figura que se acercaba se paró.
Permaneció quieta un momento. Después se dio la vuelta y se alejó
de nuevo patinando.
Oskar estaba de rodillas al lado de Jonny, sentía cómo se
derretía la nieve y le mojaba las rodillas. Jonny apretaba los
párpados con fuerza, le rechinaban los dientes. Oskar acercó su
rostro al de él.
–¿Puedes andar?
Jonny abrió la boca para decir algo y un vómito de color
amarillo y blanco salió de sus labios y manchó la nieve. A Oskar le
cayó un poco en una mano. Se quedó mirando las viscosas gotas que
le chorreaban por la mano y se asustó de verdad. Soltó el palo y
corrió hacia la playa para buscar ayuda.
Los gritos de los niños cerca del hospital habían aumentado.
Corrió hacia ellos.
Al maestro Ávila, Fernando Cristóbal de Reyes y Ávila, le
gustaba patinar. Sí. Una de las cosas que más apreciaba de Suecia
eran sus largos inviernos. Había corrido la carrera de esquís de
Vasaloppet diez años atrás y los pocos inviernos en los que el agua
del archipiélago se congelaba cogía el coche hasta la isla de
Gräddö para practicar el patinaje de fondo deslizándose en
dirección a Söderarm, tan lejos como el espesor del hielo se lo
permitiera.
Con todos los respetos para Vasaloppet, pero uno se sentía
como entre un millar de hormigas que de repente hubieran decidido
emigrar. Otra cosa bien distinta era estar fuera, en la vasta
superficie de hielo, solo a la luz de la luna. Fernando Ávila era
un católico tibio pero firme: en aquellos momentos, Dios estaba
cerca.
El acompasado raspar de las cuchillas de los patines, la luz
de la luna que daba al hielo su tímido resplandor, las estrellas
que lo envolvían con su infinitud, el viento frío que le bañaba la
cara, eternidad y espacio y profundidad por todas partes. La vida
no podía ser más hermosa.
Un niño pequeño le tiró de los pantalones.
–Maestro, tengo que hacer pis.
Ávila despertó de sus lejanos sueños y miró a su alrededor,
le señaló unos árboles cerca, en la playa, que se inclinaban sobre
el agua; el desnudo ramaje caía hasta el hielo como una cortina
protectora.
–Ahí puedes hacer pis.
El chico entornó los ojos mirando los
árboles.
–¿En el hielo?
–Sí. ¿Qué más da? Se formará más hielo.
Amarillo.
El chico lo miró como si el maestro no estuviera bien de la
cabeza, pero se fue patinando hacia los árboles.
Ávila miró alrededor controlando que ninguno de los mayores
se hubiera alejado demasiado. Con unos rápidos deslizamientos fue
hacia el centro del lago para tener mejor vista. Contó a los niños.
Sí. Nueve. Más el que estaba haciendo pis. Diez.
Dio unas vueltas y miró hacia el otro lado, hacia la ensenada
de Kvarnviken, y se detuvo.
Algo pasaba allí fuera. Un montón de cuerpos se movían en
dirección a lo que tenía que ser un agujero en el hielo; unos
pequeños árboles que sobresalían marcaban el sitio. Mientras
permanecía quieto observando, el grupo se deshizo, vio que uno de
ellos llevaba una especie de bastón en la mano.
El bastón giró en el aire y alguien cayó. Oyó un alarido que
venía de allí. Se volvió, observó de nuevo a sus chicos y luego se
puso en marcha en dirección a los que estaban junto al agujero. Uno
de ellos corría ahora hacia la playa.
Entonces oyó el grito.
Un grito agudo de niño que procedía de su grupo. Se paró tan
en seco que sus patines salpicaron la nieve. Había podido darse
cuenta de que los que estaban al lado del agujero eran chicos
mayores. Quizá Oskar. Chicos mayores. Podrían arreglárselas. Los
suyos eran niños pequeños.
¡Cojones!
Precisamente en el momento en que no se encontraba allí tenía
que ocurrir algo. Por Dios, que no se haya roto el hielo. Patinaba
lo más rápido que podía, la nieve salía despedida de sus patines
mientras se apresuraba a llegar al lugar del que salían los gritos.
Entonces vio a varios niños que se habían juntado, estaban parados
y chillaban a coro, y a algunos más que se acercaban allí. Vio
también que una persona adulta bajaba hacia el lago desde el
hospital.
Con un par de deslizamientos rápidos llegó hasta donde se
encontraban los chavales y frenó de tal manera que las virutas de
hielo volaron sobre las cazadoras de éstos. No entendía nada. Todos
los niños estaban juntos tras la cortina de ramaje mirando hacia
abajo, hacia algo que había en el hielo, y gritando. Se deslizó
hasta allí.
–¿Qué pasa?
Uno de los pequeños señaló hacia abajo, hacia el hielo, hacia
un bulto que estaba atrapado en él. Parecía un montón de hierba
marrón y helada con una hendidura roja en un lado. O un erizo
atropellado. El maestro se agachó hacia el bulto y vio que era una
cabeza. Una cabeza congelada dentro del hielo de manera que
únicamente sobresalían la coronilla y la parte alta de la
frente.
El niño al que había mandado a hacer pis estaba sentado en el
hielo unos metros más allá, sollozando.
–Yo… lo… he… pisado.
Ávila se enderezó.
–¡Todos fuera! Todos a la playa, ahora.
Los niños estaban también como congelados en el hielo, los
pequeños seguían gritando. Sacó su silbato y dio dos silbidos
fuertes. Los gritos cesaron. Dio un par de pasos, se puso detrás de
los niños y pudo dirigirlos hacia la playa. Los chicos lo
siguieron. Sólo uno de quinto se quedó allí, mirando con curiosidad
el bulto.
–¡Tú también!
Ávila le ordenó con la mano que fuera hacia él. Ya en la
playa le dijo a una mujer que había bajado desde el
hospital;
–Llama a la policía. Ambulancia. Hay una persona congelada en
el hielo.
La mujer subió corriendo hacia el hospital. Ávila contó a los
niños en la playa, vio que faltaba uno. El niño que había pisado la
cabeza seguía sentado en el hielo con lacara entre las manos. Ávila
se deslizó hasta él y lo cogió en brazos. El chico se volvió y se
abrazó a Ávila. Éste lo levantó con cuidado como si fuera un
paquete delicado y lo llevó hasta la playa.
–Hablar precisamente no pue…
–No, pero entiende lo que se le dice.
–Creo que sí, pero…
–Un momento sólo.
A través de la niebla que cubría su ojo Håkan vio que una
persona con ropa oscura arrimaba una silla y se sentaba al lado de
su cama. No podía distinguir la cara del hombre, pero probablemente
mostrara un gesto forzadamente neutral.
Håkan había pasado los últimos días casi flotando en una nube
roja de contornos tan tenues que entraba y salía de ella sin apenas
darse cuenta. Sabía que le habían dormido un par de veces, que lo
habían operado. Aquél era el primer día que se encontraba
totalmente consciente, pero no sabía cuántos habían pasado desde
que llegó allí.
A lo largo de la mañana Håkan había estudiado su nueva cara
con las yemas de los dedos de la mano que tenía tacto. Algún tipo
de venda elástica le cubría todo el rostro, pero por los rasgos
bajo la venda, que había recorrido dolorosamente con los dedos,
había comprendido que ya no tenía ninguna cara.
Håkan Bengtsson ya no existía. Lo que quedaba era un cuerpo
imposible de identificar en una cama de hospital. Por supuesto que
podrían relacionarlo con sus otros asesinatos, pero no con su vida
anterior ni con la actual. Ni con Eli.
–¿Cómo te encuentras?
Bien, gracias, agente. De primera. Tengo
una película de napalm ardiéndome en la cara todo el tiempo, pero
por lo demás va como siempre.
–Sí, comprendo que no puedes hablar, pero ¿puedes asentir con
la cabeza si oyes lo que digo? ¿Puedes mover la
cabeza?
Puedo. Pero no
quiero.
El hombre que estaba al lado de la cama lanzó un
suspiro.
–Has intentado quitarte la vida aquí, de manera que no estás
totalmente… ido. ¿Es difícil mover la cabeza? ¿Puedes levantar la
mano si oyes lo que digo? ¿Puedes levantar la
mano?
Håkan dejó de escuchar al policía y empezó a pensar en ese
lugar del infierno de Dante, el limbo, adonde eran llevadas,
después de la muerte, todas las almas que no conocían a Cristo.
Intentó imaginarse aquel sitio en detalle.
–Como comprenderás, nos gustaría mucho saber quién
eres.
El policía acercó la silla unos diez
centímetros.
–Lo vamos a descubrir, como ya sabes. Antes o después. Tú
puedes ahorrarnos un poco de trabajo comunicándote con nosotros
ahora.
Nadie me echa de menos. Nadie me conoce.
Intentadlo.
Entró una enfermera.
–Hay una llamada para usted.
El policía se levantó, fue hacia la puerta. Antes de salir se
volvió.
–Vengo enseguida.
Los pensamientos de Håkan se centraron ahora en lo
verdaderamente esencial. ¿En qué esfera caería él? Infanticida: la séptima esfera. Por otro lado,
la primera esfera: los que habían pecado por amor. Luego estaban,
aparte, los sodomitas, que tenían su propia esfera. Lo lógico sería
que cayera en el nivel asignado al peor delito que hubiera
cometido.
Así, de haber consumado uno realmente grave, se podía seguir
cometiendo cualquier pecado que cayera en las esferas inferiores.
Ya no podía ser peor. Más o menos como esos asesinos de Estados
Unidos condenados a trescientos años de cárcel.
Las distintas esferas estaban dispuestas en forma de espiral.
Los estratos del infierno. Cerbero con su cola. Håkan evocó a los
violentos, a las mujeres coléricas, a los soberbios en su lodo
hirviente, en su lluvia de fuego; deambuló entre ellos, buscando su
sitio.
De una cosa estaba totalmente seguro:
no caería de ninguna manera en el último de los círculos. Aquél en
el que el mismo Lucifer estaba devorando a Judas y a Bruto,
aprisionados en un mar de hielo. El círculo de los
traidores.
Se abrió de nuevo la puerta con ese ruido extraño, como de
succión. El policía se sentó al lado de la cama.
–Bueno, bueno. Parece que han encontrado a otro, abajo en el
lago, en Blackeberg. El mismo tipo de cuerda, en cualquier
caso.
¡No!
El cuerpo de Håkan se contrajo involuntariamente cuando el
policía dijo la palabra «Blackeberg». El policía
asintió.
–Está claro que oyes lo que digo. Eso está bien. Entonces,
podemos aventurar sin mayores dificultades que has vivido en
Västerort. ¿Dónde? ¿En Råcksta? ¿En Vällingby? ¿En
Blackeberg?
El recuerdo de cómo se había deshecho del hombre abajo, junto
al hospital, acudió a su mente. Había hecho una chapuza. La había
cagado.
El policía se levantó y se fue. En su lugar llegó una
enfermera y se sentó en una silla en la habitación,
vigilándolo.
Håkan empezó a dar cabezazos a un lado y a otro, negando.
Sacó la mano y empezó a tirar del tubo conectado al respirador. La
enfermera acudió enseguida y le apartó la mano.
–Tendremos que atarte. Una vez más y
te atamos, ¿entiendes? Si no quieres vivir es cosa tuya, pero
mientras estés aquí tenemos la obligación de mantenerte vivo.
Independientemente de lo que hayas hecho o dejado de hacer,
¿comprendes? Y haremos lo que sea necesario para cumplir con
nuestra obligación, aunque tengamos que ponerte un sistema de
fijación. ¿Estás oyendo lo que te digo? Todo será mejor para todos
si colaboras.
Colaborar. Colaborar. De pronto todos
quieren colaborar. Yo ya no soy una persona. Soy un proyecto. Oh,
Dios mío. Eli. Eli. Ayúdame.
Ya en las escaleras Oskar oyó la voz de su madre. Estaba
hablando por teléfono con alguien y parecía enfadada. ¿Con la madre
de Jonny? Se quedó al otro lado de la puerta,
escuchando.
–Me van a llamar y me preguntarán qué es lo que he hecho
mal… Sí, claro que lo van a hacer, ¿y qué
voy a decir? Que por desgracia mi hijo no tiene un padre con quien
él… Sí, claro, pues demuéstralo alguna vez entonces… No, no lo has
hecho… A mí me parece que tú puedes hablar
de ello con él.
Oskar abrió la puerta y entró en casa. Su madre
dijo:
–Ahora llega -al auricular, y se volvió hacia Oskar-: Han
llamado de la escuela y yo… habla con tu padre porque yo… -habló de
nuevo por el auricular-: Ahora puedes… yo estoy tranquila… es fácil
para ti, que estás lejos y…
Oskar entró en su habitación, se echó en la cama y se puso
las manos en los oídos. Le retumbaban los latidos del corazón en la
cabeza.
Cuando llegó al hospital, al principio, creyó que todas las
personas que corrían por allí tenían algo que ver con lo que le
había hecho a Jonny. Pero no era así, como pudo saber luego. Hoy
había visto por primera vez en su vida una persona
muerta.
Su madre abrió la puerta de la habitación. Oskar se quitó las
manos de los oídos.
–Tu padre quiere hablar contigo.
Oskar se llevó el auricular a la oreja y oyó una voz lejana
que leía los nombres de los faros, la fuerza y la dirección de los
vientos. Esperaba con el auricular pegado a la oreja sin decir
nada. Su madre le preguntó frunciendo el entrecejo. Oskar puso la
mano sobre el auricular y susurró: «Información sobre el estado de
la mar».
Oskar sabía que si empezaba a hablar en ese momento su padre
estaría distraído con lo que decían en la radio. Las noticias sobre
el estado de la mar eran sagradas. Cuando iba a casa de su padre,
se paraba toda la actividad a las 16.45, y éste se sentaba al lado
de la radio mientras él, ausente, miraba hacia fuera, como para
comprobar si lo que anunciaban en la emisora era
cierto.
Hacía mucho tiempo que su padre no se hacía a la mar, pero se
le había quedado esa costumbre.
«Banco de Almagrundet noroeste ocho, al anochecer girando
hacia el oeste. Despejado. El mar de land y el mar del Skärgårg
noroeste diez, hacia la noche es posible que soplen vientos
fuertes. Despejado».
Bueno. Lo más importante ya había pasado. – Hola, papá. – Ah,
pero si estás ahí. Hola. Va a haber vientos fuertes aquí por la
noche. – Sí, lo he oído. – Mmm. ¿Qué tal estás? – Bien. – Sí, mamá
me ha contado eso con Jonny. Y no está muy bien que digamos. – No.
No lo está. – Ha tenido una conmoción cerebral, me ha dicho. – Sí.
Vomitó. – Bueno, se vomita con frecuencia, si sólo es eso. Harry…
sí, tú ya lo conoces… a él
le cayó una vez una plomada en la cabeza y… sí estuvo mal,
vomitando como un ternero después. – ¿Se puso bien? – Sí, claro,
fue… bueno, se murió la primavera pasada. Pero no tenía nada que
ver con aquello. No. Después de aquello se recuperó bastante
rápido. – Sí. – Y esperemos que sea así con él, con este chico
también. – Sí.
La radio seguía todavía con las distintas zonas marítimas: el
golfo de Botnia y todo lo demás. Un par de veces se había sentado
con el atlas delante en casa de su padre y había seguido con el
dedo todos los faros según los iban nombrando. Hubo
un
–Sí, tu madre y yo hemos estado hablando de que… tal vez te
gustaría venir a pasar aquí el fin de semana.
–Mmm.
–Así podremos hablar más de esto y de… todo.
–¿Este fin de semana?
–Sí, si te apetece.
–Sí. Pero tengo un poco… ¿y si voy el
sábado?
–O el viernes por la tarde.
–No. Mejor… el sábado. Por la mañana.
–Vale, está bien. Entonces sacaré un eider del
congelador.
Oskar acercó la boca al teléfono y dijo en voz
baja:
–Sin perdigones.
Su padre se rió.
El otoño pasado, cuando Oskar estuvo allí, se había roto un
diente al morder un perdigón que se había quedado en el ave. A su
madre le había dicho que había sido una piedra en una patata. Las
aves marinas eran lo que más le gustaba a Oskar, mientras que a su
madre le parecía que era «terriblemente cruel» disparar a las
indefensas aves. Que él se hubiera roto el diente mordiendo el
propio instrumento de la muerte habría dado lugar a que su madre le
prohibiera probar semejante comida.
–Pondré especial cuidado -aseguró su padre.
–¿Funciona la moto?
–Sí. ¿Por qué?
–No. Por nada.
–Bueno. Ah, sí, hay bastante nieve, así que podremos dar una
vuelta.
–Bien.
–Vale, entonces nos vemos el viernes. ¿Cogerás el autobús de
las diez?
–Sí.
–Entonces bajo a buscarte. Con la moto. El coche no está del
todo en forma.
–De acuerdo. Bien. ¿Quieres hablar más con
mamá?
–Sí… no… tú puedes contarle cómo vamos a hacerlo,
¿no?
–Mmm. Adiós, hasta pronto.
–Adiós. Hasta pronto.
Fue a su habitación y metió en el bolso la ropa de entrenar y
su cuchillo, porque no iba a volver a casa antes de encontrarse con
Eli. Tenía un plan. Cuando estaba en el pasillo poniéndose la
cazadora salió su madre de la cocina, limpiándose la harina de las
manos en el delantal.
–¿Y bien? ¿Qué ha dicho tu padre? – Que tenía que ir el
sábado. – Sí. ¿Pero de lo otro? – Ahora tengo que irme a entrenar.
– ¿No ha dicho nada? – Sííí, pero tengo que
irme ahora. – ¿Adónde vas? – A la piscina. – ¿A qué piscina? – A la
que está al lado de la escuela. A la pequeña. – ¿Qué vas a hacer
allí? – Entrenar. Vuelvo a las ocho y media. O a las nueve. Después
voy a ver a Johan. Su madre parecía desconsolada, no sabía qué
hacer con las manos llenas de harina,
se las metió en el bolsillo grande que tenía en medio del
delantal. – Bueno. Venga, vale. Ten cuidado. No te vayas a resbalar
en los bordes de la
piscina o algo así. ¿Has cogido el gorro? – Sí, sí. – Póntelo
entonces. Cuando te hayas bañado, porque fuera hace frío, y cuando
se
lleva el pelo mojado… Oskar dio un paso al frente, la besó
ligeramente en la mejilla, dijo: «Adiós» y se fue. Cuando salió del
portal miró de reojo hacia su ventana. Allí estaba su madre, aún
con las manos en el bolsillo del delantal. Oskar le dijo adiós con
la mano. Su madre alzó la suya lentamente y también le dijo adiós.
Oskar fue llorando la mitad del camino hasta el
entrenamiento.
–¿Qué?
–Te he dicho que si no te podías quitar eso de una vez. Que
pareces un idiota.
–Eso es lo que a ti te parece.
Se quitó de todos modos las orejeras, las guardó en el
bolsillo del abrigo y dijo:
–Larry, tienes que ser tú. Tú eres el que lo ha
visto.
Larry lanzó un suspiro y tocó el timbre. Se oyó un furioso
griterío al otro lado de la puerta y luego un ruido sordo y suave
como de algo que caía al suelo. Larry carraspeaba. No le gustaba
esto. Se sentía como un policía con todo el grupo tras de sí, sólo
faltaban las pistolas en alto. Se oyeron pasos lentos dentro del
apartamento, después una voz:
–Mi pequeña, ¿qué te ha pasado?
La puerta se abrió. Una ola de olor a pis cayó sobre la cara
de Larry y éste se quedó sin aliento. Gösta apareció en el umbral
vestido con una vieja camisa, con su chaleco y su pajarita. Llevaba
un gato con rayas de color naranja y blanco
acurrucado
en uno de sus brazos.
–¿Sí?
–Hola Gösta, ¿qué tal?
Los ojos de Gösta vagaban errantes sobre el grupo que
permanecía en las
escaleras. Estaba bastante borracho.
–Bien.
–Bueno, pues hemos venido a verte porque… ¿sabes lo que ha
pasado?
–No.
–Bueno, pues han encontrado a Jocke. Hoy.
–Ah. Eso. Sí.
–Y lo que pasa es… que…
Larry volvió la cabeza, buscando apoyo en su delegación. Lo
único que encontró fue un gesto de ánimo de Morgan. Larry no era
capaz de estar allí fuera como una especie de representante de la
autoridad y presentar un ultimátum. Sólo había una manera, se
mirara como se mirara. Preguntó:
–¿Podemos entrar?
Larry dudó un momento; el olor dentro del apartamento era
totalmente increíble, era como una nube pegajosa en el aire. En su
indecisión, Lacke alcanzó a entrar el primero y tras él entró
Virginia. Lacke acarició detrás de las orejas al gato que Gösta
llevaba en brazos.
–Bonito gato. ¿Cómo se llama?
–Es gata. Tisbe.
–Bonito nombre. ¿También tienes un Píramo?
–No.
Uno tras otro se deslizaron por la puerta, intentando
respirar por la nariz.
Después de unos minutos todos habían abandonado el intento de
mantener el tufo a raya, lo dejaron estar y se acostumbraron.
Echaron a los gatos del sofá y de la butaca, trajeron un par de
sillas de la cocina, aguardiente, tónicas de pomelo y vasos, y
después de un rato de cháchara acerca de los gatos y del tiempo
dijo Gösta:
–Así que han encontrado a Jocke.
Larry apuró lo que le quedaba de su cubata. Parecía más fácil
con el calorcillo del alcohol en el estómago. Se sirvió otro,
diciendo:
–Pues sí. Abajo, junto al hospital. Estaba congelado en el
hielo.
–¿En el hielo?
–Sí. Ha sido un puñetero circo el que se ha montado hoy ahí
abajo. Yo había bajado para visitar a Herbert, no sé si tú le
conoces, bueno… de todas formas, cuando he salido de allí aquello
estaba lleno de maderos y ambulancias y después han llegado los
bomberos.
–¿Había fuego también?
–No, pero tuvieron que picar para sacarlo del hielo, claro.
Bueno, entonces, claro está, yo no sabía
que era él, pero luego, cuando lo llevaron hasta la playa, pues
reconocí su ropa, porque la cara… pues estaba cubierta de hielo,
¿no?, así que no se podía… pero la ropa…
Gösta movió la mano en el aire como si estuviera acariciando
a un perro grande e invisible.
–Espera un poco… se había ahogado,
entonces… no entiendo…
Larry bebió un trago del cubata, se limpió la boca con la
mano.
–No. Eso era lo que creía la pasma también. Al principio. Por
lo que he podido comprender. La verdad es que estaban de brazos
cruzados allí arriba, y los chicos de la ambulancia totalmente
ocupados con un chaval que había allí con la cabeza sangrando, así
que era…
–No puede ser… yo ya no puedo… la cabeza
sangrando…
Morgan dejó en el suelo el gato que tenía en las rodillas y
se sacudió los pantalones.
–Eso no tiene nada que ver con esto. Tú sigue,
Larry.
–Bueno, pues cuando lo subieron hasta la playa y comprendí
que era él, entonces se vio que tenía una cuerda tal que así, ¿no?
Atada. Y como una especie de piedras así. Entonces le entró una
endemoniada prisa a la pasma. Empezaron a hablar por la radio y a
acordonar con esas cintas y a echar a la gente y a actuar. Se
mostraron interesados de cojones, de repente. Así que… bueno, a él
le hundieron allí, así de sencillo.
Gösta se echó hacia atrás en el sofá, tenía la mano en los
ojos. Virginia, que estaba sentada entre él y Lacke, le acarició la
rodilla. Morgan, llenándose el vaso, dijo:
–La cosa es que han encontrado a Jocke, ¿no? ¿Quieres tónica?
Aquí. Han encontrado a Jocke y ahora saben que fue asesinado. Y
entonces las cosas se encuentran como si dijéramos en otra
situación.
Karlsson carraspeó, adoptó un tono que imponía
respeto:
–En el sistema judicial sueco hay algo que se
denomina…
–Tú ahora te callas -le interrumpió Morgan-. ¿Se puede fumar
aquí?
Gösta asintió débilmente. Mientras Morgan sacaba el tabaco y
el encendedor,
Lacke se echó hacia delante en el sofá de manera que pudo
mirar a Gösta a los ojos.
–Gösta. Tú viste lo que pasó. Debería salir a la
luz.
–¿Salir a la luz? ¿Cómo?
–Sí, que vayas a la policía y cuentes lo que viste, así de
sencillo.
–No… no. Nadie dijo nada.
Lacke suspiró, se echó medio vaso de aguardiente y un
chorrito de tónica, le pegó un buen trago y cerró los ojos cuando
la nube ardiente le llenó el estómago. No quería
forzarle.
En el chino, Karlsson había mencionado algo acerca de la
obligación de declarar como testigo, pero por mucho que Lacke
quisiera que el que hubiera hecho aquello fuera detenido, no
pensaba mandar a la policía a casa de un colega como si fuera un
chivato cualquiera.
Un gato con manchas de color gris le empujó con la cabeza en
la espinilla. Se lo puso en las rodillas, le acarició el lomo,
ausente. ¿Qué más da? Jocke estaba muerto,
ahora lo sabía con certeza. ¿Qué importancia tenía todo lo demás en
realidad?
Morgan se levantó, se acercó a la ventana con el vaso en la
mano.
–¿Era aquí donde estabas cuando lo viste?
más chulo, de verdad. Buena vista. Bueno, quitando lo de…
Buena vista.
Una lágrima cayó silenciosa por la mejilla de Lacke. Virginia
le cogió la mano y se la acarició. Lacke pegó otro buen lingotazo
para aplacar el dolor que le desagarraba el pecho.
Larry, que había estado un rato sentado mirando a los gatos
que se movían dando vueltas sin sentido por la habitación,
tamborileó el vaso con los dedos y dijo:
–¿Y si uno sólo les diera una pista? ¿Sobre el sitio? A lo
mejor pueden encontrar
huellas dactilares o… lo que encuentren.
Karlsson sonrió.
–¿Y de qué manera vamos a decirles cómo lo hemos sabido? ¿Que
nosotros lo
sabemos, sin más? Es de suponer que
estarán muy interesados en conocer… de quién nos ha venido la información.
–Se puede llamar de forma anónima. Nada más para que se
sepa.
Gösta balbuceaba algo en el sofá. Virginia acercó la
cabeza.
–¿Qué decías?
Gösta hablaba con muy, muy poca voz mirando su
vaso.
–Perdonadme. Pero estoy demasiado asustado. No
puedo.
Morgan se dio la vuelta desde la ventana, extendió la
mano.
–Entonces ya está. No hay más que hablar -echó una mirada
penetrante a Karlsson-. Ya se nos ocurrirá algo. Tendremos que
solucionarlo de otra manera. Dibujando, llamando, cualquier cosa,
joder. Ya se nos ocurrirá algo.
Se acercó a Gösta y le dio un golpecito en el
pie.
–Vamos Gösta, anímate. Arreglaremos esto de todas formas.
Tranquilo. ¿Gösta?
¿Estás oyendo lo que te digo? Nosotros lo vamos a arreglar.
¡Salud!
Morgan alzó su vaso, lo hizo tintinear con el de Gösta y dio
un sorbo.
–Esto lo solucionamos nosotros. ¿No es así?
Se había separado de los otros al salir de la piscina y había
emprendido el camino a casa cuando oyó su voz desde fuera de la
escuela.
–Psst. ¡Oskar!
El entrenamiento había ido bien. No era tan enclenque como
creía, aguantaba más que otro par de chicos que ya habían ido
varias veces. Su preocupación por que el maestro fuera a
interrogarle por lo ocurrido en el hielo fue infundada. Sólo le
había preguntado:
–¿Quieres hablar de ello? Y cuando Oskar negó con la cabeza
fue suficiente. La piscina era otro mundo, distinto de la escuela.
El maestro era menos exigente y
los otros chicos no se metían con él. Lo cierto era que Micke
no se había presentado. ¿Tendría Micke miedo de él ahora? El pensamiento le daba vueltas.
Fue al encuentro de Eli. – Hola. – Buenas.
Sin decir nada al respecto, habían cambiado la fórmula de
saludo. Eli llevaba puesta una camisa a cuadros demasiado grande
para ella y parecía como… encogida de nuevo. La piel seca y la cara
más delgada. Ayer por la tarde ya había visto Oskar los primeros
cabellos blancos, y hoy tenía más.
Cuando estaba sana, a Oskar le parecía que era la chica más
bonita que había visto. Pero ahora… no se podía ni comparar. Nadie
tenía ese aspecto. Los enanos. Pero los enanos no eran tan
delgados, no había ninguno así. Daba las gracias porque ella no
hubiera aparecido cuando estaban los otros chicos.
–¿Qué tal? – preguntó Oskar. – Regular. – ¿Vamos a hacer
algo? – Pues claro. Fueron hacia casa, hacia el patio, el uno al
lado del otro. Oskar tenía un plan. Iban
a sellar un pacto. Si se asociaban, Eli se pondría bien. Una
idea sacada de la magia, inspirada en los libros que leía. Porque
la magia… la magia existe, claro que sí.
Aunque sólo sea un poco. Los que negaban la magia eran aquellos a
quienes les iba mal.
Entraron en el patio. Oskar rozó con la mano el hombro de
Eli. – ¿Vamos a mirar al cuarto de la basura? – Vaaale. Entraron
por el portal de Eli y Oskar abrió la puerta del sótano. – ¿No
tienes llaves del sótano? – preguntó él.
hielo. – ¡No! Tú… -Espera. ¿Sabes lo que hice? Tenía una
rama, una rama grande. Le di con ella a
Jonny en la cabeza con tanta fuerza que sangró. Tuvo una
conmoción cerebral, lo llevaron al hospital. Pero no me tiraron al
agua. Yo… lo golpeé. Se quedaron en silencio unos segundos. Luego
Eli dijo: -Oskar. – ¿Sí? – ¡Yupi!
Oskar se estiró hasta el interruptor de la luz, quería verle
la cara. Encendió. Ella le miró directamente a los ojos y Oskar vio
sus pupilas. Por unos instantes, antes de que se acostumbraran a la
luz, eran como esos cristales con los que estaban trabajando en
física, cómo se llamaban… elípticos.
Como los de los lagartos. No. Los de los
gatos. Los gatos.
Eli parpadeó. Las pupilas estaban normales de nuevo. – ¿Qué
pasa? – Nada. Ven… Oskar fue hasta el cuarto de la basura y abrió
la puerta. El saco estaba casi lleno,
hacía tiempo que no lo vaciaban. Eli se apretó a su lado y
rebuscaron en la basura. Oskar encontró una bolsa con botellas
vacías cuyos cascos podían dar algo de dinero. Eli, una espada de
juguete de plástico, la blandió en el aire y dijo:
–¿Vamos a mirar en los otros? – No, Tommy y los otros a lo
mejor están allí. – ¿Quiénes son? – Ah, unos chicos mayores que
tienen un cuarto en el que… se reúnen por las
tardes. – ¿Son muchos? – No, tres. La mayoría de las veces
sólo Tommy. – Y son peligrosos. Oskar se encogió de hombros. –
Entonces podríamos mirarlo.
–¿Qué pasa?
–Nada.
Abrió. Nada más entrar en el pasillo oyeron la música que
venía del trastero del sótano. Volviéndose,
susurró:
–¡Están aquí! Vámonos. Eli se detuvo,
olfateó.
–¿A qué huele?
Oskar comprobó que no se movía nadie al fondo del pasillo,
olisqueó. No notó nada aparte de los olores normales del sótano.
Eli dijo:
–A pintura. A pegamento.
Oskar olió de nuevo. Él no notaba nada, pero sabía de qué se
trataba. Cuando se volvió hacia Eli para llevársela fuera de allí
vio que ella estaba haciendo algo en la cerradura de la
puerta.
–Venga, vámonos. ¿Qué haces?
–Yo sólo…
Mientras Oskar abría la puerta del siguiente pasillo del
sótano, el camino de retirada, la puerta se cerró tras ellos. No
sonó como de costumbre. No hizo clic. Sólo un suave sonido
metálico. En el camino de vuelta hasta su
sótano Oskar le contó a Eli lo de que esnifaban pegamento; y lo
chiflados que se podían volver cuando esnifaban.
En su propio sótano se volvió a sentir seguro. Se puso de
rodillas y empezó a contar las botellas vacías que había en la
bolsa de plástico. Catorce cascos de cerveza y uno de alcohol que
no se podía devolver.
Cuando alzó la vista para contarle a Eli el resultado, la
muchacha estaba delante de él con la espada de plástico en alto a
punto de golpear. Acostumbrado como estaba a golpes fortuitos se
sobresaltó un poco, pero Eli farfulló algo y después bajó la espada
hasta el hombro de Oskar, diciendo con la voz más profunda que fue
capaz de poner:
–Con esto te nombro, vencedor de Jonny, caballero de
Blackeberg y de todos los territorios limítrofes como Vällingby…
mmm…
–Råcksta.
–Råcksta.
–¿Ångby, quizá?
–Ångby quizá.
Pero Eli era un monstruo terrible que devoraba bellas
vírgenes para el almuerzo, y era ella contra quien tenía que
combatir. Oskar dejó el cuchillo en la funda mientras luchaban,
gritaban y corrían entre los pasillos. En medio del juego sonó una
llave en la cerradura de la puerta del sótano.
Se escondieron rápidamente en una despensa donde apenas
tenían espacio para sentarse cadera con cadera, respirando profunda
y silenciosamente. Se oyó una voz de hombre.
–¿Qué estáis haciendo aquí abajo?
Oskar estaba sentado muy pegado a Eli. El pecho le
borboteaba. El hombre dio unos pasos ya dentro del
sótano.
Oskar y Eli contuvieron la respiración cuando el hombre se
paró a escuchar. Luego dijo:
–Demonio de chicos -y se fue de allí. Se quedaron en la
despensa hasta que estuvieron seguros de que el hombre había
desaparecido, luego salieron arrastrándose y, apoyados en la pared
de madera, echaron unas risitas. Tras un rato, Eli se tumbó en el
suelo de cemento todo lo larga que era y se quedó mirando al techo.
Oskar le dio en el pie.
–¿Estás cansada?
–Sí. Cansada.
Oskar sacó el cuchillo de la funda, lo miró. Era pesado,
bonito. Pasó el dedo con cuidado por la punta del filo, lo retiró.
Un pequeño punto rojo. Lo hizo de nuevo, más fuerte. Cuando apartó
el cuchillo apareció una perla de sangre. Pero no era así como
había que hacerlo.
–¿Eli? ¿Quieres hacer una cosa?
Ella seguía aún mirando al techo.
–¿El qué?
–¿Quieres… firmar un pacto conmigo?
–Sí.
Si ella hubiera preguntado que cómo, tal vez le hubiera
explicado lo que había pensado hacer antes de hacerlo. Pero ella
sólo dijo que sí. Que participaba, fuera lo que fuese. Oskar tragó
fuerte, cogió la hoja del cuchillo con el filo contra la palma y,
cerrando los ojos, lo deslizó por su mano. Un dolor punzante,
intenso. Jadeó.
¿Lo he hecho?
Eli levantó la cabeza.
–¿Qué haces?
Oskar tenía aún su mano delante de la cara y mirándosela
fijamente dijo:
–Esto es muy sencillo. Eli, no era nada…
Puso su mano sangrante delante de ella. Sus ojos se
agrandaron. Eli meneó con
fuerza la cabeza mientras se echaba para atrás,
alejándose.
–No, Oskar…
–¿Qué te pasa?
–Oskar, no.
–No duele casi nada.
Eli dejó de echarse para atrás, clavando la vista en la palma
de Oskar mientras seguía negando con la cabeza. Éste sujetaba con
la otra mano la hoja del cuchillo, se lo tendió con el mango por
delante.
–Tú sólo tienes que pincharte en el dedo o así. Y luego lo
mezclamos. Así sellaremos el pacto.
Eli no tomó el cuchillo. Oskar lo dejó en el suelo entre
ellos para poder recoger con la mano buena una gota de sangre que
caía de la herida.
–Venga, vamos. ¿No quieres?
–Oskar… no puede ser. Te contagiaría, tú…
–No se nota nada, esto…
Un fantasma se adueñó de la cara de Eli, transformándola en
algo tan diferente de la chica que él conocía que se olvidó de la
gota de sangre que caía de su mano. Parecía como si ahora ella
fuera el monstruo que había fingido ser cuando jugaban, y Oskar se
echó para atrás al tiempo que el dolor de su mano
aumentaba.
–Eli, qué…
Ella se levantó, puso las piernas debajo del cuerpo, estaba a
cuatro patas mirando fijamente la mano que sangraba, gateó un paso
hacia él. Se detuvo, apretó los dientes
y chilló:
–¡Vete de aquí!
A Oskar se le saltaron las lágrimas de
miedo.
–Eli, termina. Deja de jugar. Déjalo.
–¡Vete! Si no, morirás.
Oskar se levantó, reculó un par de pasos. Sus pies tropezaron
con la bolsa de las botellas vacías de manera que éstas cayeron
estrepitosamente. Se apretó contra la pared mientras Eli gateaba
hasta la pequeña mancha de sangre que había goteado de su
mano.
Cayó otra botella más, rompiéndose contra el cemento,
mientras Oskar permanecía arrimado contra la pared y sin quitarle
ojo a Eli, que sacaba la lengua y lamía el sucio suelo de cemento
en el sitio donde su sangre había caído.
Una botella tintineó débilmente y luego se paró. Eli lamía y
lamía el suelo. Cuando alzó la cabeza, tenía una mancha gris de
suciedad en la punta de la nariz.
–Vete… por favor… vete…
Después, el fantasma se posó de nuevo en su cara, pero antes
de que se adueñara totalmente de ella se levantó y echó a correr a
lo largo del pasillo del sótano, abrió la puerta de su portal y
desapareció.
Oskar se quedó allí con la mano herida bien apretada. La
sangre empezaba a manar por entre los dedos. Abrió la mano y miró
la herida. Era más profunda de lo que él había planeado, pero no
era peligroso, creía. La sangre empezaba ya a
coagularse.
Miró la mancha ahora pálida del suelo. Luego probó a lamer un
poco de sangre de la palma de su mano, escupió.
Iluminación nocturna.
Mañana por la mañana le iban a operar la boca y el cuello.
Quizá esperaban que saliera algo. Conservaba la lengua, podía
moverla dentro de la cavidad cerrada de la boca, chascar la
mandíbula superior con ella. A lo mejor iba a poder hablar de
nuevo, a pesar de que los labios habían desaparecido. Pero no
pensaba hablar.
Una mujer, él no sabía si era policía o enfermera, estaba
sentada en el rincón a unos metros de él leyendo un libro,
vigilándolo.
¿Ponen tantos recursos cuando se trata de
una persona normal-y-corriente que considera su vida
acabada?
Había comprendido que era valioso, que esperaban mucho de él.
Probablemente estarían en ese momento sentados rebuscando en viejos
archivos casos que esperaban poder solucionar con él como autor de
esos delitos. Había venido un policía por la mañana a tomarle las
huellas dactilares. No había opuesto resistencia. No tenía
importancia.
Lo único que le inquietaba era que a través de todo aquello
las personas consiguieran dar con Eli.
Las personas…
Le habían dejado notas en el buzón, lo habían
amenazado.
Alguien que trabajaba en Correos y vivía en esa urbanización
había soplado a los otros vecinos qué tipo de correo y qué tipo de
películas recibía.
Pasaron unos meses antes de que fuera despedido de su trabajo
en la escuela. No podían tener a alguien así entre los niños. Se
había ido voluntariamente, pese a que probablemente podía haber
llevado el asunto al sindicato.
No había hecho absolutamente nada en
la escuela, tan tonto no era.
La campaña contra él cobró luego mayor intensidad y, al
final, una noche alguien había lanzado una bomba incendiaria por la
ventana de su cuarto de estar. Salió corriendo al jardín en
calzoncillos y se quedó parado, mirando, mientras su vida se
quemaba.
La investigación del caso se alargó tanto que no pudo cobrar
nada de la empresa aseguradora. Con sus escasos ahorros había
tomado el tren y alquilado una habitación en Växjö. Allí había
empezado a cavarse su propia tumba.
Bebía hasta tal extremo que se emborrachaba con lo que
pillara. Alcohol de uso cosmético, alcohol de quemar. Robaba polvos
para fabricar vino al instante y levadura en las tiendas de
pintura, se lo bebía todo antes de que hubiera siquiera
fermentado.
Estaba fuera de casa todo lo que podía, de alguna manera
quería que «las personas» lo vieran morir, día a
día.
En mitad de la borrachera se volvió algo imprudente, metía
mano a los chicos jóvenes, le pegaban, acababa en la comisaría.
Pasó tres días en prisión preventiva y vomitó hasta los bofes. Lo
soltaron. Continuó bebiendo.
Una tarde, cuando Håkan estaba sentado en un banco a la
entrada de un parque de juegos, con una botella de vino fermentado
a medias en una bolsa de plástico, llegó Eli y se sentó a su lado.
En mitad de la borrachera, Håkan había puesto casi al momento la
mano en los muslos de Eli. La muchacha había consentido que la mano
siguiera allí, había cogido la cabeza de Håkan entre sus manos, la
había vuelto hacia ella y le había dicho:
–Tú vas a estar conmigo.
Håkan farfulló algo acerca de que no tenía dinero para tanta
belleza en aquel momento, pero que cuando la situación económica se
lo permitiera…
–Tú no entiendes. Escucha: vas a dejar de beber ya. Vas a
estar conmigo. Me vas a ayudar. Te necesito. Y yo te voy a ayudar a
ti.
Después Eli le había dado la mano, que Håkan tomó, y se
habían ido juntos.
Dejó de beber y entró al servicio de Eli.
Ésta le dio dinero para comprarse ropa y para alquilar otro
piso. Él lo hizo todo sin pararse a pensar si Eli era «mala» o
«buena» o cualquier otra cosa. Era guapa, y le había devuelto su
dignidad. Y en momentos excepcionales le había dado…
ternura.
Oía cómo la vigilante volvía las hojas del libro que estaba
leyendo. Probablemente alguna novela de kiosco. En La República de Platón «los guardianes» tenían que
ser los más sabios de entre la gente. Pero esto era Suecia en 1981
y aquí leerían probablemente a Jan Guillou.
El hombre del agua, el hombre al que había hundido en el
agua. Una torpeza, claro. Tenía que haber actuado como Eli le había
dicho y haberlo enterrado. Pero nada en ese hombre podía llevarles
tras la pista de Eli. Las marcas del mordisco en el cuello les
parecerían extrañas, pero querrían pensar que se había desangrado
en el agua. Las ropas del hombre estaban…
¡El jersey!
El jersey de Eli que Håkan había encontrado sobre el cuerpo
del hombre cuando llegó para hacerse cargo de él. Debía habérselo
llevado a casa, haberlo quemado, cualquier otra
cosa.
En vez de eso lo había metido en la manga de la cazadora del
hombre.
¿Cómo lo interpretarían? Un jersey de niño manchado de
sangre. ¿Cabía la posibilidad de que alguien hubiera visto a Eli
con ese jersey? ¿De que alguien pudiera reconocerlo? ¿Si lo
mostraban en el periódico, por ejemplo? Alguien a quien Eli hubiera
encontrado antes, alguien que…
Oskar. El chico del patio.
El cuerpo de Håkan se revolvió inquieto en la cama. La
vigilante dejó el libro, lo miró.
–Nada de tonterías ahora.
Eli cruzó la calle Björnsonsgatan, siguió por el patio entre
los edificios de nueve alturas, dos faros monolíticos sobre los
agazapados edificios de tres alturas que había alrededor. No había
nadie en el patio, pero salía luz de las ventanas de la sala de
gimnasia; Eli trepó por la escalera de incendios y miró hacia
dentro.
Algunas mujeres tenían sobrepeso y sus abundantes pechos
botaban bajo los jerséys como si fueran alegres pelotas de jugar a
los bolos. Las mujeres saltaban y botaban, levantando tanto las
rodillas que la carne temblaba en los pantalones demasiado
estrechos. Se movían en círculo, daban palmadas, volvían a saltar.
Todo mientras la música seguía machacando. Sangre caliente y llena
de oxígeno fluía a través de sus músculos
sedientos.
Pero eran demasiadas.
Eli saltó de la escalera de incendios, aterrizó suavemente
sobre el suelo helado, siguió dando la vuelta al polideportivo y se
paró fuera del edificio de la piscina.
Las grandes ventanas de cristales esmerilados reflejaban
rectángulos de luz sobre la capa de nieve. En cada ventana grande
había otra más pequeña, alargada, de cristal normal. Eli saltó y se
colgó con las manos del borde del tejado, miró hacia dentro. Todo
el recinto estaba vacío. La superficie de la piscina brillaba a la
luz de los tubos fluorescentes. Había algunas pelotas flotando en
el agua.
Bañarse. Chapotear.
Jugar.
Eli se balanceaba de un lado a otro, como un péndulo oscuro.
Mirando las pelotas, viéndolas volar lanzadas por los aires, risas
y gritos y el agua salpicando. Soltó las manos del borde del
tejado, cayó y, conscientemente, se dejó aterrizar tan fuerte que
se hizo daño; siguió por el patio de la escuela, se paró debajo de
un árbol al lado del camino. Oscuro. No había nadie. Miró hacia la
copa del árbol, a lo largo de los cinco, seis metros de tronco
liso. Se quitó los zapatos. Se imaginó otras manos, otros
pies.
Ya apenas le dolía, sentía sólo como un cosquilleo, una
descarga eléctrica a través de los dedos de las manos y de los pies
cuando se afilaban, se transformaban. Le crujían los huesos de los
dedos cuando se estiraban, atravesando la piel ablandada de las
puntas, transformándose en largas y curvadas garras. Lo mismo
sucedía con los dedos de los pies.
Eli saltó un par de metros hacia arriba, hasta el tronco del
árbol, clavó las garras y siguió trepando hasta una rama gruesa que
colgaba sobre el camino. Enroscó las garras de los pies alrededor
de la rama y se quedó quieta, sentada.
Sintió la dentera en la raíz de los dientes cuando los
imaginó afilados. Las coronas se arquearon hacia fuera, una lima
invisible los pulía, se volvieron puntiagudos. Eli se mordió con
cuidado el labio inferior, una hilera de agujas en forma de media
luna que a punto estuvieron de pincharle la piel.
Sólo tenía que esperar.
Sólo Virginia había bebido con moderación, ya que tenía que
levantarse para ir a trabajar al día siguiente. También parecía que
era la única que notaba el olor del cuarto. Al aire, que ya
apestaba a pis de gato y a falta de ventilación, se añadía ahora el
humo del tabaco, los vahos del alcohol y el sudor de seis
cuerpos.
Lacke y Gösta estaban todavía sentados uno a cada lado de
ella en el sofá, ya casi fuera de juego. Gösta acariciaba al gato
que tenía en las rodillas, un gato que bizqueaba, lo que hizo que Morgan rompiera a reírse
a carcajadas con tal vehemencia que se golpeó la cabeza contra la
mesa y tuvo que tomar un trago de alcohol puro para acallar el
dolor.
Lacke no habló mucho. No hacía más que estar sentado, mirando
fijamente al frente mientras los ojos se le iban cubriendo primero
de vaho, luego de neblina, después de niebla espesa. Sus labios se
movían de vez en cuando sin emitir ningún sonido, como si
conversara con un fantasma.
Virginia se levantó y fue hasta la ventana.
–¿Puedo abrir?
Gösta negó con la cabeza.
–Los gatos… pueden… saltar fuera.
–Yo estaré aquí para vigilarlos.
Gösta seguía negando con la cabeza por pura inercia y
Virginia abrió la ventana. ¡Aire! Tomó con avidez un par de
bocanadas de aire no contaminado y se sintió mejor al instante.
Lacke, que se había ido cayendo de lado en el sofá cuando le faltó
el apoyo de Virginia, se enderezó y dijo en voz
alta:
–¡Un amigo! ¡Un amigo… de verdad!
Murmullo aprobatorio en el cuarto. Todos comprendieron que se
refería a Jocke. Larry, mirando fijamente el vaso vacío que
sujetaba en la mano, continuó:
–Tienes un amigo… que nunca te falla. Y eso es lo que más vale. ¿Me estáis escuchando? ¡Lo que más!
Y que sepáis que Jocke y yo éramos… eso.
Apretó el puño con fuerza agitándolo delante de la
cara.
–Y eso no puede sustituirlo nada. ¡Nada! Vosotros no estáis más que aquí susurrando
que «qué tío más majo» y así, pero es que vosotros… vosotros estáis
vacíos. ¡Como cáscaras! Yo ya no tengo a
nadie ahora que Jocke… ha muerto. Nadie. Así que no me habléis de pérdida, no me
habléis de…
–Lacke…
–¡No! ¡No vengáis ahora… «Lacke, Lacke»… esto es así y se
acabó! Pero tú no lo entiendes. Tú eres… fría. Te vas a la ciudad y
eliges algún camionero o lo que sea, te lo traes a casa y le dejas
que te joda cuando ya no aguantas más. Eso es lo que tú haces. La
puta caravana de camioneros que te habrás tirado. Pero un amigo… un
amigo…
Virginia se levantó con lágrimas en los ojos, le dio una
bofetada a Lacke y se fue del piso. Lacke se cayó en el sofá
golpeándole el hombro a Gösta. Gösta murmuró:
–La ventana, la ventana… Morgan la cerró,
dijo:
–Vaya, Lacke. Bien hecho. No volverás a verla más, seguro.
Lacke se levantó, con las piernas que apenas lo sostenían avanzó
hasta Morgan, que estaba de pie mirando por la
ventana:
–Joder, no quería decir…
–No, no. Mejor se lo dices a ella.
Morgan señaló hacia abajo, hacia la calle, donde Virginia
acababa de salir del portal y se dirigía con paso rápido y la
mirada gacha hacia abajo, hacia el parque. Lacke oyó lo que había
dicho. Sus últimas palabras permanecían como un eco dentro de su
cabeza. ¿He dicho eso yo? Dio la vuelta y se apresuró hacia la
puerta.
–Sólo tengo que…
Morgan asintió.
–No te entretengas. Salúdala de mi parte.
Lacke bajó corriendo las escaleras tan rápido como sus
piernas temblorosas podían. Las escaleras moteadas eran como una
película ante sus ojos y la barandilla se deslizaba tan deprisa que
le escocía la mano por el calor de la rozadura. Tropezó en uno de
los descansillos, se cayó y se dio un buen golpe en el codo. El
brazo se le calentó y se le quedó como paralizado. Se levantó y
siguió dando traspiés escalera abajo. Acudía en auxilio para salvar
una vida: la suya.
Virginia pasó los edificios altos, iba parque abajo, sin
mirar atrás.
Lloraba con hipo, casi corriendo como para dejar atrás las
lágrimas. Pero la seguían, le arrasaban los ojos y caían como
goterones por las mejillas. Los tacones se clavaban en la nieve,
sonaban contra el pavimento de asfalto del camino del parque.
Llevaba los brazos cruzados, abrazándose.
Ábrete a una persona y te hará
daño.
No le faltaban motivos para que sus relaciones fueran cortas.
No se abría. De hacerlo, había muchas más posibilidades de que la
dañaran. Debía consolarse. Se puede vivir con angustia mientras
ésta tenga sólo que ver con una misma, mientras no haya
esperanza.
Sin embargo había confiado en Lacke. En que algo podría
crecer poco a poco. Y al final, un día… ¿Qué? Se aprovechaba de su
comida y de su calor, pero en realidad no significaba nada para él.
Caminó encogida a lo largo del camino del parque, cobijando
su pena. Iba con la espalda encorvada y era como si tuviera allí un
demonio que le fuera susurrando cosas terribles al
oído.
Nunca más. Nada.
Justo cuando empezaba a imaginarse qué aspecto tendría ese
demonio, cayó sobre ella.
Un peso grande se posó en su espalda y cayó de lado sin
tiempo de poner las manos. Su mejilla chocó contra la nieve y las
lágrimas se convirtieron en hielo. El peso seguía
allí.
Por un momento creyó que se trataba realmente del demonio de
la pena que había tomado forma y caído sobre ella. Luego llegó el
dolor del desgarro en el cuello cuando unos dientes afilados se le
clavaban en la piel. Consiguió ponerse en pie de nuevo, dando
vueltas, intentando quitarse de encima aquello que tenía en la
espalda.
Había algo que le mordía la nuca, el cuello, un chorro de
sangre se escurría entre sus pechos. Gritó como una loca e intentó
quitarse aquel animal de la espalda a empujones, continuó gritando
mientras volvió a caer en la nieve.
Hasta que algo duro le tapó la boca. Una
mano.
En la mejilla, una garra que se clavaba más y más en la carne
blanda… hasta llegar al hueso del pómulo.
Los dientes dejaron de triturar y oyó un sonido como cuando
se sorbe con una paja lo último del vaso. Le cayó un líquido en los
ojos y no supo si eran lágrimas o sangre.
Cuando Lacke salió del edificio alto, Virginia no era más que
una figura oscura que se movía a lo lejos en el camino del parque,
en dirección a la calle Arvid Mörnes. Le oprimía el pecho tras la
carrera por las escaleras y el dolor del codo se extendía hasta el
hombro. Pese a todo, iba corriendo. Corría cuanto podía. Se le
empezó a despejar la cabeza con el aire fresco, y el miedo a
perderla lo impulsaba.
Justo cuando iba a gritar vio cómo del árbol caía una sombra
sobre Virginia, se posaba en ella y la hacía caer al suelo. El
grito se quedó en silbido y echó a correr hacia allí. Quería
gritar, pero no tenía aire suficiente como para correr y gritar al
tiempo.
Corrió.
Delante de él Virginia se levantaba con un gran fardo en la
espalda, girando como si tuviera una joroba enloquecida, y volvió a
caer.
No tenía ningún plan, ninguna idea. Sólo ésta: llegar hasta
Virginia y quitarle aquello de la espalda. Estaba tendida en la
nieve al lado del camino con esa masa negra agitándose sobre
ella.
Llegó y empleó las fuerzas que le quedaban en dar una patada
directamente al bulto negro. Su pie chocó con algo duro y oyó un
crujido como cuando el hielo se rompe. El bulto negro cayó de la
espalda de Virginia, aterrizó a su lado.
Virginia no se movía, había manchas oscuras en la nieve. El
bulto negro se levantó.
Un niño.
Lacke se quedó mirando el más dulce de los rostros infantiles
enmarcado por una orla de cabellos negros. Un par de ojos grandes,
negros, se cruzaron con los de Lacke.
El niño se puso a cuatro patas como un felino, dispuesto a
atacar. Su cara se transformó cuando abrió los labios y Lacke pudo
ver la hilera de dientes afilados brillando en la
oscuridad.
Hubo un par de respiraciones jadeantes. El niño seguía a
cuatro patas y Lacke pudo observar entonces que sus pies eran
garras, nítidamente perfiladas contra la nieve.
Entonces una mueca de dolor cruzó la cara del pequeño, se
puso de pie y echó a correr en dirección a la escuela con pasos
largos y rápidos. Unos segundos después se deslizó en las sombras y
desapareció.
Lacke se quedó allí parpadeando para evitar que el sudor le
entrara en los ojos. Luego se tiró al suelo al lado de Virginia.
Vio la herida. Toda la parte posterior de la cabeza estaba rajada,
hilillos negros que subían hasta la raíz del pelo y caían por la
espalda. Se quitó la cazadora, se quitó el jersey que llevaba
debajo, lo arrebujó como una pelota y lo apretó contra la
herida.
–¡Virginia! ¡Virginia! Querida, amada…
Por fin pudo soltar aquellas palabras.
Los últimos tres años le habían dejado viajar solo en el
autobús. Esta vez su madre ni siquiera lo había acompañado hasta la
Escuela Técnica Superior, desde donde salían los autobuses. Ya era
un chico mayor, con su propia tarjeta prepago para el metro en la
cartera.
En realidad tenía la cartera sólo para llevar la tarjeta,
pero ahora, además, guardaba allí veinte coronas para golosinas y
cosas así, y las notas de Eli.
Oskar se tocó la venda de la mano. No quería volver a verla.
Era repulsiva. Lo que había ocurrido en el sótano había sido como
si… Ella mostrara su verdadero
rostro.
… había algo en ella, algo que era… Lo Terrible. Todo aquello
de lo que uno debe cuidarse. Grandes alturas, fuego, cristales en
la hierba, serpientes. Todo aquello de lo que su madre se esforzaba
tanto en protegerlo.
Quizá fuera por eso por lo que no había querido que Eli y su
madre se conocieran. Su madre se habría dado cuenta de inmediato,
le habría prohibido acercarse a ello. A Eli.
El autobús salió de la autopista, torció hacia abajo, hacia
Spillersboda. Aquél era el único que iba hacia Rådmanså, por eso
tenía que ir dando rodeos para pasar por tantos pueblos como fuera
posible. El vehículo atravesó un paisaje montañoso con pilas de
tablas amontonadas en el Aserradero de Spillersboda, hizo un giro
brusco y a punto estuvo de deslizarse cuesta abajo contra el
muelle.
No se había quedado a esperar a Eli el viernes por la
tarde.
En lugar de eso, cogió su trineo y fue a deslizarse solo por
la Cuesta del Fantasma. Su madre se enfadó con él porque se había
quedado en casa todo el día, sin ir a la escuela, resfriado, pero
Oskar le dijo que ya se encontraba mejor.
Fue hacia el Parque Chino con el trineo a la espalda. La
Cuesta del Fantasma empezaba cien metros más allá de la última
farola del parque, cien metros de oscuro bosque. La nieve crujía
bajo sus pies. El absorbente susurro del bosque, como un aliento.
La luz de la luna se filtraba hasta el suelo y entre los árboles
parecía un entramado de sombras en el que hubiera figuras sin
rostro esperando, moviéndose hacia delante y hacia
atrás.
Al final de la cuesta brillaban algunas luces del club
náutico de la Ensenada de Kvarnviken. Oskar se desplazó unos
centímetros más hacia delante, el desnivel hizo el resto y el
trineo empezó a deslizarse. Agarraba el volante con fuerza, quería
cerrar los ojos pero no se atrevía, porque entonces podía salirse
de la pista, caer por el abrupto precipicio contra la Casa del
Fantasma.
Corría cuesta abajo, un proyectil de nervios y músculos
tensos. Más y más rápido. De la Casa del Fantasma salían brazos
deformados que, cubiertos de nieve en polvo, le tiraban del gorro,
le rozaban las mejillas.
Puede que no fuera más que una ráfaga de viento, pero en la
parte baja de la cuesta se topó con una maraña transparente y
viscosa que estaba atravesada y bien tensada en medio de la pista,
como tratando de detenerlo. Pero iba demasiado
rápido.
El trineo atravesó la maraña, que se quedó pegada a la cara y
al cuerpo de Oskar, luego dio de sí, se estiró hasta romperse y
cruzó a través de ella.
En la ensenada de Kvarnviken brillaban las luces. Sentado en
su trineo miraba el lugar donde el día antes por la mañana había
derribado a Jonny. Se volvió. La Casa del Fantasma era una fea
gualdrapa de chapa.
Tirando del trineo subió de nuevo la cuesta. Se lanzó. Arriba
de nuevo. Abajo. No podía dejarlo. Y siguió tirándose. Se estuvo
deslizando hasta que su cara se convirtió en una máscara de
hielo.
Luego se fue a casa.
No había dormido más de cuatro o cinco horas aquella noche,
tenía miedo de que llegara Eli por lo que se vería obligado a
decir, a hacer, si ella se presentaba: rechazarla. Por eso se había
quedado dormido en el autobús hacia Norrtälje y no se había
despertado hasta que llegaron. En el autobús de Rådmansö se mantuvo
despierto, jugando al juego de recordar todo lo que pudiera a lo
largo del recorrido.
Ahí delante tiene que aparecer enseguida
una casa pintada de amarillo con un molino de viento en el
césped.
Una casa pintada de amarillo con un molino de viento nevado
pasó por la ventana. Y así. En Spillersboda se subió una chica al
autobús. Oskar se agarró al asiento de delante. Se parecía un poco
a Eli, pero por supuesto no era ella. La chica se sentó un par de
asientos delante de Oskar. Él se quedó mirándole la
nuca.
¿Qué es lo que le
pasa?
Que nunca saliera de día.
Que pudiera ver en la oscuridad, cosa
que él sabía de sobra que podía hacer.
Además de un montón de cosas: la manera de hablar, el cubo,
la agilidad, cosas que sin duda podían
tener una explicación natural… pero es que, además, estaba la forma
en que había chupado su sangre del suelo, y lo que realmente le
congelaba las entrañas cuando pensaba en ello:
¿Puedo entrar? Dime que puedo entrar.
Que necesitara una invitación para poder entrar en su
habitación, en su cama. Y él la había invitado. Una vampira. Un ser
que vivía de la sangre de los demás. Eli. No había ni una sola persona a quien pudiera contárselo. Nadie
le creería. Y si alguien, pese a todo, le creyera, ¿qué
pasaría?
Oskar vio ante sí una multitud de hombres que cruzaban el
arco de entrada a Blackeberg, donde él y Eli se habían abrazado,
con estacas afiladas en las manos. Entonces sintió miedo por Eli,
no quería volver a verla, pero aquello no
quería que ocurriera.
Tres cuartos de hora después de que se subiera al autobús en
Norrtälje llegó a Södersvik. Tiró de la cuerda y la campanilla sonó
delante, al lado del conductor. El autobús se paró justo ante la
tienda y Oskar tuvo que esperar a que bajara primero una señora
mayor a la que conocía pero de la que ignoraba su
nombre.
Su padre estaba al pie de la escalera, asintió con la cabeza
y dijo: «Hum» a la señora mayor. Oskar bajó del autobús, se quedó
un momento parado delante de su padre. La última semana habían
sucedido cosas que le hacían sentirse mayor. No adulto, pero sí más
mayor. Eso se le vino abajo cuando estuvo ante su
padre.
Su madre aseguraba que su padre era infantil de una forma
equivocada. Inmaduro, incapaz de asumir responsabilidades. Bueno,
ella decía también cosas buenas de él, pero aquello era un escollo
constante. La inmadurez.
Para Oskar, su padre allí, extendiendo los brazos, era la
imagen del adulto. Y Oskar cayó en esos brazos.
Su padre olía diferente a todas las demás personas de la
ciudad. En su viejo chaleco Helly Hansen remendado con cinta de
velero había siempre la misma mezcla de madera, pintura, metal y,
sobre todo, aceite. Ésos eran sus olores, pero Oskar no pensaba en
ello de aquella manera. Era sencillamente «el olor de su padre». Le
gustaba aquel olor y aspiró profundamente por la nariz mientras
hundía la cara en el pecho de su padre.
–Sí, hola.
–Hola, papá.
–¿Ha ido bien el viaje?
–¡Huy! No me digas.
–Sólo es una broma.
–Ya, ya. Bueno. Pero yo me acuerdo de que una
vez…
Mientras iban hacia la tienda su padre empezó a contar la
historia de cómo una vez atropelló a un alce con un camión. Oskar,
que ya había oído la historia antes, asentía de vez en cuando
mirando a su alrededor.
La tienda de Södervik tenía el mismo aspecto sucio de
siempre. Los rótulos y banderines que se habían quedado allí a la
espera del próximo verano hacían que todo el lugar se asemejara a
un puesto de helados desmesurado. La gran carpa detrás de la
tienda, donde vendían herramientas para el jardín, muebles para
exteriores y cosas por el estilo, tenía el acceso cerrado con unas
cuerdas porque ya no era temporada.
En verano, la población de Södervik se multiplicaba por
cuatro. Toda la zona alrededor de la ensenada de Norrtälje, la isla
de Lågarö, era un hormiguero de casitas de verano y segundas
residencias, y aunque los buzones abajo, hacia la isla de Lågarö,
colgaban en hileras dobles de treinta casilleros en cada una, el
cartero no tenía que ir casi nunca allí en esta época del año. No
había nadie, no había correo.
Justo cuando llegaron hasta la moto, su padre terminó de
contar la historia del alce.
–… así que tuve que darle un golpe con una palanqueta que
tenía para abrircajones y esas cosas. Justo entre los ojos. Él se
tambaleó así y… bueno. No, no fue tan agradable.
–No. Claro.
Oskar se montó sobre el portaequipajes delantero, puso las
piernas debajo. Su padre rebuscó en el bolsillo del chaleco, sacó
un gorro.
–Toma. Que se quedan un poco frías las
orejas.
–No, si tengo.
Oskar sacó su propio gorro, se lo puso. Su padre se volvió a
guardar el otro en el bolsillo.
–¿Y tú? Que se quedan un poco frías las
orejas.
Su padre se rió.
–No, yo estoy acostumbrado.
Eso ya lo sabía Oskar. Sólo quería chincharle un poco. No
podía recordar haber visto nunca a su padre con gorro. Si hacía
frío de verdad y soplaba el viento podía ponerse una especie de
gorra de piel de oso con orejeras que él llamaba «la herencia»,
pero nada más.
Segunda. Tercera. La moto fue cogiendo velocidad mientras
cruzaban el pueblo. Oskar iba sentado como un sastre sobre el
ruidoso portaequipajes. Se sentía como el rey de todos los reinos
de la tierra y habría podido seguir viajando
eternamente.
Se lo había explicado un médico. Los gases que había aspirado
le habían quemado las cuerdas vocales y lo más probable era que no
pudiera volver a hablar normal. Una nueva operación podría
devolverle la capacidad de producir sonidos vocálicos, pero como
incluso la lengua y los labios estaban gravemente afectados, serían
necesarias nuevas operaciones para restablecer la posibilidad de
reproducir las consonantes.
Como viejo profesor de sueco, Håkan no podía dejar de
maravillarse con aquel pensamiento: producir la voz por vía
quirúrgica.
Sabía bastante de fonemas y de las mínimas unidades del
idioma, comunes a muchas culturas, pero nunca se había parado a
pensar en las herramientas propias de éste -paladar, labios,
lengua, cuerdas vocales- de aquella manera. Tallar el idioma con el
bisturí a partir de una materia prima informe, como salían las
esculturas de Rodin del mármol bruto.
Y, pese a todo, carecía totalmente de sentido. No pensaba
hablar. Además, sospechaba que el médico le había hablado de
aquella manera por alguna razónespecial. Él era lo que llaman una
persona propensa al suicidio, por lo que era importante inculcarle
una especie de concepción lineal del tiempo. Devolverle la idea de
la vida como un proyecto, como un sueño de futuras
conquistas.
Pero él no la compraba.
Si Eli lo necesitaba, podía pensar en vivir. Si no, no. Nada
hacía pensar que Eli lo necesitara.
Pero ¿cómo habría podido Eli ponerse en contacto con él en
este sitio?
Por las copas de los árboles fuera de la ventana suponía que
se encontraba en los pisos de arriba.
Además, bien vigilado. Aparte del médico y las enfermeras
había siempre, al menos, un policía cerca. Eli no podía llegar
hasta él y él no podía llegar hasta Eli. La idea de fugarse, de
ponerse en contacto con Eli por última vez se le había pasado por
la cabeza. Pero ¿cómo?
La operación de garganta había hecho que pudiera respirar de
nuevo, ya no necesitaba estar conectado a un respirador. Sin
embargo, la comida no la podía tomar por la vía normal (aquello
también lo iban a arreglar, según le había asegurado el médico). El
tubo del goteo se movía continuamente de acá para allá dentro de su
campo visual. Si lo arrancaba, probablemente empezaría a pitar en
algún sitio, y además veía también sumamente mal. Escaparse rozaba
lo impensable.
Los cerró.
La puerta de su habitación se abrió. Tocaba otra vez.
Reconoció la voz. El mismo hombre que las otras
veces.
–Bueno, bueno -saludó el hombre-. Dicen que de todas formas
no podrás hablar durante algún tiempo. Es una lástima. Pero el caso
es que sigo empeñado en que, pese a todo, tú y yo podríamos
comunicarnos si tú pusieras un poco de tu parte.
Håkan trató de recordar lo que decía Platón en La República acerca de los asesinos y de los
violentos, cómo había que actuar con ellos.
–Bueno, ya puedes también cerrar los ojos. Eso está bien.
¿Oye? ¿Y si empiezo a ser algo más concreto? Porque me pega a mí
que tú a lo mejor crees que no vamos a
poder identificarte. Pero lo vamos a hacer. Tenías un reloj de
pulsera del que seguramente te acordarás. Por suerte se trataba de
un reloj viejo con las iniciales del fabricante, el número de serie
y todo. Daremos con él en un par de días, de una u otra forma. Una
semana quizá. Y hay más cosas.
»Te encontraremos, eso tenlo por seguro.
»Así que… Max. No sé por qué te quiero llamar Max. Es sólo
provisionalmente. ¿Max? ¿Querrías ayudarnos un poco? Si no,
tendremos que hacerte una fotografía y quizá publicarla en los
periódicos y… bueno, ya sabes. Será más lioso. Cuánto más sencillo
si tú hablases… o algo… conmigo ahora.
»Tenías un papel con el código de Morse en el bolsillo.
¿Sabes el alfabeto Morse? Porque en ese caso podemos comunicarnos
dando golpecitos.
Håkan abrió el ojo, miró en dirección a las dos manchas
oscuras dentro del óvalo blanco y borroso que era la cara del
hombre. Éste decidió obviamente interpretarlo como una invitación y
siguió:
–Luego está ese hombre del agua. Está claro que no fuiste
tú el que lo mató, ¿verdad? Los patólogos
dicen que las marcas de las mordeduras probablemente hayan sido
hechas por un niño. Y ya hemos recibido una
denuncia, algo en lo que lamentablemente no puedo entrar en
detalles, pero… pero creo que estás protegiendo a alguien. ¿Es así?
Levanta la mano si es así.
Håkan cerró el ojo. El policía lanzó un
suspiro.
–De acuerdo. Entonces dejaremos que la investigación siga su
curso, pues. ¿No quieres decirme algo antes de que me
vaya?
El policía estaba a punto de levantarse cuando Håkan alzó una
mano. El policía se volvió a sentar. Håkan levantó la mano más
alto. Y le dijo adiós con ella.