Nueve

—¡Mire! —gritó Andros a Jessica por encima del rugido de la hélice del helicóptero—. Ahí está Zenas.

Ella se inclinó hacia delante para ver con ansiedad cómo el pequeño punto que se destacaba en el azul del mar Egeo crecía y se acercaba a ellos a toda velocidad; de repente, ya no se hallaban sobre el mar, sino sobrevolando las agrestes y áridas colinas, por cuya superficie se deslizaba la sombra del helicóptero como si de un mosquito gigante se tratase.

Jessica miró de soslayo a Nikolas, que estaba a cargo de los mandos del aparato, pero él ni siquiera se inmutó. Ella habría deseado que le sonriera, que le mostrara los puntos más destacados de la isla, pero fue únicamente Andros quien le posó la mano en el brazo y le señaló la casa a la que se aproximaban.

Era una casa inmensa, construida sobre el borde del acantilado, con una terraza de losas de piedra que abarcaba tres de las caras de la estructura. La casa, de tejado rojizo y fachada blanca, descansaba entre las frescas sombras de los naranjos y los limoneros.

Al mirar hacia abajo, Jessica pudo ver las diminutas figuras que salían de la casa y se dirigían hacia la pista de aterrizaje, situada a la derecha de la construcción, sobre la cima de una pequeña colina. Un sendero pavimentado conectaba la casa con la pista, aunque Nikolas le había dicho a Jessica que en la isla sólo había un vehículo con motor, un viejo Jeep del ejército propiedad del alcalde.

Nikolas hizo aterrizar el helicóptero con tanta suavidad que Jessica no notó ni la menor sacudida; detuvo el motor y se quitó el casco. Finalmente, se giró hacia Jessica con expresión torva y seria.

—Vamos —dijo en francés—. Te presentaré a mi madre. Y recuerda, Jessica..., no debes hacer nada que pueda disgustarla.

Abrió la puerta y se apeó del helicóptero, agachando la cabeza contra el viento levantado por las hélices, que aún no se habían detenido por completo. Jessica respiró hondo para calmar su corazón acelerado, y Andros le dijo en tono quedo:

—No se preocupe. Mi tía es una mujer muy amable; Nikolas no se parece a ella en absoluto. Es la viva imagen de su padre y, como su padre antes que él, muestra una actitud muy protectora hacia mi tía.

Jessica le dirigió una sonrisa agradecida; luego Nikolas la llamó con impaciencia y ella se bajó del helicóptero aferrándose desesperadamente a la mano que él le había tendido para ayudarla. Nikolas arrugó un poco la frente al notar la frialdad de sus dedos y después la condujo hacia el grupo de personas que se había reunido junto a la pista de aterrizaje.

Una mujer menuda, con el porte erguido de una reina, dio un paso hacia ellos. Seguía siendo guapa pese a su cabello blanco, que llevaba peinado con elegancia, y sus ojos azules eran francos y directos como los de un niño. Dirigió a Jessica una mirada penetrante, directamente a los ojos, y después se giró con rapidez hacia su hijo.

Nikolas se inclinó para depositarle un cariñoso beso en la sonrosada mejilla, y luego le posó otro en los labios.

—Te he echado de menos, maman—dijo abrazándola.

—Yo a ti también —respondió ella con dulzura—. Me alegro mucho de que hayas vuelto.

Sin dejar de abrazar a su madre, Nikolas llamó a Jessica, advirtiéndole con la mirada que se comportase con corrección.

—Maman, quisiera presentarte a mi prometida, Jessica Stanton. Jessica, te presento a mi madre, Madelon Constantinos.

—Celebro conocerla al fin —murmuró Jessica mientras miraba sus claros ojos tan valerosamente como le era posible, y descubrió asombrada que la señora Constantinos y ella tenían casi la misma estatura. La anciana parecía tan frágil que comparada con ella Jessica se había sentido como una amazona. En ese instante, sin embargo, constató mientras la miraba que los ojos de ambas quedaban a la misma altura, lo cual fue toda una sorpresa.

—Yo también me alegro de conocerla —dijo la señora Constantinos, separándose de Nikolas para rodear a Jessica con sus brazos y darle un beso en la mejilla—. ¡Desde luego, me sorprendí mucho cuando Nikolas me telefoneó para comunicarme sus intenciones! Fue algo... inesperado.

—Sí, fue una decisión repentina —convino Jessica, aunque se descorazonó al percibir el tono frío de la anciana. Era evidente que no estaba nada contenta con la mujer que su hijo había elegido como esposa. Pese a todo, Jessica logró esbozar uña trémula sonrisa, y la señora Constantinos tenía unos modales demasiado exquisitos como para manifestar más abiertamente su disgusto. Había hablado en un excelente inglés, arrastrando levemente las palabras, con un acento que sólo podía haber aprendido de Nikolas; no obstante, cuando se giró para presentarle a Jessica a los demás, cambió al francés y al griego. Jessica no entendía una sola palabra de griego, pero casi todos hablaban un poco de francés.

Le presentó a Petra, una mujer alta y corpulenta de cabello y ojos negros. Tenía la clásica nariz griega y un radiante rostro risueño. Era el ama de llaves y la acompañante personal de la señora Constantinos; ambas habían estado juntas desde que la señora Constantinos llegó a la isla. La corpulenta mujer poseía una elegancia y un orgullo natural que la hacían parecer hermosa, pese a sus proporciones casi masculinas; sus ojos emitieron un brillo maternal ante el miedo y el nerviosismo apenas disimulados que se reflejaban en el semblante de Jessica.

La otra mujer era baja y regordeta, con la cara más redonda y amable que Jessica recordaba haber visto nunca. Era Sophia, la cocinera; le dio a Jessica una afectuosa palmadita en el brazo, lista para aceptar inmediatamente a cualquier mujer que el señor Nikolas llevase a la isla con la intención de casarse con ella.

Jason Kavakis, el marido de Sophia, era bajo y delgado, con unos solemnes ojos negros, y estaba al cuidado de la finca. Sophia y él vivían en su propia casa, en la aldea; Petra, en cambio, era viuda y ocupaba una habitación en la gran casa. Ellos tres eran el único personal de la finca, aunque las mujeres de la aldea estaban ayudando con los preparativos de la boda.

El recibimiento cálido y amable que le habían dispensado los empleados de la finca ayudó a Jessica a relajarse, y sonrió con mayor naturalidad mientras la señora Constantinos entrelazaba su brazo con el de Nikolas y disponía el traslado del equipaje a la casa.

—Andros, por favor, ayuda a Jason a bajar las bolsas —acto seguido, retiró el brazo y le dio a Nikolas un leve empujón—. ¡Y tú también! Anda, ayúdalos. Yo acompañaré a la señora Stanton a su habitación; probablemente estará muerta de cansancio. Nunca has sabido hacer un viaje en etapas cortas.

—Sí, maman —respondió Nikolas a su madre mientras se retiraba, aunque sus ojos negros lanzaron a Jessica una advertencia.

Pese a la frialdad con que la había recibido la señora Constantinos, Jessica se sentía mejor. La anciana no era ninguna matriarca autocrática, y Jessica percibía que, debajo de su aire reservado, había una mujer amable y pizpireta que trataba a su hijo simplemente como a tal hijo, y no como a un multimillonario. Y el propio Nikolas parecía haberse ablandado de inmediato, convirtiéndose en el Niko que se había criado allí y había conocido a aquellas personas desde la infancia. Jessica era incapaz de imaginarlo intimidando a Petra, quien probablemente le había cambiado los pañales y lo había visto dar sus primeros pasos, aunque a Jessica le costaba visualizar a Nikolas como un bebé o un niño pequeño. Seguramente siempre había sido alto y fuerte, con aquel feroz resplandor en sus ojos negros.

La casa era fresca, pues sus gruesos muros de blanca fachada mantenían a raya el despiadado sol griego; no obstante, el leve zumbido del aire acondicionado central indicó a Jessica que Nikolas se aseguraba de que en su casa hubiese siempre una temperatura agradable.

Ya se había dado cuenta de que los gustos de Nikolas eran muy griegos, y la casa constituía una buena muestra de ello. El mobiliario era escaso, y abundaban los grandes espacios vacíos, aunque todo era de la mayor calidad. Predominaban los colores naturales; los suelos aparecían enlosados en suaves tonos rojizos y cubiertos de hermosas alfombras persas, y la tapicería y los muebles era de color verde apagado. En las paredes, alojadas en hornacinas, había pequeñas estatuas de mármol de diferentes colores, y aquí y allá se veían jarrones increíblemente exquisitos, que convivían en perfecta armonía con humilde adornos de cerámica hechos, sin duda, por los aldeanos.

—Su habitación —le dijo la señora Constantinos, abriendo la puerta de una enorme estancia cuadrada con elegantes ventanas abovedadas y muebles en tonos rosas y oro—. Dispone de su propio baño —siguió diciendo la anciana mientras cruzaba la habitación y abría la puerta del cuarto de baño—. Ah, Niko, tienes que enseñarle a Jessica la finca mientras Petra deshace su equipaje —añadió sin detenerse cuando Nikolas apareció con las maletas de Jessica y las soltó en el centro de la habitación.

Él sonrió, con un súbito brillo en los ojos.

—Seguramente Jessica preferirá darse un baño antes. ¡Yo, desde luego, lo necesito! ¿Qué me dices, cariño? —preguntó volviéndose hacia Jessica mientras la sonrisa aún iluminaba sus ojos—. Tú decides: un paseo con guía por la finca o un baño.

—Ambas cosas —contestó ella—. Pero primero el baño.

Nikolas asintió y salió de la habitación después de decir con despreocupación:

—Vendré a buscarte dentro de media hora, pues.

La señora Constantinos también se marchó poco después y Jessica se quedó de pie en medio de la habitación, paseando la mirada por el precioso cuarto y sintiéndose abandonada. Se quitó la ropa del viaje y se dio un largo y placentero baño; al regresar a la habitación, vio que Petra había deshecho eficientemente su equipaje mientras ella se bañaba.

Se puso un fresco vestido de tirantes y esperó a Nikolas; no obstante, el tiempo fue pasando, y al fin comprendió que Nikolas no tenía intención de ir a

buscarla. Sólo se había prestado a enseñarle la finca para complacer a su madre, pero no estaba dispuesto a pasar ese tiempo en su compañía.

Jessica permaneció sentada en el dormitorio, preguntándose si alguna vez lograría ganarse su amor.

Fue mucho más tarde, después de tomar una cena ligera consistente en pescado y en soupa avgolemono1, una sopa con sabor a limón que Jessica encontró deliciosa, cuando Nikolas se acercó a ella mientras permanecía de pie en la terraza, contemplando las olas que rompían en la playa. Jessica habría preferido rehuirlo, pero tal conducta habría parecido extraña, de modo que se quedó junto a la pared de la terraza. Nikolas cerró una mano firme sobre sus hombros y apretó su espalda contra sí; después agachó la cabeza como si fuese a decirle palabras dulces al oído, pero lo que dijo fue:

—¿Le has dicho a mi madre algo que haya podido disgustarla?

—Desde luego que no —susurró ella vehementemente, sucumbiendo a la fuerza de aquellos dedos y recostándose sobre su pecho—. Desde que me acompañó a mi cuarto no he vuelto a verla hasta la hora de la cena. No le caigo bien, por supuesto. ¿No era eso lo que tú querías?

—No —contestó él, con los labios curvados en un rictus amargo—. Lo que quería era no tener que traerte aquí, Jessica.

Ella alzó el mentón con orgullo.

—Pues mándame de vuelta a Inglaterra —lo desafió.

—Sabes que eso no puedo hacerlo respondió Nikolas bruscamente—. Estoy viviendo un infierno; o escapo de ese infierno o te arrastro a él conmigo —dicho esto, la soltó y se alejó.

Jessica se quedó allí, con la amarga certeza del odio que Nikolas sentía hacia ella.

El día de la boda amaneció despejado y radiante, lleno de esa claridad extraordinaria que sólo Grecia posee. Jessica se acercó a la ventana y miró las áridas colinas, cada detalle perfilado tan nítida y claramente que parecía que solo tenía que alargar la mano para tocarlas. Al contemplar la cristalina luz del sol, sintió como si pudiera ver el infinito si abría los ojos lo suficiente. Se encontraba a gusto allí, en aquella rocosa isla con sus desnudas colinas y la silenciosa compañía de milenios de historia, con la cálida e incondicional acogida de aquella gente de ojos negros que la aceptaba como si fuese una de los suyos. Y ese día iba a casarse con el hombre que poseía todo aquello.

Aunque la hostilidad de Nikolas seguía siendo una barrera que se interponía entre ambos, Jessica se sentía más optimista ese día, porque al fin se acabaría la terrible espera. La tradicional ceremonia y los festejos posteriores ablandarían a Nikolas; tendría que escucharla esa noche, cuando estuvieran solos en el dormitorio de él, y sabría la verdad cuando ella le ofreciera el incomparable regalo de su castidad.

Sonriendo, Jessica se retiró de la ventana e inició el agradable ritual de bañarse y arreglarse el cabello.

En los pocos días que llevaba en la isla, se había empapado de las tradiciones del pueblo. Había supuesto que se casarían en la pequeña iglesia blanca de ventanas arqueadas y techo abovedado, con la luz del sol filtrándose por las vidrieras de colores, pero Petra la había sacado de su error. La ceremonia religiosa no solía celebrarse en la iglesia, sino en casa del koumbaros, o padrino del novio, que también se encargaba de ofrecer el banquete de boda. El padrino de Nikolas era Ángelos Palamás, un hombre corpulento de porte amable y solemne, con el cabello y las cejas blancas sobre unos ojos negros como el carbón. Se había improvisado un pequeño altar en la habitación más espaciosa de la casa del señor Palamás; Nikolas y Jessica se situarían delante del altar con el sacerdote, el padre Ambrose. Ambos llevarían coronas de azahar bendecidas por el cura y unidas por un lazo, símbolo de la bendición y la unión de sus vidas.

Con movimientos cuidadosos y distraídos, Jessica se trenzó el cabello y luego se hizo un moño alto con la gruesa trenza, peinado que simbolizaba la doncellez. La señora Constantinos y Petra llegarían pronto para ayudarla a vestirse, así que fue hasta el armario y descolgó la bolsa blanca con cremallera que contenía su vestido de novia. No había querido verlo antes, movida por el deseo casi infantil de dejar lo mejor para lo último; con manos suaves, depositó la bolsa encima de la cama y abrió la cremallera, teniendo cuidado de no pillar el delicado tejido.

No obstante, cuando sacó el exquisito y bellísimo vestido, se le cortó la respiración y el corazón se le detuvo en el pecho; lo soltó al instante, como si acabase de tocar una serpiente, y se retiró de la cama con las mejillas empapadas de ardientes lágrimas.

¡Nikolas se había salido con la suya!

Había anulado sus instrucciones mientras ella iba al vestidor para que le tomaran las medidas; en lugar del vestido blanco con el que Jessica había soñado, el modelo que yacía arrugado sobre la cama era de color melocotón claro. Sabía que el modisto no había cometido un error. No, había sido cosa de Nikolas, y Jessica se sentía como si le hubiesen arrancado el corazón del pecho.

Sintió ganas de destrozar el vestido, y lo habría hecho de tener otro adecuado a mano, pero no tenía ninguno. Tampoco era capaz de recogerlo de la cama; se sentó junto a la ventana, cegada por las lágrimas, con un nudo en la garganta, y fue así como Petra la encontró.

La rodeó con sus fuertes y cuidadosos brazos y la atrajo contra su vientre, meciéndola suavemente.

—Ah, siempre sucede lo mismo —dijo Petra con voz profunda—. Llora, cuando debería estar riéndose.

—No —logró decir Jessica con voz ahogada, señalando la cama—. Es por el vestido.

—¿El vestido de novia? ¿Está roto? ¿Manchado? —Petra se acercó a la cama y alzó el vestido para examinarlo.

—Se suponía que debía se blanco —susurró Jessica, volviendo el menudo y empapado rostro hacia la ventana.

—¡Ah! —exclamó Petra, y luego salió del cuarto. Regresó al cabo de un momento con la señora Constantinos, quien enseguida se acercó a Jessica y le rodeó los hombros con el brazo, en el gesto más amable que había tenido con ella hasta entonces.

—Sé que estás disgustada, cariño, pero es un vestido precioso y no debes permitir que un error estropee la boda. Estarás bellísima con él...

—Nikolas ordenó que cambiasen el color —explicó Jessica con voz tensa, habiendo dominado ya el llanto—. Yo insistí en que el vestido fuese blanco... Intenté hacérselo comprender, pero él se negó a escucharme. Me engañó, haciéndome creer que el vestido sería como yo deseaba y después ordenó que cambiasen el color mientras me tomaban las medidas en el vestidor.

La señora Constantinos contuvo la respiración. —¿Insististe en...? ¿Qué estás diciendo?

Jessica se frotó la frente con gesto cansado, comprendiendo que tendría que dar una explicación.

Quizá fuera mejor que la señora Constantinos conociese toda la verdad del asunto. Buscó una forma de empezar y, al fin, dijo:

—Quiero que sepa, señora Constantinos... que nada de lo que ha oído decir de mí es cierto.

La señora Constantinos asintió lentamente, con una expresión de tristeza en sus ojos azules.

—Creo que ya había empezado a darme cuenta de eso —dijo suavemente—. Una mujer que ha recorrido tantos caminos y ha tenido tantos amantes como se te han atribuido a ti no puede evitar que su experiencia asome a su semblante, y tu semblante es inocente y no refleja para nada esa experiencia. Había olvidado hasta qué punto las habladurías se propagan como un cáncer, alimentándose de sí mismas, pero tú me lo has recordado y no volveré a olvidarlo nunca más.

Más animada, Jessica dijo en tono vacilante:

—Nikolas me dijo que usted fue amiga de Robert.

—Sí —confirmó la señora Constantinos—. Conocía a Robert Stanton desde siempre; fue muy amigo de mi padre, y toda mi familia lo apreciaba mucho. Debí recordar que Robert veía las cosas con más claridad que el resto de nosotros. He tenido un horrible concepto de ti en el pasado, cariño, y me avergüenzo profundamente de ello. ¿Podrás perdonarme?

—Claro, claro que sí —exclamó Jessica, levantándose de un salto para abrazarla mientras las lágrimas afluían de nuevo a sus ojos—. Pero deseo contarle por qué me casé con Robert, cómo fueron las cosas entre nosotros. Al fin y al cabo, tiene derecho a saberlo, porque voy a casarme con su hijo.

—Hazlo si es tu deseo, pero, por favor, no te consideres obligada a darme ninguna explicación —contestó la señora Constantinos—. Si Niko está contento, yo también.

Jessica puso cara triste.

—Niko no está contento —dijo con amargura—. Él cree que todas esas habladurías son ciertas, y me odia tanto como me desea.

—Imposible —jadeó la mujer mayor—. Niko no puede ser tan tonto; ¡se ve a la legua que no eres una vividora oportunista!

—¡Él piensa que lo soy! Y, en parte, es culpa mía —reconoció Jessica abatida—. Al principio, cuando lo rechacé, dejé que pensara que... que le tenía miedo porque me habían maltratado. Desde entonces, he intentado explicarle la verdad, pero él no quiere escucharme; se niega a hablar de mis «aventuras del pasado» y está furioso porque me resisto a acostarme con él —hizo una pausa, horrorizada por lo que acababa de decirle a la propia madre de Nikolas, pero la señora Constantinos se echó a reír después de mirarla con sorpresa.

—Sí, imagino que eso lo habrá puesto furiosísimo; tiene el mismo temperamento de su padre —emitió otra risita—. Así que debes convencer a mi ciego y terco hijo de que tu supuesta experiencia es completamente ficticia. ¿Tienes idea de cómo vas a conseguirlo?

—Nikolas lo sabrá —contestó Jessica quedamente—. Esta noche. Cuando comprenda que tenía todo el derecho del mundo a casarme de blanco.

La señora Constantinos dejó escapar un jadeo ahogado al reparar por fin en la importancia del vestido.

—¡Cariño! Pero Robert... No, claro que no. Robert no era un hombre capaz de casarse con una jovencita por la mera satisfacción física. ¡Sí, creo que deberías contarme cómo fue vuestro matrimonio!

Con calma, Jessica le explicó cómo Robert había deseado protegerla cuando ella era joven y estaba sola; le habló también de las maliciosas habladurías que había tenido que soportar. No omitió ningún detalle, ni siquiera el modo en que Nikolas le había propuesto matrimonio, y la señora Constantinos quedó profundamente afligida cuando Jessica terminó.

—A veces —dijo lentamente—, me dan ganas de romperle un jarrón en la cabeza, aunque sea mi hijo —miró el vestido de novia—. ¿No tienes ningún otro vestido que ponerte? ¿Nada blanco?

Jessica negó con la cabeza.

—No, nada. Tendré que llevar ese.

Petra fue a buscar un poco de hielo, que envolvió en toallitas para hacer compresas para los ojos de Jessica; al cabo de una hora, todo vestigio de sus lágrimas había desaparecido, aunque su semblante seguía mostrando una palidez poco natural. Jessica se movía lentamente, como si hubiese perdido toda vitalidad. La señora Constantinos y Petra la ayudaron cuidadosamente a ponerse el vestido de color melocotón y el velo que lo acompañaba, y después salieron con ella de la habitación.

Nikolas no estaba allí; ya se había ido a casa del padrino, pero la casa estaba llena de parientes, tíos, tías y primos que charlaban, sonreían y daban palmaditas a Jessica conforme pasaba junto a ellos. Comprendió con un sobresalto que ninguno de sus amigos estaba presente. Claro que solo tenía dos amigos: Charles y Sallie. Eso hizo que se sintiera aún más sola, embargada por una sensación de frío tan intensa que creyó que jamás volvería a entrar en calor.

Andros debía acompañarla por el sendero que conducía hasta el pueblecito. Estaba esperándola, alto, moreno y vestido con esmoquin; por un momento, a Jessica se le antojó tan parecido a Nikolas que emitió un jadeo de sorpresa. Andros le sonrió, ofreciéndole el brazo; se había vuelto cada vez más afectuoso con ella en los días anteriores, y se mostró francamente preocupado al ver cómo Jessica temblaba y al notar lo frías que tenía las manos.

Las parientes de Nikolas salieron rápidamente de la casa para formar un pasillo desde la cima de la colina hasta el pueblo, situados a ambos lados del sendero. Mientras Andros y ella pasaban, comenzaron a arrojar flores de azahar delante de Jessica; las mujeres del pueblo vestidas con el atuendo tradicional, lanzaban fragantes flores de color blanco y rosa. Empezaron a cantar a medida que Jessica pasaba por encima de las flores y recorría el sendero para reunirse con su futuro esposo; aún se sentía helada por dentro.

En la puerta de la casa del señor Palamás—, Andros dejó a Jessica en compañía del padrino de Nikolas, quien la condujo hasta el altar, donde los aguardaban Nikolas y el padre Ambrose. Toda la habitación estaba iluminada con velas, y el olor dulce del incienso hizo que Jessica se sintiera como si se encontrase en un sueño.

El padre Ambrose bendijo las coronas de azahar, que fueron colocadas en la cabeza de los novios mientras permanecían arrodillados; a partir de ese momento, todo fue difuso para Jessica. Le habían indicado lo que debía decir y respondió correctamente a las preguntas del cura; cuando Nikolas hizo su promesa, su voz profunda y grave reverberó en la cabeza de Jessica, que se giró para mirarlo con tímida furia. Entonces todo terminó. El padre Ambrose los tomó de la mano y dieron tres vueltas alrededor del altar, mientras el pequeño Kostís, uno de los innumerables primos de Nikolas, caminaba delante de ellos agitando un incensario, de modo que avanzaban a través de nubes de incienso.

Casi de inmediato, el júbilo de la celebración estalló en la abarrotada estancia; todos se besaban y reían, mientras empezaban a gritar: «¡La copa! ¡La copa!».

Los recién casados fueron empujados entre risas hasta la chimenea, donde había una copa de vino puesta boca abajo. Jessica recordaba lo que debía hacer, pero sus reacciones se veían entorpecidas por su tristeza, y Nikolas se adelantó a ella con facilidad, machacando con los pies la copa mientras los aldeanos vitoreaban y exclamaban que el señor Constantinos sería el dueño y señor de su casa. Como si hubiese podido ser de otro modo, se dijo Jessica aturdida mientras se alejaba del diabólico brillo que emitían los ojos negros de Nikolas.

Pero él la sujetó y volvió a atraerla hacia sí. Las manos de Nikolas se cerraron con fuerza sobre sus caderas y los ojos centellearon mientras la obligaba a alzar la cabeza.

—Ahora eres legalmente mía —musitó mientras se inclinaba para apresar sus labios.

Ella no se resistió, aunque Nikolas notó que no respondía como de costumbre a su beso. Alzó la cabeza y arrugó la frente al ver las lágrimas que había en sus pestañas.

—¿Jessica? —dijo inquisitivamente al tiempo que le tomaba la mano. Su ceño se arrugó aún más al notar que la tenía helada, pese a que hacía un día caluroso y soleado.

Más tarde, Jessica se sorprendería de su propio aguante, pero, de alguna manera, logró llegar hasta el final de aquel día de bailes y festejos. Contó con la ayuda de la señora Constantinos, Petra y Sophia, que dejaron claro en todo momento que la nueva señora estaba demasiado débil a causa de los nervios y no podía bailar. Nikolas se unió a la fiesta con un entusiasmo que sorprendió a Jessica, hasta que recordó que era griego hasta la médula. De vez en cuando, en medio de todos los bailes y las risas, y a pesar de los vasos de ouzo que estaba bebiendo, Nikolas regresaba junto a su nueva esposa para tratar de estimular su apetito con alguna especialidad de la cocina griega. Jessica trató de responder, de reaccionar con normalidad, pero lo cierto era que se sentía incapaz de mirar a su marido. Por mucho que discutiera consigo misma, no podía negar el hecho de que era una mujer, y de que su corazón de mujer podía resultar herido con facilidad. Nikolas había destruido su alegría en el día de su boda con el vestido de color melocotón, y Jessica no creía que pudiera perdonárselo jamás.

Era ya tarde; las estrellas brillaban en el cielo y la única luz que había en la casa era la de las velas cuando Nikolas se acercó a Jessica y la tomó en brazos con delicadeza. Nadie dijo nada; no se hizo ningún chiste mientras aquel hombre de espaldas anchas salía de la casa de su padrino y llevaba a su mujer colina arriba, a su propia casa. Cuando se hubo perdido de vista, la fiesta empezó de nuevo, pues aquella no era una boda cualquiera; no, el señor por fin se había casado y ya podían comenzar a esperar el nacimiento de un heredero.

Mientras Nikolas la llevaba por el sendero, aparentemente sin esfuerzo, Jessica intentó poner en orden sus confusas ideas y dejar a un lado su infelicidad, pero la fría tristeza seguía oprimiéndole el pecho como una dura tenaza. Se aferró a Nikolas, le rodeó el cuello con los brazos y deseó que hubiese kilómetros y más kilómetros de camino hasta la finca; quizá entonces habría recuperado el dominio de sí misma cuando llegasen. El fresco aire nocturno le acariciaba el rostro y podía oír el rítmico fragor de las olas que rompían contra las rocas.

Al llegar a la casa, Nikolas rodeó la terraza hasta llegar a la puerta corredera de su dormitorio. Abrió silenciosamente la puerta, entró en el cuarto y dejó a Jessica de pie en el suelo con suma delicadeza.

—Pedí que trajeran aquí tu ropa —le dijo suavemente, besándole el cabello a la altura de la sien—. Sé que estás asustada, cariño; te has comportado de forma extraña durante todo el día. Pero relájate; me prepararé una copa mientras tú te pones el camisón. No es que vayas a necesitarlo, pero sí necesitas algo de tiempo para calmarte —añadió, sonriendo burlón, y Jessica se preguntó de repente cuántos vasos de ouzo habría tomado.

Nikolas salió y ella paseó la mirada por la habitación, furiosa. No podía hacerlo; no podía compartir aquella enorme cama con Nikolas sintiéndose como se sentía. Deseaba gritar, llorar y sacarle los ojos con las uñas; en un súbito acceso de llanto y de pura rabia, se quitó violentamente el vestido de novia y buscó unas tijeras para hacerlo trizas. No había tijeras en el cuarta; de modo que tiró de las costuras del vestido hasta desgarrarlo por completo; luego lo arrojó al suelo y le dio una patada.

Respiró honda y trémulamente mientras se enjugaba las furiosas lágrimas de las mejillas. Había sido un gesto infantil, lo sabía perfectamente, pero ahora se sentía mejor. ¡Odiaba aquel vestido y odiaba a su marido por haber estropeado el día de su boda!

Nikolas no tardaría en regresar, y Jessica no quería enfrentarse a él en ropa interior, aunque tampoco tenía intención de ponerse un seductor camisón para complacerlo. Abrió la puerta del armario y sacó unos pantalones de sport y un suéter. Tuvo que darse prisa para ponerse el suéter mientras se abría la puerta.

Se hizo un denso silencio cuando Nikolas la vio allí de pie, con un pantalón en las manos, mirándolo con una visible expresión de furia y miedo en sus grandes ojos verdes. Los ojos negros de él se desviaron hacia el vestido que yacía en el suelo, hecho jirones, y luego volvieron a clavarse en Jessica.

—Cálmate —dijo suavemente, casi susurrando—. No voy a hacerte ningún daño, cariño. Te lo prometo, de veras...

—¡Puedes guardarte tus promesas! —gritó ella con voz áspera; dejó caer el pantalón en el suelo y se llevó las manos a las mejillas mientras empezaban a brotar lágrimas de sus ojos—. Te odio, ¿me oyes? ¡Has... has estropeado el día de mi boda! ¡Quena casarme de blanco, Nikolas, y me has obligado a llevar ese horrible color melocotón! ¡Jamás te lo perdonaré! Esta mañana era muy feliz y, de pronto, abro la bolsa y veo ese feo vestido de color melocotón, y... Yo... yo... Ah, maldito seas, ya he llorado bastante por tu culpa; no permitiré que vuelvas a hacerme llorar nunca más, ¿me oyes? ¡Te odio!

Él cruzó rápidamente la habitación y le colocó las manos encima de los hombros, sin hacerle daño pero sujetándola con firmeza.

—¿Tan importante era para ti? —murmuró—. ¿Por eso no me has mirado en todo el día? ¿Por un estúpido vestido?

—No lo comprendes —insistió Jessica a través de las lágrimas—. Quería un vestido blanco; quería conservarlo y regalárselo a nuestra hija para su boda... —se le quebró la voz y empezó a sollozar, intentando volver la cabeza para no mirar a Nikolas.

Él musitó una maldición, la atrajo hacia sí y la estrechó fuertemente entre sus brazos, descansando la cabeza en el cabello rojizo de Jessica.

—Lo siento —murmuró contra su pelo—. No me había dado cuenta de cuánto significaba para ti. No llores, cariño. Por favor, no llores.

Aquella inesperada disculpa sobresaltó a Jessica e interrumpió su llanto; conteniendo la respiración, levantó los ojos empapados de lágrimas para mirarlo. Por un momento, las miradas de ambos permanecieron entrelazadas; después, los ojos de Nikolas descendieron hasta los labios de ella. Al cabo de un instante la estaba besando, apretándola contra su poderoso cuerpo como si quisiera fundirla con su propio ser, devorarla con una boca más ávida y hambrienta que nunca. Ella notó el sabor del ouzo que Nikolas había bebido y se sintió como embriagada, hasta el punto de que tuvo que agarrarse a él para seguir de pie.

Nikolas la tomó en brazos con impaciencia y la llevó hasta la cama; por un momento, Jessica se tensó, alarmada, al acordarse de que todavía no le había dicho la verdad.

—¡Nikolas..., espera! —gritó entrecortadamente.

—Ya he esperado bastante —repuso él con voz espesa, depositándole una lluvia de besos en la cara, en el cuello—. He esperado tanto que creí que iba a volverme loco. No me rechaces esta noche, cariño... Esta noche, no.

Antes de que Jessica pudiera decir nada más, su boca quedó silenciada por la de Nikolas. En la dulce embriaguez que la recorrió al sentir la caricia de sus labios, olvidó momentáneamente su miedo, y entonces ya fue demasiado tarde. Él era incapaz de escucharla, de atender a cualquier súplica, impulsado tan solo por la fuerza de su pasión.

Aun así, Jessica trató de captar su atención.

—¡No, espera! —exclamó, pero él hizo caso omiso mientras le sacaba el suéter por la cabeza, sofocándola brevemente con los pliegues de la prenda antes de quitársela del todo y arrojarla al suelo.

Los ojos de Nikolas emitían un brillo febril mientras la despojaba de la ropa interior; las súplicas de paciencia de Jessica quedaron atascadas en su garganta cuando él se quitó la bata y la cubrió con su poderoso cuerpo. El pánico la embargó y Jessica trató de dominarlo, obligándose a pensar en otras cosas hasta recuperar un mínimo de autocontrol, pero fue inútil. Un débil sollozo escapó de su garganta mientras Nikolas la arrastraba al pozo sin fondo de su deseo, y se aferró ciegamente a él, como si fuera la única torre que permanecía erguida en un mundo que se convulsionaba frenéticamente.