Capítulo 27
El lunes por la mañana, Sam estaba sentado en el departamento de policía de Warren, con la cabeza apoyada en las manos, repasando una y otra vez los archivos de Hammerstead. Los ordenadores del NCIC no habían resaltado ninguno de los nombres, de modo que Bernsen y él se limitaban simplemente a leer y releer, buscando algún detalle que encendiera una luz en su cabeza, y les proporcionara la pista que necesitaban.
Estaba allí, Sam estaba seguro. Lo que pasaba era que aún no lo habían encontrado. Sospechaba que ya sabía lo que era, porque experimentaba aquella insistente sensación en las tripas de que estaba pasando algo por alto. No lograba señalarlo con el dedo, pero estaba allí y tarde o temprano lo descubriría. Sólo albergaba la esperanza de que sucediera pronto, digamos que en el próximo minuto.
Aquel tipo odiaba a las mujeres. Seguramente no se llevaba bien con ellas, no le gustaría trabajar en su compañía. Tal vez hubiera en su archivo una nota acerca de una denuncia presentada por alguien, quizás una acusación de acoso sexual. Algo así debería haber saltado a la vista en el primer examen, pero era posible que dicha denuncia estuviera redactada de tal forma que no quedara expresado explícitamente lo del acoso sexual.
Ni Jaine ni T. J. fueron a trabajar. Seguían juntas, aunque se habían trasladado de la casa de T. J. a la de Shelley, junto con aquel ruidoso cocker spaniel que disparaba la alarma ante cualquier clase de intrusión, ya fuera un pájaro en el patio o alguien que subía andando por el camino de entrada. Temía que Jaine quisiera pasar el día en su casa, dado que acababan de instalarle el nuevo sistema de alarma —bajo el ojo de águila de la señora Kulavich, que se estaba tomando muy en serio sus deberes de guardián— el sábado, mientras asistían al funeral de Marci. Estaba bien contar con un sistema de alarma, pero eso no detendría a un asesino empeñado en llevar a cabo su trabajo.
Pero Jaine no quiso estar sola. Ella y T. J. permanecieron pegadas la una a la otra, impresionadas y desorientadas por lo que le había ocurrido a su estrecho círculo de amigas. Ya no le cabía ninguna duda a nadie de que había sido la Lista lo que había desencadenado aquella violencia, las comisarías de policía de la zona estaban formando un equipo especial para coordinar y trabajar en aquellos casos, ya que no había dos amigas del grupo que vivieran dentro de la misma jurisdicción.
Las cadenas informativas nacionales no cesaban de hablar del tema. «¿Quién está matando a las Chicas de la Lista?», entonó una emisora. «El área de Detroit está sobrecogida por los violentos asesinatos de dos de las mujeres que confeccionaron la humorística y polémica Lista del Hombre Perfecto que trajo en jaque al país hace un par de semanas.»
Volvieron a acampar los periodistas frente al edificio de Hammerstead, con la intención de entrevistar a cualquier persona que conociera a las dos víctimas. El equipo especial hizo lo necesario para obtener copias de toda cinta grabada con una entrevista que pudieran tener los reporteros, por si acaso su hombre se rendía a su vanidad y deseaba verse en la televisión nacional llorando a sus dos «amigas».
También acudieron periodistas a la casa de Jaine, pero se fueron al descubrir que no había nadie. Sam se imaginó que también habrían echado un vistazo a la casa de T. J., y por ese motivo llamó a Shelley y le dijo que pidiera a Jaine y a T. J. que pasaran el día con ella. Shelley estuvo más que contenta de complacerlo. Sam supuso que aquellos fisgones hablarían con unas personas que conocerían a otras y finalmente darían con Shelley, pero al menos de momento Jaine y T. J. no iban a ser molestadas.
Sam se frotó los ojos. Había conseguido dormir acaso un par de horas. La noche anterior tuvo que acudir a la escena de otro homicidio, un joven adolescente. Aquello se resolvió rápidamente con la detención del ex de la nueva novia del chico, que se había tomado como algo personal el hecho de que el chico le había dicho que se fuera a cagar hostias. No obstante, el papeleo siempre era un fastidio.
¿Dónde estaba el informe sobre la huella de zapato que habían encontrado en la casa de Jaine? Normalmente no se tardaba tanto en recibir una respuesta. Registró su escritorio, pero nadie lo había dejado allí encima en su ausencia. A lo mejor se lo habían enviado a Bernsen, dado que en todo el papeleo ambos se hacían referencia el uno al otro. Antes de la muerte de Luna, no todo el mundo estaba convencido de que el allanamiento de la casa de Jaine tuviera algo que ver con el asesinato de Marci, pero Bernsen y él sí lo estaban. Ahora, por supuesto, a nadie le cabía ya la menor duda.
Llamó a Roger.
—¿Te ha llegado el informe sobre la huella de zapato?
—No lo he visto. ¿Quieres decir que tú tampoco lo tienes todavía?
—Pues no. El laboratorio debe de haberlo perdido. Voy a enviarles otra solicitud. —Maldita sea, pensó tras colgar el teléfono. Lo última que necesitaba ahora era un retraso. Tal vez aquella huella no fuera importante, pero tal vez el zapato fuera de los raros, tan poco habitual que alguien de Hammerstead podía decir: «Ah, sí, fulanito de tal usa de ésos. Le han costado una fortuna».
Volvió a los archivos, frustrado casi hasta el punto de desear romper algo. Lo tenía delante de sus narices, estaba seguro. Lo único que tenía que hacer era averiguarlo.
Galán salió pronto del trabajo. Los acontecimientos del día anterior lo habían dejado tan aturdido que no podía concentrarse. Lo único que quería era recoger a T. J. en la casa de la hermana de Jaine y llevársela a casa, donde él y no otro pudiera velar por ella.
No sabía por qué habían perdido el contacto el uno con el otro. No; sí lo sabía, de acuerdo. Aquel inocente coqueteo en el trabajo con Xandrea Conaway había empezado a parecer importante, y quizá no había sido tan inocente. ¿Cuándo había comenzado a comparar a T.J. y todo lo que ésta decía y hacía con Xandrea, que siempre iba bien vestida y nunca lo criticaba?
Naturalmente, T. J. no iba bien vestida cuando estaba en casa. Ni él tampoco. Para eso eran las casas, para relajarse y ponerse cómodo.
Entonces, ¿qué más daba que ella se quejara cuando él no sacaba la basura? Él se quejaba si T. J. dejaba maquillaje esparcido por todo el lavabo. Las personas que vivían juntas inevitablemente se sacaban de quicio la una a la otra en ocasiones. Aquello formaba parte del hecho de estar casado.
Estaba enamorado de T. J. desde los catorce años. ¿Cómo había perdido de vista aquel hecho, y lo que ambos poseían juntos? ¿Por qué había hecho falta el terror de comprender que de verdad había un asesino acechando a T. J. y a sus amigas para que él se diera cuenta de que si la perdía, se moriría?
No sabía cómo iba a poder compensarla por aquello. No sabía si T. J. siquiera le permitiría hacerlo. Durante una semana más o menos, desde que ella adivinó que estaba encaprichado por Xandrea, se había distanciado de él. A lo mejor creía que le había sido infiel de hecho, aunque jamás dejó que la situación entre Xandrea y él llegase a desmandarse tanto. Se habían besado, sí, pero nada más.
Intentó imaginarse cómo se sentiría él si otro hombre besara a T. J., y experimentó una sensación de malestar en el estómago. A lo mejor los besos no eran tan perdonables.
Era capaz de arrastrarse de rodillas por el suelo ante ella, con tal de que volviese a sonreírle como si le importara de nuevo.
La hermana de Jaine vivía en una enorme casa colonial de dos plantas en St. Clair Shores. La puerta del garaje de tres plazas estaba cerrada, pero vio el potente todoterreno rojo de Sam aparcado en el camino de entrada. Estacionó a su lado y subió por el camino hasta la doble puerta principal de la casa, donde pulsó el timbre y esperó.
Donovan salió a abrir la puerta. Galán se fijó en que aún llevaba encima la pistola. Si él tuviera una, se dijo, probablemente la llevaría también, fuera legal o no.
—¿Qué tal están? —preguntó en voz queda al entrar.
—Cansadas. Todavía les dura la impresión. Shelley ha dicho que se han pasado el día durmiendo a ratos, así que supongo que anoche no durmieron gran cosa.
Galán sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—Se pasaron la mayor parte de la noche levantadas y hablando. Es curioso; no hablaron apenas del hijo de puta que ha hecho esto, ni de lo cerca que estuvo Jaine la otra noche cuando ese tipo entró en su casa. Sólo hablaron de Luna y de Marci.
—Es como perder a dos miembros de la familia seguidos el uno del otro. Les va a llevar tiempo recuperarse de este golpe. —Sam se enfrentaba habitualmente al dolor; sabía que Jaine se recuperaría, porque aquel espíritu combativo que poseía no se doblegaba, pero también sabía que era posible que necesitara semanas, tal vez incluso meses, para que aquella sombra de dolor desapareciera de sus ojos.
En una parte de la casa reinaba la normalidad. El marido de Shelley, Al, estaba viendo la televisión. Su hija adolescente, Stefanie, estaba en el piso de arriba hablando por teléfono, mientras que el niño de once años, Nicholas, se entretenía con videojuegos en el ordenador. Las mujeres estaban reunidas en la cocina —¿por qué era siempre en la cocina?— charlando, bebiendo agua tónica y comiendo todas las golosinas que Shelley tenía a mano.
Los arrebatos de dolor habían dejado pálidas a Jaine y a T. J., pero tenían los ojos secos. T.J. pareció sorprendida de ver a su marido.
—¿Qué estás haciendo aquí? —No parecía especialmente contenta de verlo.
—Quería estar contigo —respondió él—. Ya sé que estás cansada, por eso no quería que tuvieras que esperar hasta medianoche para ir a casa. Por no mencionar que Shelley y su familia probablemente se irán a la cama mucho antes de esa hora.
Shelley desechó aquel comentario con un gesto de la mano.
—No te preocupes por eso. Cuando los niños no tienen colegio, normalmente nos acostamos tarde.
—¿Y los periodistas? —preguntó T. J.—. No vamos a poder disfrutar de paz si siguen invadiéndolo todo.
—Dudo que se queden allí para siempre —dijo Sam—. Les gustaría conseguir una entrevista, claro, pero ya obtendrán declaraciones de otras personas. Lo más probable es que, como hoy no habéis estado en casa, llamen por teléfono en vez de acampar fuera, en el jardín.
—En ese caso me gustaría irme a casa —dijo T. J. levantándose. Abrazó a Shelley—. Un millón de gracias. Hoy nos has salvado la vida.
Shelley le devolvió el abrazo.
—Cuando quieras. Vuelve mañana, si es que no vas a trabajar. Hagas lo que hagas, ¡no te quedes sola en casa!
—Gracias. Es posible que te tome la palabra, pero... creo que mañana voy a ir a trabajar. Regresar a la rutina me ayudará a quitarme cosas de la cabeza.
Jaine dijo:
—Me parece que Sam y yo también vamos a irnos a casa. Tiene aspecto de estar tan cansado como yo.
—¿Vas a ir mañana a trabajar? —quiso saber T. J.
—No lo sé. Quizá. Ya te llamaré para decírtelo.
—Trilby —llamó T. J., y el perro se levantó de un salto con los ojos chispeantes y agitando todo el cuerpo entusiasmado—. Vamos, pequeño, vamonos a casa.
Trilby ladró y se puso a saltar entre las piernas de T. J. Galán se agachó para acariciarlo, y él le lamió la mano.
—¿Dónde está tu correa?:—preguntó, y el perro salió disparado a buscarla. Por lo general, las travesuras del chucho hacían reír a T. J., pero esta noche no logró ni siquiera esbozar una sonrisa.
Durante todo el camino a casa, T. J. permaneció con la vista fija en la ventanilla.
—No tenías por qué haber salido temprano de trabajar —dijo—. Estoy bien.
—Quería estar contigo —repitió Galán, y acto seguido aspiró profundamente. Preferiría tener aquella conversación una vez que hubieran llegado a casa, donde pudiera rodear a T. J. con sus brazos, pero quizá fuera éste el mejor momento; por lo menos ella no podía irse a ninguna parte—. Lo siento —dijo en voz baja.
Ella no lo miró.
—¿Por qué?
—Por ser un gilipollas; por ser un estúpido gilipollas. Te quiero más que a nada ni nadie en el mundo, y no puedo soportar la idea de perderte.
—¿Y esa novieta tuya? —T. J. hizo que aquella palabra sonara a inmadurez, como si él fuera un adolescente cachondo incapaz de ver más allá de su nariz.
Galán acusó el golpe con un gesto.
—Ya sé que no me crees, pero te juro que no he sido tan idiota.
—¿Exactamente cómo de idiota has sido?
Nunca le había permitido que se saliera con la suya en nada, recordó Galán. Incluso en el instituto, T. J. lo acorralaba contra la pared si él trataba de evitar contarle lo que ella quería saber.
Manteniendo la vista fija en la carretera, porque tenía miedo de mirarla a ella, dijo:
—Idiota hasta el punto de coquetear. De darnos algún que otro beso. Pero nada más. Nunca.
—¿Ni siquiera meterle mano? —El tono de T. J. indicaba que no se lo creía.
—Nunca —repitió él con firmeza—. Yo... Maldita sea, T. J., no me parecía correcto, y no me refiero a algo físico. No era como tú. No sé, quizá dejé que me venciera el ego, porque me resultaba emocionante, pero no estaba bien y era consciente de ello.
—¿Quién es exactamente esa mujer? —quiso saber T. J.
Pronunciar su nombre le costó hasta la última gota de valor que tenía, porque el hecho de ponerle un nombre a aquella mujer la personalizaba, la convertía en algo real.
—Xandrea Conaway.
—¿La conozco yo?
Galán negó con la cabeza, y entonces se dio cuenta de que T. J. seguía sin mirarlo.
—No, creo que no.
—Xandrea —repitió ella—. Suena a nombre de cóctel.
Galán se guardó mucho de decir nada agradable acerca de Xandrea. En lugar de eso dijo:
—Yo te quiero de verdad. Ayer, cuando te enteraste de lo de Luna y comprendí... —Se le quebró la voz y tuvo que tragar saliva antes de poder continuar—. Cuando comprendí que estás en peligro, fue como si me hubieran dado una bofetada en la cara.
—Ser perseguida por un asesino psicópata llama mucho la atención —replicó ella secamente.
—Sí. —Galán decidió jugarse el todo por el todo y preguntó—: ¿Quieres darme otra oportunidad?
—No sé —respondió T. J., y a Galán se le cayó el alma a los pies—. Ya te dije que no pensaba precipitarme ni hacer nada drástico, y no voy a hacerlo. En estos momentos mi atención está un tanto hecha añicos, así que creo que deberíamos aplazar esta conversación durante un tiempo.
De acuerdo, pensó Galán. Aquello había sido un lanzamiento fallido, pero aún no estaba fuera de juego.
—¿Puedo dormir contigo?
—¿Te refieres a tener relaciones sexuales?
—No. Me refiero a dormir contigo. En nuestra cama. Me gustaría hacer el amor contigo, además, pero si tú no quieres eso, ¿me permitirás al menos dormir contigo?
T. J. reflexionó sobre ello tanto tiempo, que Galán empezó a pensar que había vuelto a hacer un lanzamiento fallido. Por fin T. J. dijo:
—Está bien.
Dejó escapar un suspiro de alivio. No era que T. J. estuviera rebosante de entusiasmo, pero tampoco le estaba dando una patada. Era una oportunidad. Llevaban un montón de años juntos, y eso era lo que los estaba manteniendo unidos cuando otras parejas que carecían de una larga historia juntas tal vez ya se hubieran separado. No podía esperar deshacer en una sola noche todo el daño que había acumulado a lo largo de los dos últimos años.
Pero ella había aguantado a su lado, de modo que no iba a abandonar ahora, por muy hosca que se mostrase T. J. ni por mucho que le costase a él convencerla de que la quería. Lo más importante era mantenerla con vida, aunque después lo abandonara a él. No tenía idea de si podría soportar perderla, pero de lo que estaba seguro era de que no podría soportar enterrarla.
—Estoy muy cansada —dijo Jaine—. Tú debes de estar agotado.
—Llevo todo el día aguantando a base de café —repuso Sam—. Pero ya se me está pasando el efecto. ¿Te parece que nos acostemos temprano?
Jaine bostezó.
—No creo que podamos elegir. Dudo que pudiera seguir despierta aunque quisiera. —Se frotó la frente—. Llevo todo el día con un dolor de cabeza horrible, y nada de lo que me he tomado ha conseguido aplacarlo.
—Maldición —repuso Sam suavemente—. Ni siquiera estamos casados aún, y ya empiezas a tener jaquecas.
Aquello provocó una débil sonrisa.
—¿Se ha vuelto a sacar del bolsillo Shelley un pepino gigante?
La sonrisa se ensanchó ligeramente, aunque estaba teñida de tristeza.
—Sí. Cada vez que cerrábamos los ojos, nos ponía encima rodajas de pepino. No sé si sirven de algo, pero la sensación que producen es muy agradable. —Hizo una pausa—. ¿Has hecho algún progreso hoy?
Sam respondió con un gruñido de disgusto.
—Lo único que he hecho es dar palos de ciego. El ordenador no ha encontrado nada, así que Bernsen y yo hemos repasado los archivos por ver si se nos había pasado algo por alto. ¿Recuerdas que haya habido alguna denuncia por acoso sexual o algún problema entre dos empleados?
—Me acuerdo de cuando Sada Whited pilló a su marido tonteando con Emily Hearst y tuvieron una discusión en el aparcamiento, pero dudo que sea eso lo que estás buscando. —Bostezó otra vez—. Denuncias por acoso sexual, ¿eh? No recuerdo ninguna. Probablemente deberían presentar denuncias a diario contra Bennett Trotter, pero no creo que lo haya hecho nadie. Además, es moreno.
—No hemos descartado a los morenos. No hemos descartado a nadie. Marci pudo traerse aquel cabello rubio suelto de alguien con quien se rozó en el supermercado. Cuéntame más de ese Bennett Trotter.
—Es un tipejo, siempre está haciendo comentarios que él considera muy sensuales, pero es el único que piensa tal cosa. Ya sabes cómo son esos tipos.
Sam lo sabía. Le gustaría saber si Bennett Trotter podría aportar pruebas de dónde había estado aquellos dos días en cuestión.
—Hay varias personas que no le caen bien a nadie —continuó Jaine—. Mi jefe, Ashford deWynter, es una de ellas. Se sentía realmente molesto por lo de la Lista, hasta que la empresa decidió aceptar toda aquella publicidad gratis, y entonces fue todo mieles.
Sam añadió el nombre de Ashford deWynter a la lista que estaba haciendo mentalmente.
—¿Alguien más?
—No conozco a todo el mundo. Vamos a ver. Tampoco le gusta a nadie Leah Street, pero supongo que ésa no cuenta.
El nombre le resultó familiar. Tardó sólo un segundo en ubicarlo.
—La reina del drama.
—Y una auténtica pelmaza. Me alegro de que no esté en mi departamento. T. J. tiene que aguantarla todos los días.
—¿Alguien más, aparte de Trotter y deWynter?
—Nadie que destaque. Recuerdo un tipo llamado Cary o algo así que estaba verdaderamente desencajado cuando apareció la «Lista» por primera vez, pero no mostró violencia alguna, sólo puso cara larga.
—¿Puedes averiguar cómo se llama exactamente? —Claro. Dominica Flores era una de las mujeres que le estaban provocando. La llamaré mañana por la mañana.
Resultaba extraño ver lo alterado que estaba todo, pensó T. J. a la mañana siguiente, al entrar en Hammerstead. Marci y Luna ya no estaban allí, y no volverían a estar nunca. Por difícil que resultara aceptar la muerte de Marci, la de Luna era imposible. T. J. aún no conseguía hacerse a la idea. Con lo inteligente y dulce que era Luna, ¿cómo podía alguien desear matarla por causa de una estúpida lista?
El asesino estaba allí, en aquel edificio, pensó. Tal vez se lo cruzara en el pasillo. Quizá venir a trabajar no fuera precisamente lo más sensato, pero en cierto sentido quería estar allí, porque también estaba «él». A lo mejor le decía algo a ella, aunque sabía que dicha posibilidad era remota; a lo mejor captaba una expresión de su rostro, algo, cualquier cosa, que la ayudara a descubrir de quién se trataba. No era precisamente ninguna Sherlock Holmes, pero tampoco era tonta.
Jaine había sido siempre la más intrépida del grupo, pero T. J. opinaba que ella también podía ser un tanto temeraria. El hecho de ir a trabajar aquel día lo sentía como algo temerario. Jaine no iba a ir; el dolor de cabeza que sufría el día anterior no había remitido, por lo que iba a pasar otro día en compañía de Shelley, dejándose mimar.
T. J. tuvo que reconocer que también le había gustado que Galán se preocupara por ella. Era tonto, tal vez incluso idiota, ir a trabajar sabiendo que él se sentía alarmado al respecto, pero llevaba tanto tiempo considerándola como algo dado por sentado, que aquella intensa preocupación actual por ella actuaba como un bálsamo para sus sentimientos heridos. La noche anterior la había sorprendido con lo que le dijo. Tal vez sí que pudieran recomponer la situación juntos. No pensaba precipitarse a aceptar sus excusas más de lo que se había precipitado a pedir el divorcio cuando su matrimonio empezó a hacer aguas, pero es que lo amaba de verdad, y por primera vez en mucho tiempo creía que tal vez él también la amaba.
Luna y Shamal también habían logrado resolver sus diferencias al final, justo antes de que a ella la asesinaran. Tuvo dos días de felicidad con él. Dos días, cuando debería haber tenido una vida entera.
T. J. sintió un repentino escalofrío. ¿Tendría ella sólo dos días con Galán para resolver aquella frágil tregua entre ambos?
No. A ella no iba a atraparla el asesino, tal como había hecho con Marci y con Luna. No comprendía cómo Luna pudo dejarlo entrar en su apartamento como pensaba la policía. A lo mejor ya estaba dentro, aguardándola. Sam dijo que no habían hallado señal alguna de que se hubiera forzado la entrada, pero tal vez él sabía abrir cerraduras o algo así. A lo mejor había conseguido hacerse con una llave. No sabía cómo, pero tenía que haber entrado de algún modo.
Si Galán estaba en el trabajo cuando ella llegase a casa aquella tarde, se dijo, no pensaba entrar sola en la casa. Pediría a un vecino que la acompañase. Y además contaría con Trilby para mayor seguridad; a aquel perrito no se le escapaba nada. Los cocker son muy protectores con sus dueños. A veces sus ladridos eran una lata, pero ahora T. J. se sintió agradecida de que estuviera siempre tan alerta.
Leah Street levantó la vista sorprendida al ver entrar a T. J. en la oficina.
—No te esperaba hoy —le dijo.
T. J. ocultó su propia sorpresa. La forma de vestir de Leah nunca resultaba favorecedora, pero por lo menos iba cuidada. Sin embargo, hoy venía como si hubiera encontrado aquella ropa tirada en el suelo. Llevaba una blusa y una falda, pero la falda le hacía una bolsa a un lado y se le veía el borde de la combinación. T. J. no sabía de nadie que aún usara combinación cuando no era necesario, sobre todo con aquel calor de finales de verano. La blusa estaba arrugada y con una mancha en la pechera. Hasta el pelo, que por lo general lo llevaba inmaculado, lucía un aspecto de no habérselo peinado antes de ir a trabajar.
Reparó en que Leah la observaba expectante, y entonces rebobinó para recordar lo que le había dicho.
—He pensado que me vendría bien trabajar. Ya sabes, la rutina.
—La rutina. —Leah asintió, como si aquella palabra tuviera un contenido profundo.
Un misterio. Claro que Leah siempre había sido un tanto singular. Nada drástico, sólo un poco... aislada de todo.
A juzgar por lo que observó T. J., aquel día Leah estaba ciertamente aislada de todo, ocupada en su pequeño mundo. Tarareaba por lo bajo, se limaba las uñas, respondía unas cuantas llamadas. Por lo menos parecía racional, ya que no eficaz. «No sé, ya te llamaré» parecía ser su frase del día.
Poco después de las nueve desapareció, y regresó diez minutos después con manchas de suciedad en la blusa. Fue hasta donde estaba T. J., se inclinó y le susurró:
—Tengo un problema para alcanzar unos archivos. ¿Puedes ayudarme a mover unas cajas?
¿Qué archivos? ¿Qué cajas? Casi todos los archivos estaban en soporte informático. T. J. quiso preguntarle de qué estaba hablando, pero Leah dirigió una mirada fugaz y vergonzosa al resto de la oficina, como si se encontrara en alguna dificultad que nada tenía que ver con archivos y no quisiera que se enterasen los demás.
¿Por qué yo?, pensó T. J., pero suspiró y dijo:
—Claro.
Siguió a Leah hasta el ascensor.
—¿Dónde están esos archivos? —le preguntó.
—Abajo. En el almacén.
—No sabía que realmente hubiera algo almacenado en el «almacén» —bromeó T. J., pero Leah no pareció pillar el chiste.
—Claro que lo hay —repuso en tono desconcertado.
El ascensor estaba vacío, y no se encontraron con nadie en el pasillo de la primera planta, lo cual no era para sorprenderse teniendo en cuenta que aún era muy temprano. Todo el mundo estaba en su despacho. Aquellos locos informáticos probablemente estarían inmersos en una batalla de bolas de papel, y todavía no había llegado la hora del descanso para tomarse un café, momento en el que la gente empezaba a moverse más.
Bajaron por el estrecho pasillo de color verde vómito. Leah abrió la puerta que tenía el letrero de «Almacén» y se hizo a un lado para dejar pasar delante a T. J. Ésta arrugó la nariz al notar el olor acre y rancio, como si hiciera mucho tiempo que no había entrado nadie allí. Además, estaba oscuro.
—¿Dónde está el interruptor de la luz? —preguntó sin entrar.
Justo en ese momento sintió que algo contundente le golpeaba en la espalda y la empujaba al interior del local oscuro y maloliente. Cayó despatarrada en el áspero suelo de cemento, despellejándose las manos y las rodillas. Un segundo después lo comprendió todo, y horrorizada, se las arregló para rodar hacia un costado y ponerse de pie al tiempo que se le venía encima, con un silbido, un alargado tubo metálico.
Lanzó un chillido, o eso creyó. No estaba segura, porque el corazón le latía con tanta fuerza en los oídos que no podía percibir nada más. Intentó agarrar el tubo y forcejeó brevemente para hacerse con él. Pero Leah era fuerte, muy fuerte, y de un potente empujón la arrojó al suelo de nuevo.
T. J. oyó de nuevo el silbido; a continuación explotaron un montón de luces en su cabeza y ya no oyó nada más.