Capítulo 4
Jaine se las arregló para pasar el fin de semana sin más confrontaciones con su desagradable vecino, y el lunes llegó al trabajo con quince minutos de antelación, en un esfuerzo por compensar el retraso del viernes, aunque ese día ya se había quedado un poco más de tiempo por ese motivo. Al detenerse frente a la entrada, el vigilante se inclinó hacia fuera y observó el Viper con desaprobación.
—¿Cuándo va a deshacerse de esa chatarra y comprarse un Chevrolet?
Lo escuchaba casi a diario. Aquello era lo que sucedía cuando uno trabajaba en la zona de Detroit en algo remotamente relacionado con la industria del automóvil. Uno tenía que mostrar fidelidad a la marca de los Tres Grandes para el que trabajaba, ya fuera directa o indirectamente.
—Cuando me lo pueda permitir —replicó, como hacía siempre. Poco importaba que el Viper le hubiera costado una fortuna, aunque fuera de segunda mano y ya tuviera ochenta mil kilómetros cuando lo compró—. Acabo de comprar una casa, sabe. Si este coche no me lo hubiera regalado mi padre, no estaría conduciéndolo.
Aquello último era una absoluta mentira, pero solía quitarle a la gente de encima durante un tiempo. Gracias a Dios, nadie de por allí conocía a su padre, porque entonces sabrían que era un hombre de Ford hasta la tumba. Se sintió insultado cuando ella se compró el Viper, y jamás dejó de hacer unos cuantos comentarios despectivos acerca de él.
—Ya, bueno, su padre debería estar más enterado.
—No entiende nada de coches. —Jaine se puso tensa y temió ser fulminada por un rayo por semejante trola.
Estacionó el Viper en un rincón de atrás del aparcamiento, donde había menos posibilidades de que le dieran un golpe. La gente de Hammerstead bromeaba diciendo que estaba lleno de agujeros. Jaine tenía que admitir que resultaba incómodo, sobre todo cuando hacía mal tiempo, pero mojarse era preferible a dejar que el Viper sufriera daños. El solo hecho de conducir por la I-696 para ir al trabajo ya bastaba para que le salieran canas.
Hammerstead ocupaba un edificio de ladrillo rojo de cuatro pisos con una arcada gris en la entrada y seis peldaños en curva que conducían a unas impresionantes puertas dobles. Sin embargo, aquella entrada era utilizada exclusivamente por los visitantes. Todos los empleados penetraban por una puerta metálica lateral dotada de una cerradura electrónica que daba a un estrecho pasillo de color verde vómito, en el que se encontraban las oficinas de mantenimiento y electricidad, además de una sala oscura y maloliente que llevaba el rótulo de «Almacén». Jaine no quería saber lo que había almacenado allí dentro.
Al final del pasillo verde vómito había tres escalones que conducían a otra puerta metálica. Ésta daba a un recinto de moqueta gris que ocupaba toda la longitud del edificio y del que partían despachos y otros pasillos como si fueran venas. Los dos pisos de abajo estaban reservados para los locos de la informática, aquellos seres extraños e irreverentes que hablaban una lengua desconocida acerca de bytes y puertos USB. El acceso a aquellos pisos estaba restringido; había que tener una tarjeta de empleado para entrar en el pasillo verde vómito, después otra para entrar en cualquiera de los despachos y salas. Había dos ascensores, y en el extremo opuesto del edificio, para los más enérgicos, se encontraban las escaleras.
Cuando penetró en la sala de moqueta gris, atrajo su atención un enorme cartel escrito en letras grandes. Estaba colocado directamente encima de los botones de los ascensores. A lápiz verde y morado, resaltado con rotulador negro para mayor énfasis, se leía una directiva de la empresa: CON EFECTO INMEDIATO, TODOS LOS EMPLEADOS DEBERÁN TOMAR UNA MEZCLA DE GINKO Y VIAGRA, PARA QUE SE ACUERDEN DE QUÉ COÑO ESTÁN HACIENDO.
Jaine rompió a reír. Los pirados de la informática estaban en buena forma aquel día. Por naturaleza se rebelaban contra toda autoridad y toda estructura; aquellos carteles eran cosa común, por lo menos hasta que llegara alguien de la dirección y los retirara. Se imaginó un montón de ojos arriba y abajo del pasillo pegados a minúsculas grietas mientras los culpables disfrutaban viendo las reacciones de los demás a aquel nuevo ataque a la dignidad de la empresa.
En aquel momento se abrió la puerta que tenía a su espalda, y al volverse vio quién acababa de llegar. Apenas se abstuvo de arrugar la nariz.
Leah Street trabajaba en recursos humanos, y se podía contar con que no apreciaba el humor en ninguna cosa. Era una mujer alta cuya ambición consistía en ascender hasta la dirección, aunque por lo visto no sabía cómo actuar para conseguirlo. Vestía ropas de chica joven en vez de los trajes más propios de empresa que habrían destacado su esbelta constitución. Era una mujer atractiva, con un cabello rubio y hueco, y un buen cutis, pero totalmente ajena a lo que era vestir bien. Su mejor rasgo eran sus manos, delgadas y elegantes, que ella siempre llevaba perfectamente cuidadas.
Fiel a la norma, Leah lanzó una exclamación ahogada al leer el cartel, y empezó a ponerse de color rojo.
—Qué vergüenza —dijo, extendiendo la mano para bajarlo.
—Si lo tocas, dejarás tus huellas en él —le dijo Jaine en tono totalmente inexpresivo.
Leah se quedó congelada en el sitio con la mano a sólo un centímetro del papel.
—No hay forma de saber cuántas personas lo habrán visto ya —prosiguió Jaine al tiempo que pulsaba el botón de subir—. Alguien de la dirección se enterará de esto y se pondrá a investigar aunque se quite el cartel de aquí. A no ser que tengas pensado tragártelo, cosa que yo no haría, teniendo en cuenta que los gérmenes que contiene deben de contarse por billones, ¿cómo vas a deshacerte de él sin que te vea nadie?
Leah le dirigió a Jaine una rápida mirada de desaprobación.
—Seguro que a ti esta asquerosa basura te parece hasta graciosa.
—De hecho, así es.
—No me sorprendería que lo hubieses puesto tú.
—Quizá debieras delatarme —sugirió Jaine al tiempo que se abrían las puertas del ascensor y entraba dentro—. Prueba a llamar a la Asociación Nos Importa un Comino.
Las puertas del ascensor se cerraron dejando a Leah allí de pie, mirando furiosa a Jaine. Aquél había sido el diálogo más hostil que habían tenido nunca, si bien Leah no era famosa precisamente por su capacidad para llevarse bien con la gente. Jaine no alcanzaba a comprender cómo había terminado trabajando en recursos humanos. Durante la mayor parte del tiempo, simplemente sentía lástima por ella.
Pero hoy no era una de esas ocasiones.
Los lunes siempre eran el día más ajetreado de la semana en el departamento de nóminas, porque era entonces cuando se entregaban todas las tarjetas horarias de los últimos cinco días. La misión de Hammerstead consistía en suministrar tecnología informática a General Motors, no en llevar por ordenador su propio sistema de nóminas. Lo seguían haciendo al estilo antiguo, con tarjetas horarias que se picaban en un reloj. Aquello suponía un montón de papeleo, pero hasta el momento el pago de las nóminas no se había visto interrumpido por un fallo de software o porque se rompiera un disco duro. Quizá fuera eso por lo que Hammerstead no había modernizado el sistema: la nómina, al igual que el correo, tenía que seguir funcionando.
Para las diez ya estaba necesitando tomarse un descanso. En cada planta había una sala de café dotada del acostumbrado surtido de máquinas expendedoras, mesas baratas de cafetería y sillas metálicas, un frigorífico, una cafetera y un horno microondas. Cuando entró Jaine, había varias mujeres y un hombre apiñados en torno a una única mesa; todas las mujeres reían a carcajadas, y el hombre parecía indignado.
Jaine se sirvió la taza de café que tanto necesitaba.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Una edición especial del boletín de noticias —contestó una de las mujeres, Dominica Flores. Tenía los ojos húmedos de tanto reír—. Esto va a hacer historia.
—Yo no veo qué tiene de gracioso —dijo el hombre con el ceño fruncido.
—Tú no, claro está —replicó una mujer entre risitas, y le tendió la hoja a Jaine—. Echa un vistazo.
El boletín de la empresa no se sancionaba oficialmente, aun haciendo un gran esfuerzo de imaginación. Tenía su origen en los dos primeros pisos; si se les daba a todas aquellas imaginaciones acceso a la edición por ordenador, tenía que suceder necesariamente. El boletín aparecía a intervalos regulares, y por lo general siempre contenía algo que hacía que la dirección intentase confiscar todas las copias.
Jaine bebió otro sorbo de café al tiempo que tomaba la hoja. Los chicos habían realizado ciertamente un trabajo de lo más profesional, aunque con el equipo y el software que tenían a su disposición, sería vergonzoso que no lo hubieran hecho bien. El boletín se titulaba «Pez martillo», y su logo consistía en un tiburón de aspecto feroz. No era un tiburón martillo, pero eso carecía de importancia. Los artículos estaban dispuestos en columnas, había gráficos de calidad, y un dibujante de tiras cómicas bastante ingenioso que firmaba con el nombre de «Mako» solía hacer chistes de aspectos de la vida dentro de la empresa.
Aquel día el encabezamiento estaba escrito en enormes letras de imprenta: «¿DAS TÚ LA TALLA?». Debajo se leía la siguiente frase: «Lo que las mujeres desean en realidad», junto con una cinta métrica enroscada como si fuese una cobra presta para el ataque.
«Olvidadlo, chicos», comenzaba el artículo. «La mayoría de nosotros no tenemos la menor posibilidad. Durante años se nos ha dicho que lo importante no es lo que tenemos, sino cómo lo usamos, pero ahora sabemos cuál es la verdad. Nuestro panel de expertos compuesto por cuatro mujeres, amigas que trabajan aquí, en Hammerstead, han elaborado una lista de lo que ha de tener el hombre perfecto.»
Dios santo, Jaine estuvo a punto de dejar escapar un gemido, pero consiguió reprimirlo y no demostrar otra cosa que interés con la expresión de la cara. Maldita sea, ¿qué había hecho Marci con la lista que había confeccionado? Ahora todo el mundo iba a reírse de ellas sin piedad, y aquélla era una de esas cosas que no se olvidan nunca. Ya se estaba imaginando docenas y docenas de cintas métricas amontonadas en su mesa de trabajo todas las mañanas.
Leyó el artículo a toda prisa, superficialmente. Gracias a Dios, no se mencionaba ninguno de sus nombres. Las cuatro amigas figuraban como A, B, C y D. Todavía tenía ganas de retorcerle el pescuezo a Marci, pero ahora no tendría que atarla, empalarla y mutilarla.
Allí estaba la lista entera, comenzando por la condición «fiel» en el primer puesto. La lista no iba mal hasta el número ocho, «estupendo en la cama», pero a partir de ahí se deterioraba rápidamente. El número nueve lo ocupaba el requisito de «veinticinco centímetros» de Marci, junto con todos los comentarios que lo acompañaban, incluido el suyo propio acerca de que los cinco últimos centímetros eran sobras.
El número diez tenía que ver con el tiempo que el hombre perfecto debería poder aguantar en la cama. «Decididamente, más que un anuncio de televisión» había sido el decreto más bien mordaz de T. J., que figuraba como «señorita D». Habían establecido que media hora era la duración óptima para hacer el amor, sin contar el juego previo.
«¿Por qué no?», decía la señorita C, que correspondía a Jaine. «Esto es una fantasía, ¿no? Y se supone que una fantasía debe ser exactamente lo que una quiere que sea. Mi hombre perfecto ha de proporcionarme treinta minutos de empujar, a no ser que se trate de un polvo rápido, en cuyo caso treinta minutos resultarían contraproducentes dada la finalidad de la ocasión.»
Todas las mujeres reían a carcajadas, de modo que Jaine imaginó que debía de mostrar alguna expresión en el rostro. Sólo esperaba que fuese de sorpresa más que de horror. El hombre —no estaba segura de si se llamaba Cary o Craig, algo parecido— se estaba poniendo más colorado a cada minuto que pasaba.
—A vosotras no os resultaría tan gracioso que un grupito de hombres dijera que su mujer ideal tendría que tener las tetas grandes —exclamó al tiempo que se ponía de pie.
—Oh, vamos —dijo Dominica, aún sonriendo—. Como si a los hombres no les gustasen las tetas grandes desde que anda a gatas. Resulta agradable ver una pequeña revancha.
Oh, genial. Una guerra entre sexos. Jaine se imaginó cómo iban a extenderse las conversaciones como aquélla por todo el edificio. Se obligó a sonreír y devolvió la hoja del boletín.
—Imagino que vamos a tener historia para rato.
—¿Estás de broma? —dijo Dominica con una ancha sonrisa—. ¡Yo voy a enmarcar mi hoja y a colgarla donde mi marido la vea por la mañana, nada más despertarse, y donde sea lo último que vea por la noche al irse a la cama!
En cuanto Jaine regresó a su despacho, marcó la extensión de Marci.
—Adivina lo que acabo de ver en el boletín —dijo, procurando mantener el tono grave.
—Maldita sea —gimió Marci en voz alta—. ¿Es muy horrible? Todavía no lo he visto.
—A juzgar por lo que he leído, es absolutamente literal. Maldita sea, Marci, ¿cómo has podido hacerlo?
—Tienes que pagar un cuarto de dólar por haber dicho un taco —dijo Marci automáticamente—. Fue un accidente. No quiero hablar mucho aquí, en la oficina, pero si comemos juntas te contaré lo que ha sucedido.
—De acuerdo. En Railroad Pizza a las doce. Voy a llamar a T. J. y a Luna; probablemente también querrán venir.
—Esto se parece a un linchamiento —comentó Marci en tono dolorido.
—Podría ser —replicó Jaine, y colgó.
Railroad Pizza se encontraba a unos ochocientos metros de Hammerstead, motivo por el cual era un lugar muy frecuentado por los empleados. Tenía un floreciente negocio de comida para llevar, pero también disponía de media docena de mesas. Jaine escogió una mesa con sofás situada al fondo, donde pudieran disfrutar de mayor intimidad. En cuestión de minutos llegaron las otras tres y tomaron asiento, T. J. al lado de Jaine, Marci y Luna enfrente de ellas.
—Dios, no sabéis cuánto lo siento —dijo Marci. Parecía contrita.
—¡No puedo creer que le hayas enseñado esa lista a alguien! —T. J. estaba horrorizada—. Si Galán llega a enterarse...
—No entiendo por qué estáis tan enfadadas —dijo Luna, desconcertada—. Quiero decir que... sí, resultaría un poco embarazoso que se descubriera que hemos sido nosotras las que hemos hecho esa lista, pero va más bien en plan de chiste.
—¿Seguirías pensando que va de chiste dentro de seis meses, cuando aún se te acerquen hombres ofreciéndose a demostrarte que dan la talla? —le preguntó Jaine.
—A Galán no le parecería gracioso en absoluto —dijo T. J. sacudiendo la cabeza en un gesto negativo—. Me mataría.
—Ya —contestó Marci en tono sombrío—. Brick no es lo que se dice muy sensible, pero le fastidiaría mucho que yo dijera que quiero veinticinco centímetros. —Sonrió débilmente—. Se podría decir que se quedaría corto.
—¿Cómo ha ocurrido? —quiso saber T. J., enterrando el rostro en las manos.
—El sábado fui de compras y me encontré con Dawna como se llame, ya sabéis, la que tiene pinta de vampiresa, de la primera planta —dijo Marci—. Nos pusimos a charlar, almorzamos tarde y nos tomamos un par de cervezas. Le enseñé la lista, nos reímos un rato y ella me pidió una copia. No vi por qué no. Después de tomarme unas cuantas cervezas, hay muchas cosas que me parecen bien. Me hizo varias preguntas, y no sé cómo terminé poniendo por escrito todo lo que habíamos dicho.
Marci poseía una memoria casi fotográfica. Por desgracia, unas cuantas cervezas no parecían afectar su memoria, sólo su sensatez.
—Al menos no le diste nuestros nombres —dijo T. J.
—Sabe quiénes somos —señaló Jaine—. La lista la tenía Marci, de modo que cualquier idiota puede suponer que es una del grupo de cuatro amigas. A partir de ahí, la cosa está clara.
T. J. volvió a taparse la cara con las manos.
—Estoy muerta. O divorciada.
—Yo no creo que vaya a pasar nada a resultas de esto —dijo Luna en tono consolador—. Si Dawna quisiera tirar de la manta y delatarnos, ya se lo habría contado a sus compañeros de la primera planta. Estamos a salvo. Galán no se enterará jamás.