Capítulo 11

A la mañana siguiente, Jaine saltó de la cama temprano, decidida a marcharse a trabajar antes de que apareciese Sam. Aunque el corazón se le aceleraba por la emoción de pensar en volver a fintar con él, la cabeza le decía que era muy posible que Sam hubiera consultado la lista en Internet la noche anterior, al regresar a casa después de haberse atiborrado de comida china. Sam era peor que un pit bull a la hora de soltar una cosa, y no había dejado de pincharla para que le revelara el resto del contenido de la lista. Jaine no quería de ningún modo saber lo que opinaba él de todo lo que había más allá del punto siete de la lista.

Estaba ya saliendo por la puerta a la intempestiva hora de las siete de la mañana cuando vio que su contestador automático estaba otra vez lleno de mensajes. Fue a pulsar el botón de borrado, pero titubeó. Dado que sus padres estaban de viaje, podía suceder cualquier cosa: Uno de ellos podía ponerse enfermo, o podía ser que se diera algún otro tipo de urgencia. ¿Quién sabe? También era posible que hubieran llamado Shelley o David para pedir disculpas.

—No caerá esa breva —murmuró al tiempo que oprimía el botón de lectura.

Había tres mensajes de tres periodistas, uno de prensa y otro de televisión, que solicitaban una entrevista. Dos que habían colgado, seguidos el uno del otro. La sexta llamada era de Pamela Morris, que se presentó como hermana de Gina Landretti. Su voz tenía los tonos melosos y modulados de un locutor de televisión, y la informó de que la encantaría reservarle una entrevista en Buenos días, América para hablar de la Lista, que estaba literalmente barriendo el país. El séptimo mensaje era de la revista People, que le solicitaba lo mismo.

Jaine luchó para contener la creciente histeria que la invadió al escuchar a otros tres que colgaron. Quienquiera que fuese había esperado mucho tiempo, en silencio, antes de colgar. Idiota.

Borró las llamadas; no tenía intención de devolver ninguna de ellas. Aquella situación había pasado de ser tonta para convertirse en algo completamente ridículo.

Consiguió salir del camino de entrada sin toparse con Sam, lo cual quería decir que la mañana comenzaba de manera apacible. Se sentía tan bien que sintonizó la radio en una emisora de música country y escuchó a los Dixie Chicks cantar que Earl tenía que morir. Incluso tarareó ella misma la canción, y se preguntó si Sam el policía opinaría que la muerte de Earl era un homicidio justificado. Tal vez pudieran hasta discutir del tema.

Supo que estaba obsesionada cuando la idea de discutir con Sam le resultaba más emocionante que, pongamos, ganar un premio a la lotería. Jamás había conocido a nadie que no sólo no parpadease ante algo que dijera ella, sino que además fuera capaz de seguirla —verbalmente— sin romper a sudar. Era algo muy liberador, el hecho de poder decir algo y que él no se sorprendiera. A veces tenía la sensación de que Sam disfrutaba provocándola. Era engreído, irritante, macho, inteligente y tremendamente sexy. Y mostraba la debida reverencia hacia el coche de su padre, además de haber lavado y encerado bastante bien el Viper.

Tenía que empezar a tomarse la pildora, y rápido.

Encontró más reporteros frente a las puertas de Hammerstead. Alguien debía de haberles pasado información acerca de qué automóvil conducía ella, porque comenzaron a destellar los flashes de las cámaras cuando frenó la marcha para que el guarda levantase la barrera. Éste le dijo con una sonrisa:

—¿Quieres llevarme a dar un paseo y ver si cumplo los requisitos?

—Ya te llamo yo —replicó Jaine—. Tengo la agenda llena hasta dentro de dos años y medio.

—Ya, claro —dijo él con un guiño.

Era tan temprano que el pasillo verde vómito estaba vacío. Sin embargo, no era tan temprano como para que no se le hubieran adelantado algunos de los pirados. Se detuvo a leer el nuevo cartel del ascensor: RECUERDA: PRIMERO LO SAQUEAS, LUEGO LE PRENDES FUEGO. LOS QUE NO CUMPLAN ESTA NORMA SERÁN SUSPENDIDOS DEL EQUIPO DE ASALTO. Bueno, ya se sentía mejor. Un día sin cartel en el ascensor era algo terrible que soportar.

Llegó a su oficina antes de darse cuenta de que los reporteros y el guarda no la habían molestado. Ellos no eran importantes. Era mucho más interesante su batalla con Sam, sobre todo desde que ambos sabían adonde conducía. Nunca había tenido una aventura, pero se imaginó que la que tuviera con Sam iba a chamuscar las sábanas. No era que tuviera la intención de ponérselo fácil; Sam iba a tener que luchar para hacerla suya, incluso aunque ya estuviera tomando la pildora. Era por principio.

Además, resultaría divertido frustrarlo un poco.

Gina Landretti también había ido temprano a trabajar.

—Oh, estupendo —dijo, y sus ojos se iluminaron al ver a Jaine sentada a su mesa—. Necesito hablar contigo, y tenía la esperanza de que llegases temprano para charlar sin público alrededor.

Jaine gruñó para sus adentros. Veía perfectamente lo que se le avecinaba.

—Anoche me llamó Pam —comenzó Gina—. Ya sabes, mi hermana. Bueno, pues es que ha estado intentando ponerse en contacto contigo, y ¿sabes una cosa? ¡Quiere llevarte a su programa! ¡Buenos días, América! ¿No es emocionante? Bueno, a vosotras cuatro, naturalmente, pero yo le he dicho que probablemente serías tú la portavoz del grupo.

—Ah... Creo que no tenemos portavoz —dijo Jaine, un poco perpleja por la suposición de Gina.

—Oh. Bueno, si lo haces tú, serás tú la portavoz.

Gina parecía estar tan orgullosa que Jaine buscó una manera diplomática de decir «ni hablar».

—No sabía que tu hermana buscaba entrevistas para programas.

—Oh, no lo hace, pero ha hablado con la persona encargada de ese tema, que ha mostrado mucho interés también. Esto supondría un puntazo para Pam —le confió Gina—. Corre el rumor de que las otras cadenas probablemente se pongan en contacto contigo hoy, por eso Pam quería adelantarse a ellas. Esto podría impulsar enormemente su carrera.

Lo cual significaba que si ella, Jaine, no cooperaba, le echarían directamente la culpa de los posibles traspiés en la carrera de la hermana de Gina.

—Puede que haya un problema —dijo Jaine con una expresión lo más contrita posible—. El marido de T. J. no está nada contento con toda esta publicidad...

Gina se encogió de hombros.

—Entonces acudid sólo tres al programa. En realidad, seguramente lo mejor sería que fueras tú sola...

—Luna es mucho más guapa...

—Buen, sí, pero es muy joven. No posee tu autoridad.

Genial. Ahora poseía «autoridad».

Intentó valerse de aquella autoridad para infundir firmeza a su tono de voz.

—No sé. A mí tampoco me gusta toda esta publicidad. Preferiría que todo se olvidara poco a poco.

Gina la miró horrorizada.

—¡No lo dirás en serio! ¿Es que no quieres ser rica y famosa?

—Rica, no me importaría. Famosa, no. Y no veo cómo el hecho de ir a Buenos días, América puede hacerme rica.

—¡Podrías sacar un contrato para un libro! Uno de esos anticipos multimillonarios, ya sabes, como esas mujeres que escribieron el libro sobre las reglas.

—¡Gina! —gritó casi Jaine—. ¡Pon los pies en el suelo! ¿Cómo puede la Lista convertirse en un libro, a no ser que se dediquen trescientas páginas a hablar de la longitud del pene de un hombre?

—¿Trescientas? —Gina adoptó una expresión dubitativa—. Yo creo que sería suficiente con ciento cincuenta.

Jaine buscó a su alrededor algo con que propinarse un coscorrón en la cabeza.

—Por favor, por favor di que sí a Pam —rogó Gina juntando las manos en la clásica actitud de súplica.

En un ramalazo de inspiración, Jaine dijo:

—Tengo que hablar con las otras tres. Será el grupo entero, o nada.

—Pero si has dicho que T. J....

—Hablaré con las otras tres —repitió Jaine.

Gina puso cara de descontento, pero era evidente que reconoció parte de aquella misteriosa autoridad que creía que poseía Jaine.

—Pensaba que ibas a volverte loca de alegría —murmuró.

—Pues no es así. Me gusta tener mi intimidad.

—Entonces, ¿por qué publicaste la Lista en el boletín?

—No fui yo. Marci se emborrachó y se lo contó todo a Dawna como se llame.

—Oh. —Gina puso aún mayor cara de descontento, como si se diera cuenta de que Jaine estaba todavía menos emocionada por toda aquella situación de lo que ella había supuesto.

—Toda mi familia está furiosa conmigo por esto —se quejó Jaine.

A pesar de su desilusión, Gina era una mujer agradable. Se sentó sobre el borde de la mesa de Jaine y cambió su expresión por otra de solidaridad.

—¿Por qué? ¿Qué tiene que ver con ellos?

—Exactamente lo que yo pienso. Mi hermana dice que la he avergonzado y que ya no va a poder entrar en la iglesia con la cabeza alta, y mi sobrina de catorce años ha conseguido la transcripción completa en Internet, de modo que Shelley también está enfadada por ese motivo. Mi hermano está furioso porque lo he avergonzado delante de los hombres de su trabajo...

—No veo cómo, a no ser que hayan hecho comparaciones unos con otros en los lavabos y él no haya dado la talla —comentó Gina, tras lo cual soltó una risita.

—No quiero pensar en eso —dijo Jaine, y a continuación rió también. Se miraron la una a la otra y rompieron a reír a carcajadas hasta que se les saltaron las lágrimas y el rímel se les corrió. Aún riendo, se fueron al lavabo de señoras a reparar los daños.

A las nueve en punto llamaron a Jaine al despacho de su inmediato supervisor.

Se llamaba Ashford M. deWynter. Cada vez que oía pronunciar aquel apellido, creía estar soñando con Manderley. Deseaba ansiosamente preguntar si la M significaba «Max», pero le daba miedo averiguarlo. Tal vez él jugara a mantener aquella fantasía, pero siempre iba vestido con un estilo muy europeo, y había quien le había oído hablar con cierto acento británico.

Además de eso era un gilipollas.

Algunas personas lo son por naturaleza; otras se lo ganan a pulso. Ashford deWynter combinaba ambas cosas.

No le ofreció a Jaine que tomara asiento, pero ella se sentó de todos modos, con lo cual recibió un ceño fruncido por su atrevimiento. Sospechaba cuál era el motivo de aquella pequeña conferencia y quería estar cómoda mientras él la machacaba.

—Señorita Bright —comenzó, con una expresión peculiar, como si olfateara algo desagradable.

—Señor deWynter —repuso ella.

Otro ceño fruncido, de lo cual Jaine dedujo que no era su turno de hablar.

—La situación que se vive a la entrada de la empresa se ha vuelto insostenible.

—Estoy de acuerdo. Tal vez, si usted probara con una orden judicial... —Dejó que la sugerencia surtiera efecto, pues sabía que él no poseía autoridad para conseguir dicha orden aunque hubiera razón para ello, lo cual dudaba. La «situación» no estaba poniendo en peligro a nadie, y los reporteros no estaban obstaculizando el paso de los empleados.

El ceño fruncido se transformó en una mirada de furia.

—Su inclinación a hacer chistes no es bien recibida. Sabe muy bien que esta situación es obra de usted. Resulta indecorosa y molesta, y la gente está descontenta.

Por «gente» debía entenderse «sus superiores».

—¿Por qué es obra mía? —preguntó Jaine en tono manso.

—Esa vulgar Lista que ha escrito...

A lo mejor Leah Street y él habían sido separados al nacer, musitó Jaine para sí.

—La Lista no es mía más que lo es de Marci Dean. Ha sido producto de una colaboración. —¿Qué le pasaba a todo el mundo para que la hicieran a ella la única responsable de la Lista? Y una vez más, ¿qué era aquella misteriosa «autoridad»? Si gozaba de semejante poder, a lo mejor debía empezar a usarlo más a menudo. Podría hacer que la gente le permitiera pasar primero en las cajas del supermercado, o que su calle fuera la primera en limpiarse tras una nevada.

—Señorita Bright —dijo Ashford deWynter en tono dominante—. Por favor.

Aquello quería decir: por favor, no me tome por idiota. Pero ya era tarde; Jaine ya lo tomaba por idiota.

—Su vena de humor es muy apreciada —añadió—. Es posible que no sea usted la única que ha participado en esto, pero es innegable que ha sido la principal instigadora. Por lo tanto, le corresponde a usted rectificar la situación.

Aunque pudiera quejarse de Dawna ante sus amigas, Jaine no estaba dispuesta a mencionar el nombre de otra persona a deWynter. Éste ya conocía los otros tres nombres. Si decidía creer que la mayor parte de la culpa era de ella, no había nada que pudiera decir para hacerlo cambiar de opinión.

—Está bien —dijo—. A la hora de comer saldré a la entrada y les diré que usted no aprueba toda esta publicidad y que quiere que despejen la propiedad de Hammerstead o de lo contrario ordenará que los detengan.

DeWynter parecía haberse tragado un pez.

—Ah... No me parece la mejor manera de resolver las cosas.

—¿Qué sugiere usted?

Ahí quedaba eso. El semblante del supervisor quedó totalmente inexpresivo.

Jaine ocultó su alivio. Su ego habría quedado hecho trizas si deWynter hubiera sido capaz de pensar una solución factible cuando ella no había sido capaz de sugerir una ni siquiera no factible.

—Ha llamado una persona del programa Buenos días, América —prosiguió Jaine—. La mandaré a hacer gárgaras. También se espera que llamen de la revista People, pero simplemente no atenderé la llamada. Toda esa publicidad gratis no puede ser buena para la empresa...

—¿La televisión? ¿La televisión nacional? —preguntó débilmente deWynter. Estiró el cuello igual que un pavo—. Ah... Sería una oportunidad maravillosa, ¿no?

Jaine se encogió de hombros. No sabía si sería maravillosa o no, pero no se podía negar que era una oportunidad. Por supuesto, acababa de meterse ella misma en una encerrona; publicidad era precisamente lo que no quería. No cabía la menor duda de que tenía un grave defecto de personalidad, ya que no podía soportar permitir que Ashford deWynter se impusiera a ella en nada.

—Tal vez debiera proponer la idea a la autoridad que corresponda —sugirió al tiempo que se levantaba del asiento. Si tenía suerte, alguien de las altas esferas vetaría la idea.

DeWynter se debatía entre la emoción y la renuencia a permitir que ella supiera que tenía que pedir permiso, como si Jaine no supiera exactamente cuál era su puesto y cuánta autoridad conllevaba el mismo. Se encontraba en el término medio de los mandos intermedios, y eso era todo lo que iba a dar de sí.

Nada más regresar a su mesa, Jaine convocó un consejo de guerra. Luna, Marci y T. J. accedieron a reunirse para el almuerzo en el despacho de Marci.

Explicó la situación actual a Gina y pasó el resto de la mañana, con la ayuda de Gina, encajando y esquivando llamadas.

A la hora del almuerzo, las cuatro amigas, fortalecidas con una selección de galletas sin sal y refrescos sin azúcar, se congregaron en el despacho de Marci.

—Yo creo que podemos declarar la situación oficialmente fuera de control —dijo Jaine con pesadumbre, tras lo cual informó a todas acerca de la hermana de Gina y de las llamadas que había recibido aquella mañana de la NBC y de la revista People, tal como había pre-dicho Gina.

Todas volvieron la vista hacia T. J.

T. J. se encogió de hombros.

—No me parece que merezca la pena tratar de apagar el fuego en este momento. Galán está enterado. Anoche no vino a casa.

—Oh, cariño —dijo Marci en tono compasivo alargando una mano para tocar a T. J. en el brazo—. Cuánto lo siento.

T. J. tenía los ojos enrojecidos, como si se hubiera pasado la noche llorando, pero parecía tranquila.

—Yo no lo siento —dijo—. Esto no ha hecho más que sacar las cosas a la luz. O me quiere o no me quiere. Si no me quiere, debe salir de mi vida inmediatamente y dejar ya de hacerme perder el tiempo.

—Vaya —dijo Luna, mirando a T. J. con el asombro dibujado en sus bellos ojos—. Ahí tú, pequeña.

—¿Y tú? —preguntó Jaine a Marci—. ¿Has tenido algún problema con Brick?

Marci contestó con una sonrisa irónica, de estar de vuelta de todo:

—Con Brick siempre hay problemas. Digamos simplemente que ha reaccionado al estilo típico de Brick, vociferando y bebiendo cerveza a lo bestia. Cuando salí de casa esta mañana aún estaba durmiendo.

Seguidamente, todas miraron a Luna.

—No he sabido nada de Shamal —dijo ella, y sonrió a Jaine—. Tenías razón en lo de las ofertas para medírsela y los chistes. Yo me estoy limitando a decir a todos que voté por treinta centímetros, pero que vosotras quisisteis reducir la cifra. En general, eso los deja fríos.

Cuando dejaron de reír, Marci dijo:

—Muy bien, mi idea de conceder una entrevista no ha funcionado. Qué demonios, ¿qué os parece si dejamos de intentar guardar silencio y nos divertimos un poco con todo esto?

—DeWynter va a proponer a los de arriba la idea de obtener publicidad de alcance nacional gratis —dijo Jaine.

—¿Y no van a lanzarse a por ella igual que una mujer hambrienta sobre una chocolatina? —se burló T. J.—. Estoy con Marci. Vamos a sacar la lista a la luz y a divertirnos de verdad; ya sabéis, añadirle unas cuantas cosas, extendernos en discusiones y explicaciones.

David y Shelley se iban a enfadar, pensó Jaine. Bueno, peor para ellas.

—Qué demonios —dijo.

—Qué demonios —la secundó Luna.

Se miraron unas a otras, sonrieron y Marci sacó lápiz y papel.

—Bien podemos empezar ya mismo a darles una historia que merezca la pena sacar en los medios.

T. J. sacudió la cabeza con gesto melancólico.

—Esto va a atraer a todos los locos del país. ¿Alguna de vosotras recibió anoche llamadas absurdas? Un tipo, creo que era hombre, pero pudo ser una mujer, me dijo susurrando: «¿Cuál de las cuatro eres tú?». Quería saber si yo era la A.

Luna dijo sorprendida:

—Oh, yo también he recibido una llamada de ésas. Y hubo dos que colgaron y que pensé que pudiera tratarse del mismo tipo. Pero tienes razón; por la forma en que susurraba, no se distinguía muy bien si era hombre o mujer.

—Yo tenía cinco llamadas en el contestador de personas que colgaron sin decir nada —comentó Jaine—. Desconecté el teléfono.

—Yo salí—dijo Marci—. Y Brick estrelló el contestador contra la pared, de modo que de momento no recibiré mensajes. Esta tarde compraré uno nuevo de camino a casa.

—Así que probablemente las cuatro hemos recibido llamadas del mismo individuo —dijo Jaine, un tanto inquieta y agradecida por el hecho de tener a un policía de vecino.

T. J. se encogió de hombros y sonrió.

—Es el precio de la fama —dijo.