Capítulo 23

Corin no había podido dormir, pero no se sentía cansado. La frustración lo obsesionaba. ¿Dónde estaba la mujer?

Se lo habría dicho, reflexionó. En ocasiones, durante la mayor parte del tiempo no la apreciaba en absoluto, pero otras veces podía resultarle agradable. Si ella se hubiera sentido bien, se lo habría comunicado.

No sabía qué pensar de ella. No se vestía como una puta igual que hacía Marci Dean, pero los hombres la miraban de todos modos, incluso cuando llevaba pantalones. Y cuando resultaba agradable a él le gustaba, pero cuando hacía pedazos a la gente con aquella lengua le entraban ganas de golpearla una y otra vez, y seguir golpeándola sin cesar hasta que la cabeza se le quedase toda blanda y ya no pudiera hacerle nada nunca más... Pero ¿era ella, o Madre? Frunció el entrecejo tratando de acordarse. A veces las cosas se volvían muy confusas. Aquellas pastillas debían de estar afectándolo.

A Luna también la miraban los hombres. Luna siempre era amable con él, pero se maquillaba demasiado y Madre opinaba que siempre llevaba la falda demasiado corta. Las minifaldas provocaban pensamientos asquerosos en los hombres, decía Madre. Ninguna mujer decente usaba minifalda.

A lo mejor Luna simplemente fingía ser dulce. A lo mejor era malvada en realidad. A lo mejor era ella la que había dicho aquellas cosas, y se había reído de él, y había hecho que Madre le hiciera daño.

Cerró los ojos y pensó en el daño que le había hecho Madre, y lo invadió una sensación de placer. Se pasó la mano por delante del cuerpo, tal como no debía hacerlo, pero le gustaba tanto que a veces lo hacía de todos modos.

No. Aquello estaba mal. Y cuando Madre le hacía daño, sólo le estaba mostrando lo malo que era aquello. No debería disfrutar haciéndolo.

Pero la noche no había sido un total desperdicio. Ahora tenía una barra de labios nueva. Le quitó la tapa e hizo girar la base para que asomara aquel objeto vulgar. No era de un rojo vivo como la barra de Marci, sino más bien de un tono rosáceo, y no le gustaba tanto, qué va. Se pintó los labios, y tras mirar ceñudo su reflejo en el espejo se quitó la pintura asqueado.

Quizás alguna de las otras tuviera una barra de labios que le sentase mejor.

Laurence Strawn, director general de Hammerstead Technology, era un hombre de risa desbordante y dotado de un talento especial para ver las cosas en su conjunto. No se le daban bien los detalles, sin embargo no necesitaba esa cualidad en absoluto.

Aquella mañana había recibido una llamada de un detective de Warren de apellido Donovan. El detective Donovan se había mostrado muy persuasivo. No, no poseían ninguna orden para registrar los datos del personal de Hammerstead, y preferían llevar aquel asunto tan discretamente como fuera posible. Lo que solicitaba era un poco de cooperación para atrapar a un asesino antes de que éste pudiera matar de nuevo, y tenían la corazonada de que trabajaba en Hammerstead.

¿Por qué?, había preguntado el señor Strawn, y le contaron lo de la llamada telefónica al móvil de T. J. Yother, cuyo número no podía saber que era el de ella a no ser que tuviera acceso a cierta información. Como estaban bastante seguros de que Marci Dean conocía a su asesino y de que aquel mismo hombre era el que había llamado al móvil de T. J., dedujeron que lo conocían las dos, que de hecho lo conocían las cuatro amigas. Aquello apuntaba bastante a la posibilidad de que él trabajara en Hammerstead con ellas.

La inmediata reacción del señor Strawn fue decir que no quería que aquello se filtrase a la prensa. Al fin y al cabo, él era el director general. Su segunda reacción, más meditada, fue que haría todo lo que estuviera en su mano para impedir que aquel maníaco matase a más empleados suyos.

—¿Qué quieren que haga? —les dijo.

—Si es necesario, iremos a Hammerstead a examinar los archivos, pero preferiríamos no alertar a nadie respecto de qué estamos buscando. ¿Puede usted acceder a los archivos y enviármelos por correo electrónico?

—Los archivos se encuentran en un sistema aparte que no está en línea. Los copiaré en un CD para mi registro personal y después se los enviaré a usted. ¿Cuál es su dirección de correo electrónico? —A diferencia de muchos directores y presidentes de empresas, Laurence Strawn sabía manejarse con los ordenadores. Se había visto obligado a dominarlos sólo para entender qué estaban haciendo los pirados de las dos primeras plantas.

—T. J. Yother trabaja en recursos humanos —añadió mientras copiaba la dirección electrónica del detective Donovan, otro talento que poseía, el de hacer dos cosas al mismo tiempo—. Haré que se ocupe ella. Así sabremos que no hay filtraciones.

—Buena idea —dijo Sam.

Tras haber cumplido aquella tarea con sorprendente facilidad (pensó que le gustaba Laurence Strawn), volvió a concentrar su atención en la huella parcial de zapato que habían tomado los técnicos en el suelo del cuarto de baño de Jaine, donde aquel cabrón había pisado los destrozos de maquillaje y había dejado una buena huella. Albergaba la esperanza de que dicha huella bastara para identificar la marca. Dejando aparte a O. J. Simpson, cuando atraparan a aquel tipo les sería de gran ayuda poder demostrar que tenía el mismo tipo de zapato que había dejado aquella huella, y del mismo tamaño. Mejor aún sería que tuviera todavía restos de maquillaje entre el dibujo de la suela.

Pasó la mayor parte de la mañana al teléfono. ¿Quién había dicho que el trabajo de un detective no era peligroso y emocionante?

La noche anterior había resultado un poco más peligrosa y emocionante de lo que a él le hubiera gustado, pensó con aire grave. No le gustaba jugar al «¿qué habría pasado si...?», pero en este caso no podía evitarlo. ¿Qué habría pasado si lo hubieran llamado para que fuera a la comisaría? ¿Qué habría pasado si Jaine no hubiera llegado tarde, si él no hubiera estado preocupado, si no hubieran discutido? Podrían haberse despedido con un beso de buenas noches y Jaine se habría ido sola a su casa. Teniendo en cuenta cómo había quedado destruida esta última, Sam se estremeció al pensar en lo que habría sucedido si ella hubiera estado allí dentro. Marci Dean era más alta y más grande que Jaine y sin embargo no había podido repeler a su atacante, de modo que las posibilidades de que Jaine lo hiciera eran prácticamente nulas.

Se recostó en su silla y entrelazó los dedos por detrás de la cabeza, contemplando el techo y pensando. Había algo que se le escapaba, pero no conseguía saber qué era. De todos modos, no lo conseguía de momento; tarde o temprano daría con ello, porque no iba a poder dejar de preocuparse hasta hallar la respuesta. Su hermana Doro decía que él era un cruce entre un ave de presa y un terrier: una vez que le hincaba los dientes a algo, ya no lo soltaba. Por supuesto, Doro no lo decía como cumplido.

El hecho de pensar en su hermana Doro le recordó al resto de su familia y la noticia que tenía que comunicarles. Garabateó en su cuaderno: «Contar a mamá lo de Jaine». Aquello iba a suponer una gran sorpresa para ellos, porque lo último que sabían de él era que no salía con nadie de forma habitual. Sonrió; diablos, y seguía sin salir. Se estaba saltando aquella parte, además de la etapa del compromiso, e iba a casarse directamente, lo cual era sin duda la mejor manera de cazar a Jaine.

Pero lo de la familia tendría que esperar. En aquel preciso momento tenía dos prioridades: atrapar a un asesino y mantener a Jaine a salvo. Aquellas dos tareas no le dejaban tiempo para nada más.

Jaine se despertó en la cama de Sam un poco después de la una de la tarde, no muy descansada en realidad, pero con las pilas recargadas lo suficiente para sentirse dispuesta a hacer frente a la siguiente crisis. Después de ponerse unos vaqueros y una camiseta, fue a su casa a ver cómo iba la limpieza. Allí estaba la señora Kulavich, yendo de una habitación a otra para cerciorarse de que hacían bien el trabajo. Al parecer, las dos mujeres que estaban limpiando se tomaban con buen ánimo su supervisión.

En efecto, eran eficientes, pensó Jaine. El dormitorio y el cuarto de baño ya estaban limpios; el colchón destrozado y el somier habían desaparecido, la ropa de cama hecha jirones había sido retirada y metida en unas bolsas de basura que descansaban junto al porche. Antes de acostarse, había llamado a su agente de seguros y se había enterado de que su seguro como dueña de la vivienda, que hasta hacía poco era un seguro de arrendataria, cubriría parte de los costes de reposición del equipamiento de la casa. Pero el seguro no cubría la ropa de ella.

—No hace ni una hora que ha estado aquí su agente de seguros —dijo la señora Kulavich—. Echó un vistazo y sacó algunas fotos, y pensaba ir a la comisaría a que le dieran una copia del informe. Dijo que no creía que hubiera ningún problema.

Gracias a Dios. Últimamente no andaba muy bien de dinero, y su cuenta bancaria estaba más bien marchita.

En aquel momento sonó el teléfono. Era uno de los objetos no femeninos que no habían quedado destrozados, así que Jaine lo cogió. No había tenido la oportunidad de instalar el identificador de llamadas, y se le cayó el alma a los pies al pensar en estar contestando sin saber por adelantado quién llamaba.

Podía tratarse de Sam, no obstante, de modo que apretó el botón de comunicar y se llevó el auricular a la oreja.

—Diga.

—¿Es Jaine? ¿Jaine Bright?

Era una voz de mujer, vagamente familiar. Aliviada, dijo:

—Sí, soy yo.

—Soy Cheryl... Cheryl Lobello, la hermana de Marci.

Experimentó una punzada de dolor. Por esa razón le resultaba familiar la voz, porque le recordaba a la de Marci. La voz de Cheryl no tenía aquella aspereza de fumadora, pero el tono básico era el mismo. Jaine agarró el teléfono con más fuerza.

—Marci hablaba mucho de ti —dijo al tiempo que parpadeaba para contener las lágrimas, que siempre estaban prestas a desbordarse desde el lunes, cuando Sam le comunicó la muerte de Marci.

—Yo iba a decirte lo mismo —contestó Cheryl, logrando esbozar una risa triste—. Siempre estaba llamándome para contarme alguna observación tuya que le había hecho gracia. También hablaba mucho de Luna. Dios, todo esto no parece real, ¿verdad?

—No —susurró Jaine.

Tras unos segundos de ahogado silencio, Cheryl recuperó el control y dijo:

—Bueno, el forense me ha entregado el c-cadáver, y voy a encargarme de los preparativos para el funeral. Nuestros padres están enterrados en Taylor, y supongo que a Marci le gustaría estar cerca de ellos, ¿no te parece a ti?

—Sí, claro. —Su voz no se parecía a la de Marci, pensó Jaine; sonaba demasiado enronquecida por las lágrimas.

—He solicitado un servicio en el cementerio el sábado a las once. —Cheryl le dio el nombre de la funeraria e instrucciones sobre cómo llegar al cementerio. Taylor se encontraba al sur de Detroit y justo al oeste del aeropuerto de Metro. Jaine no conocía aquella zona, pero se le daba muy bien seguir instrucciones y pararse a preguntar cualquier dirección.

Intentó pensar en algo que decir para aliviar el dolor de Cheryl, pero ¿cómo iba a hacerlo, cuando ni siquiera podía aliviar el suyo?

Entonces se le ocurrió lo que tenían que hacer ella, Luna y T. J. A Marci la encantaría.

—Vamos a montar un velatorio —dijo impulsivamente—. ¿Te gustaría venir?

—¿Un velatorio? —Cheryl parecía perpleja—. ¿Un velatorio al estilo irlandés?

—Más o menos, aunque no seamos irlandesas. Nos sentaremos alrededor y nos tomaremos una o dos cervezas en honor de Marci, y contaremos toda clase de historias acerca de ella.

Cheryl rió, esta vez de verdad.

—Ella estaría encantada con algo así. Me gustaría mucho asistir. ¿Cuándo va a ser?

Como todavía no había hablado de ello con Luna y T. J., Jaine no estaba segura de la hora a la que comenzaría el velatorio, pero tendría que ser el viernes por la noche.

—Mañana por la noche —dijo—. Ya volveré a llamarte para decirte el lugar y la hora, a no ser que tú opines que la funeraria nos dejaría celebrar el velatorio allí, junto a Marci.

—Me parece que no —respondió Cheryl, en un tono que recordaba tanto a Marci que a Jaine se le formó un nudo en la garganta de nuevo.

Después de tomar nota del número de Cheryl, Jaine fue a casa de Sam a recoger la bolsa que contenía el identificador de llamadas y el teléfono móvil, el cual ni siquiera había encendido todavía.

Se sentó a la mesa y leyó las instrucciones detenidamente. Entonces frunció el entrecejo, arrugó el papel en una bola y lo tiró a la basura.

—No puede ser tan complicado —musitó—. Sólo hay que colocar este artilugio entre la línea y el teléfono. ¿De qué otra forma va a funcionar?

Visto con lógica, resultaba bastante sencillo. Desenchufó el teléfono de la toma de la pared, sacó el cable que venía con el aparato y conectó éste a la toma, y luego el teléfono al identificador. Perfecto. A continuación fue a casa de Sam y marcó su número para ver si funcionaba la instalación.

Funcionaba. Cuando pulsó el botón de visualización apareció el nombre de Sam en el pequeño visor, con su número debajo. Cielos, las ciencias avanzan que es una barbaridad.

Tenía una lista de llamadas por hacer, y la primera era a Shelley.

—Necesito que te hagas cargo de Bubú hasta que vuelvan de vacaciones papá y mamá.

—¿Por qué? —preguntó Shelley en tono beligerante, obviamente herida en sus sentimientos.

—Porque anoche me destrozaron la casa y temo que Bubú resulte perjudicado.

—¿Cómo? —Shelley prácticamente chilló—. ¿Que alguien te ha entrado en la casa? ¿Y dónde estabas tú? ¿Qué ha ocurrido?

—Estaba con Sam —contestó Jaine, y lo dejó tal cual—. Y la casa ha quedado bastante destrozada.

—¡Gracias a Dios que no estabas tú dentro! —Entonces calló por un instante, y Jaine oyó cómo trabajaba la mente de su hermana. Shelley no era corta de entendederas—. Aguarda un minuto. La casa ya ha sido arrasada y a Bubú no le ha pasado nada, ¿no es así?

—No, pero temo que le pase.

—¿Es que esperas que vuelvan y te destrocen la casa otra vez? —Shelley estaba chillando de nuevo—. Es por eso de la Lista, ¿verdad? ¡Tienes a un montón de locos que andan detrás de ti!

—Sólo uno, creo —replicó Jaine, y se le quebró la voz.

—Oh, Dios mío. ¿Crees que el que ha entrado en tu casa es el hombre que mató a Marci? Es eso lo que piensas, ¿no? Jaine, por Dios santo, ¿qué vamos a hacer? Tienes que marcharte de ahí. Ven a quedarte conmigo, o en un hotel, ¡lo que sea!

—Gracias por la oferta, pero Sam se te ha adelantado, y con él me siento segura. Tiene una pistola. Una muy grande.

—Ya lo sé, la vi. —Shelley calló durante unos instantes—. Estoy asustada.

—Yo también —reconoció Jaine—. Pero Sam está trabajando en este caso, y tiene un par de pistas. Ah, a propósito, vamos a casarnos.

Shelley empezó a chillar otra vez. Jaine se separó el teléfono del oído. Cuando se restauró el silencio, volvió a acercarse el auricular y dijo:

—La fecha prevista es el día siguiente al regreso de papá y mamá.

—¡Pero para eso faltan sólo tres semanas! ¡No nos da tiempo a prepararlo todo! ¿Y la iglesia? ¿Y el banquete? Y sobre todo tu vestido.

—Ni iglesia, ni banquete —repuso Jaine en tono firme—. Y ya me buscaré un vestido. No necesito hacerme uno a medida, valdrá con uno de serie. De todas formas tengo que salir de compras, porque ese cabrón me ha destrozado casi toda la ropa.

Más chillidos. Aguardó hasta que Shelley se calmara de nuevo.

—Oye, voy a darte mi número de móvil—le dijo—. Tú vas a ser la primera persona que lo tenga.

—Conque sí, ¿eh? —Shelley parecía cansada de tanto chillar—. ¿Y Sam?

—Ni siquiera él lo tiene.

—Vaya, es todo un honor. Se te ha olvidado dárselo, ¿verdad?

—Así es.

—Vale, voy por un bolígrafo. —Se oyeron ruidos de movimiento—. No encuentro ninguno. —Más ruidos—. Vale, dispara.

—¿Has encontrado el bolígrafo?

—No, pero tengo una lata de, refresco. Escribiré el número con el líquido sobre el mostrador, y ya buscaré un bolígrafo para copiarlo en otra parte.

Jaine le recitó el número y escuchó el ruido acuoso que hacía su hermana al anotarlo.

—¿Estás en casa o en el trabajo?

—En casa.

—Ahora mismo voy a recoger a Bubú.

—Gracias —contestó Jaine, aliviada de haberse quitado de encima aquella preocupación.

Seguidamente llamó a Luna y a T. J. al trabajo y realizó la maniobra de conferencia a tres. Ellas también armaron mucha bulla preocupándose por su estado, y Jaine percibió que sabían que aquello les podía haber ocurrido igualmente a ellas. Tal como esperaba, las encantó la idea de celebrar un velatorio para Marci. Luna inmediatamente se ofreció voluntaria a hacerlo en su apartamento, y se fijó una hora. Ella también les proporcionó su número de móvil.

—Tengo una cosa que contaros a las dos —dijo T. J. en tono grave—. Pero no mientras esté aquí.

—Pásate por mi casa cuando salgas de trabajar —le dijo Jaine—. Luna, ¿puedes tú?

—Claro. Ha vuelto a llamarme Shamal, pero no estoy de humor para salir con él, después de que Marci... —Se interrumpió y tragó saliva de modo audible.

—No deberías salir con él, de todas maneras —replicó Jaine—. Acuérdate de lo que dijo Sam: sólo la familia. Eso significa que nada de citas con hombres.

—Pero Shamal no es... —Luna se interrumpió de nuevo—. Esto es horrible. No puedo tener la seguridad, ¿verdad? No puedo correr el riesgo.

—No, no puedes —dijo T. J.—. Ninguna de nosotras puede.

Apenas había colgado Jaine el teléfono cuando éste volvió a sonar. En el pequeño visor aparecieron el nombre y el número de Al. Levantó el auricular y dijo:

—Dime, Shelley.

—Ya veo que por fin te has instalado un identificador de llamadas —dijo Shelley—. Escucha, creo que deberíamos llamar a mamá y papá.

—Si quieres comunicarles que voy a casarme, bien, aunque preferiría decírselo yo misma. Pero ni se te ocurra siquiera decirles que vengan a casa por culpa de ese loco.

—¡Ese loco es un asesino, y anda detrás de ti! ¿No te parece que les gustaría estar aquí?

—¿Y qué iban a poder hacer ellos? Además, no tengo la intención de dejar que me atrape. Voy a instalar un sistema de alarma y vivir en casa de Sam. Sólo conseguiríamos preocuparlos, y ya sabes cuántas ganas tenía mamá de hacer este viaje.

—Deberían estar aquí —insistió Shelley.

—No, no deberían. Deja que disfruten. ¿Crees que voy a permitir que un loco se interponga entre mi boda y yo? Éste va a tener que aguantar hasta el final, aunque tenga que atarlo y arrastrarlo hasta el altar. O lo que sea —agregó al recordar que no iba a ser una boda por la iglesia.

—Estás intentando distraerme, pero no te funciona. Quiero llamar a mamá y papá.

—Pues yo no, y el problema es mío, de modo que se hará lo que yo diga.

—Voy a llamar a David.

—A David puedes decírselo, pero nadie, absolutamente nadie, debe decírselo a mamá y papá. Promételo, Shel. Nadie de tu familia ni de la familia de David, ya sea amigo o enemigo, se lo contará a mamá y papá. Ni les enviará una carta urgente. Ni un telegrama, correo electrónico ni otra forma de comunicación, incluidos los mensajes dibujados en el cielo por una avioneta. ¿He cubierto todas las posibilidades?

—Me temo que sí —repuso Shelley.

—Bien. Deja que disfruten de sus vacaciones. Te prometo que tendré cuidado.

Sam recibió una llamada de Laurence Strawn a primera hora de la mañana.

—Me estoy arriesgando a que me demanden por violar la intimidad —dijo—. Pero una orden judicial llevaría tiempo y podría alertar a ese tipo, así que al diablo con ella. Si esto le sirve de ayuda, merece un centenar de demandas.

Decididamente, aquel hombre le gustaba.

—Examine su correo electrónico —prosiguió Strawn—. Le he enviado un montón de información, y puede que tarde un buen rato en descargarla.

—Ha sido muy rápido.

—La señora Yother está muy motivada —repuso Strawn, y luego colgó.

Sam se volvió hacia su ordenador y descargó el correo electrónico. Cuando vio la cantidad de kilobytes de memoria RAM que ocupaba el archivo adjunto, hizo una mueca de dolor.

—Espero tener memoria suficiente —murmuró. A continuación tecleó el nombre del archivo adjunto y lo abrió.

Treinta minutos más tarde aún estaba descargando la información. Tomó un poco de café, removió algunos papeles, llamó a Bernsen para decirle que ya tenía en su poder los archivos del personal y tornó un poco más de café. Bernsen venía de camino para hacerse con una copia, y Sam esperaba que aquel maldito trasto hubiera terminado de descargar la información antes de que él llegara.

Por fin se despejó la pantalla. Introdujo papel en la impresora y le dio la orden de imprimir. Cuando la bandeja de papel quedó vacía, volvió a llenarla. Maldición, estudiar todos aquellos archivos iba a llevarle una eternidad, aun cuando Bernsen y él no tuvieran otros casos en que trabajar y pudieran concentrarse en éste. Tenía toda la pinta de requerir una noche entera leyendo.

La impresora se quedó sin tóner. Con otro juramento, Sam interrumpió la tarea, cogió un cartucho de tóner, y estaba batallando con él cuando uno de los empleados se apiadó de él y lo insertó en su sitio. La impresora reanudó la labor de escupir páginas impresas.

Llegó Bernsen y ambos se sentaron juntos observando la impresora.

—Estoy cansado sólo de mirarla —dijo Bernsen con la vista fija en la montaña de papel.

—Tú te ocupas de una mitad, y yo de la otra. Examinaremos los nombres, a ver qué escupe la impresora.

—Menos mal que sólo tenemos que fijarnos en los de hombre.

—Ya, pero la industria de la informática es mayormente masculina. La mayor parte de estos archivos pertenecen a hombres; no es una distribución al cincuenta por ciento.

Bernsen lanzó un suspiro.

—Quería ver el partido de esta noche. —Hizo una pausa—. He recibido el informe del forense sobre la señorita Dean. No hay rastro de esperma.

En realidad, Sam no se sorprendió. En un gran número de casos de abuso sexual no había presencia de esperma, ya fuera porque el atacante usó un condón —algunos de hecho lo usaban— o porque no eyaculó. Habría sido estupendo disponer del ADN para realizar una identificación positiva, sólo por si acaso la necesitaban.

—Pero ha encontrado un cabello, que no pertenecía a la señorita Dean. Estoy impresionado de que lo descubriera, pues la señorita Dean era rubia, y también lo es ese tipo.

Una sonrisa astuta se extendió por el rostro de Sam. Un cabello. Sólo un único cabello, pero les proporcionaría el ADN que necesitaban. Poco a poco el caso iba tomando forma. Una sola huella de pisada, un solo cabello: no era mucho para continuar, pero estaban haciendo progresos.