Capítulo 43

 

El bar estaba desierto cuando Nacho y yo llegamos. Sólo el camarero colocaba tazas y platos sobre la encimera y un niño de unos diez años entablaba batallas imaginarias con una legión de gormitis sobre una de las mesas. Preguntamos por el Mencey Loco. Por un instante, una vez más me venció el pálpito de que ya no estaría allí, de que habría muerto en silencio mientras nosotros culminábamos la historia y de que nunca podría conocer el final de la única leyenda que no sabía al completo. El camarero me sacó de mi error y nos comentó que era un poco pronto para él, pero de una sola señal con la cabeza, el niño partió raudo en su busca, dejando tras de sí los restos coloridos de su minúscula batalla.
Nos sentamos en silencio en la última mesa destablillada y estuvimos así, callados, buscándonos los ojos no sé el tiempo. Sólo nos volvimos al unísono cuando sonó la puerta a nuestras espaldas y el anciano Gaspar apareció sonriente, con su boca desdentada y las arruguitas de felicidad colgadas de los ojos, con la mano derecha apoyada en el hombro de su pequeño lazarillo.
—Discúlpenme si he tardado. —Sonrió—. Han venido a buscarme diciendo que me esperaba una bella mujer y he tenido que acicalarme en condiciones.
Le devolví la sonrisa, burlona, ante su permanente aire de seductor.
—¿Y a usted qué más le da que sean bellas o no, si no puede verlas?
—Ah, porque la mujer bella siempre se comporta como tal. Eso se nota. ¿Cómo está usted, mi niña? ¿Ya resolvió quedarse con nosotros?
Nacho y yo intercambiamos una mirada asombrada.
—¿Por qué dice eso? —interrogué sobresaltada una vez más, ante la impresión de que podía interpretar mis pensamientos.
—Mire, porque ya se le puso un fisquito de acento isleño. —Tomó asiento, y como si formara parte de la mesa inmediatamente aparecieron sobre la misma una frasca de vino con tres vasos—. Y dígame, mi niña, ¿vino a escuchar alguna otra historia?
—No. —En la pausa que hice sus ojos acuosos hicieron ademán de buscarme, desconcertados—. Esta vez soy yo quien he venido a contársela a usted.
Le relaté toda la historia desde donde él no la sabía. Utilicé todas las habilidades que le había oído a él y a las cuentacuentos del Anti-Atlas, y tejí la historia de Tigedit con hilos mágicos, demorándome en las certezas que suponía, en los detalles que inventaba y en los paisajes que había visto con mis propios ojos. Comencé desde el principio, como deben empezar los cuentos, cuando mil seiscientos años atrás una mujer y su esclava huyeron de Tafilalet y cruzaron el desierto más peligroso del mundo para fundar una dinastía de hombres libres en las orillas de un palmeral. Le hablé de Tin Hinan y de su descendencia de semidioses, de las princesas perseguidas y escondidas durante los siglos de la dominación árabe, de la rubia Tigedit, a la que encontraron los mensajeros del mencey de Abona cuando arribaron a las costas del mundo que existía más allá del mar; le hablé del barranco de los dragos, donde se enseñaba a las niñas el arte de las hierbas y las palabras, a sanar con oraciones y a convocar a los antepasados con hogueras de raíces secas, y después, tras empalmar con la parte que él conocía, le hablé del destino de Tigedit, de cómo los antepasados la señalaron como su favorita y de cómo, ante la dominación castellana, orquestó el traslado uno a uno de todos los menceyes de la isla para que reposasen en un panteón hecho a su medida, y de cómo se sumergió junto a ellos y a sus dos hijos en las profundidades de la tierra para ocultarles y servirles el resto de la eternidad.
La historia, puesta en orden, era épica y bella como deben serlo todas las historias antiguas, y alegre y triste, cuajada de risas y de llanto, para que se le notaran los retazos de la realidad. Estaba tan llena de paisajes mágicos, de soles eternos, de desiertos insondables, de plantas secretas, de leyendas y de profecías, de tradiciones y de compromisos, que cuando terminé, y el sol que entraba por los cristales descorrió el velo de la fantasía y nos mostró la realidad del día cotidiano, cuya sombra se arrastraba de mesa en mesa, agradecí que Gaspar fuera ciego, para que no pudiera ver, como yo lo veía, el contraste entre la historia y la realidad.
Hubiera jurado que había algo más que el mortecino velo acuoso de sus ojos cuando puse el punto final a mi relato. Pero hacerlo quizá fuera un poco prepotente por mi parte.
—Sería usted una buena narradora... —dijo con voz enronquecida, y viniendo de sus labios, aquél era uno de los mejores elogios que nadie me había dirigido nunca.
—Gracias —murmuré emocionada.
—Si me quedara tiempo, yo mismo le enseñaría —comentó lentamente—. Le he transmitido todo lo que sé a mi sobrina, que anda por los setenta años y tiene las sangres mezcladas... ¿Por qué no se lo iba a transmitir a usted, aunque venga de fuera?
—Yo tengo todo el tiempo del mundo —le incité apretándole la mano.
—Ya, mi reina. El que no lo tiene soy yo, pero quién sabe... déjeme ver. Tiene usted cabeza para los cuentos. Debería escribir la historia de esta princesa, tal como me la ha contado.
—Quizá lo haga —le prometí sin soltar su mano de las mías—. Algún día...
—El panteón de los reyes —evocó soñador—, había oído hablar de él pero nunca supe si existía realmente o no. ¿Así que existe?
Nacho y yo intercambiamos una mirada. Él asintió. Me tomó una mano por debajo de la mesa y la presionó como diciéndome: adelante, cuéntaselo.
—Sí —dije. Tenía la garganta cerrada de lágrimas.
—Usted lo ha visto... —afirmó.
Titubeé unos instantes pero luego asentí emocionada. Él tenía que saberlo. Era la historia viva. ¿Qué importaba dónde se ubicaba el sitio? Lo importante es que existía. A salvo.
—Sí, lo he visto.
—Eso es un privilegio, mi niña. No lo olvide nunca. Hubiera dado años de esta vida que me sobra porque Dios me hubiera permitido estar en sus ojos en aquel momento.
Asentí en silencio, mordiéndome las lágrimas.
—¿Cómo conoció toda la historia?
—Pues... por ella —susurré sobrecogida, sin saber muy bien qué decir—, por la propia Tigedit. —Y me atreví a decirle sin pudor lo que pensaba—: Creo que ella me escogió para contarme su historia.
—¿Y sería ella tan bella como la he imaginado siempre, como cuentan las leyendas?
Evoqué la imagen que había creado en mi mente y seguí jugando a huir de la difusa frontera entre la fantasía y la realidad.
—Mucho más bella aún... —le aseguré— y enfrentó su destino fiel y valientemente. La pena es que no se cumplió con ella la esperanza guanche que afirmaba que, bajo su descendencia, los hombres libres volverían a ser libres.
—Sólo han pasado quinientos años, mi niña, ¿qué es eso? —Sonrió con todos los huecos de su boca. Las arrugas de su rostro parecían el mapa en relieve de una de aquellas islas, volcánicas y resistentes, cuajadas de barrancos y de misterios. Tomó su vaso de vino y lo alzó en el aire, frente a mí y a Nacho, como si quisiera invitarnos a compartir con él el nacimiento de una nueva era—. Tenga paciencia, lo que está escrito es real y acaba siempre por pasar, de una u otra manera, porque el destino lo maneja cada uno y no siempre sabe muy bien cómo hacerlo. Las profecías son palabras y las palabras son el instrumento de la verdad, el único problema es que no hablan de plazos... o, al menos, no de plazos a la medida de los seres humanos.
Sonreí y alcé mi vaso a la vez. Aquel sol brillante al que los nativos habían adorado ponía un rubor carmesí en mi copa. Y supe que aquel anciano decía la verdad.
Que lo que tiene que pasar, siempre pasa.
Que las palabras no siempre hablan de plazos a la medida de los seres humanos, imperfectos e impacientes.
Que somos nosotros quienes manejamos nuestro propio destino, aunque a veces no lo sepamos y demos tumbos en la dirección equivocada.
Que a veces, para saber quién eres realmente, es necesario dejar el sitio de donde procedes y sobreponerte al miedo de atravesar el agua grande.
Que escapar del pasado es, casi siempre, la manera más rápida de afrontar el futuro.