Capítulo 19

 

Todas las tareas, las actividades que se emprenden en la vida, llegan a un punto de no retorno, desde el que la marcha atrás resulta ya casi imposible. Lo verdaderamente difícil es ser capaz de constatarlo a tiempo real. Yo sentí cómo cruzaba aquella frontera irreal apenas dos días después, cuando un exaltado Fernando me telefoneó para darme las primeras noticias sobre la que amablemente había definido como «nuestra» inscripción. Al parecer la profesora Aisha, aún reticente, había reconocido que, al margen del precario estado de conservación del escrito, que a su vez era una burda copia de la inscripción original, todo permitía afirmar lo que ya había adelantado el viejo médico, la existencia de palabras de claro origen bereber cuya traducción, a diferencia de otras inscripciones encontradas en las islas, parecía ser posible, al menos parcialmente. Estaban trabajando aún sobre ello. No quería comentarle más hasta no tener una certeza mayor, pero estaba claro que el episodio tenía la suficiente relevancia como para que la aparentemente imperturbable profesora fuese capaz de dejarse llevar por las emociones. Fernando y yo gritamos emocionados al teléfono, cual dos colegiales en el recreo, como si los resultados de las indagaciones dependieran tan sólo de nuestro propio entusiasmo. Era un martes. Aisha proponía encontrarnos el viernes. Para entonces ella habría contrastado sobradamente sus primeras conclusiones y, lo que era aún mejor, dispondríamos de los resultados de las pruebas de datación por radiocarbono efectuadas a los huesos que descansaban en la caja del museo. A falta de algunos otros resultados que pudieran arrojar sus cuerpos, pendientes todavía de los estudios de antropología biológica, conoceríamos, con un margen de error de aproximadamente sesenta años, la época en la que habían vivido. Parecía que continuaba habiendo cabos que nos iban a permitir conocer un poco más de la historia. Tres días. No sabía si podría sobrevivir hasta entonces.
Llamé a Esther, en Madrid. Además de una gran amiga, era fotógrafa y habíamos colaborado juntas en múltiples reportajes. Aunque no se encontraba dentro de sus competencias profesionales, la arqueología y la antropología eran dos de sus pasiones predilectas o, al menos, las más confesables. Quería compartir la historia con ella, tentarla para que tomara un avión y se dejara caer por un Tenerife más apetecible a medida que el termómetro iba bajando en la Península y diciembre se abría paso de manera inexorable. La excusa inicial del reportaje podía tomar visos de realidad. Esther reaccionó de manera entusiasta, como era de prever, y aunque no tenía disponibilidad en las próximas fechas, me exigió que le contara todo desde el principio. Móvil en mano, con el mar frente a mí, y el Teide a mi espalda, paseando por la finca como en un mirador privilegiado, le relaté durante más de veinte minutos la colección de acontecimientos desde el inicio. Esther me escuchaba extasiada, como a un orador o un cuentacuentos. Para mí era también como vivir desde fuera mi propia realidad.
—¡Marina! No me puedo creer que hayas convertido tu exilio canario en una película de sábado por la tarde.
—¿Por qué llamas exilio canario a mis vacaciones indefinidas? —protesté divertida—. La terminología es muy importante.
—Sí, sí, y la actitud mental aún más —corroboró.
Nos reímos juntas, hasta que se hizo un breve silencio. Mi última conversación con ella en Madrid había versado sobre desamores, rupturas y comienzos de etapa nuevos. Parecía haber transcurrido una eternidad desde entonces, pero habían sido tan sólo... ¿un par de meses?
—Te veo muy bien —aventuró.
—Estrictamente hablando, no me ves —corregí.
—Estrictamente hablando —me remedó—, te siento, te noto. Estás... —buscó la palabra— vibrante, si me dejas decirlo, como hace mucho tiempo que no estabas.
Me dolía reconocerlo, pero quizá tuviera razón. Antes de la ruptura, mi relación había estado ya tan gastada que cualquier situación suponía un desencuentro. El pasado me ahogaba estrechándome en un pesado abrazo de nostalgia, y el futuro esperaba acechante detrás de cada fecha, con mirada aviesa y una certidumbre que yo no quería creer. Analicé el presente real que acababa de relatarle a Esther de forma no premeditada, sin ser consciente de hilvanar un discurso tranquilizador de cara a la galería. En algún momento algo se había dado la vuelta y mis problemas emocionales habían pasado a un segundo plano, ante la avalancha de acontecimientos. El pasado era ahora tan sólo un bulto incómodo que cargarse a la espalda, y aunque tampoco podía decir que hubiese exactamente un futuro, sí había un abanico de caminos, donde muchas cosas, más de las que hubiera esperado dos meses atrás en la Península, eran posibles. Me sentí viva, fuerte y cargada de energía.
—¿Es el clima? —bromeó Esther al otro lado de la línea—. Porque aquí, a nueve grados y con calles iluminadas de Navidad, creo que los índices de suicidio se están disparando.
—¿Calles iluminadas ya? ¡Puf! Puede que influya, sí.
—También puede que influya el tratamiento de autoestima a base de género local que te estás aplicando.
—Bueno... —Reí—. No puede decirse que el tratamiento exista como tal, de momento, pero debo reconocer que el tonteo rejuvenece bastante.
—¿Has sabido algo de Miguel?
Fue ella quien estableció el link mental que yo no había querido hacer. Noté cómo todo mi cuerpo se tensaba ante su pregunta, pese a que había sido hecha en tono cauteloso. La sonrisa fácil se me evaporó.
—Pues no. Hemos roto, ¿recuerdas? Él me dijo que ya no me quería y yo me fui de casa —contesté cortante—. Y en todo caso, esa pregunta debería habértela hecho yo, ¿no crees?
—Pero te has mordido la lengua.
Me sorprendí. ¿Había sido así realmente o lo que en realidad había ocurrido es que ni siquiera me había acordado de él?
—No sé, bueno... ¿Qué pasa? ¿Está con alguien?
—No sé si está con alguien, Marina. Me ha llamado un par de veces. Me ha preguntado por ti. Parecía bastante... —buscó con cuidado una expresión lo suficientemente neutral como para no arriesgarse a que le colgara el teléfono— abatido.
—¿Abatido comparado con quién?
Esther no entró al trapo.
—Me dijo que se sentía triste, que había hecho un montón de cosas mal, que no sabía por qué.
—¿Y te ha llamado para asegurarse de que tú me cuentas esto a mí?
—No sé. Pero yo no te he llamado para decírtelo, Marina —se defendió Esther—. Esto fue hace como tres semanas. Te lo cuento ahora porque he pensado que querrías saberlo, que de estar en tu situación a mí me gustaría tener toda la información posible. Me dijo que tenía muchas ganas de hablar contigo.
Las sensaciones se agolparon en mi mente. «Viene a por ti. Confiésate que lo estabas deseando», pensó una parte de mí. «No te fíes, no te hagas ilusiones», pensó otra. Gano la última.
—Afortunadamente he cambiado de móvil. Y tú no se lo has dado, ¿verdad?
—No. —Su voz sonaba delgada, como a disculpa previa—. Me preguntó dónde estabas. Si te habías ido de Madrid.
—¿Y qué le dijiste?
—La verdad, que estabas en Canarias, pero nada más.
Suspiré. Ella continuó.
—Le dije que si tú querías hablar con él, le llamarías.
Hubo una pausa antes de su siguiente frase.
—¿Vas a hacerlo?
—Esther, no sé —estallé—. No tengo ni idea. Yo estaba aquí tan feliz, con mi película de sábado por la tarde, como tú dices, mis historias, mis guanches, mi sol, mi playita, mis coqueteos y mis veinticinco grados y vienes tú y me sueltas todo esto. Y ahora yo no sé qué hacer con ello. —Si seguía hablando se me rompería la voz—. Sencillamente no sé qué hacer. Dímelo tú, ¿qué hago?
—Yo le llamaría —susurró Esther, como si hubiera estado esperando la pregunta.
—Pues no sé si le voy a llamar, Esther. No sé. Porque llamarle es remover todo. Y no tengo ninguna necesidad. ¿Tú sabes lo lejos que me parece aquí toda esa historia?
—Marina, tranquila. Tú tienes las respuestas ahora. Yo creo que sencillamente acaba de darse cuenta de que ha cometido un error, de que se ha precipitado. Igual os habéis precipitado los dos por puro orgullo. —Hizo una pausa, consternada—. Pensé que te haría ilusión saber que él se acordaba de ti.
Suspiré. Analicé fríamente el contenido de sus palabras.
—Ya. Debería, ¿verdad?
—Yo creo que sí.
—Y entonces, Esther... ¿por qué no me la hace?

 

Una vez más, acelerar con rumbo a ninguna parte fue la única solución que concebí para escapar de mis pensamientos, sin querer darme cuenta de que, inevitablemente, venían conmigo. Anhelaba sumergirme en esa dulce nada del no pensar, pero mi mente, con vida propia, se complacía en torturarme con un cruel balance de recuerdos pasados y posibilidades futuras. Salí de la finca y tomé la pista que partía desde el mirador del Contador de Arico hacia el norte, sin preocuparme ni de si el terreno sería demasiado agreste para mi C1, que evidentemente no había sido diseñado para conducir fuera de carreteras, ni de si llevaba suficiente gasolina para adentrarme en el monte, ni de cuál era el destino de mi escapada. De hecho, lo bueno de conducir sin destino en una isla es que tarde o temprano llegas al mar y te ves obligado a replantearte la dirección en la que continuar o el objetivo de tu huida. En aquel momento necesitaba aislarme de todo, estar a solas conmigo misma, escapar de mis emociones, como si tuvieran entidad independiente y pudiera dejarlas recostadas al sol en el porche de mi cabañita en Tamadaya. Miguel reaparecía como un fantasma persistente en un entorno que ya no era el suyo, en una realidad que no le pertenecía, arrojando una sombra alargada de ciprés de cementerio sobre aquel presente continuo que estaba tratando de construir quizá con más voluntad que acierto. Se deslizaba por los pasillos de mi mente buscando puertas abiertas, arrastrando los ropajes del victimismo en una historia en la que yo ya sabía que no había ni acusadores ni acusados, y desenterrando las sensaciones que yo trataba de enterrar día tras día bajo la losa del olvido.
Me pregunté si era la posibilidad de su regreso lo que inconscientemente había esperado desde un principio huyendo fuera de Madrid, si todo ese tiempo de irrealidad, de pretendidas investigaciones arqueológicas y coqueteos ingenuos con Nacho y Fernando, no había sido más que un intermedio agradable en mi vida, una forma amena de pasar el tiempo mientras Miguel, como un empresario teatral caprichoso, se decidía y volvía a buscarme, para darme un papel en su vida. Pero si era así, ¿dónde quedaba mi vapuleado orgullo en toda la historia? ¿Qué papel jugaban mis verdaderos deseos, mis verdaderos sentimientos? Es más, ¿cuáles eran? ¿Era capaz acaso de identificarlos?
La belleza del paisaje desolado del collado de Las Cañadas me sacó de mis pensamientos. En mi alocado ascenso había llegado al cruce del observatorio astronómico de Izaña. El Teide quedaba a mi izquierda. Su cumbre parecía más cercana, más accesible, pero también, de alguna manera, vagamente amenazadora. La llanura atormentada de negros y ocres que se tendía entre la pista y el cráter del volcán le confería a aquel espacio un aire desolador. Descendí del coche, y el ruido de la portezuela al cerrarse tras de mí me sobresaltó. La pureza de las líneas recortadas contra un cielo limpísimo y el silencio circundante hablaban de relieves geológicamente recién nacidos y me embargaba la inexplicable sensación de encontrarme en un paisaje a medio hacer, vivo, como si un gigantesco corazón de fuego y piedra derretida latiera bajo mis pies. Sentí un pálpito de atemporalidad, y una creciente sensación de pequeñez ante las magnitudes en que se mide la naturaleza. Sólo el coche, una insignificante mancha amarilla en el paisaje, ponía una nota discordante en aquel ambiente.
Estaba a los pies del Teide, de Echeyde, el lugar que habían admirado y respetado los guanches. La morada del demonio Guayota, al que había que aplacar y temer. Mi memoria ancestral se sentía sobrecogida ante la energía telúrica que emanaba de aquel espacio, como si un instinto mucho más viejo que yo fuera capaz de reconocer las fuerzas elementales de la naturaleza y postrarse ante ellas. Quizá por ello, de un modo que no alcanzo a explicarme, los entornos naturales siempre han tenido la capacidad de obrar como bálsamos sobre mi espíritu.
Cuando volví a entrar en mi coche llevaba el alma sosegada y el inexplicable convencimiento de que todo, absolutamente todo lo que estaba viviendo, obedecía a un fin mayor cuya magnitud aún no podía prever. Analizar los mil y un caminos potenciales que se desplegarían ante mil y una acciones potenciales, como en un libro de «Elige tu propia aventura», me producía una confusión mental que ni deseaba ni merecía. No podía adivinar cada una de las implicaciones de una decisión, como un estratega en una partida de ajedrez. De hecho, nunca se me había dado muy bien el ajedrez. Decidí obrar de una manera mucho más irracional y dejar que mi lado animal se moviera por instintos básicos. Me acerco a lo que me hace bien, me alejo de lo que me hace mal. Perfecto. Ya está. No iba a llamar a Miguel.
Me despedí del Teide con una sonrisa agradecida y la convicción profunda de haber encontrado la respuesta en el entorno místico de un oráculo. Conduje de nuevo, esta vez con dirección a La Orotava, atravesando la isla de sur a norte. El antiguo valle de Taoro me recibió con una vegetación desbordante que se vertía en laderas aterrazadas acompañando las curvas de la carretera. Dejé atrás la naturaleza en estado puro y en el cruce tomé la T-1 en dirección a Santa Cruz. Volvía a estar en un entorno a la medida humana. Casas, gasolineras, comercios, coches, niños y perros empezaron a deslizarse ante mis ojos sin apenas interrupción. Todo recobró su cercanía. La ladera norte se despojó de la magia que yo arrastraba desde la cumbre y, como en un escenario perfectamente pensado por un autor romántico, rompió a llover. Una llovizna cálida, persistente, suave, como sin ganas, que oscureció la carretera, levantó vapores de tierra mojada, desdibujó los contornos tras el cristal de mi vehículo y confirió cierto aspecto lacrimógeno a todo mi regreso.
Al encarar la autopista del sur la lluvia había cesado y el sol trataba de abrirse paso a través de un incierto cobertor de nubes y claros, derramando cascadas ocasionales de luz, como esas postales idílicas del cielo en las revistas de los testigos de Jehová. Las nubes abandonaron su posición definitivamente y un sol invernal, tangencial y desvaído, se dejó sentir. Paré cerca de El Porís para echar gasolina, compré algunas provisiones para abastecer mi cabaña y descubrí que, salvo un desayuno tardío que había tomado a las diez de la mañana mientras recibía la llamada de Fernando, no había vuelto a comer nada en todo el día. Mi excursión improvisada me había llevado prácticamente cinco horas. Estaba hambrienta, así que decidí tomar una ensaladilla en el mismo bar, cercano al muelle, donde había parado con Amanda, Ximi y Nacho el día que volvíamos de Icod. Aunque no me había dado tiempo a preguntarme si estaría allí, nada más descorrer la cortina de cuentas vi que el anciano ciego que nos había deleitado con la leyenda de Amarca era el único parroquiano, sentado en la mesa del fondo, con el mismo porte señorial de un rey medieval que atendiera un día de audiencias erguido en su trono.
—Buenas tardes —saludó con su acento cantarín—. Qué bueno verla de nuevo. ¿Encontró lo que buscaba?
¿Sabía quién era yo o era un saludo clásico para impresionar al personal? Miré a mis espaldas, por si tras de mí entraba alguien más, y al ver que no era así, me volví hacia el camarero que colocaba tapas tras la barra y contestó a mi mirada interrogativa con un encogimiento de hombros, como si ese tipo de situaciones fueran absolutamente corrientes. Me acerqué a la mesa.
—Buenas tardes —respondí—. ¿Por qué sabe que busco algo?
—Porque se nota.
—¿Y qué es lo que busco?
—Eso tiene que saberlo usted.
Sonreí. ¡Qué fácil!
—¿Quiere tomar un vino?
—¡Claro!
Pedí dos vinos al camarero y me senté frente al anciano. Analicé con detenimiento su rostro curtido y trazado de gruesas arrugas, como modeladas en arcilla. Como la primera vez que le había visto, se tocaba con un sombrero canario. Su boca albergaba la sombra de una sonrisa permanente, y sus ojos entrecerrados y hundidos dejaban apenas atisbar un fondo blanquecino.
—¿Está tratando de adivinar mi edad?
—No —confesé—, estoy tratando de averiguar qué es lo que ve.
—Eso es bien fácil, mi niña. Lo difícil es la edad —respondió con una risa cascada—. No veo nada. Nunca vi. Nací así, cieguecito, como usted me ve ahora.
Me ahorré innecesarios comentarios compasivos.
—¿Ha sido ciego siempre?
—Siempre, siempre. En el pueblo decían que era un castigo, porque mis padres eran familia, y los padres de mis padres también.
—¿Son ustedes de aquí?
—De por más arriba, por la medianía, pero ahora vivo aquí.
—¿Con su familia?
Se rió de nuevo, como si mi pregunta le hubiera hecho una gracia horrorosa, y acabó en una tos abrupta. El camarero intervino con una sonrisa.
—Ahí donde le ve, les ha enterrado a todos. Es un superviviente nato. ¿Qué edad tiene usted, Mencey?
—Qué sé yo —exclamó el viejo, recuperándose—, ciento veinte años o así, ¿no? ¿Lo sabes tú? ¿En qué año estamos?
—Yo qué voy a saber, ya era usted así cuando yo nací. Y estamos en 2009 —bromeó el joven.
—¡La Virgen! En 2009. —El anciano se persignó con incredulidad.
—Incluso mi abuela decía que él era ya un mozo cuando ella era una cría. Y mi abuela murió hace diez años. Con noventa —matizó el camarero, con intención.
—¿No conoce la fecha de su nacimiento? —pregunté al anciano.
—No sé. Igual la supe, pero se me ha olvidado. Tengo tanta información en la cabeza —se lamentó, como si el dato del que hablábamos fuera completamente superfluo.
—¿Y no celebra su cumpleaños?
—Anda, ¿y por qué habría de hacer eso?
El camarero movió la cabeza sonriente, conminándome a dejarlo por imposible. El anciano pareció reflexionar.
—Creo que he vivido la entrada de dos siglos, el XX y el XXI —susurró casi como para sí. Me maravilló lo aparentemente lúcido que era su diálogo para alguien de su edad. Asintió lentamente—. A veces yo mismo me asombro de ser tan viejo.
—Y de tener tantas cosas en la cabeza, como usted dice. —Le sonreí—. No sé si se lo dijimos en su momento, pero nos conmovió mucho el cuento que nos contó, el de Amarca.
Soltó una risilla en tono bajo.
—Tiene una bonita moraleja. ¿Ya ha aprendido usted a no ser tan desdeñosa con sus admiradores?
Sonreí en el mismo tono.
—Bueno, lo voy intentando.
—Amarca —suspiró de nuevo para sí—. Es una historia triste, la de Amarca. Pero sé muchas más. Miles de historias más. Durante mucho tiempo me gané la vida contándolas.
—Ha sido el mejor cuentacuentos de la zona durante muchísimos años —corroboró el camarero—. No había fiesta ni guachinche en que él no estuviera. Las cuenta de manera magistral. La gente le ha dicho muchas veces que debería escribirlas, hacer una recopilación, pero él no quiere.
—¡Bah! —protestó el anciano—. Esas historias son para ser oídas. Llevadas al papel pierden toda la magia. Son para escucharlas en silencio, paladeándolas, como se ha hecho siempre.
—¿Lo ve? —me indicó el camarero con complicidad.
—¿De dónde saca todas esas historias?
—De mi abuela, mi bisabuela... y ellas de las suyas, era una tradición familiar. Los relatos pasaban en mi familia de una mujer a otra. Yo era el enfermito. Había tareas en que no podía ayudar, así que me aceptaron como depositario de la memoria familiar y me contaron todo lo que ellas sabían. No sé si llegaron a imaginar que uno podría un día ganarse los cuartos con esto.
Me conmovió su imagen de trovador ciego. Le imaginé más joven, guapo, sin él saberlo, con su sombrero canario y sus ojos apagados desgranando cuentos de plaza en plaza. Apenas gesticulaba; quizá debido a su ceguera no tenía la cultura visual de apoyarse en los pequeños gestos que jalonan una conversación. Pero era precisamente esa ausencia de movimiento lo que hacía que te quedaras prendado de sus ojos inmóviles, de su prosa cautivadora, y de su voz potente, áspera y evocadora. Era como una esfinge hierática desgranando mensajes de otro tiempo.
—¿Y conoce muchas leyendas?
—Ay, mi niña, leyendas, historias... ¿quién sabe dónde está la división? Muchas veces la gente me pregunta si son ciertas, y yo siempre digo lo mismo, que por ciertas me las contaron. Que la abuela de mi abuela las escuchó de su abuela y así hasta el tiempo de los conquistadores y más atrás.
—¿De verdad? —inquirí entre admirada e incrédula—. ¿Y las recuerda todas?
—Casi todas —reconoció dolido—. A veces tengo lagunas. Hay algunas que no he vuelto a contar; en la época de Franco no estaba bien que se hablara de dioses paganos, ni de suicidios rituales, ni de mujeres que se entregaban a otros hombres que no eran sus maridos. Otras las disfracé de cuentos, por increíbles. Pero todas están aquí dentro —se golpeó la sien con delicadeza— y sólo hay que encontrar el hilito para poder tirar de ellas.
—Yo llevo oyéndole desde que era niño —precisó el camarero, que había abandonado su quehacer y se acodaba en la barra—, y me parece increíble que tenga tanta memoria. Es como él dice. Su madre y su abuela también fueron contadoras. Si le cree, él le dirá que la tradición se remonta hasta el origen de los tiempos.
—Y es así —afirmó el anciano, muy digno—. Y era una ocupación muy necesaria para mantener la memoria colectiva, esas cosas que ya no interesan a nadie.
—Ahora están más en boga que nunca —le animó el camarero—. Todo el mundo quiere saber de dónde viene.
—Ahora —refunfuñó el anciano—. Ahora que yo me voy a morir sin nadie a quien legarle todo.
—¿No tiene hijos? —me interesé, no sé muy bien por qué, dirigiéndome al camarero. Éste negó con la cabeza.
—Nunca se casó.
—No quedaba ni una muchacha sin sangre mezclada —afirmó el anciano en tono de aclaración—. Ni en la montaña ni en los alrededores. No había con quién.
Me volví de nuevo hacia el camarero con mirada expectante.
—Se jacta de descender directamente de los achimenceyes de Abona —me aclaró solícito el camarero. Daba la impresión de que era una explicación que hubiese tenido que desgranar más de una vez—. Afirma que puede seguir la línea de sus antepasados hasta antes de la conquista, que los tatarabuelos de sus tatarabuelos fueron consejeros del mencey, y que, a diferencia de otros, pese a convertirse, bautizarse y disponer de tierras, jamás se mezclaron con los castellanos.
—¿Pudieron disponer de tierras? —pregunté extrañada—. Pensé que la gente que no había caído en la batalla, fue apresada, esclavizada, o que se convirtieron en algo así como unos ciudadanos de segunda.
—Abona estaba en el bando de paces, entre los que aceptaron pactar con los castellanos —me aclaró el camarero—. A los dirigentes de estos bandos se les dieron ciertas garantías, bastante discutidas luego, por cierto. Parece ser que no era oro todo lo que relucía, y que muchas promesas jamás se cumplieron.
—¿Y es verdad que puede remontarse en su árbol genealógico hasta tan atrás? —inquirí.
—En las islas hay gente que tiene muy a gala sus linajes y puede remontarse muy atrás. Él no es el único. En lo que sí es más original es en ese empeño que usted ve, en no mezclarse con lo que él llama la raza de los conquistadores. —El camarero se encogió de hombros—. La mayoría de la gente se mezcló en una u otra generación.
—No en mi casa —rugió repentinamente el anciano—. En mi familia nadie se mezcló con los invasores. Todos se casaron con guanches, y con guanches de casa real, de linaje...
—Sí, y muchas veces en la propia familia, para preservar la sangre. Por eso a veces hubo niños idiotas —continuó el camarero, como si el anciano no estuviese allí—. La gente piensa que él es ciego por eso. Sus padres eran primos y sus abuelos también eran primos hermanos entre sí. Pero para ellos era importante no mezclarse. Ahora él es el único que queda. Por eso le llamamos el Mencey. —Se acodó en la barra—. Su nombre real es Gaspar.
—Me pusieron el nombre cristiano del último mencey de Abona —interrumpió el anciano muy orgulloso.
—Los niños le dicen el Mencey Loco, ¿verdad, Mencey? Porque siempre está con estas historias a cuestas. A él no le importa, porque también hubo un Mencey Loco, que se mató en el Norte antes de ser apresado.
Asentí con la cabeza. Conocía la historia de Beneharo, el mencey de Anaga, y había escuchado la cantata de Los Sabandeños que reflejaba la desesperación del rey antes de saltar al acantilado perseguido por aquellas tropas que venían de un país y de un tiempo que nunca podría ser el suyo. Me conmovió la imagen de aquel anciano abrazado tan dignamente a un pasado que se le escurría de entre las manos. Hubiera querido contarle el descubrimiento de la finca. ¿Quién mejor que él sabría apreciarlo, saborear su importancia? Pero no sabía si Ángel estaría de acuerdo, y quizá no fuera el mejor de los momentos.
—Gaspar. —Tragué saliva. Temía que no me considerara un público digno—. A mí me encantan sus historias. A lo mejor, si no le importa, podría pasarme otro día y escucharle de nuevo.
—Yo estoy por aquí casi siempre —dijo con el tono condescendiente de quien consulta su agenda para buscarle hueco a una reunión insignificante—. Y un par de vinillos siempre me ayudan a aflojar la lengua, ¿verdad, Julián? —Su mirada vacía se dirigió al camarero, pese a que éste había cambiado de sitio y había salido de la barra con otros dos vasos de vino. Era impresionante cómo podía ser capaz de ubicar a una persona.
El camarero me guiñó un ojo, sonriente.
—Por supuesto. Aquí estaremos los dos. Venga usted cuando quiera.

 

Cuando llegué a la finca atardecía con esa languidez de los días cortos. Aún no me había acostumbrado al poso de nostalgia que me dejaban esos atardeceres tempranos que, de alguna manera, asociaba al frío y al mal tiempo. El clima primaveral era para disfrutarlo en días infinitos, no para recibir a la oscuridad a las seis y media de la tarde. De un modo inexplicable, en Tenerife el anochecer siempre me pillaba de improviso, como algo no esperado, como si hubieran bajado una persiana repentina, como si hubiese sonado antes de tiempo el timbre del fin del recreo...
Talía, alertada por el ruido del coche, acudió curiosa y solícita a saludar, con el abanico de su larga cola aleteando en el aire. Sus habilidades de perro guardián eran inexistentes, pero al menos todo visitante que se acercaba a la finca recibía un cariñoso saludo perruno, independientemente de sus intenciones. Como terapia emocional estaba muy bien. Ángel apareció tras ella, haciendo crujir la grava del sendero.
—¿Cómo le fue?
—Muy bien. Estuve dando una vuelta con el coche.
—¿De campana? —bromeó, señalándome la capa de polvo que cubría el vehículo—. ¿Se me fue de rally por la isla, mi niña?
—Cogí una pista preciosa que me subió hasta al pie del Teide y me bajó luego hasta La Orotava.
—¿Y qué se le perdió a usted en La Orotava?
—Nada. Eso, dar una vuelta. Pensar.
Sonrió.
—Sólo a un peninsular acostumbrado a las prisas se le ocurriría pensar en el coche, mientras va de camino a algo. Como si no se pudiera pensar sentado aquí con toda la tranquilidad del mundo, con la ladera en silencio, y viendo el mar oscurecerse.
—La verdad es que tienes razón —asentí—, pero bueno, me ha venido bien.
—¿Y cómo está La Orotava?
—No entré en la ciudad; sólo tomé la autopista para volver para acá. Ya pasaré otro día. ¿Es bonita?
—Creo que sí. Yo sólo he estado una vez.
—¿En serio? —Y remedé su tono anterior—. Sólo a un isleño se le puede ocurrir vivir toda la vida en el mismo sitio y no conocer las ciudades de alrededor.
Sonreímos juntos.
—No me hace falta. —Sonrió—. Si pasara algo interesante, ya me enteraría.
—Bueno, yo puedo traerte novedades del mundo exterior. En el norte estaba lloviendo.
—Vaya una novedad, mi niña. —Sonrió—. En el norte siempre está lloviendo.
Acompasamos el paso hasta llegar en silencio al porche de mi cabaña. Tenía la sensación de que aquella conversación trivial era el preludio de algo. Ángel, tan parco habitualmente para sus asuntos, tan calmado, tenía los ojos bajos y la sonrisa esquiva, como si fuera prestada. Supe que había algo que le alborotaba el alma, pero no se atrevía a sacar fuera. Decidí ayudarle.
—Y por aquí, ¿alguna novedad?
—Bueno... —comenzó—, alguna novedad que no es tan nueva. Pero sí llevaba algún tiempo sin oír de ello.
—¿Qué ha pasado? —me interesé.
Di la luz exterior y nos sentamos en la mesa de fuera. Ángel tenía una arruga de seriedad instalada en las comisuras y enredaba con las manos, anudando y desanudando, un cordel de pita. Talía se tumbó a nuestros pies, con su enorme boca jadeante en lo que pretendía ser una sonrisa feliz.
—Volvieron a hacerme una oferta por la finca. Por toda ella.
—Me contaste que ya te la han hecho otras veces, ¿no?
—Sí... —Y era una afirmación que encerraba una respuesta mucho mayor.
—¿Y cuál es la diferencia esta vez?
Alzó los ojos.
—El dinero.
—¿Te ofrecen menos?
Sus ojos claros se clavaron en los míos, como si trataran de atrapar mi opinión antes de que saliera de mis labios. Pese al contenido de las palabras sus ojos reflejaban preocupación.
—Me ofrecen más. Mucho más.
Me quedé con la boca abierta.
—Vaya —articulé estúpidamente—, y entonces... ¿cuál es el problema?
—El problema, mi niña, es que hasta ahora ni siquiera había tenido que planteármelo, pero es imposible para un ser humano, o al menos para mí, dejar pasar esta oportunidad sin pensarlo dos veces.
—¿Puedo preguntar cuánto te ofrecen?
—Puedes preguntarlo e, incluso, puedo contestarte: un millón de euros.
Silbé de admiración. Talía levantó las orejas alarmada.
—¿En cuánto varía con respecto a la oferta anterior?
—Prácticamente se ha doblado.
Nos quedamos callados los dos. Ángel seguía jugando con la cuerda. Yo me balanceaba sobre la silla.
—¿Y quién es el interesado?
—Es una inmobiliaria. Alemana. Es para un cliente suyo.
—¿La agencia está aquí?
—No. En Stuttgart. Kristin ha comprobado el prefijo de la llamada. La agencia tiene su página web y todo. Parecen serios.
—¿Son los mismos de las otras veces?
—No lo sé; no se lo he preguntado.
—Si fueran los mismos, lo dirían —reflexioné—, y no tendría ningún sentido ofrecer tanto más de golpe, ¿no? Casi lo suyo sería que, si otras veces no te ha interesado, siguieran intentándolo poco a poco —razoné—, y si son otros... no tengo ni idea del precio del terreno. ¿Ese precio es real por un terreno aquí?
Ángel negó con la cabeza abatido, como si ahí recayeran todas sus dudas.
—Es totalmente desproporcionado.
—¿Les has preguntado para qué es?
—Sí. Para una empresa dedicada a temas médicos, dicen. Quieren hacer una especie de balneario para ricos. Que el clima es idóneo, dicen. Más seco y mucho más fresco que en la playa.
—¿Aquí hay aguas termales?
—Ellos dicen que sí, por la influencia del subsuelo volcánico.
—¿Y cómo lo saben? ¿Han estado aquí haciendo alguna cata?
Ángel se encogió de hombros.
—¡Qué sé yo! —respondió—. Imagino que tendrán gente que les hace esos estudios. A lo mejor los sacan del Instituto Vulcanológico. No tengo ni idea. Yo, es la primera noticia que tengo.
Asentí.
—Pero si esto es suelo rústico, aquí no van a poder edificar nada más que lo que ya hay.
—Yo ya se lo he dicho. Les he advertido que no van a conseguir licencias para edificar aquí. Conozco la política territorial de la zona, aquí ya no se recalifica nada. Se lo he advertido.
—¿Y qué te han dicho?
—En un tono un poco más diplomático, que ése es su problema, no el mío.
Asentimos los dos y de nuevo nos quedamos en silencio. Ángel parecía genuinamente preocupado, como si cargara un enorme peso sobre los hombros. Como a él, me intrigaba aquella repentina macro oferta inmobiliaria. ¿Por qué aquella finca? ¿Y por qué justo ahora?
—Ángel, ¿en algún momento has comentado con alguien que deseabas vender la finca?
—Jamás —respondió categórico.
—¿Y cómo han dado contigo?
—Habrán buscado a los propietarios de las fincas que les interesen. No sé, en el catastro. No es ningún secreto que esta finca es mía.
—Ya —repuse—, pero lo que parece un poco raro es que el precio que te ofrezcan sea tan alto de repente, ¿no?
Asintió.
—A ver, vamos a pensar —sugerí—. ¿Qué diferencia hay en la finca entre ahora y la última vez que recibiste una oferta?
—La planta solar —contestó sin dudarlo, como si fuera algo que ya había considerado.
—¿La planta solar? —repetí interrogante.
—Y la renta anual que proporcionará en concepto de alquiler de suelo al propietario durante los próximos veinticinco años.
—¡La planta solar! —exclamé—. Si tú decidieras vender, ¿qué pasaría con ellos? Ya tienes un contrato firmado.
—Lo subrogaría el nuevo propietario. Ya me lo han dicho. Al parecer, su balneario puede compartir espacio perfectamente con la planta. Según me han explicado, incluso les viene bien a nivel de imagen: una finca de salud, abastecida por energías renovables...
—O sea que ya sabían que iba a haber una planta.
—Saben incluso dónde irá emplazada. Deben de haber tenido acceso a los planos.
—¿Cómo?
—Bueno, es información pública. Imagino que cualquiera puede solicitarla en el ayuntamiento. Lo que me extraña es que hayan llegado a ese grado de detalle. Desde Stuttgart.
—Bueno —concedí—, si yo estuviera dispuesta a soltar un millón de euros, en el caso de que supiera exactamente qué aspecto tiene esa cantidad junta, también trataría de tener toda la información posible de manera previa.
—Eso puede ser, sí —convino Ángel.
Una nueva pausa. Era extraño que en lugar de estar dando saltos de alegría ante esa posibilidad, Ángel estuviera cabizbajo y consiguiera contagiarme a mí su estado de ánimo. Era como si no pudiéramos creer que algo así fuera realidad y estuviéramos tratando de buscar las posibles pegas para evitar una decepción posterior.
—Por eso me han dicho que están ofreciendo por encima del precio real de mercado —continuó Ángel—, porque tienen en cuenta la renta de la planta que yo dejaría de recibir, los ingresos por el alquiler de las casitas, que también dejaría de percibir, y porque tienen tanta fe en que van a conseguir la recalificación del terreno, que están dispuestos a pagarlo como si ya hubiera ocurrido.
—¿Eso te lo han razonado ellos?
—Sí, antes de que yo les preguntara nada. Estaban muy interesados en transmitirme que la oferta es mi gran oportunidad, en mayúsculas.
—¿Y qué dice Kristin? —quise saber.
—Kristin está como loca. Quiere que aceptemos ya. No le interesa saber más. Si no la paro, se lo hubiera dicho ya hasta a los niños.
—¿Y qué piensas tú?
Llegamos al terreno delicado, porque si no me equivocaba, Ángel estaba hecho un mar de dudas.
—¿Tú sabes lo que es un millón de euros, Marina?
Para ser sinceros, no. No tenía ni la más remota idea. Pero debía de ser una pregunta retórica, porque Ángel continuó sin esperar mi respuesta.
—Probablemente, bien gestionados y bien invertidos significarían una tranquilidad para lo que nos queda de vida. Una garantía para los niños. Nosotros somos gente sencilla y muy trabajadora. No creo que se nos fuera la cabeza en tonterías de nuevos ricos. Tengo cincuenta y dos años, Marina. Yo no voy a ganar ese dinero de aquí a que me jubile... ni la mitad. Ni la cuarta parte.
—¿Y entonces? ¿Qué es lo que no te convence?
—Contra, Marina. ¿Quieres saberlo? Por una parte, la codicia. Si esta gente en una primera conversación me ofrece eso, significa que igual puedo apretar más, o que igual hay otro comprador interesado que me ofrece más.
—¿Y por otra parte?
—La desconfianza. A mí no me salen sus cuentas. Tengo la sensación de que se están riendo del paleto de pueblo, de que no me están haciendo un favor, sino que están pagando por algo muy valioso. Y si es así, ¿por qué no lo veo yo? Y además, Marina, yo sólo sé hacer esto. Regentar mis casitas, plantar mis viñas, mis tomates, mis papas... Si vendo todo, ¿qué voy a hacer a partir de ahora el resto de mi vida?
—¿Con un millón de euros? —Me reí—. ¿Te doy ideas? Salir a pescar cuando quieras, comprarte tu propio barco, comprar otro terreno más pequeño donde a lo mejor pudieras montar tu propia bodega desde la tranquilidad de que, si no funciona, vais a seguir comiendo todos los meses...
Sonrió animado y los ojos le chispearon. Era evidente que esa perspectiva le seducía, pero recompuso el gesto adusto.
—También está la coherencia, Marina. Me sentiría un traidor vendiendo la tierra de mi abuelo. La que él me dejó a mí para que yo la labrara, porque yo era el único de los nietos que conocía su auténtico valor, el único que disfrutaba con esto.
—Bueno, tu abuelo te la dejó para que la explotaras como fuera conveniente. Estrictamente hablando, tampoco creo que él contase con poner una planta solar, pero tú has decidido que era una buena manera de obtener beneficios. Esto es igual. Es una manera de obtener beneficios, vendiéndola. Muuuchos beneficios —recalqué.
—Pero me siento como si estuviera dando la espalda a mis antepasados.
—Ángel —suspiré, mientras seguía ejerciendo de abogado del diablo—. Tampoco es eso. Es dejar de mirar atrás para mirar adelante. Miras por tu futuro y el de tus hijos. Los recursos ya no son los mismos que en tiempos de tu abuelo. No te obsesiones con eso.
—No puedo evitar sentir que me estoy dejando tentar por el dinero fácil, y que estoy comerciando con mis raíces, con la tierra que mi abuelo jamás accedió a vender.
Espera. Un relámpago fugaz pasó por mi cabeza. ¿Quién había insistido en el pasado para comprar esa misma finca? ¿Quién me había contado algo así? ¿Quién había ofrecido ya por aquella finca más de lo que valía? ¡El médico! Era el médico quien se había enemistado con el abuelo de Ángel a cuenta de aquella venta que él ansiaba y que nunca se produjo.
—Ángel, ¿y el médico? —pregunté repentinamente alarmada.
—¿Qué médico?
—El médico viejo, el que intentó comprar la finca a tu abuelo.
Frunció el ceño, mientras trataba de atar cabos.
—¿Qué piensas? ¿Que está detrás de esta oferta? —Ángel se rió abiertamente ante la idea—. ¿Para qué?
—No sé, me pareció una persona muy rencorosa, muy metida en el pasado. A lo mejor quiere morirse con la sensación de haberse salido con la suya.
—No, no, no. —Ángel reafirmó su opinión denegando con la cabeza—. Puede ser cierto que en aquel momento se empeñara en comprar las tierras a mi abuelo, para demostrar que tenía más dinero que él, para humillarle... no sé. Los odios de los pueblos tienen estas cosas irracionales, pero ¿ahora? Tú misma lo has dicho. Se está muriendo. ¿Para qué quiere él ahora esta tierra? ¿Para pudrirse en ella?
—Bueno, tiene una hija —aventuré.
—Con la que, por lo que yo sé, tiene una relación de mierda —exclamó—. Una hija que va a salir corriendo de aquí en cuanto su padre muera y se deshaga de su culpa cristiana, y no va a volver a poner un pie en las islas nunca más. Una hija que va a tratar de preocuparse por vivir su propia vida por una vez, y eso si no es demasiado tarde y su padre le ha dejado algo de autoestima.
Me estremeció que Ángel tuviese una visión tan sagaz de la realidad, pero claro, él conocía a toda aquella gente desde hacía muchísimos años. Cada uno en su rol, en un pueblo pequeño, como los personajes de una obra de teatro atrapados en un papel que no pueden abandonar.
—Y además —continuó—, ¿tú crees que el médico podría pagar un millón de euros por esta finca? Entonces a lo mejor sería el abuelo el que se descojonaría en su tumba. Ese hombre no tiene ya más que su mala baba. Es imposible que disponga de esa fortuna.
Sí. Ángel tenía razón. Pero de todas maneras, a lo mejor no era mala idea hacer una nueva visita al médico y comentarle la oferta. Para ver qué cara ponía.
—La verdad es que no tiene mucho sentido —admití—, pero haz una cosa: ¿por qué no le dices a la inmobiliaria que para evaluar en serio la oferta quieres conocer al comprador? Que esta tierra es de tu familia desde hace generaciones, que tiene un valor sentimental muy importante para ti y que te gustaría saber en manos de quién va a quedar.
—¿Y qué ganamos con eso?
—No sé. Un poco más de transparencia, ¿no? Y tiempo. Para que termines de tomar una decisión.
Ángel asintió despacio.
—Ganar tiempo —reflexionó—. Me parece bien. Lo haré.
Se puso en pie, como si hubiera obtenido la respuesta que había venido a buscar, pero la preocupación le había borrado la sonrisa. Aunque había una resolución nueva en su mirada cuando abandonó mi cabaña, aún tenía el aspecto de una persona a la que le hubieran propuesto vender su alma.