Capítulo 19
Todas las tareas, las actividades que se
emprenden en la vida, llegan a un punto de no retorno, desde el que
la marcha atrás resulta ya casi imposible. Lo verdaderamente
difícil es ser capaz de constatarlo a tiempo real. Yo sentí cómo
cruzaba aquella frontera irreal apenas dos días después, cuando un
exaltado Fernando me telefoneó para darme las primeras noticias
sobre la que amablemente había definido como «nuestra» inscripción.
Al parecer la profesora Aisha, aún reticente, había reconocido que,
al margen del precario estado de conservación del escrito, que a su
vez era una burda copia de la inscripción original, todo permitía
afirmar lo que ya había adelantado el viejo médico, la existencia
de palabras de claro origen bereber cuya traducción, a diferencia
de otras inscripciones encontradas en las islas, parecía ser
posible, al menos parcialmente. Estaban trabajando aún sobre ello.
No quería comentarle más hasta no tener una certeza mayor, pero
estaba claro que el episodio tenía la suficiente relevancia como
para que la aparentemente imperturbable profesora fuese capaz de
dejarse llevar por las emociones. Fernando y yo gritamos
emocionados al teléfono, cual dos colegiales en el recreo, como si
los resultados de las indagaciones dependieran tan sólo de nuestro
propio entusiasmo. Era un martes. Aisha proponía encontrarnos el
viernes. Para entonces ella habría contrastado sobradamente sus
primeras conclusiones y, lo que era aún mejor, dispondríamos de los
resultados de las pruebas de datación por radiocarbono efectuadas a
los huesos que descansaban en la caja del museo. A falta de algunos
otros resultados que pudieran arrojar sus cuerpos, pendientes
todavía de los estudios de antropología biológica, conoceríamos,
con un margen de error de aproximadamente sesenta años, la época en
la que habían vivido. Parecía que continuaba habiendo cabos que nos
iban a permitir conocer un poco más de la historia. Tres días. No
sabía si podría sobrevivir hasta entonces.
Llamé a Esther, en Madrid. Además de una
gran amiga, era fotógrafa y habíamos colaborado juntas en múltiples
reportajes. Aunque no se encontraba dentro de sus competencias
profesionales, la arqueología y la antropología eran dos de sus
pasiones predilectas o, al menos, las más confesables. Quería
compartir la historia con ella, tentarla para que tomara un avión y
se dejara caer por un Tenerife más apetecible a medida que el
termómetro iba bajando en la Península y diciembre se abría paso de
manera inexorable. La excusa inicial del reportaje podía tomar
visos de realidad. Esther reaccionó de manera entusiasta, como era
de prever, y aunque no tenía disponibilidad en las próximas fechas,
me exigió que le contara todo desde el principio. Móvil en mano,
con el mar frente a mí, y el Teide a mi espalda, paseando por la
finca como en un mirador privilegiado, le relaté durante más de
veinte minutos la colección de acontecimientos desde el inicio.
Esther me escuchaba extasiada, como a un orador o un cuentacuentos.
Para mí era también como vivir desde fuera mi propia
realidad.
—¡Marina! No me puedo creer que hayas
convertido tu exilio canario en una película de sábado por la
tarde.
—¿Por qué llamas exilio canario a mis
vacaciones indefinidas? —protesté divertida—. La terminología es
muy importante.
—Sí, sí, y la actitud mental aún más
—corroboró.
Nos reímos juntas, hasta que se hizo un
breve silencio. Mi última conversación con ella en Madrid había
versado sobre desamores, rupturas y comienzos de etapa nuevos.
Parecía haber transcurrido una eternidad desde entonces, pero
habían sido tan sólo... ¿un par de meses?
—Te veo muy bien —aventuró.
—Estrictamente hablando, no me ves
—corregí.
—Estrictamente hablando —me remedó—, te
siento, te noto. Estás... —buscó la palabra— vibrante, si me dejas
decirlo, como hace mucho tiempo que no estabas.
Me dolía reconocerlo, pero quizá tuviera
razón. Antes de la ruptura, mi relación había estado ya tan gastada
que cualquier situación suponía un desencuentro. El pasado me
ahogaba estrechándome en un pesado abrazo de nostalgia, y el futuro
esperaba acechante detrás de cada fecha, con mirada aviesa y una
certidumbre que yo no quería creer. Analicé el presente real que
acababa de relatarle a Esther de forma no premeditada, sin ser
consciente de hilvanar un discurso tranquilizador de cara a la
galería. En algún momento algo se había dado la vuelta y mis
problemas emocionales habían pasado a un segundo plano, ante la
avalancha de acontecimientos. El pasado era ahora tan sólo un bulto
incómodo que cargarse a la espalda, y aunque tampoco podía decir
que hubiese exactamente un futuro, sí había un abanico de caminos,
donde muchas cosas, más de las que hubiera esperado dos meses atrás
en la Península, eran posibles. Me sentí viva, fuerte y cargada de
energía.
—¿Es el clima? —bromeó Esther al otro lado
de la línea—. Porque aquí, a nueve grados y con calles iluminadas
de Navidad, creo que los índices de suicidio se están
disparando.
—¿Calles iluminadas ya? ¡Puf! Puede que
influya, sí.
—También puede que influya el tratamiento de
autoestima a base de género local que te estás aplicando.
—Bueno... —Reí—. No puede decirse que el
tratamiento exista como tal, de momento, pero debo reconocer que el
tonteo rejuvenece bastante.
—¿Has sabido algo de Miguel?
Fue ella quien estableció el link mental que yo no había querido hacer. Noté
cómo todo mi cuerpo se tensaba ante su pregunta, pese a que había
sido hecha en tono cauteloso. La sonrisa fácil se me evaporó.
—Pues no. Hemos roto, ¿recuerdas? Él me dijo
que ya no me quería y yo me fui de casa —contesté cortante—. Y en
todo caso, esa pregunta debería habértela hecho yo, ¿no
crees?
—Pero te has mordido la lengua.
Me sorprendí. ¿Había sido así realmente o lo
que en realidad había ocurrido es que ni siquiera me había acordado
de él?
—No sé, bueno... ¿Qué pasa? ¿Está con
alguien?
—No sé si está con alguien, Marina. Me ha
llamado un par de veces. Me ha preguntado por ti. Parecía
bastante... —buscó con cuidado una expresión lo suficientemente
neutral como para no arriesgarse a que le colgara el teléfono—
abatido.
—¿Abatido comparado con quién?
Esther no entró al trapo.
—Me dijo que se sentía triste, que había
hecho un montón de cosas mal, que no sabía por qué.
—¿Y te ha llamado para asegurarse de que tú
me cuentas esto a mí?
—No sé. Pero yo no te he llamado para
decírtelo, Marina —se defendió Esther—. Esto fue hace como tres
semanas. Te lo cuento ahora porque he pensado que querrías saberlo,
que de estar en tu situación a mí me gustaría tener toda la
información posible. Me dijo que tenía muchas ganas de hablar
contigo.
Las sensaciones se agolparon en mi mente.
«Viene a por ti. Confiésate que lo estabas deseando», pensó una
parte de mí. «No te fíes, no te hagas ilusiones», pensó otra. Gano
la última.
—Afortunadamente he cambiado de móvil. Y tú
no se lo has dado, ¿verdad?
—No. —Su voz sonaba delgada, como a disculpa
previa—. Me preguntó dónde estabas. Si te habías ido de
Madrid.
—¿Y qué le dijiste?
—La verdad, que estabas en Canarias, pero
nada más.
Suspiré. Ella continuó.
—Le dije que si tú querías hablar con él, le
llamarías.
Hubo una pausa antes de su siguiente
frase.
—¿Vas a hacerlo?
—Esther, no sé —estallé—. No tengo ni idea.
Yo estaba aquí tan feliz, con mi película de sábado por la tarde,
como tú dices, mis historias, mis guanches, mi sol, mi playita, mis
coqueteos y mis veinticinco grados y vienes tú y me sueltas todo
esto. Y ahora yo no sé qué hacer con ello. —Si seguía hablando se
me rompería la voz—. Sencillamente no sé qué hacer. Dímelo tú, ¿qué
hago?
—Yo le llamaría —susurró Esther, como si
hubiera estado esperando la pregunta.
—Pues no sé si le voy a llamar, Esther. No
sé. Porque llamarle es remover todo. Y no tengo ninguna necesidad.
¿Tú sabes lo lejos que me parece aquí toda esa historia?
—Marina, tranquila. Tú tienes las respuestas
ahora. Yo creo que sencillamente acaba de darse cuenta de que ha
cometido un error, de que se ha precipitado. Igual os habéis
precipitado los dos por puro orgullo. —Hizo una pausa,
consternada—. Pensé que te haría ilusión saber que él se acordaba
de ti.
Suspiré. Analicé fríamente el contenido de
sus palabras.
—Ya. Debería, ¿verdad?
—Yo creo que sí.
—Y entonces, Esther... ¿por qué no me la
hace?
Una vez más, acelerar con rumbo a ninguna
parte fue la única solución que concebí para escapar de mis
pensamientos, sin querer darme cuenta de que, inevitablemente,
venían conmigo. Anhelaba sumergirme en esa dulce nada del no
pensar, pero mi mente, con vida propia, se complacía en torturarme
con un cruel balance de recuerdos pasados y posibilidades futuras.
Salí de la finca y tomé la pista que partía desde el mirador del
Contador de Arico hacia el norte, sin preocuparme ni de si el
terreno sería demasiado agreste para mi C1, que evidentemente no
había sido diseñado para conducir fuera de carreteras, ni de si
llevaba suficiente gasolina para adentrarme en el monte, ni de cuál
era el destino de mi escapada. De hecho, lo bueno de conducir sin
destino en una isla es que tarde o temprano llegas al mar y te ves
obligado a replantearte la dirección en la que continuar o el
objetivo de tu huida. En aquel momento necesitaba aislarme de todo,
estar a solas conmigo misma, escapar de mis emociones, como si
tuvieran entidad independiente y pudiera dejarlas recostadas al sol
en el porche de mi cabañita en Tamadaya. Miguel reaparecía como un
fantasma persistente en un entorno que ya no era el suyo, en una
realidad que no le pertenecía, arrojando una sombra alargada de
ciprés de cementerio sobre aquel presente continuo que estaba
tratando de construir quizá con más voluntad que acierto. Se
deslizaba por los pasillos de mi mente buscando puertas abiertas,
arrastrando los ropajes del victimismo en una historia en la que yo
ya sabía que no había ni acusadores ni acusados, y desenterrando
las sensaciones que yo trataba de enterrar día tras día bajo la
losa del olvido.
Me pregunté si era la posibilidad de su
regreso lo que inconscientemente había esperado desde un principio
huyendo fuera de Madrid, si todo ese tiempo de irrealidad, de
pretendidas investigaciones arqueológicas y coqueteos ingenuos con
Nacho y Fernando, no había sido más que un intermedio agradable en
mi vida, una forma amena de pasar el tiempo mientras Miguel, como
un empresario teatral caprichoso, se decidía y volvía a buscarme,
para darme un papel en su vida. Pero si era así, ¿dónde quedaba mi
vapuleado orgullo en toda la historia? ¿Qué papel jugaban mis
verdaderos deseos, mis verdaderos sentimientos? Es más, ¿cuáles
eran? ¿Era capaz acaso de identificarlos?
La belleza del paisaje desolado del collado
de Las Cañadas me sacó de mis pensamientos. En mi alocado ascenso
había llegado al cruce del observatorio astronómico de Izaña. El
Teide quedaba a mi izquierda. Su cumbre parecía más cercana, más
accesible, pero también, de alguna manera, vagamente amenazadora.
La llanura atormentada de negros y ocres que se tendía entre la
pista y el cráter del volcán le confería a aquel espacio un aire
desolador. Descendí del coche, y el ruido de la portezuela al
cerrarse tras de mí me sobresaltó. La pureza de las líneas
recortadas contra un cielo limpísimo y el silencio circundante
hablaban de relieves geológicamente recién nacidos y me embargaba
la inexplicable sensación de encontrarme en un paisaje a medio
hacer, vivo, como si un gigantesco corazón de fuego y piedra
derretida latiera bajo mis pies. Sentí un pálpito de atemporalidad,
y una creciente sensación de pequeñez ante las magnitudes en que se
mide la naturaleza. Sólo el coche, una insignificante mancha
amarilla en el paisaje, ponía una nota discordante en aquel
ambiente.
Estaba a los pies del Teide, de Echeyde, el
lugar que habían admirado y respetado los guanches. La morada del
demonio Guayota, al que había que aplacar y temer. Mi memoria
ancestral se sentía sobrecogida ante la energía telúrica que
emanaba de aquel espacio, como si un instinto mucho más viejo que
yo fuera capaz de reconocer las fuerzas elementales de la
naturaleza y postrarse ante ellas. Quizá por ello, de un modo que
no alcanzo a explicarme, los entornos naturales siempre han tenido
la capacidad de obrar como bálsamos sobre mi espíritu.
Cuando volví a entrar en mi coche llevaba el
alma sosegada y el inexplicable convencimiento de que todo,
absolutamente todo lo que estaba viviendo, obedecía a un fin mayor
cuya magnitud aún no podía prever. Analizar los mil y un caminos
potenciales que se desplegarían ante mil y una acciones
potenciales, como en un libro de «Elige tu propia aventura», me
producía una confusión mental que ni deseaba ni merecía. No podía
adivinar cada una de las implicaciones de una decisión, como un
estratega en una partida de ajedrez. De hecho, nunca se me había
dado muy bien el ajedrez. Decidí obrar de una manera mucho más
irracional y dejar que mi lado animal se moviera por instintos
básicos. Me acerco a lo que me hace bien, me alejo de lo que me
hace mal. Perfecto. Ya está. No iba a llamar a Miguel.
Me despedí del Teide con una sonrisa
agradecida y la convicción profunda de haber encontrado la
respuesta en el entorno místico de un oráculo. Conduje de nuevo,
esta vez con dirección a La Orotava, atravesando la isla de sur a
norte. El antiguo valle de Taoro me recibió con una vegetación
desbordante que se vertía en laderas aterrazadas acompañando las
curvas de la carretera. Dejé atrás la naturaleza en estado puro y
en el cruce tomé la T-1 en dirección a Santa Cruz. Volvía a estar
en un entorno a la medida humana. Casas, gasolineras, comercios,
coches, niños y perros empezaron a deslizarse ante mis ojos sin
apenas interrupción. Todo recobró su cercanía. La ladera norte se
despojó de la magia que yo arrastraba desde la cumbre y, como en un
escenario perfectamente pensado por un autor romántico, rompió a
llover. Una llovizna cálida, persistente, suave, como sin ganas,
que oscureció la carretera, levantó vapores de tierra mojada,
desdibujó los contornos tras el cristal de mi vehículo y confirió
cierto aspecto lacrimógeno a todo mi regreso.
Al encarar la autopista del sur la lluvia
había cesado y el sol trataba de abrirse paso a través de un
incierto cobertor de nubes y claros, derramando cascadas
ocasionales de luz, como esas postales idílicas del cielo en las
revistas de los testigos de Jehová. Las nubes abandonaron su
posición definitivamente y un sol invernal, tangencial y desvaído,
se dejó sentir. Paré cerca de El Porís para echar gasolina, compré
algunas provisiones para abastecer mi cabaña y descubrí que, salvo
un desayuno tardío que había tomado a las diez de la mañana
mientras recibía la llamada de Fernando, no había vuelto a comer
nada en todo el día. Mi excursión improvisada me había llevado
prácticamente cinco horas. Estaba hambrienta, así que decidí tomar
una ensaladilla en el mismo bar, cercano al muelle, donde había
parado con Amanda, Ximi y Nacho el día que volvíamos de Icod.
Aunque no me había dado tiempo a preguntarme si estaría allí, nada
más descorrer la cortina de cuentas vi que el anciano ciego que nos
había deleitado con la leyenda de Amarca era el único parroquiano,
sentado en la mesa del fondo, con el mismo porte señorial de un rey
medieval que atendiera un día de audiencias erguido en su
trono.
—Buenas tardes —saludó con su acento
cantarín—. Qué bueno verla de nuevo. ¿Encontró lo que
buscaba?
¿Sabía quién era yo o era un saludo clásico
para impresionar al personal? Miré a mis espaldas, por si tras de
mí entraba alguien más, y al ver que no era así, me volví hacia el
camarero que colocaba tapas tras la barra y contestó a mi mirada
interrogativa con un encogimiento de hombros, como si ese tipo de
situaciones fueran absolutamente corrientes. Me acerqué a la
mesa.
—Buenas tardes —respondí—. ¿Por qué sabe que
busco algo?
—Porque se nota.
—¿Y qué es lo que busco?
—Eso tiene que saberlo usted.
Sonreí. ¡Qué fácil!
—¿Quiere tomar un vino?
—¡Claro!
Pedí dos vinos al camarero y me senté frente
al anciano. Analicé con detenimiento su rostro curtido y trazado de
gruesas arrugas, como modeladas en arcilla. Como la primera vez que
le había visto, se tocaba con un sombrero canario. Su boca
albergaba la sombra de una sonrisa permanente, y sus ojos
entrecerrados y hundidos dejaban apenas atisbar un fondo
blanquecino.
—¿Está tratando de adivinar mi edad?
—No —confesé—, estoy tratando de averiguar
qué es lo que ve.
—Eso es bien fácil, mi niña. Lo difícil es
la edad —respondió con una risa cascada—. No veo nada. Nunca vi.
Nací así, cieguecito, como usted me ve ahora.
Me ahorré innecesarios comentarios
compasivos.
—¿Ha sido ciego siempre?
—Siempre, siempre. En el pueblo decían que
era un castigo, porque mis padres eran familia, y los padres de mis
padres también.
—¿Son ustedes de aquí?
—De por más arriba, por la medianía, pero
ahora vivo aquí.
—¿Con su familia?
Se rió de nuevo, como si mi pregunta le
hubiera hecho una gracia horrorosa, y acabó en una tos abrupta. El
camarero intervino con una sonrisa.
—Ahí donde le ve, les ha enterrado a todos.
Es un superviviente nato. ¿Qué edad tiene usted, Mencey?
—Qué sé yo —exclamó el viejo,
recuperándose—, ciento veinte años o así, ¿no? ¿Lo sabes tú? ¿En
qué año estamos?
—Yo qué voy a saber, ya era usted así cuando
yo nací. Y estamos en 2009 —bromeó el joven.
—¡La Virgen! En 2009. —El anciano se
persignó con incredulidad.
—Incluso mi abuela decía que él era ya un
mozo cuando ella era una cría. Y mi abuela murió hace diez años.
Con noventa —matizó el camarero, con intención.
—¿No conoce la fecha de su nacimiento?
—pregunté al anciano.
—No sé. Igual la supe, pero se me ha
olvidado. Tengo tanta información en la cabeza —se lamentó, como si
el dato del que hablábamos fuera completamente superfluo.
—¿Y no celebra su cumpleaños?
—Anda, ¿y por qué habría de hacer eso?
El camarero movió la cabeza sonriente,
conminándome a dejarlo por imposible. El anciano pareció
reflexionar.
—Creo que he vivido la entrada de dos
siglos, el XX y el XXI —susurró casi como para sí. Me maravilló lo
aparentemente lúcido que era su diálogo para alguien de su edad.
Asintió lentamente—. A veces yo mismo me asombro de ser tan
viejo.
—Y de tener tantas cosas en la cabeza, como
usted dice. —Le sonreí—. No sé si se lo dijimos en su momento, pero
nos conmovió mucho el cuento que nos contó, el de Amarca.
Soltó una risilla en tono bajo.
—Tiene una bonita moraleja. ¿Ya ha aprendido
usted a no ser tan desdeñosa con sus admiradores?
Sonreí en el mismo tono.
—Bueno, lo voy intentando.
—Amarca —suspiró de nuevo para sí—. Es una
historia triste, la de Amarca. Pero sé muchas más. Miles de
historias más. Durante mucho tiempo me gané la vida
contándolas.
—Ha sido el mejor cuentacuentos de la zona
durante muchísimos años —corroboró el camarero—. No había fiesta ni
guachinche en que él no estuviera. Las cuenta de manera magistral.
La gente le ha dicho muchas veces que debería escribirlas, hacer
una recopilación, pero él no quiere.
—¡Bah! —protestó el anciano—. Esas historias
son para ser oídas. Llevadas al papel pierden toda la magia. Son
para escucharlas en silencio, paladeándolas, como se ha hecho
siempre.
—¿Lo ve? —me indicó el camarero con
complicidad.
—¿De dónde saca todas esas historias?
—De mi abuela, mi bisabuela... y ellas de
las suyas, era una tradición familiar. Los relatos pasaban en mi
familia de una mujer a otra. Yo era el enfermito. Había tareas en
que no podía ayudar, así que me aceptaron como depositario de la
memoria familiar y me contaron todo lo que ellas sabían. No sé si
llegaron a imaginar que uno podría un día ganarse los cuartos con
esto.
Me conmovió su imagen de trovador ciego. Le
imaginé más joven, guapo, sin él saberlo, con su sombrero canario y
sus ojos apagados desgranando cuentos de plaza en plaza. Apenas
gesticulaba; quizá debido a su ceguera no tenía la cultura visual
de apoyarse en los pequeños gestos que jalonan una conversación.
Pero era precisamente esa ausencia de movimiento lo que hacía que
te quedaras prendado de sus ojos inmóviles, de su prosa
cautivadora, y de su voz potente, áspera y evocadora. Era como una
esfinge hierática desgranando mensajes de otro tiempo.
—¿Y conoce muchas leyendas?
—Ay, mi niña, leyendas, historias... ¿quién
sabe dónde está la división? Muchas veces la gente me pregunta si
son ciertas, y yo siempre digo lo mismo, que por ciertas me las
contaron. Que la abuela de mi abuela las escuchó de su abuela y así
hasta el tiempo de los conquistadores y más atrás.
—¿De verdad? —inquirí entre admirada e
incrédula—. ¿Y las recuerda todas?
—Casi todas —reconoció dolido—. A veces
tengo lagunas. Hay algunas que no he vuelto a contar; en la época
de Franco no estaba bien que se hablara de dioses paganos, ni de
suicidios rituales, ni de mujeres que se entregaban a otros hombres
que no eran sus maridos. Otras las disfracé de cuentos, por
increíbles. Pero todas están aquí dentro —se golpeó la sien con
delicadeza— y sólo hay que encontrar el hilito para poder tirar de
ellas.
—Yo llevo oyéndole desde que era niño
—precisó el camarero, que había abandonado su quehacer y se acodaba
en la barra—, y me parece increíble que tenga tanta memoria. Es
como él dice. Su madre y su abuela también fueron contadoras. Si le
cree, él le dirá que la tradición se remonta hasta el origen de los
tiempos.
—Y es así —afirmó el anciano, muy digno—. Y
era una ocupación muy necesaria para mantener la memoria colectiva,
esas cosas que ya no interesan a nadie.
—Ahora están más en boga que nunca —le animó
el camarero—. Todo el mundo quiere saber de dónde viene.
—Ahora —refunfuñó el anciano—. Ahora que yo
me voy a morir sin nadie a quien legarle todo.
—¿No tiene hijos? —me interesé, no sé muy
bien por qué, dirigiéndome al camarero. Éste negó con la
cabeza.
—Nunca se casó.
—No quedaba ni una muchacha sin sangre
mezclada —afirmó el anciano en tono de aclaración—. Ni en la
montaña ni en los alrededores. No había con quién.
Me volví de nuevo hacia el camarero con
mirada expectante.
—Se jacta de descender directamente de los
achimenceyes de Abona —me aclaró solícito el camarero. Daba la
impresión de que era una explicación que hubiese tenido que
desgranar más de una vez—. Afirma que puede seguir la línea de sus
antepasados hasta antes de la conquista, que los tatarabuelos de
sus tatarabuelos fueron consejeros del mencey, y que, a diferencia
de otros, pese a convertirse, bautizarse y disponer de tierras,
jamás se mezclaron con los castellanos.
—¿Pudieron disponer de tierras? —pregunté
extrañada—. Pensé que la gente que no había caído en la batalla,
fue apresada, esclavizada, o que se convirtieron en algo así como
unos ciudadanos de segunda.
—Abona estaba en el bando de paces, entre
los que aceptaron pactar con los castellanos —me aclaró el
camarero—. A los dirigentes de estos bandos se les dieron ciertas
garantías, bastante discutidas luego, por cierto. Parece ser que no
era oro todo lo que relucía, y que muchas promesas jamás se
cumplieron.
—¿Y es verdad que puede remontarse en su
árbol genealógico hasta tan atrás? —inquirí.
—En las islas hay gente que tiene muy a gala
sus linajes y puede remontarse muy atrás. Él no es el único. En lo
que sí es más original es en ese empeño que usted ve, en no
mezclarse con lo que él llama la raza de los conquistadores. —El
camarero se encogió de hombros—. La mayoría de la gente se mezcló
en una u otra generación.
—No en mi casa —rugió repentinamente el
anciano—. En mi familia nadie se mezcló con los invasores. Todos se
casaron con guanches, y con guanches de casa real, de
linaje...
—Sí, y muchas veces en la propia familia,
para preservar la sangre. Por eso a veces hubo niños idiotas
—continuó el camarero, como si el anciano no estuviese allí—. La
gente piensa que él es ciego por eso. Sus padres eran primos y sus
abuelos también eran primos hermanos entre sí. Pero para ellos era
importante no mezclarse. Ahora él es el único que queda. Por eso le
llamamos el Mencey. —Se acodó en la barra—. Su nombre real es
Gaspar.
—Me pusieron el nombre cristiano del último
mencey de Abona —interrumpió el anciano muy orgulloso.
—Los niños le dicen el Mencey Loco, ¿verdad,
Mencey? Porque siempre está con estas historias a cuestas. A él no
le importa, porque también hubo un Mencey Loco, que se mató en el
Norte antes de ser apresado.
Asentí con la cabeza. Conocía la historia de
Beneharo, el mencey de Anaga, y había escuchado la cantata de Los
Sabandeños que reflejaba la desesperación del rey antes de saltar
al acantilado perseguido por aquellas tropas que venían de un país
y de un tiempo que nunca podría ser el suyo. Me conmovió la imagen
de aquel anciano abrazado tan dignamente a un pasado que se le
escurría de entre las manos. Hubiera querido contarle el
descubrimiento de la finca. ¿Quién mejor que él sabría apreciarlo,
saborear su importancia? Pero no sabía si Ángel estaría de acuerdo,
y quizá no fuera el mejor de los momentos.
—Gaspar. —Tragué saliva. Temía que no me
considerara un público digno—. A mí me encantan sus historias. A lo
mejor, si no le importa, podría pasarme otro día y escucharle de
nuevo.
—Yo estoy por aquí casi siempre —dijo con el
tono condescendiente de quien consulta su agenda para buscarle
hueco a una reunión insignificante—. Y un par de vinillos siempre
me ayudan a aflojar la lengua, ¿verdad, Julián? —Su mirada vacía se
dirigió al camarero, pese a que éste había cambiado de sitio y
había salido de la barra con otros dos vasos de vino. Era
impresionante cómo podía ser capaz de ubicar a una persona.
El camarero me guiñó un ojo,
sonriente.
—Por supuesto. Aquí estaremos los dos. Venga
usted cuando quiera.
Cuando llegué a la finca atardecía con esa
languidez de los días cortos. Aún no me había acostumbrado al poso
de nostalgia que me dejaban esos atardeceres tempranos que, de
alguna manera, asociaba al frío y al mal tiempo. El clima
primaveral era para disfrutarlo en días infinitos, no para recibir
a la oscuridad a las seis y media de la tarde. De un modo
inexplicable, en Tenerife el anochecer siempre me pillaba de
improviso, como algo no esperado, como si hubieran bajado una
persiana repentina, como si hubiese sonado antes de tiempo el
timbre del fin del recreo...
Talía, alertada por el ruido del coche,
acudió curiosa y solícita a saludar, con el abanico de su larga
cola aleteando en el aire. Sus habilidades de perro guardián eran
inexistentes, pero al menos todo visitante que se acercaba a la
finca recibía un cariñoso saludo perruno, independientemente de sus
intenciones. Como terapia emocional estaba muy bien. Ángel apareció
tras ella, haciendo crujir la grava del sendero.
—¿Cómo le fue?
—Muy bien. Estuve dando una vuelta con el
coche.
—¿De campana? —bromeó, señalándome la capa
de polvo que cubría el vehículo—. ¿Se me fue de rally por la isla,
mi niña?
—Cogí una pista preciosa que me subió hasta
al pie del Teide y me bajó luego hasta La Orotava.
—¿Y qué se le perdió a usted en La
Orotava?
—Nada. Eso, dar una vuelta. Pensar.
Sonrió.
—Sólo a un peninsular acostumbrado a las
prisas se le ocurriría pensar en el coche, mientras va de camino a
algo. Como si no se pudiera pensar sentado aquí con toda la
tranquilidad del mundo, con la ladera en silencio, y viendo el mar
oscurecerse.
—La verdad es que tienes razón —asentí—,
pero bueno, me ha venido bien.
—¿Y cómo está La Orotava?
—No entré en la ciudad; sólo tomé la
autopista para volver para acá. Ya pasaré otro día. ¿Es
bonita?
—Creo que sí. Yo sólo he estado una
vez.
—¿En serio? —Y remedé su tono anterior—.
Sólo a un isleño se le puede ocurrir vivir toda la vida en el mismo
sitio y no conocer las ciudades de alrededor.
Sonreímos juntos.
—No me hace falta. —Sonrió—. Si pasara algo
interesante, ya me enteraría.
—Bueno, yo puedo traerte novedades del mundo
exterior. En el norte estaba lloviendo.
—Vaya una novedad, mi niña. —Sonrió—. En el
norte siempre está lloviendo.
Acompasamos el paso hasta llegar en silencio
al porche de mi cabaña. Tenía la sensación de que aquella
conversación trivial era el preludio de algo. Ángel, tan parco
habitualmente para sus asuntos, tan calmado, tenía los ojos bajos y
la sonrisa esquiva, como si fuera prestada. Supe que había algo que
le alborotaba el alma, pero no se atrevía a sacar fuera. Decidí
ayudarle.
—Y por aquí, ¿alguna novedad?
—Bueno... —comenzó—, alguna novedad que no
es tan nueva. Pero sí llevaba algún tiempo sin oír de ello.
—¿Qué ha pasado? —me interesé.
Di la luz exterior y nos sentamos en la mesa
de fuera. Ángel tenía una arruga de seriedad instalada en las
comisuras y enredaba con las manos, anudando y desanudando, un
cordel de pita. Talía se tumbó a nuestros pies, con su enorme boca
jadeante en lo que pretendía ser una sonrisa feliz.
—Volvieron a hacerme una oferta por la
finca. Por toda ella.
—Me contaste que ya te la han hecho otras
veces, ¿no?
—Sí... —Y era una afirmación que encerraba
una respuesta mucho mayor.
—¿Y cuál es la diferencia esta vez?
Alzó los ojos.
—El dinero.
—¿Te ofrecen menos?
Sus ojos claros se clavaron en los míos,
como si trataran de atrapar mi opinión antes de que saliera de mis
labios. Pese al contenido de las palabras sus ojos reflejaban
preocupación.
—Me ofrecen más. Mucho más.
Me quedé con la boca abierta.
—Vaya —articulé estúpidamente—, y
entonces... ¿cuál es el problema?
—El problema, mi niña, es que hasta ahora ni
siquiera había tenido que planteármelo, pero es imposible para un
ser humano, o al menos para mí, dejar pasar esta oportunidad sin
pensarlo dos veces.
—¿Puedo preguntar cuánto te ofrecen?
—Puedes preguntarlo e, incluso, puedo
contestarte: un millón de euros.
Silbé de admiración. Talía levantó las
orejas alarmada.
—¿En cuánto varía con respecto a la oferta
anterior?
—Prácticamente se ha doblado.
Nos quedamos callados los dos. Ángel seguía
jugando con la cuerda. Yo me balanceaba sobre la silla.
—¿Y quién es el interesado?
—Es una inmobiliaria. Alemana. Es para un
cliente suyo.
—¿La agencia está aquí?
—No. En Stuttgart. Kristin ha comprobado el
prefijo de la llamada. La agencia tiene su página web y todo.
Parecen serios.
—¿Son los mismos de las otras veces?
—No lo sé; no se lo he preguntado.
—Si fueran los mismos, lo dirían
—reflexioné—, y no tendría ningún sentido ofrecer tanto más de
golpe, ¿no? Casi lo suyo sería que, si otras veces no te ha
interesado, siguieran intentándolo poco a poco —razoné—, y si son
otros... no tengo ni idea del precio del terreno. ¿Ese precio es
real por un terreno aquí?
Ángel negó con la cabeza abatido, como si
ahí recayeran todas sus dudas.
—Es totalmente desproporcionado.
—¿Les has preguntado para qué es?
—Sí. Para una empresa dedicada a temas
médicos, dicen. Quieren hacer una especie de balneario para ricos.
Que el clima es idóneo, dicen. Más seco y mucho más fresco que en
la playa.
—¿Aquí hay aguas termales?
—Ellos dicen que sí, por la influencia del
subsuelo volcánico.
—¿Y cómo lo saben? ¿Han estado aquí haciendo
alguna cata?
Ángel se encogió de hombros.
—¡Qué sé yo! —respondió—. Imagino que
tendrán gente que les hace esos estudios. A lo mejor los sacan del
Instituto Vulcanológico. No tengo ni idea. Yo, es la primera
noticia que tengo.
Asentí.
—Pero si esto es suelo rústico, aquí no van
a poder edificar nada más que lo que ya hay.
—Yo ya se lo he dicho. Les he advertido que
no van a conseguir licencias para edificar aquí. Conozco la
política territorial de la zona, aquí ya no se recalifica nada. Se
lo he advertido.
—¿Y qué te han dicho?
—En un tono un poco más diplomático, que ése
es su problema, no el mío.
Asentimos los dos y de nuevo nos quedamos en
silencio. Ángel parecía genuinamente preocupado, como si cargara un
enorme peso sobre los hombros. Como a él, me intrigaba aquella
repentina macro oferta inmobiliaria. ¿Por qué aquella finca? ¿Y por
qué justo ahora?
—Ángel, ¿en algún momento has comentado con
alguien que deseabas vender la finca?
—Jamás —respondió categórico.
—¿Y cómo han dado contigo?
—Habrán buscado a los propietarios de las
fincas que les interesen. No sé, en el catastro. No es ningún
secreto que esta finca es mía.
—Ya —repuse—, pero lo que parece un poco
raro es que el precio que te ofrezcan sea tan alto de repente,
¿no?
Asintió.
—A ver, vamos a pensar —sugerí—. ¿Qué
diferencia hay en la finca entre ahora y la última vez que
recibiste una oferta?
—La planta solar —contestó sin dudarlo, como
si fuera algo que ya había considerado.
—¿La planta solar? —repetí
interrogante.
—Y la renta anual que proporcionará en
concepto de alquiler de suelo al propietario durante los próximos
veinticinco años.
—¡La planta solar! —exclamé—. Si tú
decidieras vender, ¿qué pasaría con ellos? Ya tienes un contrato
firmado.
—Lo subrogaría el nuevo propietario. Ya me
lo han dicho. Al parecer, su balneario puede compartir espacio
perfectamente con la planta. Según me han explicado, incluso les
viene bien a nivel de imagen: una finca de salud, abastecida por
energías renovables...
—O sea que ya sabían que iba a haber una
planta.
—Saben incluso dónde irá emplazada. Deben de
haber tenido acceso a los planos.
—¿Cómo?
—Bueno, es información pública. Imagino que
cualquiera puede solicitarla en el ayuntamiento. Lo que me extraña
es que hayan llegado a ese grado de detalle. Desde Stuttgart.
—Bueno —concedí—, si yo estuviera dispuesta
a soltar un millón de euros, en el caso de que supiera exactamente
qué aspecto tiene esa cantidad junta, también trataría de tener
toda la información posible de manera previa.
—Eso puede ser, sí —convino Ángel.
Una nueva pausa. Era extraño que en lugar de
estar dando saltos de alegría ante esa posibilidad, Ángel estuviera
cabizbajo y consiguiera contagiarme a mí su estado de ánimo. Era
como si no pudiéramos creer que algo así fuera realidad y
estuviéramos tratando de buscar las posibles pegas para evitar una
decepción posterior.
—Por eso me han dicho que están ofreciendo
por encima del precio real de mercado —continuó Ángel—, porque
tienen en cuenta la renta de la planta que yo dejaría de recibir,
los ingresos por el alquiler de las casitas, que también dejaría de
percibir, y porque tienen tanta fe en que van a conseguir la
recalificación del terreno, que están dispuestos a pagarlo como si
ya hubiera ocurrido.
—¿Eso te lo han razonado ellos?
—Sí, antes de que yo les preguntara nada.
Estaban muy interesados en transmitirme que la oferta es mi gran
oportunidad, en mayúsculas.
—¿Y qué dice Kristin? —quise saber.
—Kristin está como loca. Quiere que
aceptemos ya. No le interesa saber más. Si no la paro, se lo
hubiera dicho ya hasta a los niños.
—¿Y qué piensas tú?
Llegamos al terreno delicado, porque si no
me equivocaba, Ángel estaba hecho un mar de dudas.
—¿Tú sabes lo que es un millón de euros,
Marina?
Para ser sinceros, no. No tenía ni la más
remota idea. Pero debía de ser una pregunta retórica, porque Ángel
continuó sin esperar mi respuesta.
—Probablemente, bien gestionados y bien
invertidos significarían una tranquilidad para lo que nos queda de
vida. Una garantía para los niños. Nosotros somos gente sencilla y
muy trabajadora. No creo que se nos fuera la cabeza en tonterías de
nuevos ricos. Tengo cincuenta y dos años, Marina. Yo no voy a ganar
ese dinero de aquí a que me jubile... ni la mitad. Ni la cuarta
parte.
—¿Y entonces? ¿Qué es lo que no te
convence?
—Contra, Marina. ¿Quieres saberlo? Por una
parte, la codicia. Si esta gente en una primera conversación me
ofrece eso, significa que igual puedo apretar más, o que igual hay
otro comprador interesado que me ofrece más.
—¿Y por otra parte?
—La desconfianza. A mí no me salen sus
cuentas. Tengo la sensación de que se están riendo del paleto de
pueblo, de que no me están haciendo un favor, sino que están
pagando por algo muy valioso. Y si es así, ¿por qué no lo veo yo? Y
además, Marina, yo sólo sé hacer esto. Regentar mis casitas,
plantar mis viñas, mis tomates, mis papas... Si vendo todo, ¿qué
voy a hacer a partir de ahora el resto de mi vida?
—¿Con un millón de euros? —Me reí—. ¿Te doy
ideas? Salir a pescar cuando quieras, comprarte tu propio barco,
comprar otro terreno más pequeño donde a lo mejor pudieras montar
tu propia bodega desde la tranquilidad de que, si no funciona, vais
a seguir comiendo todos los meses...
Sonrió animado y los ojos le chispearon. Era
evidente que esa perspectiva le seducía, pero recompuso el gesto
adusto.
—También está la coherencia, Marina. Me
sentiría un traidor vendiendo la tierra de mi abuelo. La que él me
dejó a mí para que yo la labrara, porque yo era el único de los
nietos que conocía su auténtico valor, el único que disfrutaba con
esto.
—Bueno, tu abuelo te la dejó para que la
explotaras como fuera conveniente. Estrictamente hablando, tampoco
creo que él contase con poner una planta solar, pero tú has
decidido que era una buena manera de obtener beneficios. Esto es
igual. Es una manera de obtener beneficios, vendiéndola. Muuuchos
beneficios —recalqué.
—Pero me siento como si estuviera dando la
espalda a mis antepasados.
—Ángel —suspiré, mientras seguía ejerciendo
de abogado del diablo—. Tampoco es eso. Es dejar de mirar atrás
para mirar adelante. Miras por tu futuro y el de tus hijos. Los
recursos ya no son los mismos que en tiempos de tu abuelo. No te
obsesiones con eso.
—No puedo evitar sentir que me estoy dejando
tentar por el dinero fácil, y que estoy comerciando con mis raíces,
con la tierra que mi abuelo jamás accedió a vender.
Espera. Un relámpago fugaz pasó por mi
cabeza. ¿Quién había insistido en el pasado para comprar esa misma
finca? ¿Quién me había contado algo así? ¿Quién había ofrecido ya
por aquella finca más de lo que valía? ¡El médico! Era el médico
quien se había enemistado con el abuelo de Ángel a cuenta de
aquella venta que él ansiaba y que nunca se produjo.
—Ángel, ¿y el médico? —pregunté
repentinamente alarmada.
—¿Qué médico?
—El médico viejo, el que intentó comprar la
finca a tu abuelo.
Frunció el ceño, mientras trataba de atar
cabos.
—¿Qué piensas? ¿Que está detrás de esta
oferta? —Ángel se rió abiertamente ante la idea—. ¿Para qué?
—No sé, me pareció una persona muy
rencorosa, muy metida en el pasado. A lo mejor quiere morirse con
la sensación de haberse salido con la suya.
—No, no, no. —Ángel reafirmó su opinión
denegando con la cabeza—. Puede ser cierto que en aquel momento se
empeñara en comprar las tierras a mi abuelo, para demostrar que
tenía más dinero que él, para humillarle... no sé. Los odios de los
pueblos tienen estas cosas irracionales, pero ¿ahora? Tú misma lo
has dicho. Se está muriendo. ¿Para qué quiere él ahora esta tierra?
¿Para pudrirse en ella?
—Bueno, tiene una hija —aventuré.
—Con la que, por lo que yo sé, tiene una
relación de mierda —exclamó—. Una hija que va a salir corriendo de
aquí en cuanto su padre muera y se deshaga de su culpa cristiana, y
no va a volver a poner un pie en las islas nunca más. Una hija que
va a tratar de preocuparse por vivir su propia vida por una vez, y
eso si no es demasiado tarde y su padre le ha dejado algo de
autoestima.
Me estremeció que Ángel tuviese una visión
tan sagaz de la realidad, pero claro, él conocía a toda aquella
gente desde hacía muchísimos años. Cada uno en su rol, en un pueblo
pequeño, como los personajes de una obra de teatro atrapados en un
papel que no pueden abandonar.
—Y además —continuó—, ¿tú crees que el
médico podría pagar un millón de euros por esta finca? Entonces a
lo mejor sería el abuelo el que se descojonaría en su tumba. Ese
hombre no tiene ya más que su mala baba. Es imposible que disponga
de esa fortuna.
Sí. Ángel tenía razón. Pero de todas
maneras, a lo mejor no era mala idea hacer una nueva visita al
médico y comentarle la oferta. Para ver qué cara ponía.
—La verdad es que no tiene mucho sentido
—admití—, pero haz una cosa: ¿por qué no le dices a la inmobiliaria
que para evaluar en serio la oferta quieres conocer al comprador?
Que esta tierra es de tu familia desde hace generaciones, que tiene
un valor sentimental muy importante para ti y que te gustaría saber
en manos de quién va a quedar.
—¿Y qué ganamos con eso?
—No sé. Un poco más de transparencia, ¿no? Y
tiempo. Para que termines de tomar una decisión.
Ángel asintió despacio.
—Ganar tiempo —reflexionó—. Me parece bien.
Lo haré.
Se puso en pie, como si hubiera obtenido la
respuesta que había venido a buscar, pero la preocupación le había
borrado la sonrisa. Aunque había una resolución nueva en su mirada
cuando abandonó mi cabaña, aún tenía el aspecto de una persona a la
que le hubieran propuesto vender su alma.