Capítulo 27
Tenía aún los rostros de las narradoras
grabados a fuego en mi memoria, mientras compartíamos una exquisita
cena, al día siguiente, en la terraza del hotel Marjane. Mesa para
cuatro. El profesor Labib nos acompañaba y el cuarto integrante de
aquella mesa, Yussef, era un alumno veinteañero del profesor, de
ojos chispeantes, rastas por la cintura y una sonrisa que parecía
abrirle la cara en dos. Era espigado, fibroso e inquieto, y su tono
de voz, en un aceptable español, contrastaba vivamente con su
imagen, y se tornaba grave y reverente cuando hablaba de los
bereberes, los imazighen. Había nacido a muchos kilómetros de la
costa, en Erfoud, un pueblo a las puertas del desierto, que conocía
tiempos prósperos gracias a las nuevas caravanas de turistas ávidos
de experiencias que jugaban a conducir todoterrenos en Merzouga,
entre dunas de juguete. Había sido un alumno brillante a
trompicones, pero gracias a un rosario de profesores que creyeron
en él y le rescataron de las carreteras, donde vendía fósiles a los
«guiris», como él decía, había acabado, en un principio incluso a
su pesar, en la Universidad de Agadir. Pese a su aspecto rebelde
era el favorito del profesor Larbi, que le alababa un entusiasmo
exacerbado, una memoria prodigiosa y la innata facilidad para las
lenguas de los antiguos comerciantes del desierto.
Yussef había encontrado una patria y una
identidad en la adolescencia, cuando la mayoría de sus colegas
creían haberlo perdido todo, y se aferraba con tenacidad al origen
amazigh del que daban fe su envidiable dentadura, su revuelto
cabello castaño y unos ojos del color del ámbar, atributos que, si
aisladamente resultaban atractivos, en él no conseguían embellecer
un rostro de bufón crecidito, de esos que podríamos definir feos,
pero con personalidad. De su cuello colgaba un fósil pulido, un
antiguo trilobites, que para él simbolizaba su pueblo, una raza
noble y longeva que había aprendido a vivir en armonía con la
naturaleza. Era uno de los miembros más dinámicos de la comunidad
estudiantil y se vanagloriaba de ser ácrata y ateo, dos cosas que
el país en el que había visto la luz no toleraba con la liberalidad
que lo hacía Europa. Simpatizante de la causa saharaui, ni era
practicante en un país evidentemente musulmán, ni reconocía la
autoridad del gobierno marroquí sobre su pueblo, lo que le había
supuesto más de un problema, que sus contactos académicos se veían
de cuando en cuando en la necesidad de resolver, con magnanimidad y
un puñado de dirhams, en un intento infructuoso y reiterado de
hacerle aparecer inofensivo.
En cualquier caso, su entusiasmo vital, su
facilidad para los idiomas y su innato don de gentes acababan de
granjearle el dudoso honor de ser mi guía a través de las montañas,
en lo que Fernando, a medias entre la envidia y la ironía, definía
como mi periplo Heidi. Había sido ayudante del profesor durante dos
veranos, y cámara en mano había recogido filmaciones, conducido la
furgoneta y arrastrado su cómico rostro y su innegable simpatía de
aldea en aldea, limando asperezas y abonando el terreno para que
las mujeres más ancianas vencieran su reticencia a hablar ante
desconocidos y a ser filmadas. Yussef era una de esas personas con
las que se conecta de inmediato, independientemente de la lengua y
la nacionalidad. Hábil observador del alma humana, jugaba como el
que más entre los niños, se encendía hablando de política entre los
hombres, y conseguía que las más recatadas mujeres le contaran los
secretos de alcoba que guardaban para el hammam. Parecía un ser
híbrido entre edades, y su fealdad le granjeaba la compasión de las
mujeres, para quienes sabía convertirse en un deslenguado
consejero, y la simpatía de los hombres, que no le consideraban un
peligro potencial.
—Con Yussef estará usted segura —entonó el
profesor Larbi por quinta o sexta vez tratando de tranquilizar a un
Fernando que se había erigido en mi protector—. Lo único malo de
esas aldeas son las carreteras. Bueno, en realidad, la ausencia de
ellas... —celebró entre risas su propia broma.
—No sé, Marina. —Fernando negó con la
cabeza, repentinamente serio—. De alguna manera me siento
responsable...
—¿Tú? —inquirí—. ¡Qué valor! He sido yo la
primera en meterte en este lío.
—Sí, pero ahora no estamos en España. No
conoces el país y te vas a poner a jugar a los antropólogos
subiendo y bajando picos por lugares que, con suerte, están a un
día en coche del primer lugar civilizado.
—Con mucha suerte —reiteró el profesor Larbi
confirmando sus peores temores.
—¿Ves? ¿Y todo ello para buscar qué? Los
testimonios que ha recogido el profesor son suficientes. La
recopilación es excelente.
—Quiero ir allí, Fernando. Tú no lo
entiendes, es emocional, es visceral... No tiene nada que ver con
una labor profesional.
—Por supuesto que no —inquirió picado—. No
tienes ni la titulación ni la experiencia para poder analizar las
cosas que te cuenten a nivel profesional.
—Tengo mi experiencia como periodista. Me
basta con eso. Para mí es muy importante sentir el entorno, captar
las vibraciones, ver el paisaje, escuchar de primera mano...
—El paisaje habrá cambiado en los últimos
quinientos años, Marina. No seas ingenua. Y no vas a escuchar más
que una letanía, traducida por Yussef; tú no vas a entender
nada.
—Yo voy traducir para señorita Marina
—intervino Yussef muy serio, inmerso en su papel.
Yo obsequié su recién nacida lealtad con una
sonrisa.
—Ya, ya —prosiguió Fernando—. Pero ¿qué
esperas obtener? ¿Qué quieres encontrar?
—En realidad nada, Fernando. Sabemos mucho
más de lo que imaginábamos ayer... no... —me corregí sorprendida—,
esta mañana, cuando llegamos aquí. Sólo es que me gustaría dejar
funcionar a mis sentidos, que se empapen de todo, quiero ver los
dragos, conocer a esas mujeres, imaginarme cómo fue la vida de esa
niña, hasta que vinieron unos extranjeros y se la llevaron. A lo
mejor me dan algún dato más, una perspectiva diferente.
Fernando negó con la cabeza, dándose por
vencido.
—No sé para qué insisto. Vas a hacer lo que
te dé la gana.
—Fernando, ya vale. Sabías de sobra que iba
a quedarme una semana aquí. Te lo dije.
El profesor Labib y Yussef sonrieron e
intercambiaron una mirada expectante. Podría jurar que Yussef se
arrellanó en su asiento, como si estuviera disfrutando de una
escena de telenovela.
—Pero, en Agadir, Marina... No sé, o en
Essaouira... o cogiéndote un vuelo interno a Marrakech. Haciendo
turismo, pero no perdiéndote en el Atlas, sin cobertura, ni
internet, ni nada de nada.
—Entonces es que no me conoces nada, pese a
todo este tiempo.
—No te pongas tan digna. Sencillamente me
preocupa que te quedes por aquí tú sola.
—No me quedo sola. Yussef estará conmigo. Y
mañana llega Nacho.
—¡Ah, claro! Perdona. Me había olvidado de
Nacho. ¡Toda una garantía!
Tras la cena, nos despedimos de Yussef y del
profesor Larbi, a los que veríamos al día siguiente, cuando nos
acompañaran al aeropuerto de Al Massira, y salimos a dar un paseo
de recapitulación por la playa desierta. Un rumor sordo de olas
acompasaba nuestras pisadas. Fernando caminaba con los ojos
demorados en el horizonte.
—¿Estás recopilando todos los datos?
—pregunté, sacándole de su silencio.
Asintió levemente.
—Hasta donde sabemos, todo puede coincidir
—comentó, arrastrando los pies descalzos sobre una arena fría y
húmeda—. Aisha va a alucinar cuando se entere; esta leyenda explica
la aparición de la tablilla con un idioma que se hablaba en el
continente, la mención al barranco de los dragos, el viaje a través
del agua grande y quizá también la mención a las maguadas, pero
¿ves factible que de verdad regresaran con ella a las islas? Es una
travesía peligrosa. ¿Crees de verdad que fueron capaces de hacerla
de ida y vuelta? ¿Piensas que en serio tenemos el principio y el
final de la misma historia?
Alcé la mirada al cielo, como si la luna,
mediada y luminosa, fuera testigo de excepción y pudiera informarme
de lo que había pasado tiempo atrás. Asentí en silencio.
—Yo creo que sí.
—Felicidades —murmuró Fernando—. Debo
reconocer que tienes una tenacidad a prueba de desencantos. Te
propusiste averiguar todo lo que pudieras sobre esa mujer, y mira
dónde estamos ahora.
—Gracias por creer en mí. —Le sonreí.
Me revolvió el pelo.
—Gracias por creer en tus sueños.
Caminamos un tramo más, en silencio, las
manos a la espalda, el olor a sal rozándome la nariz. Fue Fernando
el que habló de nuevo.
—No he querido preguntarte nada antes, por
si no te apetecía hablar. ¿Ya arreglaste todo?
Era evidente a qué se refería.
—Pues no, la verdad es que no me apetece
mucho hablar. De hecho, no hay mucho más que contar que lo que te
dije por teléfono cuando te llamé.
—Vaya casualidad...
—No lo sabes tú bien. —Sonreí, recordando
que él ni siquiera sabía que yo estaba con Nacho cuando Miguel
había hecho su aparición.
—¿Y Nacho?
Volví hacia él la mirada, suspicaz, como si
hubiera tenido la capacidad de adivinarme el pensamiento.
—No sé. Ya te contaré a la vuelta.
—¿Sabes ya lo que quieres? —Sonrió.
—No, no estoy segura. De momento, estoy
dejando que se me posen los sentimientos.
—Hablas como una de esas
cuentacuentos.
—Es que soy un poco cuentacuentos.
Se detuvo y clavó en mí su mirada, del mismo
color verdoso y oscuro que el mar en ese instante.
—¿Vas a decirle a tu peninsular de mi parte
que más le vale cuidar de ti en este viaje?
—No, no se lo voy a decir. Y no sé si me
gustas en este papel de hermano mayor protector un poco chapado a
la antigua.
—Todos tenemos un hermano mayor dentro.
—Sonrió—. Sólo hay que ponerle en las circunstancias adecuadas y
dejarle salir...
Nos reímos. Me cogió de su brazo, en un
arranque de ternura, y dimos la vuelta sobre nuestros pasos. Las
huellas marcaban un sendero evidente de pisadas que las olas
parecían respetar, como una frontera entre el mar y la
tierra.
—Anda, vamos al hotel. Hasta que me releven
en mi custodia, y aunque no te guste, soy yo el que cuida de ti, y
tendrás que dormir un poco. A lo mejor ésta es la última cama en la
que duermes hasta que vuelvas a Tenerife. Bueno... —dijo arqueando
las cejas. Y añadió en tono de broma—: Si es que vuelves.
Pasó su brazo por mis hombros y me estrechó
contra él unos segundos, mientras caminábamos enlazados por la
playa. Busqué la complicidad en sus ojos, pero sólo encontré un
reflejo gastado, un resto de esa nostalgia que nos queda por las
cosas que nunca han sucedido.