Capítulo 26
—Buenos días, monsieur Mederos.
Mademoiselle...
El profesor Labib Larbi nos esperaba en el
aeropuerto de Almassira con una sonrisa impecable y un cartel con
nuestros nombres escritos en pulcra caligrafía latina. Le sonreí y
me sentí instantáneamente bienvenida, mientras él tomaba las bolsas
de nuestras manos y nos guiaba a través del caótico vestíbulo del
aeropuerto, entre carritos sobrecargados de maletas, niños que
corrían alocados y familias enteras que se abrazaban felices de
reencontrarse y se saludaban a gritos en una inabarcable mezcla de
francés y árabe. Labib, como nos pidió que le llamáramos, tenía
cerca de cincuenta años, era alto y apuesto, de perfil grecolatino,
piel bronceada y risueños ojos de color miel. Pese al clima
primaveral, vestía traje completo, con chaleco, corbata y zapatos
relucientes, y pelo y bigote recién retocados, con el aire seductor
de un diplomático oriental. Hablaba un castellano que se estrechaba
en las íes y exageraba las palatales, dándole el jocoso acento de
un terrorista islámico en una película doblada. Exquisitamente
cortés, y mientras maniobraba con habilidad a través de un
intensísimo tráfico, se interesó por nuestro viaje, por la
profesora Aisha y por familiares a los que jamás había visto,
mientras, como le habíamos pedido, nos conducía directamente a la
facultad, sin pasar por el hotel Marjane, que nos había reservado
para esa noche.
Fernando y yo habíamos comenzado nuestro
periplo viajero aquella mañana muy temprano con destino a Madrid,
para desde allí volar de nuevo a Agadir, por lo que, a las doce,
hora marroquí, llevábamos seis horas despiertos, un vuelo nacional,
otro internacional y tres husos horarios para recorrer una
distancia que podría haberse cubierto en menos de dos horas
trazando una línea recta en dirección este. Fernando volaría al día
siguiente por la noche de nuevo a Tenerife, y Nacho, que
evidentemente no gozaba de la flexibilidad de un profesor,
esperaría hasta el jueves para comenzar sus vacaciones y reunirse
conmigo en la ciudad costera.
El sol, el mar y las palmeras, sacudidas por
el viento, saludaron nuestro recorrido por el paseo marítimo hasta
el campus de la Universidad Ibn Zohr. La capital de la región del
Souss-Massa, ahora reconocida como destino turístico internacional,
había resurgido literalmente de sus cenizas hacía cincuenta años,
tras el terremoto más fuerte experimentado en el Magreb, que la
había destruido por completo en el año 1960, acabando con la vida
de un tercio de su población. La nueva Agadir que se construyó de
nuevo, a apenas dos kilómetros del epicentro, era una ciudad
moderna y cosmopolita. El paisaje podría haber sido el de cualquier
ciudad del Levante español, salvo por los anuncios en grafía árabe
y la vestimenta que ostentaban las mujeres mayores. Para mi
sorpresa, las jóvenes universitarias combinaban los vaqueros
elásticos con el pañuelo que les cubría el cabello. Todo atraía mi
atención, y mis ojos se deslizaban ávidos de una a otra imagen
tratando de absorber la máxima información posible. En la facultad,
y tras dejar nuestro equipaje en el coche, subimos hasta el
despacho de Labib, en el Departamento de Lenguas, donde pidió que
nos sirvieran un té y unos dulces que nos hicieran revivir antes de
iniciar nuestra conversación. Y entre sorbo y sorbo vivificador nos
comentó que, ante todo, él se consideraba amazigh, un hombre libre,
que era lo que significaba la palabra.
—Lo de bereber lo inventaron los romanos
para llamarnos bárbaros. —Sonrió—. Nosotros a nosotros mismos nos
llamamos imazighen, en plural, o amazigh, en singular. Tamazigh es
el nombre de nuestra lengua, en femenino. Ése es el idioma que yo
enseño en esta universidad y el que me esfuerzo en estudiar día a
día. Es el idioma en que están escritos los petroglifos de la
Cabilia argelina y el Hoggar. Y es el idioma con el que nos
peleamos todos los lingüistas en sus islas Canarias. Hasta hace
unos años hubiera sido impensable que existiera una disciplina en
nuestra lengua, pese a que sólo aquí, en Marruecos, la hablan unos
veinte millones de personas. Ahora, en algunos lugares,
principalmente en la zona del Atlas, encontrarán mensajes, cartas
de restaurantes o incluso algunas señales de tráfico escritas en un
idioma que ya era viejo aquí antes de que los árabes vinieran a
imponernos el suyo. Nuestra lengua está alcanzando el lugar que le
pertenece por derecho.
—Y no sólo aquí —apuntó Fernando.
—Exactamente —asintió el profesor—. En
París, el Instituto de Estudios Amazigh es una punta de lanza en
Europa. No podemos olvidar que la inmigración marroquí a Europa
exporta también la cultura berberófona. Las nuevas generaciones, en
un efecto reacción, tratan de recuperar su lengua original, la que
ha estado prohibida en Marruecos durante años, y con ella, su
música y sus tradiciones. En su país, en Cataluña, han creado su
propio organismo para el estudio del tamazigh. Afortunadamente
—miró a Fernando—, también ustedes, en la Universidad de La Laguna,
han creado finalmente su propia aula de tamazigh.
—Sí —admitió Fernando—, aunque no deja de
ser paradójico que los que más vinculación tenemos con esta lengua
hayamos sido los últimos en apostar por ella.
—Nunca es tarde. —Sonrió tranquilo—. Éste es
un gran paso, un gran éxito para nuestra cultura. Si le soy
sincero, profesor Mederos, nunca creí que pudiera verlo con mis
propios ojos.
Tomó un sorbo de aquel té denso y espeso. El
aroma a menta impregnaba la estancia.
—Por eso estoy tan encantado de que estén
ustedes aquí —tomó un nuevo sorbo y sonrió ampliamente—, con la
historia que me ha esbozado la profesora Aisha.
Se subió las gafas metálicas sobre el puente
de la nariz, desperdigó varias páginas sobre la mesa de su
escritorio y pareció hacer un breve repaso de las mismas. Fernando
y yo le mirábamos en silencio, como si estuviéramos esperando el
dictamen de un médico. Durante los días previos habíamos
intercambiado las suficientes llamadas telefónicas y correos
electrónicos como para ponerle perfectamente al tanto de lo que
sabíamos hasta ese momento.
—Bien —comenzó—, lo que tanto a la profesora
Aisha como a mí nos ha llamado la atención profundamente en esta
ocasión es la existencia de un grabado del que se ha podido extraer
información suficiente para poder relacionarlo con un área
geográfica concreta en un período muy tardío, es decir, en un
momento contemporáneo a la conquista de las islas por parte de la
Corona de Castilla. Si bien es cierto que la hipótesis más aceptada
es que el poblamiento de las islas tuvo lugar en dos oleadas
migratorias procedentes del norte de África, una quizá forzada por
la climatología, y otra quizá con una intencionalidad comercial,
por haberse establecido en Canarias determinadas factorías que
requiriesen de mano de obra, en ningún momento se ha tenido la
evidencia de que los propios guanches tuvieran constancia de su
origen, ni mucho menos que se consideraran a sí mismos relacionados
con los nativos africanos, aunque éstos vivían a apenas cien
kilómetros de sus costas.
—Una de las crónicas de la conquista lo
refería claramente: «Dios nos puso aquí, y se olvidó de nosotros»
—citó Fernando.
—Efectivamente —aprobó el profesor—, ésa era
la explicación que los ancianos guanches hicieron de su origen ante
las preguntas de los castellanos. —Hizo una pausa—. Sin embargo, lo
primero que a mí me resultó evidente en esta historia, y en eso
coincido con la profesora, es que la persona que escribió o a quien
se refiere esta tablilla proviene directamente de esta zona, o ha
estado muy en contacto con la región en la que nos encontramos, y
todo ello en un momento histórico... ¿cómo lo diríamos?, bastante
reciente.
Continuó consultando sus notas.
—La conquista castellana de las islas se
prolongó durante unos cien años, y previamente, mucho antes de que
Colón hiciera escala en La Gomera, rumbo al Nuevo Mundo, éstas eran
ya escala en algunas navegaciones y puerto de atraque de piratas en
busca de esclavos. Se conocía su ubicación y existía navegación
hacia las islas, pero ¿en qué momento, y en qué contexto alguien,
una mujer procedente del Marruecos de los siglos XIV o XV, pudo
llegar a Tenerife, atravesando el mar? ¿Y por qué? ¿Quién era? ¿Una
esclava? No parece probable, pues escribió o le escribieron una
estela funeraria. ¿La esposa o la querida de algún oficial
castellano? Si esto es un enterramiento hubiera tenido un sepulcro
al uso cristiano. Y además, ¿por qué conservaba y usaba una lengua,
la tamazigh, cuando el Marruecos del que previsiblemente procedía
llevaba islamizado siete siglos?
Todas esas preguntas ya nos las habíamos
hecho nosotros mismos en el largo periplo aéreo que habíamos
iniciado aquella mañana. Sin dejar de hablar, Labib levantaba
papeles para luego colocarlos de nuevo en su sitio y abría y
cerraba cajones hasta encontrar un mando a distancia, lo que
pareció satisfacerle. Con él en la mano, y la misma actitud que si
empuñara una respuesta, posó la mirada en nosotros.
—En mi batalla diaria por la permanencia de
la lengua y las tradiciones amazigh, tengo una pasión, a medias
entre el estudio académico y el hobby. —Pulsó el botón de ON de su
mando a distancia y puso en funcionamiento una televisión que hasta
ese momento nos había pasado inadvertida en la esquina superior
derecha de la estancia—. Me encanta recorrer las aldeas más
perdidas y más remotas para recopilar la figura de las narradoras,
las, como dirían ustedes, cuentacuentos de la tradición bereber.
Son ellas quienes transmiten los cuentos, leyendas y fábulas que
componen la identidad global de cada pueblo, y gracias a ellas,
durante mucho tiempo también, se ha mantenido vivo el idioma, al
menos oralmente. —Se caló bien las gafas y empezó a toquetear las
opciones de la pantalla—. El caso es que en mi trabajo de
recopilación, que evidentemente tiene una variante lingüística,
reúno lo que es una indudable parte del folclore, los cuentos.
Agrupo cuentos con la misma temática y estudio su origen, sus
variaciones, etcétera... Y así, entre erizos sabios y ogros
malvados, identifiqué otra figura recurrente, que se repetía en
algunas leyendas. Pero, por favor, véanlo ustedes mismos.
En la imagen de la pantalla y sobre un fondo
idílico de montañas escarpadas, una anciana bereber sonreía con la
mirada muy fija puesta en la cámara y los ojos impregnados de
audacia. A ambos lados aparecían esporádicamente las manos y
rostros de los niños de la aldea, que obviamente estaban presentes
en la grabación y disfrutando del momento. La mujer, sentada en un
taburete bajísimo, vestía falda oscura con un bordado de hilo de
oro y un finísimo velo negro que le cubría desde el pelo hasta las
rodillas, y contrastaba con un sol de justicia. Entre sus arrugas
se adivinaban los oscuros tatuajes faciales, que, como Labib nos
había explicado, identificaban su pertenencia a una u otra tribu.
Comenzó a hablar en un idioma desconocido para nosotros.
—Hay subtítulos en francés, pero si quieren
se lo voy traduciendo yo al castellano.
—Por favor —imploré—. Muchas gracias.
—Cuando llegaron —decía la mujer con la
cadenciosa voz del profesor Labib— y les escucharon hablar, les
identificaron como a hermanos, o como a hijos perdidos largo
tiempo, y mataron carneros, y llamaron con gritos a los habitantes
de otras aldeas, para que acudieran todos a festejarlos. Eran altos
y fuertes, vestidos con pieles de ganado y con los ojos del color
del cereal en primavera. Eran como nosotros, más bien blancos de
piel, no como la gente del sur, de color oscuro. Y ellos se
sintieron complacidos y agasajados, y comieron del cordero y
bebieron la leche y la miel, como también era uso en su tierra, y
contaron que venían de una montaña de fuego que flotaba sobre el
mar, y que habían llegado hasta nuestras tierras en la mitad del
tiempo que tarda una luna, sentados sobre troncos de árbol y
empujados por las corrientes. Y que luego habían avistado una
docena de amaneceres, buscando el nacimiento del río. Y como acá
nadie había visto el mar, y eso se antojaba empresa imposible,
todos les miraron con respeto, como a dioses, y los más ancianos se
regocijaron, porque ellos ya habían leído en los huesos y en los
astros que estos hombres llegarían hasta nosotros algún
día...
El profesor paró la imagen. La anciana
bereber quedó detenida indefinidamente en una sonrisa desdentada de
agradecimiento.
—El extranjero que llega del otro lado del
mar y que es bienvenido por los nativos, porque de alguna manera se
espera su llegada, como si fuera un enviado de los dioses. Esto es
un mito muy popular en muchas culturas. En las culturas americanas,
prehispánicas, en las culturas de la isla de Pascua... es lo que se
llama un tipo cuentístico, un tema estándar. Los temas de los
cuentos son prácticamente universales y están catalogados por
diferentes expertos —nos aclaró—. Pero sigamos.
Asentimos mientras hablaba. Labib dirigió su
mando hacia la televisión y rebobinó durante un breve espacio de
tiempo. La imagen cambió. Ahora se veía el interior oscuro de una
vivienda humilde. Varias mujeres de diferentes edades se apiñaban
sonrientes y expectantes ante la cámara. Una mujer de unos
cincuenta años se encontraba en el centro de ellas, con los ojos
bajos. Con la mano se tapaba la boca, para no mostrar la sonrisa.
En su regazo, una criatura de pelo rubio, como un aura alrededor de
la cabeza, mantenía los grandes ojos fijos en la persona que les
filmaba frente a ellos. Se oyó un intercambio de frases en árabe, y
ante una pregunta, la mujer empezó a hablar. Una vez más, Labib
tradujo sus palabras.
—Aparecieron muy de mañana. Los pastores que
andaban temprano con el ganado en los riscos fueron los primeros en
verlos y mediante voces lo fueron comunicando en el idioma de las
montañas, hasta que todo el valle se hubo enterado y las aldeas
mandaron emisarios para conocerles. Eran todos hombres, y las
mujeres corrieron a esconderse a las casas, pues iban casi
desnudos, vestidos sólo con pieles de cabra, por lo que traían el
frío metido en los huesos. El jefe de la aldea ordenó a sus mujeres
que cocinaran para los extranjeros y les dieron mantas de lana de
oveja para que se abrigasen, y los extranjeros se postraron ante él
en señal de agradecimiento. Llevaban el pelo largo, como las
hembras, y no portaban armas, sino largos bastones, y cuando
trataron de comunicarse con ellos, las gentes de los pueblos vieron
con gran contento que tenían un habla parecida a la que ellos
usaban en las montañas, pero no conocían la profesión de fe, como
si hubieran dormido durante siglos, desde antes de que Mahoma nos
abriera los ojos al Dios verdadero, y tan sólo ahora despertaran.
Cuando se les preguntó si acaso no eran creyentes, ellos contaron
que adoraban y temían a un dios gigante, cruel y caprichoso que
tenían en su tierra y que decían que escupía fuego...
Labib congeló una vez más la imagen de la
narradora en la pantalla, consultó sus notas y rebobinó con el
mando a distancia. Su expresión era de absoluta concentración. Miré
a Fernando de reojo, tratando de interceptar sus pensamientos, pero
su mirada estaba fija en la pantalla.
—Otra expresión de algo similar, ¿ven?
—inquirió Labib—. Un grupo de extranjeros de género masculino que
aparece en una aldea bereber. Su vestimenta extraña a los nativos,
no conocen el islam, pero son capaces de entenderse en un idioma
similar al de la gente que los acoge. Veamos algo más.
En la pantalla apareció un conjunto de casas
de adobe, perfectamente mimetizadas en la ladera de una montaña. El
zoom se fue acercando a las terrazas de barro, donde un grupo de
mujeres ponía la ropa a tender. Eran jóvenes, bromeaban entre ellas
y se escondían del objetivo. Al final la cámara se dirigió a una
anciana cuyo cabello, completamente cano, estaba sin cubrir.
Sentada en el suelo con las piernas rectas, recostada contra la
fachada de la casa anterior y con los ojos cerrados, tenía el
aspecto de una esfinge hierática y atemporal. Iba enfundada en
numerosas camisas y rebecas y un mandilón sobrecubría sus faldas. A
su derecha, un niño de unos once años, de pelo oscuro, ojos
curiosos y dientes saltones, se aferraba a su brazo. La mujer
empezó a hablar sin abrir los ojos. Era ciega. Labib esperó a que
escucháramos la primera frase en el acento original de su voz
cascada y comenzó a traducir.
—Dicen que ocurrió en los tiempos de la
madre de la madre de la madre de mi madre —inició su relato—, pero
yo creo que a lo mejor fue antes aun. Se habló de ello durante
tantos años después de que se hubiesen ido, que todos los días
parecía que hubiera ocurrido el día anterior. Y seguramente cada
persona que hablaba de ellos añadiera algo de sí mismo, como
probablemente yo haga ahora...
La anciana hizo una pausa, que Labib respetó
para mantener el ritmo de la narración. Estábamos fascinados.
—No era difícil entenderse con ellos, pues a
algunas cosas llamábanlas como nosotros, al agua, a la harina, a
las cabras... conocían el tummit y lo
molían y lo tomaban como nosotros. Los ancianos les prohibieron
acercarse a las mujeres, cosa en la que ellos convenían; bajaban la
mirada a la vista de una mujer y decían que también se usaba de ese
respeto en la tierra de la que venían. La madre de la madre de la
madre de mi madre, o quizá alguien más antigua aún, decía que eran
hermosos e inquietos como animales salvajes, y quizá por ello los
hombres de la aldea prefirieran encerrar a sus mujeres, sin
desdeñar a los extranjeros, sin faltarles a la hospitalidad. Nadie
sabía hacerse a la idea de dónde venían. No llegaban del norte,
desde los reinos de los francos o de Al-Ándalus, ni desde el sur,
donde habitaban las gentes negras, ni de las ciudades santas de
Oriente. Ellos afirmaban que habían llegado desde el mar y
señalaban hacia el sol poniente, y ponían grandes gestos cuando
trataban de hacer entender su viaje, como si hubieran pasado gran
temor. Y cuando se les hablaba de Alá y del Profeta no mostraban ni
reconocimiento ni odio. Y cuando los ancianos les preguntaban por
sus dioses ellos señalaban al cielo, al sol y a las montañas, y los
ancianos asentían, y les trataban con reverencia pues pensaban que
venían enviados por dioses tan antiguos que nosotros ya los
habíamos olvidado...
El profesor Labib detuvo la imagen con una
innegable intuición teatral y su voz se apagó en mis oídos,
evocando leyendas en el umbral de la realidad, y trayéndome
nostálgicos ecos de épocas que jamás había conocido. Las diferentes
narraciones me habían permitido formarme una impresión bastante
gráfica de los extranjeros que habían llegado del mar y habían
irrumpido en una aldea de las montañas, trastocando la vida de sus
habitantes de tal modo que, muchas generaciones después, aún
escuchábamos hablar de ellos. Sentía la boca seca y, en el
estómago, el peso de la premonición.
—¿Seguimos? —nos preguntó el profesor, tras
dar un prolongado sorbo de agua de su botella de Sidi Harazem.
Fernando y yo asentimos en silencio, como colegiales aplicados. El
vídeo se puso nuevamente en funcionamiento—. Voy cortando cada una
de las historias —aclaró al instante Labib— para que comprueben los
comienzos y los paralelismos en todas ellas. A ver, veamos
ésta...
Una mujer de mediana edad que lucía el
clásico velo negro bordado en oro que parecía común a algunas de
las protagonistas de las diferentes narraciones, hacía visera con
la mano sobre el rostro para evitar los rayos de sol que le daban
directamente en los ojos. Estaba ella sola, en el exterior, a
espaldas de una casa. Por la luz del entorno se diría que la escena
estaba grabada al atardecer. Labib rebobinó las primeras frases
hasta buscar el punto desde el que deseaba comenzar.
—Los ancianos estaban admirados de cómo los
extranjeros habían sido capaces de llegar a la aldea, pues hasta
entonces todos pensaban que las montañas eran una barrera natural
para permanecer ocultos y olvidados. Pero los extranjeros rieron y
mostraron una habilidad asombrosa, que a todos convenció de que
eran genios malignos o enviados de los diablos, y es que,
ayudándose tan sólo de las varas que llevaban y de las que nunca se
separaban, usábanlas para darse impulso y saltar de una piedra a
otra por el barranco de una manera tal que ni las cabras podrían
igualarles en destreza. Los niños lloraron y las mujeres corrieron
a esconderse, pero los ancianos pusieron tranquilidad diciendo: «No
les temáis. No son djinns malignos, ni
enviados de Saitan. Son hermanos nuestros que viven en una tierra
más allá del mar. Estuvimos separados mucho tiempo y ahora los
dioses los envían para que sus descendencias y las nuestras se unan
de nuevo y seamos una sola».
Labib detuvo la imagen y nos miró, arqueando
las espesas cejas.
—¿Y bien? —entonó sonriente, esperando
nuestro veredicto—. ¿Les resulta familiar?
—Guanches... —musitó Fernando, arrobado, sin
sombra de duda.
—Todo apunta en esa dirección —aprobó Labib
con una sonrisa—. Unos hombres vestidos con pieles de cabra que
aparecen en el Anti-Atlas, no conocen la religión local, adoran a
dioses naturales, afirman venir de más allá del mar, hablan un
idioma similar al de los nativos que les acogen y hacen gala del
arte de trepar por los barrancos con la ayuda del palo. Guanches.
Isleños en el Anti-Atlas. En una zona de montaña, a unos cien
kilómetros de una costa que a su vez dista cien kilómetros de mar
de las islas, de la montaña de fuego que flota sobre el
mar...
—Es un trabajo de recopilación excelente
—evaluó Fernando, admirado.
—Gracias. —El profesor sonrió—. Es el
trabajo de muchos años, más de quince. Cuando la profesora Aisha me
habló de su investigación, rápidamente me vinieron a la mente estos
relatos, que por supuesto a mí también me habían llevado a pensar
en los habitantes de las islas Canarias, y los recopilé para
enseñárselos a ustedes.
—¿Dónde se han grabado esas crónicas?
—inquirió Fernando.
—En diferentes aldeas del Anti-Atlas, al sur
de Tafraoute —respondió Labib—. Podría datar cada una de ellas,
para que lo sepan con precisión.
—Eso sería fantástico, gracias —repuso
Fernando—. ¿Podemos determinar a qué época se refieren?
El profesor se encogió de hombros con
sarcasmo.
—¿Cómo datar los cuentos? ¿Cómo buscar su
reflejo en la realidad? Sin embargo, tenemos una pista importante:
los nativos de la zona ya son musulmanes, y se extrañan de que los
recién llegados no conozcan el islam; por lo tanto, este momento es
posterior a la llegada de los árabes al norte de África según su
calendario, en el siglo VII después de Cristo.
—¿Se reproduce la misma historia en muchos
cuentos? —pregunté.
—Con distintos matices, en los suficientes
como para llamar la atención de cualquier académico.
—Pero ¿cómo llegaron aquí? —interrogué—. ¿Y
para qué? ¿Es una llegada accidental o vinieron con algún
objetivo?
—En cualquier caso —apuntó Fernando—, esto
apoya la polémica hipótesis de que los guanches sí navegaban...
algo que siempre se ha negado en la historia «oficial» de las islas
Canarias.
—Y que, permítame decirlo —intervino el
profesor—, es completamente absurdo desde un punto de vista
antropológico, tratándose de habitantes de unas islas que son
visibles unas desde otras... y cuyas poblaciones poseen
características físicas, estructuras jerárquicas y lenguas no
iguales, pero sí similares.
—Sea como fuere —dijo Fernando—, estos
testimonios orales permitirían suponer que hubo un contacto tardío
entre los habitantes de las islas y los de la costa africana, que
se desarrolló de manera amistosa. ¿Quizá la tablilla llegara desde
esa región en este momento?
—¿Qué podemos saber con respecto al objeto
de ese viaje? —apunté—, si es que fue un viaje programado...
¿Adónde iban cuando llegaron allí? ¿Fue un naufragio o venían en
busca de algo?
Labib esbozó una amplia sonrisa de
satisfacción.
—Con respecto a eso, desde mi humilde labor
de documentalista, todavía me queda bastante material por
mostrarles...
Puso de nuevo en marcha el vídeo y volvimos
a ver a una de las narradoras, la anciana ciega, en un momento más
avanzado de la historia.
—Durante media luna más comieron y bebieron
junto a la gente de las montañas, y pese a que venían del mar,
mostraron ser grandes conocedores de los riscos y las mañas del
ganado, y mostraron también cómo se comunicaban entre ellos de
lejos por medio de unos artefactos que portaban, que servían para
amplificar la voz y que ellos decían que eran esqueletos de seres
marinos. Luego, el día de luna llena, reunieron a los hombres y a
los ancianos y les contaron lo que habían venido buscando. Y por lo
que pudimos entender, se supo que buscaban una esposa para un jefe
muy grande que ellos tenían en su país, y que sus sabios les habían
dicho que la encontrarían en estas tierras...
Labib detuvo la imagen.
—¡No lo pare ahora! —se me escapó, pues
estaba absorta en la historia.
—Escuchen otra versión:
—Dijeron que buscaban una mujer concreta,
una sacerdotisa que les habían dicho que moraba en nuestras
montañas. Que la querían para llevarla con ellos. Y que si los
dioses eran misericordiosos, como lo habían sido con ellos, ella
sobreviviría al viaje en el mar, pues era la elegida. Los ancianos
se retiraron a deliberar y a preguntarse ellos mismos de quién
podía tratarse...
La imagen cambió. Y la mujer que llevaba al
niño en su regazo fue la siguiente en hablar.
—Sus sacerdotes les habían pedido que
encontraran a la heredera de una estirpe de mujeres sabias. Y que
no la querían para nada malo, sino para casarla con su rey y señor
en la tierra de la que ellos venían, pues así se lo habían pedido
sus dioses.
Nueva pausa. Silencio total. Y la imagen
cambió a otra mujer distinta de las que ya habíamos visto. El
escenario era similar a los anteriores. En esta ocasión, la
narradora estaba en el exterior de una vivienda y a su alrededor,
recostados entre alfombras y cojines bordados, un grupo de mujeres
y niños contenía la respiración, prendido de sus palabras.
—Contaron a los ancianos de un gran desastre
que se abatía sobre su tierra. Sus sabios habían leído en el cielo
que unos hombres llegarían hasta ellos desde unas tierras del norte
para esclavizarlos y exterminar a su raza. Y esos sabios habían
consultado a los dioses que ellos tenían y así habían sabido que la
única solución era unificar a los suyos para ser fuertes y poder
hacer frente a los invasores. Y para que su rey fuera escuchado
sobre todos los demás reyes necesitaba unirse a una reina poderosa,
que habitaba en la tierra de la que un día habían salido sus
antepasados. Y esta reina les proporcionaría un heredero, que sería
la suma de todos los hombres libres. Y sus sabios habían visto que
había una estirpe de reinas de la raza de la que ellos procedían y
que podían encontrarlas a una luna de navegación, siguiendo siempre
el curso del sol naciente.
La narradora se vio sustituida de nuevo por
la anciana ciega.
—Dijeron que su dios había mostrado su
cólera y había arrojado un gran fuego durante días y noches y había
causado tan grandes temores que los sacerdotes se habían reunido
para interpretar su voluntad. Así supieron que el demonio que
habitaba la montaña en la que ellos vivían estaba enojado con los
hombres, porque eran egoístas y se habían desunido. Y que por ello
les mandaría un gran castigo, y es que una raza venida del norte
les sometería y acabaría con ellos. La única forma de hacerle
frente era combatir unidos ante el enemigo. En tiempos, estos
hombres habían tenido un solo rey a quien todos veneraban, pero
éste había muerto y sus herederos, que eran muchos, se habían
repartido el reino de su padre. Entonces empezaron a ver a otras
tierras vecinas caer bajo los hombres llegados del norte. Fue así
como uno de estos príncipes reflexionó, y pensó cómo convencer a
sus hermanos de que se unieran bajo un solo rey. Entonces, sus
adivinos le aconsejaron que tomase una esposa del linaje de los
antepasados, que todos respetarían, y que engendrara un hijo en
ella que unificara el reino como había hecho su padre. Él no sabía
dónde hallarla, pero los adivinos le dijeron que sus antepasados
provenían de una tierra inmensa al otro lado del mar, hacia donde
nace el sol, y que allí habían sido una raza guerrera y poderosa, y
que la estirpe de una reina madre seguía viva allí, y que allí era
donde debía buscar a la esposa que le daría un heredero.
Labib detuvo la imagen como arrancándonos de
un sueño, carraspeó, tomó un trago de agua directamente de la
botella y consultó su reloj de pulsera.
—Son las dos y media de la tarde. Entiendo
que estén ustedes atrapados en estas narraciones, como yo mismo me
encuentro, pero quizá sería interesante que hiciéramos una pausa.
¿Me permiten invitarles a comer?
El sol del exterior casi dañó nuestros ojos
que hasta ese momento habían estado a media luz en un despacho
académico, anudados a escenarios montañeses con casas del color de
la tierra y a los vistosos trajes de las mujeres bereberes. Había
una luminosidad marítima en aquel lugar que confería a diciembre la
apacible prestancia de una tarde veraniega. Caminamos en silencio
hasta un pequeño restaurante. Su terraza, con sillas colocadas como
butacas de cine, mirando hacia la calle, estaba únicamente ocupada
por hombres que tomaban té y compartían pipas de agua, con una
cadencia que se me antojaba imposible en España, como si su única
misión fuese contemplar el transcurrir de la existencia. Pasamos al
interior, donde un hombre orondo salió de inmediato de detrás de la
barra y besó efusivamente a Labib en ambas mejillas para
intercambiar con él una retahíla de saludos, sin soltarse las manos
en un cariñoso gesto masculino que me sorprendería allí por primera
vez.
—Siempre como aquí —aclaró Labib—, desde
hace muchos años. Omar es un viejo amigo. Nuestras familias se
conocen. Aquí es muy habitual que los hombres se besen y se tomen
de las manos, sin necesidad de segundas intenciones... —Sonrió
dándose cuenta de mi desconcierto.
Encargó refrescantes ensaladas de tomate y
perejil y un tajine de pescado, cuyo aroma impregnaba ya el lugar.
En la espera nos hicimos con tres Coca-Colas y una botella de agua,
y procedimos a tratar de sintetizar cuanto habíamos visto.
—¿Cuál es su hipótesis hasta el momento,
profesor Labib? —inquirió Fernando, vivamente interesado.
—Bueno —comenzó él—, con respecto a estos
documentos yo tengo alguna información más que ustedes...
—Y estamos deseando verla —interrumpió
Fernando—, pero me gustaría conocer su punto de vista.
—Bien. La información que tenemos, aunque
sin nombres ni fechas, aporta algunos datos lo suficientemente
exhaustivos. El primero en que yo me fijaría es el que se refiere a
lo que he llamado «la ira de los dioses», ¿no? La montaña que
escupe fuego en la tierra de los extranjeros instándoles a
considerar que van a ser castigados por unos seres que vendrán
desde el norte. Evidentemente, estamos hablando de una erupción
volcánica. Si consideramos que ellos hablan de la isla de Tenerife,
nos estaríamos remontando a...
—La catalogación de las erupciones no
comenzó hasta después de la conquista —apuntó Fernando—. La primera
de la que se cree tener constancia en Tenerife está datada por el
propio almirante Colón, mientras hacía escala en La Gomera, de
camino a las Indias. Es decir, en el verano de 1492.
—Eso es cierto, pero me he documentado y hay
incluso una anterior —afirmó el profesor Larbi—. Una que se ha
cifrado de una manera aproximada en el año 1430, y que fue descrita
por los aborígenes a los castellanos que llegaron a la isla.
—En torno a 1430, es verdad —admitió
Fernando.
—Precisamente en tiempos de un gran rey
unificador, como dicen las narradoras de los vídeos —prosiguió el
profesor Larbi—. Tinerfe el Grande, ¿no es así?
—Exacto —corroboró Fernando—, si atendemos a
las crónicas de Viana, y aunque su nombre probablemente fuese otro,
podemos considerar que existió un gran rey único en la isla de
Tenerife, cuya muerte se cifra en un momento aproximado a 1440. A
partir de su muerte, la isla se divide entre sus herederos en
pequeños grupos de poder, en nueve menceyatos...
Labib sonrió, recordando las
narraciones.
—... desobedeciendo así la voluntad de sus
dioses...
—Vale, imaginemos la cronología de los
hechos —dijo Fernando con excitación—. La conquista de las islas
empezó en el año 1405, en que las tropas de Béthencourt se hicieron
prácticamente sin lucha con Lanzarote y Fuerteventura, las islas
más cercanas a la costa africana. En paralelo y desde el año 1300 y
pico, los isleños ya han empezado a ver a extrañas gentes provistas
de armaduras a bordo de grandes barcos que surcan la mar.
Supongamos que aquí su reacción es cauta. Les observan pasar y
ellos no se dejan ver demasiado, pues saben que algunos de los
suyos han sido capturados como esclavos en esas incursiones de
gentes extrañas. Quizá en sus mentes esas gentes empiezan a
constituirse en una amenaza real. Quizá los más clarividentes sean
capaces de predecir que jamás podrán vencerles en un enfrentamiento
armado.
—Al mismo tiempo, en esos años de
intranquilidad —continuó el profesor Labib—, y debemos suponer que
tras un gran período de inactividad, el Teide entra en erupción.
Ignoramos si se cobró o no víctimas, y yo, particularmente,
desconozco la magnitud de la misma. Ni siquiera sé por dónde se
produjo...
—Podemos pedir algún informe al Instituto
Vulcanológico de Canarias, ¿no?
—Podrían hacerlo —admitió el profesor—, pero
mientras tanto, no creo equivocarme mucho si nos arriesgamos a
plantear que, con víctimas o sin ellas, esta erupción fue lo
suficientemente importante para que los aborígenes se la relataran
a los conquistadores castellanos, cuando éstos tomaron la isla
sesenta años después. Estamos hablando de una noticia que pervive
durante al menos sesenta años. Entiendo que tuvo que tener una
magnitud especial para ser recordada tres generaciones
después.
—Perfecto, sesenta años. —Fernando recuperó
su turno en la exposición—. Admitamos que es así, que la erupción
es lo suficientemente importante para impactar a todos los
moradores de la isla, en aquel momento gobernada por un solo hombre
al que llamaremos Tinerfe el Grande. Este hombre ha sabido
enfrentarse con los otros pretendientes al trono e imponerse con
mano dura, convencido de la necesidad de un único regente. Tinerfe,
podemos suponer que supersticioso como tantos monarcas, acude a los
líderes espirituales, sacerdotes y consejeros, con supuesta
capacidad para comunicarse con el lugar donde moran los
antepasados. Imaginemos que tras una larga deliberación en el
tagoror, los sacerdotes, ya conocedores de las incursiones de los
europeos, afirman que la erupción es un testimonio de que su dios,
Echeyde, está enojado con ellos, y que a menos que se mantengan
unidos, una raza venida del norte les dominará y acabará con ellos.
Imaginemos que dicen esto para ganarse la simpatía de Tinerfe.
Quizá los sacerdotes vivan bien bajo su mando y no deseen
cambios.
—O a lo mejor de verdad hablan con los
antepasados —apunté.
Fernando me miró con desconfianza y se
encogió de hombros, antes de aceptar la idea.
—Vale. Es otra opción. A lo mejor de verdad
hablan con los antepasados...
—El caso —cortó Labib— es que durante unos
años la situación se mantiene.
—Quizá la erupción se produjo en un momento
de disensión interna, y la sugerencia de los consejeros vino muy
bien para mantener la situación tal y como estaba —comenté.
—Podría ser —admitió reticente Labib—. El
caso es que tras unos años bajo la unidad de Tinerfe, o como
deseemos llamarle, a la muerte de éste, el reino se disgrega...
Cada uno de sus hijos desea su parcela de poder e ignorando el
consejo del tagoror, se alza con una parte de la isla. Tenerife
queda dividida en nueve menceyatos y una zona central de pastos
comunales.
—¿En qué menceyato se encuentra Arico?
—inquirí.
—En el de Abona. Se supone que Arico fue el
nombre de un guerrero guanche —respondió Fernando.
—¿Y quién era el mencey de Abona?
—En ese momento sería Aguatxoña —respondió
sin dudar—. Si nos basamos en las crónicas literarias de Viana, que
son a Canarias como el Cantar de Mio Cid
a Castilla, éste no era ni el primogénito de Tinerfe, ni el más
bravo de los hermanos. Ni siquiera sus tierras eran tan buenas como
las regentadas por sus hermanos en el norte.
—Pero a lo mejor era el más listo —apuntó
Labib sonriente—. Quizá supo que no tendría sentido enzarzarse en
guerras fratricidas que dividirían aún más a la población de la
isla. ¿Quién quiere gobernar sobre un reino diezmado? Y entonces
consultó a sus propios consejeros. Puede que estemos en torno al
año 1450. Quizá estaba genuinamente preocupado por el futuro de la
isla, frente a los rumores de guerra con esos hombres del norte; no
olvidemos que en este momento los europeos, con Fernández de Lugo a
la cabeza, están tomando La Gomera y Las Palmas, y algún movimiento
de embarcaciones debería verse en el mar. Quizá el mencey pregunta
a sus sacerdotes qué pueden hacer para detener la amenaza
europea.
—O puede que tan sólo les pregunte cómo
puede convertirse en el rey único de toda la isla, sin que haya una
auténtica matanza, y sus hermanos se alíen contra él —sugerí.
—Con cualquiera de las dos opciones,
imaginemos que los consejeros se retiran a deliberar —continuó
Fernando. Cerró los ojos, como si estuviera sometido a trance, y
simuló el ruido de unos tambores, mientras se movía rítmicamente
sobre la silla de un lado a otro—. Tam-tam, tam-tam, tam-tam, y de
repente, voilà... ¡dan con la respuesta!
La solución es encontrar una mujer de un linaje muy superior al
suyo, una reina indiscutible, y hacerla su esposa. De esa manera,
nadie podría dudar de su hegemonía indiscutible sobre los
demás.
—Vale —acepté—. ¿Y cómo saben dónde
encontrarla?
—Aquí podemos contemplar varias hipótesis
también —admitió Labib—. Una de ellas es que los consejeros hayan
propuesto esa posibilidad de manera casual. Evidentemente tienen
que dar alguna solución. Bien, mandemos un contingente de hombres a
cruzar el mar en busca de una princesa extranjera. Es una empresa
larga. Ganamos tiempo. Y nadie se extrañaría si no volvieran. De
ese modo podrían haber aconsejado al mencey que mandara a sus
hombres a navegar hacia Oriente porque sí, o porque de allí es de
donde se cree que vienen las naves, lo que posibilita que haya
otras tierras, o con un significado religioso, porque allí es donde
nace el sol.
—No olvidemos la importancia del sol en la
cosmogonía guanche —puntualizó Fernando—. Es Achamán, el dios
principal, para los isleños... O también puede ser que de verdad
supieran de lo que hablaban, que conservaran memoria de su origen e
incluso noticias periódicas o revelaciones de los antepasados
—completó mirándome— de lo que ocurría en el continente. Y que
supieran cómo llegar a él, y con ese conocimiento montaran la
expedición.
—¿Tenemos constancia de que los guanches
conocieran sus orígenes? —pregunté.
—Pues, contrariamente a lo que se puede
pensar —repuso Fernando—, y dado que la hipótesis norteafricana
parece relativamente reciente y compite o ha competido en algún
momento con la de vikingos, atlantes y demás, es cierto que en
algunas crónicas hay algunas pistas. Sin ir más lejos, Tomás Martí
de Cubas, en su manuscrito de 1687, afirma que los canarios, y cito
textualmente, «decían que su origen era de la parte de el sur de
África», y añade que «señalaban a el oriente; y según decían era
mui antigua la población de las yslas».
—¿Sí? —me sorprendí—. No sabía que existiera
esa información.
—Existe mucha información en las crónicas
que apunta a cómo algunos de los isleños afirmaban que sus orígenes
eran africanos. Incluso en un momento tan temprano como los siglos
XV y XVI, diferentes escritores postulaban que la lengua de los
guanches se parecía a la de los «moros», los habitantes de
Marruecos y Mauritania. Esa hipótesis quizá fuera descartada en
algún momento porque se confundiera con el árabe, pero no se
referían al árabe, sino al tamazigh... De hecho, muchos cronistas
señalaron ya en aquel momento las coincidencias toponímicas entre
la costa del actual Marruecos y las islas y la existencia de
palabras comunes para designar bienes básicos como agua o
harina.
—¿Y por qué, si desde el primer momento
estaba tan claro, esas hipótesis se abandonaron y sólo han vuelto a
aparecer recientemente? —interrogué.
—Todos los regímenes totalitarios tienden a
«maquillar» la historia para modelar unas señas de identidad a la
medida de sus intereses. Canarias no fue una excepción. Imagino que
durante muchos años habría intereses en que los aborígenes canarios
fuesen atlantes o vikingos naufragados antes que sencillos —miró al
profesor Labib, con gesto de disculpa anticipada— «moros».
—En cualquier caso —continuó éste—,
imaginemos entonces que se aconseja al mencey Aguatxoña tomar esta
medida, y él decide seguirla. Todo hace suponer que realiza una
selección de emisarios y les envían rumbo a África.
—¿Y cómo llegan a las costas
africanas?
—Evidentemente navegando.
—He leído en algún lugar —apunté— que hay
quien afirma que quizá fuera posible un paso terrestre desde la
costa africana a las islas Canarias en algún momento, cuando se
produjeron las primeras oleadas pobladoras a Canarias.
—Conozco esa hipótesis —admitió Fernando—,
pero no tengo mucha fe en ella. Basta mirar un mapa de detalle con
la batimetría para darse cuenta de la profundidad existente en esa
área. Además, las islas Canarias son volcánicas. Nacieron en el
mar. Nada hace suponer que estuvieran ligadas a tierra firme en
ningún momento de su existencia. Y por supuesto, mucho menos en un
tiempo tan ridículamente corto para la geología como hace
quinientos años.
—Continuemos —intervino el profesor Labib,
reconduciendo la conversación—. Llegamos aquí a uno de los puntos
más interesantes, puesto que debemos considerar que los guanches
dominaban el arte de la navegación, algo que no apoya la
arqueología a día de hoy.
—Como usted señaló antes —interrumpió
Fernando—, no resulta creíble que un pueblo que habita en un
conjunto de islas no conociera la navegación. Y de hecho, también
algunas de las primeras crónicas, las de Torriani, si no me
equivoco, han apuntado que los guanches navegaban en barcos hechos
con troncos de drago vaciados y con velas de palma. Las hipótesis
que descartan la navegación en tiempos de los guanches se basan en
que no se han encontrado vestigios arqueológicos que sustenten esta
afirmación, pero en realidad en pocas culturas se ha tenido
constancia de este hecho por restos reales. Madera y palma son
materiales orgánicos, y se deterioran con el paso del tiempo, y al
no haber clavos ni partes de metal, es difícil que quede memoria
viva de unas embarcaciones tan... rudimentarias. Generalmente los
testimonios suelen estar basados en vestigios de otro signo, como
por ejemplo pinturas o grabados rupestres.
—¿Y tenemos algo así en la cultura guanche?
—pregunté.
Fernando sonrió mientras parodiaba mi uso
del plural.
—Tenemos varias cosas así —recalcó—. Hay
muchos grabados rupestres que representan embarcaciones.
Barquiformes, les llamamos. Han aparecido en todas las islas,
Tenerife incluida, y generalmente en localizaciones cercanas a la
costa, como acantilados y demás. Algunas de ellas representan
incluso veleros, imaginamos que los que ellos alcanzaban a ver
surcando las aguas, aunque están trazados de forma muy esquemática,
claro. Hay importantes hipótesis sobre el papel mágico que los
aborígenes daban a estas representaciones. En cualquier caso, y si
debemos suponer que originariamente el aborigen canario proviene
del Sáhara, existen también multitud de representaciones de naves
en las cuevas del Hoggar y en muchos otros emplazamientos
arqueológicos, muy anteriores a la migración hacia las islas.
—¿Es posible que una cultura «olvide» cómo
se navega? —inquirí.
—Desde mi modo de ver —matizó Fernando—, es
mucho más probable que una cultura decida pasar inadvertida,
hacerse invisible frente a avistamientos pretendidamente hostiles,
invasores y piratas. Quizá decidiesen de forma voluntaria no salir
al mar, donde eran vulnerables a la vista de los grandes barcos con
los que sabían que no podían competir. Al replegarse hacia las
montañas, la navegación dejaba de ser una prioridad, quizá llevaran
años sin ejercitarla, pero eso no significa en absoluto que
desconociesen la técnica de fabricar pequeñas naves, ni los
rudimentos necesarios para echarse a la mar, aunque fuera en
pequeños trayectos costeros.
—Probablemente, ese «miedo» a lo que pudiera
llegar por mar fuese muy reciente, debido a los rumores procedentes
de otras islas o a experiencias propias con cazadores de esclavos,
porque, como indiqué anteriormente, al referirme a los extranjeros
que arribaban a la costa africana, y como otras tantas culturas,
los aborígenes canarios tenían una relación un poco mágica con el
mar... ¿no es así? —preguntó el profesor Larbi.
—Sí —admitió Fernando—. Hay diferentes
estudios que lo recogen. Uno de ellos, el de Ernesto Martín
Rodríguez, colega y catedrático de Prehistoria en la Universidad de
Las Palmas. Él afirma que la barrera del océano era lo que separaba
y al mismo tiempo acercaba a las islas del resto del mundo, de la
tierra firme. De tal modo que todo habría de llegar a sus
habitantes por este medio. El mar tenía así un aura mítica y
supersticiosa. El adivino Yone, en El Hierro, la antigua isla de
Aceró, dejó dicho que por mar llegarían unas gentes en grandes
casas blancas, a las que se debería de obedecer y adorar... y se
suponía que éste era el lugar donde moraban los espíritus de los
antepasados. Las respuestas, las soluciones a los problemas, en
muchas sociedades, debían llegar por mar. Otra cosa es que tras
experiencias nefastas con esos seres llegados por mar, los
aborígenes decidieran replegarse.
—En cualquier caso estamos hablando de
embarcaciones hechas con troncos ahuecados, remos y vela de palma,
¿no? Ni siquiera hay metales para fabricarlas... —apunté.
—En Europa hay evidencia de embarcaciones
neolíticas elaboradas sin usar metales —intervino Fernando—.
Además, existe una posibilidad que algunos defensores de la teoría
de la navegación, siempre mencionan. Hay una planta, la que los
canarios denominamos leña blanca, cuya madera es tan dura como el
metal. Se tiene constancia de que fragmentos de leña blanca se han
utilizado como clavos.
—Aun así, ¿es posible recorrer más de cien
kilómetros de mar abierto en una embarcación que tú mismo has
calificado como muy rudimentaria? Son embarcaciones muy pequeñas, y
además de transportar personas deben llevar víveres para una
travesía de duración indefinida: comida y agua... —rebatí.
—Imagino que debieron de salir varias, con
provisiones repartidas. El guanche era austero. Probablemente
llevase gofio y útiles de pesca, para irse alimentando a demanda.
El agua fresca siempre podía ir flotando por sí misma, en odres
hechos de pellejos de cabra. Incluso podrían ir atados a los
costados de la nave, dándole mayor estabilidad, aunque le restara
hidrodinámica.
—¿Y cuánto tiempo podría tardar una nave de
esas características en alcanzar la costa africana?
—pregunté.
Fernando extrajo una libreta del maletín de
su ordenador, y dibujó rústicamente el perfil de la costa africana
y unos islotes desperdigados a su izquierda.
—A lo mejor es más fácil de lo que parece.
Puede que navegaran siempre viendo tierra. No quiero decir que sea
menos peligroso así, pero al menos tenían una referencia clara de
hacia dónde se dirigían. Pudo suceder del siguiente modo. —Dibujó
una línea que comunicaba el islote triangular con el redondo que
quedaba inmediatamente a su derecha—. Si salieron de algún punto de
Abona, pudieron navegar hacia el norte de Gran Canaria. La isla
vecina es visible durante toda la travesía. Tenían un punto hacia
el que navegar y la seguridad de que allí podrían aprovisionarse de
víveres de nuevo. Si eligieron los meses de otoño para partir, los
vientos soplan del sur y hacia el oeste, con lo cual la
climatología era favorable y quizá lograran llevar una media de dos
nudos. Hay unas cuarenta millas náuticas... o sea, unas veinte o
veintidós horas de travesía —explicó.
Labib y yo le miramos vivamente
impresionados. Fernando pareció avergonzarse.
—Menos de setenta kilómetros —nos tradujo, y
debió de sentirse en la necesidad de justificar sus conocimientos—.
Soy patrón de barco. Tuve un velerito —murmuró casi como
excusándose—. He hecho ese recorrido alguna vez.
—¿Cuántas características más de tu
personalidad me faltan por conocer? —le interrogué arqueando las
cejas.
—Lo que te falta es vida para conocerlas
todas... —se jactó sonriente.
—Bueno, ¿y desde allí? —interrumpió el
profesor Larbi, quizá acostumbrado a llamar a sus alumnos al
orden.
—Desde allí, hay dos opciones: que ya se
conociese la existencia de Fuerteventura, más al oeste, o que se la
revelasen los benahoaritas, los aborígenes grancanarios. En
cualquier caso, la opción más sencilla era navegar siguiendo la
costa norte y dar el salto a Fuerteventura desde aquí. —Y señaló un
punto concreto en su esbozado islote—. Su misión era llegar a una
tierra firme que se extendía más al oeste. Quizá hasta que no
arribaran a Fuerteventura no fueran conscientes de que también era
una isla.
—¿Era eso factible? Quiero decir, ¿cuál era
la situación en esas dos islas en aquellos momentos? ¿Podía haber
enemistad entre sus habitantes y los de Tenerife?
—interrogué.
Fernando frunció los labios y elevó los ojos
tratando de hacer memoria.
—Estamos hablando de algún momento en torno
a 1440 o 1450, ¿verdad?... Bien. En Benahoare o Gran Canaria, la
población tiene una estructura similar a la de Achinech, la actual
Tenerife, sus reyes tienen el título de guanartemes y también se
rodean de un consejo de ancianos. No hay constancia de una relación
de amistad ni de enemistad entre ambas islas en este período. Será
a finales de los setenta cuando algunos líderes benahoaritas
comiencen a aliarse con los castellanos para conquistar Tenerife,
pero hasta ese momento quedan muchos años...
—Con lo cual, ¿podemos suponer que la
navegación tal vez sería relativamente fácil y que en Gran Canaria
los emisarios fueron bien recibidos?
—Podemos suponerlo.
—¿Y en Fuerteventura?
—Aquí el tema se complica un poco. Veamos.
Desde el norte de Gran Canaria podían acceder con facilidad al sur
de Fuerteventura, la antigua Erbania, la isla más cercana a la
costa. En este período, la isla lleva casi cuarenta años en poder
de la Corona de Castilla, tras la expedición de Jean de
Béthencourt. Los pocos habitantes que hubieran sobrevivido a las
razzias de piratas se han rendido a los conquistadores, aconsejados
precisamente por sus sacerdotisas, dos mujeres, Tibiabin y Tamonant
—dijo arqueando las cejas.
Labib asintió con la cabeza.
—En amazigh podríamos traducir sus nombres
como «la que sabe de letras» y «la que reza para sí».
—Exacto —continuó Fernando—. Eran las
consejeras de los reyes Guize y Ayose, que gobernaban
respectivamente en Maxorata y Jandía, los dos reinos en que se
dividía la isla.
—Una prueba de la importancia del papel de
la mujer en las sociedades amazigues —interrumpió el profesor
Labib.
—Ellas, según uno de los cronistas de la
conquista de canarias, Torriani —continuó Fernando—, advirtieron a
sus reyes de que las tropas de Béthencourt que llegaban desde el
mar eran los hombres que habían esperado desde tiempo atrás, y que
habían de actuar según ellos les dictasen. Se cree que, gracias a
esta intervención de las sacerdotisas, la isla al completo se
convirtió al catolicismo y aceptó la supremacía castellana, sin
apenas oponer resistencia.
—Entonces, en esas fechas tenemos una isla
tomada por los castellanos —comenté—. ¿Sería factible la
navegación?
Fernando se encogió de hombros.
—La ciudad principal se encontraba en el
interior; la costa no era un lugar seguro desde hacía mucho tiempo,
siempre a merced de las embarcaciones piratas en busca de esclavos.
Puede que costearan por el sur, obtuvieran información sobre la
auténtica tierra firme que se abría hacia el oriente y pusieran
rumbo hacia allá. Desde Punta de la Encallada hasta Tarfaya hay
cincuenta y cinco millas náuticas. No sé si desde ese punto se ve
la costa marroquí o no.
—Casi cien kilómetros. Demasiado para verlo
a simple vista, ¿no? —comentó el profesor Larbi—. La costa allí es
la antesala del Sáhara; no hay grandes alturas, es demasiado
plana.
—En cualquier caso, en Erbania sí debían
saber que había un continente frente a sus costas. Llevaban siglos
siendo acosados por piratas y visitados por navegantes. Y cuarenta
años bajo el yugo castellano, con el que ya habrían compartido
determinados conocimientos. ¿Quién sabe? Puede que sólo entraran en
contacto con los nativos de la isla, y nadie más reparara en ellos.
Lo cierto es que tenemos una distancia de cincuenta y cinco millas
que, a una velocidad de unos dos nudos, supone poco más de
veinticuatro horas. Hasta este tramo, y si han tenido suerte con
los vientos, han podido ir equipándose en tierra, incluso descansar
en la costa en algún momento. No es tan duro como una navegación
por completo a mar abierto... —Fernando señaló un punto en su
rudimentario trazado de la costa africana y nos miró—. Y aquí
llegaríamos ya a tierra firme. Estamos en Tarfaya, o en lo que
quiera que hubiera allí hace quinientos años, quizá una aldea
minúscula de pescadores. Es de noche. Llevamos quizá unos quince
días navegando y costeando. Estamos agotados y hambrientos. Tenemos
frío. ¿Qué hacemos y adónde vamos?
—Profesor, ¿cómo es esta zona de la costa?
—pregunté.
—Como dije antes, aquí estamos ya en el
Sáhara, amigos —manifestó Labib—. Extensiones de arena, dunas
casuales, acantilados de arenisca, fácilmente erosionables que se
abren sobre el mar, bancos sumergidos de arena que suponen un
peligro para las embarcaciones...
—Quizá para las más grandes —manifestó un
entusiasta Fernando que ya se había integrado a sí mismo en una
hipotética expedición de hacía cinco siglos—, pero no para la
nuestra, de la que podemos descender y levantarla a pulso cuando
queramos. Aquí nuestra pequeñez es nuestra ventaja; quizá podemos
desembarcar sin ser vistos, o encontrar paisanos amistosos al otro
lado. ¿Y ahora? Aún no lo sabemos, pero tenemos un continente
inmenso delante de nosotros. ¿Hacia dónde nos dirigimos?
Habíamos terminado la comida, de la que
picoteábamos entre frase y frase. Al llegar a este punto, Labib
hizo un ademán significativo al camarero y se limpió lenta y
meticulosamente dedos, labios y bigote en su servilleta de papel.
Sonrió de un modo que pretendió ser enigmático.
—Bien, llegados hasta aquí, creo que es el
momento de mostrarles el final hacia el que convergen todas las
leyendas...
Volvimos al campus. Bajo el peso de una
historia reinterpretada que se había adherido a nosotros como un
vestido de lamé, los tres caminábamos en silencio, y nuestras
pisadas se acompasaban rítmicamente sobre las baldosas del paseo.
Miré hacia el mar, en algún punto, al sur y al oeste de allí,
frente a la costa africana, las islas Canarias eran diminutos
puntos fieramente aferrados a su trocito de océano y a un pasado
que se diluía en leyenda. El sol centelleaba con luz de siesta
sobre las casas encaladas y el minarete de una mezquita sobresalía
sobre un entramado de antenas parabólicas y azoteas vestidas de
alfombras que se ventilaban en los muros. Un mar tranquilo
reverberaba en chispas doradas, levantando brillos etéreos que
desaparecían en cada ola, con el reflejo de tesoros imposibles. Mi
mente buscaba en el azul ondulante la silueta a contraluz de un
puñado de hombres valientes, unos hombres leales a su rey y a su
patria que habían partido en pos de una misión de la que no sabían
si regresarían. En mi imaginación, sus melenas oscuras ondeaban con
el viento del Atlántico. Tenían los claros ojos guiñados de
escudriñar el mar y en los rostros, quemados por el sol implacable,
el gesto tenso de la preocupación.
—Ya estamos aquí.
Labib nos cedió el paso en la puerta
principal y caminamos juntos hacia su despacho. Los pasillos
estaban desiertos a esas horas y la penumbra de la habitación nos
reconfortó. Una vez instalados en las posiciones que habíamos
ocupado antes, y tras encargar un té a la menta, el profesor
rebobinó hasta encontrar el punto exacto de la grabación que quería
mostrarnos. La mujer bereber que sostenía al bebé sobre su regazo
hablaba de nuevo. Su rostro tenía ya ese aire conocido de los
familiares lejanos.
—Cuando arribaron a la costa hubieron de
seguir navegando, dejándola a su derecha por espacio de más de
cinco días. En ese tiempo se escondieron de los hombres, pues
preferían no tomar contacto con nadie hasta no llegar al lugar que
buscaban. Y contaron que avistaban naves mucho más grandes que
ellos, pero que conocían el arte de hacerse invisibles, y así unas
veces eran un tronco de árbol tirado en una playa y otras un madero
que flota sin dirección, hasta que llegaron al lugar donde se abría
un río ancho y extenso que les dio pavor, pues en su tierra jamás
habían visto un río de esas dimensiones, y que bajaba cargado de
ramas y turbio, con el agua del color de la arena, porque en el
camino iba arrancándole el corazón a la montaña. Dicen que en ese
punto ellos escondieron sus embarcaciones y comenzaron a caminar
río arriba, siguiendo siempre el curso, en dirección a su
nacimiento, porque sus sacerdotes les habían contado que la
princesa que ellos buscaban debía estar oculta en un gran barranco
como los que ellos moraban, y debía vivir en una casa de barro
junto al agua, bajo un árbol sagrado y debía ser grande conocedora
de hierbas y remedios, y les habían dado otras trazas de cómo la
conocerían. Y cuando ellos vieron tanta cantidad de agua, pensaron
que tanta agua debía haber tallado el barranco más profundo que se
haya visto jamás, y así fue como llegaron a nosotros, tras días y
días de caminar.
—¿Y cómo pudieron saber los consejeros las
características de la mujer que tenían que buscar?
—interrumpí.
—¿Quizá porque se la habían inventado ellos?
—repuso Fernando, burlón, y corrigió el tono tras interceptar mi
hostil mirada de advertencia—. Bueno, o porque se lo habían contado
los dioses, claro... Tenían línea directa con ellos.
Opté por ignorarle.
—Tampoco revelan rasgos muy especiales
—intervino el profesor Larbi—. Un lugar escondido en la naturaleza,
un curso de agua, un árbol sagrado, conocedora de hierbas... todos
rasgos comunes al imaginario mágico femenino, desde las ninfas
hasta las hadas.
—Como los horóscopos —apostilló Fernando—.
Haz una descripción muy genérica y algo coincidirá.
El profesor activó de nuevo la imagen. La
mujer continuó hablando.
—Los ancianos deliberaron durante un día y
una noche enteros y luego decidieron mandar mensajeros a las
distintas aldeas de las montañas que nos rodeaban, para que cada
uno de éstos enviara mensajeros a las aldeas que la rodeaban, y
así, en círculos, se comunicara la búsqueda hasta llegar a
encontrar el lugar donde vivía esta princesa tan antigua que ellos
buscaban y de la que nosotros no teníamos noticia.
De nuevo Labib cortó la imagen y manejó los
botones hasta llegar al punto que deseaba. La anciana ciega de la
azotea volvió a hablar para nosotros por boca del profesor.
—Y desde nuestra aldea descendieron hasta el
río, al lugar donde comienza el desfiladero: los ancianos pidieron
que les acompañara como guía un pastor de la zona. Con él iban
también la esposa de éste y su hermana con ella, porque ningún
hombre podía hablarle a las mujeres que se encontraban allá. Y
ninguna mujer podía viajar sin un pariente femenino en compañía de
tantos hombres. Y fueron la mujer del pastor y la hermana las que
luego contaron todo a las mujeres: cómo habían caminado por el
curso del río, encaramadas a piedras y sumergiéndose en aguas
heladas durante dos días enteros. Cómo hubieron de pasar una noche
en aquel lugar, escuchando a los lobos y temerosas de los
escorpiones. Y cómo al segundo día habían llegado a una hoz que el
río hacía, en un lugar en el que las paredes eran tan altas y
verticales que mareaba mirar hacia arriba. Y llegaron a una casa
cueva, donde vivían varias jóvenes que estudiaban para curanderas,
con su maestra. Sólo los ancianos de la aldea más cercana sabían
dónde estaba aquel lugar, y junto con la maestra decidían dónde
debía ir cada una, o si debía o no casarse. Todas aprendían allí
artes de hierbas y de ayudar partos y de deshacer maleficios y de
alejar genios, de conjurar palabras y dibujar los sonidos de los
hombres y todas eran jóvenes y llevaban el pelo suelto y el rostro
pintado con kohl y las manos teñidas de alheña. A través de las
mujeres, los extranjeros hablaron con la maestra diciendo lo que
iban buscando, y al oírles, la maestra señaló a una muchacha, y
entonces los extranjeros como uno solo se arrodillaron para besar
los pies que llevaba descalzos, y luego la maestra les tomó de las
manos, para besárselas ella, con los ojos llenos de lágrimas y
grandes voces, y se echaba la mano al corazón como si fuera a
sacárselo del pecho, y les daba las gracias con grandes
aspavientos, como si le hubieran hecho un favor muy, muy grande...
y la muchacha parecía prudente y discreta, pues permaneció quieta y
callada, con los ojos bajos, sin mirar a aquellos hombres que
habían perturbado su existencia tranquila en aquel barranco.
Labib paró la imagen y volvió de nuevo al
primero de los testimonios.
—La madre de la niña elegida había muerto al
darla a luz. La maestra había contado que ella misma había asistido
a la madre, que también era adivinadora y curandera, en el parto,
pero pese a su ciencia, no había podido evitar que la mujer
muriera. Dicen que sólo algunos escogidos sabían que la mujer
pertenecía a una dinastía muy importante, pero se prefería ocultar
sus orígenes y ella había vivido siempre retirada. Cuando se había
sentido ir, la mujer le había encomendado el bebé recién nacido a
la maestra. «Es una niña», había dicho, aunque aún no la había
visto ni le habían dicho nada y sólo la había oído llorar. «Edúcala
bien y enséñale todo lo que sepas, porque algún día será una
reina.» Por eso, cuando aparecieron los extranjeros, la maestra
supo que la buscaban a ella.
Labib buscó un tercer testimonio.
—Entonces los extranjeros fueron llevados a
un barranco donde habitaban solas unas muchachas que se educaban
para curanderas, y debían permanecer ocultas mientras se instruían.
No podían hablar con hombre alguno, salvo requerimiento en alguna
ocasión especial. Cuentan que al llegar allí vieron que había una
grande cueva en el barranco, y sobre ella, en la pared, casi
horizontal crecía un gran árbol de tronco enorme y muchos brazos,
que parecía cobijarla en su sombra, y entonces los hombres cayeron
casi postrados y preguntaron cómo llamaban a aquel árbol. Los
pastores que iban con ellos dijéronles que lo llamaban ajgal, y que
era un árbol de gran utilidad en curas y hechicerías, y que era una
planta muy venerada, y como el curso de aquel río estaba lleno de
ellos, por eso lo habían elegido para morada de las curanderas. Se
decía que apenas unos años atrás, una de ellas de la que se decía
que provenía de una antigua estirpe de reyes y dioses, había muerto
al dar a luz, dejando allí a su hija recién nacida. Entonces los
extranjeros fueron presas de gran excitación y pidieron verla, y la
muchacha les fue mostrada, y cuando ellos le preguntaron qué hacía,
ella díjoles que era la guardiana del ajgal, la encargada de
recolectar y cuidar la savia de aquel árbol, que era muy importante
para preparar cocimientos y medicinas. Los hombres dieron gracias a
sus dioses porque habían encontrado a la mujer que buscaban, y se
lo habían señalado mostrándoles la devoción de ella por aquel
árbol, que ellos también tenían en sus tierras y también
consideraban sagrado.
La imagen se detuvo en ese momento.
—¿El drago?... —pregunté yo.
—El drago —confirmó Labib—. La subespecie
continental se denomina ajgal en referencia al nombre en tamazigh
del árbol. Los extranjeros encuentran a la guardiana del drago, la
doncella que cuida la sangre del dragón... Todo sigue teniendo
tintes mitológicos, comunes a muchas culturas, ¿no es cierto?
Fernando asintió en silencio.
—¿Cuándo fueron hechas esas
grabaciones?
—En diferentes momentos —manifestó el
profesor—. La última de ellas, la segunda narración que acaban de
ver, este verano.
—¿Y recuerda la aldea concreta?
—Está documentado. Creo que fue en Aumagouz,
pero luego lo consulto. En cualquier caso, y aunque mi búsqueda de
folclore admite un área más amplia, todos los testimonios que
aluden a este «cuento» o leyenda o recuerdo de la memoria colectiva
se han tomado en diferentes pueblos entre las poblaciones de Tiznit
y Tafraoute, al sudeste de aquí. ¿Conocen las piedras azules?
Negamos con la cabeza.
—Me temo que es nuestra primera vez en su
país, profesor... —me justifiqué.
—Bueno, hay unas piedras inmensas pintadas
de azul por un belga loco, que se han convertido en un reclamo
turístico en mitad del Anti-Atlas. Las aldeas de las que hablo
están por esa zona, en el tramo superior del río Massa, que supongo
que es la desembocadura de la que las mujeres hablan, cuando
afirman que los extranjeros subieron río arriba.
Fernando ya estaba maniobrando en el Google
Earth en su portátil, aprovechando la red de wifide la facultad, y
tecleando búsquedas a toda velocidad. Labib se levantó de su
asiento para orientarle.
—Sí, por esta zona —dijo, deslizando un dedo
en círculos sobre la pantalla—. Entre los jebeles Imzi y Adad Medni. Son aldeas muy pequeñas
e inaccesibles. No sé si aparecerán aquí.
—Es la zona donde te comenté, Marina, que se
habían encontrado las únicas poblaciones catalogadas de drago en el
continente africano —constató Fernando, dirigiéndome una mirada
rápida.
Observé el zoom del programa y el cursor del
ratón, viajando a toda velocidad desde la desembocadura del río
Massa hasta un punto indefinido en el corazón de las montañas, al
sur del monte Adad Medni, como si estuviéramos reproduciendo
virtual y tecnológicamente aquel viaje por tierra que
previsiblemente había tenido lugar quinientos años antes.
—Fernando. —Le miré con seriedad. La
revelación se había apoderado de mí con la fuerza de una profecía—.
Voy a ir allí.
—¿Allí dónde?
—Aquí —aclaré, y señalé también con mi dedo
sobre su pantalla en aquel borrón confuso de relieves y diminutas
aldeas apenas insinuadas, sin ninguna traza de carreteras
cercanas—. Al nacimiento del río Massa. Al sitio de donde vino
ella. Al barranco donde nacen los dragos.