Capítulo 26

 

—Buenos días, monsieur Mederos. Mademoiselle...
El profesor Labib Larbi nos esperaba en el aeropuerto de Almassira con una sonrisa impecable y un cartel con nuestros nombres escritos en pulcra caligrafía latina. Le sonreí y me sentí instantáneamente bienvenida, mientras él tomaba las bolsas de nuestras manos y nos guiaba a través del caótico vestíbulo del aeropuerto, entre carritos sobrecargados de maletas, niños que corrían alocados y familias enteras que se abrazaban felices de reencontrarse y se saludaban a gritos en una inabarcable mezcla de francés y árabe. Labib, como nos pidió que le llamáramos, tenía cerca de cincuenta años, era alto y apuesto, de perfil grecolatino, piel bronceada y risueños ojos de color miel. Pese al clima primaveral, vestía traje completo, con chaleco, corbata y zapatos relucientes, y pelo y bigote recién retocados, con el aire seductor de un diplomático oriental. Hablaba un castellano que se estrechaba en las íes y exageraba las palatales, dándole el jocoso acento de un terrorista islámico en una película doblada. Exquisitamente cortés, y mientras maniobraba con habilidad a través de un intensísimo tráfico, se interesó por nuestro viaje, por la profesora Aisha y por familiares a los que jamás había visto, mientras, como le habíamos pedido, nos conducía directamente a la facultad, sin pasar por el hotel Marjane, que nos había reservado para esa noche.
Fernando y yo habíamos comenzado nuestro periplo viajero aquella mañana muy temprano con destino a Madrid, para desde allí volar de nuevo a Agadir, por lo que, a las doce, hora marroquí, llevábamos seis horas despiertos, un vuelo nacional, otro internacional y tres husos horarios para recorrer una distancia que podría haberse cubierto en menos de dos horas trazando una línea recta en dirección este. Fernando volaría al día siguiente por la noche de nuevo a Tenerife, y Nacho, que evidentemente no gozaba de la flexibilidad de un profesor, esperaría hasta el jueves para comenzar sus vacaciones y reunirse conmigo en la ciudad costera.
El sol, el mar y las palmeras, sacudidas por el viento, saludaron nuestro recorrido por el paseo marítimo hasta el campus de la Universidad Ibn Zohr. La capital de la región del Souss-Massa, ahora reconocida como destino turístico internacional, había resurgido literalmente de sus cenizas hacía cincuenta años, tras el terremoto más fuerte experimentado en el Magreb, que la había destruido por completo en el año 1960, acabando con la vida de un tercio de su población. La nueva Agadir que se construyó de nuevo, a apenas dos kilómetros del epicentro, era una ciudad moderna y cosmopolita. El paisaje podría haber sido el de cualquier ciudad del Levante español, salvo por los anuncios en grafía árabe y la vestimenta que ostentaban las mujeres mayores. Para mi sorpresa, las jóvenes universitarias combinaban los vaqueros elásticos con el pañuelo que les cubría el cabello. Todo atraía mi atención, y mis ojos se deslizaban ávidos de una a otra imagen tratando de absorber la máxima información posible. En la facultad, y tras dejar nuestro equipaje en el coche, subimos hasta el despacho de Labib, en el Departamento de Lenguas, donde pidió que nos sirvieran un té y unos dulces que nos hicieran revivir antes de iniciar nuestra conversación. Y entre sorbo y sorbo vivificador nos comentó que, ante todo, él se consideraba amazigh, un hombre libre, que era lo que significaba la palabra.
—Lo de bereber lo inventaron los romanos para llamarnos bárbaros. —Sonrió—. Nosotros a nosotros mismos nos llamamos imazighen, en plural, o amazigh, en singular. Tamazigh es el nombre de nuestra lengua, en femenino. Ése es el idioma que yo enseño en esta universidad y el que me esfuerzo en estudiar día a día. Es el idioma en que están escritos los petroglifos de la Cabilia argelina y el Hoggar. Y es el idioma con el que nos peleamos todos los lingüistas en sus islas Canarias. Hasta hace unos años hubiera sido impensable que existiera una disciplina en nuestra lengua, pese a que sólo aquí, en Marruecos, la hablan unos veinte millones de personas. Ahora, en algunos lugares, principalmente en la zona del Atlas, encontrarán mensajes, cartas de restaurantes o incluso algunas señales de tráfico escritas en un idioma que ya era viejo aquí antes de que los árabes vinieran a imponernos el suyo. Nuestra lengua está alcanzando el lugar que le pertenece por derecho.
—Y no sólo aquí —apuntó Fernando.
—Exactamente —asintió el profesor—. En París, el Instituto de Estudios Amazigh es una punta de lanza en Europa. No podemos olvidar que la inmigración marroquí a Europa exporta también la cultura berberófona. Las nuevas generaciones, en un efecto reacción, tratan de recuperar su lengua original, la que ha estado prohibida en Marruecos durante años, y con ella, su música y sus tradiciones. En su país, en Cataluña, han creado su propio organismo para el estudio del tamazigh. Afortunadamente —miró a Fernando—, también ustedes, en la Universidad de La Laguna, han creado finalmente su propia aula de tamazigh.
—Sí —admitió Fernando—, aunque no deja de ser paradójico que los que más vinculación tenemos con esta lengua hayamos sido los últimos en apostar por ella.
—Nunca es tarde. —Sonrió tranquilo—. Éste es un gran paso, un gran éxito para nuestra cultura. Si le soy sincero, profesor Mederos, nunca creí que pudiera verlo con mis propios ojos.
Tomó un sorbo de aquel té denso y espeso. El aroma a menta impregnaba la estancia.
—Por eso estoy tan encantado de que estén ustedes aquí —tomó un nuevo sorbo y sonrió ampliamente—, con la historia que me ha esbozado la profesora Aisha.
Se subió las gafas metálicas sobre el puente de la nariz, desperdigó varias páginas sobre la mesa de su escritorio y pareció hacer un breve repaso de las mismas. Fernando y yo le mirábamos en silencio, como si estuviéramos esperando el dictamen de un médico. Durante los días previos habíamos intercambiado las suficientes llamadas telefónicas y correos electrónicos como para ponerle perfectamente al tanto de lo que sabíamos hasta ese momento.
—Bien —comenzó—, lo que tanto a la profesora Aisha como a mí nos ha llamado la atención profundamente en esta ocasión es la existencia de un grabado del que se ha podido extraer información suficiente para poder relacionarlo con un área geográfica concreta en un período muy tardío, es decir, en un momento contemporáneo a la conquista de las islas por parte de la Corona de Castilla. Si bien es cierto que la hipótesis más aceptada es que el poblamiento de las islas tuvo lugar en dos oleadas migratorias procedentes del norte de África, una quizá forzada por la climatología, y otra quizá con una intencionalidad comercial, por haberse establecido en Canarias determinadas factorías que requiriesen de mano de obra, en ningún momento se ha tenido la evidencia de que los propios guanches tuvieran constancia de su origen, ni mucho menos que se consideraran a sí mismos relacionados con los nativos africanos, aunque éstos vivían a apenas cien kilómetros de sus costas.
—Una de las crónicas de la conquista lo refería claramente: «Dios nos puso aquí, y se olvidó de nosotros» —citó Fernando.
—Efectivamente —aprobó el profesor—, ésa era la explicación que los ancianos guanches hicieron de su origen ante las preguntas de los castellanos. —Hizo una pausa—. Sin embargo, lo primero que a mí me resultó evidente en esta historia, y en eso coincido con la profesora, es que la persona que escribió o a quien se refiere esta tablilla proviene directamente de esta zona, o ha estado muy en contacto con la región en la que nos encontramos, y todo ello en un momento histórico... ¿cómo lo diríamos?, bastante reciente.
Continuó consultando sus notas.
—La conquista castellana de las islas se prolongó durante unos cien años, y previamente, mucho antes de que Colón hiciera escala en La Gomera, rumbo al Nuevo Mundo, éstas eran ya escala en algunas navegaciones y puerto de atraque de piratas en busca de esclavos. Se conocía su ubicación y existía navegación hacia las islas, pero ¿en qué momento, y en qué contexto alguien, una mujer procedente del Marruecos de los siglos XIV o XV, pudo llegar a Tenerife, atravesando el mar? ¿Y por qué? ¿Quién era? ¿Una esclava? No parece probable, pues escribió o le escribieron una estela funeraria. ¿La esposa o la querida de algún oficial castellano? Si esto es un enterramiento hubiera tenido un sepulcro al uso cristiano. Y además, ¿por qué conservaba y usaba una lengua, la tamazigh, cuando el Marruecos del que previsiblemente procedía llevaba islamizado siete siglos?
Todas esas preguntas ya nos las habíamos hecho nosotros mismos en el largo periplo aéreo que habíamos iniciado aquella mañana. Sin dejar de hablar, Labib levantaba papeles para luego colocarlos de nuevo en su sitio y abría y cerraba cajones hasta encontrar un mando a distancia, lo que pareció satisfacerle. Con él en la mano, y la misma actitud que si empuñara una respuesta, posó la mirada en nosotros.
—En mi batalla diaria por la permanencia de la lengua y las tradiciones amazigh, tengo una pasión, a medias entre el estudio académico y el hobby. —Pulsó el botón de ON de su mando a distancia y puso en funcionamiento una televisión que hasta ese momento nos había pasado inadvertida en la esquina superior derecha de la estancia—. Me encanta recorrer las aldeas más perdidas y más remotas para recopilar la figura de las narradoras, las, como dirían ustedes, cuentacuentos de la tradición bereber. Son ellas quienes transmiten los cuentos, leyendas y fábulas que componen la identidad global de cada pueblo, y gracias a ellas, durante mucho tiempo también, se ha mantenido vivo el idioma, al menos oralmente. —Se caló bien las gafas y empezó a toquetear las opciones de la pantalla—. El caso es que en mi trabajo de recopilación, que evidentemente tiene una variante lingüística, reúno lo que es una indudable parte del folclore, los cuentos. Agrupo cuentos con la misma temática y estudio su origen, sus variaciones, etcétera... Y así, entre erizos sabios y ogros malvados, identifiqué otra figura recurrente, que se repetía en algunas leyendas. Pero, por favor, véanlo ustedes mismos.
En la imagen de la pantalla y sobre un fondo idílico de montañas escarpadas, una anciana bereber sonreía con la mirada muy fija puesta en la cámara y los ojos impregnados de audacia. A ambos lados aparecían esporádicamente las manos y rostros de los niños de la aldea, que obviamente estaban presentes en la grabación y disfrutando del momento. La mujer, sentada en un taburete bajísimo, vestía falda oscura con un bordado de hilo de oro y un finísimo velo negro que le cubría desde el pelo hasta las rodillas, y contrastaba con un sol de justicia. Entre sus arrugas se adivinaban los oscuros tatuajes faciales, que, como Labib nos había explicado, identificaban su pertenencia a una u otra tribu. Comenzó a hablar en un idioma desconocido para nosotros.
—Hay subtítulos en francés, pero si quieren se lo voy traduciendo yo al castellano.
—Por favor —imploré—. Muchas gracias.
—Cuando llegaron —decía la mujer con la cadenciosa voz del profesor Labib— y les escucharon hablar, les identificaron como a hermanos, o como a hijos perdidos largo tiempo, y mataron carneros, y llamaron con gritos a los habitantes de otras aldeas, para que acudieran todos a festejarlos. Eran altos y fuertes, vestidos con pieles de ganado y con los ojos del color del cereal en primavera. Eran como nosotros, más bien blancos de piel, no como la gente del sur, de color oscuro. Y ellos se sintieron complacidos y agasajados, y comieron del cordero y bebieron la leche y la miel, como también era uso en su tierra, y contaron que venían de una montaña de fuego que flotaba sobre el mar, y que habían llegado hasta nuestras tierras en la mitad del tiempo que tarda una luna, sentados sobre troncos de árbol y empujados por las corrientes. Y que luego habían avistado una docena de amaneceres, buscando el nacimiento del río. Y como acá nadie había visto el mar, y eso se antojaba empresa imposible, todos les miraron con respeto, como a dioses, y los más ancianos se regocijaron, porque ellos ya habían leído en los huesos y en los astros que estos hombres llegarían hasta nosotros algún día...
El profesor paró la imagen. La anciana bereber quedó detenida indefinidamente en una sonrisa desdentada de agradecimiento.
—El extranjero que llega del otro lado del mar y que es bienvenido por los nativos, porque de alguna manera se espera su llegada, como si fuera un enviado de los dioses. Esto es un mito muy popular en muchas culturas. En las culturas americanas, prehispánicas, en las culturas de la isla de Pascua... es lo que se llama un tipo cuentístico, un tema estándar. Los temas de los cuentos son prácticamente universales y están catalogados por diferentes expertos —nos aclaró—. Pero sigamos.
Asentimos mientras hablaba. Labib dirigió su mando hacia la televisión y rebobinó durante un breve espacio de tiempo. La imagen cambió. Ahora se veía el interior oscuro de una vivienda humilde. Varias mujeres de diferentes edades se apiñaban sonrientes y expectantes ante la cámara. Una mujer de unos cincuenta años se encontraba en el centro de ellas, con los ojos bajos. Con la mano se tapaba la boca, para no mostrar la sonrisa. En su regazo, una criatura de pelo rubio, como un aura alrededor de la cabeza, mantenía los grandes ojos fijos en la persona que les filmaba frente a ellos. Se oyó un intercambio de frases en árabe, y ante una pregunta, la mujer empezó a hablar. Una vez más, Labib tradujo sus palabras.
—Aparecieron muy de mañana. Los pastores que andaban temprano con el ganado en los riscos fueron los primeros en verlos y mediante voces lo fueron comunicando en el idioma de las montañas, hasta que todo el valle se hubo enterado y las aldeas mandaron emisarios para conocerles. Eran todos hombres, y las mujeres corrieron a esconderse a las casas, pues iban casi desnudos, vestidos sólo con pieles de cabra, por lo que traían el frío metido en los huesos. El jefe de la aldea ordenó a sus mujeres que cocinaran para los extranjeros y les dieron mantas de lana de oveja para que se abrigasen, y los extranjeros se postraron ante él en señal de agradecimiento. Llevaban el pelo largo, como las hembras, y no portaban armas, sino largos bastones, y cuando trataron de comunicarse con ellos, las gentes de los pueblos vieron con gran contento que tenían un habla parecida a la que ellos usaban en las montañas, pero no conocían la profesión de fe, como si hubieran dormido durante siglos, desde antes de que Mahoma nos abriera los ojos al Dios verdadero, y tan sólo ahora despertaran. Cuando se les preguntó si acaso no eran creyentes, ellos contaron que adoraban y temían a un dios gigante, cruel y caprichoso que tenían en su tierra y que decían que escupía fuego...
Labib congeló una vez más la imagen de la narradora en la pantalla, consultó sus notas y rebobinó con el mando a distancia. Su expresión era de absoluta concentración. Miré a Fernando de reojo, tratando de interceptar sus pensamientos, pero su mirada estaba fija en la pantalla.
—Otra expresión de algo similar, ¿ven? —inquirió Labib—. Un grupo de extranjeros de género masculino que aparece en una aldea bereber. Su vestimenta extraña a los nativos, no conocen el islam, pero son capaces de entenderse en un idioma similar al de la gente que los acoge. Veamos algo más.
En la pantalla apareció un conjunto de casas de adobe, perfectamente mimetizadas en la ladera de una montaña. El zoom se fue acercando a las terrazas de barro, donde un grupo de mujeres ponía la ropa a tender. Eran jóvenes, bromeaban entre ellas y se escondían del objetivo. Al final la cámara se dirigió a una anciana cuyo cabello, completamente cano, estaba sin cubrir. Sentada en el suelo con las piernas rectas, recostada contra la fachada de la casa anterior y con los ojos cerrados, tenía el aspecto de una esfinge hierática y atemporal. Iba enfundada en numerosas camisas y rebecas y un mandilón sobrecubría sus faldas. A su derecha, un niño de unos once años, de pelo oscuro, ojos curiosos y dientes saltones, se aferraba a su brazo. La mujer empezó a hablar sin abrir los ojos. Era ciega. Labib esperó a que escucháramos la primera frase en el acento original de su voz cascada y comenzó a traducir.
—Dicen que ocurrió en los tiempos de la madre de la madre de la madre de mi madre —inició su relato—, pero yo creo que a lo mejor fue antes aun. Se habló de ello durante tantos años después de que se hubiesen ido, que todos los días parecía que hubiera ocurrido el día anterior. Y seguramente cada persona que hablaba de ellos añadiera algo de sí mismo, como probablemente yo haga ahora...
La anciana hizo una pausa, que Labib respetó para mantener el ritmo de la narración. Estábamos fascinados.
—No era difícil entenderse con ellos, pues a algunas cosas llamábanlas como nosotros, al agua, a la harina, a las cabras... conocían el tummit y lo molían y lo tomaban como nosotros. Los ancianos les prohibieron acercarse a las mujeres, cosa en la que ellos convenían; bajaban la mirada a la vista de una mujer y decían que también se usaba de ese respeto en la tierra de la que venían. La madre de la madre de la madre de mi madre, o quizá alguien más antigua aún, decía que eran hermosos e inquietos como animales salvajes, y quizá por ello los hombres de la aldea prefirieran encerrar a sus mujeres, sin desdeñar a los extranjeros, sin faltarles a la hospitalidad. Nadie sabía hacerse a la idea de dónde venían. No llegaban del norte, desde los reinos de los francos o de Al-Ándalus, ni desde el sur, donde habitaban las gentes negras, ni de las ciudades santas de Oriente. Ellos afirmaban que habían llegado desde el mar y señalaban hacia el sol poniente, y ponían grandes gestos cuando trataban de hacer entender su viaje, como si hubieran pasado gran temor. Y cuando se les hablaba de Alá y del Profeta no mostraban ni reconocimiento ni odio. Y cuando los ancianos les preguntaban por sus dioses ellos señalaban al cielo, al sol y a las montañas, y los ancianos asentían, y les trataban con reverencia pues pensaban que venían enviados por dioses tan antiguos que nosotros ya los habíamos olvidado...
El profesor Labib detuvo la imagen con una innegable intuición teatral y su voz se apagó en mis oídos, evocando leyendas en el umbral de la realidad, y trayéndome nostálgicos ecos de épocas que jamás había conocido. Las diferentes narraciones me habían permitido formarme una impresión bastante gráfica de los extranjeros que habían llegado del mar y habían irrumpido en una aldea de las montañas, trastocando la vida de sus habitantes de tal modo que, muchas generaciones después, aún escuchábamos hablar de ellos. Sentía la boca seca y, en el estómago, el peso de la premonición.
—¿Seguimos? —nos preguntó el profesor, tras dar un prolongado sorbo de agua de su botella de Sidi Harazem. Fernando y yo asentimos en silencio, como colegiales aplicados. El vídeo se puso nuevamente en funcionamiento—. Voy cortando cada una de las historias —aclaró al instante Labib— para que comprueben los comienzos y los paralelismos en todas ellas. A ver, veamos ésta...
Una mujer de mediana edad que lucía el clásico velo negro bordado en oro que parecía común a algunas de las protagonistas de las diferentes narraciones, hacía visera con la mano sobre el rostro para evitar los rayos de sol que le daban directamente en los ojos. Estaba ella sola, en el exterior, a espaldas de una casa. Por la luz del entorno se diría que la escena estaba grabada al atardecer. Labib rebobinó las primeras frases hasta buscar el punto desde el que deseaba comenzar.
—Los ancianos estaban admirados de cómo los extranjeros habían sido capaces de llegar a la aldea, pues hasta entonces todos pensaban que las montañas eran una barrera natural para permanecer ocultos y olvidados. Pero los extranjeros rieron y mostraron una habilidad asombrosa, que a todos convenció de que eran genios malignos o enviados de los diablos, y es que, ayudándose tan sólo de las varas que llevaban y de las que nunca se separaban, usábanlas para darse impulso y saltar de una piedra a otra por el barranco de una manera tal que ni las cabras podrían igualarles en destreza. Los niños lloraron y las mujeres corrieron a esconderse, pero los ancianos pusieron tranquilidad diciendo: «No les temáis. No son djinns malignos, ni enviados de Saitan. Son hermanos nuestros que viven en una tierra más allá del mar. Estuvimos separados mucho tiempo y ahora los dioses los envían para que sus descendencias y las nuestras se unan de nuevo y seamos una sola».
Labib detuvo la imagen y nos miró, arqueando las espesas cejas.
—¿Y bien? —entonó sonriente, esperando nuestro veredicto—. ¿Les resulta familiar?
—Guanches... —musitó Fernando, arrobado, sin sombra de duda.
—Todo apunta en esa dirección —aprobó Labib con una sonrisa—. Unos hombres vestidos con pieles de cabra que aparecen en el Anti-Atlas, no conocen la religión local, adoran a dioses naturales, afirman venir de más allá del mar, hablan un idioma similar al de los nativos que les acogen y hacen gala del arte de trepar por los barrancos con la ayuda del palo. Guanches. Isleños en el Anti-Atlas. En una zona de montaña, a unos cien kilómetros de una costa que a su vez dista cien kilómetros de mar de las islas, de la montaña de fuego que flota sobre el mar...
—Es un trabajo de recopilación excelente —evaluó Fernando, admirado.
—Gracias. —El profesor sonrió—. Es el trabajo de muchos años, más de quince. Cuando la profesora Aisha me habló de su investigación, rápidamente me vinieron a la mente estos relatos, que por supuesto a mí también me habían llevado a pensar en los habitantes de las islas Canarias, y los recopilé para enseñárselos a ustedes.
—¿Dónde se han grabado esas crónicas? —inquirió Fernando.
—En diferentes aldeas del Anti-Atlas, al sur de Tafraoute —respondió Labib—. Podría datar cada una de ellas, para que lo sepan con precisión.
—Eso sería fantástico, gracias —repuso Fernando—. ¿Podemos determinar a qué época se refieren?
El profesor se encogió de hombros con sarcasmo.
—¿Cómo datar los cuentos? ¿Cómo buscar su reflejo en la realidad? Sin embargo, tenemos una pista importante: los nativos de la zona ya son musulmanes, y se extrañan de que los recién llegados no conozcan el islam; por lo tanto, este momento es posterior a la llegada de los árabes al norte de África según su calendario, en el siglo VII después de Cristo.
—¿Se reproduce la misma historia en muchos cuentos? —pregunté.
—Con distintos matices, en los suficientes como para llamar la atención de cualquier académico.
—Pero ¿cómo llegaron aquí? —interrogué—. ¿Y para qué? ¿Es una llegada accidental o vinieron con algún objetivo?
—En cualquier caso —apuntó Fernando—, esto apoya la polémica hipótesis de que los guanches sí navegaban... algo que siempre se ha negado en la historia «oficial» de las islas Canarias.
—Y que, permítame decirlo —intervino el profesor—, es completamente absurdo desde un punto de vista antropológico, tratándose de habitantes de unas islas que son visibles unas desde otras... y cuyas poblaciones poseen características físicas, estructuras jerárquicas y lenguas no iguales, pero sí similares.
—Sea como fuere —dijo Fernando—, estos testimonios orales permitirían suponer que hubo un contacto tardío entre los habitantes de las islas y los de la costa africana, que se desarrolló de manera amistosa. ¿Quizá la tablilla llegara desde esa región en este momento?
—¿Qué podemos saber con respecto al objeto de ese viaje? —apunté—, si es que fue un viaje programado... ¿Adónde iban cuando llegaron allí? ¿Fue un naufragio o venían en busca de algo?
Labib esbozó una amplia sonrisa de satisfacción.
—Con respecto a eso, desde mi humilde labor de documentalista, todavía me queda bastante material por mostrarles...
Puso de nuevo en marcha el vídeo y volvimos a ver a una de las narradoras, la anciana ciega, en un momento más avanzado de la historia.
—Durante media luna más comieron y bebieron junto a la gente de las montañas, y pese a que venían del mar, mostraron ser grandes conocedores de los riscos y las mañas del ganado, y mostraron también cómo se comunicaban entre ellos de lejos por medio de unos artefactos que portaban, que servían para amplificar la voz y que ellos decían que eran esqueletos de seres marinos. Luego, el día de luna llena, reunieron a los hombres y a los ancianos y les contaron lo que habían venido buscando. Y por lo que pudimos entender, se supo que buscaban una esposa para un jefe muy grande que ellos tenían en su país, y que sus sabios les habían dicho que la encontrarían en estas tierras...
Labib detuvo la imagen.
—¡No lo pare ahora! —se me escapó, pues estaba absorta en la historia.
—Escuchen otra versión:
—Dijeron que buscaban una mujer concreta, una sacerdotisa que les habían dicho que moraba en nuestras montañas. Que la querían para llevarla con ellos. Y que si los dioses eran misericordiosos, como lo habían sido con ellos, ella sobreviviría al viaje en el mar, pues era la elegida. Los ancianos se retiraron a deliberar y a preguntarse ellos mismos de quién podía tratarse...
La imagen cambió. Y la mujer que llevaba al niño en su regazo fue la siguiente en hablar.
—Sus sacerdotes les habían pedido que encontraran a la heredera de una estirpe de mujeres sabias. Y que no la querían para nada malo, sino para casarla con su rey y señor en la tierra de la que ellos venían, pues así se lo habían pedido sus dioses.
Nueva pausa. Silencio total. Y la imagen cambió a otra mujer distinta de las que ya habíamos visto. El escenario era similar a los anteriores. En esta ocasión, la narradora estaba en el exterior de una vivienda y a su alrededor, recostados entre alfombras y cojines bordados, un grupo de mujeres y niños contenía la respiración, prendido de sus palabras.
—Contaron a los ancianos de un gran desastre que se abatía sobre su tierra. Sus sabios habían leído en el cielo que unos hombres llegarían hasta ellos desde unas tierras del norte para esclavizarlos y exterminar a su raza. Y esos sabios habían consultado a los dioses que ellos tenían y así habían sabido que la única solución era unificar a los suyos para ser fuertes y poder hacer frente a los invasores. Y para que su rey fuera escuchado sobre todos los demás reyes necesitaba unirse a una reina poderosa, que habitaba en la tierra de la que un día habían salido sus antepasados. Y esta reina les proporcionaría un heredero, que sería la suma de todos los hombres libres. Y sus sabios habían visto que había una estirpe de reinas de la raza de la que ellos procedían y que podían encontrarlas a una luna de navegación, siguiendo siempre el curso del sol naciente.
La narradora se vio sustituida de nuevo por la anciana ciega.
—Dijeron que su dios había mostrado su cólera y había arrojado un gran fuego durante días y noches y había causado tan grandes temores que los sacerdotes se habían reunido para interpretar su voluntad. Así supieron que el demonio que habitaba la montaña en la que ellos vivían estaba enojado con los hombres, porque eran egoístas y se habían desunido. Y que por ello les mandaría un gran castigo, y es que una raza venida del norte les sometería y acabaría con ellos. La única forma de hacerle frente era combatir unidos ante el enemigo. En tiempos, estos hombres habían tenido un solo rey a quien todos veneraban, pero éste había muerto y sus herederos, que eran muchos, se habían repartido el reino de su padre. Entonces empezaron a ver a otras tierras vecinas caer bajo los hombres llegados del norte. Fue así como uno de estos príncipes reflexionó, y pensó cómo convencer a sus hermanos de que se unieran bajo un solo rey. Entonces, sus adivinos le aconsejaron que tomase una esposa del linaje de los antepasados, que todos respetarían, y que engendrara un hijo en ella que unificara el reino como había hecho su padre. Él no sabía dónde hallarla, pero los adivinos le dijeron que sus antepasados provenían de una tierra inmensa al otro lado del mar, hacia donde nace el sol, y que allí habían sido una raza guerrera y poderosa, y que la estirpe de una reina madre seguía viva allí, y que allí era donde debía buscar a la esposa que le daría un heredero.
Labib detuvo la imagen como arrancándonos de un sueño, carraspeó, tomó un trago de agua directamente de la botella y consultó su reloj de pulsera.
—Son las dos y media de la tarde. Entiendo que estén ustedes atrapados en estas narraciones, como yo mismo me encuentro, pero quizá sería interesante que hiciéramos una pausa. ¿Me permiten invitarles a comer?

 

El sol del exterior casi dañó nuestros ojos que hasta ese momento habían estado a media luz en un despacho académico, anudados a escenarios montañeses con casas del color de la tierra y a los vistosos trajes de las mujeres bereberes. Había una luminosidad marítima en aquel lugar que confería a diciembre la apacible prestancia de una tarde veraniega. Caminamos en silencio hasta un pequeño restaurante. Su terraza, con sillas colocadas como butacas de cine, mirando hacia la calle, estaba únicamente ocupada por hombres que tomaban té y compartían pipas de agua, con una cadencia que se me antojaba imposible en España, como si su única misión fuese contemplar el transcurrir de la existencia. Pasamos al interior, donde un hombre orondo salió de inmediato de detrás de la barra y besó efusivamente a Labib en ambas mejillas para intercambiar con él una retahíla de saludos, sin soltarse las manos en un cariñoso gesto masculino que me sorprendería allí por primera vez.
—Siempre como aquí —aclaró Labib—, desde hace muchos años. Omar es un viejo amigo. Nuestras familias se conocen. Aquí es muy habitual que los hombres se besen y se tomen de las manos, sin necesidad de segundas intenciones... —Sonrió dándose cuenta de mi desconcierto.
Encargó refrescantes ensaladas de tomate y perejil y un tajine de pescado, cuyo aroma impregnaba ya el lugar. En la espera nos hicimos con tres Coca-Colas y una botella de agua, y procedimos a tratar de sintetizar cuanto habíamos visto.
—¿Cuál es su hipótesis hasta el momento, profesor Labib? —inquirió Fernando, vivamente interesado.
—Bueno —comenzó él—, con respecto a estos documentos yo tengo alguna información más que ustedes...
—Y estamos deseando verla —interrumpió Fernando—, pero me gustaría conocer su punto de vista.
—Bien. La información que tenemos, aunque sin nombres ni fechas, aporta algunos datos lo suficientemente exhaustivos. El primero en que yo me fijaría es el que se refiere a lo que he llamado «la ira de los dioses», ¿no? La montaña que escupe fuego en la tierra de los extranjeros instándoles a considerar que van a ser castigados por unos seres que vendrán desde el norte. Evidentemente, estamos hablando de una erupción volcánica. Si consideramos que ellos hablan de la isla de Tenerife, nos estaríamos remontando a...
—La catalogación de las erupciones no comenzó hasta después de la conquista —apuntó Fernando—. La primera de la que se cree tener constancia en Tenerife está datada por el propio almirante Colón, mientras hacía escala en La Gomera, de camino a las Indias. Es decir, en el verano de 1492.
—Eso es cierto, pero me he documentado y hay incluso una anterior —afirmó el profesor Larbi—. Una que se ha cifrado de una manera aproximada en el año 1430, y que fue descrita por los aborígenes a los castellanos que llegaron a la isla.
—En torno a 1430, es verdad —admitió Fernando.
—Precisamente en tiempos de un gran rey unificador, como dicen las narradoras de los vídeos —prosiguió el profesor Larbi—. Tinerfe el Grande, ¿no es así?
—Exacto —corroboró Fernando—, si atendemos a las crónicas de Viana, y aunque su nombre probablemente fuese otro, podemos considerar que existió un gran rey único en la isla de Tenerife, cuya muerte se cifra en un momento aproximado a 1440. A partir de su muerte, la isla se divide entre sus herederos en pequeños grupos de poder, en nueve menceyatos...
Labib sonrió, recordando las narraciones.
—... desobedeciendo así la voluntad de sus dioses...
—Vale, imaginemos la cronología de los hechos —dijo Fernando con excitación—. La conquista de las islas empezó en el año 1405, en que las tropas de Béthencourt se hicieron prácticamente sin lucha con Lanzarote y Fuerteventura, las islas más cercanas a la costa africana. En paralelo y desde el año 1300 y pico, los isleños ya han empezado a ver a extrañas gentes provistas de armaduras a bordo de grandes barcos que surcan la mar. Supongamos que aquí su reacción es cauta. Les observan pasar y ellos no se dejan ver demasiado, pues saben que algunos de los suyos han sido capturados como esclavos en esas incursiones de gentes extrañas. Quizá en sus mentes esas gentes empiezan a constituirse en una amenaza real. Quizá los más clarividentes sean capaces de predecir que jamás podrán vencerles en un enfrentamiento armado.
—Al mismo tiempo, en esos años de intranquilidad —continuó el profesor Labib—, y debemos suponer que tras un gran período de inactividad, el Teide entra en erupción. Ignoramos si se cobró o no víctimas, y yo, particularmente, desconozco la magnitud de la misma. Ni siquiera sé por dónde se produjo...
—Podemos pedir algún informe al Instituto Vulcanológico de Canarias, ¿no?
—Podrían hacerlo —admitió el profesor—, pero mientras tanto, no creo equivocarme mucho si nos arriesgamos a plantear que, con víctimas o sin ellas, esta erupción fue lo suficientemente importante para que los aborígenes se la relataran a los conquistadores castellanos, cuando éstos tomaron la isla sesenta años después. Estamos hablando de una noticia que pervive durante al menos sesenta años. Entiendo que tuvo que tener una magnitud especial para ser recordada tres generaciones después.
—Perfecto, sesenta años. —Fernando recuperó su turno en la exposición—. Admitamos que es así, que la erupción es lo suficientemente importante para impactar a todos los moradores de la isla, en aquel momento gobernada por un solo hombre al que llamaremos Tinerfe el Grande. Este hombre ha sabido enfrentarse con los otros pretendientes al trono e imponerse con mano dura, convencido de la necesidad de un único regente. Tinerfe, podemos suponer que supersticioso como tantos monarcas, acude a los líderes espirituales, sacerdotes y consejeros, con supuesta capacidad para comunicarse con el lugar donde moran los antepasados. Imaginemos que tras una larga deliberación en el tagoror, los sacerdotes, ya conocedores de las incursiones de los europeos, afirman que la erupción es un testimonio de que su dios, Echeyde, está enojado con ellos, y que a menos que se mantengan unidos, una raza venida del norte les dominará y acabará con ellos. Imaginemos que dicen esto para ganarse la simpatía de Tinerfe. Quizá los sacerdotes vivan bien bajo su mando y no deseen cambios.
—O a lo mejor de verdad hablan con los antepasados —apunté.
Fernando me miró con desconfianza y se encogió de hombros, antes de aceptar la idea.
—Vale. Es otra opción. A lo mejor de verdad hablan con los antepasados...
—El caso —cortó Labib— es que durante unos años la situación se mantiene.
—Quizá la erupción se produjo en un momento de disensión interna, y la sugerencia de los consejeros vino muy bien para mantener la situación tal y como estaba —comenté.
—Podría ser —admitió reticente Labib—. El caso es que tras unos años bajo la unidad de Tinerfe, o como deseemos llamarle, a la muerte de éste, el reino se disgrega... Cada uno de sus hijos desea su parcela de poder e ignorando el consejo del tagoror, se alza con una parte de la isla. Tenerife queda dividida en nueve menceyatos y una zona central de pastos comunales.
—¿En qué menceyato se encuentra Arico? —inquirí.
—En el de Abona. Se supone que Arico fue el nombre de un guerrero guanche —respondió Fernando.
—¿Y quién era el mencey de Abona?
—En ese momento sería Aguatxoña —respondió sin dudar—. Si nos basamos en las crónicas literarias de Viana, que son a Canarias como el Cantar de Mio Cid a Castilla, éste no era ni el primogénito de Tinerfe, ni el más bravo de los hermanos. Ni siquiera sus tierras eran tan buenas como las regentadas por sus hermanos en el norte.
—Pero a lo mejor era el más listo —apuntó Labib sonriente—. Quizá supo que no tendría sentido enzarzarse en guerras fratricidas que dividirían aún más a la población de la isla. ¿Quién quiere gobernar sobre un reino diezmado? Y entonces consultó a sus propios consejeros. Puede que estemos en torno al año 1450. Quizá estaba genuinamente preocupado por el futuro de la isla, frente a los rumores de guerra con esos hombres del norte; no olvidemos que en este momento los europeos, con Fernández de Lugo a la cabeza, están tomando La Gomera y Las Palmas, y algún movimiento de embarcaciones debería verse en el mar. Quizá el mencey pregunta a sus sacerdotes qué pueden hacer para detener la amenaza europea.
—O puede que tan sólo les pregunte cómo puede convertirse en el rey único de toda la isla, sin que haya una auténtica matanza, y sus hermanos se alíen contra él —sugerí.
—Con cualquiera de las dos opciones, imaginemos que los consejeros se retiran a deliberar —continuó Fernando. Cerró los ojos, como si estuviera sometido a trance, y simuló el ruido de unos tambores, mientras se movía rítmicamente sobre la silla de un lado a otro—. Tam-tam, tam-tam, tam-tam, y de repente, voilà... ¡dan con la respuesta! La solución es encontrar una mujer de un linaje muy superior al suyo, una reina indiscutible, y hacerla su esposa. De esa manera, nadie podría dudar de su hegemonía indiscutible sobre los demás.
—Vale —acepté—. ¿Y cómo saben dónde encontrarla?
—Aquí podemos contemplar varias hipótesis también —admitió Labib—. Una de ellas es que los consejeros hayan propuesto esa posibilidad de manera casual. Evidentemente tienen que dar alguna solución. Bien, mandemos un contingente de hombres a cruzar el mar en busca de una princesa extranjera. Es una empresa larga. Ganamos tiempo. Y nadie se extrañaría si no volvieran. De ese modo podrían haber aconsejado al mencey que mandara a sus hombres a navegar hacia Oriente porque sí, o porque de allí es de donde se cree que vienen las naves, lo que posibilita que haya otras tierras, o con un significado religioso, porque allí es donde nace el sol.
—No olvidemos la importancia del sol en la cosmogonía guanche —puntualizó Fernando—. Es Achamán, el dios principal, para los isleños... O también puede ser que de verdad supieran de lo que hablaban, que conservaran memoria de su origen e incluso noticias periódicas o revelaciones de los antepasados —completó mirándome— de lo que ocurría en el continente. Y que supieran cómo llegar a él, y con ese conocimiento montaran la expedición.
—¿Tenemos constancia de que los guanches conocieran sus orígenes? —pregunté.
—Pues, contrariamente a lo que se puede pensar —repuso Fernando—, y dado que la hipótesis norteafricana parece relativamente reciente y compite o ha competido en algún momento con la de vikingos, atlantes y demás, es cierto que en algunas crónicas hay algunas pistas. Sin ir más lejos, Tomás Martí de Cubas, en su manuscrito de 1687, afirma que los canarios, y cito textualmente, «decían que su origen era de la parte de el sur de África», y añade que «señalaban a el oriente; y según decían era mui antigua la población de las yslas».
—¿Sí? —me sorprendí—. No sabía que existiera esa información.
—Existe mucha información en las crónicas que apunta a cómo algunos de los isleños afirmaban que sus orígenes eran africanos. Incluso en un momento tan temprano como los siglos XV y XVI, diferentes escritores postulaban que la lengua de los guanches se parecía a la de los «moros», los habitantes de Marruecos y Mauritania. Esa hipótesis quizá fuera descartada en algún momento porque se confundiera con el árabe, pero no se referían al árabe, sino al tamazigh... De hecho, muchos cronistas señalaron ya en aquel momento las coincidencias toponímicas entre la costa del actual Marruecos y las islas y la existencia de palabras comunes para designar bienes básicos como agua o harina.
—¿Y por qué, si desde el primer momento estaba tan claro, esas hipótesis se abandonaron y sólo han vuelto a aparecer recientemente? —interrogué.
—Todos los regímenes totalitarios tienden a «maquillar» la historia para modelar unas señas de identidad a la medida de sus intereses. Canarias no fue una excepción. Imagino que durante muchos años habría intereses en que los aborígenes canarios fuesen atlantes o vikingos naufragados antes que sencillos —miró al profesor Labib, con gesto de disculpa anticipada— «moros».
—En cualquier caso —continuó éste—, imaginemos entonces que se aconseja al mencey Aguatxoña tomar esta medida, y él decide seguirla. Todo hace suponer que realiza una selección de emisarios y les envían rumbo a África.
—¿Y cómo llegan a las costas africanas?
—Evidentemente navegando.
—He leído en algún lugar —apunté— que hay quien afirma que quizá fuera posible un paso terrestre desde la costa africana a las islas Canarias en algún momento, cuando se produjeron las primeras oleadas pobladoras a Canarias.
—Conozco esa hipótesis —admitió Fernando—, pero no tengo mucha fe en ella. Basta mirar un mapa de detalle con la batimetría para darse cuenta de la profundidad existente en esa área. Además, las islas Canarias son volcánicas. Nacieron en el mar. Nada hace suponer que estuvieran ligadas a tierra firme en ningún momento de su existencia. Y por supuesto, mucho menos en un tiempo tan ridículamente corto para la geología como hace quinientos años.
—Continuemos —intervino el profesor Labib, reconduciendo la conversación—. Llegamos aquí a uno de los puntos más interesantes, puesto que debemos considerar que los guanches dominaban el arte de la navegación, algo que no apoya la arqueología a día de hoy.
—Como usted señaló antes —interrumpió Fernando—, no resulta creíble que un pueblo que habita en un conjunto de islas no conociera la navegación. Y de hecho, también algunas de las primeras crónicas, las de Torriani, si no me equivoco, han apuntado que los guanches navegaban en barcos hechos con troncos de drago vaciados y con velas de palma. Las hipótesis que descartan la navegación en tiempos de los guanches se basan en que no se han encontrado vestigios arqueológicos que sustenten esta afirmación, pero en realidad en pocas culturas se ha tenido constancia de este hecho por restos reales. Madera y palma son materiales orgánicos, y se deterioran con el paso del tiempo, y al no haber clavos ni partes de metal, es difícil que quede memoria viva de unas embarcaciones tan... rudimentarias. Generalmente los testimonios suelen estar basados en vestigios de otro signo, como por ejemplo pinturas o grabados rupestres.
—¿Y tenemos algo así en la cultura guanche? —pregunté.
Fernando sonrió mientras parodiaba mi uso del plural.
—Tenemos varias cosas así —recalcó—. Hay muchos grabados rupestres que representan embarcaciones. Barquiformes, les llamamos. Han aparecido en todas las islas, Tenerife incluida, y generalmente en localizaciones cercanas a la costa, como acantilados y demás. Algunas de ellas representan incluso veleros, imaginamos que los que ellos alcanzaban a ver surcando las aguas, aunque están trazados de forma muy esquemática, claro. Hay importantes hipótesis sobre el papel mágico que los aborígenes daban a estas representaciones. En cualquier caso, y si debemos suponer que originariamente el aborigen canario proviene del Sáhara, existen también multitud de representaciones de naves en las cuevas del Hoggar y en muchos otros emplazamientos arqueológicos, muy anteriores a la migración hacia las islas.
—¿Es posible que una cultura «olvide» cómo se navega? —inquirí.
—Desde mi modo de ver —matizó Fernando—, es mucho más probable que una cultura decida pasar inadvertida, hacerse invisible frente a avistamientos pretendidamente hostiles, invasores y piratas. Quizá decidiesen de forma voluntaria no salir al mar, donde eran vulnerables a la vista de los grandes barcos con los que sabían que no podían competir. Al replegarse hacia las montañas, la navegación dejaba de ser una prioridad, quizá llevaran años sin ejercitarla, pero eso no significa en absoluto que desconociesen la técnica de fabricar pequeñas naves, ni los rudimentos necesarios para echarse a la mar, aunque fuera en pequeños trayectos costeros.
—Probablemente, ese «miedo» a lo que pudiera llegar por mar fuese muy reciente, debido a los rumores procedentes de otras islas o a experiencias propias con cazadores de esclavos, porque, como indiqué anteriormente, al referirme a los extranjeros que arribaban a la costa africana, y como otras tantas culturas, los aborígenes canarios tenían una relación un poco mágica con el mar... ¿no es así? —preguntó el profesor Larbi.
—Sí —admitió Fernando—. Hay diferentes estudios que lo recogen. Uno de ellos, el de Ernesto Martín Rodríguez, colega y catedrático de Prehistoria en la Universidad de Las Palmas. Él afirma que la barrera del océano era lo que separaba y al mismo tiempo acercaba a las islas del resto del mundo, de la tierra firme. De tal modo que todo habría de llegar a sus habitantes por este medio. El mar tenía así un aura mítica y supersticiosa. El adivino Yone, en El Hierro, la antigua isla de Aceró, dejó dicho que por mar llegarían unas gentes en grandes casas blancas, a las que se debería de obedecer y adorar... y se suponía que éste era el lugar donde moraban los espíritus de los antepasados. Las respuestas, las soluciones a los problemas, en muchas sociedades, debían llegar por mar. Otra cosa es que tras experiencias nefastas con esos seres llegados por mar, los aborígenes decidieran replegarse.
—En cualquier caso estamos hablando de embarcaciones hechas con troncos ahuecados, remos y vela de palma, ¿no? Ni siquiera hay metales para fabricarlas... —apunté.
—En Europa hay evidencia de embarcaciones neolíticas elaboradas sin usar metales —intervino Fernando—. Además, existe una posibilidad que algunos defensores de la teoría de la navegación, siempre mencionan. Hay una planta, la que los canarios denominamos leña blanca, cuya madera es tan dura como el metal. Se tiene constancia de que fragmentos de leña blanca se han utilizado como clavos.
—Aun así, ¿es posible recorrer más de cien kilómetros de mar abierto en una embarcación que tú mismo has calificado como muy rudimentaria? Son embarcaciones muy pequeñas, y además de transportar personas deben llevar víveres para una travesía de duración indefinida: comida y agua... —rebatí.
—Imagino que debieron de salir varias, con provisiones repartidas. El guanche era austero. Probablemente llevase gofio y útiles de pesca, para irse alimentando a demanda. El agua fresca siempre podía ir flotando por sí misma, en odres hechos de pellejos de cabra. Incluso podrían ir atados a los costados de la nave, dándole mayor estabilidad, aunque le restara hidrodinámica.
—¿Y cuánto tiempo podría tardar una nave de esas características en alcanzar la costa africana? —pregunté.
Fernando extrajo una libreta del maletín de su ordenador, y dibujó rústicamente el perfil de la costa africana y unos islotes desperdigados a su izquierda.
—A lo mejor es más fácil de lo que parece. Puede que navegaran siempre viendo tierra. No quiero decir que sea menos peligroso así, pero al menos tenían una referencia clara de hacia dónde se dirigían. Pudo suceder del siguiente modo. —Dibujó una línea que comunicaba el islote triangular con el redondo que quedaba inmediatamente a su derecha—. Si salieron de algún punto de Abona, pudieron navegar hacia el norte de Gran Canaria. La isla vecina es visible durante toda la travesía. Tenían un punto hacia el que navegar y la seguridad de que allí podrían aprovisionarse de víveres de nuevo. Si eligieron los meses de otoño para partir, los vientos soplan del sur y hacia el oeste, con lo cual la climatología era favorable y quizá lograran llevar una media de dos nudos. Hay unas cuarenta millas náuticas... o sea, unas veinte o veintidós horas de travesía —explicó.
Labib y yo le miramos vivamente impresionados. Fernando pareció avergonzarse.
—Menos de setenta kilómetros —nos tradujo, y debió de sentirse en la necesidad de justificar sus conocimientos—. Soy patrón de barco. Tuve un velerito —murmuró casi como excusándose—. He hecho ese recorrido alguna vez.
—¿Cuántas características más de tu personalidad me faltan por conocer? —le interrogué arqueando las cejas.
—Lo que te falta es vida para conocerlas todas... —se jactó sonriente.
—Bueno, ¿y desde allí? —interrumpió el profesor Larbi, quizá acostumbrado a llamar a sus alumnos al orden.
—Desde allí, hay dos opciones: que ya se conociese la existencia de Fuerteventura, más al oeste, o que se la revelasen los benahoaritas, los aborígenes grancanarios. En cualquier caso, la opción más sencilla era navegar siguiendo la costa norte y dar el salto a Fuerteventura desde aquí. —Y señaló un punto concreto en su esbozado islote—. Su misión era llegar a una tierra firme que se extendía más al oeste. Quizá hasta que no arribaran a Fuerteventura no fueran conscientes de que también era una isla.
—¿Era eso factible? Quiero decir, ¿cuál era la situación en esas dos islas en aquellos momentos? ¿Podía haber enemistad entre sus habitantes y los de Tenerife? —interrogué.
Fernando frunció los labios y elevó los ojos tratando de hacer memoria.
—Estamos hablando de algún momento en torno a 1440 o 1450, ¿verdad?... Bien. En Benahoare o Gran Canaria, la población tiene una estructura similar a la de Achinech, la actual Tenerife, sus reyes tienen el título de guanartemes y también se rodean de un consejo de ancianos. No hay constancia de una relación de amistad ni de enemistad entre ambas islas en este período. Será a finales de los setenta cuando algunos líderes benahoaritas comiencen a aliarse con los castellanos para conquistar Tenerife, pero hasta ese momento quedan muchos años...
—Con lo cual, ¿podemos suponer que la navegación tal vez sería relativamente fácil y que en Gran Canaria los emisarios fueron bien recibidos?
—Podemos suponerlo.
—¿Y en Fuerteventura?
—Aquí el tema se complica un poco. Veamos. Desde el norte de Gran Canaria podían acceder con facilidad al sur de Fuerteventura, la antigua Erbania, la isla más cercana a la costa. En este período, la isla lleva casi cuarenta años en poder de la Corona de Castilla, tras la expedición de Jean de Béthencourt. Los pocos habitantes que hubieran sobrevivido a las razzias de piratas se han rendido a los conquistadores, aconsejados precisamente por sus sacerdotisas, dos mujeres, Tibiabin y Tamonant —dijo arqueando las cejas.
Labib asintió con la cabeza.
—En amazigh podríamos traducir sus nombres como «la que sabe de letras» y «la que reza para sí».
—Exacto —continuó Fernando—. Eran las consejeras de los reyes Guize y Ayose, que gobernaban respectivamente en Maxorata y Jandía, los dos reinos en que se dividía la isla.
—Una prueba de la importancia del papel de la mujer en las sociedades amazigues —interrumpió el profesor Labib.
—Ellas, según uno de los cronistas de la conquista de canarias, Torriani —continuó Fernando—, advirtieron a sus reyes de que las tropas de Béthencourt que llegaban desde el mar eran los hombres que habían esperado desde tiempo atrás, y que habían de actuar según ellos les dictasen. Se cree que, gracias a esta intervención de las sacerdotisas, la isla al completo se convirtió al catolicismo y aceptó la supremacía castellana, sin apenas oponer resistencia.
—Entonces, en esas fechas tenemos una isla tomada por los castellanos —comenté—. ¿Sería factible la navegación?
Fernando se encogió de hombros.
—La ciudad principal se encontraba en el interior; la costa no era un lugar seguro desde hacía mucho tiempo, siempre a merced de las embarcaciones piratas en busca de esclavos. Puede que costearan por el sur, obtuvieran información sobre la auténtica tierra firme que se abría hacia el oriente y pusieran rumbo hacia allá. Desde Punta de la Encallada hasta Tarfaya hay cincuenta y cinco millas náuticas. No sé si desde ese punto se ve la costa marroquí o no.
—Casi cien kilómetros. Demasiado para verlo a simple vista, ¿no? —comentó el profesor Larbi—. La costa allí es la antesala del Sáhara; no hay grandes alturas, es demasiado plana.
—En cualquier caso, en Erbania sí debían saber que había un continente frente a sus costas. Llevaban siglos siendo acosados por piratas y visitados por navegantes. Y cuarenta años bajo el yugo castellano, con el que ya habrían compartido determinados conocimientos. ¿Quién sabe? Puede que sólo entraran en contacto con los nativos de la isla, y nadie más reparara en ellos. Lo cierto es que tenemos una distancia de cincuenta y cinco millas que, a una velocidad de unos dos nudos, supone poco más de veinticuatro horas. Hasta este tramo, y si han tenido suerte con los vientos, han podido ir equipándose en tierra, incluso descansar en la costa en algún momento. No es tan duro como una navegación por completo a mar abierto... —Fernando señaló un punto en su rudimentario trazado de la costa africana y nos miró—. Y aquí llegaríamos ya a tierra firme. Estamos en Tarfaya, o en lo que quiera que hubiera allí hace quinientos años, quizá una aldea minúscula de pescadores. Es de noche. Llevamos quizá unos quince días navegando y costeando. Estamos agotados y hambrientos. Tenemos frío. ¿Qué hacemos y adónde vamos?
—Profesor, ¿cómo es esta zona de la costa? —pregunté.
—Como dije antes, aquí estamos ya en el Sáhara, amigos —manifestó Labib—. Extensiones de arena, dunas casuales, acantilados de arenisca, fácilmente erosionables que se abren sobre el mar, bancos sumergidos de arena que suponen un peligro para las embarcaciones...
—Quizá para las más grandes —manifestó un entusiasta Fernando que ya se había integrado a sí mismo en una hipotética expedición de hacía cinco siglos—, pero no para la nuestra, de la que podemos descender y levantarla a pulso cuando queramos. Aquí nuestra pequeñez es nuestra ventaja; quizá podemos desembarcar sin ser vistos, o encontrar paisanos amistosos al otro lado. ¿Y ahora? Aún no lo sabemos, pero tenemos un continente inmenso delante de nosotros. ¿Hacia dónde nos dirigimos?
Habíamos terminado la comida, de la que picoteábamos entre frase y frase. Al llegar a este punto, Labib hizo un ademán significativo al camarero y se limpió lenta y meticulosamente dedos, labios y bigote en su servilleta de papel. Sonrió de un modo que pretendió ser enigmático.
—Bien, llegados hasta aquí, creo que es el momento de mostrarles el final hacia el que convergen todas las leyendas...

 

Volvimos al campus. Bajo el peso de una historia reinterpretada que se había adherido a nosotros como un vestido de lamé, los tres caminábamos en silencio, y nuestras pisadas se acompasaban rítmicamente sobre las baldosas del paseo. Miré hacia el mar, en algún punto, al sur y al oeste de allí, frente a la costa africana, las islas Canarias eran diminutos puntos fieramente aferrados a su trocito de océano y a un pasado que se diluía en leyenda. El sol centelleaba con luz de siesta sobre las casas encaladas y el minarete de una mezquita sobresalía sobre un entramado de antenas parabólicas y azoteas vestidas de alfombras que se ventilaban en los muros. Un mar tranquilo reverberaba en chispas doradas, levantando brillos etéreos que desaparecían en cada ola, con el reflejo de tesoros imposibles. Mi mente buscaba en el azul ondulante la silueta a contraluz de un puñado de hombres valientes, unos hombres leales a su rey y a su patria que habían partido en pos de una misión de la que no sabían si regresarían. En mi imaginación, sus melenas oscuras ondeaban con el viento del Atlántico. Tenían los claros ojos guiñados de escudriñar el mar y en los rostros, quemados por el sol implacable, el gesto tenso de la preocupación.
—Ya estamos aquí.
Labib nos cedió el paso en la puerta principal y caminamos juntos hacia su despacho. Los pasillos estaban desiertos a esas horas y la penumbra de la habitación nos reconfortó. Una vez instalados en las posiciones que habíamos ocupado antes, y tras encargar un té a la menta, el profesor rebobinó hasta encontrar el punto exacto de la grabación que quería mostrarnos. La mujer bereber que sostenía al bebé sobre su regazo hablaba de nuevo. Su rostro tenía ya ese aire conocido de los familiares lejanos.
—Cuando arribaron a la costa hubieron de seguir navegando, dejándola a su derecha por espacio de más de cinco días. En ese tiempo se escondieron de los hombres, pues preferían no tomar contacto con nadie hasta no llegar al lugar que buscaban. Y contaron que avistaban naves mucho más grandes que ellos, pero que conocían el arte de hacerse invisibles, y así unas veces eran un tronco de árbol tirado en una playa y otras un madero que flota sin dirección, hasta que llegaron al lugar donde se abría un río ancho y extenso que les dio pavor, pues en su tierra jamás habían visto un río de esas dimensiones, y que bajaba cargado de ramas y turbio, con el agua del color de la arena, porque en el camino iba arrancándole el corazón a la montaña. Dicen que en ese punto ellos escondieron sus embarcaciones y comenzaron a caminar río arriba, siguiendo siempre el curso, en dirección a su nacimiento, porque sus sacerdotes les habían contado que la princesa que ellos buscaban debía estar oculta en un gran barranco como los que ellos moraban, y debía vivir en una casa de barro junto al agua, bajo un árbol sagrado y debía ser grande conocedora de hierbas y remedios, y les habían dado otras trazas de cómo la conocerían. Y cuando ellos vieron tanta cantidad de agua, pensaron que tanta agua debía haber tallado el barranco más profundo que se haya visto jamás, y así fue como llegaron a nosotros, tras días y días de caminar.
—¿Y cómo pudieron saber los consejeros las características de la mujer que tenían que buscar? —interrumpí.
—¿Quizá porque se la habían inventado ellos? —repuso Fernando, burlón, y corrigió el tono tras interceptar mi hostil mirada de advertencia—. Bueno, o porque se lo habían contado los dioses, claro... Tenían línea directa con ellos.
Opté por ignorarle.
—Tampoco revelan rasgos muy especiales —intervino el profesor Larbi—. Un lugar escondido en la naturaleza, un curso de agua, un árbol sagrado, conocedora de hierbas... todos rasgos comunes al imaginario mágico femenino, desde las ninfas hasta las hadas.
—Como los horóscopos —apostilló Fernando—. Haz una descripción muy genérica y algo coincidirá.
El profesor activó de nuevo la imagen. La mujer continuó hablando.
—Los ancianos deliberaron durante un día y una noche enteros y luego decidieron mandar mensajeros a las distintas aldeas de las montañas que nos rodeaban, para que cada uno de éstos enviara mensajeros a las aldeas que la rodeaban, y así, en círculos, se comunicara la búsqueda hasta llegar a encontrar el lugar donde vivía esta princesa tan antigua que ellos buscaban y de la que nosotros no teníamos noticia.
De nuevo Labib cortó la imagen y manejó los botones hasta llegar al punto que deseaba. La anciana ciega de la azotea volvió a hablar para nosotros por boca del profesor.
—Y desde nuestra aldea descendieron hasta el río, al lugar donde comienza el desfiladero: los ancianos pidieron que les acompañara como guía un pastor de la zona. Con él iban también la esposa de éste y su hermana con ella, porque ningún hombre podía hablarle a las mujeres que se encontraban allá. Y ninguna mujer podía viajar sin un pariente femenino en compañía de tantos hombres. Y fueron la mujer del pastor y la hermana las que luego contaron todo a las mujeres: cómo habían caminado por el curso del río, encaramadas a piedras y sumergiéndose en aguas heladas durante dos días enteros. Cómo hubieron de pasar una noche en aquel lugar, escuchando a los lobos y temerosas de los escorpiones. Y cómo al segundo día habían llegado a una hoz que el río hacía, en un lugar en el que las paredes eran tan altas y verticales que mareaba mirar hacia arriba. Y llegaron a una casa cueva, donde vivían varias jóvenes que estudiaban para curanderas, con su maestra. Sólo los ancianos de la aldea más cercana sabían dónde estaba aquel lugar, y junto con la maestra decidían dónde debía ir cada una, o si debía o no casarse. Todas aprendían allí artes de hierbas y de ayudar partos y de deshacer maleficios y de alejar genios, de conjurar palabras y dibujar los sonidos de los hombres y todas eran jóvenes y llevaban el pelo suelto y el rostro pintado con kohl y las manos teñidas de alheña. A través de las mujeres, los extranjeros hablaron con la maestra diciendo lo que iban buscando, y al oírles, la maestra señaló a una muchacha, y entonces los extranjeros como uno solo se arrodillaron para besar los pies que llevaba descalzos, y luego la maestra les tomó de las manos, para besárselas ella, con los ojos llenos de lágrimas y grandes voces, y se echaba la mano al corazón como si fuera a sacárselo del pecho, y les daba las gracias con grandes aspavientos, como si le hubieran hecho un favor muy, muy grande... y la muchacha parecía prudente y discreta, pues permaneció quieta y callada, con los ojos bajos, sin mirar a aquellos hombres que habían perturbado su existencia tranquila en aquel barranco.
Labib paró la imagen y volvió de nuevo al primero de los testimonios.
—La madre de la niña elegida había muerto al darla a luz. La maestra había contado que ella misma había asistido a la madre, que también era adivinadora y curandera, en el parto, pero pese a su ciencia, no había podido evitar que la mujer muriera. Dicen que sólo algunos escogidos sabían que la mujer pertenecía a una dinastía muy importante, pero se prefería ocultar sus orígenes y ella había vivido siempre retirada. Cuando se había sentido ir, la mujer le había encomendado el bebé recién nacido a la maestra. «Es una niña», había dicho, aunque aún no la había visto ni le habían dicho nada y sólo la había oído llorar. «Edúcala bien y enséñale todo lo que sepas, porque algún día será una reina.» Por eso, cuando aparecieron los extranjeros, la maestra supo que la buscaban a ella.
Labib buscó un tercer testimonio.
—Entonces los extranjeros fueron llevados a un barranco donde habitaban solas unas muchachas que se educaban para curanderas, y debían permanecer ocultas mientras se instruían. No podían hablar con hombre alguno, salvo requerimiento en alguna ocasión especial. Cuentan que al llegar allí vieron que había una grande cueva en el barranco, y sobre ella, en la pared, casi horizontal crecía un gran árbol de tronco enorme y muchos brazos, que parecía cobijarla en su sombra, y entonces los hombres cayeron casi postrados y preguntaron cómo llamaban a aquel árbol. Los pastores que iban con ellos dijéronles que lo llamaban ajgal, y que era un árbol de gran utilidad en curas y hechicerías, y que era una planta muy venerada, y como el curso de aquel río estaba lleno de ellos, por eso lo habían elegido para morada de las curanderas. Se decía que apenas unos años atrás, una de ellas de la que se decía que provenía de una antigua estirpe de reyes y dioses, había muerto al dar a luz, dejando allí a su hija recién nacida. Entonces los extranjeros fueron presas de gran excitación y pidieron verla, y la muchacha les fue mostrada, y cuando ellos le preguntaron qué hacía, ella díjoles que era la guardiana del ajgal, la encargada de recolectar y cuidar la savia de aquel árbol, que era muy importante para preparar cocimientos y medicinas. Los hombres dieron gracias a sus dioses porque habían encontrado a la mujer que buscaban, y se lo habían señalado mostrándoles la devoción de ella por aquel árbol, que ellos también tenían en sus tierras y también consideraban sagrado.
La imagen se detuvo en ese momento.
—¿El drago?... —pregunté yo.
—El drago —confirmó Labib—. La subespecie continental se denomina ajgal en referencia al nombre en tamazigh del árbol. Los extranjeros encuentran a la guardiana del drago, la doncella que cuida la sangre del dragón... Todo sigue teniendo tintes mitológicos, comunes a muchas culturas, ¿no es cierto?
Fernando asintió en silencio.
—¿Cuándo fueron hechas esas grabaciones?
—En diferentes momentos —manifestó el profesor—. La última de ellas, la segunda narración que acaban de ver, este verano.
—¿Y recuerda la aldea concreta?
—Está documentado. Creo que fue en Aumagouz, pero luego lo consulto. En cualquier caso, y aunque mi búsqueda de folclore admite un área más amplia, todos los testimonios que aluden a este «cuento» o leyenda o recuerdo de la memoria colectiva se han tomado en diferentes pueblos entre las poblaciones de Tiznit y Tafraoute, al sudeste de aquí. ¿Conocen las piedras azules?
Negamos con la cabeza.
—Me temo que es nuestra primera vez en su país, profesor... —me justifiqué.
—Bueno, hay unas piedras inmensas pintadas de azul por un belga loco, que se han convertido en un reclamo turístico en mitad del Anti-Atlas. Las aldeas de las que hablo están por esa zona, en el tramo superior del río Massa, que supongo que es la desembocadura de la que las mujeres hablan, cuando afirman que los extranjeros subieron río arriba.
Fernando ya estaba maniobrando en el Google Earth en su portátil, aprovechando la red de wifide la facultad, y tecleando búsquedas a toda velocidad. Labib se levantó de su asiento para orientarle.
—Sí, por esta zona —dijo, deslizando un dedo en círculos sobre la pantalla—. Entre los jebeles Imzi y Adad Medni. Son aldeas muy pequeñas e inaccesibles. No sé si aparecerán aquí.
—Es la zona donde te comenté, Marina, que se habían encontrado las únicas poblaciones catalogadas de drago en el continente africano —constató Fernando, dirigiéndome una mirada rápida.
Observé el zoom del programa y el cursor del ratón, viajando a toda velocidad desde la desembocadura del río Massa hasta un punto indefinido en el corazón de las montañas, al sur del monte Adad Medni, como si estuviéramos reproduciendo virtual y tecnológicamente aquel viaje por tierra que previsiblemente había tenido lugar quinientos años antes.
—Fernando. —Le miré con seriedad. La revelación se había apoderado de mí con la fuerza de una profecía—. Voy a ir allí.
—¿Allí dónde?
—Aquí —aclaré, y señalé también con mi dedo sobre su pantalla en aquel borrón confuso de relieves y diminutas aldeas apenas insinuadas, sin ninguna traza de carreteras cercanas—. Al nacimiento del río Massa. Al sitio de donde vino ella. Al barranco donde nacen los dragos.