Capítulo 37
—Pero, Marina, cálmate... A ver,
repítemelo... ¿Dónde estás?
La voz de Fernando sonaba tan fresca y tan
normal como siempre, como si acabáramos de hablar apenas unos
minutos antes. En contraste, mi voz era una imprecación
angustiada.
—¿Cómo que dónde estoy? —grité ofuscada,
dando rienda suelta a todo mi nerviosismo—. ¡Qué valor! ¿Dónde
estás tú? Llevo una semana llamándote a todas horas,
preocupadísima.
—Sí, sí, ya lo he visto. Acabo de encender
el teléfono y tengo unas doscientas llamadas tuyas y otras
doscientas de Aisha. Te he llamado a ti primero —anunció
conciliador, como si eso me consolase—. Ya he visto el mensaje de
que venía a Tenerife a ver la excavación... ¿Estás con ella?
—No, no estoy con ella —grité, sin poder
contenerme—. No estoy con nadie... ¡De hecho, ahora mismo estoy
completamente sola!
—Marina, joder, cálmate... dime dónde estás
y me acerco lo más pronto posible.
—¿Cómo que lo más pronto posible? Tienes que
venir ya. Ya. Ahora mismo. ¿Lo entiendes? No puedes hacerme esperar
ni un segundo más. Estoy en la finca, en el yacimiento...
—¿Y por qué estás sola? ¿Dónde está
Ángel?
—Ya te lo explicaré en cuanto llegues.
—¿Y...? —titubeó como si no estuviese seguro
de mi reacción—. ¿No está Nacho contigo?
—Joder, Fernando... No voy a contarte nada
hasta que no estés aquí... ¿Vienes o no? Han pasado cosas muy
importantes.
—Vale, vale —admitió, un poco picado—. Yo
también tengo cosas importantes que contar. No iba a esperar hasta
mañana; lo único que quería era pasarme un momento por casa, a
dejar las cosas.
—¿Por casa? Pero ¿dónde estás?
—En Los Rodeos —declaró cándidamente, como
si yo debiera saberlo—, acabo de aterrizar desde Madrid.
—¿Que acabas de aterrizar? —dije
sorprendida. Era lo último que me habría imaginado.
—Sí, ha sido un viaje exprés... Dejé recado
en la universidad.
—Sí, sí, ya me lo dijeron, pero la verdad es
que me habría encantado que hubieras tenido la consideración de
explicármelo tú mismo.
Suspiró al otro lado de la línea.
—Mira, Marina, yo estoy agotado, tú tienes
un ataque de nervios y no me apetece discutir. Voy a ir a la finca
en cuanto pase por mi casa y me dé una ducha. Ha ido todo muy
deprisa. Ya te lo explicaré en cuanto nos veamos. Lamento no
haberte llamado, pero no he podido. He tenido que resolver todo
sobre la marcha. Salí a toda velocidad y luego allí no he tenido
cobertura prácticamente en ningún momento.
—Pobre... —ironicé—. ¿En Madrid?
—En Argel —replicó tajante—. Madrid ha sido
la escala. Vengo de Argelia. Estoy todavía en la cinta, esperando
mi equipaje. Y aunque tengo cosas muy, muy interesantes que
contarte, creo que pueden esperar una hora y media. ¿Lo tuyo puede
esperar una hora y media? —inquirió desafiante.
¿Argelia? La confesión del inexplicable
destino de su viaje por lo menos consiguió que dejase de gritarle,
como si acabara de distraer mi atención con una jugada de
prestidigitador.
—Sí —accedí, más calmada—. Hasta cuatro, en
realidad —aseguré, pero no pareció captar la ironía.
—Vale, nos vemos en hora y media
aproximadamente. Espérame en tu cabaña.
No pensaba moverme de la boca de la cueva. Y
estaba harta de que todo el mundo me dijera lo que tenía que
hacer.
—No. Te espero aquí, en la excavación.
Hubo una pausa al otro lado al percibir el
filo tajante en mi voz.
—¿En el yacimiento? Bueno —cedió,
sorprendido—, pero no toques nada.
Un poco tarde para eso. Miré a mi alrededor
la cinta perimetral rota, los banderines aplastados en la tierra,
las huellas de los gruesos neumáticos del tractor, y rememoré las
siluetas de Ángel y Nacho, como dos exploradores espaciales,
completamente equipados y desapareciendo en el interior de una
galería de la que cinco horas antes ninguno de nosotros teníamos
conocimiento. Sentí un atisbo de culpabilidad, y me mordí el labio
inferior. No pude mentirle, asegurándole que no lo haría.
—Tú, sencillamente, ven cuanto antes.
Dos horas después de nuestra conversación
telefónica, Fernando se paseaba con los brazos en jarras por lo que
en algún momento había sido la excavación. Yo había esperado,
imperturbable, como un soldado de guardia ante la boca del tubo,
metiendo de vez en cuando la cabeza en el interior como un avestruz
histérico que tratara de atisbar resplandores y percibir sonidos.
Cuando el relente del mar empezó a hacerse molesto me coloqué sobre
mi cazadora la sudadera de Ángel, el forro de Nacho y, por último,
me enfundé en uno de los monos de obrero que habían quedado sobre
el asiento de la excavadora. La cara de Fernando cuando vio el
estado de la excavación y me encontró sentada en el suelo, con un
frontal en la cabeza, el rímel corrido y vestida de obrero con
relleno, no tenía precio. Pese al enfado que sentía por su
desaparición, me alegré infinito de verle. Llevaba dos horas
conjurando catástrofes y necesitaba hablar con un ser humano. Nos
abrazamos mientras él escudriñaba su entorno con aire tenso.
—Vale, vale —dijo tranquilizador en mi oído,
quizá ante la presión excesiva de mi abrazo. Noté que sus ojos
recorrían metódicos el lugar, tratando de hacerse una idea de lo
que pudiera haber sucedido—. Cuéntame lo que ha pasado. Pero
procura hacerlo cronológicamente, y sin dejarte nada porque soy
realmente incapaz de imaginármelo.
Se lo conté, y pese a que suponía que iba a
montar en cólera frente a nuestro pequeño motín, escuchó
religiosamente. Aunque se había echado las manos a la cabeza ante
la decisión improvisada de meter la excavadora en el yacimiento,
clandestinamente y aprovechando su ausencia, creo que el
descubrimiento del tubo volcánico le había dado un nuevo aliciente.
Hubiera jurado que incluso brilló en sus ojos un centelleo difícil
de definir.
—¿Estaban los chicos de la universidad aquí
cuando se descubrió esta galería?
—No, ya te he dicho que tus alumnos dejaron
de venir el martes.
—Vale, vale. Lógico; no tuve tiempo de
darles ninguna instrucción... ¿Y Aisha? Ella sí ha estado aquí,
¿no?
—Nacho se la quitó de encima sutilmente. Fue
como una hora después de irse, cuando descubrimos el tubo.
—Mejor... mejor —convino, pensativo—. O sea,
que ella tampoco sabe nada.
Parecía muy serio, como si su mente
trabajara a toda velocidad. De repente, no supe si se alegraba o no
de que nadie más estuviese al tanto de la existencia de aquel tubo
volcánico. Me dio un vuelco el corazón. Me fijé en que tenía ojeras
y que la barba descuidada le daba un aspecto un poco más sombrío.
La oscuridad y el silencio tampoco ayudaban.
—Fernando... ¿qué has ido a hacer a Argelia
tan repentinamente? —pregunté con cautela.
No me miró.
—Es largo de explicar. Luego te lo cuento.
Vamos a ver primero adónde nos lleva esto.
Recordé lo que Aisha me había dicho por
teléfono. Que la persona que desde algún lugar dirigía la tienda
parisina que a todas luces era la tapadera de una red de tráfico de
antigüedades, provenía de Argelia. Que ése había sido el idioma en
que se había desarrollado la conversación... ¿Podía Fernando tener
algo que ver con ellos?
—Pero ¿fuiste a ver a alguien allí?
—Fui a ver algo... y a alguien, sí... Pero
luego lo hablamos.
Había un tono de impaciencia en su voz. Se
tumbó en el suelo e introdujo medio cuerpo por la abertura. Yo me
dediqué a buscar fantasmas. ¿Por qué estaba tan poco conversador?
¿Por qué no daba datos de su viaje a Argelia? ¿Por qué había
desaparecido durante toda una semana? La oscuridad nos envolvía en
su mundo de realidades paralelas y peligros presentidos. Recordé
que ni siquiera Kristin estaba informada de que habíamos
descubierto una galería en su finca. Y que si de repente alguien me
empujara hacia el interior del tubo y tapara su abertura, Nacho,
Ángel y yo nos quedaríamos en su interior. Enterrados vivos.
Tragué saliva. ¿Qué pasaba? ¿Tenía miedo de
Fernando? ¿De aquel Fernando que había llegado a gustarme, y al que
había creído conocer tan bien? Se volvió hacia mí.
Inconscientemente, di dos pasos atrás para apartarme de la
entrada.
—¿Cuánto hace que han entrado?
—inquirió.
—Hace unas tres horas... —Acerqué el plazo
de vuelta—. Deben de estar a punto de salir.
—Vale, pues nos toca esperar un poco. —Me
miró—. Estás temblando. ¿No te vendría bien calentarte un poco y
comer alguna cosa? ¿Tienes algo en la cabaña?
—No, estoy bien. Si quieres acercarte tú a
por algo... yo prefiero esperar aquí —aseveré.
No sé por qué, pero no quería dejarle solo a
la boca de aquella cueva. Y si él iba a mi cabaña, yo podría
aprovechar para acercarme a casa de Kristin y contarle el
descubrimiento. O a la cabaña de Amanda. De repente me parecía
importante que alguien más supiese que había dos personas bajo
tierra, en un tubo hasta entonces desconocido, en una finca en
mitad de ninguna parte. La mención de Fernando a aquel extraño
viaje a Argelia había despertado en mí un recelo insospechado que
me recorría la piel en un escalofrío.
—No hace falta. Yo estoy bien, también.
Esperaremos.
¿No quería abandonar su posición? Consultó
su reloj de pulsera y se recostó contra el montículo de tierra
despejada. Cerró los ojos. Me puse en pie y aproveché para buscar
alguna señal nueva en su rostro que me contara quién era realmente,
cuáles habían sido sus motivaciones para ese extraño viaje...
¿Podría estar realmente tratando con la gente que estuviera detrás
de aquella oferta inmobiliaria? ¿Sospechaba ya él algo de lo que
había allí y había puesto en marcha su propia red de contactos?
Pero si tuviera algo que esconder, no me habría confesado el
destino de su viaje. ¿O sí? Al fin y al cabo, él no había hablado
aún con Aisha; no sabía que conocíamos la nacionalidad de quien
quiera que estuviese tras la tienda de antigüedades. Le observé con
detenimiento. Su apariencia era tan apacible como siempre. Sentí
una punzada de arrepentimiento por descubrirme desconfiando de él.
Aquel ambiente de película, aquella oscuridad, aquella galería
abierta ante nosotros donde Nacho y Ángel habían desaparecido,
estaban consiguiendo mantener alerta todas mis señales de
alarma.
Abrió los ojos. Me sentí de súbito escrutada
por esa luminosidad verde. Me estremecí.
—¿Qué te ocurre? —inquirió.
Notaba todos los músculos en tensión.
—Nada. Estoy preocupada —confesé.
—No te preocupes. —Su sonrisa, ¿era sincera
o me parecía desvaída por efecto de la oscuridad?—. No les va a
pasar nada.
—¿Por qué iba a tener que pasarles algo?
—reaccioné inquieta.
Busqué algo más en su mirada. No lo
hallé.
—Estás nerviosa. Ven, siéntate conmigo...
—propuso.
Sí, claro. A la boca de la cueva.
—No —respondí—. La tierra está muy fría.
Prefiero quedarme de pie.
—Como quieras —aceptó concesivo.
Se recostó de nuevo con las manos enfundadas
en los bolsillos de su forro.
—¿Tú te has metido en tubos volcánicos
alguna vez? —pregunté.
—Sí, pero previamente explorados por otros.
Nunca he ido de avanzadilla.
—¿Hay muchos?
—Muchísimos. —Se animó—. La isla está
minada. Debajo de Santa Cruz corre un tubo volcánico que se cree
que alcanza los dos kilómetros de longitud y que tiene un montón de
ramificaciones. Se sabe que empieza por la cervecera8
y que muere en el mar, en la refinería de Cepsa, pero no está
explorado. Hay un montón de estructuras de las obras de la
superficie que cierran el paso, y tramos en muy mal estado. Una
lástima porque podría aportar mucha información sobre especies ya
extintas. En muchos casos, además, los tubos que están abiertos en
la superficie aparecen asociados a restos guanches.
—Como éste, ¿no? ¿O crees que es una
casualidad?
—No —admitió—. No creo que sea una
casualidad.
Su mirada se posó en el interior de la
galería.
—¿Son peligrosos? —continué.
—Como cualquier cueva, Marina. Depende
—respondió evasivo.
La luz de la luna daba un aspecto
blanquecino a nuestros perfiles. No pude evitar pensar que en el
interior de aquella galería la oscuridad sería total. Hablé en voz
baja, casi como si no quisiera hacerlo.
—¿Puede haber gases tóxicos? Hace unos años
hubo un accidente en una cueva al norte de Tenerife, y murieron
seis o siete personas. Yo estaba aquí cuando ocurrió.
Me interrumpió.
—Aquello no era una cueva, Marina. Era una
galería artificial, una mina de agua. Y no eran gases venenosos
extraños, sino anhídrido carbónico. Como la mina no tenía ninguna
otra salida, se acumulaban a partir de los mil metros desde la
entrada. Fue un desgraciado accidente, pero no tiene nada que ver
con esto. Además —prosiguió—, llevarán carburos, ¿no? La llama del
carburo empieza a cambiar de color cuando se produce un descenso de
oxígeno. Si Nacho ha hecho espeleología, debe saberlo.
Volví a asentir, preocupada, sabiendo que a
falta de carburos habían bajado con unas simples linternas
frontales. Miré la hora en su reloj. Faltaban diez minutos para las
cuatro horas pactadas. Suspiré.
—Qué angustia... Y pensar que yo había
venido a tu isla para relajarme.
Me sonrió. Pese a mi recelo, me sentí de
algún modo reconfortada. Le devolví una sonrisa. Tibia.
—Espera, escucha...
Aguzamos el oído, como perros de caza, y nos
quedamos inmóviles. Parecía adivinarse un leve tintineo. Ambos nos
precipitamos de cabeza a la entrada. Apagué mi frontal para
percibir cualquier luz interior. Un turbio resplandor ondulante
avanzaba hacia nosotros.
—¿Nacho? —grité.
No pude disimular la expresión de alivio que
había en mi rostro cuando le vi aparecer frente a mí, con el
frontal encendido y el mono cubierto de polvo. De repente, toda la
tensión de las últimas horas pareció abandonarme. Me arrastré al
interior y me abracé a él, impulsivamente, impidiéndole el avance.
Me devolvió el abrazo, sorprendido. Tras él, la sombra de otra
silueta bailaba en la pared, haciéndose cada vez más grande,
mientras avanzaba hacia la entrada. Estaban allí. Los dos. A salvo.
Todo estaba bien. Sentí un agua incómoda bailarme en los ojos, y
noté cómo todos mis músculos se relajaban. Traté de ahuyentar el
poso de culpabilidad que mi corazón albergaba por haber desconfiado
de Fernando. Estábamos todos allí. Al fin y al cabo, parecía que
nadie iba a quedarse encerrado en aquella galería esa noche, y que
probablemente nadie, excepto en mi imaginación, estaba jugando un
doble juego de tráfico de antigüedades internacionales. Por el
rabillo del ojo vi la sonrisa sincera de Fernando, y en aquel mismo
instante los fantasmas que habían poblado mi imaginación huyeron
atropellados, como tragados por un desagüe.
Ni siquiera nos cambiamos de ropa. Entre
saludos y alegres comentarios de reencuentro, los cuatro nos
arracimamos en el coche de Ángel y pusimos rumbo a Abades. Tras el
silencio, la oscuridad, la soledad y la tensión de las últimas
horas, la terraza frente al mar era un escenario privilegiado y el
bullicio de las conversaciones aledañas, un sonido tranquilizador.
Muertos de hambre, atacamos unas raciones colmadas de ropavieja,
atún con mojo y queso a la plancha. En la playa, el frescor de la
noche era más amable, la luna estaba ya alta, y nuestro pequeño
grupo parecía un improvisado reencuentro de antiguos alumnos donde
todos son felices, todos tienen cosas nuevas que contar y todos
compiten por ver quién hilvana la mejor historia.
Ángel y Nacho ni siquiera parecían
sorprendidos ante la presencia de Fernando. El descubrimiento del
tubo volcánico ostentaba el número uno en la lista de sus novedades
y se atropellaban para contarnos lo que habían visto. Hasta donde
habían recorrido, y siempre por la bifurcación más amplia, el
camino no entrañaba demasiada dificultad. La orientación era
sudoeste y habían caminado unos dos kilómetros y medio en
horizontal antes de que la galería terminase abruptamente cortada
por el caos de rocas de un antiguo derrumbe, que había cerrado el
paso por completo.
—¿Algo reseñable? —inquirió Fernando.
—Nosotros no hemos visto nada significativo
—contestó Nacho—, pero claro, no miramos con ojos de arqueólogo.
Igual deberíamos embarcarnos en otra expedición, si al señor
profesor no le importa...
—El señor profesor lo está deseando...
—respondió Fernando, sonriente.
—¿Mañana mismo? —propuso Nacho, tendiéndole
la mano.
—Cuanto antes mejor —aceptó Fernando
estrechándosela.
—¿Y ya saben de cuevas los académicos
canarios? —inquirió Nacho, provocador.
—Somos expertos. Vivíamos en ellas antes de
que llegarais los peninsulares... —dijo Fernando, sonriendo y
recogiendo el guante tendido.
—Bueno —interrumpió Ángel, burlón—, y
hablando de cuevas... ¿en qué cueva se metió usted toda esta
semana, profesor? No había quien diera con usted.
Le miré, sin desvelar nada, esperando que él
mismo confirmara o desmintiera la información que me había
adelantado. Se arrellanó en su silla y nos sonrió, como si hubiera
estado esperando ese momento.
—Bueno... pues fui en busca de novedades
allende los mares —comenzó—, pero no imaginaba que iba a tener que
competir con las que me esperaban aquí.
—¡Fernando! —le exhorté, impaciente,
conminándole a que contara de una vez dónde y qué había estado
haciendo.
—¿Allende los mares? —preguntó Nacho.
—Sí, un viaje exprés, con cuatro vuelos,
cinco días y movilizando académicos de dos países distintos. Un
poco deprisa y corriendo, pero debo comunicaros —dijo alzando las
cejas— que muy, muy, muy fructífero... y todo porque aquí la
señorita —me señaló— me hizo entrega de una pulsera, de una pulsera
muy rara y muy antigua, que «podía» haber estado en una tumba
guanche, y que «podía» haber pertenecido a una princesa bereber.
Fue al unir esos dos conceptos cuando me di cuenta de que yo ya
había visto algo similar en algún otro sitio.
Alzó su Dorada frente a nosotros, paladeando
la expectación de su auditorio, y supe que, con o sin trama de
tráfico de antigüedades, estábamos a punto de asistir al
descubrimiento de alguna otra conexión internacional.