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Ataque suicida
Como dice el refrán, el tiempo es la mejor medicina para curar las heridas del alma, y a todo se acostumbra uno en la vida. Me sobrepuse con rapidez a la primera pérdida de un hombre bajo mi mando, una triste y penosa experiencia que debí sufrir en demasiadas ocasiones a lo largo de mi vida profesional, porque fueron muchos los que vi morir cerca de mí a partir de aquel momento. Eso sin contar con la pérdida de compañeros y amigos, que siempre dejaban un vacío muy grande entre nosotros.
Durante el mes de marzo, llevé a cabo diez misiones de bombardeo, en aquellas noches más o menos cerradas. La verdad es que cada salida presentaba su historia particular, por mucho que, en teoría, se tratara de operaciones similares. Las baterías de tierra acertaban en muy pocas ocasiones contra blancos tan pequeños y móviles, mientras los disparos de fusilería chocaban con las protecciones en su mayor parte. Aun así, en dos ocasiones impactaron brutalmente grandes balas de a 36 en nuestras cañoneras, un golpe de suerte que las hizo volar por los aires, dejando a su paso muertes y mutilaciones. Por fortuna para nosotros, a bordo de la número 23, que se convirtió en nuestro santo y seña, solamente perdimos al sargento Ramos en la penúltima incursión del mes, un artillero tarifeño de pelo blanco, bragado y leal, que recibió un disparo de fusil en el rostro. La diosa fortuna parecía acompañarnos ya que, aparte la pérdida mencionada, ni siquiera contamos un ligero rasguño entre nuestros hombres.
Sin embargo, en aquellas nocturnadas, como algunos las denominaban, se produjo el primer herido serio entre los guardiamarinas de Cartagena. Julio del Morral, al que llamábamos Poncho, recibió un tiro en la pierna que le produjo una fea y peligrosa herida. No perdió la necesaria extremidad por pura intercesión divina, aunque se le pronosticaba una larga y penosa recuperación. Se autorizó su marcha al domicilio familiar para pasar la convalecencia.
Aunque nuestra situación económica era penosa, al no haber recibido una sola paga desde la salida de Cartagena, nos consolábamos al escuchar los lamentos de nuestros oficiales superiores, que atravesaban por circunstancias que rayaban en la más increíble indignidad por falta de moneda, viéndose obligados a solicitar préstamos o ayudas familiares. Yo tiraba de mi bolsa con discreción aunque, para nuestro mantenimiento físico, la despensa de Pecas era una mina sin fondo, razón por la que muchos fueron los guardiamarinas que aplacaron su hambre en nuestro camarote.
A pesar de los desastres pecuniarios, comenzamos el mes de abril con fundadas esperanzas de culminar nuestro gran objetivo, que no era otro que la reconquista de Gibraltar para las armas de España. Las fuerzas de tierra seguían avanzando por el istmo, paso a paso. Por fin, dieron término a la construcción de un grueso espaldón a mil varas de las murallas inglesas, a la vez que se concluían los merlones del fuerte de San Felipe, donde se había instalado una nueva y poderosa batería. Rociaban de balas y obuses a las defensas inglesas durante el día, dejándonos la labor nocturna a nuestras cucarachas. Se podía comprobar que no regateaba esfuerzos en hombres y armamentos. Su Majestad don Carlos III, decidido a tomar la plaza a cualquier precio, aunque no liquidara las pagas a sus hombres.
Ciertamente que los sitiados pasaban por sus peores momentos. La penosa situación meteorológica que se sufría aquellos días, ayudaba a la empresa del bloqueo, al impedir o dificultar la navegación de unidades menores, en su permanente intento de forzarlo para avituallar la plaza desde los puertos del Norte de África. Con seis meses de duro sitio a sus espaldas, desde el último aprovisionamiento inglés propiciado por la derrota de Lángara, se sufría con extremo rigor el hambre en la fortaleza británica. La consiguiente disminución en las raciones de boca había alcanzado el mínimo suficiente para mantener el aliento de los soldados, y se endurecía todavía más para los vecinos no combatientes, que sufrían amarga desesperación, clamando por una entente necesaria entre las potencias beligerantes.
Los precios en la plaza sitiada habían subido de forma tan alarmante que, según comentaban, se llegaba a pagar veinte reales por una libra de carne, lo que movía a los contrabandistas a jugarse el cuello por introducirla, sin éxito apreciable de momento, gracias a nuestras fuerzas navales de bloqueo. Hasta el Gobernador inglés, según afirmaba Barceló entre risas, había reducido drásticamente su generosa y diaria ración de oporto. La opinión general por parte española era que, si se continuaba la labor y manteníamos bien cerrado el cerco, se podía pensar en un triunfo de nuestras armas porque, como argumentaba nuestro jefe, muerto de hambre es difícil combatir.
De esta forma, entramos en los primeros días de un abril cerrado y tormentoso. En la primera semana llevamos a cabo dos operaciones nocturnas de gran dificultad, porque la mar se encrespaba esos días con saña y barría nuestras lanchas a su antojo, mientras los remos bailaban en el aire una extraña sinfonía. A pesar de ello, disparamos nuestra ración de balas y obuses, aunque cayeran muchas en la plaza sin orden ni concierto. Sin embargo, como nos comentó el jefe de escuadra Barceló en una de sus periódicas charlas, una nube se cernía nuevamente sobre el horizonte: el posible aprovisionamiento inglés.
Tal y como preveía nuestro jefe, en Inglaterra se formaba una escuadra de socorro desde dos meses atrás, ante las alarmantes noticias que les llegaban de la penuria de armas y alimentos en la plaza sitiada. También desde sus provincias americanas, levantadas en busca de su independencia, se les urgía al envío de refuerzos. La alianza franco-española se mantenía en el plan de los dos frenos, en primer lugar la escuadra francesa bajo el mando del conde de Estaing, en el Canal de la Mancha, y, por último y si llegaba el caso, la escuadra de don Luis de Córdoba, estacionada en las aguas de la bahía de Cádiz.
En realidad, los ingleses intentaban componer tres escuadras de forma simultánea, al mando de los almirantes Darby, Digby y Ross, con un total de 28 navíos, de los cuales nueve eran de tres puentes y más de 90 cañones, un detalle de la mayor importancia. No solo se intentaba el socorro a Gibraltar sino, a la vez, expedir las fuerzas que se requerían desde las provincias americanas.
La fuerza inglesa supo esperar pacientemente, ante las noticias de que los buques franceses estacionados en Brest se alistaban para partir hacia las Indias Occidentales, lo que hicieron el 22 de marzo de 1782, con lo que desaparecía como por encanto el primer obstáculo establecido. A pesar de los planes elaborados conjuntamente por las Cortes de París y Madrid, para Francia primaban sus intereses particulares por encima de cualquier objetivo de la alianza. Ante esta noticia, zarparon las escuadras inglesas con rapidez, protegiendo un impresionante convoy de 400 velas. Una vez en franquía y con el convoy formado en orden de marcha, arrumbaron al sur, hasta alcanzar el punto en el que se separaron las unidades que se dirigían hacia la empresa americana.
El almirante Darby, que retuvo a la mayor parte de las unidades de combate, 24 navíos, pensando en una resuelta oposición española en el estrecho de Gibraltar por la escuadra de Córdoba, enmendó el rumbo en dirección al cabo de San Vicente. Protegía un importante convoy formado por 97 transportes con destino a la plaza gibraltareña, con hombres y aprovisionamientos de todo tipo. Por fin, en los primeros días de abril, dobló en franquía el cabo, acariciado por una ligera marejada del sudoeste. Poco después, cundió la sorpresa entre los ingleses, ya que las fragatas lanzadas en descubierta por el almirante, avistaron la escuadra de Córdoba fondeada placenteramente en la bahía de Cádiz, sin muestra alguna de ponerse en movimiento. Las unidades inglesas, con los transportes convoyados, prosiguieron su descansada navegación en dirección a Gibraltar.
Según se comentó con posterioridad, la orden que llevó a Córdoba a mantenerse al abrigo de la bahía gaditana y no combatir al inglés, le llegó de Su Majestad en persona, tras las consultas pertinentes, para no exponer la escuadra a un solo envite y asegurar el arribo de los caudales de Indias, tan necesarios para la marcha de la guerra, un extraordinario y trágico error en opinión de Barceló y de cualquier estratega sensato.
Nuestro jefe recibió urgente aviso de su ayudante en las primeras horas de aquella misma mañana del 12 de abril, una fecha que se mantendrá siempre grabada en mis recuerdos, que la escuadra inglesa al mando de Darby, con numeroso convoy protegido, había rebasado la altura de Cádiz, para continuar su derrota[47] directa hacia Gibraltar, al no haber encontrado oposición por parte española. Según supe más tarde, los exabruptos y blasfemias que pudo escupir el jefe de escuadra por su boca, inundaron la bahía algecireña ya que, aunque mal provisto en su parte auditiva, su inconfundible vozarrón se mantenía con la fuerza de un cañón de a 36. Fue en aquel preciso momento cuando, en uno de sus típicos arranques, ordenó consejo en la sala del Cuartel General para todos los oficiales presentes.
Pocos minutos después, sobre las diez de la mañana, la sala de reuniones volvía a encontrarse abarrotada de uniformes, en especial por los oficiales que marinábamos las cañoneras y obuseras, pues las fuerzas del bloqueo diario se encontraban en la mar en sus cometidos habituales. Cuando observamos el aspecto de nuestro general, comprendimos que nada bueno sucedía. Vestía una camisola arrugada y poco presentable, que flotaba sobre unas calzas que también habían visto tiempos mejores. Sin embargo, era el gesto duro de su cara, con la cicatriz marcada, lo que nos infundió una sensación cercana al temor. Nunca lo habíamos visto en circunstancias parecidas. Pero no nos dio tiempo a un análisis posterior, porque tomó la palabra con rapidez.
—Buenos días señores, aunque esa frase cumpla tan solo una mera formalidad. Siento comunicarles que la escuadra de socorro inglesa, bajo el mando del almirante Darby, un marino genial, se encuentra a pocas horas de esta bahía. Alcanzo a comprender que no fuera importunada en su derrota por el Canal de la Mancha, pues ya sabemos que los franceses, como norma general en sus alianzas, van a lo suyo y lo demás les importa un pimiento. Pero todavía no me puedo explicar que, a la vista de este convoy que destroza una vez más nuestros planes de reconquistar la plaza de Gibraltar, la escuadra de don Luis de Córdoba se haya mantenido a cubierto sin salir a presentar batalla. ¡Cómo es debido! ¡Para qué el esfuerzo de tantos meses, si en un soplo de indignidad se arroja el plan largamente embastado por la borda!
Sus gritos finales, acompañados de un fuerte puñetazo sobre la mesa, nos dejó estupefactos. Debió comprenderlo porque continuó con rapidez.
—Siento que tengan que escuchar estas palabras de mi boca pero, como saben, no suelo callar mis opiniones. Las escuadras se construyen para ganar batallas y no para mantenerse al resguardo. Dos meses más de bloqueo y la plaza de Gibraltar habría caído en nuestras manos como fruta madura. El aprovisionamiento con cien transportes, lo que significa hombres, armas y alimentos en cantidad más que suficiente, nos obliga a empezar de cero y ya será la tercera vez. Si se establece un plan que cuesta vidas y haciendas a diario, hay que mantenerlo o retirarse. Además, esto supone una vergüenza para la Real Armada, lo que no estoy dispuesto a consentir. Les comunico que esta tarde atacaremos con nuestras cañoneras a los barcos ingleses.
Se pueden figurar la impresión que recibimos al escuchar aquella noticia. Y no era el miedo sino la extrañeza la que se reflejaba en nuestras caras. Barceló continuó.
—Veo en sus rostros que me creen entrado en la locura, pero no es así. Ya sé que un par de docenas de lanchas, que suman entre todas la mitad de cañones de una fragata, no pueden impedir el paso de una escuadra compuesta por 24 navíos, algunas fragatas y unidades menores. Se trata más de un gesto que otra cosa, aunque no desprecie la posibilidad de picar un poco en el pastel. No pretendo enviarlos al matadero, amigos míos, pueden estar seguros de ello. Si las condiciones de viento y mar se mantienen, saldrán a la mar todas las cañoneras disponibles esta tarde, de forma que se concentren protegidas por la batería de la Punta. Desde ahí dispararán contra los buques ingleses, especialmente contra los mercantes que abastecerán la plaza.
Parecía calmarse poco a poco, aunque no perdía su resolución.
—Les repito mi lema de siempre. No quiero héroes sino buenos y avispados marinos. Escojan sus presas si les es posible, disparen al resguardo y, una vez consumida la munición, de vuelta a casa. Supongo que enviarán contra ustedes las unidades menores, pero no olviden que es difícil acertarles y que la ligereza en la maniobra será su gran aliado. Les agradezco a todos, por adelantado, su arrojo y valentía. Mucha suerte. El capitán de fragata Malpaso les ofrecerá las instrucciones finales.
Como muchos opinaron después, no podía concebirse osadía de tal magnitud, a no ser que se conociera al personaje que la ordenaba.
* * *
Tal y como estaba previsto, a las cuatro de la tarde ocupábamos nuestros puestos, de acuerdo al despliegue esbozado por el capitán de corbeta Malpaso. Todas las cañoneras disponibles, en un número cercano a la veintena, por encontrarse muchas de ellas en reparación, nos encontrábamos abrigados a la costa sudoccidental de la bahía, protegidos en teoría por las baterías de tierra, y dispuestos a cubrir la marcha de la flota enemiga. Pecas y yo habíamos bromeado en voz alta sobre nuestra misión, aunque se percibía la preocupación en el rostro de todos mis hombres.
El tiempo transcurría con excesiva y recalcitrante lentitud, mientras esperábamos avistar las velas enemigas. Para aliviar la tensión, Pecas ofreció un comentario chistoso desde su situación a popa.
—¡Martín! —Se dirigía al sargento artillero que relevara al caído en combate—. Dibuja el rostro de una hermosa mujer en alguna de las balas, con esas barras de tiza, para que, de esa forma, el inglés que la reciba marche al infierno con rostro de felicidad.
—No se preocupe, señor, que saldrán bien preparadas y engalanadas.
Entre bromas y risas forzadas, nos mantuvimos durante dos horas que se alargaron de forma interminable. El tiempo era bonancible, con cielos escasamente cubiertos, aunque el viento se mantenía en un poniente fresquito que favorecía la marcha del inglés en dirección a la plaza.
Por fin, comenzaba a caer la tarde cuando las primeras unidades de la escuadra inglesa se hicieron visibles al doblar Punta Carnero, el espolón geográfico que, en unión de Punta Europa, forman las tenazas de un aparente cangrejo que protege el cofre maravilloso de la bahía algecireña. Fue el instante en el que Malpaso dio la esperada orden, con el disparo de un mosquete. A partir de aquel momento, cada lancha cañonera debía operar con independencia y libertad para escoger un blanco adecuado a su posición.
En pocos minutos, la mar se tiñó de velas, como si todos los barcos del mundo se hubiesen dado cita en el teatro marítimo algecireño. Impresionaba observar aquel colosal despliegue de buques de todo tipo, en especial si comprobábamos la magnitud de nuestra pequeña lancha, con los remos preparados, la vela a plan y nuestro único y orgulloso cañón a proa.
Como me había correspondido en el despliegue uno de los puestos más abiertos hacia el Sur, continué pegado a la orilla, de forma que pudiese batir alguno de los panzudos mercantes que barajaban la costa a corta distancia. Pero los ingleses podían ser cualquier cosa menos poco precavidos en la mar. El almirante Darby, al observar las cucarachas cañoneras, de las que había oído hablar, destacó sobre nosotros a las fragatas y buques menores, tan maniobreros como un bote de remos con aquel viento fresquito. Aunque esperaba una reacción parecida, el jefe de escuadra Barceló soltó una dura imprecación, mientras atisbaba la acción desde la azotea del Cuartel General. Con suma facilidad, las unidades inglesas comenzaron a dispersarnos.
Llegó el momento en el que miré a Pecas con una interrogación en mi rostro, aunque estuviese decidido. No necesitamos palabras. Asintió con la cabeza, señalándome el mercante que ya había escogido como posible blanco. Una vez comprendida la intención, ordenó la boga de nuestros hombres en esa dirección. Durante algunos minutos, parecía que nuestro plan se vería coronado por el éxito, ya que acortamos distancia hasta quedar a unas 400 yardas, momento en el que disparamos la primera. Fue hermoso observar el limpio agujero que dibujamos en su costado, señal de que apuntábamos con excesiva depresión. Cargábamos la segunda, cuando observé a una fragata, la Tetis, según leímos después en su popa, que enmendaba el rumbo con agilidad, hasta quedar aproada a nosotros.
—¡Pecas! —grité con todas mis fuerzas—. ¡Cuidado! ¡Fragata a babor!
Ya mi compañero la tenía marcada, pero intentaba no llevar a cabo maniobras demasiado bruscas, que impidieran la recarga del cañón. Mientras la fragata rociaba las aguas a nuestro alrededor con proyectiles de todo tipo, su proa parecía agigantarse a la vista como un poderoso dragón. Pecas se vio obligado a aproarse a ella para esquivarla, momento que aproveché para disparar apuntando a su roda[48]. Nuevo impacto, este más llamativo por haberle desmochado el mascarón y el moco[49] del bauprés[50].
Pecas, con una fría y calculada temeridad, impropia en sus quince años, esquivó con precisión a la fragata que nos quería pasar por ojo[51]. Navegamos paralelos a su costado de babor, a pocos palmos de distancia y gran velocidad relativa. Conseguimos dispararle otro pildorazo que abrió un hermoso boquete bajo una de las portas, una bala que debería haber salido por la banda contraria. Sin embargo, era tan corta la separación entre ambos, que nos barrían con disparos desde sus jarcias y cubierta, alcanzando a tres de nuestros remeros.
Nos disponíamos a recargar el cañón y escoger un nuevo blanco entre aquella maraña de velas cuando, tras la popa de la Tetis, que Pecas acababa de burlar, apareció un navío de dos puentes y 74 cañones, el Egmont, que se había visto sorprendido por la brusca maniobra de su compañera. A la vez que el navío caía a babor para no abordar a la fragata, se nos echó encima con demasiada rapidez. En esta ocasión no tuvimos tiempo para maniobrar, aunque ordenamos remar a muerte a nuestros exhaustos hombres, en un desesperado intento de salir del paso. La proa del navío nos impactó en la popa de forma brutal, allí donde Pecas maniobraba con la caña, produciéndonos un vaivén tan intenso que acabó por voltear la embarcación como un títere de feria.
Todos salimos despedidos hacia el agua de forma violenta. En pocos segundos me encontré nadando junto a Martín, el artillero, mientras observaba cómo la lancha había dado la vuelta por completo, hasta quedar con su quilla hacia arriba, brillando al sol. La situación era dantesca, aunque me propuse sobreponerme a toda costa como comandante de la unidad. Nuestros hombres intentaban acercarse a ella a nado, mientras los heridos pedían auxilio. La vela se extendía en la superficie, junto al codaste[52], como un triste sudario, aunque bajo su recia lona se observaban movimientos de manos que intentaban apartarla. Por su situación, supuse que allí debía encontrarse Pecas, a quien no conseguía descubrir en la superficie. Nadé con todas mis fuerzas hasta alcanzar la posición e intentar desplegarla para liberar a los que luchaban bajo ella.
Fue entonces cuando sentí dolor en la rodilla aunque no le concedí importancia. Continué con el esfuerzo hasta descubrir la cara pecosa de mi amigo, con la angustia y el dolor reflejados en su rostro.
—¿Estás herido? —le pregunté.
—Sí. En la pierna y en el brazo —balbucía escupiendo agua—. Creo que no podré mantenerme a flote mucho tiempo, gigantón —a pesar de su dolor, se mantenía valeroso.
—Agárrate a la tapa de regala por dentro y no te sueltes —planté su mano en el lugar indicado—. Hemos de intentar voltear la lancha.
Por fortuna, Martín había destrincado el cañón y se dedicada a soltar los mecanismos de la coraza protectora de una banda solamente, pensando lo mismo que yo. Fue su acción la que, en realidad, nos salvó la vida. Poco después, la lancha bailaba todavía boca abajo, aunque se le notaba mayor flotabilidad. Debíamos voltearla antes de que se consumiese el aire que, en su interior, la mantenía a flote. La verdad es que no sé cómo lo logramos pero, entre todos, con gritos y lamentos, acabó por ceder, apretando los forros de una banda hacia dentro, con lo que desnivelábamos el peso. A la vez, me mantenía atento a Pecas, que se encontraba al límite de sus fuerzas.
Una vez la lancha en su posición natural, intentamos achicarla con rapidez a mano y con baldes improvisados en nuestras ropas, ya que amenazaba hundimiento inmediato, al bailar el agua a ras de su borda. La mar se mantenía con suaves oleadas, lo que facilitó una tarea que parecía imposible. Acabé por dedicarme a mantener a Pecas a flote, cuando comprobé que la cañonera podía aguantar. Uno a uno fueron embarcando nuestros hombres, aunque algunos debieron ser ayudados por presentar heridas de diversa consideración. Por último, alcé a Pecas como si se tratara de un guiñapo, para trepar a bordo a continuación.
Y llegó el momento del triste recuento. De los 22 hombres de la dotación, se encontraban a bordo 18, un balance más que aceptable, a pesar de que durante mucho tiempo intentamos encontrar a los cuatro restantes, posiblemente los heridos por el fuego de la fragata. Sin embargo, cinco de ellos presentaban heridas diversas. La cañonera, que seguíamos achicando, se encontraba limpia de polvo y paja, sin aparejos, palo, vela, armas, remos ni otro elemento de su guarnición. Por fortuna, se mantenían los dos bidones cilíndricos de agua, adosados a las bancadas. Como pueden comprender, nos encontrábamos al garete[53], con lo que la mar y las corrientes nos llevarían donde bien les pareciera. Debo reconocer que los barcos ingleses se portaron con dignidad marinera, ya que las últimas unidades del convoy, al observar nuestra situación, nos esquivaron claramente sin dispararnos.
Por fin, pude dedicarme a observar las heridas de Pecas. La del brazo no presentaba mal cariz, vendándosela con rapidez. Sin embargo, la del muslo era un corte muy profundo que presentaba un aspecto feo y preocupante. Le realicé un torniquete, a la vez que le empapaba la herida con trozos de mi camisola. Por fortuna, a causa del dolor y el esfuerzo, quedó semiinconsciente. Dos de los marineros se encontraban heridos de gravedad, con profundas hendiduras en el pecho, por lo que dudaba que vivieran mucho tiempo. Los otros tres presentaban magulladuras y huesos dislocados, lo que no era de preocupar. Me multipliqué como pude a pesar del cansancio. Con todo mi dolor, consolé con cariño a los que perderían la vida, a la vez que animaba al resto de la dotación con falsas esperanzas.
Fue entonces cuando comprobé que también yo sangraba por la rodilla, teñida de rojo intenso. Sin embargo, fue más el susto que otra cosa, porque el corte era superficial y dejó de sangrar en poco tiempo.
Se nos echó la noche encima con rapidez, mientras nos balanceábamos al son de las olas. Intentaba posicionar la lancha, considerando que nos encontrábamos a unas cinco millas al sudeste de Punta Carnero. Comprobé que al haber corrido hacia levante, nadie en Algeciras habría observado nuestro percance. Si el viento se mantenía en aquella dirección, nos derivaría hacia el Mediterráneo, aunque cabía la posibilidad de que la corriente nos hiciese varar en la costa gibraltareña. Martín, nuestro valiente artillero, se acercó a mí.
—¿Qué podemos hacer, señor?
—Pues, con toda sinceridad, nada de nada. Bueno, rezar para que nos topemos con algún barco propio o enemigo que nos recoja. Las corrientes en el estrecho son muy caprichosas y cambiantes, por lo que todo es posible. Parece que el viento cae en velocidad y rola suavemente hacia el noroeste, cosa nada favorable.
—¿Por qué, señor?
—Porque con estos vientos de componente norte, si las corrientes no lo remedian, acabaremos varando en alguna playa africana.
—¿Africana? Hay que evitarlo, señor. Allí nos harán esclavos.
—No necesariamente, Martín. En estos días mantenemos buenas relaciones con el Sultán de Marruecos, que ha expulsado a los ingleses de sus puertos.
—Pero esas tribus de la costa van a su aire. Debemos evitarlo a toda trance, señor.
—Nada podemos hacer, Martín, sin vela ni remos. Estamos agotados, con la lancha en malas condiciones, aunque por fortuna parece que no hace agua. Es milagroso que aguante el casco, a pesar del trompazo que nos propinó aquel poderoso navío.
—Porque nos dio de refilón en la popa. De todas formas, moriremos sin remisión.
—No morirá nadie, Martín —lo miré con dureza y decisión—. De eso me encargo yo.
No sé de donde saqué fuerzas para lanzar aquella promesa que fue oída por todos. Pero debía hacerlo. Sin embargo, las escenas de la esclavitud vivida por mi padre aparecieron con claridad en mi mente. Intenté apartarlas, mientras comprobaba al tacto que la herida de Pecas había dejado de sangrar.
El sueño y el agotamiento más profundo hacían presa en mí. Aunque intenté que algún miembro de la dotación se mantuviera alerta, por si una luz pasaba en nuestras cercanías, comprendí que era empresa imposible. Por fin, entre escenas de esclavos amarrados al banco del remo y la promesa ofrecida a la familia Montefrío de que devolvería a Pecas a su casa, caí rendido en un espantoso sopor.