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Guardiamarina en la Escuela Naval
La primera semana en la Academia, como normalmente se conocía al Colegio o Escuela Naval, se sucedió esclava del mismo ritmo vertiginoso al que mi vida parecía haberse habituado. El día de la llegada había sido recibido por uno de los brigadieres, cargos que se nombraban a propuesta de los respectivos capitanes entre los guardiamarinas de mejor conducta, aplicación y talento, que utilizaban el honor recibido con severa energía sobre sus compañeros. Era este un joven de mi edad, espigado y desenvuelto, que me asignó habitación, a la que llamaban camarote, me hizo entrega del armamento, que se componía de fusil, bayoneta y espadín, además de ofrecerme la explicación de las horas previstas para las colaciones, hasta que diera comienzo el nuevo curso, pocos días después. Todo ello con la arrogancia propia del que se supone superior en rango, lo que sabía debía aceptar sin rechistar. Por mi parte, le hice entrega de la documentación que justificaba la nobleza de mis cuatro apellidos. Una vez comprobada y admitido el aspirante por el Capitán de la Compañía, se pasaba el expediente al Intendente del Departamento para que mandase formarle asiento, previo nuevo examen de los documentos.
La formación del guardiamarina era progresiva pero sin límite de tiempo. Un nuevo curso, con una duración aproximada de cuatro meses, comenzaba en fechas más o menos arbitrarias, aunque en los dos últimos años intentaban ajustarse a tres anuales, dando comienzo en enero, mayo y septiembre, como al que me asignaron tras mi llegada, siguiendo los consejos de don Gaspar. De todas formas, podía incorporarse al mismo cualquier nuevo miembro que hubiese recibido el despacho, aunque le reportara problemas para pasar los preceptivos exámenes de fin de curso, que llamaban generales, en los días finales de abril, agosto y diciembre. Quien no los superaba, debía repetir otro período cuatrimestral.
La Compañía se encontraba dividida en diferentes brigadas, compuestas cada una de ellas por quince guardiamarinas, a cargo de un brigadier, que tenía a sus órdenes dos subrigadieres. En aquellas fechas eran seis las existentes, con lo que nos encontrábamos un número de cadetes, como también se nos denominaba, cercano a los noventa. Cada brigadier debía cuidar de la decencia y aseo de sus guardiamarinas, obligarles a presentar su camarote pulcro y con los elementos necesarios, corregirles en sus faltas, así como dar cuenta a sus superiores de su habitual conducta.
En el vetusto edificio se albergaba la Academia y el Cuartel, es decir, las salas de estudio y los dormitorios. Dos brigadas se situaban en el primer piso y cuatro en el segundo, todos con camarotes individuales, ya que según rezaban las normativas, por tratarse de jóvenes pertenecientes a la nobleza, debían encontrarse instalados con el rango adecuado. El piso superior era el dedicado al servicio, general o particular, aunque, en su parte central, disponía de unas enormes cristaleras con gigantesca lucerna, donde se albergaba el Observatorio Astronómico de los caballeros guardiamarinas que, según se comentaba, tenía bien ganada fama internacional, ya que asistían a sus clases alumnos y profesores extranjeros. De todas formas, el edificio dejaba mucho que desear, con humedades y filtraciones, por lo que se rumoreaba que se encontraban avanzados los planos para construir un nuevo palacio-cuartel de guardiamarinas en los terraplenes de la parte sur de la muralla del mar, aunque esa obra no la vi en uso hasta bastantes años después.
Llevaba dos días sesteando, sin cometido alguno y dedicado a conocer a los jóvenes de mi brigada muy superficialmente, ya que el trato era escaso y huidizo de momento, cuando nos avisaron para que acudiésemos todos a la sala común, la de mayor tamaño y donde podía acoplarse el total de la Compañía. Tomamos asiento por brigadas, en lo que ya parecía tomar cuerpo como Institución. Pocos minutos después, por la puerta del fondo entró un grupo de jefes, así me lo parecía por lo vistoso de sus uniformes, a la cabeza de los cuales marchaba erguido el que, según supe después, era el Capitán de la Compañía, un capitán de navío bajo y regordete al que se le adivinaba rostro avieso y malas pulgas con solo dirigirle la mirada. Le acompañaban el Teniente, con el grado de capitán de fragata, el Alférez, un teniente de navío moreno y avinagrado y, por fin, el Ayudante, un joven teniente de fragata, que era quien llevaba el peso y control de la Compañía.
Al entrar en la sala los oficiales, los brigadieres gritaron órdenes que no comprendí, seguidas por la puesta en pie de todos los presentes con respeto y presteza, acción que imité. El capitán, tras dirigirnos una mirada poco simpática, tomó asiento en el centro de la gran mesa que presidía la estancia, ordenándonos con la mano que siguiéramos su ejemplo. Y allí comenzó la explicación general del que se había convertido en jefe máximo e indiscutible de nuestras vidas.
—Caballeros guardiamarinas de la Compañía de Cartagena, doy la bienvenida a los aspirantes de nuevo curso, así como a las viejas caras que han disfrutado unos días de permiso. Para los nuevos en la plaza explicaré el funcionamiento general de nuestra Academia, una serie de normas que deberán seguir con rigurosidad, como es habitual acatar y obedecer toda orden en la Real Armada.
Nos miró con un deje de desprecio en su rostro, mientras golpeaba con su espadín el fieltro de la mesa. Su tono de voz era pausado, aunque despedía una indudable energía y resolución.
—Pasan ustedes, caballeros guardiamarinas, a formar parte de los cuadros de oficiales de la Real Armada. Espero que reconozcan como atributos de la milicia la bizarría, el estímulo desinteresado y generoso, la abnegación, el valor y el sacrificio por unos ideales. En la Academia son ustedes alumnos. Sin embargo, en las prolongadas estancias que gozarán en la mar a bordo de nuestras unidades, pasarán a ocupar el puesto de oficial más moderno en la escala de mando de la dotación.
Tomó unas cuartillas que se encontraban a su lado, ojeándolas por encima antes de continuar.
—En cuanto a sus haberes, en tierra recibirán el prest[4] más ración y media de pan en metálico. Su prest consistirá en doce escudos de vellón, con el descuento de ocho maravedíes en escudo a favor del Fondo de Inválidos. Naturalmente, lo dicho es aplicable a todos aquellos que pasen la revista mensual que fijará el Intendente del Departamento. Embarcados recibirán el mismo prest que en tierra, en vellón en puertos europeos, mientras que en América lo recibirán en plata. Asimismo, al salir en campaña se les adelantarán algunas pagas, según se estime la duración del viaje. En este caso recibirán, en lugar de la ración y media de pan, ración y media de Armada, compuesta de los géneros reglamentarios en especie, y solo en los viajes por aguas americanas se les aumentará con ración y media de vino. Dicha ración podrá serles satisfecha en metálico, cuando parezca así más conveniente a la Tesorería de la Escuadra.
Otra mirada en conjunto y de nuevo el gesto de desagrado en su rostro pecoso. Fue el momento en el que escuché un rumor a mi lado.
—Eso será cuando lleguen los caudales de la Real Hacienda, que nunca lo hacen en tiempo y hora.
El que había lanzado aquel comentario en voz baja, que razón tenía como pude comprobar en tantas ocasiones, era en apariencia un niño. La verdad es que no había advertido su presencia hasta ese momento. Con disimulo me fijé en su persona, para comprobar que no parecía alcanzar los diez o doce años, aunque más tarde supe que había cumplido los catorce. Delgado y escuchimizado, no le veía apariencia de guerrero ni marino, aunque dediqué mi atención de nuevo a nuestro capitán que continuaba su perorata.
—Quiero recalcar que se encuentran en esta Compañía, caballeros, de forma voluntaria y se les exigirá al máximo para formarles como oficiales de la Armada. El horario será, por supuesto, riguroso. El acuartelamiento es obligatorio. Tan solo en el excepcional caso de que no alcance el número de camarotes al total de los cadetes, se permitirá a algunos la pernoctada en los domicilios de sus padres o tutores, siempre que estos se encuentren en la localidad. A partir de mañana, día de comienzo del curso, una guardia de ocho cadetes, con un brigadier al frente, custodiará la puerta del edificio desde que se abra hasta que se cierre. A ningún guardiamarina se le permitirá, en los días de francos, permanecer fuera del cuartel después de las nueve de la noche, en los meses de verano, y de las ocho en los de invierno, a cuyas horas se llevará a cabo el recuento general.
Una nueva mirada, acompañada del manoseo de su barba blanquecina, con pequeños tirones de la punta hacia abajo. El silencio se mantenía como en un duelo.
—Como pueden suponer, se les exigirá el mayor decoro en todos sus actos, tanto dentro como fuera del cuartel. Se encuentran terminantemente prohibidas las distracciones y extravíos a que fácilmente se inclina la juventud actual, para evitar que tomen hábitos y resabios impropios de su crianza, como supone el fumar y mascar tabaco, acciones prohibidas bajo penas rigurosas. Les adelanto que no me importará que los calabozos situados en el sótano queden a rebosar si sus conductas así lo exigen. Deberán tratarse entre sí con la urbanidad y buenas maneras propias de su calidad y nacimiento, evitando en sus salidas de francos que las compañías de gente baja y plebeya los vulgarice. Han de mantener, por encima de todo, su propia estima, conservándola con la reputación y honor que de ustedes se espera.
Se escuchó un golpe de tos en las filas del fondo. El capitán dirigió la cabeza en su dirección, fulminando con la mirada al enfermizo.
—Aunque sus respectivos brigadieres les expondrán el horario de estudios con detalle, deben saber que, diariamente, antes de comenzar los ejercicios de la Academia, los guardiamarinas asistirán a la misa que celebrará nuestro capellán en el Convento de los Padres Agustinos, situado frente a este edificio, al no disponer todavía de oratorio propio. Allí tendrán lugar también los actos religiosos que prevén las ordenanzas. Nuestro capellán será el encargado de mantener la salud de sus almas. En cuanto al estudio, les recomiendo el máximo empeño y rigor si quieren aprobar los exámenes generales que sufrirán el próximo mes de diciembre. Quienes los aprueben, saldrán embarcados en campaña, mientras que el resto repetirá el curso, si sus informes no son extremadamente deficientes y aconsejan medidas más drásticas. Para las prácticas marineras disponemos de embarcaciones menores en el Arsenal, así como de los navíos San Eugenio y Vencedor. De todas formas, embarcarán también cuando las necesidades del servicio así lo dispongan en diferentes unidades de la Armada. Serán muchas y variadas las materias a estudiar, como Aritmética, Maniobra, Geometría o Artillería, pero el plan de estudios se les ofrecerá con exactitud más tarde.
El capitán saltaba de un tema a otro sin orden ni concierto, acción que me desazonaba por miedo a olvidar cualquiera de los detalles que mencionaba. Pero ya seguía su desangelada charla.
—Para disponer a pie de reglamento el vestuario y armamento, la Compañía dispone de un fondo de gran masa. Es importante recalcar que no se admitirá ninguna alteración en la uniformidad reglamentada, avisándose de cualquier matiz a los que, según compruebo a simple vista, no se ajustan a ella, por lo que deberán aplicarse a la mayor brevedad. Respecto al uso de prendas de abrigo, solamente al embarcar se les asignará un casacón o sobretodo de grueso paño azul. Y en cuanto a posibles ascensos —expuso una ligera y gélida sonrisa por primera vez—, quiero que sepan que para conseguir las promociones a alférez de fragata, la ansiada charretera, se tendrán en cuenta sus méritos y aprovechamientos, tanto en la Academia como en las unidades de la Escuadra a las que sean asignados.
El capitán miró a sus colaboradores, como si deseara comprobar que nada quedaba en el tintero. Ante su mudo asentimiento, decidió acabar aquella primera alocución.
—Y nada más por el momento. Que cada uno acuda a la sala de su brigada, para que les amplíen las instrucciones. Mañana comenzará a aplicarse el horario establecido.
Cuando hizo el ademán de levantarse, volvieron a escucharse los gritos de atención por los brigadieres, con lo que todos saltamos con fuerza para permanecer en pie mientras nuestros jefes abandonaban la gran sala. Fue aquel el momento en el que el niño sentado a mi lado, volvió a dirigirme la palabra, con un desparpajo impropio de su edad.
—Ese gordinflón seboso parece más bien un zoquete de pueblo, que un capitán de Compañía. Menudo sermón nos ha largado sin respirar. Debe ser un inútil que tienen aquí estancado en su carrera.
Lo observé una vez más, ahora con detenimiento. Comprobé que le sacaba más de una cuarta de estatura y doblaba su peso, aunque me hacía gracia su aspecto de niño travieso, con el rostro cubierto de pecas y unos ojillos negros y vivos.
—No debe ser muy zopenco para disfrutar de este cargo —le devolví la mirada con una sonrisa paternal.
—¿Cómo te llamas? —Preguntaba con el mismo descaro, mientras intentábamos abandonar la sala.
—Francisco de Leñanza y Martínez de los Cobos, pero siempre me llamaron Gigante entre la familia y los amigos —me arrepentí de aquellas palabras, recordando los consejos de don Melchor—. ¿Y vos?
—Déjate de vos y usías, que no estamos en la Corte. Está bien escogido ese apodo, Gigante. Te veo capaz de matar un toro con tus brazos —volvió a sonreír, divertido—. Mi nombre es Santiago de Cisneros y Ruiz de Espinosa. A partir de este momento, como somos de la misma brigada, te nombro mi protegido.
Al escuchar aquella decisión, cerca estuve de soltar una carcajada, acción de la que me contuve. El niño tenía, desde luego, prestancia y desparpajo a chorros y, más importante, me hacia gracia el tono de superioridad con que se dirigía a mí. Le hice una ligera reverencia, en broma.
—Mucho le agradezco su protección, don Santiago. Aunque, con sinceridad, creo que más necesitaréis vos de la mía.
—No digas sandeces y acudamos a nuestra sala, para que esos brigadieres remilgados nos suelten otro sermón.
Subimos entre carreras al piso superior, hasta alcanzar la sala de nuestra brigada. Tomé asiento en primera fila, comprobando que mi protector lo hacía junto a mí. Llegaban poco a poco nuestros compañeros, hasta que las quince sillas se encontraron ocupadas. Poco después hizo su aparición nuestro brigadier, a quien se le reconocía por un galoncillo fino de oro en la manga. Se trataba, precisamente, del que me había recibido dos días antes. Al entrar y situarse frente a nosotros, nos sorprendió con un grito desgarrado.
—¡En pie!
Obedecimos mecánicamente, mientras Baltasar Unquera, ese era su nombre, continuaba con la voz elevada.
—Cuando entre un superior en cualquier recinto donde se encuentren, deberán levantarse hasta que se os conceda el permiso de tomar asiento. ¿Entendido?
Asentimos con la cabeza, lo que irritó más todavía al que parecía sufrir enfermiza locura.
—¡Cuando un superior os pregunte, le contestareis con un sí, seguido de su grado! Y con suficiente energía. Deberéis contestarme: Sí, mi brigadier. ¿Entendido?
—¡Sí, mi brigadier! —Gritamos todos, dejando los pulmones en el intento.
—Bien —por fin, bajó el tono de su voz—. Tomen asiento.
Obedecimos en silencio, aunque me preocupaban los movimientos en exceso desenvueltos de mi protector, así como la mirada de desprecio que dirigía al brigadier. Este lo miró con fijeza antes de comenzar.
—Como les ha explicado el capitán de la Compañía, capitán de navío don Pascual de Rivera y Baquedano, mañana dará comienzo un nuevo curso. A las siete de la mañana el corneta tocará diana, sonido al que deberán estar atentos porque será la única indicación para abandonar el catre. Tengan muy en cuenta que la impuntualidad es una de las infracciones peor consideradas en la milicia. Tras asearse convenientemente, tomarán el desayuno en el comedor. A las ocho menos diez, con el toque reglamentario de corneta, diferentes sonidos que deberán distinguir, cruzaremos la calle para asistir al santo sacrificio de la misa. La de mañana será concelebrada, con motivo de la iniciación del nuevo curso.
—¿Concelebrada, mi brigadier? ¿Qué significa eso?
Santiago, mi pequeño amigo, elevó la pregunta con dejadez y tono de chanza, mientras se mantenía repantigado en su silla. El rostro del brigadier se tiñó de púrpura, lo que nada bueno vaticinaba.
—Oiga usted, guardiamarina Cisneros —la voz desgarrada volvía a aparecer—. Cuando desee dirigirse a un superior, siempre sin interrumpir su conversación, deberá pedir permiso. Para empezar, tome asiento en la forma conveniente a su rango. No vuelva a pronunciar palabra hasta que le autorice, y siempre con respetuoso tono, a no ser que desee conocer los rigores de la disciplina y humedad del calabozo desde el primer momento.
Tras unos segundos de silencio, en los que temí lo peor, el brigadier continuó.
—Tras la misa, concelebrada —recalcó la palabra en dirección a mi vecino—, darán comienzo las clases. Ahora después les ofreceré a cada uno de ustedes una copia del horario para la primera semana. Pero, básicamente, quiero que sepan que comenzarán con la Aritmética, por el tratado que escribió don Luis Godín, Geometría por la de don Vicente Tofiño, asignatura esta que se dividirá en Trigonometría plana, Cosmografía y sus aplicaciones en Astronomía y Geografía. Más adelante comenzarán las clases de Navegación, con el tratado de don Jorge Juan, nuestro gran sabio que fue alumno del Colegio Naval en Cartagena, Artillería, Maniobra, Dibujo, Idiomas francés e inglés, Construcción Naval, Ordenanzas, así como aquellas materias inherentes a todo caballero, es decir, tiro con pistola, esgrima, trato social y danza.
Nos miró fijamente a la cara, deteniéndose de forma especial en la de mi joven amigo, que por fortuna se mantuvo con la suficiente discreción.
—Se alternarán las clases teóricas con las prácticas marineras y las visitas profesionales. Las prácticas las comenzarán en unidades de pequeño porte pertenecientes a la Academia, atracadas junto al Cuartel de Moros y Presidiarios, detrás de este edificio. Asimismo, llevarán a cabo prácticas en unidades mayores, tanto en puerto como en la mar, en salidas de corta duración, normalmente en el mismo día. En cuanto a las visitas, las giraremos especialmente al Arsenal, con sus diferentes talleres, fábricas, almacenes, diques y dependencias, así como a los castillos y baluartes que defienden la plaza. Además de todo lo expuesto, tendrán instrucción militar de desfile con armas, una hora al día en el primer mes. Una vez acabado el curso y superados los exámenes generales, se arma algún navío o fragata, no necesariamente los asignados a la Academia, para llevar a cabo las prácticas en campaña. Todo esto si no es necesario, por la guerra que mantenemos con el inglés, de un embarque urgente de la Compañía o parte de ella. Y esto es todo de momento. ¿Alguna duda?
Tras unos momentos de profundo silencio, un cadete situado tras de mí, elevó respetuosa pregunta.
—¿Cuándo son posibles las salidas a la calle, mi brigadier?
—Tenga en cuenta, caballero, que esta Academia se considera como una unidad más de la Armada, por lo que las salidas se denominarán a tierra. Durante las dos primeras semanas permanecerán en clausura, hasta que sepan lucir ese uniforme con el espadín de la forma adecuada. Posteriormente, aquellos que no se vean privados de libertad por estudios o conductas inadecuadas —dirigió una dura mirada a Santiago—, podrán salir francos de paseo los sábados por la tarde y los domingos, con el horario que les marcó el capitán. Bien, esto es todo. Disponen del resto del día para acomodarse, recoger los libros en la secretaría, arranchar[5] adecuadamente sus camarotes, estudiar el horario y otros muchos detalles que se les explica en el manual de Régimen Interior.
El brigadier Unquera abandonó nuestra pequeña sala, con lo que nos sentimos en agradable soledad. Aprovechamos el momento para presentarnos con camaradería, con lo que pude comprobar que, en verdad, se trataba de jóvenes de noble apariencia, apocados muchos de ellos y excesivamente jóvenes en su mayoría. Decidimos por unanimidad el tuteo entre nosotros, salvo cuando nos encontráramos en público. Pero la palma se la llevaba, sin duda, mi jovencito amigo Santiago, que comenzó a ser de inmediato objeto de chanzas y burlas por su escaso tamaño, en especial por los dos mayores, Pablo Pantoja y Sebastián de Moneada, que golpeaban su pescuezo cada vez que se dirigían a él. Fue cuando comprobé que mi primer amigo, a pesar de su original descaro, se achantaba con extrema facilidad, por sentirse acoquinado ante los más fuertes.
Leímos entre risas y comentarios los horarios y reglamentos, decidiendo echar a suertes quienes debían recoger los pesados libros de la Secretaría. Como éramos quince, pensamos que con cuatro pares de brazos sería suficiente. Echadas las monedas sobre el suelo a la francesa, le tocó entre ellos a Pablo. Era este casi de mi altura pero bastante más flojo de brazos, aunque presumía de fuerza y recomendaciones. Tras el sorteo, se dirigió a Santiago en tono perentorio, a la vez que golpeaba una vez más su cogote.
—Te cedo mi suerte, caballerete. Trae los libros por mí.
—Pero si no me ha tocado —Santiago protestó, arrugado.
—Me da igual. Anda, enano, aligera.
Volvió a golpearle, esta vez con más fuerza, lo que hizo gemir al niño y decidirme por fin. A pesar de mi edad, creía conocer de sobra a los bravucones de ese tipo, por lo que detuve la salida de Santiago con mi brazo, a la vez que me dirigía a Pablo con seriedad.
—Santiago no recogerá los libros que te corresponden. Cuando un caballero juega, ha de saber perder —el tono de mi voz no dejaba lugar a dudas.
—No te metas en asuntos que no te conciernen, como te llames —se dirigió a mí con altivez y tono desairado, para girarse con rapidez hacia Santiago—. Vamos, chico.
Se disponía a golpear nuevamente el cuello del que pasaba a ser, sin duda, mi protegido, un aspecto muy importante como pudimos comprobar en las siguientes semanas. Sin embargo, cacé su puño al vuelo, manteniéndolo en el aire, a la vez que lo apretaba con fuerza.
—Mira, Pablo, si es que te llamas así. En primer lugar, no vuelvas a golpear nunca más a Santiago de Cisneros porque, además de ser un compañero tuyo, es muy buen amigo mío. Y en segundo lugar, te comunicaré que todo lo que sucede en esta brigada tiene que ver conmigo, con Francisco de Leñanza y Martínez de los Cobos. Además, no te consiento que me hables con ese tono de voz que has empleado, más propio de truhanes, a no ser que desees que pasemos a palabras mayores. Por mucho menos he partido la cabeza a algún deslenguado abusón como tú.
Fue un órdago inesperado, incluso para mí. Aunque había peleado en mi pueblo como todos, sobresaliendo en las luchas juveniles donde pocos me aguantaban el gesto, nunca había partido cabeza alguna. Pero, de forma inconsciente, sabía que la primer batalla debía ganarla en aquel terreno. Además, nunca he consentido el abuso sobre una persona, en especial cuando se lleva a cabo en base a la fuerza o autoridad. Pablo me miró fijamente y comprobó la determinación en mi rostro. Aflojó con sabiduría, sin pestañear.
—No es para tanto, Francisco. No era más que una broma.
—Las bromas deben llevarse a cabo sin penas ni dolores, compañero. Y ve a por los libros de una vez.
—Vamos, a por los libros, que yo me quedo con mi amigo Gigante —Santiago volvió a su descaro habitual, sabedor que disponía de seguridad a mi lado. Por fortuna, todos reímos su salida.
Como cualquiera puede imaginar, desde aquel momento se aclaró mi posición dominante en la brigada. Mi joven amigo me apretó el brazo, agradecido. He de reconocer que ese fue el comienzo de una hermosa y gran amistad, una amistad que trajo consigo importantes consecuencias en el futuro, como podrán comprobar.
De esa forma, fuimos aclarando los horarios y sistema de funcionamiento, así como los diferentes grados y empleos de nuestros jefes, para dirigirnos a ellos correctamente. Pudimos comprobar que no era vida de rosas lo que nos aguardaba por la proa, pero me sentía feliz, porque ahora sí que me creía capaz de sacar adelante el empeño acometido. Nunca he pecado de inmodestia, pero comprobé que con trabajo y dedicación podía destacar entre aquel nutrido grupo de jóvenes de la nobleza española.