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A bordo de la fragata Santa Rufina
A la mañana siguiente, un total de cuarenta y dos guardiamarinas nos presentamos en el muelle de poniente del Arsenal, frente a los majestuosos talleres de desarmo, listos para embarcar. Allí nos esperaba una sorpresa de última hora. La fragata Santa Rufina debía convoyar en su navegación hacia Cádiz a la urca[31] Santa Florentina, con tropa y pertrechos destinados al sitio de Gibraltar, por cuya razón decidieron repartirnos por igual entre ambas unidades.
Deben tener en cuenta que, en aquel momento de la guerra contra la Gran Bretaña, el departamento marítimo gaditano, con la escuadra de bloqueo establecida en sus aguas bajo el mando del teniente general don Luis de Córdoba, concentraba gran parte de la Armada, razón por la que casi la mitad de la Compañía era asignada hacia unidades en él establecidas. Otros ocho compañeros de la Academia también habían sido designados para las cañoneras del jefe de escuadra Barceló, entre los que se encontraban dos de nuestra brigada, Pablo y Sebastián, una circunstancia que nos alegró mucho a Pecas y a mí.
Por suerte, pues así lo preferíamos, mi inseparable compañero y yo fuimos embarcados en la fragata. No deseábamos navegar en aquella urca panzuda y lenta, aunque contara con 40 cañones, un caso excepcional en los buques de ese tipo. La escolta había sido asignada a última hora, lo que ralentizaría notablemente la navegación. Asimismo, presentaba una dificultad añadida ante la posibilidad de un enfrentamiento con el enemigo, al deber proteger el muerto, como lo llamaban los oficiales, dada la importancia de su carga. Sin embargo, debido a su buen andar[32] y facilidad de maniobra, eran las fragatas imprescindibles en toda escuadra, utilizadas normalmente en descubierta[33], así como muy útiles en la guerra corsaria contra el tráfico enemigo.
Aunque nos encontrábamos a bordo en situación de transporte, el segundo comandante, capitán de fragata Fernández de Melgarejo, nos recibió en el combés, para aleccionarnos sobre nuestra permanencia en el buque. Nos recordó la situación de guerra en la que nos halláramos, así como la posibilidad de encontrar en nuestra derrota naves enemigas. Por esa razón, nos asignó puestos concretos en la navegación, doblando a los correspondientes de los oficiales, así como los específicos para la situación de zafarrancho de combate. Fuimos alojados bajo el alcázar, en parecida situación a la vivida en el navío Vencedor.
Fue a bordo de la fragata donde tuvimos conocimiento de que la recuperación de la isla de Menorca se encontraba a punto de conseguirse, pues ya las tropas inglesas permanecían atrincheradas en su último reducto, el castillo de San Felipe, por lo que se esperaba su rendición definitiva en pocos días.
La fragata Santa Rufina había sido construida en el arsenal cartagenero en 1777. Acababa de finalizar su necesaria carena en uno de los diques, con lo que podría alcanzar su máxima velocidad. Esbelta de líneas, ágil y muy maniobrera, adolecía del problema habitual en esas unidades de nuestra escuadra, respecto a la inglesa: el escaso porte de sus 26 cañones, frente a los más de 40 que solían montar las británicas. Sin embargo, se había modificado el sistema, y las que se encontraban en construcción saldrían con un porte similar al del enemigo. Disponíamos de suficiente velocidad para evitar un choque conflictivo, según escuchaba a los oficiales, pero la rémora que significaba la escolta del muerto, nos hacía perder esa ventaja. Pecas despotricaba en la forma acostumbrada.
—¿Por qué hemos de dar protección a esa gabarra panzuda? Nos retrasará el viaje.
—Esa panzuda, como dices —alegué para discutir—, monta catorce cañones más que esta fragata.
—Pero se mueve como un oso barrigudo y sarnoso. Además, nosotros montamos piezas de a 24 y ellos no. ¿Y si avistamos a un navío inglés de 74 cañones?
—Mientras sea uno, le podremos hacer frente con las dos unidades, aunque la maniobra sea complicada. Pero no creo que les sobren muchos buques a los británicos, empeñados en la guerra con las provincias rebeldes americanas y contra los holandeses, sin contar con los escenarios bélicos del Canal de la Mancha, Gibraltar y Menorca, en su lucha contra España y Francia. Es extraordinario que una marina de guerra pueda soportar una exigencia de tal calibre.
—¿No deseas entrar en combate? —Me miró con sorna y ese aire de superioridad que solía emplear en sus bravatas.
—Más que tú, mini-guardiamarina. Pero no soy un loco. Ya tendremos ocasión de batirnos el cobre en esas lanchitas, no lo dudes. Hay que pensar en la misión encomendada y, según parece, en este caso lo importante es que la carga de la urca llegue a Cádiz.
—Estuvimos locos al apuntarnos a esas cañoneras. Está claro que el apellido Cisneros acabará conmigo. ¿Para qué te levantaste?
—¿Y tú para que me imitaste, sombra?
—Para protegerte —rió con alegría—. De acuerdo, no te enfades. Cambiemos de tema. ¿Sabes cuántos meses de haberes les deben a los oficiales de este buque?
—No creo que se lo hayas preguntado.
—Ya sabes que tengo el oído muy fino. La Real Hacienda no les suelta un simple escudo desde hace seis meses y, según parece, no tienen muchas esperanzas en que les lleguen con la necesaria prontitud. Algunos oficiales no bajan a tierra porque, sencillamente, no tienen medias de seda que ponerse. ¡Qué vergüenza!
—Tuvimos suerte en recibir los nuestros. Debió ser un milagro divino. De todas formas, hemos de cuidar el gasto, por si acaso.
—No te preocupes, que siempre tendré en mi camarote embutido y vino.
—Perdón, señor duque. Ya suponía que vuecelencia calmaría mi feroz apetito —hice una exagerada reverencia.
—Vete al infierno, Gigante de San Juan de Berbio.
—De acuerdo, pero saca un poco de ese chorizo tan rico.
Nos hicimos a la mar en la anochecida, posiblemente para evitar el anuncio de algún pesquero o cualquier otra indiscreción tan normal en nuestras costas. Una vez en franquía del puerto, manejamos rumbos de componente sur y oeste, para barajar la costa a corta distancia, gracias al viento de levante que nos facilitaba esa posibilidad. Por la noche monté guardia de cubierta, con lo que pude disfrutar de una bella anochecida, aunque el viento frío se metía bien dentro de la carne. Reducíamos el paño lo necesario, a intervalos, para no adelantar en exceso la marcha respecto a la urca, que se mantenía por nuestra amura de estribor, más cerca de la costa. En verdad que deprimía observar como levantaba su pesada proa, lenta como una tortuga.
Doblamos el cabo de Gata y la punta del Sabinar sin novedad. El comandante decidió entonces abrirse de tierra, para aproar directamente a Punta Europa, boca de entrada al estrecho de Gibraltar. Con esta medida, nos fuimos separando paulatinamente de la costa, con lo que reducíamos la distancia a navegar. La mar parecía desierta, sin una sola mancha a la vista, lo que convenía a nuestra misión de arribar a la bahía de Algeciras sin novedad. Por desgracia, el viento cayó hasta el mínimo nivel, con lo que sufrimos una desesperante encalmada de todo un día, durante el que nuestras velas parecían vencidas por el tedio y el agotamiento.
Amanecía el tercer día cuando volvimos a navegar con cierta soltura, entablado de nuevo el viento, ahora del sudeste, con el que todavía podíamos navegar con buen andar y en nuestra dirección, sin bordadas. La costa se había perdido en la distancia por la banda de estribor, cuando el serviola del trinquete dio el grito de rigor.
—¡Una vela por la proa!
El comandante ordenó que un guardiamarina subiera a la cofa para aumentar la información, suerte que recayó en Sebastián, provisto de un potente catalejo. He de reconocer que le envidié, porque me habría gustado trepar arriba y comprobar los detalles antes que nadie. Pocos segundos después se escuchaba su potente voz.
—¡Dos palos, velas cuadras y una gran cangreja! ¡Aparejo de bergantín! ¡De vuelta encontrada![34]
Como me encontraba situado en el alcázar, intentaba escuchar las conversaciones entre el comandante y los oficiales presentes aunque, de momento, se mantenían en silencio, en espera de una mayor información. Como única reacción por nuestra parte, se pasó señal por banderas a la urca, que navegaba por nuestra popa, del avistamiento, a la vez que se ordenaba reducir trapo en la fragata, para permitir el acercamiento de nuestra protegida. Se volvió a escuchar la voz de Sebastián.
—¡Se abre a estribor, ciñendo! ¡Dieciséis a dieciocho cañones! No se le aprecia el pabellón[35].
—Se trata de un bergantín inglés con toda seguridad —murmuró el comandante, mientras desplegaba su catalejo en la dirección señalada—. Incluso puede ser alguno de los dos que nos apresaron el año pasado y que basaron en el puerto de Mahón. Esos rufianes no presentan su pabellón hasta última hora. De todas formas, no es de preocupar.
—Pero deberemos marcarlo bien, mi comandante —alegó el segundo—. Será rápido y maniobrero, y puede intentar cañonear a la Santa Florentina si se nos despista. Tendrá algunos cañones de a 18.
—Incluso uno de a 24 en proa, muy común en las pequeñas unidades inglesas, aunque aumente su peso muerto de forma notable. Si se ven en aprietos y deben escapar, lo echan al mar sin contemplaciones —contestó mientras continuaba su observación—. Comunique a la urca que acortaremos la distancia con ellos y que se encuentre preparada.
Ya el bergantín se encontraba a la vista y, por fin, había izado en el pico de la cangreja el pabellón de la Royal Navy[36]. Llegó a situarse hasta las mil yardas de nosotros, dando continuas bordadas. En una de las ocasiones, el comandante ordenó disparar una andanada con los cañones de a 24 de la batería de babor, aunque quedaron cortos en distancia. Por su parte, el inglés disparó con su cañón de proa, una bala rasa cuyo pique formó una pequeña columna de agua a pocas yardas de nuestro costado. Debía querer demostrar que también montaba artillería gruesa. A continuación se separó nuevamente. Dada su mayor velocidad, era libre de escoger su propia línea de acción. Fue entonces cuando me tocaron en el brazo y descubrí a Pecas, con la emoción reflejada en su rostro.
—Es la primera vez que nos disparan, Gigante. Una nueva experiencia aunque, en esta ocasión, ese bellaco no nos tocará.
—Ya vendrán tiempos distintos, con andanadas de cincuenta balas sobre nuestras cabezas. Por esta vez, no entraremos en combate.
—No te fíes. Ese bergantín es poderoso y veloz. Intentará disparar contra la urca.
—Nuestra protegida lo puede mandar al infierno con su artillería —contesté decidido.
—Depende de dónde se sitúe, como bien sabes. Nos retrasará más todavía la marcha, porque tendremos que dar vueltas alrededor de la Santa Florentina, si el inglés le viene de popa.
—Supongo que desistirá ante la imposibilidad de su ataque. Es mucho bocado para él.
Pero no desistió. El bergantín continuó todo el día en nuestras cercanías, especialmente por la popa de la urca, lo que nos forzaba a continuas maniobras para ocupar posición entre ambos, con el consiguiente cansancio de la dotación. En estas condiciones se alcanzó la anochecida. Aunque se ordenó a los dos buques oscurecerse por completo y apagar las luces de navegación, excepto la de nuestra popa como referencia para la urca, la luna salió en todo su esplendor, con lo que las siluetas se recortaban en la zona del horizonte donde aquella rielaba.
Acabé la guardia de babor a las dos de la mañana, por lo que me dejé caer en el catre muy cansado. Me había mantenido las tres últimas horas junto al oficial de navegación, mientras el comandante paseaba incansable por el alcázar, desconfiando de la situación. El bergantín inglés gozaba de cierta ventaja, ya que el azimut de la luna coincidía en aquellas horas con nuestro rumbo, con lo que disponía de buena visión de nuestras unidades, mientras era difícil distinguir sus movimientos. Quedé profundamente dormido, pensando que el próximo día podríamos avistar el estrecho de Gibraltar, donde se despejaría mi futuro.
Creo que llevaba un par de horas sumido en el más dulce de los sueños, aunque me parecieran unos pocos segundos, cuando me sobresaltó el toque a rebato de la corneta, que llamaba a la situación de zafarrancho de combate. En el tumulto entre mis compañeros, en espacio tan reducido, caí dos veces y pisé más de un pecho, con el ánimo de dirigirme a mi puesto en la batería de estribor en el menor tiempo posible. Trepaba por la escala cuando escuché el retumbar de la primera andanada. Al salir a cubierta, el aire olía a pólvora quemada, un aroma del que disfruté con generosidad a lo largo de los años. Intenté orientarme con rapidez.
Debíamos reconocer que el comandante inglés del bergantín era valiente y osado. Por fin, había encontrado momento y situación oportuna para colocarse a popa de la urca y dispararle con toda su batería a menos de seiscientas yardas. Nuestro buque reaccionó con rapidez. Se ordenó una salva a ciegas, en dirección de los fogonazos, a la vez que la urca caía a babor para disponer su artillería en sector de tiro. Pero cuando la Santa Florentina abrió fuego, ya se alejaba el inglés con premura. Los movimientos se intuían porque, envuelta la luna entre ligeras nubes, la oscuridad era casi absoluta.
Una vez en mi puesto, nos mantuvimos con la batería preparada aunque no volvimos a disparar. Según supimos al clarear el día, la urca había recibido algunos impactos aunque, por fortuna, no había sido dañado el timón, como buscaba el inglés. Poco después comenzó la amanecida, con lo que pudimos divisar al bergantín por nuestra popa, aumentando la distancia. Por fin, debió decidir que era empresa imposible, por lo que enmendó el rumbo hasta perderse de vista por nuestra estela.
Sin más contratiempos, aquella misma tarde embocamos el estrecho gibraltareño, con fuerte viento de levante. Pude observar la Roca inglesa, ese pedazo de tierra por el que tantos españoles, algunos de ellos compañeros míos, encontraron la muerte. Observé como ondeaba la Union Jack[37] en lo más alto del castillo árabe, lo que me hizo sentir indignación al pensar que aquel trozo de España se mantenía en manos enemigas.
Al abrirse la bahía de Algeciras por nuestro costado de estribor, caímos hacia dentro, a la vez que una fragata y dos jabeques españoles, de escolta en aquellas aguas para impedir el abastecimiento de la plaza, nos saludaban de acuerdo a la ordenanza. Bien metidos en la bahía, y al resguardo de nuestras baterías instaladas en la costa, fondeamos el ancla, acción que seguía nuestra protegida poco después.
Ya entraba la anochecida al galope tendido, por lo que el comandante decidió esperar a la mañana siguiente para llevar a cabo las visitas de rigor, así como proceder al desembarco de personal y material destinado a las fuerzas del bloqueo, antes de continuar su marcha hacia Cádiz. Como el viento volvió a caer a cero y la situación era tranquila, esa noche nos libraron de guardia a los guardiamarinas. Fue una velada agradable. Atacamos las vituallas de Pecas y charlamos en cubierta con nuestros compañeros, analizando las posibilidades que se nos abrirían a partir del día siguiente.
Me dormí inquieto, sin comprender qué motivo lo originaba. Ya me veía en las débiles cañoneras, sin conocerlas, mientras un intenso rumor se agitaba por mis venas. Tan solo el rostro de Cristi llegó en mi auxilio, para concederme el sueño con placidez.