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Estudios y prácticas

Aunque la mayor parte de mis compañeros protestaban cada día por la dureza y rigor de la vida a la que nos veíamos sometidos, les aseguro que disfruté de aquellos meses con absoluta intensidad, de tal forma que el tiempo transcurría tan raudo que no me permitía analizar con suficiente holgura los pronunciados cambios a los que me veía abocado. Sin embargo, la sensación principal y básica, que llegó a dominar las restantes, era la de saberme capaz de mi propio destino, el constatar con verdadero placer que todas las dudas que revolotearon en mi cerebro durante semanas, sobre mi posible insuficiencia ante la empresa que abordaba, eran infundadas. No solo no me veía inferior a mis compañeros sino que, por el contrario, podía asegurar que sobresalía entre ellos en la mayor parte de las materias, incluida aquella que se apareció al principio como casi insoslayable: la de ser un auténtico caballero. Tanta era mi satisfacción personal que los tristes pensamientos que me abatieron por las noches en los primeros días, cuando recordaba estampas de mi lejano hogar, se fueron disolviendo, poco a poco, aunque siempre siguieran presentes en mi memoria.

Las clases teóricas eran asequibles, aunque fuera imprescindible dedicarles el tiempo necesario para no verse atrasado en su desarrollo. En cuanto a los ejercicios físicos, destacaba en tiro y esgrima, salvo algunos problemillas en la modalidad del florete, por esa manía del instructor de cambiarme la empuñadura a la italiana, aprendida de don Melchor. He de reconocer, sin embargo, que mi punto flaco era la danza en todas sus vertientes, donde me movía como oso engolfado, según las palabras del profesor, un figurín de corte del que solíamos mofarnos a sus espaldas. Era en esa materia donde, por el contrario, más brillaba Santiago de Cisneros, que se movía como ligera peonza por el entarimado, ese pequeño caballerete que no solo se había convertido en mi protegido y gran amigo, sino que actuaba como la sombra de mi cuerpo a todas horas del día. Lo cierto es que las relaciones con los compañeros eran inmejorables, aunque algún cadete de otra brigada me torciera el gesto a destiempo, sabedor que era el líder de la mía.

Pasamos el período de clausura con rapidez, sin que me preocupara el hecho de permanecer acuartelado noche y día. Pronto acometimos nuestras primeras lecciones en la mar, un momento esperado del que disfruté con largura. Siempre recordaré el primer día, cuando nos desplazamos al Cuartel de Moros y Presidiarios, en cuyo muelle, continuación del Arsenal, se encontraba la embarcación que utilizamos con más asiduidad en las primeras clases.

Se trataba de una vieja goleta, un tanto especial. La embarcación era rasa y fina de líneas, e incorporaba dos palos aparejados con velas cangrejas[6], como corresponde a las de ese tipo. Sin embargo, con objeto de completar nuestra formación marinera, incorporaba masteleros[7] en sus palos, para largar gavias y juanetes. También, a veces, arbolábamos un pequeño palo de mesana, donde envergábamos otra cangreja, que denominaban como mesanilla. Aunque disponíamos de varios esquifes[8] y un pequeño quechemarín[9], era en la graciosa goleta, de nombre Ganadora, donde practicamos con más asiduidad nomenclatura naval y ejercicios marineros, amarrados en puerto los primeros días, hasta que decidieron que saliéramos con ella a la mar, bajo el mando de un teniente de fragata del Arsenal, que actuaba como profesor adjunto a la Academia. También nos auxiliaban un contramaestre y algunos marineros profesionales, que se mantenían ojo avizor ante nuestras posibles torpezas. Para aligerar su peso, habían sido desmontados seis de los ocho cañones de pequeño calibre que componían su armamento, con lo que su estabilidad era mayor.

Les aseguro que fue maravilloso el momento en el que, separados del muelle y bajo un ligero viento de levante, izamos la cangreja del palo trinquete y comprobamos, admirados, que la teoría era cierta y comenzábamos a navegar. En realidad se trataba del primer día de mar para los alumnos de la quinta y sexta brigada, esta última en la que me encontraba encuadrado. Mientras observaba fascinado como el viento henchía la vela y nos impulsaba con dulce suavidad, escuché el característico comentario de mi sombra que, como de costumbre, se mantenía a mi lado.

Gigante. ¿Estás seguro que este viejo cascarón nos mantendrá a flote? No me gustaría morir tan joven, sin herederos, devorado por los marrajos y toninas que, según dicen, siembran estas aguas.

—No seas aguafiestas, Pecas —este era el mote con el que, definitivamente, había sido bautizado mi buen amigo, siguiendo una costumbre habitual entre los guardiamarinas—. Esto es una maravilla y lo que, después de todo, deseábamos con más ardor. Me cuesta creer que no te sientas emocionado.

—La verdad, no mucho.

Mentía Santiago, como siempre, en aquella manía suya de criticar absolutamente todo, por mucho que le gustara. Pero ya lo conocía lo suficiente como para discernir cuando hablaba con propiedad. Izamos la cangreja del palo mayor poco después, debiendo dar una bordada en el mismo puerto para enfilar la punta de Navidad y salir a mar abierto. Una vez rebasada la Podadera, el teniente de fragata, un gallego bajito y rechoncho cercano a la treintena, que era el elemento más simpático y afable del profesorado, por no decir el único, nos retó a los cadetes a dar todo el trapo y marinar la embarcación sin su ayuda. Aceptamos con alegría el envite, con lo que me vi al mando del timón, una decisión general de mis compañeros que, sin embargo, me hizo tragar saliva varias veces para no reflejar el susto en mi cara. Largamos gavias y juanetes, dejándonos impulsar por el viento a un largo[10], ligeramente escorados. Debo reconocer que al comprobar que la goleta se dirigía de acuerdo al movimiento de mis brazos, me sentí instalado en la gloria celestial.

Navegamos durante tres horas, para alejarnos del puerto en dirección sudoeste. Relevábamos en los puestos a bordo cada quince minutos, dábamos y recogíamos el aparejo y, principalmente, virábamos una y otra vez por avante y en redondo, con el peligro del movimiento de las pesadas botavaras, que a punto estuvo de arrasar alguna cabeza despistada y arrojarla al agua. Regresamos a puerto sin novedad, cuando ya el sol comenzaba a declinar, con notable retraso en el horario, lo que con seguridad costaría algún disgusto al profesor adjunto, detalle que no parecía importarle mucho. Por primera vez, Pecas no protestó al desembarcar.

—Ha sido una experiencia fantástica, Pecas —me sentía realmente emocionado.

—Sí. Ha sido emocionante —hablaba con cierta desgana que no podía encubrir sus verdaderos sentimientos—. ¿Te has fijado lo bien que navegábamos cuando me encontraba al timón?

—Vamos, Pecas. Si a punto estuviste de lanzar a Pablo al agua en una de tus muchas guiñadas[11].

—Por supuesto. ¿Lo creías producto de la casualidad?

Como tantas otras veces, provocó mi risa. Se mantenía con su orgullo habitual, aunque era un buen muchacho que intentaba esconder su terrible timidez y algún oculto complejo con aquellas salidas de tono. Pero conforme lo fui conociendo más a fondo, descubrí que tras aquella coraza banal, poseía un corazón de extraordinaria bondad. Su relación con el resto de los compañeros fue mejorando de forma paulatina, hasta convertirse en una especie de mascota para nuestra brigada, por lo que era defendido por todos ante el resto de los cadetes.

Continuó nuestro curso y comenzamos a salir francos de paseo por las calles de Cartagena en los fines de semana, especialmente los sábados por la tarde. La verdad es que encontraba poco entretenido el pasatiempo, salvo cuando éramos invitados en alguna casa de las familias principales y podíamos gustar de gozosas meriendas, conque remendar el hambre que normalmente pasábamos en el cuartel. Aunque estaba prohibido, manteníamos alimentos en nuestros camarotes para aliviar la escasez del rancho, que comprábamos en una tienda cercana a la Academia. Yo regulaba el gasto de mi bolsa, pues aún no habíamos recibido paga alguna cuando finalizaba el segundo mes, aunque Pecas, harto generoso, gastaba a manos llenas sin concederle mayor importancia, una bolsa la suya que parecía no tener fin. Como norma, el joven caballerete rehusaba la mayor parte de lo que nos ofrecían en el comedor, amparándose después en su camarote, donde me obligaba muchas veces a acompañarle.

Conforma avanzaba el curso, preveía aprobar los exámenes generales sin mayores dificultades. Había superado con tenacidad los pequeños problemas habidos con la trigonometría en las primeras semanas, por lo que vislumbrada esperanzado el futuro. No ocurría así con otros compañeros, especialmente con Pecas, a quien espantaba la aritmética y la geometría, como si de perro sarnoso se tratara. Le ayudaba en lo que podía, aunque no veía muy claras sus posibilidades. Para colmo de males, era arrestado en diversas ocasiones por falta de aplicación, con lo que puntuaba negativamente en su expediente personal.

Finalizaba el segundo mes cuando sufrí el único roce serio con un compañero y no por mi culpa. Tuvo lugar durante la clase de esgrima. Se trataba de Pascual de Haro, un mocetón de Vizcaya con hechuras parecidas a las mías, malencarado y bravucón en exceso. Tirábamos a sable, mi especialidad, cuando en uno de los enganches cruzados, me pisó la bota a la vez que empujaba con fuerza, hasta hacerme rodar por el suelo. Era la segunda vez que me buscaba las cosquillas, así que me levanté dispuesto a todo, en una de las pocas ocasiones en las que perdí el control. Por fortuna se interpuso el profesor, que nos arrestó a ambos con privación de salida en el próximo fin de semana, por manifiesta falta de decoro y compañerismo. Cuando, siguiendo la norma habitual, nos pedimos las excusas reglamentarias y cruzamos nuestras miradas, quedó claro que aquella apuesta estaba sin rematar.

Pero, en general, continuaba mi vida redonda y feliz. Por fin conseguí escribir a mis padres de forma segura, sin que nadie pudiese reconocer a quien dirigía la misiva. Para ello me ayudé de uno de los barrenderos contratados en la Academia, al que debí sobornar convenientemente. Fue una temeridad por mi parte pero creo que mereció la pena el riesgo porque, por fortuna, salió bien la maniobra y debió producir una tremenda alegría entre los que tanto me añoraban.

Durante el tercer mes comenzamos las prácticas a bordo del Vencedor, con el buque amarrado en el muelle de levante del Arsenal Militar. Se trataba de un navío de dos puentes y 68 cañones, cuya simple visión imponía al más bragado. La primera vez que nos enfrentamos a él, me trajo a la cabeza la idea de una catedral flotante. Cuando lo observábamos desde el muelle, nos parecía imposible que aquella mole con tres enormes palos[12] que se perdían entre las nubes, pudiese navegar mecida por el viento. Ya mostraba suficientes costurones y barbas de escaramujo, encontrándose pendiente de una gran carena, razón por la que estaba asignado a las prácticas de la Academia en aquellos meses. Había sido construido en el Arsenal de El Ferrol en el año 1755, por lo que ya contaba con bastantes quinquenios en sus cuadernas.

A bordo del Vencedor, atracados en puerto, simulábamos toda clase de maniobras, ocupando cada uno de los puestos de la dotación, hasta los de artilleros. Era una de las pocas ocasiones en que nos encontrábamos todos los componentes de la Compañía en el mismo cometido. Cualquier imprevisto detalle me parecía fantástico y novedoso, aunque llamó mucho la atención entre los cadetes novatos, y erizó mi piel con hondura, la primera vez que disparamos uno de aquellos pesados cañones de a 24, que se montaban en la andana baja, cuyo retumbar dejó nuestros oídos con extrañas músicas durante algunos minutos. Aunque lo temí durante los primeros días, acabé por disfrutar mientras trepaba por la jarcia hacia la cofa[13] y de allí, o más arriba, saltar a las diferentes vergas[14], desde donde se largaban o aferraban las velas. Todos esperábamos el prometido día de salir a la mar en aquel mastodonte de los mares, aunque también nos imponía la idea de ser incapaces de cumplir con ese cometido.

Aparte de la vida en la Academia, que absorbía todos los minutos de nuestra vida, periódicamente nos narraban, durante las horas dedicadas a la Historia Naval, los hechos más significativos de la guerra que se mantenía contra la Gran Bretaña, así como el sitio de Gibraltar en el que estábamos empeñados desde el verano de 1779, bajo el mando del jefe de escuadra don Antonio Barceló, de quien tantas bravas historias se narraban. Todos deseábamos entrar en combate y hundir algún navío inglés, empresa en la que centrábamos muchos de nuestros sueños.

Nos deslizábamos en la segunda mitad del tercer mes cuando, al finalizar los ejercicios de la tarde, el Ayudante de la Academia nos reunió en la Sala General, para anunciarnos que al día siguiente saldríamos a la mar en el Vencedor. Se preveía una navegación aproximada de tres días de duración, lo que constituía una maravillosa excepción a nuestra rutina. Después, y con extrema minuciosidad, fue estableciendo los diferentes puestos a ocupar en el buque durante las prácticas. La verdad es que sentí una emoción tan grande al escuchar la noticia, que apenas pude dormir aquella noche. Para celebrarlo, Pecas me hizo acudir a su camarote tras el toque de silencio, donde para mi sorpresa descorchó una frasca de vino, artículo prohibido en el Cuartel y que tan solo en el rancho de los domingos nos dejaban probar. Pero Pecas era así y todo parecía posible en su persona. Invitamos también a Sebastián, un madrileño que ostentaba el título de Marqués de Fuentidueña, aunque era sencillo y noble como el que más. Bebimos la frasca entre chascarrillos, sin faltar las críticas del anfitrión a la nueva faceta que abordaríamos al día siguiente.

—Bebamos con gusto de este noble caldo, rojo como nuestra sangre, por si acaso es la última vez que podemos hacerlo —hablaba con su gracejo habitual, mientras elevaba su delgado brazo hacia el cielo—, porque esa vieja carraca llamada Vencedor, difícilmente sobrevivirá a la Compañía de Guardiamarinas de Cartagena.

—No bebamos demasiado, aunque este vino lo merezca —intervino Sebastián con su prudencia habitual—, que la mar está muy picada y, según dicen los viejos marineros, el vino estancado se agria en el estómago con los bandazos.

—Tiene razón Sebastián.

—Vamos, Gigante. Estoy seguro que, con tu tamaño, no te emborracharías ni con una barrica en tu estómago —Pecas idealizaba de tal forma mis posibilidades, que me creía capaz de las más extraordinarias hazañas—. Pero os repito que con toda la Compañía embarcada, no sobrevivirá ese viejo navío, en especial cuando la segunda brigada del demonio se encuentre a la rueda del timón.

Comentaba Pecas a menudo nuestra rivalidad con la segunda brigada, a la que solíamos enfrentarnos en los duelos y enganches marineros.

—Hay muchos cadetes de gran fortaleza en esa brigada —apunté precavido—. No es mala en conjunto y varias veces nos hizo morder el suelo.

—Son unos mequetrefes infames —insistía Pecas—. En especial ese Pascual de Haro que te mira con malos ojos. Un día lo retaré a duelo.

—No necesito de tu ayuda, Pecas, aunque te la agradezco —comenté sonriendo, mientras Sebastián reía a borbotones—. Sé que tarde o temprano acabaré a puñadas con él, si no cambia su actitud. Pero es norma de caballeros, en casos parecidos, aguantar el chaparrón en persona.

—No te preocupes por ese bravucón, Gigante. Se le escapa todo el aire por la boca. Estoy seguro que lo reventarás al primer mamporro —insistió Pecas, dando el problema por zanjado.

—Más nos valdría a los dos evitarlo.

A pesar del vino, dormí poco por la emoción, lo que me obligó a dar vueltas y más vueltas en la cama, durante algunas horas. Desde que, siendo un niño, leí aquel libro de navegaciones en mi casa, había soñado con navegar por alta mar en uno de aquellos hermosos navíos de línea. Al día siguiente vería cumplido ese lejano sueño y pensaba aprovechar cada minuto de esa inolvidable experiencia. Sin saber por qué, el rostro de mi padre se presentó de golpe en mi cerebro, sonriéndome con ternura. Sentí cierta añoranza a la vez que una extraña impotencia, al comprender la imposibilidad de que pudiera observar aquel momento tan esperado. Estoy seguro que habría estado orgulloso de mí. Por fin, con imágenes familiares, mezcladas con la silueta del Vencedor, pude caer en el sueño que necesitaba.