12

RESIDENCIA del SSI, Berlín

—Esto no va a convertirse en una investigación —dijo Bret, que estaba de pie al extremo de la mesa del comedor de la residencia de Frank Harrington.

Tenía apoyados ligeramente los dedos sobre la pulida superficie, de modo que los reflejos parecían grandes arañas rosadas. Detrás de mí oí que Frank Harrington daba un hondo suspiro. Werner, sentado a la mesa justo enfrente de mí, se encogió unos centímetros dentro del cuello de la camisa. Tenía un aspecto fatal. No tenían que haberle dado el alta en la clínica. Los demás también tenían un aspecto sombrío. Todos sospechábamos que Bret tenía intención de que aquello se convirtiera precisamente en una investigación.

—Esto no es oficial, y nada de lo que se diga aquí constará en acta.

Bret esbozó una sonrisa con aire severo. Tenía la chaqueta colgada en el respaldo de la silla y se había desabrochado el chaleco. La experiencia me había enseñado que aquella aparente dejadez era mala señal; solía ser un aviso de que Bret estaba inquieto y se sentía beligerante. Mientras nos miraba a todos añadió:

—Ni siquiera se recordará. Ya comprenderéis que ésta es una reunión secreta.

Bret se sentó. Dicky Cruyer se tocó la muñeca con los dedos para mirar el reloj. A petición de Bret, Dicky se había quedado en Berlín para asistir a aquella reunión. Quería que todos supiéramos que tenía asuntos urgentes y apremiantes en otra parte. La vestimenta de Dicky últimamente había tomado un giro náutico: un suéter azul oscuro de marinero Guernsey y un pañuelo de lunares rojos atado al cuello. Estaba sentado bien retirado de la mesa, con un lápiz de madera muy afilado en la mano. Tenía la cabeza ladeada y los ojos fijos, como un gorrión cuando escucha a ver si se acerca algún lejano depredador. Augustus Stowe también estaba allí, hinchado a reventar de impaciencia e importancia. Corrían rumores de que estaba tratando de hacer arreglos para cambiar el puesto con Dicky. Delante de cada asiento había un bloc de notas y un lápiz. En una mesita situada a mi espalda había una bandeja con vasos y una botella de agua mineral con gas para quienes quisieran tomar ese refresco tan espartano. Nadie quiso. En el centro de la mesa había dos macetas a las que habían metido en casa para que pasasen el invierno. No tenían flores, sólo hojas verde oscuro. Iba a ser una de aquellas sesiones que Bret llamaba «informales» porque él realmente no sabía que para todos los demás aquellas conversaciones en lenguaje rudo, con Bret en el asiento del conductor, eran paseos con guante blanco.

Como si Bret lo hubiera organizado todo de antemano, la tensión que había creado aquel semblante suyo tan serio se relajó durante unos instantes mientras se servía el café y pasaban una bandeja de galletas digestivas. Componente esencial de la dieta del inglés, las diferentes clases de galletas digestivas, unas con tosco contenido de avena, otras finas y otras con una gruesa capa de chocolate puro o con leche, son tema de animada conversación en casi todas las reuniones departamentales de cualquier tipo. Y a veces es el tema más memorable.

—Estamos contemplando un éxito actual —comenzó a decir Bret continuando con el papel de líder desde el lugar que ocupaba en la silla. Nadie habló y él prosiguió—: Todos estamos enterados de algún aspecto del plan a largo plazo en el cual Fiona Samson tuvo una parte vital. Puede que ninguno de vosotros conozca la historia completa, y así es precisamente como debe ser. —Bret rechazó las galletas con un gesto de la mano, se sirvió crema en el café y bebió un poco. Su descortés confianza en sí mismo con respecto a las galletas digestivas revelaba sus orígenes transatlánticos—. Pero hubo algunas pequeñas dificultades... pequeñas dificultades y tragedias. No voy a mencionar nombres, y tampoco quiero repartir las culpas, pero sé que algunos de vosotros habéis atisbado ciertos episodios feos. Y muchos otros quizá los hayáis adivinado. Algunos de vosotros os habéis hecho preguntas para las cuales no tenéis respuesta. Quiero expresar lo mucho que agradezco la confianza y la dedicación que habéis puesto en el Departamento ante esa dolorosa duda.

Todos los allí reunidos guardamos silencio. Era una oportunidad para que cada cual se preocupase en privado. Dicky empezó a morderse las uñas. Cogí otro par de galletas mientras razonaba que quizá la bandeja no volviera a pasar por mi sitio.

—Pero las cosas salieron mal —continuó diciendo Bret—. Cuando hay que trabajar sobre el terreno nos tenemos que enfrentar al desastre y aprendemos a vivir con él. Pero cuando la responsabilidad de los fallos llega hasta Londres, cuando la catástrofe en que se convierte cualquier operación se debe a fallos en la manera de proyectarla, e incluso a una estrategia fundamentalmente equivocada, tenemos que reconocer que la culpa está allí donde se originó: en la Central de Londres.

Bret bebió un poco de café y nos dejó recobrar el aliento, aclararnos la garganta y preguntarnos adonde querría ir a parar. Frank alargó la mano un poco para empujar un posavasos hacia Augustus Stowe, que estaba a punto de poner la cafetera antigua de plata directamente sobre la pulida superficie de la mesa. Para Bret estaba bien hablar de los desastres de Londres. Bret había estado residiendo en California, donde nos había tomado declaración a Fiona y a mí el tiempo suficiente para permanecer fuera de la línea de fuego. Había elegido justo el momento apropiado para regresar y asumir el papel de fiscal, juez, jurado y también de oficial de libertad condicional. Pero nadie expresó en voz alta nada de eso. Todos nos pusimos a masticar nuestras galletas digestivas, engullimos el café y estuvimos pensando en nuestras cosas en un silencio que fue roto sólo por los murmullos rituales que se producen cuando se bebe café.

Si no hubiera sido porque Bret empezó a hablar de nuevo, creo que todos nos hubiéramos quedado allí sentados, inmóviles y sin hablar.

—Sé que no hay nadie en esta habitación que pueda negar con sinceridad que tiene una deuda de gratitud con Silas Gaunt. Silas nunca ha perseguido la gloria. Nada nos muestra con más claridad el carácter de ese hombre que el modo en que se marchó del Departamento sin reconocimiento de ninguna clase. Ni se le nombró caballero, ni se le dio la medalla de Caballero del Imperio Británico, ni siquiera se le entregó la carta estándar de recomendación que les damos a los empleados de categoría inferior. Y, sin embargo, no hay duda de que con un poco de cabildeo habría obtenido el reconocimiento que merecía. Pero como quizá todos sepáis, o quizá no, Silas Gaunt pidió que no se le diera nada para poder continuar en cercana asociación con el Departamento. Y, por razones obvias, el Departamento tendría que cortar toda conexión con cualquier ex empleado honrado. —Mientras Bret respiraba hondo se oyeron algunos sonidos evasivos procedentes de los reunidos—. Y, sin embargo, Silas ha estado trabajando para nosotros, y muy de cerca. Incluso continuó trabajando cuando ya estaba viejo y mal de salud. Ha sido culpa de todos. Docenas de personas mantenían contactos regulares con él. Cualquiera de ellos podría haber dicho basta. Cualquiera de ellos podría haber señalado que Silas ya no era el estratega omnipotente de largas miras que había sido en otro tiempo. Pero Silas nunca se contentó con glorias pasadas, sino que siempre estaba mirando al futuro. Retrospectivamente es evidente que Silas Gaunt pensó que el Departamento estaba languideciendo y moviéndose cada vez más hacia atrás en nuestra guerra particular con los soviéticos. Decía que no habíamos sabido mantenernos al día. Me lo dijo a mí, se lo dijo a todos aquellos sobre los que podía influir. Por desgracia no distinguía entre estar al día y hacernos más operativos. Nuestro papel tradicional de recoger información y nada más se convirtió a sus ojos en una restricción insoportable. Quería que el Departamento tuviese un papel más activo, aunque eso significase que fuera más violento.

Bret colocó las manos en posición de oración y se recostó en el respaldo durante diez segundos para dejar que pensáramos en lo que acababa de decir. Bret había llegado todo lo lejos que podía llegar, más lejos de lo que yo había oído en mi vida llegar a un alto funcionario cuando se trataba de personalizar los defectos del Departamento.

—Ahora he puesto en juego algunos frenos y determinados equilibrios que harán imposible que esto vuelva a suceder —nos aseguró Bret—. Ni siquiera los altos cargos podrán dar instrucciones de manera extraoficial a nadie comprometido en una tarea que pudiera ser operativa. Los contactos de Silas Gaunt con el Departamento se han cortado ya... se han convertido en cosa del pasado. Hemos eliminado cualquier resto que quedase de todas aquellas estratagemas a las que Silas Gaunt tenía acceso. De manera que ahora empezamos de nuevo.

Bret nos miró a todos para ver cómo habíamos recibido su monólogo. Augustus Stowe se removió en la silla como si tuviera un calambre. Era difícil saber a ciencia cierta cuántos de los presentes comprendían plenamente lo que Bret nos estaba diciendo. Werner parecía medio dormido, probablemente como resultado de los calmantes que estaba tomando. Frank no paraba de manosear con ansiedad las hojas de las plantas que habían metido dentro de la casa para que pasasen el invierno. Creo que había notado que había un poco de pulgón. Dicky estaba sentado con ambas manos en los bolsillos del pantalón, como si estuviera resuelto a dejar de morderse las uñas.

—Bernard ha estado implicado personalmente en todo este episodio —afirmó Bret—. Bueno, nadie le culpa por quebrantar unas cuantas normas llevado por la necesidad de encontrar respuesta a ciertas preguntas que lo mantenían despierto por las noches. —Me dirigió una mirada y luego añadió—: Cuando fuiste a la rampa de Ziesar la semana pasada y encontraste el cuerpo en descomposición de Thurkettle, pusiste en su lugar la última pieza del rompecabezas irregular.

Todos se volvieron a mirarme.

—¿Y quién te ha dicho que yo estuve allí? —le pregunté con una voz aguda que se reservaba el derecho de negar que aquello fuera cierto.

—No te sulfures, Bernard. No es más que el procedimiento estándar. Werner tiene órdenes estrictas de mantenerme informado de cualquier acontecimiento grave que ocurra... No, no, no. Es un amigo leal tuyo, te lo digo yo. Pero también es un empleado leal del Departamento.

Werner me miró y se encogió de hombros. Bret era consciente de que yo difícilmente podía enfadarme en un momento como aquél. No era el momento oportuno de golpear a Werner en la cabeza ni de empezar a discutir los detalles más finos del asesinato de Tessa. Y Bret lo había preparado muy bien. Nos tenía a todos convencidos de que su único deseo era sacar a la luz la verdad. Y allí estaba invitándome a decir lo que yo desease.

—Prettyman mató a Thurkettle —dije.

Bret titubeó largo rato y luego habló:

—Sí, ya lo comprendo. Pero... ¿puedes explicarnos por qué lo hizo?

—Prettyman no hizo más que lo que Silas Gaunt le ordenó que hiciera.

—Pero... ¿incluso matar?

—No hace tanto tiempo, tú me enviaste a Washington con el encargo de convencer a Prettyman para que volviera a Londres y se enfrentara a una investigación... se había extraviado dinero y Prettyman conocía el asunto.

—Después... —dijo Bret.

—Claro —le interrumpí—. Después todo se suavizó. No faltaba ningún dinero. Se trataba de fondos para sobornos. Era una explicación creativa a fin de autorizar dinero para las operaciones de Fiona en el Este.

—Pero ya veo que no te lo crees —apuntó Bret.

—Lo que hago es adivinar. Me parece que Prettyman se aseguró de que unos cuantos peniques acabasen en su bolsillo. Creo que Silas Gaunt se enfrentó a Prettyman con pruebas de ese delito, y utilizó esas pruebas para chantajearle y obligarle a hacer cualquier cosa que el Departamento necesitase hacer.

—Un momento —dijo Bret—. ¿Estás insinuando que a Prettyman se le tendió una trampa? Si eso crees, oigamos lo que tienes que decir.

Bret conocía perfectamente todos los trucos para presidir una reunión, y el truco número uno era permanecer en el lado de los ángeles.

—¿Si insinúo que Prettyman fue tentado, deliberadamente tentado, a robar para poder atraparlo? —le pregunté—. Sí, eso es lo que creo. Prettyman era un hombre perfecto para lo que querían: inteligente, rápido, sin escrúpulos y ambicioso. Sí, estoy seguro de que lo utilizaron como blanco. Pero tenía que haber una manera de cortar con él. Los chantajistas tienen que conceder siempre a sus víctimas un resquicio para que vean la luz que brilla al final del túnel.

—¿Y cuál fue en este caso?

—Siguiendo instrucciones de Silas Gaunt, Prettyman buscó a Thurkettle, un asesino a sueldo del que había oído hablar a sus amigos de la CIA, y organizó el asesinato de Tessa Kosinski. Prettyman acordó pagar personalmente a Thurkettle. Pero lo estaba esperando con una pistola y, cuando llegó el momento, en lugar de pagarle lo mató.

Bret emitió un extraño sonido antes de hablar.

—Eso quiere decir que un asesino a sueldo es tan estúpido que permite que su cliente lo mate. ¿Acaso un asesino a sueldo no sospecharía que su cliente podría querer matarlo? ¿Y no habría tomado precauciones al respecto?

—Pero Prettyman dejó bien claro que él no era más que el mensajero —le expliqué—. El dinero no era suyo, y tampoco era él quien había designado a la víctima. Prettyman era sólo el intermediario. Esa manera de trabajar le daría confianza a un asesino a sueldo como Thurkettle. Recuerda que, por lo que se sabe, Thurkettle siempre había trabajado para organizaciones. Así fue como Prettyman oyó hablar de él. Siempre le habían pagado debidamente y siempre había tratado con intermediarios. Uno no va y da un golpe para la CIA o para el gobierno británico y vuelve preocupado por si lo matan.

—¿Ah, no? —preguntó Bret.

—Bueno, si tío Silas se está volviendo loco, puede que sí —convine—. Pero ya conoces a Prettyman, era muy enclenque y parecía incluso más débil de lo que era. No es fácil pensar que un chupatintas pálido como él vaya a dispararle a un asesino a sueldo a sangre fría. A mí me costó bastante tiempo hacerme a la idea. Pero, desde luego, eso fue lo que hizo que todo se le pusiese tan fácil.

—Entonces, para ti la historia está completa, Bernard —dijo Bret.

—Casi —le respondí, y él hizo un movimiento con la mano para urgirme a que continuase hablando—. Siempre queda en el aire la manera de llevar a Tessa Kosinski al lugar de la Autobahn donde la asesinaron. Desde aquella fiesta en Berlín en la que estaba se trasladó en la furgoneta que yo conducía. Pero ¿cómo la convencieron para que subiera a ella? Yo hice todo lo que pude para que se bajase. El segundo misterio es cómo llegó a estar en Berlín, para empezar.

—Estaba con Dicky —me indicó Bret—. Eso es así, ¿no es verdad, Dicky?

Éste se irguió en la silla, un poco sobresaltado, y dijo en un susurro:

—Sí, Bret.

—¿Pero por qué? —insistí.

—Le ahorraré a Dicky el apuro de tener que revelar todos los detalles. A Tessa le regalaron dos billetes de avión de ida y vuelta de Londres a Berlín en primera clase. Se supone que iban acompañados de los saludos de la British Airways. Por si acaso era necesario algún aliciente más, un amigo suyo llamado Pinky recibió instrucciones de enviarle unas entradas muy solicitadas para la ópera. Y ese mismo fin de semana a Dicky se le dijo que asistiera a una reunión en Berlín. Dicky pasaba mucho tiempo con Tessa y todo salió redondo.

—Entonces..., ¿le ordenaron a Dicky que llevase a Tessa a Berlín? —insistí.

Bret miró a Dicky, cuya cara se puso de un rojo brillante.

—Sí —repuso Dicky.

Supongo que no podía decir otra cosa; estoy seguro de que Bret ya sabía la respuesta correcta.

—Eso todavía deja en el aire la pregunta de por qué subió a mi furgoneta —repetí.

Dicky, contento ahora de pasar a otro tema que no fuera la habitación de hotel que había compartido con Tessa, comenzó a explicarse.

—Eso fue una casualidad. Estaba muy colocada cuando subió a tu furgoneta. Intenté hacerla bajar, pero tú me diste un puñetazo en la cara, Bernard.

—Lo siento —me excusé—. La furgoneta se puso en marcha y se me escapó la mano.

Dicky nunca había mencionado hasta aquel momento mi único ataque sobre su persona. Había ocasiones en las que hasta había pensado que se le habría olvidado. Dicky decidió no seguir con el asunto.

—Pero poco después de que os marchasteis, ese hombre, Thurkettle, llegó a la fiesta. Se puso a buscar a Tessa por todas partes. Había quedado en que la llevaría de paquete en la moto. Cuando se convenció de que se había ido en tu furgoneta, subió a la moto y salió en tu persecución.

—Muy bien —intervino Bret—. Y ahora dinos, Bernard, ¿cuál era para Prettyman la luz al final del túnel?

—El Sueco estaba esperando a Prettyman en el avión con una caja que iba a resolver de una vez todos sus problemas. Aquél iba a ser el último trabajo que Prettyman haría para Silas Gaunt. Y lo fue.

—Y las pruebas de su conducta ilegal... ¿vas a explicarlas o qué?

—Tengo mi propia teoría acerca de lo que había en la caja —dije.

—Envié a Werner a buscarla —dijo Bret.

—Querrás decir que lo enviaste a robársela a la señora Prettyman —le corregí—. Y usó las propias llaves de Cindy Prettyman. Eso estuvo de miedo, Werner.

Werner sonrió. No le importaba lo sarcástico que me pusiera, pues él sabía que había sido una operación con éxito. Y era consciente de que si había que medir los puntos positivos, él tenía más que yo.

—Bernard sabe lo que hay en el archivador —explicó Bret con un matiz de sarcasmo—. El resto de los mortales tenemos que adivinarlo. Les pedí a los de Londres que buscasen el número de referencia en el registro, pero dicen que no hay constancia de que ese archivador haya sido expedido nunca.

Nunca habían expedido el archivador. Realmente inteligente, tío Silas.

—Entonces, ¿cómo vais a mirar lo que hay en su interior? —les pregunté.

—Vamos a romperle la cerradura —me explicó Bret—. Entonces veremos qué hay dentro. El viejo yanqui sabelotodo, ¿no es así como se me conoce?

Yo había dicho algo en esa línea a toda clase de personas de vez en cuando, así que no me encontraba en posición de negarlo entonces.

—Yo que tú no forzaría esa caja, Bret.

—Pues ya lo he hecho —me informó Bret con una sonrisa presumida—. Tarrant lo tiene en su taller. Estoy esperando a que lo suba aquí y nos enseñe lo que contiene.

—No, Bret, no —insistí.

Me puse en pie de un salto tan rápidamente que tiré al suelo la silla, que cayó hacia atrás, y la oí chocar contra la mesita que contenía la bandeja con los vasos. Todo el conjunto fue a parar al suelo en medio de un estruendo de vidrios rotos.

—¿Adónde vas? —me gritó Bret.

Como todas las casas viejas de Berlín parecidas, aquélla tenía una escalera en la parte de atrás para que los criados pudieran moverse por la casa sin estorbar. A aquella escalera se accedía por unas puertas sin pomos ni cerraduras, unas puertas diseñadas para armonizar con el decorado de la pared y para que no se notasen a primera vista. Yo conocía bastante bien aquella casa, por lo que pasé por la puerta y fui a dar al rellano situado en lo alto de una estrecha escalera de madera. No me esperaba encontrar a un anciano sentado con pose regia allí, en el rellano de los sirvientes del piso superior, que estaba lleno de corrientes de aire. Y aquel desconocido tampoco estaba preparado para mi súbita irrupción a través de la pared.

—¡Auu! —gritó el anciano al mismo tiempo que se ponía en pie de un salto.

Era la reacción al aterrizaje de una de mis botas sobre su rodilla artrítica, y al tirón de mi mano extendida, que se colocó con firmeza alrededor de su cuello.

No me detuve para estrangularlo. No había tiempo. Bajé corriendo por la escalera, y cuando ya estaba en el rellano siguiente caí en la cuenta de que el hombre con el que me había tropezado era el director general. Estaba sentado en una silla antigua, con una manta de lana sobre las rodillas y unos auriculares en las orejas. Había estado escuchando todo lo que Bret y los demás decíamos, por supuesto. ¡El director general en persona nos estaba espiando con micrófonos ocultos! De manera que así era como se hacía; y no le habían comunicado a nadie que el director general había venido a hacer una de sus contadas excursiones visitando aquel puesto avanzado del Imperio. El puñetero Frank y sus macetas. Y yo que creía que lo que había descubierto era que tenían pulgón.

Desde arriba me llegó un grito lejano mientras el director general se levantaba del lugar donde yo lo había dejado espatarrado en el suelo. Pero para entonces yo estaba bajando la escalera corriendo tanto como podía. El cerebro me había resucitado. Me pregunté qué estaba haciendo. ¿Por qué corría frenéticamente por toda la casa, tan preocupado por Tarrant? Yo odiaba y despreciaba a Tarrant. Siempre había mostrado una hostilidad altanera hacia mí y hacia todo lo que yo decía y hacía. Pero ¿cómo iba a detenerme allí mismo, en mitad de la escalera, y dar la vuelta para decirles a los demás que había cambiado de opinión? Recordé las palabras de Frank en una reunión anterior: siempre es mala suerte ser bueno haciendo algo que uno no quiere hacer... o en algo peligroso. Bueno, papaíto Frank, tú lo dijiste todo.

Bajé precipitadamente el último tramo de escalera, empujé las puertas y salí al vestíbulo. Resbalé en la alfombra y estuve a punto de caer al suelo. Luego, tras recuperar el equilibrio agarrándome a la mesa del recibidor, eché a correr por el salón e irrumpí por la puerta del jardín en un gran invernadero. Hileras de macetas estaban colocadas cerca de la luz y todo el lugar olía a cebollas y a manzanas que se almacenaban allí en invierno. Tiré de la puerta que daba al exterior para abrirla con tanta fuerza que el cristal se rompió. Y me encontré en medio del crudo aire frío del jardín. Seguí corriendo por la vereda y rodeé una carretilla, mientras el hielo y la grava rechinaban y crujían bajo mis pies.

—¡Tarrant, deténgase! —grité sin dejar de correr.

Abrí violentamente la puerta del santuario de Tarrant, quien se encontraba de pie ante el banco de trabajo. Tenía una mano levantada mientras bajaba la palanca de un taladro eléctrico con intención de hacer otro agujero en el archivador de acero que estaba sujeto en el torno.

Agarré a Tarrant por los hombros y le di la vuelta. Luego utilicé ambas manos para agarrarlo por la cintura, empujarlo por la puerta y sacarlo al jardín. Salió despedido, tocando apenas el suelo con los pies. Yo salí detrás de él sin dejar de pensar en todo el tiempo lo tonto que iba a parecer si mis cálculos resultaban erróneos.

Pero no hacía falta que me preocupase por eso. Al tiempo que Tarrant y yo caíamos sobre el césped cubierto de escarcha y rodábamos sobre la nieve, mientras él protestaba a gritos, se oyó la explosión.

El cuarto de juegos de ladrillo que tenía Tarrant era justo lo que el Semtex necesitaba. Sirvió para sujetar lo suficiente la fuerza de la explosión y para producir un estruendo que resonó por todo el vecindario. La puerta del taller ya estaba abierta, pero la fuerza de la explosión la arrancó de las bisagras y la lanzó por la hierba como una rueda rectangular. La ventana desapareció en medio de una llamarada roja y se convirtió en un montón de vidrios rotos y leña.

—Oh, Dios mío —gritó Tarrant—. Me muero.

Me quedé donde estaba sobre el suelo frío. Ahora que todo había pasado me di cuenta de que estaba tiritando, y no era del todo debido al frío. También sentí una poderosa necesidad de vomitar. Enfadarme y comenzar a insultar a Tarrant me permitió vencer aquellos síntomas.

—¿Cómo lo has adivinado? —me preguntó Bret después que me hube tomado una buena dosis de alcohol y hube permitido que el médico de cabecera de Frank me examinase.

Estábamos solos Bret y yo. Y no nos hallábamos sentados cerca de ninguna maceta de Frank.

—No había otra explicación.

—Ah, sí, lo de Sherlock Holmes: cuando has eliminado lo imposible, la explicación improbable que queda debe de ser la correcta.

—Algo así —acepté.

Bret no era admirador de Sherlock Holmes; su tema favorito de lectura eran las páginas de deportes del International Herald Tribune.

—Pero ¿por qué esperar tanto antes de confiárnoslo? —quiso saber.

Estaba afligido. A Bret se le daba bien ocultar las emociones, pero siempre le consternaban las oleadas de violencia que traían el contrapunto discordante a la armonía formal de la vida de despacho en Whitehall.

—Necesitaba saber quién más estaba al tanto del secreto —le expliqué—. Tenía que ver cómo Werner, Frank y tú veíais cómo se deshacía todo. Y quería ver cómo reaccionabais todos ante la perspectiva de abrir el archivador. Quería averiguar quién estaba metido en esto con Silas.

—¿Y lo has averiguado?

—Bueno, al salir me topé con el director general —le confié en un susurro.

Bret reconoció aquella broma con una de sus conocidas sonrisas vacilantes.

—¿Sabía Prettyman lo que había en la caja?

—Eso me pregunto. Debía de tener alguna clase de preocupación al respecto. Pero ¿qué podía hacer?

—Podía tener esperanzas de que su esposa lo forzase —me sugirió Bret.

—Es tentador pensar que quería que ella lo robase y lo abriera a la fuerza. Pero cuando ves lo difícil que resultaba abrirlo sin llave, queda claro que si a alguien le estallaba al abrirlo, no sería a la señora Prettyman sino a algún desgraciado técnico de Bruselas. Y no estoy seguro de que Prettyman intentase eso con su ex esposa. Ya me sorprendió que encontrase el valor de matar a Thurkettle.

—Bueno, las ex esposas a veces generan unas motivaciones a ese respecto considerables —comentó Bret, que había sufrido de angustia crónica por su ex esposa—. ¿Y qué fue lo que lo hizo explosionar? Tarrant llevaba peleándose con el archivador media hora.

—Alguna clase de fusible compuesto. Un temblor no hubiera sido apropiado. Tenía que ser un fusible que pudiera soportar un tratamiento brusco. Yo apuesto a que se trataba de un fusible sensible a la luz: una célula fotoeléctrica preparada de tal manera que la luz la activase.

—Nunca había oído hablar de un artilugio así.

—La Luftwaffe los utilizaba ya en las bombas de tiempo retardado que dejaron caer sobre Londres durante la guerra. Las ponían en el circuito de demora como respaldo. Si el fusible de tiempo fallaba, el que era sensible a la luz haría explosión cuando el equipo de retirada de bombas la desmantelase para ver el interior.

—¿Un fusible secundario?

—Dos fusibles estarían muy en armonía con el propósito del invento.

—¿Sí?

—Estaba diseñado para asegurarse de que el Sueco, su avión y Prettyman desaparecieran para siempre. Con Thurkettle ya muerto, eso habría eliminado cualquier posibilidad de que la verdad saliera a la luz.

—Silas Gaunt —comentó Bret con tristeza—. Bueno, hablemos claro. Silas Gaunt organizó el asesinato de Kosinski y el de Thurkettle. Y luego quiso asegurarse de que los asesinos estuvieran todos muertos también. Fue casi el perfecto...

—¿El crimen perfecto? —apunté.

—La solución perfecta —afirmó Bret.

—¿Qué pasará ahora?

—Bueno, nadie salió herido —me recordó Bret—. ¿Qué quieres que pase? ¿Quieres demandar tú a Silas Gaunt? —me preguntó en tono cáustico.

—Él no fue el único —le expliqué—. Simplemente es el único que cargará con la culpa. Le echarán encima a Silas Gaunt todos los errores y crímenes que ha cometido el Departamento. Lo mismo hicieron con mi padre.

Bret no discutió mi veredicto.

—Nunca lo soltarán.

—Creo que él ya lo sabe —comenté.

—Está gravemente perturbado —me aseguró Bret.

—Pues cuando yo lo vi me dio la impresión de que estaba muy en sus cabales.

—Ya lo sé. A veces parece absolutamente normal. Nadie sospechó la verdad durante mucho tiempo. Simplemente perdió toda noción del bien y el mal. En algunos aspectos, yo culpo al director general. Le puso demasiadas cosas sobre los hombros a Silas Gaunt en una época en la que éste tendría que haber estado descansando y recibiendo asistencia psicológica.

—Me dijiste que querías verme, Bret —le recordé—. ¿Querías decirme algo más?

Bret me miró de un modo muy solemne y dijo:

—El fin de semana pasado le pedí a Gloria que se casara conmigo.

—Felicidades, Bret.

—Me contestó que sí.

—Eso es estupendo.

De manera que aquella expresión de sus ojos no se debía a que comiera demasiado azúcar.

—Así son las cosas, Bernard. Nada de fines de semana en hoteles en el campo, nada de andar viéndonos a escondidas. Quiero que ésta sea la única cosa que yo haga justo como es debido. Amor y cariño. Para lo bueno y para lo malo; y fueron felices y comieron perdices, y todo eso. —Se miró las manos. En lo que probablemente era una señal significativa de lo que tenía en lo más recóndito de la mente, le dio la vuelta al solitario que llevaba en un dedo para que pareciera una alianza—. Ya dijo Freud que un hombre puede estar enamorado de una mujer muchos años sin darse cuenta de que está enamorado.

—Sí, bueno, cuando lees todos esos libros suyos, puedes decir que tenía un montón de cosas en la cabeza.

—He pensado que debíamos dejar claros nuestros planes contigo primero. A Gloria también le pareció bien. Uno de los motivos por los que he venido a Berlín ha sido para poder verte y cerciorarme de que no te parecía mal.

—Yo no soy tu futuro suegro, Bret. Tú hazlo como quieras. Gloria se merece un respiro.

—Le dije que no quería una esposa que estuviera suspirando por otro tipo. Ya tuve una de esas esposas la última vez. Gloria me dijo que no había ningún otro.

—Tiene razón en lo que a mí concierne. Era algo evidente desde el principio. Yo sabía que no funcionaría; los dos lo sabíamos. —Le dirigí una sonrisa sincera y le tendí la mano para estrechar la suya de un modo adulto, tranquilo y digno—. Felicidades, Bret. Estoy seguro de que todo saldrá bien. Eres un hombre con suerte. Gloria es una chica estupenda.

—Sea como sea, la amo, Bernard. La necesito.

—Soy un hombre casado, Bret —le recordé para frenar aquella confesión.

—Ya lo sé. A ti también te saldrá todo bien, Bernard. Fiona es muy especial. Todos los matrimonios pasan por malas rachas en alguna ocasión.

—¿Y cuánto dura?

—Mira, por si te sirve de algo, te diré que el Departamento tiene pensado ofrecerte un contrato en toda regla... con pensión y todo eso. —Hice un gesto de asentimiento—. El Departamento te debe eso por lo menos. Y yo también te debo mucho.

—¿Tú? ¿Qué me debes?

—¿Se te ha olvidado la noche en que acudí a ti en el hotel Hennig? Aquella noche, cuando los del Cinco enviaron a un agente K7 a amonestarme y a ponerme bajo arresto domiciliario. Llamé por teléfono al director general...

—Y casualmente el director general se encontraba en un tren hacia Manchester —continué yo—. Sí, me acuerdo. El director general se pone convenientemente inquieto cuando hay algún jaleo desagradable a la vista.

—Yo estaba desesperado. Sabía que tú eras el único que no me entregaría, Bernard.

—Estabas corriendo un riesgo.

—No. Estaba seguro de que a ti no te importaría ponerte en una situación peligrosa por mí, Bernard. Tú siempre haces lo que te parece más conveniente. Te he maldecido por eso muchas veces. Pero también lo admiro. Por eso quiero hacer todo lo que a ti te parezca bien.

—Vale, Bret.

—Tocaré todas las teclas que haga falta para conseguirte el puesto de Frank cuando éste se vaya. Y no porque te deba un favor, sino porque creo que eres el mejor hombre para ese puesto. Supongo que Frank dimitirá y se irá a Australia con su hijo. Ya sabes lo que Frank siente por él. —Le di las gracias con una inclinación de cabeza—. Naturalmente, no te lo puedo prometer. Quizá para entonces ya me hayan dado el pasaporte. Mi contrato se hizo sólo con un apretón de manos. Cuando consigan a alguien más joven y más apropiado para el puesto de adjunto, volveré a California.

—¿Con Gloria?

—Pues claro. Yo siempre tendré allí mi hogar. Gloria nunca ha estado en California, pero estoy seguro de que le encantará. Sé que hay una grandísima diferencia de edad, pero...

—Olvídalo. Seréis muy felices juntos —le aseguré—. A Gloria le gustan los hombres mayores.

—Tú siempre tienes una respuesta, Bernard.

—Los que siempre tenemos una respuesta nos equivocamos en un buen número de ocasiones.

—Pero no tienes por qué equivocarte en todas. Eres el hombre más afortunado del mundo, Bernard. Te lo digo porque estás casado con Fiona.

—Pero ella está casada con su trabajo —le recordé.

—Lo que pasa es que vosotros dos no os comunicáis en absoluto, ¿no es cierto? No podrías estar más equivocado acerca de Fiona. Mira, me he pasado mucho tiempo preocupándome por esto... preocupándome por si lo correcto sería enseñártelo o no. Pero no veo otra alternativa.

Bret sacó una hoja de papel del bolsillo. Se trataba de una carta. El membrete era de «La Buona Nova», la finca de California donde Fiona y yo habíamos pasado mucho tiempo rindiendo cuentas a Bret. La nota estaba bastante arrugada, como si la hubieran leído, releído, doblado y vuelto a doblar muchísimas veces. Y la letra era de Fiona.

Querido Bret:

No puedo seguir día tras día hablando de mi pasado. Al principio esperaba que ello se convirtiera en una especie de terapia que me curase y me hiciese volver a comportarme con entereza. Pero no ha sido así. Tú eres una persona considerada y amable, pero cuanto más hablo de ello, más me desanimo. He perdido a Bernard. Ahora me doy cuenta. Y cuando perdí a Bernard perdí también a los niños, porque ellos lo adoran.

No ha sido culpa de Bernard, no ha sido culpa de nadie excepto mía. Debí comprender que Bernard encontraría a otra mujer. O que otra lo encontraría a él. Y debí comprender que Bernard no es de la clase de hombres que saltan a la cama y vuelven a salir de ella. Bernard es un hombre serio. Bernard nunca lo confesaría, pero es un romántico. Eso fue lo que me hizo enamorarme de él, y lo que me hace seguir enamorada. Y ahora es serio y romántico y está locamente enamorado de Gloria, y yo sé que nunca seré capaz de competir con ella. Es joven, espléndida, dulce y buena. E inteligente. Quiere a nuestros hijos y por lo que he oído no dice más que cumplidos acerca de mí. ¿Qué puedo yo ofrecerle a él que sea mejor? Bernard la ansia todo el tiempo, y quizá haga bien en amarla. Lo conozco tan bien que puedo leer todos los pensamientos que lleva escritos en la cara. Y eso me destroza. Bernard se siente desolado por estar separado de ella. El otro día me dio dinero y dentro había una fotografía de Gloria doblada. Supongo que la tiene con el dinero para que yo no la vea. La puse en el suelo del vestidor y él la encontró allí y creyó que yo no había llegado a verla.

Fue mi aventura con Kennedy lo que destruyó nuestro matrimonio, desde luego. Me comporté como una tonta. Pero Kennedy nunca hubiera llegado a ser una «Gloria» en mi vida. Estaba enamorado de Karl Marx. Pronto adiviné que me estaba espiando, y que todo lo demás era secundario ante lo que él consideraba su «deber». Y yo era consciente de que si él descubría que yo seguía trabajando para la Central de Londres me entregaría sin el menor asomo de titubeo, sin ningún momento de remordimiento.

Aprendí que las pruebas insoportables de la vida se presentan en forma de recuerdos, no de experiencias. La noche que murió Tess, cuando vi que Bernard le disparaba a Kennedy... las confusiones, los gritos, la carretera débilmente iluminada, mis temores. Todo eso anestesió mis emociones y mis sentimientos. Durante unos días fui capaz de enfrentarme a ello, pero cuando los recuerdos de aquella noche me visitaron, lo vi por primera vez. Por primera vez sentí que la sangre caliente me salpicaba. Por primera vez el odio y la desesperación eran tan evidentes que pude oler la emoción. Y cada vez que vuelven los recuerdos se hacen más temibles. Como todos los intrusos, llegan inesperadamente por la noche. Me sacan a rastras lentamente de un sueño pesado inducido por los medicamentos y me llevan a un estado intermedio de pesadilla en duermevela del cual lucho por despertar.

Después de que empezaron las pesadillas, vi a Bernard de otro modo, de un modo nuevo. Bernard me daba todo lo que tenía para dar. Durante toda nuestra vida de casados le había culpado por no ser más extravertido en una época en que debía de estar dándole las gracias por no cargarme nunca con el infierno por el que él estaba pasando. Bernard se ha pasado la vida entera haciendo un trabajo para el que en realidad no está capacitado. No es un hombre duro. No es insensible. No es violento. Tiene el cerebro más rápido y más sutil que nadie que yo conozca. Y por eso decidió que debía guardarse todas las pesadillas para sí mismo. Ahora he descubierto lo mucho que cuesta estar solo con semejantes terrores. Pero para mí es demasiado tarde.

¿Cómo voy a poder hacer que Bernard vuelva a quererme? No me digas que no puedo. La vida sin Bernard no merecería la pena vivirla. Nadie lo amará nunca como yo lo he amado. Y como lo amo. Y como lo amaré siempre.

Buenas noches, Bret. Gracias por mucho más de lo que yo podré nunca expresar.

Fiona

Doblé la carta y se la devolví a Bret.

—Te estoy agradecido, Bret —le dije.

—Todavía no lo entiendes, ¿verdad? —me dijo Bret—. ¿Es que no sabes leer?

—Sí que sé.

—Cuando llegué a su habitación, Fiona se había tomado un montón de pastillas. Se las había ido dando el médico, dos o tres cada vez, y ella las había guardado. Y además se había bebido media botella de vodka.

—¿Fiona? ¿Vodka y píldoras?

—Tú estabas en Santa Bárbara aquella noche. La metí como pude en el coche y la llevé al hospital. Se portaron de maravilla. Hicieron todas esas cosas que hacen y consiguieron salvarla. Yo conocía al director del hospital. Les dijimos a todos que había ido allí a hacerse unas pruebas.

—Sí, recuerdo cuando le estaban haciendo pruebas. ¡Dios mío! ¿Por qué no me dijiste la verdad?

—Le prometí a Fiona que no te lo diría. Y ahora estoy rompiendo aquella promesa. Pero ¿cómo voy a quedarme mirando y dejar que os destrocéis el uno al otro? Os tengo demasiado aprecio a los dos para permitir eso sin hacer algo.

—Yo la amo, Bret. Siempre la he amado.

—Tú eres un bruto enconado. Olvídate de todo eso de que eres un romántico, eso no es más que una medida de cuánto te quiere. Tú eres brutal.

—¿Con Fi?

—¿No te das cuenta de lo que le estás haciendo? Fiona no está casada con su trabajo, Bernard. Lo dejaría mañana mismo si tú le dieras la clase de comprensión y amor que necesita. Es una mujer, Bernard, es tu esposa. No es un amigote de borracheras. Trabaja sin parar porque tú la sacas de tu vida. ¿No te das cuenta, Bernard? ¿No alcanzas a verlo?

—¿Cómo sabes tú...? ¿Cómo sabes cómo se siente?

—Habla conmigo porque no puede hablar contigo. Tú eres un conversador elegante, Bernard, un beau parleur. Puedes salir de cualquier situación hablando si se te mete en la cabeza. Fiona no es así. Cuanto más importante es una cosa para ella, más callada se muestra. No puede expresarte sus sentimientos más profundos. Le encantaría tener a los niños con ella todo el tiempo, pero tú también tienes que estar junto a ella. No para pasar el tiempo con ella, sino para estar con ella en espíritu. ¿Cómo puedes pretender que se dedique a ti mientras tú sigues enviándole a Gloria rosas rojas de tallo largo?

—Espero que tengas razón, Bret —le dije—. Anoche le escribí a Fiona una carta larga. Quiero empezar de nuevo.

—¡Bien! Eso está bien, Bernard. Que por lo menos algo bueno salga de todo este embrollo.

—Le he pedido que se venga a vivir conmigo a Berlín. Y que enviemos a los niños a una escuela alemana. Que crezcan como crecí yo.

—Saltará de alegría cuando se entere, Bernard. Estoy seguro de que lo hará.

Fiona tenía razón. Y la felicidad también viene más a menudo de los recuerdos que de las experiencias. Y la mía, mi felicidad, venía desde hacía mucho tiempo en forma de un día perfecto. Yo estaba con mis amigos del colegio, Werner y Axel. Fuimos corriendo por el canal y luego lo seguimos hasta llegar a Lützowplatz. Yo corrí sin parar hasta que llegué a la oficina que mi padre tenía en Tauentzienstrasse. Era un caluroso día de verano. Sólo Berlín disfruta de días así de bonitos. Abrí el escritorio de mi padre y encontré la tableta de chocolate, su ración, que siempre dejaba allí para mí. Siempre me la guardaba. Aquel día había dos tabletas, por eso lo recuerdo tan bien. Compartimos el chocolate entre los tres y luego trepamos por la montaña de escombros. Llenaba el centro de la calle hasta una altura de tres pisos. Desde arriba, sentados en un pedazo de caja, nos dejamos caer por la empinada cuesta saltando entre nubes de polvo. La siguiente parada era la clínica, donde los ladrillos, las botellas y los pedazos de madera que se rescataban de entre los escombros se limpiaban, se escogían y se colocaban con tanto cuidado como sólo los alemanes saben dar a tales cosas. Trabajábamos allí una hora cada día después del colegio. Luego nos fuimos a nadar. El cielo estaba azul y Berlín era verdaderamente la gloria.

—Espero que así sea —dije.