3
COLINAS del Norte, Surrey, Inglaterra
Cuando alguien le pide a uno que tome una decisión objetiva que afecta a su futuro, se puede suponer confiadamente que esa persona ya ha decidido el rumbo que piensa tomar. De manera que cuando mi suegro me llamó por teléfono para asegurarse de que yo acompañaría a Fiona cuando ella fuese a ver a los niños el fin de semana, noté que tenía algo más en la cabeza y yo ya no esperaba oír nada consolador.
Pero aquellos vagos presentimientos se habían disipado un poco mientras iba con Fiona en su reluciente Jaguar nuevo. Era una de las prebendas de su nueva posición. El Departamento no veía con buenos ojos que el personal de categoría superior utilizase coches extranjeros, y un Porsche como el que ella tenía antes habría causado bastante rechazo.
Fiona estaba espléndida. Le gustaba conducir. Tenía el pelo oscuro brillante, suelto y ondulado, y se lo había dejado crecer, de modo que casi le llegaba por los hombros y se balanceaba holgadamente enmarcándole el rostro cuando ella se daba la vuelta y me sonreía. Aquella sonrisa relajada, la natural textura de la piel y las mejillas sonrosadas me recordaban a la joven de la que me había enamorado desesperadamente. Nada permitía ver en ella los sufrimientos que había experimentado en la Alemania Oriental ni la exigente carga de trabajo que ahora asumía sin permitirse el menor respiro.
Escapar de la sordidez al parecer interminable de Londres y de sus siniestros suburbios no resulta fácil. Las aldeas seductoras que en otro tiempo habían rodeado la capital se habían convertido en pequeñas versiones de plástico de Times Square. Ni siquiera la nieve conseguía disimular por completo aquella fealdad. Pero finalmente llegamos a algunos tramos de campo abierto y a la preciosa casa antigua donde el señor David Kimber-Hutchinson y su esposa les proporcionaban un hogar a mis hijos. Construida en una parte particularmente atractiva del sur de Inglaterra, la casa quedaba un poco apartada. Había árboles por todas partes, sobre todo pinos y abetos, árboles de hoja perenne que aseguraban que el escenario sufriese pocos cambios en invierno y en verano. La casa era jacobita, pero sus sucesivos y acaudalados propietarios, junto con algunos arquitectos de renombre, habían hecho todo lo posible por borrar cualquier huella de la estructura original. Desde mi última visita, David había logrado sacarles a los burócratas locales el permiso para deformar aún más la propiedad con un garaje para seis automóviles. El nuevo edificio tenía una veleta de latón lacado sobre el tejado de plástico rojo y puertas automáticas en ambos extremos, de manera que podía entrar y salir a través del garaje en lugar de tener que afrontar los riesgos e inconvenientes de dar marcha atrás.
Fiona salió de la carretera y metió el coche por la entrada donde unas puertas de hierro forjado tenían entrelazado el monograma de mi familia política.
—Qué horror —exclamó Fiona al ver el garaje nuevo.
Quizá lo dijo como primera medida, para prevenir cualquier reacción grosera por mi parte. Las puertas de acordeón se abrieron hacia atrás lo suficiente como para dejar a la vista el Rolls plateado del padre de Fiona y el Range Rover negro, que era el coche que utilizaba por entonces su madre. Ésta solía cambiar a menudo de coche, porque cada vez que abollaba uno decía que «perdía confianza en él». Aquel último vehículo lo había elegido David y, siguiendo instrucciones específicas de éste, le habían instalado parachoques de acero macizo tanto en la parte delantera como en la trasera. Como si se tratase de un tácito aviso para los otros usuarios de la carretera, estaba pintado con unos dibujos de llamas en los costados.
Fiona dio un bocinazo y estacionó en el exterior, junto a un desvencijado Citroën con matrícula de París que llevaba una pegatina en el parachoques que decía «Profesores contra la bomba». Bajamos del coche y entramos en el garaje, que era lo bastante grande como para dar cabida a media docena de Rolls-Royce, y todavía quedaba sitio para bancos de trabajo, fregaderos, mangueras pulcramente enrolladas y un compresor de aire. Inspeccioné el último gozo y orgullo de David, un Bentley descapotable de tres litros, uno de esos brillantes iconos verdes de los años veinte. Los coches antiguos se habían convertido en su pasión desde que una serie de caídas graves y una dura disputa con el amo de los sabuesos le había impedido cazar zorros.
El padre de Fiona estaba ante el banco de trabajo cuando llegamos. Le hizo señas con las manos para que avanzara, con los dos brazos levantados como si estuviera dirigiendo a un Boeing para que entrase en el espacio asignado del aeropuerto. Llevaba puesto un mono azul oscuro como los que suelen llevar los mecánicos de los talleres, pero por el cuello le asomaba un jersey amarillo de cachemir.
—Has venido muy bien de tiempo, querida —anunció con aprobación mientras Fiona bajaba trabajosamente del asiento del conductor y le daba un beso.
—Sí, hemos tenido mucha suerte con el tráfico —le explicó ella.
—Y Bernard... ¿qué te ha pasado en la cara, Bernard?
Era agudo, tengo que reconocerlo. Yo sólo tenía la cara ligeramente hinchada, y poca gente lo había notado.
—Nada, que me metí en una jaula de pájaros.
—Bernard, tú...
Fiona interrumpió lo que fuese que su padre iba a decir:
—Bernard se cayó por las escaleras... en Berlín. Se ha roto una costilla. Aún no se ha recuperado del todo.
Fiona sabía perfectamente dónde me había hecho yo las magulladuras, por supuesto. No habíamos hablado de ello hasta entonces, pero era evidente que había leído mi breve informe acerca del fiasco polaco y había adivinado los fragmentos que yo había tenido a bien omitir.
—Cuídate, Bernard —me recomendó su padre; nos miró primero al uno y luego al otro, como si sospechase que le estábamos ocultando la verdad—. Ya no eres un muchacho joven. —Y luego, ya más animado, añadió—: He visto cómo mirabais el Bentley. Es ciento por ciento auténtico; no se trata de una réplica, ni está hecho con partes nuevas.
—Hace frío, papá. Entremos en la casa.
—Sí, desde luego. Más tarde te lo enseñaré, Bernard. Puedes sentarte dentro si quieres.
Nos condujo por una puerta que habían abierto en una de las paredes laterales de la casa original para tener acceso directo a ella desde el garaje.
—Anoche hubo una buena helada —dijo al tiempo que abría la puerta que daba al salón, lleno de alfombras—. Es posible que haya matado los eucaliptos. Me sentiré destrozado si se mueren... después de todo el amor, el trabajo y el dinero que he puesto en ellos.
—¿Dónde está mamá?
—Esta tarde viene a verlos un experto. Dicen que es el mismo hombre que trabaja para el príncipe Carlos.
—¿Dónde está mamá?
—Está descansando un poco. Se levanta de madrugada y se pone a hacer todas esas cosas del yoga. ¡Bah! Y luego le extraña que esté cansada.
—Pero asegura que le va muy bien —comentó Fiona.
—Pero levantarse a las seis de la mañana es levantarse demasiado temprano. Abre el grifo de la bañera y me despierta, y luego a veces me cuesta volver a dormirme —nos explicó David. Después dio una palmada—. Bueno, ya es la hora del té de las once. ¿O preferís una bebida auténtica?
—Para mí es demasiado temprano —dijo Fiona—, pero seguro que puedes convencer a Bernard para que te acompañe.
—No —dije.
Aquello era una trampa cultural. El sagrado ritual de Inglaterra, consistente en pararlo todo para sentarse y tomar té dulce con leche a las once en punto de la mañana, se echaría a perder si un disidente decidiese engullir alcohol, o incluso tomar café.
—Entonces pediré té —dijo David; levantó un teléfono y apretó un botón que lo ponía en contacto con alguno de los numerosos criados—. ¿Quién es? —preguntó. Y después de oír el nombre de una de las sirvientas, le indicó—: Dígale a la cocinera que prepare té matutino para tres en la sala persa. Con los acostumbrados hojaldres tostados y todo eso. Y llévenle té también a la señora Hutchinson; Earl Grey sin leche ni azúcar. Pregúntele si va a comer con nosotros.
—Qué bien estar en casa otra vez —dijo Fiona.
Sé que sólo lo decía para satisfacer a su padre, pero hizo que yo me sintiera como si nunca le hubiera proporcionado un hogar como es debido.
—Pues tú no tienes muy buen aspecto —le dijo a Fiona su padre. Luego, al darse cuenta de que comentarios como aquél podían interpretarse como una crítica, David añadió—: Y seguro que es por ese maldito trabajo tuyo. ¿Sabes lo que podrías estar ganando en la City?
—Creía que estaban despidiendo a gente a centenares después del crac del año pasado —comentó Fiona.
—Sí, pero yo conozco a mucha gente —le aseguró David mientras inclinaba significativamente la cabeza a un lado—. Si tú quisieras un trabajo en la City, se pelearían por ti. —Se inclinó un poco hacia su hija—. Deberías venir mañana con nosotros a la clínica de salud. Cinco días de descanso, ejercicio y comidas ligeras, y te convertirías en una mujer nueva. Y además conocerías a gente muy interesante.
—Pero tengo demasiado trabajo urgente que hacer —le aseguró Fiona.
—Llévatelo contigo; eso es lo que hago yo. Me llevo una pila de trabajo y la grabadora, esa tan pequeñita, y lo hago lejos de todo el ruido y el barullo.
—Tengo una reunión en Roma.
David movió la cabeza de un lado al otro.
—Pues vaya una vida que lleváis. ¿Y quién la paga? Los pobres contribuyentes. Pues muy bien, es tu vida.
—Y los niños, ¿todavía están estudiando? —le preguntó Fiona a su padre.
No era sólo un modo de cambiar de tema. Quería que yo oyera las cosas maravillosas que sus padres estaban haciendo por nuestros hijos. En seguida David empezó a describir los carísimos profesores particulares que acudían a la casa para darles a mis hijos clases de matemáticas y de gramática francesa, para que les fueran bien los exámenes y pudieran ir a la clase de colegio a la que había ido él.
Cuando llegó la bandeja del té, lo colocaron todo en la mesa delante de Fiona. Mientras ella servía el té, David se despojó del mono que llevaba, lo que dejó a la vista un suéter de cachemir amarillo canario, unos pantalones beige de pana y unos cómodos zapatos con borlas. Luego se recostó en un sofá tapizado de cretona.
—Bueno, ¿qué habéis hecho con el pobre y pequeño Kosinski? —nos preguntó.
Como David me miraba a mí mientras hacía aquella pregunta, repuse:
—Hace siglos que no lo veo.
—¡Venga ya! ¡Venga ya! —exclamó David con viveza—. Seguro que lo habéis encerrado en alguna parte y le estáis aplicando el tercer grado.
—Papá, por favor —intervino Fiona con suavidad mientras me servía té.
Complacido porque aquella provocación había producido la esperada nota de exasperación en su hija, David soltó una risita y dijo:
—¿Qué le estáis sacando al mierdecilla ese? ¿Eh? Puedes confiar en mí, soy de confianza.
No era una persona de confianza, no era en modo alguno seguro decirle nada y era el último hombre al que yo le hubiese confiado un secreto de importancia. Así que le sonreí a David y a Fiona le dije que quería sólo un terrón de azúcar en el té, que sí, que me apetecía mucho un hojaldre tostado, y que no, nada de mermelada casera de fresa. Y le prometí que no me quitaría el apetito para la hora de comer.
—Viajé a Varsovia en avión para verle —nos confió David al tiempo que sacudía en el aire una servilleta de lino con el famoso monograma y la extendía sobre las rodillas—. Justo antes de Navidad; lo avisé con tan sólo cinco minutos de antelación. Tuve que sufrir interminables molestias para conseguir un asiento en el avión.
—¿Ah, sí? —inquirí insertando una nota de sorpresa suave en la respuesta, aunque ya me habían enseñado una fotografía que habían hecho los de vigilancia en la que aparecían Kosinski y David en Varsovia en aquella época.
—Me dijo que Tessa seguía viva.
Observé la reacción de Fiona ante aquel anuncio sorprendente: se limitó a mover la cabeza en señal de negación y bebió un poco de té.
—Todo fue un ardid —le expliqué a David—. Lo más probable es que él se lo creyera, pero no fue más que un cruel intento de explotarle.
—Y de explotarme a mí —añadió David.
Aceptó un hojaldre con mantequilla que le daba Fiona y lo mordisqueó como si estuviera pensando en aquella visita que le había hecho a su yerno.
—Sí, también para explotarte a ti —convine, aunque resultaba difícil imaginar cómo los mañosos embusteros del servicio de seguridad polaco iban a ser lo bastante ingenuos como para hacer una cosa así—. Ahora está trabajando para nosotros. Y eso es todo lo que sé.
—¿No sabes más o no quieres decirlo?
Fiona se puso en pie, miró al techo como si estuviese escuchando y dijo:
—Me parece que la clase de francés está acabando.
—Sí —convino David después de dar unos cuantos puñetazos al aire para que el reloj de pulsera de oro quedase a la vista y poder ver la hora—. No nos regala ni un minuto de más. Los franceses son todos así, ¿verdad?
Reacia a censurar la banalidad francesa en términos tan generales, Fiona dijo:
—Subiré a saludarla y le preguntaré cómo les va.
Inteligente Fiona; sabía bien cómo escaparse. Debía de ser algo que había aprendido mientras trabajaba con el KGB. O con Dicky Cruyer.
—Me cuesta quince libras a la hora —me confió David—. Y encima tiene la cara dura de añadir los gastos de viaje desde Londres. El problema es que en el pueblo no encuentro a nadie que pueda hacerlo. Y hace falta el auténtico acento seiziéme arrondissement, ¿no es cierto?
Bebí un poco más de té hasta que, en el piso de arriba, oí a Fiona probando su francés barriobajero con la profesora. Dio en el clavo, a juzgar por el súbito estallido de risa femenina sincera que siguió a la siguiente frase.
Me puse de frente a David y empecé a comerme el hojaldre sin dejar de sonreír entre los bocados. Los dos permanecimos allí sentados mucho rato, silenciosos y solos, como si estuviésemos en una merienda campestre pasada por agua y nos hubiésemos guarecido bajo unos árboles chorreantes para esperar a que cesaran los truenos.
Terminé de comerme el hojaldre antes que mi anfitrión, me levanté y me acerqué a la ventana. David se unió a mí y se situó a mi lado. Estuvimos observando a Fiona, que caminaba por el jardín nevado. La profesora de francés estaba con ella y llevaban de la mano a los niños. Todo el grupo estuvo examinando el muñeco de nieve. La nieve había empezado a derretirse y formaba isletas blancas con los bordes de hielo sobre las que los niños caminaban deliberadamente. Billy, que estaba a punto de cumplir catorce años, se consideraba ya demasiado mayor para hacer muñecos de nieve, pero se había encargado de supervisar la construcción de aquél con el pretexto de que lo hacía sólo para entretener a algunos niños pequeños del lugar que habían asistido a una fiesta en la casa el día anterior por la tarde. No obstante, por el modo como actuaban, comprendí que Billy y su hermana Sally se sentían orgullosos de aquella elaborada escultura de nieve. Ya no duraría mucho. Un ligero deshielo lo había lisiado convirtiéndolo en una figura jorobada, vidriada con el brillo helado que se había formado sobre ella durante la noche.
—Todos la respetan —comentó David.
—Sí —convine.
Era cierto que todos respetaban a Fiona, pero qué significativo era que su padre lo afirmase. Ni siquiera su padre y su madre la amaban de verdad. Ellos habían derrochado su amor, todo el que les sobraba, en Tessa, la hermana pequeña, el eterno bebé. Fiona tenía demasiada dignidad, demasiados logros, demasiado de todo para necesitar amor de la manera en que la mayoría de las personas lo necesitan.
Recordé el día en que conocí a los padres de Fiona y la información que ella me proporcionó mientras íbamos hacia allí a verlos en mi viejo Ferrari. Sería la última salida que hiciese en aquella preciosidad de coche. Por entonces ya lo tenía vendido, el trato estaba cerrado e incluso el primer plazo del dinero se hallaba ya depositado en mi cuenta del banco. Necesitaba el dinero para poder comprarle a Fiona un anillo de compromiso con un diamante de unas dimensiones que su familia juzgase aceptables a simple vista. «Diles que me quieres —me había aconsejado ella—. Es lo que esperan oír. Siempre han creído que necesito a alguien que me quiera.» Así lo hice. Se lo habría dicho de todos modos. La quería y nunca dejé de quererla.
—Tú la quieres —me dijo David como si necesitase oírmelo decir de nuevo—. La quieres, yo lo sé.
—Pues claro que sí —le aseguré—. La quiero muchísimo.
—Fiona se lo guarda todo dentro —me indicó David—. Ojalá yo supiera qué le pasa por la cabeza.
—Sí —convine.
A muchas personas les habría gustado saber lo que le pasaba a Fiona por la cabeza, incluido yo. Por lo que yo alcanzaba a saber, incluso Kennedy, el agente del KGB que había recibido órdenes de seducirla y de desvelar sus pensamientos, había fracasado. En lugar de hacer aquello, se había enamorado de ella. Lo que resultaba hiriente era que Fiona se había tomado en serio aquella sórdida aventurilla. Desde luego, lo había engañado. No había traicionado su papel de doble agente que trabajaba para Londres porque Fiona era Fiona: una mujer que no le revelaría a su amante sus pensamientos más íntimos como tampoco se los revelaría a su padre, a sus hijos ni a su marido.
La estuve observando allí, acompañada de mis hijos; a aquella mujer que me había sorbido el seso y de la que nunca podría escapar, a aquel dechado de virtudes tan distante, a aquella estudiante aplicada, ganadora infalible de todos los concursos a los que se presentaba. Hasta era capaz de emerger victoriosa en la amarga competencia por el poder que tenía lugar en el Departamento. Supongo que lo que yo sentía por ella se basaba en el respeto tanto como en el amor. Quizá demasiado respeto y no suficiente amor, porque si no, Gloria no me habría hecho volver la vida del revés. Gloria no era tonta, aunque tampoco era una mujer sabia; era fulminante y perspicaz, tenía bastante mundo y estaba desesperadamente enamorada de mí. Yo me había dividido en dos: estaba enamorado de dos mujeres a la vez. Eran mujeres completamente diferentes, pero pocas personas encontrarían que eso era una excusa adecuada. Yo me decía a mí mismo que aquello estaba mal, pero eso no hacía que el dilema fuese menos mortificante.
—Hay que ver qué oscuro está; nunca se hace del todo de día últimamente —comentó David. Se apartó de la ventana y se sentó—. Odio el invierno. Quería irme a algún sitio cálido, pero hay cosas aquí que debo hacer yo mismo. No se puede confiar en nadie para que haga las cosas como es debido.
Elegí una silla y me senté frente a él. Era una habitación muy bonita, esa clase de retiro familiar que sólo se encuentra en Inglaterra y en sus casas de campo. Hasta el momento aquella sala había escapado a los «cambios de cara» que David le había ya infligido a gran parte de la casa. Los muebles eran una mezcolanza de estilos, una combinación de cosas valiosas y otras cosas sin valor alguno. La vitrina holandesa de marquetería y la colección de cristal Lalique expuesta en su interior habrían alcanzado una fortuna en cualquier subasta. Al lado de la misma había dos sofás muy usados que sólo tenían valor sentimental. El precioso espejo de marquetería William y Mary reflejaba una alfombra oriental antigua, algo manchada y gastada. La chimenea de leña crepitaba y escupía chispas sobre los útiles para encender el fuego. La luz amarilla de las llamas formaba dibujos en el techo e iluminaba el rostro de David.
—Intentó asesinarme, ¿sabes? —me comentó; y después se dio la vuelta para ponerse a mirar por la ventana, como si tuviera la cabeza dedicada a la parte de la familia que estaba en el jardín—. George —añadió finalmente.
—¿George? —Yo no sabía qué decirle; al fin conseguí tartamudear—: ¿Y por qué iba a querer hacer eso? George es de la familia.
David me miró como si se negara a responder a una broma particularmente ofensiva.
—Eso hace que me pregunte qué le ocurrió en realidad a Tessa.
Fue a ponerse de pie junto a la ventana, con las manos en las caderas.
—George no mató a tu hija, David. Si es que es ahí adonde quieres ir a parar.
—Entonces..., ¿por qué intentó envenenarme?
De nuevo me quedé sin habla durante unos instantes.
—¿Tú qué crees? —le pregunté a mi vez.
—Siempre actuando como un inspector de policía, así eres tú, ¿no, Bernard?
Lo dijo acompañándolo de un gruñido afable, pero yo sabía que hacía mucho tiempo que aquel hombre me había catalogado como un fisgón del gobierno. Decía que la sociedad estaba llena de funcionarios de poca monta que se estaban entrometiendo y se estaban adueñando de nuestras vidas. A veces me preguntaba si David no tendría razón. No cuando hablaba de mí, pero sí cuando se trataba de los demás.
Aventuré una conjetura temeraria:
—¿Porque sospechabas de él? ¿Porque le acusaste de tomar parte en el asesinato de su esposa?
—Muy bien, Bernard —dijo con aire solemne, pero con evidente admiración—. Estás muy cerca. Se ve que eres el primero de la clase.
—¿Y cómo reaccionó George?
—¿Que cómo reaccionó? —Lanzó una carcajada breve y amarga—. Acabo de decírtelo, trató de matarme.
—Ya.
Yo estaba decidido a no preguntarle nada más entonces. Me daba cuenta de que David reventaba de ganas por contármelo.
—Ése es uno de mis bastones de paseo —comentó de pronto.
Seguí la dirección de su mirada y vi que fuera, en medio del césped cubierto de nieve, Billy estaba remendando el muñeco con nieve nueva, y mientras lo hacía le había quitado el bastón al muñeco. Me pregunté si David iba a decir que también era suyo el sombrero del muñeco.
—No sabía que querían el bastón para ese condenado muñeco de nieve —dijo.
Billy y Sally añadieron a base de palmaditas un poco más de nieve a la tripa del muñeco. Supuse que al deshelarse se había adelgazado un poco.
David se volvió de nuevo hacia mí y dijo:
—En Polonia me quejé de dolor de cabeza y George me dio unas píldoras blancas. Unas píldoras que estaban en un envase polaco. No me las tomé, desde luego.
—No, claro que no.
—No soy un puñetero imbécil. Todo estaba escrito en polaco. Cualquiera sabe qué clase de inmundicias toma esa gente... ni siquiera su aspirina es auténtica... prefiero sufrir el dolor de cabeza.
—¿Y qué pasó?
—Las traje conmigo. No el envase, George lo había tirado; o al menos eso me dijo.
—¿Te las trajiste a Inglaterra?
—¿Ves ese cerezo pequeño? A sus pies enterré a Félix, nuestro viejo gato. El pobre cabrón se murió cuando le di una de aquellas pastillas. No se lo conté a mi señora esposa, desde luego. Y no quiero que Fiona lo sepa.
—¿Tú crees que fue por culpa de la pastilla?
—Tres píldoras. Aplastadas en leche caliente.
—¿Se las tomó el gato voluntariamente o le obligaste tú a tomarlas?
—¿Adonde quieres ir a parar? —me preguntó con indignación—. No hice que el gato se atragantara con ellas, si eso es lo que pretendes decir. Yo ya estaba medicando a animales de granja antes de que tú nacieras.
Se me había olvidado en qué alta estima tenía su identidad de caballero rural.
—Si era un gato muy viejo...
—No quiero que comentes esto con mi hija ni con nadie —me ordenó.
—¿Era esto lo que querías preguntarme? —inquirí—. ¿Querías contarme que el gato había muerto para preguntarme a quién tenías que informar?
—Ésa era una de las cosas —confesó David de mala gana—. Quería que tomaras nota de ello de manera extraoficial. Pero luego he decidido que es mejor olvidarlo todo. No quiero que se lo cuentes a nadie.
—No —convine, aunque aquellos repentinos reparos apenas cuadraban con el modo en que él me identificaba con los poderes del gobierno.
Consideré aquella «anécdota confidencial» acerca de las inclinaciones homicidas de su yerno como algo que David quería que yo me llevara conmigo al trabajo y lo comentase con Dicky y los demás. En realidad, vi aquel pequeño acto teatral como la manera que David tenía de golpear a su yerno con otra pregunta sin respuesta, mientras él se mantenía al margen. El único hecho objetivo que pude deducir de ello era que David y George se habían enfadado. Y me preguntaba por qué.
—Olvídalo, Bernard —me indicó David—. No te he contado nada, ¿me oyes?
—Sólo es un asunto de familia —le respondí.
Pero aquel sombrío chistecillo pasó desapercibido.
David seguía de pie junto a la ventana, y giró la cabeza para mirar de nuevo al jardín. Fiona y los niños estaban regresando hacia la casa. Al ver a David de perfil, y en conjunción con el muñeco de nieve que había al fondo de la extensión de césped, me pregunté si los niños habrían pretendido que éste fuera una caricatura de su abuelo. Ahora que le habían restaurado el vientre y le habían reconstruido un poco los hombros tenía bastante de la constitución de David, y aquel sombrero viejo y el bastón le proporcionaban los toques definitivos. En cierto modo fue una sorpresa darme cuenta de que mis hijos juzgaban ya el mundo que les rodeaba, y además con mucha agudeza. Tendría que vigilar mis propios actos.
—Están creciendo —dijo David.
—Sí, eso me temo.
No respondió. Supongo que aquel hombre comprendía cómo me sentía yo. No es que yo fuera a quererlos menos de adultos que de niños. Simplemente era que me gustaba mucho más a mí mismo siendo un papá infantil con ellos, un igual, el compañero de juegos que ocupaba todo su horizonte. Ahora mis hijos estaban ocupados con los amigos y con el colegio, y yo no podía acostumbrarme a ser una parte tan pequeña de sus vidas.
—Tengo dos maletas que pertenecen a esa amiga tuya. —David se refería a Gloria, desde luego—. Cuando nos trajo a los niños aquí dejó dos maletas con la ropa de los niños, los juguetes y sus cosas. Son unas maletas que parecen caras. No sé cómo ponerme en contacto con ella en otro lugar que no sea la oficina, y allí no quiero hacerlo porque sé que a vosotros no os gusta recibir llamadas personales en el trabajo. He pensado que a lo mejor tú podrías llevártelas y devolvérselas.
—No —le dije—. No voy a la oficina de Londres, ahora trabajo en Berlín.
—Es que no quería pedírselo a Fiona.
Mostraba una delicadeza característica al no querer preguntarle a Fiona por el paradero de mi antigua amante. En realidad, aquello no le importaba lo más mínimo. Todo el asunto sobre las maletas que Gloria le había dejado allí no era más que un aviso, una advertencia que me estaba lanzando. Luego continuó abordando asuntos más importantes.
—Todavía no está bien del todo.
Estaba mirando a Fiona y los niños.
—Está cansada —comenté—. Trabaja demasiado.
—No estoy hablando de estar cansada —puntualizó David—. Todos trabajamos demasiado. ¡Dios mío...! —Dejó escapar una breve carcajada—. En fin, no me gustaría nada enseñarte las citas que tengo en mi agenda para la próxima semana. Como no hago más que repetirles a esos mierdas de los sindicatos, si yo trabajara cuarenta horas a la semana habría terminado el martes a la hora de comer. No me queda ni un hueco libre para comer por lo menos en las seis próximas semanas.
—Pobrecillo —dije.
—Mi pobre hija está enferma. —Nunca le había oído hablar así de Fiona antes. David tenía la voz tensa y cierta intensidad en el semblante—. De nada sirve que los dos os empeñéis en decir que sólo está cansada y que unas vacaciones de descanso y un refuerzo de vitaminas van a hacer que se ponga en forma y bien otra vez.
—¿No?
—No. Esta noche van a venir a cenar unas cuantas personas. Uno de los invitados es un hombre de los mejores de la calle Harley, un psiquiatra. No un psicólogo, un psiquiatra. Eso significa que es médico.
—¿Ah, sí? Tendré que hacer esfuerzos para recordarlo.
—Más te valdría —me recomendó David malhumorado, pues sospechaba que yo lo había dicho con sarcasmo, pero no estaba seguro del todo. Se apartó de la ventana y añadió—: Ese hombre está de acuerdo conmigo; Fiona nunca se encontrará lo bastante bien como para volver a hacerse cargo de los niños. Eso tú lo sabes, ¿verdad, Bernard?
—¿Ha examinado a Fiona?
—Por supuesto que no. Pero ha tenido ocasión de verla varias veces. Fiona piensa que no es más que un compañero, un compinche mío de copas.
—Pero la ha estado estudiando.
—Sólo te digo esto por tu bien, por el bien de Fiona y por el de tus maravillosos hijos.
—Mira, David, si esto es un preludio para decirme que intentas conseguir la custodia legal de los niños, olvídate del asunto.
Suspiró y puso la cara larga.
—Está enferma. Fiona poco a poco va reconociendo esa verdad, Bernard. Me gustaría que tú también te hicieras cargo. Podrías ayudarnos a ella y a mí.
—No se te ocurra intentar ninguno de tus trucos legales conmigo, David.
Yo estaba enfadado y no me estaba mostrando todo lo precavido que debía ser.
Con una calma insolente, David me anunció:
—El doctor Howard ya me ha comunicado que está dispuesto a apoyarme en ese asunto. Y juego al golf con un abogado de primera fila que asegura que yo podría conseguir la custodia fácilmente llegado el caso.
—Eso le partiría el corazón a Fiona —le recordé probando desde un ángulo diferente.
—No lo creo, Bernard. Soy de la opinión de que si no tuviera que ocuparse de los niños, Fiona se quitaría un gran peso de encima.
—No.
—¿Por qué crees que lo está posponiendo tanto tiempo? Lo de llevarse consigo a los niños, quiero decir. Podría haber venido aquí en cuanto regresó de California. Podría haberse llevado a los niños al apartamento de Mayfair; hay habitaciones de sobra, ¿no es cierto? Y podría haber hecho los arreglos necesarios para enviarlos al colegio y demás. De manera que... ¿por qué no lo hizo? —Se hizo una larga pausa—. Dímelo, Bernard.
—Porque sabía lo mucho que os gusta tener a los niños con vosotros —le confié—. Lo hizo por vosotros.
—En lugar de hacerlo por ti —dijo sin molestarse mucho en disimular el júbilo que le causaba mi respuesta—. Yo habría dicho que a ti te habría gustado tener a los niños contigo, y que a ella le habría gustado tener a los niños consigo.
—A ella le encanta estar con ellos. Mírala.
—No, Bernard. No vas a enredarme con eso. A ella le gusta venir aquí a ver a los niños. Está contenta de verlos tan felices y de saber que les va tan bien en el colegio. Pero no quiere asumir la responsabilidad y la faena monótona, que lleva tanto tiempo, de volver a hacer de madre. No puede cargar con ello. No está capacitada mentalmente.
—Te equivocas.
—Me sorprende oírte decir eso. Según me ha contado Fiona, tú mismo le has dicho estas cosas a ella... —Hizo un gesto con la mano al ver que yo hacía amago de ir a protestar—. No con esas mismas palabras, pero se lo has dicho de un modo u otro. Le has dicho repetidamente que está tratando de evitar volver a tener a los niños en casa.
—No —le aseguré—. Nunca he dicho nada así.
Sonrió. Sabía que yo estaba mintiendo.
Parecía que la cena que ofrecía David fuera a durar toda la noche. Mi suegro se había puesto un esmoquin nuevo con las solapas de satén y unos zapatos Gucci con calcetines rojos de seda a juego con el pañuelo de bolsillo, y estaba de humor para contar largas historias acerca de su club, de sus torneos de golf y del Bentley de época. Los invitados eran amigos de David, hombres que se pasaban la semana laboral en clubes de St. James y en bares de la City, pero que de todos modos hacían dinero. Me dejaban perplejo, pero no por su encanto precisamente.
Cuando se hubieron marchado los invitados a la cena y la familia, tras darse las buenas noches, se retiró arriba para dormir, yo me sentí hecho migas, pero creí que era mi obligación hacerle una pregunta directa a Fiona. Sin darle importancia, mientras me desnudaba dejé caer:
—¿Cuándo tienes pensado que los niños vengan a vivir con nosotros, querida?
Estaba en camisón, sentada ante el tocador cepillándose el pelo. Tenía la costumbre de cepillarse siempre el pelo por la mañana y por la noche, creo que aquello era algo que la obligaban a hacer mientras estuvo en el internado. Mirando por el espejo para verme mejor, me dijo:
—Sabía que me preguntarías eso.
—¿Ah, sí?
—Lo veía venir desde que llegamos aquí.
—Bueno, ¿y cuándo crees que será?
—Por favor, cariño. Me parece que el futuro de los niños no podemos decidirlo a esta hora de la noche, cuando los dos estamos agotados.
—No puedes seguir rehuyendo el tema, Fi.
—No lo rehúyo —me aseguró; pero al decirlo levantó la voz un tono o así.
Si yo seguía adelante con aquello, acabaría por producirse una discusión. Me sentía realmente enojado. Me lavé, me cepillé los dientes y me acosté sin decirle nada más que unas bruscas buenas noches.
—Buenas noches, cariño —respondió Fiona muy contenta cuando apagué la luz.
Cerré los ojos enrojecidos y no me enteré de nada más hasta que me di cuenta de que Fiona me estaba dando golpes y gritándome algo que yo no llegaba a comprender.
—¿Qué?
—¡La ventana! ¡Alguien está intentando forzarla!
Salté de la cama aunque sabía que no era nada. Estaba acostumbrado a los sobresaltos de Fiona durante el sueño. Me acerqué a la ventana, la abrí y miré al exterior. Me quedé helado por el frío gélido de la noche.
—Aquí no hay nada.
—Bueno, debe de haber sido el viento —se excusó Fiona. Estaba completamente despierta, y se la veía bastante contrita—. Perdóname, cariño.
Se levantó de la cama y se acercó a la ventana con un cansancio desanimado que me hizo sentir pena por ella.
—Ahí no hay nada —le aseguré.
Y le di un abrazo.
—Quizá me ha sentado mal algo que he comido.
—Sí, será eso.
Fiona siempre le echaba la culpa a la digestión cuando se despertaba de aquella manera. Siempre decía que no podía recordar nada de lo que había soñado. Así que yo ya no se lo preguntaba. En lugar de eso le seguía la corriente con las explicaciones que me daba.
—Creo que la salsa de hinojo del pescado estaba muy cremosa —le comenté.
—Pues habrá sido eso —dijo Fiona.
—Has estado trabajando demasiado. Deberías tomártelo con un poco más de calma.
—No puedo. —Se dejó caer en la silla que había delante del tocador y comenzó a cepillarse el cabello en un estado de ánimo de triste introspección—. Estoy directamente implicada en todos los intercambios que se realizan entre Bonn y la República Democrática Alemana. Se les está entregando enormes sumas de dinero. Me pregunto cuánto se estarán embolsando Honecker y compañía, y cuánto llega a su destino. Estoy preocupada por ello. Y cada vez se ponen más exigentes.
La observé con calma. El médico le había dado unas pastillas. Ella decía que no eran más que píldoras estimulantes, «un tónico». Las tenía encima del tocador; cogió dos y bebió un poco de agua para tragarlas. Lo hizo de forma automática. Siempre las llevaba consigo. A mí me daba la impresión de que se las tomaba cada vez que se sentía deprimida, y eso quería decir que lo hacía con frecuencia.
—¿Cómo les pagáis? —le pregunté.
—Depende. Hay cuatro categorías: pagos en moneda occidental al Estado de Alemania del Este, pagos en moneda occidental a individuos privados, créditos comerciales garantizados por Bonn y un popurrí de tratos comerciales que no se harían si no fuera porque nosotros o, más frecuentemente, Bonn los impulsa. No tengo mucho que ver con ese extremo. A nosotros sólo nos interesa realmente el dinero que va destinado a la Iglesia.
—¿Está implicado el Departamento en alguna de las transferencias monetarias?
—Es complicado. Nuestro contacto es un hombre llamado Stoppl. Es un fundador de la llamada Iglesia Protestante en el Socialismo, un comité de eclesiásticos alemanes del Este que negocian con sus líderes del régimen y hacen tratos. Algunos tratos implican también a otras Iglesias de Occidente, hay un fideicomiso eclesiástico que administra el dinero, o, a veces, lo hace Bonn. Todos estos tratos son muy secretos, se hacen las cosas pero nunca se revelan. A veces Honecker y Stoppl negocian mano a mano en casa de Honecker, en Berlín o en el Wandlitzsee.
—Entonces, los peces gordos comunistas deben de estar al corriente de esos tratos, ¿no?
La morada palaciega de Honecker estaba en el complejo residencial del Politburó. Los líderes comunistas tenían allí casas ostentosas junto con una abundancia de lujos capitalistas, desde cámaras de vídeo y audio y ordenadores portátiles hasta suave papel higiénico. Todo el lugar estaba vigilado por centinelas armados y rodeado de una alambrada de tela metálica y alambre de espino. Yo conocía bien aquel escenario y sabía que era un lugar intimidante para las visitas. La identidad de las personas que visitaban el sanctasanctórum se comprobaba cuidadosamente, y los nombres de las mismas se registraban en un libro que tenía el comandante encargado de la vigilancia.
—Oh, sí. Todos se reparten el botín. Nuestra línea de actuación oficial es que ellos pueden robar un montón de dinero, pero siempre le tiene que llegar algo a la gente de Stoppl, y ese dinero es vital.
—Vital. Sí.
—En los salones de las iglesias y en las vicarías, en los locales eclesiásticos de todo tipo la gente habla de problemas sociales locales, de contaminación ambiental y de injusticia. Hablan de paz y de temas de derechos humanos.
—Ya cojo la idea, Fi.
—El tema subyacente es la protesta cristiana.
—Estáis jugando con fuego —le dije.
—Valores cristianos.
—Hablas exactamente igual que tu padre.
—Eso es lo que siempre dices cuando pierdes una discusión conmigo.
—No he debido decirlo.
Se echó a reír con ironía.
—¿Te retractas o es sólo una disculpa?
Pero, desde luego, Fiona era como su padre, no podía negarse. E igual de evidente era que a ella no le gustaba nada ese parecido. Creo que Fiona quería con ternura a su madre, pero no así a su padre. Le daba miedo parecerse demasiado a su madre; miedo de acabar tiranizada y silenciada como lo había estado esa mujer durante años. Aquella determinación por escapar de sus padres era la clave de la compleja personalidad de Fiona. Porque también le daba miedo volverse igual que su padre. Por lo menos así es como yo lo veía, pero yo no era psiquiatra. Ni siquiera era psicólogo. En realidad, ni siquiera tenía un contrato como es debido para mi trabajo de chupatintas en Berlín.
—¿Y cuánto tiempo estará el Oeste bombeando dinero hacia el régimen en bancarrota de Honecker? —le pregunté.
—Los comunistas son extremadamente buenos agasajando a la prensa visitante y a los de la televisión. La Feria de Leipzig es su escaparate. La prensa mal informada no hace más que repetir en Occidente que la economía de Honecker es fuerte, y que cada vez es más fuerte. Tendrías que leer la basura que los cronistas de los periódicos producen a cambio de un billete de primera clase y un par de días de agasajos y adulaciones. El mes pasado, el Banco Mundial hizo que sus tontos especialistas publicaran unas alocadas estadísticas que demostraban que la renta per cápita en la República Democrática Alemana es más alta que en el Reino Unido. Ayer vi un resplandeciente recorte de prensa de cierta periodista de Berlín que les decía a sus lectores que Occidente tenía mucho que aprender de lo que los alemanes del Este estaban haciendo. Esa clase de tonterías se traducen y circulan en el Este, y sirven para mantener la tapadera puesta sobre las cosas domésticas en el reino de Honecker.
—Honecker es muy astuto. Es un Estado policial, pero los alemanes del Este están protegidos del crimen, les dan apartamentos, comida barata y empleo, no hay paro en el Estado de los trabajadores, las vacaciones son baratas, la educación gratis, la atención médica también. No vale decir que es una atención médica malísima, que los empleos están mal pagados o que los trabajadores viven hacinados en apartamentos pequeños y feos. O que mueren millares a causa de la contaminación asquerosa del aire, y que los ríos y canales están llenos de espuma venenosa y peces panza arriba. Los ciudadanos de ese gigantesco campo de prisioneros tienen lo que los alemanes llaman geborgenheit, es decir, seguridad y techo, y no van a echarse a la calle a pelear para librarse del régimen. —Fiona suspiró. Sabía que yo tenía razón—. La República Democrática Alemana está arruinada. Occidente tiene que recortar los pagos sin previo aviso —le recomendé—. Es la única manera de producir el cambio. Dejar que el régimen se derrumbe. Demostrarles a los alemanes orientales que viven una mentira, que están viviendo de limosnas de Occidente.
—Pero Washington y Bonn tienen miedo de que si nosotros le negamos el apoyo, intervenga Moscú para apoyar a Honecker —me comentó Fiona.
—¿Moscú? No empieces a pensar que Gorbachov es una especie de capitalista amante de la libertad. Es un camarada devoto que hace unas cuantas concesiones a Occidente para conservar cierta apariencia de lo que Lenin creó. Hace falta un hombre más valiente que Gorby para reformar la URSS. Toda la federación está resbalando. Dentro de unos años Moscú estará tan arruinada como Honecker.
—Dentro de unos años, sí. Por eso Gran Bretaña y los americanos se negaron a concederle a Honecker una visita de Estado a pesar de que Bélgica, Francia y España accedieron a ello. ¿Cómo podían hacer eso? Y entonces va ese tonto de Kohl y lo invita a Alemania Occidental. Honecker se tambalea, pero... ¿cuánto durará? Con unos líderes tan estúpidos en Occidente para ayudarle, nadie puede estar seguro.
—Si Moscú quiebra, ¿aislará Occidente a Honecker y lo dejará sin un Pfenning? Valdrá la pena esperar para verlo.
Fiona se acercó a la ventana. El cielo ya empezaba a clarear. Cuando habló de nuevo lo hizo con una determinación que rara vez manifestaba.
—Sí, y el régimen de Honecker se hundirá. Y entonces los grupos eclesiásticos que hemos entrenado harán falta para que las cosas no se derrumben.
—¿Así que ése es el escenario?
—Es a lo que he dedicado media vida —me dijo como si ahora estuviera midiendo la profundidad de su sacrificio más que su duración.
Con suavidad descorrió la cortina para ver el cielo del amanecer. Había una franja de bruma a lo largo del horizonte. Oscuros macizos de copas de árboles flotaban sobre ella formando islas tropicales en medio de un océano luminoso. Yo no quería desafiar las ideas de Fiona, pero todos los informes que nos llegaban procedentes de agentes que estaban sobre el terreno decían que la Stasi había aumentado el número de sus componentes y su influencia mes a mes durante los últimos cinco años. Puede que fuera la reacción de un régimen que estaba condenado, pero eso no significaba que fuera menos peligroso. La Stasi se estaba infiltrando en aquellos preciados grupos eclesiásticos de Fiona en Alemania Oriental. En Allenstein bei Magdeburg el pastor estaba trabajando para la Stasi hasta que, justo antes de Navidad, alguien le puso una bomba debajo del coche. Y cada mes la Stasi, «escudo y espada del socialismo» a su estilo, fortalecía un poco más la seguridad. Se oponían a todos los intentos de liberalizar el régimen. La Stasi pisoteaba a cualquiera que se atreviera a pedir cualquier cosa. Incluso las publicaciones rusas estaban prohibidas por ser demasiado liberales. Ahora, en lo que seguramente debía de ser el último eco de las predicciones de George Orwell, a los alemanes del Este se les había prohibido cantar la letra de su propio himno nacional porque las palabras «Alemania patria unida» podían dar ideas a los comunistas leales acerca de cooperar con Alemania Occidental.
Quizá Fiona también pensaba en aquellos versos, porque no continuó con el tema.
—No tenemos que marcharnos demasiado tarde —me indicó sin darse la vuelta—. Últimamente no me gusta nada conducir de noche. Supongo que eso es una señal de que me hago vieja. Y el lunes cenamos con Dicky.
—¿Sabes cómo funciona este aparato?
Yo estaba accionando los botones de la máquina de hacer té. David había instalado una de aquellas máquinas en todas las habitaciones de invitados.
—Es más fácil usar la olla eléctrica —me dijo Fiona.
La enchufó y la puso en marcha. Encendió también las luces y luego volvió a meterse en la cama.
—Todavía es demasiado temprano para levantarnos, cariño —dijo.
—Tomaremos té en la cama.
—Muy bien, pero si no contesto a tu siguiente pregunta durante un rato, es posible que me haya dormido.
—Estaba pensando en librarme de la cena de Dicky, pero no se me ocurre ninguna excusa convincente.
—Pero es que tenemos que ir, cariño. Todo el mundo estará allí. No es un acontecimiento social, y la asistencia no es opcional. Las cenas de Dicky no son más que reuniones del Departamento disfrazadas.
—No me siento lo suficientemente fuerte para pasar una velada entera con la charla imbécil de Dicky.
—¡No tienes ganas! —dijo Fiona con un repentino estallido de resentimiento—. ¿Crees que a mí me apetece estar sentada alrededor de la mesa con todos los demás?
Me incliné y le di un beso en la oreja. No hacía falta que fuera más explícita conmigo. Al decir «todos los demás» se refería a que Gloria, mi antigua amante, asistiría a la cena. Y todos los presentes estarían pendientes de cada mirada furtiva, de cada palabra y de cada sonrisa que intercambiásemos los tres. Era realmente difícil para Fiona, pero para mí tampoco era una merienda en el campo precisamente. A lo mejor Gloria pensaría en alguna excusa convincente.
Eché un vistazo a la habitación mientras esperaba a que el agua hirviese. Nos habían instalado en la mejor de la media docena de habitaciones para invitados. Aquélla era la «habitación de Mozart», y en las paredes había colgados manuscritos de música enmarcados y algunos instrumentos musicales primitivos de madera: una concertina, un violín y una mandolina. Para ahorrar espacio, cada instrumento había sido cortado por la mitad y montado sobre un espejo. Supongo que así también ahorrarían en instrumentos musicales.
—¿Y si George realmente intentó asesinarlo? —me preguntó Fiona con calma; estaba incorporada en la cama y me miraba mientras yo preparaba el té—. No es algo que pueda descartarse por completo, ¿verdad?
—¿Con qué fin? —quise saber.
Y durante un instante me arrepentí de haberle contado confidencialmente aquella conversación. Pero no veía la manera de evitar informar de todo ello a la oficina, y eso significaba que Fiona tenía que enterarse.
—¿Tiene que haber un propósito? Siempre has dicho que no todo acto tiene un propósito.
En realidad lo que yo «siempre he dicho» es que las personas se «vuelven locas» o más bien que actúan de modos completamente irracionales e inexplicables. No había pruebas que sugirieran que el padre de Fiona estuviese loco. Por lo menos no estaba más loco de como yo siempre lo había conocido.
—Supongo que podemos llevar el asunto al equipo de interrogatorios de Berwick House y ver si ellos pueden hacer que a George le produzca alguna reacción.
—Félix era muy viejo —observó Fiona.
—Mira, cariño, si eso hubiera sido de verdad un veneno letal, el pobre gato habría muerto como es debido.
—¿Qué quieres decir?
—Habría mostrado síntomas de envenenamiento.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Nunca he visto venenos indoloros, excepto en las novelas —le expliqué.
Hice el té y llevé la bandeja, con la tetera y tazas y la jarra de leche, hasta la mesilla de noche de Fiona. Era muy ceremoniosa con el té y le gustaba servirlo ella misma.
—¿Nunca?
—Tendría que ser de uno de los grupos importantes: arsénico, cianuro o estricnina. Cualquiera de ellos le habría causado a Félix síntomas espectaculares.
—Papá no es muy observador.
—¿Después de darle lo que sospechaba que era un veneno destinado a él? Estaría observando hasta el último movimiento del condenado gato, lo sabes perfectamente.
—Supongo que tienes razón —convino Fiona—. ¿Y eso pasa con todos los venenos?
—El cianuro provoca espasmos de asfixia y convulsiones; la estricnina, convulsiones aún más violentas. Pero lo más probable es que el veneno fuese arsénico o algún otro metal. Es lo primero que elige el envenenador.
—Sí, tuvimos un caso de envenenamiento por arsénico mientras yo estaba en Berlín. Tuve que testificar. No tenía que ver con seguridad. Fue una pelea doméstica. Uno de los empleados intentó envenenar a su mujer. El forense de la policía me dijo que, de todos los venenos, el arsénico es el que produce síntomas más parecidos a los de muerte natural.
—Bueno, eso es porque los forenses no acuden al lugar del crimen hasta que ya se ha producido la muerte. La próxima vez que lo veas explícale que el arsénico produce vómitos, temblores y diarrea con sangre. Si tu padre hubiera visto sucumbir al gato a causa de una dosis letal de arsénico, no habría podido esperar hasta nuestra siguiente visita de fin de semana para hablarme de ese asunto.
—Supongo que tienes razón, como acostumbras a tenerla en casos así. —Se refería a que yo solía tener razón en asuntos brutales de los que era mejor no enterarse—. El forense era una mujer —me dijo como si se le hubiera ocurrido después.
—Tu padre en realidad no creía que fuera veneno.
—Papá no es un paranoico —me aseguró esquivando diestramente la cuestión.
No, pensé yo, sólo es un megalómano. Para las personas que sólo piensan en ellas mismas todo el tiempo, la paranoia es simplemente una manera como otra cualquiera de confirmar lo importantes que son.
—Sólo tenía que desenterrar al gato y enviarlo a un laboratorio —le indiqué.
—Creo que deberíamos dejar de emitir juicios.
Su lenta sonrisa revelaba lo que opinaba de verdad: que mi prejuicio era irrazonable e inflexible. Desde luego, podía haber estado dando a entender que había montones de venenos que no producen dolor, toxinas exóticas que los químicos elaboran en laboratorios secretos financiados por el gobierno. Pero eso nos habría llevado al mundo del asesinato autorizado oficialmente; y de momento ninguno de nosotros quería creer que George pudiera haber tomado parte en un asesinato de esa clase.
—¿Quieres que te sirva té? —me preguntó.
—Estupendo. ¿Qué estás leyendo?
Cogió el libro de la mesilla para que yo pudiera ver la portada: Buddenbrooks: Verfall einer Familie.
—Cielo santo, Fi, llevas siglos leyendo este mismo libro —dije.
—¿Ah, sí? ¿Y qué prisa hay? ¿Tienes bastante leche?
—Sí —repuse al tiempo que le cogía el té de la mano, aunque en realidad no me gustaba el té con leche; era una de las muchas ideas inglesas a las que nunca me había adaptado como es debido—. Así que Billy ha entrado en el equipo de fútbol del colegio. Vaya, vaya, vaya. Nunca lo consideré un atleta.
—Sí, eso es maravilloso —comentó Fiona.
A ella no le gustaba el deporte de ninguna clase, pero trataba de hacer ver que estaba satisfecha.
—No había nadie intentando entrar por la ventana, Fi —le recordé.
—Sólo era el sonido del viento —afirmó—. No sé qué me pasó. Escucha cómo suena por la chimenea.
—Sí.
Aunque yo no oía el viento en la chimenea ni en ninguna otra parte. La noche estaba en una calma casi anormal.