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LONDRES: hogar de los Cruyer
—Ahora que por fin Bernard se ha unido a nosotros, la ceremonia puede comenzar —anunció Dicky Cruyer con un matiz de impaciencia en la voz.
Dicky vestía un traje de etiqueta de color azul marino. Se lo había comprado en los tiempos en que todos decían que el azul oscuro quedaba mejor en televisión. Pero Dicky no había aparecido nunca en televisión, y ahora el traje parecía sencillamente poco corriente. En respuesta a las urgentes señas que Dicky hacía con la mano, alguien bajó el volumen del equipo estéreo del que salía Stan Getz tocando One-Note Samba.
Yo había sido el último en llegar porque Dicky me había puesto encima de la mesa un expediente sólo dos horas antes, y había tenido que quedarme trabajando para acabarlo antes de marcharme de la oficina. Capté la mirada de Fiona, que sopló para mandarme un beso.
Bret también estaba allí con un traje de etiqueta nuevo. Le sentaba muy bien el negro a su esbelta figura. Llevaba el pelo blanco muy aplastado contra el cuero cabelludo, y la cara angulosa la tenía muy bien afeitada y empolvada, lo que le proporcionaba un aire en cierto modo amenazador, como esa clase de figura de gánster que se inventó Hollywood cuando George Raft y Jimmy Cagney dejaron de hacer musicales.
Retomando su enérgica voz de campamento de instrucción, Dicky continuó hablando:
—Sé que todos los que estáis aquí esta noche... Daphne, cariño, dale una copa a Bernard... desearéis uniros a mí para ofrecerle a Augustus mi tardía felicitación por haberse convertido en el jefe supremo de Operaciones. Venga, date prisa, Daphne. Estamos todos esperando.
Daphne Cruyer estaba sirviendo copas de champán de una botella grande de Pol Roger. En ocasiones como aquélla, en que su marido invitaba a casa a algunos colegas para una cena y la fiestecita consiguiente, se ponía nerviosa. No tenía que haber repartido las copas vacías a los invitados antes de pasar ella con la botella, pues ahora, cuando éstos le tendían la copa, a Daphne se le hacía difícil servir de aquella botella tan grande sin derramar un poco de líquido cada vez.
—Gracias, señora Cruyer —dijo Augustus Stowe cuando el champán desbordó su copa y le corrió burbujeando por los dedos para caerle en el zapato.
Stowe no había estado nunca en casa de los Cruyer y, a juzgar por la expresión distraída de su rostro, en aquel momento se estaba preguntando qué hacía allí. Era un australiano eficiente, sin pelos en la lengua e irritable en extremo. Como alguno de los muchachos que trabajaban de mensajeros había demostrado en la pared del lavabo de hombres, Stowe era extraordinariamente fácil de caricaturizar debido al pelo que le salía de las orejas y de los orificios nasales, y también al hecho de que tenía la cabeza brillante, rosa y completamente calva.
Desde luego, decir que aquella cena era para celebrar el nombramiento de Stowe no era más que una estratagema. Eso se había celebrado, debatido y deplorado muchas semanas antes. A Stowe habían vuelto a colocarlo en el puesto cuando a Dicky lo nombraron para el «Supremo de Europa». Sólo era un arreglo provisional. A Augustus Stowe, que había ocupado aquel puesto europeo durante algún tiempo, se le necesitaba urgentemente para que se encargase de una de las calamidades que formaban parte corriente de la vida en Operaciones. Stowe seguía allí, pero no podía durar mucho más. Nadie se mantenía durante mucho tiempo en Operaciones. Despedir al jefe de Operaciones era el acto de contrición habitual que el Departamento ofrecía al Comité de Inteligencia Conjunta cada vez que los políticos nos lanzaban una salva de quejas. Y últimamente aquellas salvas se habían convertido en una andanada.
Pero Dicky era el hombre de escritorio por excelencia. Con mi mujer de ayudante, se había agarrado a la oficina alemana y al puesto europeo al mismo tiempo. Aquella cena era una manera de decirle a Stowe y al mundo en general que Dicky iba a luchar por mantenerse en la oficina europea. Era una manera de decirle a Stowe que no volviera por ese camino.
—Bueno, creo que ahora todo el mundo tiene una copa. Así que... ¡Felicidades, Augustus! —le deseó Dicky al tiempo que alzaba la copa.
Con diversas dosis de entusiasmo y gestos de buena voluntad, los allí reunidos cumplimentaron a Stowe; luego dieron un sorbo de la copa y miraron a su alrededor.
—Ésa no será una pajarita hecha, ¿verdad, Bernard? —me preguntó Dicky según pasaba por mi lado para ir a ver por qué la camarera de los cacahuetes y las aceitunas no los distribuía con la suficiente rapidez.
La camarera hablaba con Gloria, y estaban comparando los tacones de sus respectivos zapatos.
—Vamos —le dijo Dicky a la muchacha—. Ya deberías estar haciendo las salchichas calientes.
—Se le ha olvidado la mostaza —dijo Daphne—. Es la primera vez que utilizamos este servicio de comida a domicilio. Han enviado seis paquetes de minipizzas congeladas sin preguntarnos si teníamos microondas. Confiaba en que se descongelasen, pero están duras como piedras.
—No puedo ocuparme también del catering, cariño —le dijo Dicky en un tono distante—. No es mucho pedir que te asegures de que esta gente del servicio de comidas traiga la comida apropiada. Dios mío, ya les pagamos bastante.
—Parece hecha, pero eso es porque soy muy bueno haciendo el nudo —le contesté.
—¿Qué dices, Bernard? Ah, sí. Bueno, venga, sé buen chico y pásales las aceitunas a los demás. ¿Me harás ese favor? —Se dio la vuelta hacia Daphne y le dijo—: Pon las pizzas en el horno normal, cariño. Yo continuaré sirviendo «champú» hasta que estén listas.
Encontré la mesa donde Daphne había dejado aquella botella grande de champán y me serví otra copa. Junto a la botella había dos floreros llenos de flores caras. Supuse que algunos de los otros invitados las habrían llevado como regalo y me sentí culpable por no haber hecho lo mismo hasta que vi que un alto ramo de rosas rojas oscuras tenía una tarjeta que decía: «Con mucho cariño, Bernard y Fiona.»
—Nos encanta ese cuadro de Adán y Eva —le oí decir a Dicky detrás de mí.
Me di la vuelta y vi que les estaba confiando sus sentimientos a Bret Rensselaer y a Gloria. Les ofrecí a todos aceitunas, pero sólo Gloria cogió una. La mordió con aquellos dientes sorprendentemente blancos y luego me entregó el hueso. Había cierta intimidad en aquella acción, y creo que ella también se dio cuenta. Le sonreí. Parecía que aquello iba a ser lo más íntimo que sucediera entre nosotros durante mucho tiempo. Dicky le estaba contando a Bret cómo Daphne había comprado el cuadro en un mercadillo de Amsterdam. Yo había oído aquella historia mil veces, y recordaba con claridad a Bret de pie en el salón de los Cruyer escuchando educadamente el relato difuso y más bien dudoso de Dicky acerca de aquella adquisición.
Augustus Stowe estaba de pie en el rincón, junto a una vitrina, examinando el contenido de ésta, la valiosa colección de plumas estilográficas antiguas de Dicky Cruyer. Parecía una colección apropiada para un hombre que había llegado tan alto en el mundo de los burócratas. Quizá Stowe pensó lo mismo, porque hizo una mueca y se adelantó para reunirse con dos personas de su sección de Operaciones que estaban hablando con Fiona. En realidad, no importaba si Augustus Stowe era el invitado de honor o era sólo uno más. La velada realmente se había organizado para que Dicky pudiera aclarar su relación de trabajo con Bret. Aquélla era una velada para decidir entre la fortuna o la ruina. Podía ser que se hablase del trabajo en la oficina o podía ser que no, pero cuando acabase la velada aquellos dos hombres habrían firmado la paz o se habrían declarado la guerra.
A Dicky le había resultado difícil adaptarse a la manera inesperada en que Bret había llegado a Londres. Había salido de la alfombra mágica y había entrado en la oficina del director general adjunto como Cleopatra ante el sobresalto de César, y se había hecho con el control del Departamento. Al parecer, su único superior auténtico, el director general, le estaba dando más o menos carta blanca.
—Ya no se puede tratar Europa como un extraño surtido de gente que habla idiomas raros y tiene costumbres raras —le estaba explicando Dicky con toda seriedad a Bret—. Europa junta reúne a más gente, más talento y más riqueza que todos los Estados Unidos de América juntos.
Bret no dijo nada. Y sin embargo yo sabía, debido a la larga temporada que había pasado con Bret en California, que aquélla era la clase de comentario que solía producir en él una ácida pregunta acerca de por qué Europa no podía pagar servicios armados para defenderse y necesitaba la ayuda militar americana. Bret era anglófilo, pero eso no significaba que se sintiera europeo. El enamoramiento que sentía Bret por Inglaterra y por los ingleses lo hacía ser excesivamente escéptico en lo tocante a la vida que llevaban los extranjeros al otro lado del canal de la Mancha. Le sonrió a Dicky.
—Desde que me trasladé a la sección de Europa me he hecho el firme propósito de visitar todas nuestras oficinas europeas. Me encanta Europa. En algunos aspectos considero París como mi auténtica casa —comentó Dicky.
—¿Y cómo te las arreglas para compartir la autoridad con Fiona? —le preguntó Bret.
—¿Se ha quejado?
—Está tan atareada recorriendo el mundo que rara vez tengo el placer de hablar con ella.
—Me apoya en todo lo que hago —le aseguró Dicky—. Difícilmente sabría cómo... —Hizo una pausa y se humedeció los labios. Sospecho que había estado a punto de decir que no sabría cómo se las arreglaría sin ella, pero cambió de opinión en el último momento: No sabría cómo sustituirla.
—No hace falta que te preocupes por tener que sustituirla, Dicky —le dijo Bret.
—¿Ah, no? —le preguntó Dicky con nerviosismo.
Y sorbió un poco de champán.
Había sido en una reunión como aquélla, celebrada con anterioridad en casa de Dicky, donde Bret había anunciado que era el recién nombrado director general adjunto. Y aquella traumática experiencia había dejado a Dicky preocupado, y ahora estaba nervioso al pensar que podía ser que Bret eligiera aquella velada para dejar caer otro bombazo parecido.
Pero Bret no añadió nada más a aquel veredicto sobre la seguridad de Fiona en el puesto que ocupaba. Obrando en cierto modo con intención, se separó de Dicky para ir a hablar con ella. Le oí decir:
—Estás arrebatadora esta noche, Fiona.
Mi esposa llevaba puesto un vestido de corte austero verde oscuro con los zapatos a juego. Cuando Bret empezó a hablar con ella, Fiona frunció el entrecejo y bajó la cabeza como si estuviese concentrándose. O quizá se estaba mirando los zapatos de seda. Me había dicho muchas veces que era difícil mantenerlos en buen estado. Nunca se los ponía cuando conducía, se los quitaba y accionaba los pedales con los pies cubiertos por las medias. Todo el mundo llevaba traje de etiqueta. El mío estaba arrugado por todas las zonas donde no le convenía estarlo. Lo había metido de cualquier manera en la maleta al regresar del fin de semana en casa de mi suegro y lo había sacado de allí sólo media hora antes de ir a casa de Dicky.
Como para disimular cualquier confusión que hubiera sufrido a manos de Bret, Dicky se volvió hacia mí y dijo:
—Bret está un poco nervioso esta noche. Esta tarde ha habido una alerta sobre seguridad personal de todos los altos cargos. Le dije a Bret que tendría que ir armado, pero me contestó que eso le estropearía la línea del esmoquin.
Dicky se echó a reír de una manera que hacía difícil averiguar si se estaba burlando de la tontería de Bret o memorizando aquellas palabras para utilizarlas él.
—Nadie me había dicho nada —observé.
Dicky bebió un sorbo de la copa y paseó la mirada por la habitación para ver quién hablaba con quién.
—Bueno, es que tú no formas parte exactamente del personal superior, muchacho —me aclaró con una sonrisa de adolescente. Aquella noche Dicky aparecía joven, fresco y enérgico. Y el pelo se le había rizado casi de un modo artificial. Me pregunté si no se haría la permanente de vez en cuando—. No hay por qué alarmarse. A los gorilas de la embajada se les ha pedido que proporcionen cierto respaldo. Y eso es cuanto hemos descubierto. Dudo si será alguna clase de golpe. Sospecho que tiene que ver con los disidentes. Podría ser cualquier cosa. Podría ser un robo o un pinchazo de las líneas telefónicas.
Daphne acudió al lado de Dicky. Llevaba puesto un vestido largo liso con grandes flores bordadas. Daphne había comprado un retal de tapicería defectuosa en uno de los mercados de antigüedades que frecuentaba y le había quitado las flores.
—¿Crees que serás capaz de trinchar el cordero? —le preguntó a Dicky.
—Te dije que no trajeran una pierna.
—Es que la espalda tiene mucha grasa —se excusó Daphne.
—Pues que lo trinche Bernard —se le ocurrió a Dicky—. A él se le dan bien esas cosas.
—¿Serías tan amable de hacerlo, Bernard? He hecho afilar el cuchillo.
—Claro que sí —respondió Dicky por mí antes de que pudiera hacerlo yo—. Es mi esclavo, ¿no? Hará cualquier cosa que yo le diga. —Me pasó una mano por los hombros y me abrazó—. ¿Verdad que sí, Bernard?
—Vale, lo trincharé, Daphne —convine—. Pero no soy un experto.
—Vaya, cómo tienes la cara —observó Daphne—. ¿Qué te ha pasado, Bernard?
—Que se ha aplicado la borla de empolvarse con demasiada energía —dijo Dicky.
—No me digas —comentó Daphne mientras me miraba llena de lástima.
—Es un secreto —le explicó Dicky—. Déjalo en paz. A Bernard le pagan para que reciba unos cuantos golpes cuando el trabajo lo exige.
Desde luego, yo sabía que Dicky me estaba tratando como le habría gustado tratar a Bret. Aunque yo no había seguido las implicaciones exactas de la conversación con Bret, la irritación que la misma le había producido bastaba para decirme que Dicky no se sentía completamente seguro en su puesto de la oficina europea. Me preguntaba si Bret estaría a punto de hacer que Fiona diese un salto malabar y la convertiría en jefe de Dicky. Era la clase de dispositivo que Bret utilizaría para agitar el Departamento. Y a Bret se le había oído decir que lo que el Departamento necesitaba con urgencia era una buena sacudida. El problema radicaba en que siempre era yo quien recibía el fuego antiaéreo de Dicky.
—Es la crisis de la mitad de la vida —me comentó Daphne cuando llegamos a la cocina y yo, tras valorar la pierna de cordero asada, estaba poniendo uno de los extremos bajo el cuchillo de trinchar—. Eso es lo que me dice el médico.
Daphne se había puesto un delantal de cocinera de algodón blanco almidonado. El nombre, Daphne Cruyer, estaba bordado en la parte frontal en letras rojas, al estilo de los que Paul Bocuse había hecho famosos.
—Todavía eres joven, Daphne —le dije.
—No me refiero a mí, sino a Dicky —me aclaró mostrando un destello de resentimiento—. Dicky está pasando la crisis de la mediana edad.
—¿Y el médico te ha dicho eso?
—El médico sabe lo trastornada que estoy —me explicó—. Y sabe lo insensible que puede llegar a ser Dicky. Es a causa de todas esas chicas jóvenes de las que está rodeado todo el día. Se ve obligado a demostrar constantemente su masculinidad. —Trajo una gran fuente ovalada del brillante horno profesional de acero que había instalado desde mi última visita—. Puedes trincharlo ahora y lo servimos ya trinchado, Bernard.
—Prefiero hacerlo en la mesa, Daphne. Sé que así es como a ti te gusta servir la cena.
—Eres un verdadero encanto —me dijo—. Si fuera a ti a quien persiguiesen todas las chicas, lo encontraría más fácil de comprender.
—Sí, yo también —convine.
Después de aquello los invitados se sentaron y la fiesta continuó como solían continuar las cenas de Dicky. Daphne se encargó de que Gloria y Fiona se sentasen tan alejadas como fue posible. Y se lo agradecí.
Al día siguiente hice un viaje que me llevó al auténtico campo de Inglaterra. Aquél era un contraste completo con la acogedora tierra de juguete que mi suegro compartía con los corredores de bolsa, banqueros, jueces y ginecólogos de Londres.
Las visitas a tío Silas siempre habían marcado mi vida desde que yo era niño. Siempre me había encantado Whitelands, su estupenda granja laberíntica en el borde de los Costwolds. Incluso en invierno era magnífica. La casa, construida con piedra marrón de la región, con la puerta principal de roble tallado antigua y las ventanas divididas con parteluces, proporcionaba una imagen perfecta de la vieja Inglaterra tal como a la industria de las tarjetas de Navidad le gustaba representarla. Incontables veces me había escondido en el desván lleno de telarañas o me había sentado en la habitación del billar, que tenía las paredes forradas de madera, en el banco que había debajo de los soportes para los tacos y me había quedado mirando las lastimeras cabezas de los ciervos disecados, ahora apolillados y casi sin pelo. Yo no podía pensar en Whitelands sin recordar el olor de los hojaldres recién horneados que la señora Porter sacaba de aquel temperamental y antiguo horno de carbón. Y al igual que me resultaba imposible acordarme sin estornudar de mis exploraciones en aquel vasto granero de piedra, tampoco podía recordar sin estremecerme aquellos viajes a la iglesia las frías mañanas de domingo.
Para mí lo mejor de aquellas visitas infantiles a Whitelands eran las comidas a base de buey asado que la señora Porter, el ama de llaves, cocinaba con tanto afán y amor. Los domingos siempre había para comer caza de la región: si no era perdiz o faisán, seguro que Silas trinchaba y servía liebre o conejo. Cuando crecí y aprendí a contar, se me permitió llevar la puntuación del marcador del billar. Ello me proporcionaba una excusa para estar allí, me daba la oportunidad de observar a mi padre, a Silas y a las otras lumbreras del Departamento mientras se fumaban los puros cubanos de Silas, bebían brandy Hine de cosecha y discutían sin malicia sobre que había que arreglar el mundo y exactamente cómo y cuándo lo harían.
Whitelands había pertenecido a la familia Gaunt desde que uno de sus más opulentos antecesores se la compró a un magnate de la cerveza que decidió trasladarse a otra propiedad más grandiosa. Sólo después de jubilarse, Silas fue a vivir allí durante todo el año, y su hospitalidad se hizo legendaria. Allí iba toda clase de gente rara a pasar el fin de semana; a los músicos, ya fueran destacados o no tuvieran un céntimo, se les acogía especialmente bien, porque Silas era un gran aficionado a la música. Rara vez se trataba de personas famosas, pero siempre eran sociables e interesantes. Los fines de semana tenían un ritual que no cambiaba: un paseo por el campo hasta el río, servicio eclesiástico, partidas de billar llenas de humo sólo para hombres y una cena formal para la que se esperaba que los invitados se vistiesen con vestido largo y traje de pingüino.
Silas era pariente lejano de la familia de Fiona, y fue el padrino de mi hijo. Los amigos se convertían en parientes y los parientes se convertían en amigos. El Departamento siempre había sido así, una curiosa mezcolanza de muchachos brillantes procedentes de colegios caros y de sus parientes masculinos incapaces de encontrar otro empleo. Quizá el Departamento hubiera sido mejor y más eficiente si su personal se hubiera reclutado de un espectro más amplio de la vida británica, pero entonces no habría sido tan divertido ni tan frustrante.
Ahora Whitelands y todo lo que representaba iba a acabarse para siempre. De algunas habitaciones ya se habían sacado las pertenencias personales de Silas. Una extensa sábana de polvo blanco había transformado las sillas, y la mesa larga y pulida del comedor se había convertido en un dirigible arrugado. La mesa del comedor, sin paneles extensibles, era más corta de lo que yo recordaba. Me entristecí al pensar que nunca volvería a ver aquella mesa llena a rebosar de comida, con una muchedumbre a su alrededor discutiendo ruidosamente.
—Volveré —aseguró Silas con firmeza como si me hubiese leído el pensamiento—. Sólo voy a alquilar este lugar... por un breve tiempo. Y a unas personas que conozco bien. Les he dicho que volveré. Incluso voy a confiarles la llave de mi bodega.
—Bueno, espero que así sea, Silas —le dije—. ¿Y la señora Porter?
—Vivirá cerca. Puse esa condición. Necesito saber que hay alguien aquí que no pierde de vista las cosas por mí. ¿Vendrás a verme?
Asentí. Estábamos sentados en lo que Silas llamaba «salón». La mayor parte de la luz procedía del fuego de la gran chimenea abierta sobre la que acababa de colocar un leño cubierto de musgo. Aquél era el santuario al que Silas se había retirado cuando empezó a encontrarse mal. Se había rodeado de sus posesiones más preciadas: su sofá favorito lleno de bultos y un cuadro igualmente ruinoso que representaba a su abuelo montado a caballo. Silas también estaba lleno de bultos. De por sí corpulento, su afición a la buena comida y una absoluta indiferencia por el aspecto personal habían dado como resultado que se volviera gordo y desaseado. El pelo que le quedaba era como rizado, tenía las mejillas pesadas, la camisa rozada y el cárdigan de lana se iba deshaciendo poco a poco, como el propio Silas.
—Has plantado árboles nuevos —observé.
—Se me partió el corazón cuando perdí los olmos.
—Pronto crecerán.
—Son arces canadienses o algo parecido. Los de la repoblación forestal dicen que crecen rápidamente, pero son árboles que tienen mal aspecto. No me gustan.
—Dales una oportunidad, Silas. No debes mostrarte tan impaciente.
—Un apartamento —dijo Silas—. ¿Cómo será la vida en un bloque de apartamentos?
—Creía que había sido idea tuya.
—Bueno, fue un compromiso —me explicó—. Al principio fue sólo mi médico local, que me amenazó. Pero luego el Departamento se unió a él. Dicen que todo es por mi bien, pero yo preferiría quedarme y aguantar aquí lo que ocurriera. Todos tenemos que morirnos algún día.
—No hables así —le aconsejé—. Todavía tienes años de vida y trabajo por delante.
—¿Y mi música? —me preguntó Silas—. Me llevo todos mis discos y mis cintas. Espero que ningún desgraciado me aporree la pared sólo porque son más de las once de la noche.
—Que te pongas bien, eso es lo importante. Ponte bien y vuelve a casa, a Whitelands.
—No estoy enfermo —me aseguró. Aunque estaba viejo y jadeaba un poco, parecía gozar de buena salud y también de una evidente claridad mental—. Pero el Departamento me obligó a dejar que su estúpido médico me hiciese un reconocimiento físico. Se trata de una norma nueva de los fondos de pensiones. Y ahí empezó todo el alboroto. Si no, no habría accedido a marcharme de aquí de ninguna manera. Antes de que te vayas, a lo mejor quieres echar un último vistazo, ¿no, Bernard?
—Sí —le dije.
—Y quiero que te lleves un par de cajas de vino. Elige lo que quieras. —Y antes de que yo pudiera responder, añadió—: Yo no podría bebérmelo todo aunque viviese cien años.
Lo miré y aguardé a oír el motivo por el cual había reclamado mi presencia. Silas era un viejo ruidoso y extravertido, llañote pero retorcido, y ciertamente no era probable que me hubiera hecho ir allí sin una razón específica. Se levantó y cerró la puerta. Alto, rollizo y desaseado, tenía muchas debilidades, de las cuales el juego era la que más se asociaba con él, tanto en lo referente al trabajo como a los juegos de azar.
—Hay cosas que nunca se confiaron al papel, Bernard —continuó diciendo—. Cuando yo me vaya, los hechos se irán conmigo. ¿Comprendes?
—Claro.
—Siempre he sido un jugador. A veces he ganado. Cuando he perdido he pagado sin quejarme. Pero en todos los años que he pasado en el Departamento nunca he jugado con la vida de personas. Eso lo sabes muy bien, Bernard.
No contesté. La verdad era que yo no sabía qué se decidía en los diálogos secretos que los hombres como Silas sostenían en el piso superior.
—El año pasado, cuando creí que íbamos a perder a Fiona, estaba realmente preocupado. Ellos, esa gente de allí, no son como nosotros, Bernard. No hacen preguntas, explican y aíslan. —Sonrió; aquélla era una de las máximas del Departamento—. Si les hubiera llegado la onda de lo que Fiona le estaba haciendo a su precioso imperio socialista, el fin de tu mujer habría sido demasiado salvaje hasta para pensar en ello. Metieron a ese tipo... cómo se llamaba... vivo en un horno. Al principio aquí nadie quería creerlo, pero luego interceptamos el informe oficial. Se hizo delante de testigos.
—¿Qué pasa, Silas? ¿Qué intentas decirme?
—Yo no sabía que iban a matar a Tessa —me aseguró—. Lo único que me dijeron fue que habría una identidad falsa. La identidad de ella.
—¿Quién te dijo eso?
—Les entregamos todo el proyecto a los yanquis —dijo Silas—. Necesitábamos distanciarnos de ello.
—Eso no encaja con lo que yo sé —le comenté—. Lo hizo un hombre llamado Thurkettle, ¿no?
—Thurkettle. Sí, un americano.
—Un mercenario americano. Lo que yo he oído decir es que lo sacaron de una prisión de alta seguridad para que hiciera cierto trabajo sucio para la CIA. Un trabajo muy sucio.
—Puede que sí —concedió Silas—. Yo creí que era un agente de Washington. Me convencieron para que le diera carta blanca.
—¿Para hacer qué?
—No para asesinar a nadie, ciertamente —dijo Silas con indignación—. No llegué a conocerlo en persona, desde luego, pero me aseguraron que podía proporcionarnos una cortina de humo mientras sacábamos de allí a Fiona.
—¿Proporcionar una cortina de humo? ¿Y qué te pensabas que iba a hacer?
—Era vital que la gente de la Stasi, y también la de Moscú, creyeran que Fiona había muerto. Si hubieran sabido que estaba a salvo, y en California, dándonos una imagen detallada de todo lo que ellos habían hecho... Bueno, sencillamente habrían entrado en acción, se habrían puesto en estado de emergencia: habrían cambiado los códigos, habrían cambiado los métodos, habrían cambiado los agentes, lo habrían cambiado todo. Los años de valor y peligro de Fiona habrían sido en vano.
—Pero Tessa fue asesinada. Y quemaron su cuerpo para contribuir al engaño.
—¿Qué puedo decirte? No puedo decir que yo esté libre de culpa, porque no es así. Confié en aquel cerdo. Pensé que iba a ser sólo una cuestión de papeleo.
—¿Sin un cadáver? ¿Cómo habría podido funcionar eso? —le pregunté.
—Con el cuerpo de un muerto quizá. Con un cadáver sacado del depósito de un hospital. Eso ya se había hecho antes, y sin duda volverá a hacerse. Lo malo no es el uso del cadáver, ¿verdad? Lo malo es el asesinato.
—Sí, es el asesinato —convine.
—La muerte de Tessa ha traído terribles consecuencias —dijo Silas—. Ninguno de nosotros volverá a ser el mismo. Ni tú, ni Fiona ni el pobre marido de Tessa. Y yo tampoco, desde luego. Desde que me enteré de la noticia no he dormido una noche de un tirón. Fue el final de mi relación con el Departamento, claro está. El director general quería que yo continuase en mi habitual papel de asesor siempre a mano, pero le dije que no podía hacerlo más. Aquello me partió el corazón.
—¿Dónde está ahora Thurkettle?
—Se fue a Oregón, es lo último que supe de él. Pero puede que se haya marchado de allí. Los americanos le proporcionaron una nueva identidad para que pudiera hacer más o menos lo que le diera la gana. Se dijo que iban a arreglarlo todo para que se enfrentase a cierta acusación por asesinato, pero eso habría significado negociar con los americanos. Y aunque ellos hubieran accedido, nosotros difícilmente podríamos sacar a la luz en un juicio las acciones que habíamos llevado a cabo como tapadera. Ocultar el hecho de que Fiona estaba sana y salva era exactamente lo que habíamos pensado hacer desde el principio.
—Ya.
—Y hasta cierto punto Thurkettle probablemente opine que hizo lo que debía hacer.
—Sí —dije—. Y hasta cierto punto sospecho que tú también opinas lo mismo.
Silas frunció el ceño.
—Creí que lo comprenderías —me dijo—. Tu padre lo habría comprendido.
—Desde luego que lo habría comprendido. A él lo acusaron de disparar contra unos alemanes llamados Winter en mil novecientos cuarenta y cinco. Era inocente. Pero el Departamento mantuvo la acusación porque no quería que se enfrentara a los interrogatorios de abogados americanos en otra jurisdicción.
—Eso es una simplificación excesiva —protestó Silas.
—Eso echó a perder su carrera, ¿no es cierto?
—Tu padre comprendió que era necesario.
—Muy bien. Pero no esperes que yo siga la corriente y acepte tonterías de esa clase como tuvo que soportar mi padre. Mi padre no es yo, y yo no soy mi padre. El tiempo ha pasado, y lo mismo ocurre con todo lo demás.
—Odio las peleas —me confió Silas quejumbrosamente.
—Sí, ya lo creo que sí. Yo también si puedo salirme con la mía sin tener que pelearme.
Cuando salí de la habitación, Silas se apoyó en el respaldo y cerró los ojos como si le doliera algo. Busqué a la señora Porter con la intención de despedirme de ella. Esperaba que me diera su opinión confidencial acerca de Silas y de los planes que éste tenía en la cabeza. La encontré en la cocina, y estaba decidida a guardar silencio.
—Sé de qué quiere usted hablar, señor Bernard —me dijo—. Pero yo sé cuál es el lugar que me corresponde. Y no es cosa mía tener una opinión acerca de nada. —Sacó el pañuelo y se limpió la nariz—. No puedo librarme de este constipado. Y hay mucho que hacer en la casa.
Me sonrió. La señora Porter había contribuido a crear el ambiente mágico de Whitelands. Era difícil adivinar cuántas cosas de todo lo que yo amaba quedarían después de que se mudaran allí los nuevos inquilinos.
Subí al coche y me encontré con que estaba temblando. No sé por qué, quizá se debió al enfado y al resentimiento, o a los recuerdos de la humillación de mi padre. Conduje hasta el pueblo y me detuve en el Brown Bess. Era una pequeña taberna pasada de moda, embutida entre un estanque de patos con espuma incrustada y un monumento de guerra muy descuidado. Los aldeanos que podían permitírselo, así como los habitantes de fin de semana, frecuentaban el otro bar, el Queen Victoria, un local lleno de espejos que daba al parque de la aldea, donde los jugadores de cricket del fin de semana y sus familias, que iban a admirarlos, podían disfrutar de comida congelada con nombres extranjeros y de champán con un chorro de zumo de grosella negra. El Brown Bess era un lugar íntimo de reunión para granjeros que jugaban a los dardos. El patrón me sirvió lo que le pedí con una falta de amabilidad atroz que rayaba en la hostilidad.
Cogí la cerveza y el sándwich de queso Cheddar y me senté en los escalones del monumento de guerra para comérmelo, sin apenas notar el frío. Quería pensar con calma. El hecho de haber tenido que soportar los modos retorcidos de mi suegro y luego los de Silas Gaunt en una sucesión tan inmediata era más de lo que se le podía pedir a cualquiera. Me rebelé. Después, cuando ya era demasiado tarde, hasta mis amigos más leales y mis partidarios más incondicionales aseguraron que mi plan de acción había sido impetuoso y que yo había estado muy mal aconsejado. Los que se comportaron con mayor amabilidad dijeron que no era propio de mí. Se preguntaban por qué había actuado impulsivamente sin confiárselo a ninguno de ellos, o por qué no había pensado más en las consecuencias.
Lo que más me preocupaba era la reclamación que David hacía sobre mis hijos, y la aparente indiferencia con que Fiona parecía tomarse el asunto. El problema y sus posibles soluciones me daban vueltas sin parar en la cabeza. Aquel día, sentado en los escalones del monumento de guerra con la pinta de cerveza en la mano, hice una lista en una sola página de mi cuaderno de todas las alternativas que se abrían ante mí, sin importarme lo absurdas o poco prácticas que fueran. Estuve repasando todas las respuestas una a una y rechacé sólo aquellas que no tenían la menor posibilidad de éxito. La cosa era como sigue: discutir con David no iba a servir de nada, y enfrentarme a él a través del caro sistema judicial de Gran Bretaña sólo tendría como resultado que él acabaría por conseguir la custodia de los niños y yo tendría que sufragar el pago de unos honorarios legales que me llevarían a la bancarrota. Con la conversación acerca del arsénico fresca todavía en el recuerdo, consideré incluso la alternativa de asesinarlo. También habría podido hacerlo. Pero me pareció que aunque no se descubriera, aquello les proporcionaría a los niños un legado aún peor que tener a David por padre.
Para añadir otra dimensión a mi apurada situación, me resultaba imposible olvidar el aviso que un inglés de la embajada de Varsovia me había dado hacía poco. Ese hombre creía que los del otro lado podían vengarse, por el modo como los había engañado Fiona, matando a los seres queridos de ésta uno a uno y a intervalos impredecibles. Le habían hecho eso anteriormente a un desertor ruso llamado Simakaitis, y había acabado en un asilo para desequilibrados mentales. Bien, la hermana de Fiona estaba muerta y su cuñado se hallaba en un lío que bien podría haber sido ideado por Moscú. Fiona distaba mucho de estar bien; a veces me parecía que se hallaba al borde de una crisis nerviosa. Quizá realmente existía algún plan diabólico para vengarse de toda la familia. Y quizá estaba funcionando ya.
Saqué todo el provecho que pude de mi prolongada estancia en Londres. Al día siguiente acudí a una cita en el sótano de una de las librerías de segunda mano que atestan el extremo de la calle Charing Cross que da a Leicester Square. El encuentro había sido a petición mía, así que difícilmente podía discutir sobre el lugar de la reunión. Yo había estado antes en aquella tienda. Era un lugar de encuentro bastante útil, y los conocía a todos; me dirigí por las estrechas escaleras de madera a un sótano que se convertía en un laberinto de pequeñas habitaciones. Todas ellas estaban atestadas de libros viejos. Aquí y allá algunas estanterías al aire dividían los espacios de manera que había que apretarse para pasar entre ellas. Había libros apilados en el suelo y otros permanecían sin desembalar en polvorientas cajas de cartón.
Las habitaciones subterráneas eran húmedas, porque Londres es una cuenca y no estábamos lejos del río. Los libros despedían olor a moho. Enciclopedias de todas las formas y tamaños compartían los estantes con generales de batallas de guerras vueltas a luchar, deslustradas estrellas del mundo del espectáculo y memorias de políticos olvidados, cuyas percepciones habían sido pulidas por la perspectiva del tiempo.
Había libros esparcidos por todas partes. Algunos estaban volcados, a otros los habían metido de lado en los estantes y el resto se encontraba en el suelo como si los hubieran desechado. Parecía que una emergencia inesperada hubiera interrumpido el trabajo en aquel lugar. Mientras pasaba por las puertas bajas de una sombría cámara a otra, me daba la impresión de estar explorando una tumba prehistórica y las depredaciones de ladrones desaparecidos hacía ya mucho tiempo.
Reconocí algunos de los libros: estaban exactamente en la misma posición que cuando estuve allí hacía un año o más. Y lo mismo ocurría con el Sueco.
El Sueco era piloto profesional. Tenía un físico poderoso e incuestionablemente valiente, pero era cauto por naturaleza. Poseía el temperamento perfecto para un hombre que había hecho aterrizar aviones en medio de una oscuridad total o en terreno desconocido y había vuelto a salir volando. Sistemático y serio, estaba atormentado por los dolores de espalda y las hemorroides crónicas, que son gajes del oficio de piloto. En otro tiempo había sido un joven apuesto y todavía quedaban vestigios de ello, pero los dientes descuidados, la nariz rosada y el pelo escaso lo convertían en uno de tantos ciudadanos de edad.
Llevaba puesta una trenca Burberry nueva, un sombrero de lana a juego y una bufanda a cuadros escoceses, tributo totémico al turismo británico. Cuando me reuní con él en el lugar acordado del sótano, el Sueco estaba de pie debajo de un letrero tosco que decía: «Estudios bíblicos.» Aunque parecía enfrascado en un volumen grueso encuadernado en piel, levantó la vista y volvió a poner el libro en el estante.
—Siempre con los estudios bíblicos, Sueco —le dije—. ¿Y eso por qué?
Tenía una mano metida en el bolsillo de la trenca beige; de repente la sacó y blandió un revólver enorme Colt Navy, un arma antigua que yo sabía que era de una precisión letal.
—¡Manos arriba!
—No seas pesado, no estoy de humor para bromas.
—Bang, bang. Estás muerto.
Era bajo y curtido, y su inglés hablado estaba marcado por una entonación nasal que había adquirido en América.
—Sí, ya lo sé. Hazle eso a uno de nuestros muchachos más nuevos y te liquida.
—Es una réplica. La compré en una tienda que vende maquetas de coches y aviones. Es una reproducción perfecta. ¿No es estupendo? Exactamente igual que la auténtica. Mira.
Me ofreció el arma. Era una reproducción hecha con todo lujo de detalles. Sólo el peso, muy liviano, la traicionaba. Le eché un vistazo rápido a la pistola y se la devolví. Supongo que conservar una fe infantil en los artilugios forma parte del carácter de los hombres que vuelan. Si no, quizá empezarían a creer en la fuerza de la gravedad.
—Salió bien... ese trabajo de recogida que hice para ti.
—Sí —le dije.
No era propio de él hablar de los trabajos pasados. ¿Qué pretendía, una medalla? ¿Una recomendación? ¿Una mención? A aquellas alturas el Sueco ya debía haber aprendido lo mucho que el Departamento odiaba a cualquiera de los que denominaban «pegotes», y eso significaba cualquiera que aspirase a una recompensa como es debido.
—Era tu cuñado, ¿verdad? Me refiero al tipejo aquel tan nervioso que trajimos.
—No.
—Pues eso he oído decir.
—¿Eso has oído decir? ¿Y a quién se lo has oído decir? —le pregunté.
El Sueco jugueteaba con el arma apuntando a las bombillas y a la puerta.
—Es que nosotros los aviadores nos movemos mucho por ahí. —Me miró—. ¿A qué viene todo este secreto tan especial? ¿Por qué en Londres? ¿Por qué no te pusiste en contacto conmigo a través de vuestro hombre en Estocolmo? ¿Es que estás metido en problemas, Bernd?
—Escúchame, Sueco —le pedí.
Y le conté brevemente lo que quería que hiciera. Una tarea sencilla consistente en recoger a alguien, la misma clase de trabajo que llevaba haciendo veinte años.
—¿Es para el Departamento?
—¿Crees acaso que me he puesto a trabajar por mi cuenta?
—Pero eso costará mucho dinero. De cualquier manera que lo hagamos, saldrá muy caro.
—Ya lo sé.
—En los viejos tiempos el mar de Irlanda era un vuelo de rutina. Pero desde que vuestros rebeldes irlandeses empezaron a traer sus Armalites y Semtex, los británicos han apuntado en esa dirección su radar y lo tienen controlado día y noche. —Se metió el arma en el bolsillo—. ¿Dónde tengo que recoger a los tuyos? ¿En Inglaterra? No me pidas que me deje caer de noche en alguna pista de aterrizaje abandonada de los tiempos de la guerra, ya no hago trabajos de esos en los que hay que aterrizar dando saltos alrededor de algún bache de un kilómetro de profundidad y luego acertarle a una máquina cosechadora. ¿Vale la pena, Bernd? Lo que quiero decir es que no hay control de pasaportes entre Inglaterra y la República Irlandesa. Los de inmigración apenas miran. He oído decir que es un paseo. ¿Qué haces tú metiendo gente ilegalmente por avión a través del mar?
—No es tan fácil. Inmigración sigue intacta. En cuanto nombras Irlanda creen que perteneces al IRA y llaman por teléfono a la policía.
—Pues trae una barca irlandesa veloz, ¿no te parece?
—Todavía más llamativa —dije—. Los motores fuera borda los roban y también otras cosas valiosas, de modo que las comunidades costeras siempre están muy bien vigiladas por si pasa un extranjero que robe las barcas.
Se rascó la cara.
—Entonces, cuanto más pequeño, mejor. Quizá se podría alquilar un avión de uno de esos pequeños clubes de vuelo de East Anglia o de cualquier otra parte. En efectivo, nada de hacer preguntas. No sé. Tendré que hacer algunas pesquisas. ¿Cuándo quieres que se haga?
—Pronto. Cuanto antes.
—Entonces, los clubes quedan descartados. No funcionan hasta que el tiempo mejora un poco. En esta época del año ni siquiera es fácil alquilar un avión comercial decente.
—Ya.
Para él iba a ser complicado. Tendría que hacerlo utilizando identidad falsa y todos los documentos que se necesitan en Europa para conseguir un avión y pilotarlo tendrían que ser falsos. Últimamente habían circulado rumores de que el Sueco estaba dispuesto a hacer toda clase de cosas que antes se había negado a hacer, como asuntos de drogas, armas y oro, y la gente decía que cada vez era menos selectivo en la elección de sus clientes. Esa clase de cosas desagradables decían los rumores. Yo no los creía, desde luego, pero cuando los filibusteros como el Sueco se hacen viejos, uno nunca puede estar seguro de qué camino seguirán. Y la fascinación infantil que demostraba por aquella pistola de imitación no resultaba tranquilizadora.
—No será para los yanquis, ¿verdad? —me preguntó.
—No.
—Porque yo ya no quiero trabajar para los yanquis. Hacen sus planes detallados y luego, cuando llega el momento, vuelven todo del revés. No trabajo para los yanquis.
—Sí, ya lo sé —le dije.
En realidad, aquel hombre al que todos llamaban el Sueco era alemán, un ribereño del Rin llamado Franz Bender. En 1944 era un joven piloto civil que trabajaba para Messerschmitt, en Augsburgo. Cuando acabó la guerra, especialistas de las fuerzas aéreas americanas fueron y cogieron a los pilotos de aviones de combate, a los ingenieros, a los diseñadores y también a los pilotos de Messerschmitt. Sólo puedo suponer las historias que les contaría, pero lo cierto es que los convenció de que estaba capacitado para pilotar aviones ligeros. El caso es que los americanos le creyeron. Consiguieron uniformes del ejército americano que les sirvieran a todos y se los llevaron consigo ilegalmente a Estados Unidos. No sé si alguna vez tuvo que probar que sabía pilotar uno de aquellos reactores de guerra, pero lo mantuvieron allí. Estuvo viviendo en la base americana de Wright Field durante casi tres años, enseñando todo lo que sabía de pilotaje y de mantenimiento de aviones a reacción, e inventándose el resto. Se le daba bien traducir los manuales de entrenamiento de la Luftwaffe al inglés americano. Le pagaron un salario civil generoso; le proporcionaron un coche y un apartamento. Tenía montones de amigas. Era un muchacho guapo y aquel acento suyo las encantaba.
Luego, una noche, al volver a casa de una fiesta, un policía lo detuvo por exceso de velocidad. Franz no tenía carnet de conducir ni tarjeta de seguridad social, y cuando reconoció que era extranjero resultó que no tenía ni siquiera pasaporte para demostrar quién era. El policía era un duro veterano de guerra y no les tenía la menor simpatía a los alemanes de cualquier forma o condición. Y Franz tampoco recibió mucha comprensión de los demás funcionarios con los que se topó. La guerra había terminado y los americanos que eran amigos suyos, los que podrían haber movido algunas cuerdas para ayudarle, se habían convertido en civiles y habían desaparecido del mapa. Nadie se mostró dispuesto a ayudarle. Los de inmigración de Estados Unidos lo tuvieron en la cárcel casi seis meses, pero ningún abogado se ocupó de su defensa, y finalmente lo deportaron a Alemania. Aunque retiraron todos los cargos contra él, se le prohibió la entrada en Estados Unidos para siempre. Él nunca perdonó a los americanos por lo que consideraba un acto de traición.
—A lo mejor estás sacando un gran provecho de ello —le dije—. ¿Podríamos disponer de un ciudadano sueco, en un avión sueco con los papeles en regla, de vacaciones... para que volase de aquí para allá a fin de divertir a sus amigos?
Sin dejar de agitar la pistola por todas partes, el Sueco dijo de pronto:
—Se trata de tus hijos, ¿verdad?
Si hubiera hecho un agujero en el Information Please Almanac de 1965 y lo hubiera hecho sangrar, no habría podido conmoverme más. ¿Tan evidente resultaba? ¿Es que sabía todo el mundo tanto sobre mi vida personal que podían adivinar lo que yo iba a hacer a continuación?
—Basta ya —le pedí.
—Los encontrarán y los volverán a traer aquí. Es el Convenio Hague, según el cual los juicios por custodia siempre tienen lugar en la jurisdicción donde los niños residan normalmente. Y, además, esos estúpidos jueces siempre envían a los niños al país donde han pasado más tiempo. Lo sé a ciencia cierta, mi primo pasó por todo eso. El juez era un payaso y los servicios sociales lo tuvieron agarrado por la nariz todo el tiempo. Al final te cogerán como acabaron cogiéndolo a él.
—¿Cobras por esta clase de consejos? ¿O va incluido en el billete de avión?
El Sueco se encogió de hombros.
—Vale. No es asunto mío, pero luego no me pidas que me involucre.
—Tú sólo tienes que pilotar el gran pájaro, Sueco.
—¿Seguro que no estás metido en líos, Bernd?
—Ya te he dicho que no.
—¿Con tu gente? ¿O con la oposición? Si quieres desaparecer, puedo decirte muchos lugares que son un millón de veces mejores que Irlanda. —No contesté. Se quedó mirándome mientras la mente le daba vueltas—. ¿O vas a ir hasta Cork para subir a bordo de esa conexión Aeroflot que vuela directo a La Habana? —Sonrió lentamente—. Eres un cabrón astuto. Y de Cuba, ¿adónde?
—¿Por qué todas esas preguntas?
El Sueco siempre había sido taciturno y positivo, y ahora se había vuelto un tonto gárrulo.
—Porque todo esto apesta, Bernd —me contestó de corazón—. Tal como tú lo cuentas, apesta. Nunca he notado peores vibraciones que las que me llegan ahora.
Se quitó el sombrero nuevo mientras suspiraba y se frotó la línea de un rojo vivo que le había dejado en la cabeza.
—Te hace falta un sombrero de una talla mayor —observé—. O quizá una cabeza una talla más pequeña.
Arrastró los pies, me dirigió una sonrisa tonta y luego se miró los zapatos. Los dos sabíamos que el Sueco acabaría por hacer el trabajo. Yo no me habría comprometido a mí mismo de aquel modo si no hubiera estado seguro de ello. Durante años el Departamento le había proporcionado regularmente trabajos muy bien remunerados. Fuera lo que fuese lo que sospechase acerca de que aquel trabajo era un asunto privado, el Sueco no iba a arriesgarse a perder un contacto como yo.
—Mira, Bernd, hace ya mucho tiempo que nos conocemos, y durante todos estos años nos hemos hecho unos cuantos favores el uno al otro, así que no sé cuál de los dos está en deuda con el otro. Pero el único motivo por el que estoy aquí condescendiendo contigo en esta idea loca es porque sé que no existe la más mínima oportunidad de que consigas a otro que esté dispuesto ni siquiera a plantearse si aceptarlo.
—Despegue y aterrizaje en breve tiempo. Un solo motor, yo creo; no hay mucho espacio en el punto de destino en Irlanda. Hierba, desde luego, pero lo utiliza un club, así que no habrá más obstáculos que los setos. Haré que alguien eche un vistazo a las condiciones en que se encuentra el lugar cuando estemos más cerca del momento.
Durante un momento guardó silencio; luego dijo:
—Esto no es un Nintendo; lo que estamos haciendo no es un juego de ordenador en el que borras los puntos y la pantalla se pone oscura. Hacer aterrizar un avión en un basurero en plena oscuridad es algo definitivo. Los pilotos no salen beneficiados de sus errores, Bernd. Los pilotos no salen beneficiados de sus propios errores porque los pobres cabrones no viven lo suficiente después del primer error para sacar provecho de él.
Todo eso yo ya lo había oído antes, desde luego. Aquellos pilotos que volaban en cielo oscuro querían que uno supiera que se estaban ganando sus honorarios.
—Vale, Sueco —le dije—. Guarda el violín.
—No te preocupes, sé tener la boca cerrada —me aseguró—. Yo piloté el avión para tu amigo Volkmann aquella noche, cuando ocurrió todo. Y lo he mantenido en secreto, ¿no es así? Tú no lo sabías, ¿verdad?
—No —reconocí, y mis orejas empezaron a aletear. Estaba intentando recordar si el Sueco había llegado a conocer alguna vez a Werner; y, caso de ser así, cuándo y dónde—. ¿Voló Volkmann aquella noche?
—Volkmann no. El avión no era para él, Volkmann sólo me envió la orden para hacer el encargo. El avión era para tu amiguito Prettyman.
—¿Para Prettyman?
—No te hagas el tonto, Bernd. Hablo de Jay Prettyman, el asesino a sueldo que el Departamento tenía siempre a mano. El de la cara blanca... ese tipo que es como un espectro... que no tiene cejas.
—Sí, Jay Prettyman. Lo conozco.
—Pues claro que lo conoces. Era uno de tus amigos más íntimos, ¿no?
—Yo no tengo ningún amigo íntimo —le aseguré.
—Y estoy empezando a comprender por qué —me dijo el Sueco—. Prettyman me puso al corriente de todo. Yo tenía que esperar no importa cuánto tiempo hasta que él llegase. Y llevaba un paquete para él. Prettyman iba a subir a bordo y yo tenía que sacarlo de Inglaterra. Todo tenía que estar muy bien cronometrado, eso era importante. Encontraron un espacio para que aterrizase en Gatwick por la mañana temprano. Yo no quería llegar allí demasiado pronto y llamar la atención de los de la torre de control. Son todos de la Gestapo.
—Sí —convine. El Sueco tenía en muy mala consideración a cualquier autoridad. Incluso a los controladores de vuelo los tenía clasificados como enemigos mortales en lugar de como salvadores—. Cuéntame más.
—Se hizo casi de día antes de que llegase nadie. Cuando llegó el coche resultó que no era Prettyman. El plan era que Prettyman iría en bicicleta. Y yo me llevaría la bicicleta en el avión. Eso le daba la oportunidad de esconder el coche en alguna parte. Yo había quitado los asientos para hacerle sitio a la bicicleta. Incluso probé metiendo una bicicleta dentro para asegurarme de que no hubiera dificultades al pasarla por la puerta.
El bueno y precavido del Sueco.
—¿Pero fue un coche lo que llegó?
—Supuse que algo había salido gravemente mal. A tu mujer iban a sacarla por carretera, ¿no?
—En efecto —reconocí—. ¿Y quién iba en el coche?
—Una mujer. No quiso volar conmigo. Se limitó a decirme que me marchase de allí lo antes posible. Me dijo que me fuera a casa y me olvidase de todo aquel asunto. Dijo que se me pagaría un plus por haberme hecho esperar. Yo sabía que aquello no era verdad. ¿Has oído que alguna vez le pagasen más a un piloto clandestino por hacerlo esperar?
—¿Quién era? ¿La conocías?
—No lo sé —repuso el Sueco—. Le di el paquete, despegué y me fui de allí.
—No empieces a hacerte el listo conmigo, Sueco.
—He dicho que no lo sé. Eso significa que no lo sé, ¿te enteras?
De pronto se puso agresivo al darse cuenta de que quizá estaba diciendo más de lo que tenía intención de decir.
—Estás demasiado viejo, tienes demasiadas cicatrices y eres demasiado pobre para empezar a entregar paquetes a personas que no conoces. ¿Cómo se identificó la mujer?
El Sueco agitó el revólver de cañón largo.
—Con un pasaporte. Según éste, se trataba de la señora Prettyman. Era un pasaporte válido del Reino Unido. ¿Qué querías que hiciera yo?
—No gimotees. ¿Qué había en el paquete?
—No lo sé. Estaba sellado. Era una maleta cerrada con llave. Pesaba una tonelada. Se la di y ella se largó inmediatamente. La condenada señora Prettyman subió al coche sin darme las gracias ni decirme adiós siquiera. Pasó mucho tiempo antes de que yo lo averiguase.
—¿Que averiguases qué, Sueco?
—Que era una especie de golpe. Nunca tuvieron intención de que yo sacase a Prettyman en avión de allí. ¿Qué iba a hacer yo con un paquete para él? Demonios, íbamos a dirigirnos a Gatwick. ¿Qué había en aquel paquete para que tuviera que llevarlo él en el avión? ¿El maquillaje? ¿Las vitaminas? —El Sueco se echó a reír—. No, Prettyman estaba involucrado en un golpe. Y yo estaba allí para recoger el cadáver. Lo que supongo es que el maletín contenía documentos de identidad para el que iban a matar. Por eso era todo tan secreto. Por eso Prettyman tenía que recibirlo.
—¿Has vuelto a ver a Prettyman desde entonces?
—Nunca he hablado de ello desde aquel día hasta hoy. Sé tener la boca cerrada.
—Hasta ahora —le dije.
De pronto el Sueco pareció lamentar su indiscreción. Se puso firme como un soldado cuando se prepara para recibir una medalla o para que le besen en ambas mejillas. O las dos cosas.
—Por lo menos necesitaré un mes para hacer los preparativos —me dijo—. Necesitaré a alguien que me ayude en el punto de destino inglés. Alguien con un poco de autoridad.
—Te he traído algo de dinero en efectivo.
Le había llevado un sobre cerrado que contenía dos mil libras en billetes de veinte. Se lo entregué.
El Sueco cogió el sobre y descuidadamente se lo guardó en un bolsillo interior.
—Necesitaré por lo menos cinco de los grandes por adelantado y no podré devolverte mucho si lo cancelas. Ya me lo habré gastado para entonces. Y una vez que entregue a tus pasajeros, despego y se acabó el trato.
—¿Alguna vez lo he hecho de otro modo?
—Estás loco, Bernd.
—Son mis hijos —le dije.
—Tus pasajeros —me corrigió el Sueco decidido a no tomar parte en mi delito—. ¿Les has dicho a ellos lo que piensas hacer? No les des la sorpresa en el último minuto, haz el favor, ¿eh? No quiero tener que forcejear con jovenzuelos que se me resistan. Eso podría traer auténticos problemas.
—Sólo poco a poco, al compás de cuatro por cuatro, Sueco. Tú limítate a pilotar el avión; deja de mi cuenta el asunto de los pasajeros, ¿de acuerdo?
—Es lo mejor —me contestó el Sueco con una sonrisa tonta en la cara.
Sólo entonces caí en la cuenta.
—Cabrón. Estás borracho como una cuba.
—No, no, no —me aseguró.
Di un paso adelante para abofetearle o para sacudirlo, no estoy seguro. Blandió ante mí la réplica del Colt de un modo más cómico que amenazador.
—No menees demasiado la máquina o acabarás por quedarte sin cacahuetes —me dijo.
—Si me fallas, te mataré, Sueco.
—Sí, sí. Ya te conozco. —No lo dijo en tono de aprobación afectuosa—. Gabrielle me ha dejado —añadió con lástima—. Por un analista del mercado inmobiliario, que es como se llama ese tipo a sí mismo. ¿Eso qué es? ¿Qué demonios hace un analista del mercado inmobiliario? Es un jovenzuelo. Ella dice que gana cien mil dólares al año. ¿Te lo puedes creer?
—Claro que me lo puedo creer —repuse.
Nunca había oído hablar de Gabrielle; no sabía si era su mujer, su novia o su piraña de compañía. Pero fuera quien fuera, me resultaba fácil creer que quisiera alejarse de él.
—¡Gabi! ¡Gabi! —repitió el Sueco en voz más alta para ayudarme a recordar—. La que te prestó el coche.
—Ah, sí.
Ahora ya la recordaba. Gabi Semmler, una berlinesa de treinta años que trabajaba de secretaria particular en una compañía de vuelos chárter con la que el Sueco quería hacer negocios. En realidad hacía poco que yo la había visto en Berlín. Me pregunté si había sido antes, durante o después de la desintegración. Pero no me importaba mucho.
—No te preocupes, Bernd, viejo. El Sueco no te estropeará el asunto. El Sueco nunca te abandona.
—Ponte sobrio —le pedí—. Y date prisa.
—Sí.
Se puso el extremo del arma de cañón largo en la sien y gritó «Bang» con tanta fuerza que me sobresaltó.
—Venga, Sueco, vamos. Ya es hora de ir de paseo. Guarda ese juguete.
Hacía un tiempo espantoso. Salimos a la calle Charing Cross justo cuando un rayo desgarraba el cielo oscuro con una línea azul e irregular. El estallido del trueno que lo acompañaba resonó por toda la calle. Coches, furgonetas de reparto, taxis negros, incluso los autobuses rojos de dos pisos, relucientes por la lluvia, quedaron paralizados de pronto por el destello del relámpago. Los arroyos que corrían por la calzada, rápidos y turbulentos, barrían grandes cantidades de basura hacia el torbellino que se formaba ante las alcantarillas. El feroz chaparrón formaba altos tallos en la acera, y la lluvia azotaba con estruendo los vidrios de los escaparates y me empapaba. El Sueco salió a la calle y los dos nos cobijamos agazapados en un portal tratando de divisar algún taxi libre.
—A veces me pregunto qué pasa dentro de esa cabeza tuya, Bernd —me dijo el Sueco—. ¿Es esto el sueño de una nueva vida lejos de aquí?
—Si le cuentas a alguien los sueños, no se hacen realidad —le recordé.
—Sí, sí, ya lo sé —convino el Sueco.
Y se echó a reír. Tenía una risa horrible, como el rebuzno de una mula enfadada. De pronto vio un taxi. Echó a correr hacia la calzada esquivando algunos coches que se vieron obligados a frenar y virar para no atropellarle. El Sueco no dejó en todo el tiempo de llamar al taxi en voz alta, una voz como un bramido, para atraer la atención del taxista.
—Heathrow, terminal uno —le gritó al taxista cuando subió al coche.
Me dirigió un breve saludo de agradecimiento, quién sabe si de burla, antes de cerrar la ventanilla del taxi. Lo miré mientras se alejaba y sospeché que en cuanto se perdiera de vista le daría al taxista alguna otra dirección.
Entonces un Ford Transit se separó del bordillo y se adentró en el tráfico. Llevaba pintados letreros que decían que se trataba de un abastecedor de alimentos de lujo para restaurantes. La cara del chófer me resultaba familiar, pero no logré situarlo. Alguien del cuerpo de ballet del Departamento, quizá. Si estaban siguiendo al Sueco, quizá me estarían siguiendo a mí también. Preferí creer que se trataba de algún compinche del Sueco. Me dije que aquel tipo era dado a mostrarse cauto en exceso incluso cuando se encontraba con viejos amigos. Requerir los servicios de un escolta solía ser señal de mala conciencia, de mala compañía o de llevar demasiado dinero encima.
Por fin conseguí un taxi. Mi siguiente parada era Mayfair y el despacho del agente de la propiedad inmobiliaria. Le dije al taxista que no sabía la dirección exacta, y dejé que diera la vuelta dos veces a Grosvenor Square mientras yo observaba muy atentamente a los otros coches que circulaban por allí. Aquella paranoia incómoda, insana y neurótica que me había ayudado a seguir con vida tanto tiempo me hacía pensar que me estaban siguiendo. Me preguntaba si, al fin y al cabo, aquel tipo del Ford Transit, en vez de ser amigo del Sueco, no sería el vehículo de recambio para seguirme a mí. Pero si había alguien siguiéndome ahora, tenía que ser un verdadero experto. O quizá simplemente alguien que ya estaba al corriente de cuáles eran las citas que yo tenía y había llegado allí antes que yo.
Llegué diez minutos tarde. Uno de los muchos abogados de mi suegro estaba esperando también, y tamborileaba con los dedos sobre un grueso fajo de papeles. En 1983, cuando Fiona nos abandonó de repente a los niños y a mí y se marchó a Alemania Oriental, alquilamos nuestro hogar a cuatro jóvenes americanos. Pero ahora los americanos iban a marcharse. A tres de ellos los habían destinado a bancos de Singapur y Hong Kong, y el que quedaba no encontraba a nadie con quien compartir el alquiler. El agente quería que yo firmara unos documentos mediante los cuales le volvía a ceder la propiedad a mi suegro. Yo no tenía demasiadas alternativas, porque la inversión financiera más importante para comprar aquella casa la había hecho él; nuestra inversión, en realidad, no había sido más que amor y esfuerzo.
El despacho del agente era una habitación elegante decorada con muebles antiguos; en las paredes había grabados y mapas del Londres histórico enmarcados. Los mapas son, desde luego, la decoración que adoptan los hombres que no quieren mostrar públicamente su gusto en cuanto a arte. La única nota discordante la daba un procesador de textos de plástico gris que ocupaba una mesa en el rincón y zumbaba sin parar.
—Ha sido muy amable al llegar tan puntual —comentó el agente de la propiedad inmobiliaria como si le hubieran advertido de que podía ser que yo no apareciera por allí.
Me sonrió tranquilizador y yo le devolví directamente la sonrisa. Mi suegro no era un delincuente; Fiona y yo saldríamos de aquel asunto con una compensación razonable por nuestra tajada en la hipoteca, pero yo odiaba la manera que aquel hombre tenía siempre de hacer las cosas a través de sus empleados. ¿Por qué convocarme repentinamente en aquel despacho? ¿Por qué no hablar con nosotros acerca de la propiedad de la calle Duke mientras estábamos con él el fin de semana?
Firmé encima de las cruces marcadas a lápiz.
Cuando volví al trabajo, Dicky me estaba esperando. Se encontraba sentado en su despacho, una habitación grande y confortable en la que había auténticas pieles de león extendidas en el suelo; las dos ventanas tenían una espléndida vista sobre los árboles. Entre las ventanas había colocado la bonita mesa de palisandro, cuya superficie estaba prácticamente despejada. Dicky tenía el convencimiento de que los escritorios de oficina corrientes, los teléfonos y los procesadores de texto no eran necesarios para el trabajo, y para la clase de trabajo que hacía Dicky evidentemente no lo eran. Sólo tenía un teléfono, y el único motivo por el que tenía además un fax era porque últimamente había estado aplazando la elección del lugar para ir a comer hasta haber estudiado los menús diarios de sus lugares favoritos, menús que le enviaban por fax.
—Toma un poco de café —me sugirió.
Aquél era un ofrecimiento significativo, pues demostraba que Dicky tenía algo importante que pedirme. Trajeron el café de la habitación contigua, donde Dicky almacenaba toda la maquinaria fea de oficina y también las muchachas bonitas con las que competía Daphne.
—¿Has visto al tío Silas?
—Sí —le contesté.
Yo estaba sorbiendo café sentado en el blando sillón de cuero blanco que Dicky había instalado hacía poco para las visitas. También había cortinas nuevas, y el retrato oficial en color sepia de la soberana se había enmarcado en palisandro para hacer juego con la mesa.
—¿Te mandó llamar? —Y por si yo no lo había entendido, añadió—: ¿Te mandó llamar Silas Gaunt?
Dicky estaba sentado detrás de la mesa, y tenía los brazos cruzados. Llevaba puesto un traje azul a rayas diplomáticas de un estilo muy corriente. Supuse que había estado hablando con los políticos.
—Recibí un mensaje un poco confuso... —le expliqué.
Creí que Dicky iba a quejarse por haberme tomado algún tiempo libre para ir allí sin pedirle permiso.
—Se ha estado negando insistentemente a ver a nadie —me dijo Dicky mientras se tocaba los labios con la punta de los dedos. Era aquél un gesto frecuente en él, pero yo a veces lo interpretaba como cierta clase de miedo inconsciente a estar hablando demasiado—. La semana pasada se negó a ver al director general. Dijo que estaba enfermo. Cuando Bret intentó ir a verlo se mostró insultante en extremo.
Saboreé el café. Procedía de la tienda del señor Higgins. Dicky decía que era el mejor café de Inglaterra, y Dicky era muy ceremonioso con el café.
—Oh, dioses, Bernard. No te quedes ahí sentado bebiendo café y sonriéndome. Te estoy haciendo una pregunta.
—¿Qué es lo que me quieres preguntar, Dicky?
—¿Por qué tú? ¿Por qué iba tío Silas a mandarte llamar a ti mientras se niega a ver a nadie del piso superior? Ni siquiera quiere ver al director general. Le dijo a Bret que no estaba dispuesto a permitir ni que el primer ministro fuera a su casa. Insultó a Bret como un marinero borracho. Bret grabó la llamada. Estuvo realmente insultante. Así que ¿por qué tú, Bernard? ¿Qué es todo esto?
—Quería hablar de mi padre.
—¿Nada más?
—No, nada más —le dije.
—Muy bien, pero no te ofendas por cualquier cosita. Nada de reproches acerca de tu padre.
El teléfono de Dicky sonó.
—Es para ti, Bernard.
Me pasó el teléfono. Era Bret, que me llamaba por una línea interior. Con aquel acento enérgico e inconfundible no tenía necesidad de identificarse.
—Bernard —puso el acento en la segunda sílaba—, ha llamado una mujer muy irritable por una línea exterior. Trataba desesperadamente de localizar a Fiona.
—Pues está en Roma —le informé—. En el simposio sobre terrorismo.
—Claro, ya lo sé —me dijo Bret imperiosamente—. He sido yo quien la ha mandado allí. ¿Quieres hablar con Gloria? Ella te dirá quién recibió la llamada.
—¿Hay algo para Dicky? —le pregunté.
No acababa de comprender por qué tenía que ocuparme yo del montón de trabajo de mi mujer.
—No se trata de trabajo —me dijo Rensselaer—. Es un asunto de familia. Privado. —Su voz sonó enormemente preocupada cuando añadió—: No tienes coche aquí, ¿verdad?
—No.
—Coge el de Gloria.
—¿Para hacer qué?
—Si te hace falta, si te hace falta —me indicó Bret, que estaba a punto de perder la calma. Luego, más tranquilo ya, continuó hablando—: Gloria tiene aquí su coche. Ella lo resolverá, Bernard. Se le dan bien esas cosas.
Estuve a punto de preguntarle cuáles eran esas cosas, pero Bret ya había colgado el teléfono.
Me excusé apresuradamente ante Dicky y después me dirigí al despacho que yo utilizaba. Estaba buscando el número de Gloria en el listín interno cuando ésta asomó la cabeza por la puerta. Llevaba un traje de chaqueta de color carmesí. El cabello rubio lo tenía peinado hacia atrás, y la frente estaba cubierta por un pulcro flequillo. El cambio de aspecto era asombroso.
—¡Bernard! —me llamó—. ¿Dónde has estado? He llamado a todas partes intentando localizarte. No tienes teléfono móvil, no había ningún número de contacto. Habías desaparecido, sencillamente. Hice que los de seguridad recorrieran todo el edificio.
No sonreía; parecía molesta.
—A veces lo hago —le dije.
Entró en la habitación y empujó la puerta hasta cerrarla detrás de sí como si estuviera a punto de confiarme un secreto.
—¿Te lo ha dicho Bret?
Ahora podía verla con más claridad. Parecía rebosar de rabia. Su cara estaba llena de ella, sus labios formaban una mueca como un puchero y tenía los ojos castaños muy abiertos y brillando de animosidad.
—¿Qué? ¿Decirme qué?
—Han llamado del colegio. Yo los llamé luego. Puede que no sea nada. —Hizo una pausa antes de soltar el resto como un chorro—. El minibús del colegio se salió de la carretera y volcó. En general no se han hecho nada, se trata de cortes y magulladuras, pero algunos niños, cinco, según me dijo la gobernanta, tendrán que pasar la noche en el hospital.
—¿El colegio de Billy?
—Sí. Perdona, tenía que haber dicho eso. Sí, el colegio de Billy. Una colisión con una motocicleta... cuando se dirigían a jugar un partido de fútbol contra un colegio del sur de Londres. El conductor está malherido y el motorista en cuidados intensivos. ¡Oh, Bernard!
—¿Dónde está?
Gloria estaba intentando ponérmelo más fácil, me di cuenta de ello.
—No estamos seguros de que Billy esté herido. Había varias ambulancias y llevaron a los niños a hospitales diferentes. Una de las chicas de abajo dice que lo han dicho por la radio. He llamado a la BBC, pero me han dicho que ellos no han sido, que debió de ser en algún boletín de noticias de alguna emisora local.
—¿Sabes a qué hospitales los han llevado?
—En el colegio me dijeron que llamarían tan pronto como supieran más cosas al respecto. Pero creo que lo mejor será que vayamos al colegio. Otros padres ya están allí. Ellos sabrán lo que está pasando.
—Está bien. Conozco el camino.
—Déjame que conduzca yo, Bernard. Mira, te tiemblan las manos.
—No seas tonta.
Pero me sorprendí metiendo las manos en los bolsillos por si ella tenía razón.
—Tus suegros no están. El ama de llaves, o quien fuera la persona con la que hablé, me dijo que no sabía cómo ponerse en contacto con ellos.
—Están en una clínica para adelgazar. No dejan números de contacto, no quieren que nadie les moleste cuando se encuentran allí.
—Voy a dejar todo esto. Te llevaré al colegio.
Fue un trayecto para destrozarle los nervios a cualquiera; Gloria conducía como un ladrón de coches mexicano, la lluvia caía a raudales y había los consabidos atascos que siempre se producen con esas tormentas. Gloria tenía puesta toda su atención en la carretera, lo que le servía de excusa para no entablar conversación conmigo, pero yo sabía muy bien cuánto la había trastornado la noticia.
En otras circunstancias, aquélla podría haber resultado una oportunidad perfecta para hacerle confidencias. Me puse el cinturón de seguridad, me recosté en el asiento y la miré. Era inútil negar que la necesitaba. La necesitaba ahora que la noticia me había deprimido, y necesitaba desesperadamente oírla decir que me quería. Necesitaba oírla decir que con gusto cambiaría su vida en Inglaterra por una vida vulgar y sin un centavo conmigo. Una vida en algún país lejano sin tratado de extradición. Pero no abordé ninguno de aquellos temas complejos y de largo alcance. Iba sentado, encogido en el coche, un viejo Saab que Gloria había preparado para conducirlo en rallies, pero que se había estropeado por completo en un viaje de reconocimiento antes siquiera de empezar el primer rally de verdad. Ahora se había convertido en su transporte por Londres, una bestia rugiente y fiera que estaba pidiendo interminables remiendos y una técnica de conducir que se adecuara a sus muchos vicios.
El colegio privado de Billy se distinguía más por sus elevados honorarios y por su exclusividad que por su excelencia académica. Lo había elegido el padre de Fiona. El colegio se había instalado en una estupenda mansión antigua cubierta de enredaderas que hacía mucho tiempo que habían adaptado, subdividido y doblado para cubrir las necesidades de la vida académica. Cuando llegamos, el patio delantero de grava estaba lleno de coches mal aparcados, los coches de padres locos de inquietud. Las marcas BMW, Volvo, Mercedes y Rolls medían las aspiraciones de los padres cuya fe en la meritocracia tantas veces prometida por el gobierno era menos que absoluta.
La gobernanta del colegio era una mujer rolliza de pelo gris que vestía una blusa blanca de cuello alto, falda plisada de tweed y zapatos planos. Le habían encomendado que saludase con una sonrisa cansada y abundante té dulce con galletas a los familiares que habían incumplido las instrucciones dadas por teléfono de quedarse en casa.
Gloria y yo estábamos sentados en la sala de profesores debajo de un cartel de colores que representaba los miembros más fieros de varias especies de animales en peligro de extinción. Yo ya iba por la segunda taza de té, y estaba eligiendo una galleta rellena de mermelada de la fuente que Gloria me ofrecía, cuando un joven delgado ataviado con un chándal malva nos dijo, sin dejar de mirar una tablilla para evitar nuestra mirada, que se llamaba Hemingway y que era el encargado de la sección de mi hijo.
—No creo que su hijo fuera en el autobús —nos explicó sin levantar la vista de los papeles—. Claro, porque no pertenece al equipo de fútbol.
Cuando le contesté que yo creía que Billy formaba parte del equipo, el señor Hemingway pasó la punta de un dedo manchado de nicotina por la lista mecanografiada que llevaba en la tablilla y dijo:
—Su nombre no está aquí. Así que no podía ir en el autobús. No iba ningún alumno como espectador para acompañar al equipo; sólo los miembros del equipo y dos profesores.
—Si no pertenece al equipo y no iba en el autobús, ¿por qué nos han llamado por teléfono? —le pregunté.
—¿Llamarles?
Levantó la mirada hacia mí.
—Al despacho de mi esposa. Alguien llamó a mi esposa y dejó un mensaje.
—Pero la llamada no se hizo desde aquí —me aseguró mientras se metía la tablilla debajo del brazo—. Nadie de aquí llamó a ninguno de los padres.
—Pero...
—Nadie del colegio llamó. Respondemos a las llamadas, pero no estamos alarmando a la gente. —Sonrió. Era evidente que lo habían elegido porque era un hombre capaz de enfrentarse con resolución a los padres airados—. El director me ha estado diciendo, sólo hace media hora, que era increíble que la noticia se hubiera extendido con tanta rapidez. Nosotros no hemos avisado a ningún padre ni pariente cercano. Dieron la noticia por la radio, desde luego, y unos padres fueron llamando a otros. Debe de haber sido algún amigo quien les ha telefoneado, pero no el colegio. El director decidió esperar hasta que tuviéramos un informe en regla del hospital y una lista de los que tendrán que pasar la noche hospitalizados. Todavía no lo hemos recibido, pero, como ven, hay por lo menos dos docenas de padres aquí.
—¿Cómo puedo estar seguro acerca de Billy? ¿Cómo puedo saber que está a salvo?
—El muchachito debe de estar aquí. Los días laborables no se permite que ningún niño salga de los terrenos del colegio si no tiene un permiso escrito. ¿Quieren que envíe a uno de los muchachos a buscarlo? Esta tarde debería estar en clase de conciencia social... ah, no, la señora Phelan está enferma. Esperen un momento, la clase de su hijo estaba nadando... no, miento... asuntos actuales...
Por fin lo encontraron. Billy estaba en la biblioteca, sentado en la parte de atrás cerca del radiador, memorizando los nombres de las montañas más altas del mundo para un examen de geografía. Iba en pantalón corto, calcetines largos y una camiseta en la que se veía escrito el eslogan «Los que tenéis mala ortografía en el mundo... soltaos». Billy era un niño diferente allí, en el entorno de su colegio, con la raya del pelo esmeradamente hecha y los zapatos limpios. Y sus movimientos eran tímidos y refrenados. Por un momento me costó reconocerlo como mi pequeño Billy.
—Lo siento, papá —me dijo.
—Estábamos preocupados —le comenté mientras lo abrazaba.
Le dio un beso a Gloria. Ésta reprimió un sollozo pequeño y luego se puso a sonarse la nariz ruidosamente con un pañuelo diminuto que había sacado del bolso después de revolver en él durante un rato.
—Me dijeron que podían ponerme en la reserva. A uno de los medios tenían que sacarle una muela del juicio, pero se recuperó demasiado de prisa.
—¿Les gustaría a usted y a la señora Samson llevarse a su hijo a pasar la tarde fuera? —nos preguntó Hemingway mientras le daba unas palmaditas en la cabeza a Billy y le dedicaba una sonrisa a Gloria—. Estoy seguro de que no pasará nada si se pierde la hora de estudio.
—Sí —respondió Gloria asumiendo sin esfuerzo el papel de señora Samson—, nos gustaría.
—¡Vaya! Muchas gracias, señor. ¿Te parece bien, papá? Hay un restaurante chino nuevo que está súper; lo han abierto en la calle High, justo donde estaba antes aquella librería tan cochambrosa que vendía libros de segunda mano. Empiezan a servir muy temprano. Se llama El pato de Pekín... pero todos mis amigos lo llaman Piping Hot.
—Suena bien —dije mirando inquisitivamente a Gloria. Ésta asintió con la cabeza—. Hemos venido en el coche de Gloria —le expliqué a Billy.
—Ese Saab tan estupendo. Sí, todavía se nota dónde estaban los números de rally. Y tiene una antena de radio de coche. Es súper. ¿Qué neumáticos tienes?
—Ve a buscar el abrigo y una bufanda —le dije a mi hijo—. Y un jersey, que hace frío.
Miré a Gloria. No tuve necesidad de decirle nada. Estaba claro que Billy nos había visto llegar y había ido a esconderse a la biblioteca.
—¿A quién le importa que esté o no en el equipo de fútbol? —le dije a Gloria.
—Quiere que tú lo quieras —observó—. Quiere hacer algo que te haga sentirte satisfecho.
—Pero si yo lo quiero —le dije con enojo.
¿Acaso era yo semejante ogro? Era de esos días en que todo el mundo hablaba en acertijos.
—Y quiere que estés orgulloso de él.
—Pero yo odio el fútbol. Odio todos los deportes, hasta el ajedrez —le recordé.
El oído del señor Hemingway debía de ser extraordinariamente fino, porque me fijé en que se puso rígido cuando dije aquello, aunque estaba de espaldas a mí mientras hablaba con otros padres al otro extremo de la sala.
—A Billy en realidad no le gusta la comida china —me dijo Gloria—. Insiste en que vayamos a ese restaurante que hay en la desviación; se llama El viejo granero, o El Manoir... o algo así de postizo. Allí puede tomarse una hamburguesa, espagueti y ese postre de manzana al que le prenden fuego en la mesa.
—Entonces, ¿por qué me ha dicho que fuéramos al chino? —le pregunté yo siseando.
Quizá hablaba demasiado alto, pues la gente nos miraba.
—Porque hubo un día en Islington, un día en que llovía mucho y estábamos buscando un sitio para comer antes de ir a ver Hamlet en la primera sesión, que tú dijiste que te gustaba mucho la comida china. Por entonces Billy estaba haciendo la función en el colegio. ¿Te acuerdas?
—Ah, sí.
Qué memoria tenía Gloria. Yo habría dado el salario de seis meses con tal de poder recordarle qué llevaba ella puesto aquel precioso, feliz y perfecto día que a mí se me había olvidado por completo.
—Yo creo que si vosotros dos, Billy y tú, sencillamente dejaseis de intentar hacer cosas buenas el uno por el otro, vosotros...
No llegó a terminar lo que estaba a punto de decir porque Billy, que se había cambiado de ropa como un relámpago, había aparecido ahora vestido con el uniforme de franela gris que llevaba el lema del colegio escrito en latín en el bolsillo del pecho. Bajaba corriendo las escaleras balanceando el impermeable en la mano.
El hecho de que llevásemos a Billy a cenar espagueti y albóndigas de carne no lo privó de la oportunidad de hacer chistes y de demostrar lo enterado que estaba, utilizando el nombre del nuevo restaurante chino. Los chistes iban desde juegos de palabras con los fideos hasta los perros chatos pequineses y el hombre de Pekín, y si no nos reíamos lo suficiente, Billy nos explicaba el chiste. Y lo hacía con detalles exhaustivos. En algunos aspectos se parecía mucho a mí.
Cuando hubo devorado hasta la última hebra de espagueti y todos los crépes de manzana estuvieron flambeados y doblados y se los hubo comido, cuando ya hubo contado todos los chistes y hubo examinado los neumáticos del Saab, volvimos a llevar a Billy al colegio, donde se dirigió al dormitorio. Gloria me llevó a Londres en el coche. Aquélla era una oportunidad perfecta para mantener con ella la seria conversación que yo ya había estado posponiendo durante demasiado tiempo.
Quizá no elegí el modo más prudente de empezar.
—Voy a sacarlo de ese puñetero colegio. Crecerá y será un detestable esnob si se queda ahí. ¿Te has fijado en el chiste del policía tonto?
—Oh, Bernard, ¿qué te pasa? Tú haces constantemente chistes a costa de la gente... agentes de bolsa lerdos y políticos codiciosos. No seas tan criticón. Billy nunca será un esnob así. Es encantador y muy divertido.
—A veces me dan ganas de salir huyendo con él —le confié a Gloria.
Metí la punta del pie en aquel terreno con tanta cautela como fui capaz. Gloria Kent, de extracción húngara, presintió inmediatamente el peligro. Una niña extranjera no crece en un colegio inglés sin saber que hay un campo de minas a ambos bandos de cada diálogo social inglés.
—El nunca se iría —dijo.
—Parece que estás muy segura.
—Sería desgraciado. Es que no te conoce lo bastante bien, Bernard. —Por el tono que empleaba comprendí que ella se esperaba un torrente de objeciones por mi parte, pero yo no dije nada, me limité a aguardar—. Billy te quiere y sabe que tú lo quieres, pero en realidad tú no lo conoces bien.
—Sí que lo conozco.
—Conoces al niño que era antes.
Pensé en el señor Hemingway. Billy había hablado del jefe de su sección del internado varias veces durante la cena. No digo que Billy adorase al señor Hemingway como a un héroe, ni siquiera que lo admirase, pero cualquier insinuación de alabanza que él le dirigiera era un galardón que Billy con gusto compartía con nosotros.
—Eso se arreglaría con el tiempo —observé.
Gloria no estaba tan segura de ello.
—Tiene amigos y una rutina establecida. Se adivina por todo lo que ha contado esta noche. Puede que tú consideres ese colegio como una fábrica que produce ingleses filisteos con el cerebro como un alfiler, de una clase que tú desprecias de corazón, pero es la única realidad para Billy. Y a él le gusta.
—Gracias, Gloria.
—¿Qué querías, que te diera la razón como a una criatura? Has esperado demasiado. Llévatelo contigo a tu lujoso apartamento de Mayfair si quieres, pero allí será un extraño. Todo llevará tiempo, Bernard. Olvídate de cualquier idea de blandir una varita mágica. Billy es ya un muchacho joven. Tiene mente propia.
—Supongo que tienes razón —reconocí mientras apretaba los dientes.
—¿Crees que tu esposa le habría dado su número de teléfono al colegio? —me preguntó de pronto Gloria como si hubiera estado pensando en ello.
—No —respondí.
—¿Y a algún otro padre?
—No, con mucha menos razón se lo daría al padre de algún alumno.
—Entonces, ¿quién llamó al despacho?
—¿Y por qué? —añadí yo.
Gloria controlaba el coche con una habilidad maníaca que no llegaba nunca a convertirse en frenesí. Mientras avanzábamos velozmente por las brillantes calles de los suburbios, las luces de neón formaban halos de colores vivos, rosa, verde y azul, alrededor del cabello de Gloria y le pintaban la cara con dibujos salvajes. No parecía el momento de preguntarle si le gustaría huir conmigo. Pero no tuve que preguntárselo; Gloria me leyó el pensamiento. Y no iba a dejar que me bajase del coche sin decirme lo bien que me lo había leído.
—No estás en Berlín, Bernard —me comentó cuando nos detuvimos delante de mi apartamento. Hice ademán de buscar la manilla de la puerta, pero no me esforcé mucho por encontrarla—. No puedes manejar a dos mujeres de ese modo psicótico en que corres de un lado al otro del Muro. —No le respondí. Me daba cuenta de que Gloria tenía algo que decir—. Sé que me quieres, y yo también te quiero —me dijo con esas prisas con que los anunciantes dan consejos de salud—. Pero tú ya tienes mujer e hijos. Ahora tienes que dejarme en paz y permitirme hacer mi propia vida.
—Pero Gloria...
Apretó el acelerador lo justo para hacer rugir el motor.
—Déjame en paz, Bernard —me imploró frenéticamente—. Por Dios, déjame en paz.
Se puso a mirar hacia adelante sin moverse mientras yo bajaba del coche.
—Buenas noches, Gloria —le deseé—. No pretendo hacerte ningún daño.
No giró la cabeza ni contestó; se limitó a alejarse de allí con el coche.