8
CLUB Horrido, Berlín-Tegel
Tegel, el tercer aeropuerto de Berlín Occidental, se construyó de una forma muy apresurada. En un vengativo intento de exprimir a los ejércitos angloamericanos y de echarlos de la «isla» capitalista que desfiguraba su dominio comunista, los rusos bloquearon de repente los enlaces por carretera con Occidente. Lo cortaron todo, incluso los suministros de paquetes para alimentar a niños hambrientos que pretendía enviar la Cruz Roja suiza, paquetes que esperaban desde hacía mucho tiempo. Las fuerzas aéreas de Estados Unidos, la RAF y un variado surtido de vuelos civiles abastecieron la ciudad por aire. En aquel clima febril de resentimiento y odio se construyó el nuevo aeropuerto. Se materializó allí, en la llanura de Tegel, al borde de un sector de la ciudad que los americanos y los británicos habían cedido a los franceses para que éstos pudieran hacer el papel de conquistadores. El aeródromo entró en funcionamiento al cabo de poco más de ocho semanas, y se construyó con ingenieros americanos que dirigían a jornaleros alemanes, casi todos los cuales eran mujeres. Sin previo aviso se decidió volar dos postes de radio del ejército rojo que estaban en línea con la zona de aproximación. Los generales rusos, muy enojados, exigieron una explicación. El comandante francés les contestó de un modo encantador que lo habían hecho todo con dinamita.
Eso fue en 1948. Ahora, casi cuatro décadas después, estábamos sentados en lo que había sido el despacho del director de las obras durante los trabajos de construcción. Nos encontrábamos en una caseta cuyos últimos restos habían sido una pared gravemente agrietada y el bloque de hormigón de la base. La vieja caseta había permanecido abandonada y descuidada al borde de la pista de Tegel hasta que Rudi Kleindorl llegó y decidió que quería conservarla. Rudi era un excéntrico; en otro tiempo había sido soldado profesional y se había con vertido en un patriota que hacía propaganda de sí mismo y que declaraba tener un apego sentimental a aquel lugar. Había colgado un cartel en la pared en que se aseguraba que aquél era el último vestigio de un milagro de la construcción. Ahora, decía el cartel de Rudi, estaba casi olvidado por completo, incluso por los que acudían allí.
—Entonces, ¿qué es lo que le está pasando por la cabeza a Frank? —quiso saber Werner después de que yo le conté lo de Cindy, y la reacción de Frank ante la súbita intrusión de ésta en lo que Frank consideraba su feudo personal. Al ver que me encogía de hombros, Werner cambió la pregunta—: Bueno, ¿qué dio a entender? ¿Cree que Cindy va a matar a Jim Prettyman?
La pesada ironía de Werner parecía ir dirigida tanto a mi como a Frank. Como tenía a Cindy de huésped en su casa, había decidido defenderla. Se levantó y se acercó a la nevera para buscar una botella de agua mineral con gas. La alzó en el aire para enseñármela; le dije que no con la cabeza. Era lo bastante parecido a un club, y lo bastante alemán, para que aquella clase de sistema de «sírvase usted mismo y ya me pagará lo que ha cogido» pudiese sobrevivir. Tal vez era eso lo que atraía a Werner a aquella gran barraca prefabricada, medio oculta entre los árboles de Jungfernheide.
—¿Matar a Jim? Dios mío, no creo —le respondí fingiendo que no había advertido la indirecta que iba dirigida a mí—. ¿Por qué dices eso?
—Era una broma.
—Sí, bueno, Jim Prettyman sabe dónde están enterrados todos los cadáveres —le informé—. Y no quedan muchas personas que conozcan la verdadera historia que se esconde detrás de lo que ocurrió la noche que Tessa murió.
—¿Eso es lo que dice Cindy?
—¿Cindy? Ella no sabe nada de eso, excepto que Jim le dejó una caja de papeles al día siguiente.
—Bueno, pues entonces..., ¿qué quería?
—Quiere más espacio en la caja fuerte de su oficina. Me parece que esperaba que yo le pidiera el archivador y le diese una recompensa o algo así. Ya sabes cómo es.
—¿Y por qué no lo hiciste?
—Con Cindy no. Con ella nada es simple. Puedes apostar a que había alguna clase de trampa con cebo y todo. Yo le cojo el archivador y ella nos sale con una demanda para que se la reconozca oficialmente como la esposa de Jim.
—Jim volvió a casarse.
—En México. Cindy se ha informado de que los matrimonios mexicanos no tienen validez bajo la ley inglesa. Le gustaría ver anulado ese matrimonio. Ello le daría luz verde para emprender una acción legal contra el Departamento.
—Sí, ahora lo recuerdo. ¡Y en qué lugar dejaría eso a Prettyman!
—Exacto. Es una mujer retorcida —le aseguré.
—Antes te caía bien.
—¿Sí?
—Siempre estabas diciendo lo inteligente y atractiva que era. Asegurabas que ella era el cerebro que había detrás de todo lo que hacía Jim Prettyman.
—No, Cindy no.
—Últimamente no te gusta ninguno de tus antiguos amigos, Bernie. ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué estás tan cáustico? ¿Por qué sospechas de todo y de todos?
—¿Eso hago? Pues no soy el único afligido por ese mal —le aseguré—. Hay una especie de epidemia de recelo y desconfianza. Y parece que es contagiosa. Y todos la padecemos: tú, yo, Fiona, Gloria y todo el Departamento. Frank tiene la idea descabellada de que George hizo matar a su mujer porque la Iglesia no permite el divorcio. Incluso cuando el gatito jubilado de mi suegro cae muerto panza arriba, tengo que escuchar una teoría de conspiración a medio cocer.
—Sí, pero los gatos tienen siete vidas —me recordó Werner—. Y eso significa que ha tenido que haber otros intentos serios previamente.
—Se lo diré —le aseguré—. Así tendrá algo más por lo que preocuparse.
La conversación se interrumpió mientras un jumbo de la British Airways aceleró con estruendo e hizo que todo retumbase en los alrededores; las botellas de la barra traquetearon y las polillas se agitaron y salieron del cuello de piel del abrigo negro de Werner, que le llegaba por el tobillo. Se oyeron golpes suaves en el tejado al caer sobre él nieve de los árboles que había por encima de nosotros.
Supongo que todos los aeropuertos tienen escondites como aquél: lugares adonde el personal que está de servicio puede escaparse del trabajo el tiempo que se tarda en tragarse una copa y fumarse un par de cigarrillos. Pero aquella caseta prefabricada no se contentaba con ser un refugio destartalado para el personal del aeropuerto. Pretendía ser un club. La decoración estaba ideada para hacerlo parecer un lugar privado y exclusivo para pájaros intrépidos que se reunían allí para intercambiar historias sobre Richthofen. El nombre bastaba para decir lo que era: el Club Horrido. El término «horrido» había entrado en el folklore alemán como la palabra que empleaban los antiguos pilotos de combate de la Luftwaffe para proclamar que habían derribado a un avión enemigo. Los tebeos para niños y los historiadores militares románticos la habían ratificado así. Y lo mismo había hecho Rudi, a quien no había nada que le gustase más que leer libros de guerra. Pero como yo ya le había dicho, ninguno de los pilotos de combate de la Luftwaffe a los que yo les había preguntado recordaba que nadie hubiera dicho nunca horrido; decían simplemente Abschuss. Rudi se había limitado a sonreír. Como tantísimas personas que habían luchado en la guerra, Rudi había desarrollado una actitud posesiva hacia ella. Era propenso a menospreciar cualquier cosa que yo dijera acerca de ese período como ejemplo del sentido del humor inglés, que él tanto admiraba.
Rudi había decorado el club con cualquier clase de chatarra que encontró. Había maquetas de aviones, etiquetas de equipaje y reproducciones de color sepia de fotografías y carteles antiguos. En el techo había clavados dos grandes trozos de tela que llevaban los redondeles de la RAF y otro con una insignia de la cruz negra alemana.
En el rincón, tomando cerveza, estaban sentados dos policías y dos ingenieros de Luftansa. Rudi también se encontraba sentado allí. Habían estado hablando del partido de fútbol que habían visto el sábado anterior. Ahora la discusión había terminado tan de repente como suelen agotarse tales conversaciones. Apuraron las cervezas, miraron el reloj de pared, un viejo reloj de sala de operaciones de la RAF con triángulos de colores, y se marcharon.
Rudi se acercó a saludarnos y a invitarnos a una copa. Tenía por lo menos cien años, era un gigante con la cara de facciones muy marcadas, la nariz rota y los pómulos maltrechos. El pelo, del que podía decir que era suyo, y el erguido porte militar iban bien con la tarjeta que me dio y en la que se anunciaba su nuevo club. Como no había decidido un nombre que ponerle, la tarjeta sólo llevaba impreso el nombre de Rudi, Rudolf Freiherr von Kleindorf, la dirección y el número de teléfono. Debajo del nombre, unas letras pequeñas de imprenta afirmaban que era coronel de infantería retirado, ausser Dienst. Muchas veces me había hecho yo la promesa de investigar a aquel viejo tunante y borrar de un golpe aquellas pretensiones de título aristocrático y de rango militar. Pero Rudi era muy viejo; un día no demasiado lejano quizá me alegraría de que a los viejos se les consientan tan a menudo aquellas pequeñas vanidades.
Escuchamos la extravagante descripción que Rudi hizo de su nuevo club, cuyo mensaje estaba adornado con divertidos cotilleos y con los escándalos que formaban parte permanente de la alta sociedad de Berlín. Cuando por fin Rudi se marchó, el club estaba vacío, a excepción de Werner y yo.
—¿Con qué frecuencia vienes aquí, Werner?
Me pregunté si sería un lugar al que iba para refugiarse de Zena; y de Cindy también.
—Tú también vienes —me dijo Werner.
—No demasiado a menudo. Nunca me ha gustado esta parte de la ciudad.
Por la ventana se podía ver el bosque. En invierno, a aquella hora del día siempre había una bruma blanca que se metía entre los árboles.
Ello me hizo recordar un día hacía mucho tiempo, cuando iba al colegio, en que fui allí de excursión. Uno de los profesores, Herr Storch, un nazi impenitente, nos habló a la clase del extenso vertido de proyectiles de artillería que se habían escondido entre los árboles de Jungfernheide durante las últimas semanas de la guerra. Debía de haber sido un día de bruma exactamente como aquél. El vertedero estaba guardado por una docena o así de muchachos de las Juventud Hitlerianas. Iban de uniforme y estaban orgullosos de los nuevos cascos de acero que habían recibido del almacén de ropa del ejército de Spandau, junto con diez cohetes antitanques Panzerfaust Klein 30 que sólo eran efectivos cuando se usaban a una distancia de treinta metros. Acompañando a los muchachos iban tres hermanos ancianos llamados Strack. Eran de por allí, guardabosques a los que habían entregado rifles Model 98 y brazaletes Volkssturm. Las armas, a las que el entrenamiento de rifles lanzagranadas había echado a perder eran prácticamente inútiles y no se podía disparar con ellas.
También allí aquel fatídico día se averió una ambulancia de tres toneladas, una Opel Blitz. El cambio se había atascado a medio camino en la posición de tracción en las cuatro ruedas, y el vehículo había quedado atascado en la zanja cubierta de malas hierbas, de la cual el conductor había intentado salir marcha atrás. El conductor era una voluntaria civil. Herr Storch la describió con mucha claridad: vestía un moderno abrigo, sombrero y guantes de gamuza, y sólo se la distinguía por su brazalete Im Dienste der deutschen Wehrmacht. De pie alrededor de la ambulancia había ocho enfermeras de una unidad quirúrgica, ninguna de las cuales llevaba ropa de abrigo.
En ese punto del relato, el profesor Herr Storch le dio un puntapié a la zanja en el lugar en que se había atascado la ambulancia Opel para convencerse a sí mismo de que todo ello había ocurrido.
Las enfermeras iban a un Feldlazarette del noveno ejército de Busse, en Storkow. Todo fue en vano, porque los hombres de Busse ya no estaban allí; los tanques del primer frente ucraniano de Koniev, que se dirigían al norte, habían aplastado y luego olvidado el hospital de campaña móvil. Storch nunca había sido de la clase de hombres que aceptan órdenes, ni siquiera sugerencias, de una mujer. Así que pocas probabilidades había de que la enfermera de la unidad, una mujer de pelo canoso que había pasado con mucho la edad de la jubilación, requisara el vehículo de Storch, un camión de seis ruedas en el que él estaba cargando raciones y municiones de rifle. Storch era en aquella época teniente de un regimiento de señales de la Luftwaffe al que habían obligado a engrosar la filas de la infantería. No pensaba dejarles el camión a las enfermeras. Dar semejante paso habría sido invitar a la ejecución a cualquiera de las «cortes marciales volantes» que se veían rondando por las calles interrogando sin parar tanto a viejos como a jóvenes, a personas de alta posición y a personas humildes, a todos ellos con igual ferocidad.
Mientras Storch estaba discutiendo con las enfermeras, unos indeseables desconocidos salieron de entre la bruma. Eran la «punta» de un batallón de reconocimiento blindado del duodécimo cuerpo de tanques de escolta. Aquélla era la otra punta del ataque. El ejército del mariscal Zhukov, que se dirigía al sur para cruzar el canal y descender sobre el complejo industrial de Siemensstadt. Una gran proporción de soldados de a pie estaban luchando borrachos de aguardiente que habían conseguido en un saqueo. Algunos estaban heridos y otros iban cargados con el peso de incongruentes surtidos de tesoros domésticos que habían cogido de botín. Todos estaban hambrientos, y habían saltado con júbilo sobre la inesperada abundancia de raciones del ejército alemán. También habían caído sobre incontables toneladas de municiones escondidas bajo redes de camuflaje. Y con mayor júbilo aún habían saltado sobre las enfermeras.
Storch saltó a la zanja para mostrarnos cómo él había conseguido sobrevivir. Desde allí había visto cómo mataban a los hombres de Volkssturm, había presenciado las muertes crueles de los muchachos de las Juventudes Hitlerianas y las repetidas y brutales violaciones de las enfermeras. Contaba la historia con una intensidad tal que llegó a horrorizarnos a mis compañeros de clase y a mí.
—La derrota es una vergüenza —gritaba mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas—. Y una vergüenza es tener que contemplar cómo unos bárbaros deshonran a tus mujeres mientras tú no haces nada, nada, absolutamente nada para defenderlas. Vergüenza y miedo. Y yo no hice nada, ¿me oís? ¡No hice nada! ¡Nada! Eso es una derrota.
¿Qué trataba de decirnos? Nosotros, que éramos simples colegiales, mirábamos a Storch con una consternación que en nada ayudaba a que pudiéramos comprender aquello mejor. Yo era el único bárbaro extranjero de la clase, y los ojos húmedos y muy abiertos de aquel hombre me estuvieron mirando fijamente durante tanto tiempo seguido que los niños, que al principio habían vuelto la cabeza para mirarme también ellos, desviaron los ojos hacia otra parte porque estaban llenos de confusión y de vergüenza. Nunca alcancé a comprender por qué nos infligió aquel trauma emocional que todos compartimos aquel día, pero siempre, después de aquello, incluso el nombre de aquel lugar bastaba para causarme un dolor lleno de aprensión y tristeza.
—¿Me estás escuchando? —me preguntó Werner levantando la voz lo suficiente como para sacarme de mi ensimismamiento.
—Sí —repuse mientras la voz de Storch me resonaba en la memoria y se iba desvaneciendo poco a poco.
—Me gustan los aviones —admitió Werner—. ¿Te acuerdas de todas aquellas maquetas que construí?
—Creí que se las habías comprado a aquel escultor de tallas de madera —le dije.
—¿A Peter el Negro? —inquirió Werner mostrando una gran agitación—. ¿De qué estás hablando? Mis maquetas eran inmensamente mejores y mucho más detalladas que aquellas fortalezas volantes que construía él. Aquellas maquetas suyas talladas toscamente eran sólo para vendérselas a los soldados americanos.
—¿Ah, sí? —pregunté inocentemente.
—No seas estúpido, Bernie. Mi Dornier X tenía todos los motores. Podías levantarle las cubiertas y ver los detalles que había en el interior.
Ahora empleaba un tono apasionado y la voz le temblaba a causa de la indignación. Era facilísimo alterar a Werner, pero yo siempre me sentía culpable después de hacerlo. Sólo nuestros amigos más íntimos son vulnerables de una forma tan inmediata a nuestras tomaduras de pelo.
—¿Aquel hidroavión tan grande? Sí, aquél era bueno, Werner. Me acuerdo de él. Lo tuviste durante años.
—¿Qué vas a hacer respecto a la Matthews? —me preguntó Werner a modo de revancha.
—Nada —repuse—. Frank espera que tú la sigas. El te preguntará qué está pasando.
—No puedo empezar a interrogarla. Es una invitada, y además muy amiga de Zena. Frank me ha dejado el problema de las minas de radio encima de la mesa. Me dijo que tú ibas a hacer una cosa urgente para él. Pensé que se refería a lo de Cindy.
Listo, el viejo Werner. Pero paré aquel golpe.
—Frank no sabe que se hospeda en tu casa. —Me bebí la copa que Rudi me había puesto tan amablemente a la fuerza y le dije—: No hace tanto tiempo, Werner, yo miraba las estrellas en el cielo por la noche y me preguntaba cómo habían llegado a formar una configuración tan armoniosa. Todo parecía ir a la perfección. Estaba enamorado de Gloria como un tonto y empezaba a creer, contra todas las expectativas razonables, que ella estaba profundamente enamorada de mí. Mis hijos parecían haber superado la impresión que supuso la marcha de su madre. Gloria, los niños y yo compartíamos todos nuestro desaliñado nidito de amor del extrarradio con esa clase de felicidad tonta que yo nunca había conocido antes. Fiona había desertado por voluntad propia. Y creía que, con un poco de suerte, no volvería a ver nunca a mi suegro. Mi cuñado George estaba haciendo las maletas para convertirse en una especie de rico exiliado en Suiza a causa de los impuestos, y yo me alegraba de decirle auf Wiedersehen y buena suerte. Mi empleo parecía estar asegurado. Estaba en Londres, y esa elusiva pensión para la cual yo no era candidato oficialmente parecía quedar a mi alcance. Tú estabas aquí, en Berlín, feliz como una alondra, remozando el hotel en compañía de tu encantadora Ingrid. ¿Te acuerdas de aquellos tiempos, Werner? Aquellos días elíseos.
—Los campos Elíseos eran la morada de los dichosos después de la muerte —afirmó Werner, que siempre sabía encontrar el modo de echar un jarro de agua fría sobre mi euforia.
—He dicho: «¿Te acuerdas de aquellos tiempos?»
—No. ¿Qué te ha puesto Rudi en la copa?
—Mira la situación de ahora, Werner. Gloria me odia. Fiona realiza la mayoría de las comidas en un avión o en otro y está demasiado ocupada para dejar de trabajar diez minutos y hablar conmigo. A mis hijos los ha secuestrado mi suegro. El empleo que tengo pende de un hilo. La probabilidad de que yo consiga entrar en algún plan de pensiones es prácticamente nula. Mi suegro cree que alguien intenta envenenarlo. A mi cuñado se le considera un agente enemigo...
—¿Y yo? —me preguntó Werner cuando vio que se me iba apagando la voz.
Supongo que adivinó que intentaba hallar algún modo aceptable de describir la reconciliación a la que había llegado con su esposa, la fiera de Zena.
—Ninguna noticia es buena noticia, Werner —le dije.
—Tienes razón —convino con aire fúnebre.
Se había dado por vencido, ya no intentaba convencerme de que Zena no era tan mala como yo pensaba.
—¿Sabes dónde está Jim Prettyman? ¿Qué has oído por ahí?
—¿Soy amigo tuyo?
—A veces creo que eres mi único amigo.
—Pues yo creo que eso raya ya en lo paranoico —me aseguró Werner—. Tienes cientos de amigos, demasiados, aunque la mayor parte sean especímenes de los bajos fondos. Y hay más personas que te apoyan de las que puedes contar. Todos citan sin cesar tus sabias palabras y relatan tus hazañas. En serio, Bernard, tienes muchos amigos.
—No creo.
Werner me miró, apuntó cuidadosamente y luego me dio en el ojo con una musgosa mata de Schiller:
«Freudlos in der Freude Fülle,
Ungesellig und allein,
Wandelte Kassandra stille
In Apollos Lorbeerhain.»1
—No necesito poesía, Werner.
—Para la clase de trabajo que haces, tienes un instinto que envidio. Y con los años te he visto combinar ese instinto con unos grandes poderes de deducción y sacar así a la luz lo que parecía imposible —me aseguró Werner.
—Ahora estoy deprimido.
—Pero tú te esfuerzas poco por ver las cosas desde otro punto de vista. Quizá sea por eso que aplicas esos poderes en tu trabajo: esa determinación inflexible y tozuda. Pero en momentos como éste te mutila el razonamiento.
—¿Es eso lo que me sucede ahora?
—Estás obsesionado con descubrir algún oscuro secreto de la muerte de Tessa Kosinski. Por lo menos pareces obsesionado con ello. Lo sacas a relucir en la conversación cada vez que te veo. Pero ¿quién estuvo presente en aquel tiroteo? Tú.
—No sólo yo, Werner.
—Fiona ha reprimido todos los recuerdos que tenía de aquella noche —me recordó Werner—. No recuerda nada. Ni cien psicoanalistas trabajando día y noche lo harían aflorar a la memoria consciente de tu mujer en cien años.
—¿Quién lo ha dicho?
—Los psiquiatras lo dijeron. Tú lo dijiste. Me contaste que Bret te dijo exactamente eso en California después de una de las sesiones informativas.
—Oh, sí. Me había parecido reconocer la florida sintaxis de Bret. Ahora me acuerdo. Pero tienes que tener en cuenta lo traumatizada que estaba Fiona al encontrarse de repente en medio de un tiroteo. Ha estado trabajando detrás de una mesa de despacho toda su vida. No estaba preparada para presenciar aquel derramamiento de sangre especialmente desagradable.
—Nadie está nunca preparado para presenciar algo así. Pero tú lo manejaste con tu habitual eficiencia sobrehumana. Escribiste un informe detallado y respondiste a preguntas acerca de ello durante semanas.
—No comprendo adonde quieres ir a parar, Werner.
—Estaba oscuro. El caos. Estabas preocupado por Fiona, y también por Tessa. Hubo muchos disparos. Murieron hombres. Tú le disparaste y mataste a aquel hombre del KGB llamado Stinnes, y también al hombre que llevó consigo.
—Kennedy, el amante de Fiona.
—Kennedy, sí. Y luego empujaste a Fiona al interior de la furgoneta, la pusiste en marcha y escapaste de allí. Pero nadie, ni siquiera tú, sale de un tiroteo completamente ileso. Cuando llegaste a Occidente te encontrabas en estado de shock. Tú mismo me lo contaste.
—Hubo mucha sangre. Fiona estaba cubierta de sangre. Tener allí a Fiona fue lo que me lo hizo tan terrible. Tienes razón, no estaba preparado para ello.
—¿Te dio algún sedante el médico del ejército británico?
—Yo estaba muy nervioso. Me dijo que me harían falta unas cuantas píldoras mágicas si tenía que volar hasta el otro lado del Atlántico.
—Entonces, ¿recuerdas las píldoras?
—Pues claro que sí. ¿Acaso no te hablé yo de ellas? Si no, ¿cómo ibas a haberte enterado?
—¿Dónde está el arma que utilizaste?
—Era la Webley Mark VI de mi padre.
—Sí, pero... ¿dónde está?
—No sé. Nunca antes había utilizado una de esas viejas armas de los tiempos de la guerra. Las balas salen de ella a cámara lenta, giran sobre sí mismas y después se abren con el impacto. Aterrizan como un proyectil de artillería y abren un gran agujero en el cuerpo de cualquier hombre, Werner. Funcionaba bien, pero era espantoso de mirar.
—¿Cuántas balas disparaste?
—No lo sé con seguridad.
—¿Una? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro?
—¡Te he dicho que no lo sé!
—No te alteres, Bernard.
—Sé lo que estás pensando.
—¿Ah, sí? ¿Qué estoy pensando?
—Lo que pretendes es decir que yo maté a Tessa.
—Bueno, ¿no cabe dentro de lo posible? Estaba oscuro, sólo había la luz de los faros de los coches. Y luego alguien los apagó a tiros. Estaba oscuro y todo lleno de barro. La gente corría. Había mucha confusión... Intenta recordar.
—Tú no estabas allí, Werner. Thurkettle le disparó a Tessa. Yo lo vi.
—Poco a poco, Bernard. Vamos a intentar imaginar las cosas. Se hicieron muchos disparos aquella noche, pero en realidad no sabemos quién disparó cada uno de ellos. Tú disparaste, Thurkettle disparó y es posible que los demás también disparasen. Tú te marchaste en la furgoneta con Fiona. Thurkettle se marchó en su motocicleta, se fue a Londres y les contó lo que vio. ¿Cómo encaja su relato con el tuyo?
—¿Está en Londres Thurkettle?
—Bien podría ser. Estoy jugando a hacer suposiciones.
—¡Caray, Werner!, no me importa lo que Thurkettle les esté contando en Londres. Nadie me obligará a confesar que yo maté a Tessa. Ella siempre fue maravillosa, amable y muy animada. Cuando Fiona se fue, Tessa me ayudó con los niños. No se me ocurriría matarla.
—¿No se te ocurriría? ¿Es que no se te podría ocurrir? ¿Nunca? ¿Ni aunque hubiera muerto como resultado de un accidente completamente comprensible? Estamos hablando de un accidente, Bernard.
—¿Fue eso lo que dijo Thurkettle?
—Tessa estaba colocada... drogada hasta las cejas aquella noche. Iba bailando entre el barro, daba vueltas con su vestido de seda y cantaba. Ésas son palabras tuyas, Bernard.
—No estoy seguro...
—Tú llevaste allí a Tessa en aquella furgoneta —me recordó Werner—. De no haber sido por eso, no habría estado allí para que la matasen.
Di una sacudida como si me hubieran propinado una bofetada en la cara. Era cierto. Tessa se había subido a la furgoneta que yo utilizaba aquella noche. Yo la había llevado hasta el lugar del tiroteo y, por lo tanto, a la muerte. Era la culpa que se derivaba de aquello lo que no me permitía el sosiego. Tessa había ido a Berlín con Dicky y compartía con él la habitación del hotel. Pero yo no podía liberarme de aquella sensación de que su muerte era responsabilidad mía.
—Bernard, si tú mataste a Tessa, tienes que hacerte a la idea de una vez. Nadie va a acusarte de nada. Londres daría un gran suspiro de alivio. Todos saben que no lo habrías hecho intencionadamente.
—¿Quién tiene mi Webley?
—No lo sé.
—Pero... ¿la tiene alguien? Era la pistola de mi padre. ¿Han estado jugando los de la República Democrática Alemana con informes de balística falsos?
—He oído decir que Thurkettle se llevó consigo la Webley de tu padre cuando regresó —me informó Werner.
—¿Por qué coño iba a hacer eso?
—La utilizaste para matar a rusos. Era una pistola del ejército británico con unas marcas determinadas que llevarían directamente hasta tu padre. Dejarla en el lugar del tiroteo habría sido una locura.
—¿Eso es lo que el Departamento cree que ocurrió? ¿Que yo los maté a todos?
Miré a Werner; a menudo se enteraba de lo que decía la gente mucho antes que yo.
—No sé lo que creen —me dijo Werner—. Probablemente estén tan desconcertados como yo. No saben qué pensar.
—¿Dónde está Thurkettle ahora?
—No lo sé.
—El Departamento anda detrás de él. Quieren que se enfrente a mí cara a cara.
—Bernard, si Thurkettle se esconde es porque está asustado.
—¿Asustado de mí, quieres decir?
—Desde luego. Míralo desde su punto de vista.
—¿Que yo maté a Tessa?
—Y él es el único testigo. Sí. ¿Qué probabilidades tendría si tú lo desafiases en una investigación del Departamento? Así es como debe de verlo él.
Me recosté y me froté las manos. Tenía las palmas sudorosas y noté que tenía la cara sofocada y ardiendo. Debía de parecer realmente culpable.
—Eso es una tontería, Werner. No sé con quién habrás estado hablando, pero es todo mentira. En cualquier clase de investigación puedo aclarar todos los detalles. Lo recuerdo todo con tanta claridad como si hubiera pasado ayer. Por lo menos recuerdo todo lo importante. Cuando traigan a Thurkettle me enfrentaré a él. Te demostraré cómo son las cosas.
—Yo no contaría con encontrar a Thurkettle —me recomendó Werner—. Cuando un hombre así quiere desaparecer, no hay manera de volver a encontrarlo.
Me quedé allí sentado largo rato.
—Pensaba escaparme —le confesé finalmente. Werner asintió con la cabeza—. Iba a llevarme a los niños y también a Gloria. Lo tenía todo planeado. La República de Irlanda y la conexión con Aeroflot: de Shannon a Cuba. Y desde La Habana un barco hasta... Bueno, no sé bien hasta dónde.
Werner me miró fijamente.
—¿Te has vuelto loco, Bernie?
—Habría salido bien —protesté.
—¿Se lo habías preguntado a los niños? —No esperó respuesta; sabía que yo no les había hecho confidencias—. Habría sido un fracaso —añadió en voz baja.
—No lo creo.
—¿Y Gloria? ¿Hablaste con ella del asunto?
—No —respondí.
—Todo ha terminado, Bernard. Vi a Gloria en Londres. Es feliz. No hay ningún hombre en su vida. A veces va a cenar con Bret; supongo que los dos se sienten un poco solos en algunas ocasiones. Pero vi que está contenta viviendo la vida ella sola. Te mencionó en la conversación, me contó lo contenta que estaba de que trabajases en Berlín. Me dijo que eras un hombre brillante y que esperaba que causaras una gran sensación. Lo decía completamente en serio. No había rencor ni mala voluntad en ella, Bernie. Pero ya no formas parte de su vida. Ni tampoco parte de su futuro. Será mejor que lo afrontes.
Sentí que las palabras de Werner me quitaban la vida. Noté que me ponía enfermo.
—Tú no la conoces, Werner —le dije sumido en la desesperación—. Y de todos modos... —Di un sorbo del contenido de la copa y recobré la compostura—. Gloria y yo; sí, eso se acabó. Se acabó del todo. Ahora cuéntame algo que yo no sepa.
—Entonces, ¿qué pasa, Bernie? ¿Qué es esta locura tuya? ¿Se trata en el fondo de algún tipo de resentimiento y envidia por el éxito de Fiona?
—¿Envidia? Venga, Werner.
—¿O es odio? ¿Odias a Fiona? Quizá lo haces sin comprender siquiera que la odias. Ella te quiere mucho. Es como yo, no se le da bien decir las cosas, pero te quiere, lo sé.
La tranquila voz de Werner y el tono considerado que estaba empleando hicieron que me mostrara cauto. Aquél era Werner, el psicólogo infantil famoso en todo el mundo. Le respondí con la misma calma.
—Pues a mí no me lo parece —le aseguré—. Fiona está enamorada de su trabajo. Se alegraría de verme huir con Gloria, incluso con los niños. Eso le permitiría tener más tiempo para las reuniones y para escribir informes.
—Frank adivinó que ibas a escaparte —me comentó Werner.
—¿Frank? ¿Cómo sabes tú que lo adivinó?
—Me mandó llamar. Y tú sabes la sorpresa que debió de causar eso. Frank y yo nunca nos hemos llevado bien. Me dijo que le gustaría que yo fuera a Londres para hablar contigo. No me explicó de qué. Luego, cuando se enteró por Bret de que tú te habías visto con el Sueco, Frank me dijo que estuviera en el Café de Leuschner al día siguiente por la mañana. Llegué temprano y Frank ya estaba esperándome. No sé cuánto tiempo llevaría esperando, pero ya se había tomado un par de cafés, panecillos y algunas cosas más. Estaba muy alterado; llenó la pipa de tabaco y la guardó sin fumársela. Ya sabes cómo es cuando se pone nervioso. Me dijo que el Sueco estaba muerto y que, bueno, que al fin y al cabo ya no había necesidad de que yo hablase contigo. Me aseguró que ibas a estar bien.
—Frank me conoce hace mucho tiempo.
—Ese es el problema —me aseguró Werner—. Que nos conocemos todos demasiado bien.
—No tengo intención de quedarme sentado ante lo que se me avecina, Werner —le dije—. Yo no le disparé a Tessa. Y puedes ir a decírselo a quienquiera que te lo pregunte.
Werner se puso en pie, enorme y amenazador. Nunca lo había visto antes de aquella manera. No levantó la voz, que sonó suave como un susurro, pero por primera vez en mi vida lo encontré intimidante.
—Muy bien —dijo.
Hizo que sonara como si estuviese bajando el telón en una obra de Chéjov.
No me moví. Werner cruzó el local y se acercó a una fotografía de Richthofen, que estaba de pie entre un grupo de pilotos cochambrosos delante de un biplano Albatros. Werner se tomó su tiempo contemplando la fotografía, como si estuviese tratando de reconocer quién era Goring. Werner caminaba cojeando. Hacía mucho tiempo le habían roto la pierna unos matones del otro lado del Muro. Y a veces la pierna le molestaba; cuando el tiempo era frío como entonces, o cuando él se inquietaba emocionalmente. No dije nada. Werner estaba de espaldas a mí, mirando la foto con la pierna ligeramente doblada, como yo había visto que hacía cuando le dolía. Era mejor dejar que se calmase.
Por fin Werner se dio la vuelta y me miró. Tal vez había estado contando hasta diez.
—¿Has hablado con Silas Gaunt? —Lo preguntó con voz desenfadada, pero no pudo disimular hasta qué punto le interesaba saber qué había pasado en aquel encuentro—. ¿Te ha proporcionado alguna información nueva?
—Sí, hizo que aumentase mi desconcierto.
Werner continuó hablando en voz baja.
—Bueno, quizá no se te haya ocurrido, Bernie, pero si el Departamento estuviera desesperado por tapar la matanza legal de esa pobre mujer, y hubiese hecho venir a un matón carísimo que llegó, hizo el trabajo que tenía que hacer y desapareció, no estarían falsificando documentos, retorciéndose, mintiendo y tomándose de forma absurda todas las demás molestias que tú les atribuyes, ¿no te parece?
—Quizá —convine.
—No... simplemente te matarían. Si ésa es la manera como hacen las cosas, eso es lo que te harían. De ese modo acabarían de una vez por todas y de una forma limpia y rápida. Y les saldría relativamente barato.
Seguí sin moverme. Werner se quedó mirándome durante lo que me pareció mucho tiempo, una eternidad. Le devolví la mirada fija y por fin salió andando con paso majestuoso, sin que al parecer le disminuyera aquella terrible ira. El largo abrigo negro y la cojera añadieron un aspecto siniestro a aquella salida suya en cierto modo teatral.
Poco después de que se marchó Werner, un hombre llamado Joschi, cuyo apellido nunca averigüé, apareció de pronto detrás de la barra. Era un individuo bajo y melancólico que había perdido a sus padres en la guerra. Había pasado la niñez en un orfanato de Silesia. En las últimas semanas de la guerra, Joschi, con otros internos, emigró hacia el oeste caminando penosamente con el ejército rojo detrás de ellos, muy cerca. Trabajó en una fábrica de porcelana que dirigían los comunistas en Dresden hasta que hacía dos años consiguió escapar de la República Democrática Alemana. Ahora insistía en darme las gracias por haberle conseguido un empleo y poder trabajar para Rudi allí, en el Horrido. En realidad, yo no había hecho más que mencionar su nombre en una época en que Rudi estaba buscando un esclavo honrado que no se quejase y que trabajase las veinticuatro horas del día por un salario como para morirse de hambre.
—¿Aguardiente, Herr Samson?
Estaba de pie con una copa y una botella en las manos dispuesto a servírmelo.
—No, gracias, Joschi. Ya he bebido bastante.
—¿Whisky escocés? ¿Un coñac de siete años?
—Gracias, pero no.
—Tiene buen aspecto, Herr Samson.
—Tú también, Joschi.
Le agradecí aquel comentario para darme ánimos, pues por lo que me habían dicho varios amigos sin pelos en la lengua, yo parecía definitivamente agotado.
—¿Sabe si se puede fabricar una pistola de plástico, Herr Samson? —Titubeé y lo miré—. Unos clientes estuvieron discutiendo anteayer por la noche sobre eso en la barra. Uno de los policías del aeropuerto, ese tipo joven tan voceras... ese que siempre discute... que lleva una barba recortada. El que le va enseñando a todo el mundo las dianas de papel del campo de tiro. Me parece que usted lo conoce. Se apostó cincuenta marcos a que puede hacerse una pistola de plástico. Los demás no estaban de acuerdo. Yo le dije que conocía a una persona que entendía de esas cosas.
—¿Cómo empezó la discusión? —le pregunté.
—Llegó un paquete para el señor Volkmann... hace ya mucho tiempo... Una entrega por mensajero. Era una pistola de plástico. Yo le dije que era de juguete.
—A mí también me parece que debía de tratarse de un juguete —le aseguré—. Tal vez me tome ese aguardiente.
Me sirvió la copa y di un sorbo. Joschi levantó la suya y brindó por nuestra salud. Me di cuenta de que me estaba diciendo algo importante. Aquélla era la manera que Joschi tenía de pagarme la deuda que pensaba tenía conmigo. Pero yo no sabía hasta dónde se me permitía llegar haciendo preguntas.
—¿Hace mucho tiempo? —le pregunté.
—Aquella vez que hubo tanto alboroto y usted se marchó a alguna parte para recuperarse.
—Y ese policía que piensa que pueden fabricarse pistolas de plástico, ¿qué es lo que dice?
—Dice que las ha visto. Que ha visto pistolas americanas de plástico con balas triangulares también de plástico que encajan muy bien en la recámara. Las hacen para pasarlas por las máquinas de control de seguridad de los aeropuertos.
—¿Y qué querría Werner hacer con ella?
Werner no tenía ningún interés especial ni necesidad alguna de una pistola, y mucho menos de una para fines específicos. Me preocupaba que pudiera estar metido en algo que le ocasionase problemas. Había una parte reservada en su carácter; yo lo sabía desde que pasamos juntos la infancia. Pero estaba seguro de que no había nada que a mí no me confiase, al igual que yo no tenía secretos para él.
—Recibimos un montón de paquetes raros aquí, detrás de la barra, Herr Samson. El jefe a veces mira lo que contienen; le gusta asegurarse de que no sean drogas. Desde luego, el nombre de Herr Volkmann nunca se pronunció.
Asentí. Cualquiera de los miembros de las tripulaciones que llegaban podía atravesar el aeropuerto y pasar por la misma alambrada rota que utilizaban los ingenieros que estaban de servicio y el personal de las oficinas cuando se dejaban caer por allí para tomarse a escondidas una copa. En cierto modo, yo le había seguido el juego a Joschi. Ahora él sabía que a mí no me habían entregado aquella pistola, y que tampoco había llegado a manos de Werner sabiéndolo yo y con mi aprobación.
—No se lo digas a nadie, Joschi —le pedí—. Es un juguete, estoy seguro. Si se lo dices a alguien, quizá le estropees una bonita sorpresa a otra persona.
—Entonces..., ¿les digo que es imposible?
—Sí, puedes creer en mi palabra. Ese pobre tipo ha perdido el dinero de la apuesta.