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Nuestro primer problema fue deshacernos del vehículo de Bekuv. Era un GAZ 59 A, un auto de campaña ruso con tracción en las cuatro ruedas. Era una máquina llamativa: techo de lona, caja cuadrada y elásticos metálicos brillantes que se veían a través de las fundas de los asientos. No teníamos cómo enterrarlo en la arena, e incendiarlo probablemente hubiera traído el tipo de atención que justamente tratábamos de evitar.

Mann tomó una gran llave y arrancó las placas de la patente, y luego eliminó el emblema R. M. M. que hubiera alertado incluso a un espía iletrado que el vehículo era de Mali.

Mann no perdió de vista a Percy Dempsey. Y Mann ciertamente no confiaba en Johnny, el chófer árabe, siempre sonriente. Solamente porque no se le ocurrió una idea mejor fue que aceptó que Johnny se dirigiera de vuelta al Norte con el GAZ mientras nosotros seguíamos con Bekuv en el VW. Y se daba vuelta constantemente para mirar a Bekuv, vigilar a Percy en el Land-Rover detrás nuestro y decirme que Percy Dempsey no era ni de lejos el hombre que yo le había anteriormente descrito.

—Hace un calor endemoniado —dije.

Mann gruñó y miró a Bekuv que seguía durmiendo en el asiento de atrás.

—Si abandonamos el GAZ por aquí, en el Sur, la policía va a examinarlo para asegurarse que no se trate de alguien que se está muriendo de sed. Pero cuanto más nos acerquemos al Norte, más interés va a despertar en la policía una máquina tan extraña.

—No va a pasar nada.

—No hemos visto nada parecido en toda Argelia.

—Deja de preocuparte —dije—. Percy ya hacía estas cosas aquí en el desierto, cuando Rommel llevaba pantalones cortos.

—Ustedes los ingleses siempre se defienden.

—¿Por qué no conduce un rato, mayor?

Cuando nos paramos para cambiar de asiento, nos demoramos bastante, como para que Johnny se adelantara unos kilómetros. El GAZ no iba a establecer ningún récord de velocidad. No habían mejorado demasiado el Ford Modelo A del que derivaba. Alcanzarlo no sería un problema con el VW.

En efecto, el viejo GAZ apareció a los veinticinco minutos de reanudada la marcha. Lo vimos subiendo el suave declive de un médano y Mann guiñó las luces a modo de saludo.

—Mantengamos esta distancia —dijo Mann. Entre los vehículos había unos quinientos metros.

Detrás de nosotros emergió Percy, con el Land-Rover.

—¿Percy es medio medio, no?

—¿Marica? —dije—. ¿Percy y Johnny? No se me había ocurrido.

—Percy y Johnny —repitió Mann—. Hace pensar en un pequeño e íntimo bar de Tánger.

—¿Eso aumenta o disminuye las probabilidades de que lo sean?

—Mientras cumplan con su trabajo —dijo Mann—. Es todo lo que pido. —Echó una mirada al espejo antes de sacar un Camel del bolsillo de la camisa que encendió sin soltar el volante. Aspiró y largó el humo antes de volver a hablar—. Llévanos a ese maldito aeródromo, eso es todo lo que pido. —Golpeó el volante con el puño grande y huesudo—. Es todo lo que pido.

Sonreí. La primera propuesta de que desertara se la había hecho a Bekuv un científico británico. Eso significaba que la Inteligencia Británica se le iba a pegar como una sanguijuela. Yo era la sanguijuela designada, y a Mann no le gustaban las sanguijuelas.

—Deberíamos haber viajado de noche —dije, más por decir algo que porque lo hubiera meditado mucho.

—¿Y qué le decimos a la policía? ¿Que estamos fotografiando polillas?

—No hay por qué dar explicaciones. En estos caminos probablemente hay más tráfico de noche cuando está fresco, pero se corre el peligro de atropellar camellos o gente caminando.

—Mira, es… ¡Dios!

Mann miraba fijo hacia delante, pero yo no alcanzaba a ver nada en esa dirección, y para cuando me di cuenta de que miraba el espejo retrovisor, ya era demasiado tarde.

Mann me arrancó el volante y dimos unos tumbos en el desierto entre una nube de arena; cuando Bekuv fue arrojado del asiento posterior y cayó al piso oímos un alarido de furia.

Oí el helicóptero a reacción antes de verlo. Todavía estaba mirando el GAZ, viendo cómo desaparecía en un remolino de arena y destellos blancos. Luego se convirtió en un gran borbollón que se inflaba como un brillante globo rojo que el combustible hizo reventar con una explosión terrible.

El zumbido del helicóptero se convirtió en el golpeteo de las paletas del rotor cuando giró y estuvo encima de nosotros a pocos metros de altura mientras las palas de la hélice hacían señales indias con el humo que subía del GAZ.

La burbuja de plexiglás brilló al sol mientras se deslizaba tan cerca del suelo del desierto que las puntas de las palas casi tocaron los médanos. Por un momento desapareció de la vista y cuando oí nuevamente el motor me encontré a cincuenta metros del camino tendido de cara al suelo, tratando de meter la cabeza en la arena.

El piloto hizo una curva cerrada al llegar a la ruta. Sobrevoló el auto incendiado y luego volvió de nuevo antes de dar por terminada su tarea. Dirigió luego la trompa hacia el Este y desapareció de la vista en uno o dos segundos.

—¿Cómo adivinaste? —le pregunté a Mann.

—Por la manera en que se mantenía sobre el camino. En Nam tuve que vérmelas con helicópteros artillados. Sabía que iba a tirar. —Se sacudió el polvo de los pantalones—. ¿Todo OK, profesor?

Bekuv asintió, serio. Era obvio que habían desaparecido las últimas dudas que podía haber tenido respecto de volver a Mali para una reconciliación.

—Entonces larguémonos de aquí antes de que llegue la policía para averiguar sobre el desastre.

Aminoramos la marcha al pasar a través del humo y el hedor a goma y carne carbonizada. Bekuv y yo nos dimos vuelta para aseguramos de que no había posibilidad alguna de que el muchacho hubiera sobrevivido. Luego Mann aceleró, pero vimos que el Land-Rover se mantenía detrás de nosotros.

Mann miraba por el espejo retrovisor. Él también lo vio.

—¿Por qué demonios se para ese viejo idiota?

No contesté.

—¿Tiene tapones en los oídos?

—Para enterrar al muchacho.

—¡No puede ser tan tonto!

—Es una tradición en el desierto —dije.

—¿Quieres decir que eso es lo que ese idiota le va a contar a la policía cuando lleguen y lo encuentren haciendo una lápida?

—Probablemente.

—Lo van a hacer hablar. Los policías lo van a sacudir a Percy Dempsey y ¿sabes lo que va a largar?

—Nada.

—¡A nosotros! —dijo Mann que todavía miraba por el espejito—. Maldito estúpido.

—Para mí hay veinte kilómetros hasta el desvío para el aeropuerto.

—A menos que nuestro piloto se haya atemorizado por ese helicóptero artillado y haya vuelto a Marruecos.

—Nuestro muchacho ni siquiera ha falsificado su plan de vuelo todavía —dije—. Está a sólo quince minutos de vuelo de aquí.

OK, OK, OK, —dijo Mann—. Toda esa mierda de espíritu de Dunquerque está de más. —Durante un rato largo seguimos en silencio.

—A ver si divisan el túmulo del desvío —dije—. No son más de media docena de piedras, y la arena se ha movido desde que pasamos por este camino.

—En el jeep no hay pala —dijo Mann—. No creerás que lo vaya a enterrar a mano limpia, ¿no es cierto?

—Más despacio ahora —dije—. El túmulo está de este lado.

Un avión se acercó saltando por sobre los médanos desde el Noroeste. Formaba parte de una flotilla de máquinas Dornier Skyservant, para viajes cortos, contratadas para transportar funcionarios del gobierno, políticos y técnicos, de Marruecos a las explotaciones de fosfato cerca del límite con Argelia. La demanda mundial de fosfatos había convertido la explotación en la industria más mimada de Marruecos.

El piloto aterrizó en la primera vuelta. Saber aterrizar en cualquier pedazo de tierra dura sin árboles era parte de su trabajo. El Dornier nos sobrevoló y accionó el acelerador de su motor de babor de modo que giró sobre si y quedó en posición de volar de nuevo.

—¡Cuidado con la hélice! —me avisó Mann.

El padre de Mann había sido piloto en una línea comercial, y Mann tenía una suscripción por diez años a Aviation Week. Los aviones lo enloquecían. Antes de subir golpeó el fuselaje metálico.

—Grandes máquinas estos Dornier —me dijo—. ¿Habías visto un Dornier antes?

—Sí. Mi tío Jorge abatió uno en 1940.

—Asegúrate que la puerta esté cerrada.

—Vamos, vamos —dijo el piloto, un joven sueco con un bigote caído y «Elsa» tatuado en un bíceps.

Empujé a Bekuv para que pasara adelante. En la cabina había unos doce asientos y Mann ya se había instalado en el más próximo a la puerta.

—¡Apúrense! Quiero retomar mi plan de vuelo.

—¿Casablanca? —dijo Mann.

—Y todo el couscous que se pueda comer —dijo el piloto y accionó el acelerador antes de que yo hubiera cerrado la puerta.

El lugar de donde se elevó casi verticalmente el Dornier bimotor era el campamento abandonado de una patrulla vial, con las consabidas pilas de bidones de petróleo, dos chasis de tractor y algunos mojones de piedras. Los nómadas se habían llevado todo lo demás. Ahora había allí un brillante ómnibus VW nuevo, con su cartel «Giras Dempsey por el Desierto», parado en el hoyo del lecho de un río.

—Esto lo arruinó —dijo Mann—. Cuando los policías encuentren al VW no le van a sacar el ojo a este aeropuerto.

—Dempsey se lo llevará.

—Tu compañero Dempsey es un verdadero Lawrence de Arabia.

—Pudo haber hecho este trabajo solo. No era necesario que viniéramos nosotros.

—Eres más tonto de lo que pareces. —Mann miró alrededor para asegurarse que Bekuv no podía oír.

—Entonces, ¿por qué…? —pregunté.

—Porque si el profe grita bastante fuerte que quiere a su mujer aquí, alguien va a tener que ir a traerla.

—Mandarán a alguien del área —dije.

—Mandarán a alguien que haya hablado con el profesor…; tú lo sabes, alguien que estuvo aquí, que puede hablar con su vieja en forma convincente.

—Peligrosísimo.

—¡Sí! Si los rusitos van a empezar a mandarnos aviones e incendiar autos en el desierto, no van a soltar a la vieja sin pelear.

—Quizá den a Bekuv por muerto.

Mann se dio vuelta en el asiento para mirar al profesor. Tenía la cabeza echada sobre el borde del respaldo; la boca abierta y los ojos cerrados.

—Quizás —asintió Mann.

En ese momento alcancé a ver los picos del Atlas Mayor. Estaban casi invisibles por el resplandor de calor que se levantaba del desierto incoloro, por debajo de nuestro nivel; pero encima de la bruma de calor alcancé a distinguir las cimas nevadas de los picos más altos. Pronto veríamos el océano Atlántico.