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Atención médica, seguridad y aislamiento, se lograron llevando a los Bekuv al Hospital Psiquiátrico Naval Comodoro Perry, a media hora de auto de Newport News, Virginia. Ya había un hospital allí antes de que se inventara la palabra psiquiatría. Era un feo conjunto de construcciones desparramadas en un lugar desolado, cerca del agua. El ala Norte todavía se usaba como hospital naval; pero todos los marineros con perturbaciones mentales habían sido evacuados de los pabellones centrales, edificados para internarlos. Ahora, eso era una zona de alta seguridad, que utilizaba la CIA para recibir información de agentes norteamericanos, interrogar agentes enemigos, y, a veces, para decidir si un agente era de aquéllos o de éstos.

Un auto de la marina americana nos esperaba en el aeropuerto. Venía con chófer uniformado y la leyenda «para uso oficial solamente», en la puerta. A Mann le causó enojo, y al principio se rehusó a entrar en él.

—¿Trajo sombreritos de cotillón y pitos, marinero?

—No tenemos autos comunes, señor —dijo el chófer. Era un hombre mayor, con condecoraciones de la Segunda Guerra Mundial en el pecho.

—Bueno, podríamos tomar un taxi —dijo Mann.

Con loable prudencia, el marinero se contuvo de decirle a Mann que quedarse parado frente a un edificio del aeropuerto, discutiendo con un marinero de uniforme, era más llamativo que viajar en un auto oficial. En cambio, asintió solemnemente y dijo:

—Viajando en un taxi no lo van a dejar entrar por la puerta principal si no tiene una de esas etiquetas adheridas al parabrisas. Tendría que atravesar todo el hospital hasta los pabellones centrales… son casi dos kilómetros.

OK, sabihondo —dijo Mann—. Mientras no use la luz roja y la sirena. —Entró en el auto. No tenía luces rojas y, posiblemente, tampoco tenía sirena.

—Eres un pésimo perdedor —le dije bajito al sentarme a su lado.

—Sí —asintió Mann—. En realidad no tengo tanta práctica como tú.

Miramos pasar el paisaje. Mann puso el portafolio sobre las rodillas, como si fuera a trabajar con los papeles, pero volvió a dejarlo sin abrir.

—Nunca debí aceptar que metieran a los Bekuv en este manicomio.

—Tranquilízate —dije—. Te pones demasiado violento.

—¿Cómo demonios sabes si reacciono demasiado violentamente?… ni siquiera sabes contra qué estoy reaccionando.

Dejé que se calmara; supongo que quería desahogarse.

—Estamos perdiendo el control de este operativo —dijo.

—Por lo que a mí toca, nunca tuve ese control… lo tenías tú.

—Sabes lo que quiero decir. Estos sabelotodo de Washington se me pegan como insectos. ¿Sabes qué es el DAP?

—Sí, lo sé —dije. La Dirección de Asesoramiento Psicológico era una cómoda reunión de reducidores de cráneos sin empleo que sabían cómo no incurrir en todos los errores que cometía la CIA; pero, desgraciadamente, no se lo decían a nadie sino después. (Visión a posteriori veinte-veinte, como dijo Mann después de recibir una de las crípticas advertencias de los psicólogos).

—El DAP se está echando encima de la señora Bekuv. La van a llevar a esa granja cerca de San Petersburgo, y a Red Bancroft con ella. —Buscó en el chaleco, sacó unas tabletas de Buferina y tragó dos, sin agua—. Dolor de cabeza —dijo—. Yo sabía que era el tipo de dolor de cabeza que llega desde Washington, a través de conductos oficiales.

—Red Bancroft —dije. Lo miré a la espera de alguna explicación.

—Red Bancroft trabaja para el departamento… ¿lo sabías?

—No, no lo sabía. Y no recuerdo que nadie me lo haya siquiera sugerido.

—Bueno, no te pongas furioso. Al contártelo, desobedezco órdenes. Las desobedezco porque eres un compañero y no quiero que el engranaje te destroce.

—¿Por qué demonios no me lo dijo ella misma? —pregunté.

—Yo y Bessie la conocemos desde hace un tiempo —dijo Mann—. Ha pasado muy malos momentos y está muy confundida… ¿me entiendes?

—No.

Se inclinó hacia adelante y me agarró el brazo:

—No te metas. Es una buena chica y me gustaría verla ubicada… pero no contigo.

—Gracias.

—Por tu bien —dijo rápido—. Es una chica muy entera. Es una agente buenísima y sabe cuidarse sola. Hace dos años se infiltró en un grupo marxista, en Montreal. Casi consigue que la maten… estuvo tres meses en el hospital… pero también mandó tres conspiradores al hospital y a otros cinco a la cárcel. Es un tipo de chica muy especial y la quiero mucho… pero hazte un favor; apártate de ella.

—¿Trabaja para la DAP y va a la granja con la señora Bekuv?

—Así es —dijo Mann. El auto aminoró la marcha al llegar a la entrada principal del hospital naval. Un centinela verificó nuestras tarjetas de identidad y nos dejó pasar hacia los pabellones centrales, donde otro centinela las verificó de nuevo.

El auto se detuvo frente al edificio de ocho pisos, construido para albergar a los pacientes violentos. En los pisos bajos podían verse aún los carteles borrosos y los postigos de acero. El interior ofrecería seguramente el deprimente aspecto de los hospitales públicos; pisos sin alfombras, ausencia de adornos, puertas automáticas que silban como esclavos japoneses, demasiada luz y demasiados extintores de incendios rojos. Hasta las reproducciones en las paredes habían sido elegidas para calmar los sentidos.

—Aquí me bajo —dijo Mann—. Estoy en el departamento del cirujano de guardia, en el último piso. Tú estás en el edificio para gente importante.

Lo miré sin tratar de ocultar mi enojo. Otras veces habíamos intercambiado palabras más duras, pero jamás habíamos estado tan cerca de una pelea en serio. Dije:

—¿En qué edificio está la señorita Bancroft?

—No sé —dijo Mann.

—Entonces tendré que telefonear a la gente de la entrada.

—Se fue esta mañana —dijo Mann—. Se llevaron a la señora Bekuv, y Red fue con ella.

Mi malhumor se acentuó:

—La mudaste deliberadamente, para que yo no tuviera la oportunidad de hablar con ella.

—¿Me estás sugiriendo que debería organizar esta fiestita para beneficio de tu vida privada?

No contesté.

—Te veré aquí, alrededor de las nueve de la mañana —dijo Mann—. Quizá para ese entonces estés de humor como para entender.

—Ya comprendo ahora —dije—. Comprendo demasiado bien. La DAP te acosa. Y estás decidido a pasar al profesor Bekuv por el rodillo, y a conseguir resultados antes de que la DAP le saque algo a la mujer. Sí, comprendo. Red Bancroft pertenece a la DAP y no te gusta la idea de que yo esté tan cerca de la oposición. No confías en mí, mayor. Bien, has oído hablar de las profecías que se cumplen, ¿no es así?

—Buenas noches —dijo Mann. Salió y cerró la puerta.

Bajé la ventanilla.

—¿No vas a contestarme?

—Sí, madura de una vez —dijo Mann. Se abotonó la chaqueta y se puso el ridículo sombrero de tweed, con el ala baja al frente y atrás—. Y mantente alejado de la señorita Bancroft, es una orden.

Lo miré, mientras entraba en el vestíbulo iluminado. Los dos pares de puertas de vidrio se abrieron automáticamente; pero, más adentro, alcancé a ver el enrejado recién pintado de los barrotes de la prisión, y una garita blindada para el portero.

Me habían proporcionado el relativo lujo de una casa de cuatro habitaciones, ocupada regularmente por un capitán de la marina norteamericana, destacado ahora en CIN-CLANT por un par de meses. Sus libros y muebles estaban todavía ahí. No dudó que ésta era la comodidad reservada para Mann hasta que él la cambió por las incómodas habitaciones del cirujano de guardia que estaban tan cerca de Bekuv.

Yo estaba cansado, muy cansado. Di gracias a Dios por encontrarme en Estados Unidos, donde hasta el asilo de pobres, probablemente, tiene baños con calefacción. Abrí mi valija y eché la ropa sucia en el canasto para el lavadero. Me desvestí y me metí bajo la ducha. Me quedé un largo rato, mientras el agua caliente me golpeaba los músculos, y terminé con agua lo bastante fría como para hacerme castañetear los dientes. Tomé la toalla del secador y me envolví con ella antes de ir a la cocina. Puse una taza y un pocillo, llené la pava y la enchufé. Mientras esperaba que hirviera, admiré la biblioteca del capitán. Había un buen número de libros de psiquiatría de alto vuelo, volúmenes en rústica y encuadernados. También había memorias de la guerra, un Diccionario Oxford, y Dickens y Balzac, y una colección de libros de química viejísimos.

Fui al dormitorio. Era una habitación grande, con cama camera. A un lado había grandes roperos con las puertas revestidas de vidrio coloreado. Frente al espejo había una mujer alta y delgada; estaba desnuda excepto por el triangulillo de seda negra. Era Red Bancroft, y sonrió, encantada de que la broma le hubiera resultado tan bien. Su sonrisa cambió cuando me observó examinando su desnudez. Era hermosa. Empecé a decírselo, pero se me acercó y me puso el dedo sobre los labios. Con la otra mano aflojó la toalla húmeda en mi cintura y la dejó deslizar al suelo. Se estremeció al sentir el agua fría sobre la piel cuando nos abrazamos. Mi pelo húmedo dejó caer una cascada de gotas sobre su cara. Nos besamos y ella apretó sus brazos alrededor de mí. No pude menos que echar una ojeada a nuestra imagen en el espejo cuando empezamos a hacer el amor.

Apenas habíamos empezado cuando se oyó un grito agudo. Red luchó por soltarse, pero la retuve.

—Es la pava —dije—. Debe tener una válvula de seguridad. —Se reclinó sobre la cama, sonriente. Y a su debido tiempo se oyó el ruidito de la válvula.

No cambiamos palabra, sólo gritos y murmullos incoherentes; y, luego, cuando ella se levantó de la cama, me eché la frazada encima y apoyé la cabeza sobre las almohadas de plumas. Cuando volvió, estaba casi dormido. Me sorprendió verla enteramente vestida.

—¿Qué pasa? —dije.

Se sentó en la cama y me miró como si me viera por primera vez:

—Debo irme.

—¿Ir, a dónde?

Miró su reloj:

—La mudamos a la señora Bekuv. Tengo que estar lista.

—Qué buen sentido de la oportunidad —dije.

—No te amargues.

—¿Es necesario que vayas?

—¿Es necesario que tú hagas tu trabajo? —replicó ella—. Éste es mi trabajo y lo hago muy bien, de modo que no me trates como a una mujercita de su casa.

—¿Y entonces, por qué no me hablaste de tu trabajo?

—¿Me hablaste tú del tuyo?; no, no lo hiciste, porque eres un agente secreto…

—¿Pero qué es todo esto? —dije. Me erguí.

Alargó la mano y me tocó el hombro.

—Te estoy diciendo adiós —dijo. Se estremeció como de miedo.

—Adiós por ahora, querrás decir.

—Quiero decir: adiós, adiós.

—Sólo por saberlo. ¿Será que uso un dentífrico que no te agrada?

—No es nada personal, querido. Por un tiempo me tuviste realmente subyugada. Bessie Mann me preguntaba cuántos chicos íbamos a tener, y me sorprendí mirando libros de cocina y coches de bebé.

La miré, tratando de descubrir a qué se debía una despedida tan terminante.

—No trates de resolverlo, querido —dijo ella, y se inclinó y me dio un beso fraterno en la frente—. Lo planeé así.

—Sólo a una mujer puede ocurrírsele decir adiós en la cama —dije.

—No lo creas, nene. A mí me han dicho adiós así, y más veces de las que querría recordar. —Se puso de pie y abrió el ropero para sacar su abrigo de gamuza. Por un momento me pareció que había alguien dentro del ropero; pero eran solamente dos uniformes de capitán en las fundas transparentes de la tintorería. Se puso el abrigo cuidadosamente, mirándose al espejo mientras lo abotonaba.

Me levanté de la cama y me puse una de las batas del capitán. Me quedaba un poco corta, pero en ese momento no me importó. Red Bancroft fue al hall y tomó una valija grande, abrió la puerta del frente y lo colocó afuera. Se volvió hacia mí.

—Oye, querido, olvida lo que acabo de decir… no nos separemos así.

—¿Por qué no me dices qué pasa?

—No hay tiempo.

—Yo haré que lo haya.

—Y estoy demasiado confundida para saberlo yo misma. Otra vez será.

—¿Es un asunto amoroso? —dije yo.

—¡Por favor!

Antes de que pudiera contestarle, se oyeron voces en la puerta, y dos hombres entraron precipitadamente. Era una pareja de aspecto rudo, de pelo largo y chaquetas de loneta. Pero tenían el pelo recién lavado, y las chaquetas estaban limpias y planchadas, de modo que se parecían a esos profesores universitarios que fuman marihuana.

—¡Afuera! —les dije.

No me concedieron ni una mirada. Uno de ellos le dijo a Red Bancroft:

—¿Tiene esa valija solamente?

Ella señaló otra valija grande, y luego se volvió hacia mí:

—Tengo que irme.

—¿Quiénes son esos facinerosos?

Uno de los hombres se volvió hacia mí y dijo:

—Usted se sienta y se calla y no le pasará nada.

—Comprendo. —Lo dije tan pasivamente como pude, y esperé hasta que se agachó para levantar la valija de Red antes de tomarlo por la espalda de la chaqueta con una mano, mientras con la otra le arrancaba la pistola de la bandolera que llevaba en el cinturón—. Ahora empecemos de nuevo —dije, mientras él dejaba caer la valija y se me tiraba encima. Yo ya me había echado atrás, lo suficiente para evitar ese contraataque, y mientras él todavía no había recuperado el equilibrio, me adelanté y le di un puntapié en el costado de la rodilla, lo bastante fuerte como para hacerlo gritar. Sin esperar a ver cómo se masajeaba el raspón, dirigí el Magnum hacia donde estaba el otro. Aun antes de que yo dijera nada, ya había levantado los brazos.

—Bien alto —le dije—. Mantenga los brazos bien, bien en alto.

Me acerqué a su espalda y también encontré el arma.

—Tienen que ser más rápidos si quieren llevar el arma tan atrás —les dije—. Ahora, veamos quiénes son ustedes.

—Usted sabe quiénes somos —dijo el primero—. ¿Qué cree que hacemos en esta zona de seguridad?

—Mantenga los brazos en alto, gordito —dije—, o voy allá y le hago un moretón en la otra pierna.

—Somos CIA —dijo el segundo hombre—. Estamos mudando a la señora Bekuv.

—Bueno, ¿por qué no lo dijeron? —dije sarcásticamente—. Y hubiera sabido que los que me amenazaban eran los buenos.

No contestó.

—Quiero ver sus tarjetas de seguridad social —dije. Los hombres de la CIA raramente llevan documentos de identidad, pero se les asigna un grupo especial de números del seguro social que permite que otros miembros de la agencia los identifiquen; y también la computadora del seguro social, si se los encuentra flotando en los muelles del puerto.

Los dos hombres sacaron sus billeteras de mala gana. Lo hicieron uno por vez y muy, muy despacio. Todo el tiempo, Red Bancroft contemplaba el fiasco sin decir nada. Tampoco la expresión de su cara indicaba cuáles eran sus sentimientos, hasta que dijo:

—Está bien, chicos, ya han jugado bastante. Ahora sigamos con nuestro trabajo.

OK —dije. Le tiré el Magnum a su dueño. Era tan torpe que se raspó un nudillo al tomarlo. Observé que llevó la cartuchera al frente antes de reponer la pistola—. Ahora desaparezcan, mientras le doy las buenas noches a la dama.

Se fueron. Recogieron las billeteras de la mesa donde yo las había dejado y se fueron, cerrando la puerta. Se oyó el ruido repentino del motor de un helicóptero. Red cruzó hasta la ventana. Por encima de su hombro alcancé a ver algunas luces y actividad, y luego oí los rotores del helicóptero, dando vuelta con el embrague puesto. Red dijo:

—La señora Bekuv nada en la gran piscina interior, todas las mañanas, antes del desayuno. Esta mañana la pondremos en el helicóptero y bajaremos en San Petersburgo, en Florida, a tiempo para una merienda. —Se apartó de la ventana, me pasó un brazo alrededor de la cintura y me besó—. ¿Voy a tener otra oportunidad? —preguntó.

La besé. Levantó su valija y se fue hacia la puerta. Oí las voces de los dos hombres, y luego el ruido del motor de un auto. Casi enseguida rugió el helicóptero y se levantó por encima de los techos. Yo aún no le había contestado.