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La ruta Transahara es un camino que se dirige hacia el Sur, hacia el Atlántico, pasando por In-Salah y Tam. Pero nosotros seguíamos otro camino Transahara; la ruta menos conocida, que corre paralela a la otra, kilómetros al Oeste. Lleva a las partes menos conocidas del África. Lleva a Gao y a Bamako, la capital del enclave de Mali. Lleva a Tombuctú.

Cuando dejamos el hotel de Adrar eran las 4:15 de la mañana. Mann y Percy iban en el Land-Rover. Yo seguía en el ómnibus Volkswagen con Johnny, un chófer suplente de «Giras Dempsey por el Desierto».

Atravesamos la plaza del mercado en la penumbra de la noche del desierto. Hacía un frío del demonio, y los chóferes tenían chalinas y gorros de lana. Los grandes camiones que atraviesan el desierto en convoy, cargados con pescado seco y naranjas, estaban listos para partir. Uno de los chóferes saludó.

En el desierto los viajeros comparten la preocupación por la supervivencia; uno nunca sabe cuándo necesitará ayuda.

Doblamos hacia el Sur. Yo seguía las luces traseras del Land-Rover. El camino era de arena endurecida y podíamos mantener una buena velocidad dejando atrás las señales toscamente pintadas que indicaban el camino hacia aldeas lejanas. En algunos lugares la ruta estaba cubierta de arena suelta y yo frenaba cada vez que veía saltar las luces del jeep, pero todavía no se habían formado los lomos de burro que pueden partir un eje.

El cielo acerado se aclaró y brilló rojizo a lo largo del horizonte hasta que, como una lanceta térmica, el sol abrió en él un blanco agujero ardiente. El camino bordeaba los grandes mares de arena del Sahara. Hacia el Oeste el horizonte se movía como un océano agitado por una tempestad, pero hacia el Este la tierra era llana y monótona, gris y dura como cemento. A veces veíamos manadas de camellos apolillados, tratando de arrancar una brizna de espinillo o un bocado de algún matorral. La ruta hacia el Sur estaba marcada por pequeños túmulos de piedras. A menudo pasaba un árabe solitario montado sobre un pobre animal tan agobiado que los pies del jinete tocaban casi el suelo. Una vez vimos una familia árabe que reordenaba la carga sobre las monturas de los tres camellos. No vimos ningún vehículo motorizado.

Hacía tres horas que habíamos salido de Adrar cuando llegamos al cabo del camino. El paso estaba bloqueado por seis bidones de petróleo abollados, un cartel descolorido por el sol indicaba que debíamos seguir las huellas de neumáticos por un desvío del camino.

El jeep salió de un salto del piso duro despidiendo arena cuando las ruedas patinaron al morder el suelo del desierto. Mis neumáticos blandos se afirmaron y luego siguieron despacio por la huella marcada. Seguí muy de cerca a los otros, manteniendo nuestros vehículos en fila para simplificar el problema del acople porque no cabía duda de que yo iba a ser el que se encajara. A ellos la tracción en las cuatro ruedas los sacaría siempre del arenal.

Cada cien metros aproximadamente, un viejo bidón de petróleo marcaba el desvío. Algunos se habían tumbado y habían rodado lejos de su posición original. Dos estaban casi enterrados en la arena suelta. Era más fácil seguir la huella de los neumáticos.

El Land-Rover se detuvo al cabo de unos ocho kilómetros. Mann bajó y se me acercó. Había aclarado totalmente y aun con los anteojos oscuros me encontré pestañeando por la reflexión de luz en la arena. Todavía era muy temprano, pero al detenernos sentí el calor del sol y olí la goma caliente, el combustible que se evaporaba y la loción que Mann se aplicaba después de afeitarse.

—¿A qué distancia estaba el último bidón? —preguntó Mann.

—A unos doscientos metros.

—Exacto, y no veo ningún otro adelante. Quédate aquí. Voy a echar una mirada.

—¿Y qué pasa con esas huellas de neumáticos? —pregunté.

—Famosas últimas palabras —dictaminó Mann—. Huellas como ésas te llevan al mar de arena y finalmente llegas al lugar en que doblan y vuelven al punto de partida.

—¿Por qué el sendero, entonces?

—Un campamento de buscadores de petróleo abandonado, o un basural para patrullas viales. —Dio un puntapié a una de las huellas de neumático.

—Estas huellas parecen recientes —comenté.

—Sí —dijo Mann. Dio un puntapié a una de las crestas de arena endurecida. Era como cemento—. Lo mismo que las huellas de tanques en el sur de Libia… y están desde Rommel.

Consulté mi reloj.

—Espero que el desvío esté señalado correctamente al sur del camino —dijo Mann—, o ese gato ruso pasará de largo mientras estamos encajados aquí en esta fábrica de relojes de arena.

Fue entonces que Percy Dempsey bajó del Land-Rover y se nos acercó renqueando. Presentaba un aspecto extraño con su sombrero blando, cárdigan, shorts largos y abolsados y polainas.

—¡Dios! —dijo Mann—. Aquí viene la señorita Marple.

—Este… compañero —dijo el viejo. Le resultaba difícil recordar los nombres. Quizá porque los cambiábamos tan a menudo—. Señor Anthony, ¿tiene dudas sobre el camino?

—Si —dije yo. Me llamaba Anthony: Frederick L. Anthony, turista.

Dempsey pestañeó. Tenía la cara suave de un bebé, como a veces son las caras de los viejos. Cuando se sacó los anteojos de sol sus ojos azules se llenaron de agua.

Mann dijo:

—No se ponga nerviosa, tiíta. Ya lo vamos a encontrar.

—Las señales de bidones de petróleo siguen por esta senda —dijo el viejo.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Man.

—Las alcanzo a ver —contestó el viejo.

—¡Sí! —dijo Mann—. ¿Y por qué no las veo yo y tampoco las ve mi amigo?

—Mire con el binocular —aclaró el viejo con tono de disculpa.

—¿Por qué demonios no dijo que tenía un binocular?

—Se lo ofrecí cuando salimos de Orán. Usted me contestó que no pensaba ir a la ópera.

—Vamos —dijo Mann—. Quiero acampar antes de que el sol esté alto. Y tenemos que encontrar un lugar donde el rusito pueda vernos desde el camino.

El ómnibus de «Giras Dempsey por el Desierto» estaba equipado con dos toldos laterales que proporcionaban una amplia zona de sombra. Tenía también una tela de nilón extendida por encima del techo del ómnibus, que evitaba que la luz directa del sol lo golpeara convirtiéndolo en un horno como ocurre con la mayoría de los vehículos con carrocería metálica.

Los brillantes paneles anaranjados se veían a millas de distancia. El ruso los distinguió fácilmente. Había viajado sin parar desde un campamento de exploradores, a lo largo del río Níger al este de Tombuctú. Después de un viaje agotador, por malos caminos y a campo abierto, había llegado con el terrible calor de las primeras horas de la tarde.

El ruso era un hombre de unos cuarenta años, de cara afilada. Era alto y delgado, con cabello negro muy corto sin señales de canas. Su traje oscuro estaba abolsado y manchado y llevaba la chaqueta colgando de un hombro musculoso. La camisa roja a cuadros estaba igualmente sucia, y el lápiz de oro prendido en el bolsillo resaltaba más por eso. Los ojos azul claro estaban casi cerrados por la fina arena del desierto, y tenía la cara arrugada y con las extrañas marcas como de golpes que nacen del cansancio. Sus brazos eran musculosos y la piel muy tostada.

El mayor Mann levantó la solapa del toldo de nilón y señaló los asientos del ómnibus Volkswagen y la mesa ubicada entre ellos. A pesar de los vidrios coloreados la funda plástica de los asientos estaba caliente. Me senté frente al ruso y lo observé mientras se sacaba los anteojos de sol, bostezaba y se rascaba el costado de la nariz con la llave del auto.

Resultó típico de la astucia de Mann y de su entrenamiento, que no le ofreciera al ruso la posibilidad de descansar. En cambio, le acercó un vaso y un termo con cubos de hielo y agua. Se oyó el ruido cuando Mann rompió el tapón de una media botella de whisky y sirvió una medida generosa a nuestro huésped. El ruso miró a Mann y le sonrió débilmente. Hizo el whisky a un lado, sacó un puñado de cubos de hielo del frasco y se los pasó por la cara.

—¿Tiene ID? —preguntó Mann. Como para disculparse sirvió whisky para él y para mí.

—¿Qué es ID?

—Identificación. Pasaporte, credencial o algo.

El ruso sacó una billetera del bolsillo de atrás. De ahí extrajo un trozo de cartón marrón de bordes gastados, con su fotografía. Se lo pasó a Mann quien me lo alcanzó. Era un pase para la zona militar en la frontera Mali con Nigeria. Describía los rasgos físicos del ruso y lo nombraba como profesor Andrei Mikhail Bekuv. Era revelador que la tarjeta estuviera impresa en ruso y chino además de árabe. Se la devolví.

—¿Tiene la fotografía de mi mujer?

—Hubiera sido un error de seguridad tenerla —dijo Mann. Sorbió del vaso, pero cuando lo posó, el nivel no parecía haber cambiado.

El profesor Bekuv cerró los ojos.

—Hace quince meses que no la veo.

Mann se movió incómodo en el asiento.

—Estará en Londres cuando lleguemos.

Bekuv habló muy tranquilamente, como si quisiera dominar un carácter terrible.

—Su gente me prometió una foto de ella, parada en la plaza Trafalgar.

—Fue…

—Ése fue el pacto —dijo Bekuv—, y ustedes no lo han cumplido.

—Nunca salió de Copenhague —dijo Mann.

Bekuv se quedó callado un rato largo.

—¿Estaba en el barco que partió de Leningrado? —dijo por fin—. ¿Confrontaron la lista de pasajeros?

—Todo lo que sabemos es que ella no estaba en el avión a Londres.

—Miente. Conozco a la gente como ustedes. Mi país está lleno de gente así. Ustedes tenían a sus hombres esperándola.

—Vendrá.

—Sin ella no iré con ustedes.

—Vendrá —insistió Mann—. Probablemente está allí.

—No —Bekuv giró en el asiento para mirar el camino que lo llevaría a través de mil seiscientos kilómetros de vuelta a los rusos en Tombuctú. A pesar de los vidrios coloreados, la arena era un puro reflejo enceguecedor. Bekuv recogió los gastados anteojos de sol que había dejado sobre la mesa junto a las llaves del auto. Jugó con ellas un momento y luego las metió en el bolsillo de la camisa—. Sin ella no soy nada —dijo Bekuv reflexivamente—. Sin ella la vida no vale nada para mí.

—Hay trabajo urgente, profesor Bekuv —dijo Mann—. Su cátedra de Comunicación Interestelar en la Universidad de Nueva York le permitirá el empleo del radiotelescopio de Jodrell-Bank que, como usted bien sabe, opera con un paraboloide movible de 250 pies. La Universidad también está pidiendo acceso al radiotelescopio fijo de 1000 pies que han instalado en las montañas de Puerto Rico cerca de Arecibo.

Bekuv no contestó, pero tampoco se fue. Eché una ojeada a Mann y él me devolvió el tipo de mirada calculada para convertirme en una estatua de sal. Me di cuenta entonces de que lo que había dicho Mann sobre los hombrecitos en los platos voladores no era broma.

—Nadie más está haciendo este tipo de cosmología —dijo Mann—. En el caso de que no llegue a establecer contacto con la vida en otros sistemas solares, tendrá los elementos para darle una solución definitiva a la cuestión.

Bekuv lo miró con desprecio:

—Ya hay bastante… prueba como para convencer a cualquiera que no sea acabadamente estúpido.

—Si usted no acepta esta cátedra de Comunicación Interestelar que se acaba de crear habrá otra lucha agria… y la próxima vez los incrédulos pueden llegar a conseguirla para su candidato. El profesor Chataway o el viejo Delahousse aprovecharían la oportunidad para demostrar que en el espacio exterior no hay vida.

—Son estúpidos —dijo Bekuv.

Mann hizo una mueca y se encogió de hombros.

—Tengo una mujer hermosa que me ha permanecido fiel —continuó Bekuv—, una madre orgullosa y un hijo talentoso que pronto estará en la universidad. No hay nada más importante que ellos para mí.

Mann bebió su whisky y esta vez lo hizo de veras.

—Supongamos que vuelve a Tombuctú y su mujer lo está esperando en Londres. ¿Qué ocurre entonces, eh?

—Correré el albur —dijo Bekuv. Se deslizó por el asiento y bajó del VW a la arena. La luz que pasaba por los toldos laterales de nilón le dio una coloración anaranjada.

Mann no se movió…

—A mí no me engaña —dijo Mann—. Usted no va a ninguna parte. Tomó su decisión hace mucho tiempo y no se puede escapar. Si vuelve ahora sus camaradas lo estaquearán en la arena y le tirarán piroshkis rancios.

Bekuv no dijo nada.

—Tome, se olvidó las llaves del auto, compañero —se burló.

Bekuv las tomó, pero no salió al sol. El repentino zumbido de una mosca sonó irreal.

—Profesor Bekuv —dije—, a todos nos interesa que su familia esté con usted.

Sacó el pañuelo y se limpió la arena de las comisuras de los ojos pero no dio señales de haberme oído.

—Entiendo que aún queda trabajo por hacer, de modo que es seguro que el gobierno norteamericano hará todo lo que pueda para que usted se sienta absolutamente feliz en todo sentido.

—Todo lo que pueda, sí… —dijo Bekuv tristemente.

—Hay maneras —dije—. Hay intercambios oficiales, y también fugas. Lo que nunca se llega a conocer son los tratos secretos entre nuestros gobiernos. Los pactos comerciales, los préstamos, las ventas de granos… todos estos tratos tienen cientos de cláusulas secretas. Muchas de ellas conciernen a personas que intercambiamos.

Bekuv hundió en la arena la punta de sus altas botas haciendo un dibujo de líneas entrecruzadas. Mann se adelantó en el asiento y le apoyó una mano sobre el hombro. El ruso se agitó nervioso.

—Véalo de esta manera, profesor —dijo Mann en el tono que él consideraba amable y conciliatorio—. Si su mujer está libre se la traeremos, de modo que le conviene venir con nosotros. —Mann hizo una pausa—. Si ha sido detenida… sería una locura volver. —De nuevo lo palmeó—. Ésa es la realidad, profesor Bekuv.

—Esta semana no recibí carta de ella —dijo Bekuv.

Mann lo miró, pero no dijo nada.

Lo había visto ocurrir antes: los hombres como Bekuv no están hechos para la aventura de la deserción, sin hablar de los años de preparativos con la constante amenaza para la seguridad de su familia. El viaje agotador a través del Sahara lo había extenuado. Pero su peor error fue el de anticipar el momento en que todo habría terminado; los profesionales jamás lo hacen.

—¡Oh, Katinka! —susurró—. Y mi buen hijo. Qué les he hecho. Qué he hecho.

No me moví, y tampoco lo hizo Mann; pero Bekuv empujó el toldo de nilón y salió al sol ardiente. Se quedó allí un largo rato.