24
Los terribles gritos de la señora Bekuv turbaron la calma de la noche del desierto. Se abrió paso entre los árabes que descansaban en la entrada, al pie de la escalera. Agitando los brazos con violencia, hizo perder el equilibrio a uno de los muchachos y le hizo sangre de la nariz a otro. Apenas pudieron demorarla mientras corría, histérica, gritando a través del mal iluminado patio de una luna menguante y mil estrellas. Sólo cuando la señora Bekuv llegó al lugar donde estaba su marido fueron inteligibles sus gritos entrecortados. Era ruso. Pesqué alguna frase aquí y allá: «la chica ha muerto… ¿quién lo iba a hacer sino tú?… ¿A quién se lo puedo decir?, ¿a quién?… Te odio… ¿por qué tenía que morir?… Si por lo menos hubiera sido yo…», repetidas, una y otra vez, en esa letanía de dolor con la que los humanos estimulan su angustia.
—No fui yo, ni fue ninguno de los árabes —dijo Bekuv; pero su voz no ayudó a calmarla, y pronto comenzó a contagiarse de la misma histeria que estaba tratando de curar.
Le gritó y le dio una cachetada, muy fuerte, como hacen en los viejos films de Hollywood; pero sólo logró empeorarla. Ahora luchaba, dándole golpes y puntapiés, de modo que él tenía que apretarla contra sí para contenerla. Era como intentar enjaular a un gato montés. Media docena de árabes habían salido a contemplar la lucha, y cuatro hombres que estaban en los controles del plato, técnicos rusos, dejaron de trabajar para ver lo que ocurría. Pero ninguno hizo nada para separar a la pareja.
Me alejé de la ventana y miré a Red Bancroft.
—Te ha dejado bien —dije—. Nadie puede pedir una actuación mejor.
—Me quiere —dijo Red Bancroft. Expresaba un hecho.
—¿Y tú?
—No quiero a nadie. Mi analista dice que soy bisexual. No me comprende. Soy neutra.
—No necesitas odiarte. No le has hecho daño.
—No —dijo desdeñosa—. La he separado del marido; jamás volverá a ver a su hijo. Si salimos con vida de esto, será una víctima de la KGB para siempre. ¿Y qué le he dado a cambio?: nada más que un buen rato en la cama y un montón de promesas sin valor.
Miré hacia abajo, al patio central. Dos guardias árabes contenían a la señora Bekuv. Todavía le hablaba al marido, pero no alcancé a oír lo que decía.
Red Bancroft vino a la ventana y también miró abajo.
—Lo hará —dije.
—Sí, lo hará —dijo Red Bancroft—. Es increíblemente inteligente con todos… excepto conmigo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—No puedo bajar por esa cuerda. Me asusta la altura… Me mareo con sólo mirar abajo, al patio.
—La ataré alrededor tuyo y te bajaré. Cierra los ojos y estarás bien.
—¿Subirá a buscar el cuerpo?
—Quizá… pero no antes de terminar la transmisión. Y eso llevará horas.
Fue a la otra ventana, y miró la arena a lo lejos. Percy Dempsey y Mann ya se habían ido y no se los veía.
—¿Y los centinelas?
—Deja de preocuparte —dije. Fui hacia ella y le pasé el brazo alrededor de la cintura. No fue más que un gesto fraternal, y no se apartó cómo había hecho antes.
—Lo siento —dijo—. Los dos perdimos; pero empiezo a creer que yo perdí más que tú.
—Ayúdame a pasarte la cuerda —dije—. No va a oscurecer más que esto.
El aire de la noche era fresco; pero la arena, caliente y blanda, hacía lenta y difícil la marcha. Aun con las estrellas para guiarnos, nos perdimos en cuanto desapareció la luna. Los médanos, como un gran océano tempestuoso fijado para siempre, brillaban a la luz polvorosa de las estrellas.
No se lo oyó en absoluto; debe haber volado muy alto. Hubo un destello como el de un relámpago y un gruñido como de trueno. En cualquier parte habríamos pensado en una tormenta eléctrica y hubiéramos esperado la lluvia. Pero estábamos a unos dos kilómetros en el interior del Sahara.
—Buena bomba —dijo Mann—. Se manda un rayo láser, del avión al blanco, y se deja que la bomba se deslice por el rayo.
—A menos que se logre persuadir al blanco para que le mande el rayo a uno —dije.
Red Bancroft no dijo nada. Desde que los habíamos alcanzado a Mann y a Dempsey, caminaba unos pasos detrás de nosotros. Varias veces vi que se daba vuelta, con la esperanza de ver a la señora Bekuv.
El ruido de la explosión retumbó sobre el desierto vacío, y luego volvió hacia nosotros, buscando un lugar donde desvanecerse. Esperé que Red Bancroft nos alcanzara. Se había sacado los zapatos. Le tendí la mano para ayudarla, pero, sin una palabra, me pasó renqueando, resbalando a veces en el médano blando. Después de la explosión no volvió a mirar hacia atrás.