15

Mann no le dio tiempo a la señora Bekuv para despedirse de su marido; eso formaba parte de su plan. Estábamos sentados en la pequeña oficina de Mann (originalmente destinada a la enfermera de guardia) cuando oímos a Andrei Bekuv caminar por el corredor, gritando el nombre de su mujer.

Mann estaba sentado, encorvado sobre un escritorio, en el rincón, observando las negras nubes de tormenta que llegaban a toda carrera desde el Atlántico. La lluvia golpeaba las ventanas y la mañana era tan oscura que Mann necesitaba la luz del escritorio para leer. Me miró y me guiñó el ojo cuando Andrei Bekuv volvió.

—Ahora comienza la cosa —dijo Mann suavemente.

La silueta de Andrei Bekuv apareció contra la luz brillante del corredor cuando abrió la puerta y se quedó mirándonos.

—¿Dónde está mi esposa, mayor Mann? No vino a desayunar, y no está nadando. ¿Sabe adónde ha ido?

—La hemos mudado a Baltimore —dijo Mann, sin levantar la vista de los papeles que leía a la luz del escritorio.

—¿Cuándo? ¿Cómo ocurrió eso? —dijo Bekuv. Estaba alterado, y con ojos enojados miró su reloj. Bekuv era un animal de costumbres. Desayuno a las 7, café a las 10, un almuerzo liviano a las 13, y la cena a las 19:30; a tiempo para, una vez terminada la comida, instalarse en el sillón con la radio de alta fidelidad sintonizada para escuchar el concierto nocturno. Insistía en que la provisión de vitaminas de su botiquín se repusiera sin que él tuviera que pedirlo, y le gustaba el café sin cafeína servido en demi-tasse, a la noche, con crema fresca. Y le gustaba saber dónde encontrar a su mujer.

—¿Cuándo? —repitió Bekuv.

—Esta mañana temprano —Mann hizo girar el reloj del escritorio para verlo mejor. Tenía un barómetro y Mann le dio un golpecito—. Ya deben haber llegado. ¿Quiere llamarla por teléfono?

—Sí —dijo Bekuv.

Mann tomó el teléfono e hizo la pantomima de pedir un número de Baltimore. Le agradeció a alguien que estaba en el otro lado. Y luego colgó.

—Parece que no podemos conectarnos con Baltimore desde acá.

—¿Por qué no?

—No se me ocurrió preguntar. ¿Quiere que llame a la operadora de nuevo?

Bekuv entró en la habitación y se sentó.

—¿A qué está jugando ahora, mayor Mann?

—Podría hacerle la misma pregunta, profesor Bekuv —dijo Mann. En el montón de papeles y cosas que tenía delante en el escritorio, Mann eligió un gran sobre marrón. Tenía algo grande adentro. Le pasó el sobre a Bekuv—. Eche una mirada a esto, por ejemplo.

Bekuv dudó.

—Adelante, échele una mirada.

Bekuv trató al sobre como si fuera una bomba. Después me pregunté si él suponía lo que había adentro. Si lo suponía, no tenía mayor interés en verlo de nuevo. Por fin rasgó el borde del sobre lo suficiente para hacer salir lo que contenía: una bolsita transparente, con algunas etiquetas escritas a máquina, pegadas. Adentro de la bolsa había una navaja.

—La policía nos mandó esto ayer por la tarde, profesor Bekuv. Lo encontraron cerca de los escalones de la iglesia, durante una búsqueda que hicieron temprano en la mañana de Navidad. ¿Recuerda la mañana de Navidad?

—Es lo que usaron para herir a mi esposa —dijo Bekuv. No abrió la bolsa. La dejó caer nuevamente en el sobre como si estuviera apestada. Trató de devolverle el sobre a Mann, pero el mayor no se lo quiso aceptar.

—Efectivamente —dijo Mann.

—¿Qué se supone que significa? —preguntó Bekuv.

—¿Supone que significa? —dijo Mann—. Me alegro que dijera «supone que significa», porque, a menudo, hay un mundo de diferencia entre lo que las cosas significan y lo que se supone que significan. Por ejemplo —dijo Mann—, ése es el cuchillo que hirió a su mujer. De lo que no estoy muy seguro es si ella estaba tratando de herirlo a usted con él, o tratando de evitar que usted la hiriera a ella, o si los dos estaban tratando de herirse mutuamente o, quizás, intentando usarlo para herirse a sí mismos.

—Un hombre nos atacó —dijo Bekuv.

—Sí, es claro, ésa es la otra teoría, ¿no es cierto? ¿No la mencioné? Perdóneme.

Bekuv miró su reloj. Si estaba pensando que su mujer llegaría a Baltimore, o en su café de las 10, o sencillamente tratando de pensar en cualquier cosa que le permitiera recuperar la serenidad, es imposible decirlo.

Mann recogió algunos papeles del escritorio, leyó por un momento y luego dijo:

—Esos guantes que tenía puestos su mujer… una tienda de la Quinta Avenida los vende a veintiocho dólares el par, y los presenta como de cabritilla genuina, pero en realidad los hacen con cuero de oveja. Bueno, ése es el tipo de engaño que odio. ¿Y usted, profesor?

El profesor no dijo nada: gruñó.

—Cuero de oveja —continuó Mann—. Para hacer un par de guantes así, en el proceso de curtido se levanta la capa epidérmica… —Mann leía el papel—, para dejar al descubierto la dermis menor o el grano del cuero; y de la naturaleza del grano el científico puede deducir la edad, sexo y especie de animal del que proviene el cuero.

El profesor Bekuv dijo:

—No me interesa.

—Un momento, profesor. Todavía no he terminado. Se pone mejor. ¿Sabía que el diseño del grano de cualquier trozo de cuero animal es tan peculiar de ese animal como las impresiones digitales de las personas?

—¿Y qué hay con eso?

—Le diré lo que hay con eso —dijo Mann. Dejó los papeles sobre el escritorio, se volvió hacia Bekuv y sonrió—. El laboratorio forense de la policía encontró rastros de cuero en ese cuchillo. Dicen que lo blandió su mujer. Dicen que sus guantes de la Quinta Avenida dejaron impresiones en el cuchillo, tan claras y probatorias como si hubiera usado las manos desnudas. —Mann tomó otra bolsita, que contenía los guantes, y la dejó caer nuevamente sobre el escritorio. La policía dice que su mujer se hirió a sí misma, profesor. Y dicen que pueden probarlo.

Bekuv apartó la mirada.

—De todas maneras —dijo Mann exhalando un suspiro—, el hecho es que la investigación se está cerrando en lo que a ustedes concierne. Mi gente ha perdido interés en usted; ya le ha costado demasiado dinero al ciudadano norteamericano. Se le permitirá vivir donde quiera, dentro de lo razonable; pero tendrá que encontrar el lugar usted mismo… y lo mismo digo de una ocupación. Nada de cátedra en la Universidad de Nueva York. Tendrá que consultar los avisos de empleo en los diarios. Por ahora, los mantendremos separados, para su seguridad personal. Me dicen que a la gente de la KGB le sería más fácil matarlos si están juntos. Es claro que el año que viene el peligro habrá disminuido algo. Entonces, probablemente, no habrá objeción a que vivan bajo el mismo techo de nuevo.

—Espere un minuto… —dijo Bekuv.

—Lamento lo ocurrido, profesor. Como su mujer lo comprendió tan bien, esto pudo haber sido muy importante para nosotros. —Sonrió, para demostrar que no guardaba rencor—. Podrá conservar la alta fidelidad y los discos y lo demás, naturalmente. —Levantó unos papeles del escritorio y los golpeó de canto para ordenarlos.

Fue recién entonces que Bekuv pareció notar mi presencia en el rincón oscuro de la oficina. Se volvió hacia mí:

—¿La señorita Bancroft está con mi mujer? —preguntó.

—Así es —dije—. Se quedará con ella un tiempito.

—¿Cuánto tiempo? No quiero que mi mujer esté con la señorita Bancroft.

—Su esposa quiso que la señorita Bancroft la acompañara —dijo Mann. Bekuv asintió. Mann había estado buscando algo sobre el escritorio, muy ostentosamente, y cuando Bekuv se volvió para retirarse, presentó, sorpresivamente, una fina hoja de papel, la agitó y dijo—: Aquí hay algo para usted, profesor. Es copia de una carta dirigida a la señora Bekuv.

Se la alcanzó. Era el carbónico de una carta. Había un par de sellos oficiales y un broche. Bekuv lo tomó sin decir palabra, y se acercó a la ventana para leerlo a la luz gris de la mañana. La leyó en voz alta, con su cuidado inglés…

Querida señora Bekuv. La presente es para confirmar nuestra conversación de ayer. De acuerdo a lo prometido, he solicitado la documentación necesaria referente a su inmigración y naturalización. Debe usted comprender que, aunque fue admitida en los Estados Unidos bajo condiciones especiales concedidas a ciertas oficinas del gobierno, su residencia en el país y el permiso para trabajar están sujetos a los procedimientos usuales. Suyo sinceramente…

—Tan sólo un montón de evasivas legales y palabras de doble sentido —dictaminó Bekuv cuando terminó de leer.

—Estoy de acuerdo —dijo Mann, que lo había inventado y copiado.

El profesor Bekuv repuso la delgada hoja sobre el escritorio de Mann. Bekuv había estado en contacto con asuntos de seguridad el tiempo suficiente para comprender un mensaje de ese cariz.

—¿Nos mandará de vuelta a Rusia? —dijo Bekuv. Cruzó la habitación y abrió apenas la puerta, de modo que una barra de luz fluorescente lo cortó en mitades—. O hacemos lo que usted pide o nos manda de vuelta a ellos.

Mann no contestó, pero observó todos los movimientos de Bekuv.

—Esta carta es sólo el principio —dijo Bekuv—. Es típico de usted, mayor Mann. Dejará que los departamentos oficiales lleven a cabo la ejecución. Así podrá decir que no tuvo nada que ver.

—Creo que está algo errado, profesor. El Departamento de Inmigración de los Estados Unidos no tiene verdugos en el presupuesto. Esas ejecuciones, de las que usted me quiere responsabilizar, tendrán lugar cuando ustedes hayan vuelto. Las llevarán a cabo sus viejos camaradas de la KGB ¿Recuerda la KGB, profesor? ¿Esa gente maravillosa que les ha dado a ustedes el Archipiélago Gulag?

—Usted nunca vivió en la Unión Soviética; por eso no sabe que hay poca posibilidad de elección. La KGB me ordenó que trabajara para ellos; no me ofrecí para hacerlo.

—Me destroza el corazón, profesor.

Bekuv estaba en la puerta, abierta unos pocos centímetros sobre el corredor. Quizá quería dejar entrar suficiente luz en la habitación para vernos las caras.

—¿Eso es todo lo que tiene que decir, mayor Mann?

—No recuerdo nada más, profesor… excepto quizá despedirme.

Bekuv se quedó en la puerta un largo rato.

—Debí haberle hablado de ese lugar en Irlanda… Debí habérselo dicho antes.

—Imbécil —dijo Mann—. Murieron tres personas.

—Estaba con la delegación comercial en Londres —dijo Bekuv—. Hace dos años de eso. Tenía que verme con un hombre en Dublín. Lo vi sólo una vez. Fue en la estación Waterloo, en Londres. Tenía algunos documentos. Utilizamos la máquina copiadora de la estación.

—¿El programa Máser?

—Nos estábamos quedando atrás —dijo Bekuv—. Ese hombre trajo dibujos y cálculos.

Mann movió la luz del escritorio de modo que iluminara un secante azul brillante. Bajo la luz dispuso una hilera de fotos. Una de ellas era la fotografía del pasaporte de Reid-Kennedy.

—¿Querría acercarse un momento, por favor? —La voz de Mann fue precisa y tranquila, como la de un padre aterrado que trata de convencer a un niño de alejarse de un cerco electrificado.

—No era un científico —dijo Bekuv—. Pero entendía los cálculos. —Se acercó al escritorio y miró las fotos prolijamente alineadas como las barajas en una partida de bridge. Mann contuvo la respiración hasta que Bekuv apoyó un dedo sobre la cara de Reid-Kennedy.

Mann barajó las fotografías sin comentar la elección de Bekuv.

—¿Y la KGB dirigía el operativo?

—Por completo —dijo Bekuv—. Cuando se asignó al programa Máser un desarrollo a más breve plazo, la KGB tomó bajo su responsabilidad lograrlo. Yo había estado informando a la KGB desde mi época de universitario, y era persona importante en el programa Máser. Fue natural que la KGB me eligiera a mí. Cuando el material comenzó a llegar de Norteamérica, la KGB me dijo que yo lo tendría primero y que no se lo comunicarían al departamento.

—Eso le dio la oportunidad de destacarse —dijo Mann.

—Era la manera cómo la KGB siempre hacía las cosas. Querían que su gente ascendiera, y entonces les daban lo mejor del material que conseguía el servicio de inteligencia exterior.

—¿Y nadie sospechaba? ¿Nadie sospechaba cuando a la mañana siguiente usted llegaba gritando eureka?

—Sólo un idiota sin remedio hubiera expresado una sospecha así —dijo Bekuv.

—Por Dios —dijo Mann agriado—, y ustedes, degenerados de porquería, tienen la osadía de criticarnos.

Bekuv no contestó. Sonó el teléfono. Mann lo levantó y lanzó unos gruñidos antes de despedirse.

—¿Por qué no se toma un café, profesor?

—Espero haber sido útil —dijo Bekuv.

—Como es deber de todo buen ciudadano —dijo Mann.

—Seré más feliz —dijo Bekuv—, cuando pueda leer esos deberes en un pasaporte norteamericano. —No sonrió.

—Nos vamos a llevar muy bien, profesor —dijo Mann.

Ni Mann ni yo hablamos hasta que oímos a Bekuv entrar en su cuarto y encender la radio. Aún entonces, tomamos las precauciones de rutina para no ser oídos.

—Siempre fue la señora Bekuv —dijo Mann—. Nos equivocamos. Creíamos que era él el que no quería hablar.

—Sin su mujer —afirmé— va a cantar todo lo que sabe antes de fin de semana.

—Esperemos que sí. —Mann se acercó a la llave y prendió las luces. Eran tubos fluorescentes y titilaron una docena de veces antes de llenar de luz la habitación. Mann buscó en los cajones del escritorio para encontrar la caja de cigarros que su mujer le había regalado en Navidad—. Uno se pregunta qué tipo de poder tiene sobre él —dijo Mann. Encendió el cigarro y me ofreció la caja. Ya había fumado la mitad del contenido… no acepté.

—Quizá la quiere —dije—. Quizá sea uno de esos matrimonios felices de los que nunca se habla.

—Odio a esos dos rusos de porquería —dijo Mann.

—La llegada de la mujer fue lo peor que le ocurrió a esta investigación —dije.

—Exacto —asintió Mann—. Si Gerry Hart nos ayuda otro poco, me caigo muerto.

Miré la hora, y dije:

—Si no hay nada más, tengo una comunicación pedida con Londres.

—Creo que mañana hay otro viaje a Florida —dijo Mann.

—¡No!

—La llamada que tuve recién fue del agente de guardia de la CIA en el aeropuerto de Miami. Reid-Kennedy acaba de llegar en el vuelo directo de Londres. El chófer estaba allí con el Rolls… parece que su viejita lo esperaba.

—¿A qué hora salimos?

—Dale un tiempito a los Reid-Kennedy para que hablen —dijo Mann—. ¿Qué te parece el avión de las 6 de la mañana? Saldremos de aquí a las 4:30.