Avaricia
Herren Julio era conocido entre toda la barra nuestra porque jamás invitaba y siempre aceptaba; y de una manera sutil incluso sabía provocar las invitaciones. Con todo, nos era acepto, porque tenía la habilidad que jamás en la vida he visto otra igual de hablar mal del prójimo con autoridad; y ya se sabe que hablar mal del prójimo es odioso, pero se vuelve útil y agradable cuando otro lo hace por nosotros. Porque saber ciertas cosas es de necesidad si uno quiere vivir en este mundo; y la mayoría d’ellas son feas.
Mi trágica aventura con Herren tuvo un comienzo estúpido: comíamos los dos en el Sorrento y se le ocurrió a la insoportable Mariana llamarme por teléfono al restorán, y se me ocurrió a mí al retornar embromarlo a Herren de la manera para él más odiosa:
—Me llaman a todo escape de la oficina. Pagá y mañana arreglamos —le grité; y salí corriendo… y riendo.
Nadie sabe de qué vive —o vivía— Julio Herren, pero siempre anda bien vestido y se lo ve por todas las partes donde no se hace nada; lo que nunca jamás le he visto es pagar algo; pero que tiene plata es indudable. Bueno, al otro día salí de la oficina por la calle Bertrán, donde nunca salgo, y me topo con él en esa cortada; y me dice sin saludarme ni nada:
—Son diez pesos tu cuenta.
Eran aquellos tiempos en que por $ 10m/n y hasta por uno se podía cenar. Decidí prolongar la broma y le dije:
—Me vas a tener que perdonar ahora, ando sin un centavo, y, lo que es peor, tengo que ir a Mendoza por un mes.
Me dijo que iba a ir a despedirme a Retiro; pero yo me fui con el coche de José María Rosa.
Aquella noche murió Julio Herren. Menéndez, el capo de nuestra barra, me lo comunicó por teléfono el mismo día; y después vi el aviso fúnebre en El Mundo y me mandaron los muchachos de la oficina la participación del entierro. Tuve un sofocón terrible: yo sabía de qué había muerto, y nadie más en este mundo.
El hecho de estar muerto no quitaba que yo le debía diez pesos. ¿Cómo se los pago? Eso pensaba yo al bajar al bufé del Cosmopolita, un hotelito que les recomiendo; enteramente tranquilo, estrecho, limpio, barato y desolado; o sea enteramente incosmopolita. En el bufé dan minutas, o sea, bifes con papafritas o tortillas de acelgas solamente; sin embargo estaba repleto; menos una mesa con dos sillas cerca de la puerta. Se abrió la puerta, entró el alma de Julio Herren, se sentó y me miró.
El bife se me hizo de suela y el vino mendocino se convirtió en agua sucia; pero pensar que yo iba a ir a sentarme en la otra silla, era pensar en el planeta Marte. Esperé, esperé y esperé y no salí hasta que se fue. Aunque los demás del bufé como si nada, yo estaba seguro que era un alma. Entonces se me puso el problema que dije arriba: por estar muerto no quita que yo le debo diez pesos.
Sin saber qué hacer, entré en la iglesia de los jeromianos que está en la avenida San Martín. Había una misa cantada y una montonera de gente. Una muchacha muy fea pero vestida con elegancia venía entre los bancos agitando una caja donde decía: Para los pobres de los jeromianos. Un peso se me levantó del corazón: me acordé de lo que dicen los confesores: «Si no puede restituir al dueño, dé una limosna a los pobres, o a nuestra orden»; y deslicé los diez pesos de Herren con gran espanto de la elegante muchacha en la ranura de la caja. Respiré.
Pero al salir, el espanto fue mío: a la puerta de la iglesia estaba el alma de Julio Herren mirándome con enojo. Me acordé que el peor uso de la plata que uno podía hacer era darlo a un pobre, según Herren. Me di una bofetada en la cabeza. Me parecía oír su voz irónica: «Los jeromianos son ricos; y los pobres de los jeromianos no existen». Me pareció que me seguía, caminando pesadamente. Me encerré en mi cuarto con llave, y ni por la ventana me animaba a mirar.
Pero tenía que comer. Ni por sueños se me ocurrió volver al bufé. Me fui a un restorán donde Herren iba a entrar mucho menos que en la iglesia: al Royala, el más caro de Mendoza. En efecto, el alma no estaba allí. Empecé a cobrar ánimos; pero al salir me la veo leyendo el menú que estaba a la puerta. Esta vez no me miró, pero se dio cuenta que yo lo vi.
Pasé la noche sin dormir. Me dormí pesadamente con un barbitúrico a eso de las seis. A las nueve me levanté, me vestí, y salí con grandes precauciones para ir a ver a un padre jeromiano. Vi al alma que me seguía cautelosamente. Había misa otra vez, y otra vez vino la muchacha de la alcancía. Para alcanzarla, una viejita al lado mío hacía enviones, con un billete de 10 pesos y yo me ofrecí a alcanzárselo; y al tenerlo en la mano se me ocurrió una idea genial: lo escabullí en la manga y puse en vez el de un peso que suelo yo poner. La viejuca ni nadie se dio cuenta. Había robado a los pobres los diez pesos de Julio Herren, ¡viva! Pero no me animaba a salir de la iglesia.
Estuve hasta medio día desesperado tratando de rezar o de tomar una resolución. De repente vi que un moreno andrajoso andaba haciendo algo contra una alcancía de las que andan contra la pared. Supuse que andaba queriendo robar, pero vi que no: al momento dejó y se fue. Me arrimé a ver qué había hecho; simplemente había borrado el letrero que decía: Para las almas del purgatorio y había puesto con carbón: del infierno. Un comunista sin duda.
Sin vacilar un instante tomé los diez pesos, los metí por la ranura y salí de la iglesia.
En la puerta de la iglesia, el alma de Julio Herren me sacó el sombrero —el suyo—, me hizo una gran reverencia, y desapareció para siempre.
Apenas acabó el cuento, le dijo la Leona al Leoncito:
—¡Ay, qué inverosímil!
—Es que estamos haciendo fábulas sobre los pecados capitales, y la Avaricia es poco poética.
—¿Y por qué no cuentan lo que yo les conté del hombre que era ministro y después se hizo millonario, y perdió la llave de la caja de fierro y adentro había una rata?
—¡Es más inverosímil, mami! —dijo el Cachorro.
—¿Inverosímil que un ministro en la Argentina se haga millonario?
—No, mami; lo otro.
—Ustedes son los inverosímiles; y yo no puedo más sufrir que anden perdiendo el tiempo en cosas de religión.
—Y, mami, total la gente aquí en la Argentina es así.
De lo cual se enojó no poco la Leona.