Don Germán

Don Germán Rymberg era un alemán terrible, alto, de hombros cuadrados, grave barba blanca y dos ojos como dos florecitas de lino. Había llegado muy joven con los colonizadores del norte, con un Winchester y un par de bueyes por capital, y sabía de indios, de fieras y de aventuras. Por generoso, por descuidado o por confiado, a pesar de sus trabajos nunca llegó a enriquecer y odiaba cordialmente a los opulentos advenedizos que habían llegado después y se habían «comito sus sutores». «¡Pirratas! ¡Yo quisiere que polpieren los tiempos de Rosas! Yo los llamaría a totas así en este moto: usted venga, señor, que está potrito en la plata… ¿Usted ha comito los sutores del pobre? Muy pien: ¡cuatro tiros! ¿Usted cómo tiene tanto hacienda, capallos y pacas, señor? ¿Acaso las pacas te usted poter tener derneros cinco peces al año? Muy pien: otros cuatro tiros. Así en este moto. ¡Pirratas!».

Una vez, contaba él —y de esto hace ya una punta de años—, tuvo que viajar solo de Ocampo a Florencia, pasando por el puente del río Amores. En la casa de Duffar, que estaba a medio camino, donde cenó, lo asustaron un poco. Contábase cosas temerosas de robos y asaltos y el puente era designado como lugar sospechoso. La Forestal había despedido una cantidad de peones, y la necesidad empujaba a aquellos vagabundos del abigeato al robo y del robo al asalto. Pero el alemán era tozudo y no quería saber nada.

—Oiga don Germán ¿no le da miedo el puente del Amores?

—Yo tiene que llegar a Las Toscas este noche mismo.

—Rialmente, el lugar es de mi flor para atajar un cristiano.

—Lo que es yo, si llego a saber que usté venía, me iba a apostar allá, pa alzarme con ese tostao, lindo flete…

—¿Entonces uno no pueta caminar en este tierra atonte uno quiera?

—No, don Germán, por lo meno hasta que la polecía limpie el pago de ladrones —dijo uno.

—La polecía bastante que hacer tiene con cobrar coimas y juntar libretas pa las votaciones —exclamó otro.

—Yo lleva aquí cinco policías —dijo don Germán, mostrando el enorme Colt, calibre 44, viejo compañero suyo.

Y salió al trotecito. Como la noche estaba tan clara, pronto olvidó los miedos. Los charcos que bordean el terraplén hasta el río brillaban como interminables espejos azulados y millares de ranas, sapos y grillos cantaban desapoderadamente bajo el azul oscuro lleno de estrellas. Y el alemán también iba cantando perezosamente al compás del trotecito, muy resignado a concluir el largo viaje, a pesar del sueño y del cansancio.

Y el caso fue que cuando llegó al puente temible, un individuo surgió sin ruido a su frente, o de debajo del maderamen o de los matorrales del lado y parándose ante el caballo que se había clavado en seco a un tirón de la rienda, dijo:

—Espere, don. ¿Me hace el servicio de darme fuego pal cigarro…?

Don Germán que contenía apenas el inquieto tostado, ni podía soltar la rienda, ni quería soltar el revólver, que empuñaba bajo el poncho su derecha. Así que sacó el arma bruscamente y encajando en el caño niquelado su cigarro, lo puso a la cara del incógnito, diciendo:

—Sírfase…

El nocturno fumador dio un salto y se precipitó rapidísimo hacia la baranda del puente, descolgándose como un gato por los tramos. Y entonces el alemán, con toda la tranquilidad, le pegó un tiro.

—Pero, don Germán —saltaba uno de los oyentes— ¿y si a lo mejor fue un viajero inofensivo?

—Pa que aprenta…

—¿Y no se encontró nada, bajo el puente, al otro día? —preguntábamos todos.

—No. El palazo, pegársela yo se la pegó, porque yo no erra tiro. Pero como en el río Amores hay tantas… ¿cómo ticen ustetes?…

—¿Tantas revueltas, tantas lagunas, tantas totoras?…

—No. ¡Como hay tantas… yacareses!

Santa Fe, 1923.