Capítulo V
—Buenos días —sonrió la espléndida rubia.
En pijama y batín, Weston Lomax se quedó estupefacto ante la personalidad de su visitante. A la luz del día, aún resultaba más hermosa, parecía más joven, más esbelta… Una maravilla.
—Señorita Connors… ¿Qué hace usted aquí?
—¿En el pasillo, quiere decir?
—Oh… ¡Oh, perdone! ¡Por favor, pase usted! Bueno, está todo un poco desordenado… Suelo ser mucho más pulcro en mis cosas, pero…
—No se disculpe —rió ella—. Anoche, cuando lo dejamos en el vestíbulo, parecía usted agotado, así que debe haberse levantado muy tarde. Además —miró alrededor con gesto aprobativo—, está exagerando: es un apartamento bonito y limpio. No estaría bien que un diplomático viviese como un… espía. ¿Qué tal ha pasado la noche?
—Muy mal —susurró Lomax—. A decir verdad, apenas he dormido. Todo este asunto del espionaje y los…
—¿Qué asunto?
—Pues… Oh, claro —Lomax sonrió desganadamente—: no ha pasado nada. Sin embargo, no hace mucho he llamado a Mr. Ashenden rogándole que me disculpase de trabajar el día de hoy.
—Lo sé.
—¿Lo sabe? —se sorprendió Lomax.
—Yo también he hablado con Mr. Ashenden esta mañana, para tenerlo al corriente de un par de cosillas. Porque resulta que mientras ustedes, los diplomáticos, se retiraban anoche a descansar, nosotros, los espías, continuamos trabajando. La verdad es que no he dormido esta noche.
—¿De veras? ¡Pero si parece tan… tan descansada, tan fresca…!
—Es la ventaja de ser hermosísima.
—¿De ser…? Oh, bueno…
—¿No le parezco hermosísima?
—Sí… Sí, claro —Lomax se echó a reír—. ¡Por supuesto que me lo parece, señorita Connors! Pero no estoy acostumbrado a que las mujeres me digan que son hermosísimas ellas mismas.
—Es que yo detesto la falsa modestia.
—Pues… ¡De acuerdo! —volvió a reír Lomax—. Bueno, perdone que la haya recibido así, pero no esperaba visitas, ciertamente. Ni siquiera me he bañado aún… ¿Qué par de… cosillas tenía usted que decirle a Mr. Ashenden? ¿O no puedo saberlas?
Había llegado al living, y Lili Connors, tras volver a mirar con aprobación a su alrededor, se dejó caer en un sillón, con gesto fatigado.
—Puede saberlas —suspiró—. He venido expresamente a decírselas, para que su conciencia se tranquilice.
—Bien… ¿Qué es ello?
Lomax se sentó en otro sillón, y tendió cigarrillos a Brigitte, que encendió uno y se quedó mirando el humo a la luz del sol.
—Lo más importante —murmuró—, podríamos decir que es lo referente a los rusos. Esta madrugada, volví a llamar a Val, y le insistí en que debíamos… ser consecuentes con este asunto. Aceptó.
—¿Aceptó? ¿Quiere decir que los rusos no dirán nada, que simularán ese accidente con Anatol Gregoriev…?
—Exactamente.
—Lo cual significa que ellos saben que nosotros lo sabemos todo, y que… aceptamos las cosas como están, que no queremos jaleos, tal como ellos planearon. ¿No es así?
—En efecto. Pero, querido amigo, en espionaje, unas veces se gana y otras veces se pierde. Esta vez, nos ha tocado perder a los de la CIA. Ya vendrán tiempos mejores.
—Claro… ¿Qué más?
—Estuvimos en el apartamento de soltero de Joseph Karpis. Y ya no hizo falta más.
—¿Qué quiere decir?
—Que desistimos de registrar la casa de Robert Gaynor. Por sorprendente que a usted pueda parecerle, hemos tenido este… gesto de consideración hacia la viuda y el huérfano de Gaynor.
—La viuda y el huérfano… —palideció Lomax.
—¿No había pensado en eso?
—No… No.
—Nosotros, sí. Pero, además, era innecesario el registro en la casa de Gaynor. Ya encontramos algunas cosas en el apartamento de Karpis.
—¿Qué cosas? —se irguió Lomax.
—Una libretita con una clave que en estos momentos debe estar siendo sometida a estudio en la Central de la CIA. Y una pequeña cámara fotográfica oculta en un reloj de pulsera que Karpis tenía en su caja fuerte. Con lo que todo queda confirmado: Karpis y Gaynor trabajaban juntos para los rusos. Obtenían microfotos con el reloj, informes orales que luego transmitían con la clave de la libreta… En fin, no creo que a usted le interesen los detalles. Pero sí los hechos: han muerto dos traidores americanos y un traidor ruso. Lástima que los rusos se diesen cuenta de la jugada de Anatol Gregoriev; si no hubiese sido así, anoche usted habría obtenido una valiosísima información de ese ruso. Sin duda, le habría facilitado datos importantes y, en especial, para demostrar su buena fe, se habría apresurado a decirle a usted que Gaynor y Karpis estaban trabajando para los rusos.
—Sí, ya entiendo, ya… Y le diré una cosa: no voy a tomar más café con los rusos en los bares de las Naciones Unidas.
—Comprendo su actitud. Bueno… ¿Qué tal si nos vamos ya?
—¿Adónde?
—Al campo. ¿No le gusta el campo?
—Pues sí… Bueno, claro…
—Pero no a un campo de golf. Mire, Weston, yo comprendo muy bien su estado de ánimo, así que cuando Mr. Ashenden me ha dicho que usted no iba a trabajar hoy, he decidido ayudarle a olvidar todo esto. Nos vamos al campo, almorzamos por ahí, tiramos piedras al río y recogemos flores… Hay que aprovechar la primavera…, y la vida.
—No debe usted… molestarse por mí…
—Cualquier cosa que yo haga por mis amigos, nunca significa molestia, Weston. Vamos, anímese: flores, aire puro, sol, un almuerzo especial, el rumor de un riachuelo…
—Me está convenciendo —rió Lomax.
—Debería estar convencido ya —refunfuñó graciosamente Lili Connors—. ¿Qué más tengo que hacer para acabar de convencerlo? ¿Besarlo?
—De todas sus sugerencias, ésa es la más atractiva —rió Lomax de nuevo—. Pero tampoco espero tanto sacrificio…
—Entonces…, ¿se conforma con el campo?
—De acuerdo. Me arreglo en unos minutos —se puso en pie el diplomático—. ¿Me disculpa?
—Naturalmente —Lili también se puso en pie, se acercó a él, y se abrazó a su cuello—. En cuanto a lo del beso, no me parece por cierto ningún sacrificio…
Weston Lomax se envaró cuando la boca de ella llegó a la suya. Pero en seguida, aceptó el beso, y rodeó con sus brazos el fino y elástico cuerpo femenino, notándolo vibrar durante la caricia… Era como estar ya en el campo… Weston Lomax estaba seguro de que ya olía flores, le parecía estar recibiendo una brisa fresca, oyendo el canto de pajarillos, el rumor de un riachuelo… Todo, todo, todo, mientras duró el beso…
Por fin, ella se apartó, suspirando; lo miró, y sus labios sonrosados temblaron en una pregunta:
—¿Ha sido sacrificio… para ti?
—No —susurró Lomax.
—Entonces, podríamos… repetir la experiencia…
Lomax volvió a apretar la cintura femenina, y de nuevo tuvo entre los suyos los labios, que parecían frescos, tiernos, como pétalos de flor exquisita… Ella gemía quedamente, correspondiendo al beso con tal dulzura que los oídos de Lomax comenzaron a zumbar, sus funciones comenzaron a alterarse… La apartó rápidamente, y su voz sonó ronca:
—Si no nos vamos pronto…, ya no saldremos de aquí hoy, Lili.
—¿Prefieres el campo a mí? —susurró ella.
—Prefiero… las dos cosas. ¿Todas las espías son como tú?
—Oh, no —rió Baby—. ¡Yo soy la más mala de todas!
—¿De veras? Bueno, sólo te diré que si tú eres la más mala, a partir de ahora sólo querré tratos con mujeres que sean espías.
Rieron los dos… Lomax la besó en el cuello, la separó, y movió la cabeza.
—Voy a arreglarme. Considérate en tu casa.
—Así lo haré… Ah, Weston: ¿cómo está tu coche?
—¿Mi coche? Bien… ¿Por qué?
—Es que he venido en taxi.
—Ah, claro. Iremos en el mío, desde luego. Termino en seguida.
Lili Connors sonrió, le envió un besito aéreo que debía ser dulcísimo, y volvió a sentarse.
Quince minutos más tarde, los dos llegaban al aparcamiento subterráneo del edificio donde Lomax tenía su apartamento. Salieron del ascensor, riendo, tomados de una mano, y el diplomático señaló con la otra hacia su coche.
—Aquél es. Y tal como están las cosas, lamento ahora que no sea descapotable.
—¿Por qué?
—Me gustaría correr con él por el campo, y así recibiríamos con más intensidad el aroma de las flores.
—La idea es buena —siguió riendo ella—, pero no sé si eso resultaría adecuado para un coche que lleva la placa de diplomático, la verdad.
—Bueno, los diplomáticos también tenemos derecho a los mejores aromas de las mejores flores, ¿no?
Lili Connors fue a contestar, siempre risueña, pero decidió aplazar su respuesta, porque en el mismo instante, el motor de un coche cercano a ellos rugió con fuerza al ser puesto en marcha. La espía miró hacia allí, fruncido el ceño, con claro gesto de disgusto. Al fin y al cabo, para poner un coche en marcha no hacía falta tanto escándalo…
—¡Weston! —gritó de pronto—. ¡Al suelo!
El diplomático quedó como petrificado, clavados sus pies en el suelo, sin comprender aquella actitud de la espía, desconcertado… Pero, al mismo tiempo que gritaba, Lili Connors lo empujaba con fuerza, derribándolo y cayendo encima de él, ambos muy cerca de un coche de los allí estacionados…, y en cuya carrocería rebotaron con agudo tañido algunas de las balas que estaban disparando desde el vehículo recién puesto en marcha.
—¡Por aquí, por aquí…! —gritaba Lili, arrastrándose y arrastrando con ella su simpático maletín.
Frenéticamente, Weston Lomax fue tras ella, rodeando el coche por delante, mientras el otro giraba, y enfilaba hacia ellos, pero iniciando la curva que lo conduciría a la rampa de salida. Con la cabeza vuelta, Weston Lomax pudo ver al conductor, manejando el volante con la mano derecha solamente, mientras la izquierda aparecía por la ventanilla, armada de una pistola con silenciador. En la ventanilla de atrás del mismo lado, otro hombre asimismo armado los miraba duramente, y en aquel momento volvía a disparar. Lomax lanzó un grito cuando dos balas volvieron a rebotar en el coche, en la parte posterior, por encima de su cabeza. El del volante también disparó, y uno de los cristales del coche que los protegía saltó en miles de diminutos fragmentos…
Protegido ya eficazmente detrás del coche, Lomax miró con expresión desorbitada, desencajado el rostro, a Lili Connors, que había abierto ya su maletín y sacaba la pistolita de cachas de madreperla.
Ya armada, se dispuso a repeler la agresión, pero una nueva andanada de balas la obligó a permanecer protegida, mientras los neumáticos del coche enemigo rechinaban con fuerza emprendiendo la ascensión por la rampa. Era forzoso que el conductor hubiese dejado ya de disparar, así que Baby intentó de nuevo el contrataque… Pero, en la ventanilla de atrás, el otro hombre volvió a disparar, y las balas chascaron secamente por encima de la cabeza de la espía, que tuvo que encogerse de nuevo.
Sólo consideró prudente aparecer, por fin, cuando ya el coche giraba en la curva ascendente, de tal modo que el tirador de atrás no podía disparar contra ellos. Pero, para entonces, también para ella era tarde, pues apenas había estirado el brazo, el coche desaparecía rampa arriba.
Con un gesto de disgusto, Baby desistió de toda acción, y se acuclilló delante del encogido, aterrado Weston Lomax, que la miraba con ojos saltones.
—¿Estás bien, Weston?
—Sí… Creo… creo que sí… Pero no comprendo…
—Querían matarnos, evidentemente. Será mejor que salgamos de aquí, antes de que alguien llegue a curiosear. ¡Vamos a tu coche, de prisa!
—¡No! —gritó Lomax—. ¡Nos estarán esperando arriba!
—Demasiado arriesgado para ellos —negó Lili—. Deben estar alejándose de aquí a toda velocidad. Vamos.
—No, no, no…
—Vamos, no seas niño, querido. ¿Qué es lo que quieres? ¿Que se nos eche toda la policía encima y que tengamos que dar tantas explicaciones que toda discreción no sirva ya de nada? ¡Tenemos que marcharnos, hemos hecho un pacto de silencio con los rusos! ¡Haz el favor de sobreponerte!
Lo asió de un brazo, y tiró de él, con sorprendente fuerza, obligándolo a ponerse en pie, y empujándolo luego hacia su coche. Por la escalerilla paralela a la rampa de acceso bajaba ya un empleado del estacionamiento, corriendo…
—Yo conduciré —dijo Lili—. Dame las llaves. ¡Vamos…!
Entraron los dos en el coche, y Lili lo puso en marcha en el acto, maniobrando tan velozmente que el empleado que llegaba a todo correr, gritando, tuvo que apartarse de un salto que casi dio con él en el suelo. Cuando se puso en pie, el coche con placa diplomática subía por la rampa a toda velocidad, atronando los sótanos con el chirriar de sus neumáticos.
—Me está llamando… —jadeó Lomax—. ¡Me ha reconocido, y conoce perfectamente mi coche! ¡Avisará a la policía!
—¡Yo arreglaré eso!
—¡Pero no tenemos por qué huir! ¡Podemos…!
—Lo único que podemos hacer es desaparecer de aquí, ocultarnos donde nadie sepa dónde estamos.
—Pero…
—¡Ya está bien! ¡Cállate!
El coche apareció arriba, y se lanzó hacia la calle, llegando a ésta con exceso de velocidad, que Lili redujo con seco frenazo. En pocos segundos, se hallaban incorporados a la densa circulación neoyorquina y Lili lanzó un largo y profundo suspiro.
—¿Quieres abrir mi maletín, por favor? —pidió.
Lomax se lo colocó sobre las rodillas, y lo abrió, pero mirando a todos lados…, mientras Lili miraba con más atención hacia atrás, por medio del retrovisor.
—Ya… ya está.
—Parece que no nos sigue nadie —ella dejó la pistolita en el maletín, y tomó un paquete de cigarrillos, tirando de uno de ellos con los labios; pero no era para fumar; a los pocos segundos, sonaba una voz de hombre en el paquete.
—¿Sí?
—Simón, soy yo.
—¡Oh, la divina espía…! —exclamó alegremente Simón, el de la floristería—. ¿Qué ocurre? ¿Ya se han marchitado las rosas…?
—No es una llamada social, Simón: han querido matarme hace un par de minutos. Es decir, han querido matarnos a Lomax y a mí.
A oídos de Lomax había llegado el respingo de Simón, y en seguida, su voz, inquieta, tensa:
—¿Está bien? ¡Si la han herido…!
—No, no. Por suerte, me di cuenta a tiempo. No sé ni cómo hemos podido salir con bien de ésta. ¿Está tío Charlie ahí?
—Sí, en la tienda… ¿Lo llamo?
—Puedo decirle usted lo que quiero que hagan, Simón: vengan al edificio donde vive Lomax, y arreglen las cosas de modo que no haya escándalo; es muy posible que cuando lleguen el empleado del estacionamiento haya llamado ya a la policía. Bien; encárguense ustedes de que la cosa no trascienda, ¿está claro?
—Sí, desde luego. Pero usted…
—Siga escuchándome. He podido ver la matrícula del coche desde el cual nos han atacado dos hombres: era un «Dodge», matrícula del Estado, AXC 2936. Color oscuro… Granate. Quiero que todos los agentes disponibles en el Sector se dediquen a buscar ese coche inmediatamente. Pero si lo encuentran, no hagan nada: sólo avísenme. ¿Está claro?
—Sí, sí. ¿Dónde va a estar usted?
—En el campo.
—¿En el…? Perdone: ¿dónde ha dicho?
—En el campo, pero no tan lejos que no pueda recibir la llamada de usted, pues colocaré el supletorio a la radio.
—De acuerdo. ¿Y qué va a hacer en el campo?
—Esperar… y oler las flores. ¿Le parece mal?
—Me parece estupendo. Cuanto más lejos esté de Nueva York mientras nosotros trabajamos, mejor para todos… Mire, hay algo que no entiendo, Baby: ¿dice que la han querido matar a usted?
—En efecto. Bueno, a Lomax y a mí.
—Ya.
—¿Por qué dice «ya» con ese tono?
—Creo que usted me entiende, así que ahorrémonos explicaciones. ¿Algo más?
—De momento, no. Hasta luego, Simón.
Cerró la radio, la guardó en el maletín, y miró a Lomax para decirle que podía cerrarlo. Lo vio mirándola fijamente, lívido.
—Era a mí a quien querían matar —susurró él.
—Sí, claro. A los dos nos querían matar…
—¡A los dos, no! ¡A mí solo! ¡Y no me tomes por un estúpido! Tu amigo Simón lo ha entendido también, ¿no es cierto?
—Bien… Pues… sí, creo que sí, Weston. La verdad es que en Nueva York nadie conoce mi identidad de espía, y, además, no sé si te has dado cuenta —sonrió un tanto crispadamente—, voy caracterizada, no ofrezco mi verdadero aspecto. Nadie tenía por qué atacarme, por lo tanto, ni saber que te iba a visitar… Y si querían matarme a mí, no tenían por qué esperarme en tu aparcamiento… Creo que te estaban esperando a ti. Bueno, parece lo lógico, ¿no? Pero no debes preocuparte: yo arreglaré todo esto. Confía en mí.
Miró a Lomax, y consiguió sonreír de modo más convincente; mas su sonrisa no sirvió de nada: Lomax estaba cada vez más pálido, y unas gotitas de sudor habían aparecido en su frente.
—¿Quieren matarme? —jadeó—. ¿Por qué? ¿Por qué?
—No lo sé. Pero te aseguro una cosa: cuando los espías salimos a matar, nunca lo hacemos por capricho. Bueno, siempre hay algún loco, pero, por fortuna, son los menos. Es de suponer que tienen un motivo para desear tu muerte.
—¿Eran rusos?
—¿Cómo voy a saberlo? Sin embargo… Bueno, sería absurdo: Val Titov y yo hemos hecho un pacto de silencio, y eso implica otras muchas cosas… ¿Los rusos? Francamente, me sorprendería que ellos quisieran complicar todavía más las cosas.
—Pe-pero entonces, si… si no han sido los rusos…
—Yo no he dicho que no hayan sido los rusos, sino que me parecería una estupidez y una temeridad por su parte. A fin de cuentas, están en territorio extranjero, y a los de la CIA podría darnos por echarlo todo a rodar, y siempre perderían ellos. ¡Qué tontería! ¡Claro que no pueden haber sido los rusos! Tranquilízate. Tal como hemos proyectado, nos vamos al campo, y mientras nosotros nos serenamos, mis compañeros trabajarán bien: te lo garantizo.