Capítulo II
A las ocho y media, el señor y la señora Connors pedían una cabaña en el «Villa Motel», situado en efecto en un bonito y discreto lugar, cerca de la playa, con vistas a Manhattan, que quedaba a su izquierda y un poco arriba, y la iluminada Estatua de la Libertad, a su derecha y un poco más abajo… Un lugar muy agradable y tranquilo, que pareció complacer a la señora Connors, la cual pidió la cabaña número diez, porque, según dijo sonriendo, era un número que le daba suerte.
Esto podía ser verdad o no, pero lo cierto fue que, tal como había esperado, la cabaña diez resultó estar situada delante de la nueve, si bien separada por una zona de jardín considerablemente amplia… Aunque no tan amplia que, colocada tras la ventana frontal, con todas las luces de su cabaña apagadas, la señora Connors tuviese dificultades en ver perfectamente la cabaña nueve, de frente.
Sentado junto a ella, Weston Lomax permanecía en silencio e inmóvil, pese a lo cual, su «esposa» se daba cuenta de que estaba inquieto, nervioso. Habían dejado encendida la luz del dormitorio, cuya puerta y ventana habían cerrado; pero la ventana, no había quedado tan cerrada que desde fuera dejase de verse luz allí, por lo que si alguien sentía interés por ellos, tenían que pensar que se hallaban en el dormitorio…
Por fin, oyeron la llegada de un coche, y la señora Connors movió su bracito derecho, dejando al descubierto su relojito de platino y brillantes y esfera luminosa.
—Las nueve menos tres minutos —susurró—. Ese debe ser Anatol Gregoriev.
—Ojalá hubiese terminado ya esto —murmuró Lomax.
—Pronto lo terminaremos —aseguró ella, sonriendo—. Sobre todo, no se ponga nervioso. Los nervios… Ahí está el coche. Vea si es Gregoriev el que llega. ¿Podrá reconocerlo?
—No hay mucha luz, pero si es él, lo reconoceré, desde luego.
—Bien.
Había aparecido el coche, que se detuvo delante de la cabaña. Las luces fueron apagadas, todo quedó de nuevo en silencio. Y eso fue todo.
—¿Qué pasa? —se inquietó Lomax—. ¿Por qué el conductor no sale del coche?
—Sssst… Ya saldrá.
En efecto. Medio minuto más tarde, un hombre salía del coche, lentamente, mirando a todos lados. Parecía indeciso, pero sólo unos segundos; comenzó a caminar hacia la cabaña, y entonces, Weston Lomax dijo:
—Es él, seguro: Anatol Gregoriev.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
Baby asintió con la cabeza, siempre fija su mirada en el ruso, que llegaba en aquel momento al porche de la cabaña nueve. Subió, caminó hasta la puerta, y se detuvo, volviendo a mirar a todos lados, con cierta inquietud muy evidente.
—Tampoco él parece muy tranquilo —musitó Baby sonriendo—. Quizá teme algo de usted.
—¿De mí? —se sorprendió muy justificadamente Lomax—. En tal caso, ¿por qué demonios ha tenido que citarme?
—O quizá tema que alguien haya podido seguirle —musitó de nuevo la espía internacional—. Los rusos disponen en Nueva York de un eficaz sistema de control de todos sus empleados diplomáticos.
—¿Quiere decir que los rusos vigilan a los rusos, a los suyos propios?
—Exactamente. Y Gregoriev lo sabe… De todos modos, si ha venido, es porque debe estar seguro de que nadie lo ha seguido. Pero no acaba de decidirse a entrar en la cabaña… ¡Ahora entra!
Cierto. Tras unos cuantos segundos más de vacilación, Anatol Gregoriev había puesto la mano en el pomo de la puerta, y había empujado. La puerta se abrió, y el ruso quedó todavía otros cuantos segundos más en el umbral. Por fin, entró, cerró la puerta… La luz se encendió en seguida.
—Ya está —suspiró Weston Lomax—. Voy a descansar cuando haya terminado esto, se lo aseguro. ¿Vamos para allá?
—Falta un minuto todavía para las nueve —dijo Baby—. Y hay que ser puntuales. Además, irá usted solo, señor Lomax.
—Pero usted dijo…
—Es mejor que no lo asustemos. Si él quiere verlo sólo a usted, irá usted. Pero —abrió el maletín, y sacó algo que tendió a Lomax en la oscuridad— esto es una radio de bolsillo; siempre llevo una de repuesto… Se la doy con el canal ya abierto, de modo que estaré escuchando todo lo que ustedes digan con la mía. No tiene que hacer nada especial: sólo guardársela en un bolsillo tal como está. ¿De acuerdo?
—Sí, claro… Bueno, pero… si usted no viene…, ¿qué le digo yo a ese hombre? ¿Qué actitud debo adoptar?
—Correcta y pacífica. Escúchele con atención, y sea cual sea la oferta que él le haga, diga que con mucho gusto la transmitirá a quien podrá darle una respuesta definitiva. Sobre todo, no diga NO en ningún momento: sea lo que sea, la respuesta es Sí. Aunque le pida diez millones de dólares. ¿Está claro?
—Pe… pero diez millones de…
—Salga ya. Y no olvide lo que le he dicho… Un momento: ¿lleva usted armas?
—¡Claro que no!
—Muy bien. Salga. ¡No se le ocurra encender esta luz!
Weston Lomax asintió, y se dirigió hacia la puerta. Salió, cerró, y en seguida Brigitte le vio en el porche. Mientras Lomax caminaba cruzando el jardín en línea recta hacia la cabaña número nueve, la espía sacaba la otra radio, y abría el canal, moviendo la cabeza con gesto conmiserativo… ¿Ni siquiera se le ocurría a Lomax describir un pequeño arco en su camino hacia la otra cabaña?
Dejó la radio en el montante de la ventana, dispuesta a seguir vigilando la cabaña mientras escuchaba la conversación de los dos hombres… Por cierto, que ambas pequeñas radios tenían todavía la onda de Atenas, donde había solucionado el asunto del commando…
«Mejor —pensó—: así es poco probable que alguien pueda captarla».
Weston Lomax había llegado ya a la cabaña. Empujó la puerta, y entró… La puerta se cerró tras él.
Inmediatamente, Brigitte oyó el fuerte respingo de Weston Lomax, con toda claridad. Se inclinó hacia la radio para preguntar lo que ocurría, mientras oía la exclamación de Lomax:
—¡Santo Dios…!
—Lomax: ¿qué ocurre?
Oyó unos fuertes sonidos en la radio, y comprendió que Lomax la estaba sacando de su bolsillo, para decirle algo… De pronto, las palabras del diplomático resonaron fuertemente en la cabaña:
—¡Oiga, Baby! ¿Me está oyendo?
—Claro que le oigo… ¿Qué ocurre?
—Me… me parece que está muerto… ¡Está lleno de sangre, tendido en el suelo, y tiene…!
—¡No se mueva de ahí!
Cerró la radio, tomó la pistolita del maletín, y salió de la cabaña, lanzándose a todo correr hacia la otra, En menos de seis segundos aparecía junto a Weston Lomax, que parecía tener los pies clavados al suelo, y contemplaba con expresión desorbitada al ruso Anatol Gregoriev.
Estaba tendido en el suelo, efectivamente lleno de sangre, que brotaba de varios puntos de su pecho. Sus ojos estaban desorbitadamente abiertos, su boca crispada…
—No se mueva —murmuró la espía—. Ni lo toque. Pasó junto al ruso, y entró en el dormitorio… Una suave ráfaga de aire llegó a su rostro en el acto. Se acercó a la ventana, que estaba abierta de par en par, y miró al exterior, pero sin asomarse, prietos los labios. De pronto, dio media vuelta, y regresó al saloncito. Todo seguía igual allí. Se arrodilló junto a Anatol Gregoriev, y le puso las yemas de dos dedos en un lado del cuello; estuvo así irnos segundos, contemplando los ojos hieráticos del ruso. Por fin, miró a Lomax, y movió negativamente la cabeza.
—Nada que hacer —murmuró—: está muerto. Traiga una manta.
Lo único que pudo hacer Lomax fue tragar saliva. Parecía incapaz de reaccionar. Brigitte frunció el ceño, encogió luego los hombros, y fue ella en busca de la manta. Tuvo que deshacer la cama para conseguirla Regresó con ella al saloncito…, y apenas dio el primer paso comprendió el nuevo cambio de la situación: había dos hombres más dentro de la cabaña, uno de ellos detrás del espantado Lomax, que tenía los brazos en alto, y el otro junto al sofá, encogido, mirándola fijamente y, como el primero, apuntándola con su pistola con silenciador, Brigitte, que había deslizado su pistolita por el escote para coger la manta, supo que no podría hacer nada… a las malas.
Su actitud fue serena, tranquila, casi amable.
—¿Rusos? —preguntó.
Ninguno de los dos contestó. El que estaba detrás de Lomax empujó hacia el sofá, y lo sentó de un manotazo en el hombro. Luego, por señas, indicó a Brigitte que fuese a sentarse también, junto a Lomax. Ella asintió, se acercó primero al cadáver de Anatol Gregoriev y lo cubrió una la manta, bajo la dura, penetrante mirada de los dos hombres. Finalmente, fue a sentarse junto a Lomax, y murmuró:
No lo hemos matado nosotros. Mi amigo no lleva armas, y yo sólo llevo una pistolita que pueden examinar, si lo desean.
El que estaba junto al sofá se colocó detrás de ella, le apoyó la pistola en la nuca, y dijo:
—Démela.
Despacio y tomando la pistola sólo con dos dedos, Baby la sacó del escote, y la tendió hacia atrás. El ruso se la arrebató, la guardó en un bolsillo, y miró a su compañero, indicando el cadáver. El otro se acercó, alzó la manta, y lo examinó.
—Sí —murmuró—. Está muerto. Y todavía caliente, desde luego.
—Es lógico, si hace apenas tres minutos entró vivo en esta cabaña. ¿De verdad piensan insistir en que no lo han matado ustedes? —preguntó con seco sarcasmo colocándose delante de Baby y Lomax.
—No hemos sido nosotros —dijo no menos secamente la espía—. Cuando yo llegué, ya estaba muerto, y como les digo, mi amigo no lleva armas.
—Vamos a comprobar eso…
—No lleva —dijo el otro—. Ya lo he cacheado, Val.
—Bien… Pudo entrar, matarlo, y esconder la pistola.
—¿Por qué tenía que hacer eso? —se sorprendió Baby.
—Ustedes sabrán.
—Yo no lo he matado —rechazó hoscamente Lomax—. Cuando entré aquí, lo vi tendido en el suelo, lleno de sangre, y en seguida llamé a…
—Me llamó por la radio —cortó Brigitte Montfort—. Me llamo Lili Connors.
El ruso llamado Val asintió con la cabeza, y miró directamente a Lomax.
—Usted debe ser Weston Lomax, ¿no?
—Sí… Sí, en efecto.
—Muy bien, señor Lomax: díganos por qué citó usted en esta cabaña a Anatol Gregoriev.
Weston Lomax quedó un instante boquiabierto, estupefacto, antes de exclamar:
—¿Que yo cité a Gregoriev? ¡Fue él quien me llamó a mí y me dijo que viniese a este lugar!
Baby miraba de uno a otros, sorprendida en verdad. ¿En qué quedaban? ¿Quién había citado a quién?
—No diga tonterías —rechazó el ruso—: usted lo citó a él. Nos lo dijo el propio Gregoriev.
—¡Eso es mentira! —se indignó Lomax—. ¡Él me llamó a mí por teléfono, me dijo que quería hablar conmigo de algo que iba a interesarme…! ¡Es mentira que yo le llamase a él!
—¿Por qué había de mentirnos Gregoriev a nosotros?
—¡Y yo qué sé! Además, ¿quiénes son ustedes? ¿Dónde estaban, de dónde han salido…? ¡Ustedes sí tienen armas, y han podido utilizarlas!
Los dos rusos se quedaron mirándolo incrédulamente. Por fin, Val sonrió ceñudamente.
—Esta es buena… ¿Sugiere usted que nosotros hemos matado a Anatol Gregoriev?
—Lo que puedo decirles es que no he sido yo —se crispó el rostro de Lomax.
—A mí —intervino con amabilidad Baby— esta conversación no me parece muy inteligente, para ser sincera. Estamos ante un extraño caso, y creo que deberíamos razonarlo más fríamente por ambas partes. Supongo que pertenecen ustedes al espionaje ruso.
Los dos soviéticos la miraron fríamente.
—Pertenecemos al cuerpo diplomático en Nueva York —dijo Val—. Servicio de Relaciones Públicas. ¿Está claro?
—Clarísimo —sonrió Baby—. Muy bien: el señor Lomax pertenece al cuerpo diplomático norteamericano en la ONU. Y en cuanto a mí, soy del servicio de seguridad de…
—Usted es de la CIA.
—Muy bien. Si tan listos son ustedes, no hay más que hablar, caballeros. Hagan lo que gusten.
—Puede estar segura de eso. En marcha.
—¿Adónde vamos? —exclamó Lomax.
—A la embajada rusa, no —le explicó suavemente Baby—. Nos van a llevar a un sitio aún más discreto que éste, y nos van a… convencer para que les digamos la «verdad» que se les ha metido a ellos en la cabeza.
—Es usted muy lista —dijo Val—. Abre la puerta, Oleg. Y cuidado con ellos.
Baby se puso en pie, pero Lomax permaneció sentado, pálido, mirando de uno a otro ruso. Estaba visiblemente asustado, y, por cierto, nada dispuesto a dejarse llevar a un lugar donde querrían «convencerlo».
—No pienso moverme de aquí —dijo con firmeza.
—Usted… —empezó Val.
—Vamos, no complique las cosas, Lomax —intervino Baby—. Podemos damos por satisfechos de que acepten dialogar: podrían haber reaccionado de modo mucho más desagradable… A fin de cuentas, acaban de asesinar a uno de sus diplomáticos. Camine.
—¡Nos van a matar! —se resistió Lomax.
—No diga tonterías. Sólo hablaremos… Y ya verá cómo llegamos a un acuerdo.
—Si no lo han matado ustedes —murmuró Oleg.
Baby se acercó a Lomax, le tomó de una mano, y tiró de él. Lomax tuvo que ceder, poniéndose en pie, aunque de mala gana. Sin soltarle la mano, Baby comenzó a caminar hacia la puerta, que Oleg abrió, colocándose a un lado. Val caminaba detrás de ellos, por supuesto pistola en mano, siempre apuntándoles, guardando una distancia de cinco o seis pasos…
Demasiada distancia, así que Baby se detuvo junto a Oleg, que la miraba cada vez con más interés.
—Un momento —murmuró la espía—. ¿No van a buscar la pistola, por si hemos sido nosotros y la hemos escondido?
—Ya la buscaremos —replicó Val, que continuaba caminando acercándose a ellos—. Si aquí hay una pistola escondida, alguien la encontrará, se lo aseguro.
—¿Y si alguien pusiera mientras nosotros estamos fuera de la cabaña una pistola en…?
No dijo nada más.
Y había estado hablando tan seriamente, tan absorta en aquella cuestión, que de ninguna manera pudieron prever los rusos el ataque.
Un ataque fulminante, velocísimo, increíble, feroz… Y definitivo: Baby se volvía hacia Val mientras hablaba, y, siguiendo este giro de su cuerpo, su pierna izquierda se alzó, de pronto, a una velocidad tan fantástica que Oleg ni siquiera tuvo tiempo de respingar recibió el taconazo en plena barbilla, su cabeza chocó contra la pared, y rebotó fuertemente, privado ya del sentido…, mientras, siempre siguiendo aquel giro, Baby se abalanzaba hacia Val, que apretó el gatillo justo en el momento en que las manos de Brigitte asían y empujaban su antebrazo, apartándolo de modo que la bala fue a dar en la pared; acto seguido, siempre sujetando con escalofriante fuerza el antebrazo del ruso, Baby giró hacia su izquierda, tirando del brazo de Val hasta colocárselo por delante del pecho y separado de éste; su cadera derecha hizo un quiebro, pasó la pierna como un relámpago, y siempre siguiendo la tracción de sus manos en su brazo, Val cayó de vientre sobre la cadera derecha de Brigitte, que bajó la cabeza y giró los hombros hacia su izquierda, como si quisiera dar otra vuelta, mientras la pierna derecha efectuaba un poderoso movimiento ascendente…
El ruso dedicado a relaciones públicas sólo supo que durante una brevísima fracción de tiempo, estuvo montado sobre la cadera de su antagonista. Luego, salió volando a casi dos metros de altura y recorriendo no menos de tres antes de caer de cabeza y espaldas sobre el duro suelo. Todo su cuerpo crujió, su cabeza pareció estallar, se llenó de luces… Cuando abrió los ojos a una clara visión, la rubia señorita Connors estaba delante de él impávida, apuntándole con su propia pistola.
—Recoja a su compañero y siéntelo en el sofá —dijo con tono áspero—. Usted, Lomax, coja la pistola del otro, vamos.