Capítulo IV
Weston Lomax comprendió estas palabras de Pitzer cuando, casi tres horas más tarde, regresaron a la salita, no sin que antes, Pitzer advirtiese:
—Soy yo, Baby.
Entraron, y vieron a la espía sentada en el sofá, con la pistolita en la mano, la deslizó en su escote, y dio una palmadita en el sofá, junto a ella. Pitzer fue a sentarse allí, mientras Lomax lo hacía en un sillón.
Brigitte tomó la bolsa que le tendía Pitzer, sacó el primer bocadillo, lo mordió, y preguntó:
—¿El termo contiene café?
—Sí.
—Excelente. Bueno —miró su relojito—, ya estoy lista de nuevo, tío Charlie.
—Bien. Ya nos han dado el resultado de Balística: no hay la menor duda de que a Anatol Gregoriev no lo mataron con las pistolas de los rusos Val y Oleg, de donde podríamos pensar que ellos no han sido; las balas que usted me entregó son diferentes a las qué había en el cuerpo de Gregoriev… y de Gaynor y Karpis. Quiero decir con esto que los tres fueron asesinados con las mismas armas: dos pistolas, dos asesinos, lógicamente. En los tres cadáveres hay balas de esas dos pistolas: una «Browning» y una «Colt», ambas del máximo calibre. No han sido halladas en la cabaña nueve de Villa Motel, quizá porque los rusos se las llevaron si es que estaban allí escondidas. Pero me inclino a pensar que no. Y creo que vamos a coincidir en la teoría: cuando Gregoriev llegó a la cabaña, los dos asesinos ya estaban…
—O el asesino que utiliza dos pistolas —murmuró Baby, destapando el termo con café.
—Podría ser —vaciló Pitzer—. Pero yo me inclino a pensar que son dos hombres. Le diré por qué. Cuando Gregoriev llegó a la cabaña, ellos ya estaban allí, seguramente hacía varias horas, esperando. En cuanto Gregoriev entró, lo mataron, y se marcharon por la ventana del dormitorio: afuera, bajo la ventana, hemos visto pisadas de dos hombres. Y también las hemos hallado cerca del lugar donde fueron hallados los cadáveres de Karpis y Gaynor. Parece ser que en ambos sitios las pisadas son de los mismos dos hombres, pero eso lo sabremos seguro cuando hayan terminado los moldes. En cuanto a la cabaña, fue alquilada aquella misma mañana, por un hombre barbudo y grueso, que firmó con el nombre de Smithson. El FBI nos está ayudando, buscando huellas en la cabaña, y nos avisarán en cuanto terminen de cotejar las que consigan con las de sus archivos… Naturalmente, las huellas también serán enviadas a los nuestros.
—No conseguiremos nada por ahí —aseguró Brigitte.
—Eso me temo. Pero no perdemos nada trabajando en ese sentido. Bien, pasemos ahora a los dos diplomáticos norteamericanos. Robert Gaynor estaba casado, tiene… tenía un hijo. Once años. En cuanto a Karpis, era soltero, y ocupaba el apartamento 11 C en el número 615 de la calle Cincuenta y Siete Este. Tanto el FBI como nosotros estamos interesándonos ahora por los expedientes de ambos. Simón está en estos momentos importunando al jefe directo de ambos diplomáticos, y me llamará cuando haya terminado de conversar con él. En resumen, eso es todo.
—Y en resumen también, lo único que sabemos es que dos hombres han asesinado primero a Karpis y Gaynor, hacia las seis de la tarde, y luego a Anatol Gregoriev, a las nueve de la noche.
—Yo estoy pensando —murmuró Lomax— que muy bien pudieron ser los rusos los asesinos.
—¿Sí? —lo miró amablemente Brigitte—. ¿Por qué lo piensa?
—Pues… Bueno, primero pudieron matar a Gaynor y Karpis, en efecto, y luego ir a la cabaña, esperar dentro a Gregoriev, matarlo, salir por la ventana, esconder aquellas pistolas, y entrar luego por la puerta, cuando me sorprendieron a mí, utilizando pistolas diferentes… ¿No les parece posible?
Brigitte y Pitzer cambiaron una sonriente mirada.
—Como comprenderá usted, señor Lomax —dijo Pitzer—, esa teoría ya se nos ha ocurrido a nosotros. Pero nos parece excesivamente elaborado todo eso, la verdad. Podría ser una buena teoría para asesinos corrientes, pero no acaba de convencemos para un par de espías soviéticos.
—¿Espías? Pero ellos han dicho…
—¿Relaciones Públicas? —casi rió Brigitte—. Hombre, Lomax, no iban a decir que están en Estados Unidos dedicados al espionaje: serían expulsados, cuando menos. No. Dos espías habrían matado a Gregoriev y se habrían marchado. ¿Para qué complicarse la vida? Luego, otra cosa: sabían que Gregoriev iba a ir a aquella cabaña a reunirse con usted, ¿no es así?
—Eso parece.
—No. No es que parezca, sino que lo sabían con toda seguridad. Y querían que fuese allá, para enterarse de lo que usted tuviese que decirle a un diplomático ruso…
—¿Yo? ¡No tengo nada que decirle a los rusos! ¡Fue Gregoriev quien me citó a mí, no lo olvide!
—No lo olvido. Pero tampoco olvido que la versión de los rusos es opuesta: ellos dicen que usted citó a Gregoriev.
—¡No es cierto! ¡Yo sólo…!
—Cálmese. Todo eso quedará explicado a su debido tiempo, ya lo verá. Pero, como le decía, los rusos no fueron quienes mataron a Gregoriev. No. Para hacer eso, no tenían ninguna necesidad de dejarle llegar a la cabaña, ¿no cree?
—Pues… Bueno, realmente, parece lógico, claro…
—Por lo tanto, no fueron Val y Oleg los asesinos. Pero sean quienes fuesen, sabían que Gregoriev iría a la cabaña. Esos dos hombres, habían matado ya a Karpis y a Gaynor, y fueron a la cabaña a esperar a Gregoriev para matarlo también… ¿Le sugiere algo esto?
—No sé… No… ¡No entiendo nada!
—Pues está bien claro: alguien quería que ni Karpis ni Gaynor, ni Gregoriev pudiese decir nada.
—¿Qué podían decir? Además, eran un ruso y dos norteamericanos… ¿Qué relación podía haber entre ellos?
—Esa es la cuestión —sonrió fríamente Baby—. ¿Por qué asesinar a un ruso y dos norteamericanos que, en apariencia, no tenían nada en común…, salvo su profesión de diplomáticos? Podríamos partir de esta pregunta. Y entonces…
Entonces, sonó la llamada a la puerta, que se abrió acto seguido. Y Brigitte, que había sacado su pistolita instintivamente, sonrió, y volvió a deslizaría en su escote: jamás en la vida se le ocurriría disparar contra el ayudante de Pitzer, contra Simón New York, que siempre la obsequiaba con rosas rojas.
—Hola, Simón —saludó cariñosamente.
El ayudante de Pitzer también sonrió, le tiró un beso con la mano, y luego hizo señas a ella y a su jefe para que se acercasen. Durante casi medio minuto, estuvo cuchicheando, los tres muy juntos, fuera del alcance auditivo de Lomax, que fracasó estrepitosamente en su intento de adivinar de qué se hablaba allí por medio de las expresiones de Baby y Pitzer: ambos rostros permanecieron en todo momento inescrutables.
Por fin, Baby dijo algo, Pitzer y el otro asintieron, y ella fue al teléfono colocado sobre la mesita de centro. Marcó un número, sonriendo secamente, y esperó unos pocos segundos, antes de decir:
—Quisiera hablar con Val Titov, por favor: de Relaciones Públicas.
—Sí, gracias; espero… —transcurrieron unos segundos, que la espía aprovechó para terminar su segundo diminuto bocadillo—. ¿Val? Soy Lili Connors: ¿me recuerda?
—Oh, muchas gracias. ¿Puede informarme ya sobre lo que convinimos?
—Ya. Sí, entiendo… Muy interesante.
—¿…?
—Oh, sí… Por supuesto que le creo, colega. No faltaría más… Escuche, Val, tengo que pedirle un favor, y le ruego que lo atienda: ¿podemos utilizar en esto una pequeña mentira?
—¿…?
—Pues me refiero a que deberíamos simular que Anat Greg ha tenido un accidente. Nosotros haremos lo mismo con nuestros dos familiares, ¿comprende?
—¿…?
—¿Con qué objeto? Vamos, vamos, Val… ¿Por qué buscar complicaciones diplomáticas o de cualquier otra clase? Nosotros…
—¡…!
—Un momento, un momento… Nosotros no…
—¡…!
—Mire, colega —habló ahora fríamente Baby—, usted ya debería saber que mi actitud es siempre la mejor para todos. Así que piénselo bien. Pueden pasar a recoger en la Morgue a Anat Greg cuando quieran, y después, hagan lo que gusten.
—¿Está bromeando? Vamos, vamos… Nosotros también hemos tenido dos pérdidas, ¿no es así?
—¿Cómo? —quedó estupefacta Brigitte—. ¿Que eso habría que verlo? ¡Hombre, esto es formidable…! Nada más sencillo: cuando vengan a recoger a Anat Greg pregunten por los nuestros, y los verán en sendos cajones frigoríficos. ¿Y sabe qué le digo?: ¡que usted y su guerra fría pueden irse a la porra! —colgó de un manotazo, y se volvió hacia los tres expectantes norteamericanos, farfullando—: ¿Habrase visto estúpido semejante…? ¡Lo mejor que se le ha ocurrido decir es que no creía que nos hubiesen matado a dos diplomáticos!
—¿Se han puesto duros? —murmuró Pitzer.
—Sí. Dicen que ellos no tienen nada que ver con todo esto, y que piensan darle la publicidad adecuada y exigir investigaciones a fondo a nuestros sistemas policiales por el asesinato de un diplomático ruso; que no tienen nada que ocultar, y que piensan llevar esto adelante con todas sus consecuencias.
—Maldita sea —gruñó Simón—. ¡Esos idiotas…!
—¿Qué ha querido decir con eso de la guerra fría? —masculló Pitzer.
—El jefe de Val debe ser un cretino: dice que no va a cambiar de opinión aunque esto nos lleve otra vez a los peores tiempos de la guerra fría. Nada de pactos. Pero eso ya lo veremos… Señor Lomax: ¿usted insiste en que fue Anat Greg…, quiero decir Anatol Gregoriev quien le llamó a usted?
—Y no me harán cambiar de opinión aunque me quemen vivo —masculló Weston.
—Bien —sonrió la espía—. ¿Sabe lo que dicen ellos respecto al modo en que se enteraron de que Gregoriev iría a la cabaña nueve de Villa Motel?
—¿Qué dicen?
—Que recibieron una nota escrita a máquina con ese… informe, y que dicha nota la firmaba Anatol Gregoriev.
—Fantástico —se pasmó Simón—. ¿De verdad vamos a creernos eso, Baby?
Brigitte Montfort tomó un poco de café, pensativa; luego encendió un cigarrillo, recogió su maletín, y señaló la puerta.
—Escuchemos primero a ese caballero, Simón.
—¿Qué… qué hago yo? —preguntó Lomax—. ¿Voy con ustedes?
—Desde luego que sí, señor Lomax. Su presencia es muy indicada en esta ocasión, precisamente… ¿Sabe quién nos está esperando en el coche?
—No, claro…
—Simón lo ha traído desde su casa: el jefe de Karpis, Gaynor…, y de usted, claro.
—¿Mr. Ashenden nos está esperando?
—Así es. De modo que venga usted… Aunque seguramente, no va a gustarle lo que él dice.
—¿Qué dice?
Brigitte sonrió, y salió la primera de la salita de espera. Poco después, los cuatro salían de la Morgue, y Simón señaló hacia el coche. Entraron los cuatro, Simón al volante, Lomax junto a él, y Brigitte y Pitzer detrás, uno a cada dado del hombre que esperaba, y al cual saludó un tanto preocupado Lomax:
—Buenas noches, señor…
—Hola, Weston. Estamos metidos en un mal lío, muchacho.
—¿Lío? Sí, señor, claro… Bueno, la verdad es que yo no entiendo nada de nada…
—Ya lo entenderá… —Mr. Ashenden, después de contemplar un instante atónito a Brigitte, volvió la cabeza hacia Pitzer—. Nos conocemos, ¿verdad? —sonrió secamente.
—Nos hemos visto en algunas ocasiones —murmuró de mala gana Pitzer—. Le presento a la señorita Lili Connors.
Ashenden se volvió hacia Brigitte, y frunció el ceño.
—También me parece recordarla de algo, señorita Connors.
Ésta, que conocía sobradamente al diplomático e incluso había recurrido a él para realizar algunos reportajes periodísticos sobre sesiones en la ONU, sonrió amablemente.
—Es muy posible que hayamos coincidido alguna vez en las playas de Miami, Mr. Ashenden.
—Ah…, sí, podría ser. Desde luego, me recuerda a alguien, pero…
—Mr. Ashenden, mi ayudante dice que tiene usted algo muy importante que comunicar a la CIA —cortó Pitzer.
—Sí —Ashenden pareció abatido, de pronto—. En realidad, hace ya algún tiempo que debí recurrir, cuando menos, a nuestro servicio de seguridad diplomático, pero… Bueno, es muy delicado todo esto, y antes quería estar seguro.
—Seguro… ¿de qué?
—Bien —el diplomático parecía mortificado—. Puesto que ya la CIA está interviniendo, quizá lo que voy a decir les sirva de algo. Es muy desagradable, y no quisiera que…
—Por favor, Mr. Ashenden —gruñó Pitzer.
—Sí… Bueno, el hecho es que hace ya algunas semanas que tengo la… certidumbre de que alguien está tomando datos de nuestra postura diplomática en todos los aspectos sobre las cuestiones a debatir en la ONU.
—¿Qué quiere decir con eso exactamente?
—Yo diría… que… que… Bien…
—Creo —murmuró Brigitte— que Mr. Ashenden está tratando de decirnos que alguien de nuestro grupo de las Naciones Unidas está vendiendo información a los rusos, por ejemplo. ¿No es eso, Mr. Ashenden?
Éste se mordió los labios, y bajó la cabeza.
—Sí… Sí, eso es.
—Por el cielo —jadeó Lomax—. ¡Eso no es posible, señor!
Todos miraron a Weston Lomax, que había palidecido. Por fin, Mr. Ashenden movió la cabeza.
—Lo siento, Weston… Casi estaba seguro. Y ahora, tengo que estarlo completamente.
—¿Por qué está seguro? —casi gritó Lomax—. ¡Usted nos está acusando a todos nosotros, a sus colaboradores, de…!
—Cálmese —dijo Brigitte—. Con usted no va esto, Lomax.
—¿Cómo que no va conmigo? ¡Si él dice…!
—Cállese de una vez —refunfuñó Pitzer—. ¿No comprende que el asunto se está aclarando, y que todo apunta hacia Robert Gaynor y Joseph Karpis?
Lomax se quedó como si hubiese recibido un mazazo en plena cabeza.
—¿Qué… qué quiere decir?
—En nuestra opinión, la cosa empieza a aclararse. Hasta podría decirle por qué Anatol Gregoriev le citó a usted en el motel.
Lomax miraba incrédulamente a Pitzer.
—¿Usted… sabe eso?
—Y me parece que los demás lo han comprendido también. Según me ha informado… Lili, usted asegura que Gregoriev mencionó a Karpis… ¿cierto?
—Sí, sí… ¡Con toda seguridad!
—Y Gregoriev dijo también, más o menos, que él podía informarle de cómo estaba informado él.
—Sí, algo así…
—Pues me parece que vamos a tener que aceptar que Joseph Karpis y Robert Gaynor eran unos traidores, señor Lomax. Se lo explicaré: Karpis y Gaynor estaban vendiendo información a los rusos, y Anatol Gregoriev lo sabía; de pronto, decide ganar él también una buena cantidad de dinero, pasando información a los americanos… De entre los americanos a los que conoce, le elige a usted. Le cita en el Villa Motel, después de haber alquilado en éste una cabaña, la nueve…
—Pe… pero… Gregoriev no llevaba barba, y…
—Ponerse y quitarse una barba es cosa de segundos —gruñó Pitzer—. Él alquiló la cabaña con el nombre de Smithson, llevando una barba postiza, quizá algún relleno en las ropas… Pero, los rusos del servicio de vigilancia debieron verlo, y se dedicaron a vigilarlo durante el resto del día, ya que, ciertamente, lo que estaba haciendo Gregoriev era extraño. Unos rusos lo siguen, otros esperan cerca de la cabaña…, y los ven llegar a usted y a la señorita Connors. A ella no la conocen, pero a usted, sí: deben haberlo visto cientos de veces en las Naciones Unidas. Para entonces, además, los rusos han comprendido ya que toda aquella actitud de Gregoriev es inquietante; incluso es posible que tuviesen intervenido su teléfono, y supiesen que le había llamado a usted. La conclusión es muy fácil. Anatol Gregoriev piensa vender algo a los americanos. Y como Gregoriev, a su vez, sabe que un par de americanos están vendiendo información a los rusos, la cosa se complica, ya que lo primero que haría Gregoriev sería mencionar a los dos traidores americanos a usted…
—Dios… Ahora comprendo por qué mencionó a Karpis…
—Exacto. Pero volvamos a los rusos. Ellos saben que Gregoriev se va a ver con usted, lo cual no les conviene en modo alguno. Tampoco pueden limitarse a detener a Gregoriev… No. Hay que cortar por lo sano. Entonces, esperan a que Karpis y Gaynor salgan de las Naciones Unidas, y los citan en la carretera. Los dos acuden, ya que trabajan para los rusos. Allá, dos rusos matan a Karpis y Gaynor… Luego, como saben que usted acudirá a la cita con Gregoriev, de la cual por fuerza debían estar enterados, pues con toda seguridad, después de verle alquilar la cabaña aumentaron la vigilancia sobre él, recurriendo incluso a la interferencia telefónica, deciden sacar partido de la situación. Si se hubiesen limitado a asesinar a Karpis y a Gaynor, el asunto habría armado revuelo, lógicamente. Pero, hay un modo de pararles los pies a los investigadores americanos: complicarles la vida. Así que dos rusos esperan a Gregoriev en la cabaña, lo matan en cuanto entra, y escapan por la ventana. Segundos después, cuando llega usted, ya está muerto… La señorita Connors acude. Y detrás, los dos rusos que sólo esperaban su momento escénico: aparecen, y acusan a los americanos del asesinato del diplomático ruso Anatol Gregoriev. Concretamente, querían acusarlo a usted, ya que Gregoriev le había elegido. De este modo, los rusos han eliminado a un traidor que podía hacerles mucho daño, y, por si llegaba a poder decir algo, antes eliminan a Gaynor y Karpis, ya que si éstos caen en manos de la CIA, posiblemente podrían habernos proporcionado también no pocos informes sobre los rusos: con quien trataban, a cuántos rusos espías conocían, qué informaciones habían vendido a los rusos…, etcétera. ¿Comprende?
—Sí… Creo que sí. Pe… pero… ¿con qué objeto complican tanto las cosas?
—Ya se lo he dicho: meter a los americanos en él lío, y asegurarse así de que no diremos nada sobre los asesinatos de Karpis y Gaynor a cambio del silencio de ellos sobre el asesinato cometido por usted u otros americanos en la persona de Anatol Gregoriev.
—Pero esto no tiene sentido, porque los rusos se niegan a guardar silencio, acaban de decirle a la señorita Connors que piensan publicar el asesinato de Gregoriev en la prensa…
—Eso es lo que han dicho esta noche —dijo secamente Pitzer—. Pero le apuesto un millón de dólares a que cuando Lili los llame de nuevo, habrán… recapacitado, y aceptarán el pacto de silencio, o cuando menos, de discreción y dirán que el ciudadano soviético Anatol Gregoriev ha fallecido en lamentable accidente. Y claro está, nosotros tendremos que corresponderles, diciendo lo mismo sobre Karpis y Gaynor… Lo cual es precisamente lo que ellos quieren y han querido en todo momento. Eliminan a tres hombres que significan peligro para ellos, y… no pasa nada, ni la CIA se entera de nada… Estoy seguro de que lo entiende, señor Lomas.
—Sí, sí… ¿Y la nota?
—¿Qué nota?
—Los rusos dicen que Gregoriev les envió una nota escrita a máquina informándoles de su visita conmigo.
Pitzer soltó un bufido.
—¡Pero qué nota ni qué narices, hombre…! ¡No existe tal nota! Oh, bueno, claro, por supuesto los rusos deben haberla redactado, para mostrárnosla a nuestra satisfacción, pero es falsa. ¿Escribiría usted una nota a la CIA, por ejemplo, si tuviese una cita con un ruso para venderle información sobre su trabajo diplomático con Mr. Ashenden?
—¡Claro que no! —se sobresaltó Lomax.
—Entonces, ¿qué? ¿Gregoriev era un imbécil?
—No… Supongo que no. Pe… pero… todo esto… es una suciedad, es una… porquería… Traidores americanos, traidores rusos, asesinatos… Y los rusos son unos cínicos… ¡Ellos no pueden esperar que nosotros nos traguemos sus mentiras, tienen que saber que acabaremos comprendiéndolo todo, como así ha sido…!
—Lo saben, claro. Saben que nosotros lo sabemos.
—¿Y vamos a permitir que se salgan con la suya? ¡Han asesinado a tres hombres…!
—Un poco de guerra fría y un pacto de silencio.
—¿Un poco de…? ¡Esto no puede quedar así!
—¿El qué? —alzó las cejas Pitzer.
—¡Pues esto de los asesinatos y…!
—¿Asesinatos? —se sorprendió Pitzer—. ¿Qué asesinatos?
—¡Los de los diplomáticos nuestros!
—¿Qué diplomáticos? ¿De qué habla?
—¿De qué hablo? —aulló Lomax—. ¡De esta porquería de espionaje…!
—¿Qué espionaje? —sonrió mordazmente Simón.
—Hace una hermosa noche —dijo Lili Connors.
—Deberían llevarme a casa —dijo amablemente mister Ashenden—. Estaba escuchando música, y quisiera continuar, puesto que nada ha sucedido.
—¡¿Cómo que nada ha sucedido?! —vociferó el incrédulo Weston Lomax—. ¡No es posible que ustedes…!
—¿Y… cuál es su compositor preferido, Mr. Ashenden? —se interesó Baby, mientras Simón ponía en marcha el coche.
—Positivamente, Korsakov. ¿Y el suyo, señorita Connors?
—No me he decidido aún. ¡Hay tantos de verdadero talento…! Y naturalmente, Korsakov es uno de ellos. Uno de mis preferidos, sin duda. También me encantan de modo especial Albéniz y Tchaikovsky.
—¡Oh, Tchaikovsky…! ¿A quién puede no gustarle Tchaikovsky? Es maestro entre maestros. Por cierto, una de mis últimas adquisiciones discográficas…
Weston Lomax, que había ido mirando de uno a otro con ojos desorbitados, se llevó de pronto las manos al rostro, y gimió:
—Santo Dios… ¡Santo Dios!
—Alabado por siempre sea —murmuró Lili Connors.