Capítulo III
Weston Lomax dejó de contemplar con gesto bobalicón a su «esposa», y reaccionó con un respingo, abalanzándose hacia la pistola del desvanecido Oleg, mientras Val se ponía lentamente en pie, conteniendo un gesto de dolor.
—Será mejor que se siente —dijo ya un poco más amablemente Brigitte—. Deme esa pistola y coloque usted al ruso en el sofá, Lomax.
—Sí, sí…
El diplomático arrastró al ruso, y luego lo sentó junto a Val, que miraba fijamente a Brigitte.
Y de pronto, murmuró:
—¿Baby?
—Sí —asintió ella—. Coloque las manos sobre las rodillas y no se mueva. Esperemos a que su camarada despierte para continuar la conversación aquí.
—Entonces, realmente, ¿no han sido ustedes quienes han matado a Gregoriev?
—Desde luego que no. Lomax, por favor, vaya a nuestra cabaña y tráigame mi maletín… Y la radio que he dejado en el montante de la ventana.
—Puede haber más rusos fuera… —se asustó Lomax.
—¿Los hay? —miró Brigitte a Val.
—No.
La espía hizo un gesto a Lomax, que salió no precisamente tranquilo.
Pero regresó sin novedad, con el maletín y la radio de Baby, que se sentó en un sillón, mirando socarronamente a Val.
—Ahora que recuerdo —sonrió—: usted tiene mi pistolita, colega. ¿Está pensando en usarla contra mí si me descuido?
—No. Y no creo que usted se descuide.
—Ah. Muchas gracias. En cuanto a mi pistola, ya que de nada va a servirle…, ¿quiere entregársela al señor Lomax? Por favor.
Se quedó mirándolo, y Val supo que al menor gesto extraño por su parte, iba a recibir un balazo en la cabeza. Sacó la pistola, también con dos dedos, y la tendió a Lomax, que todavía estaba desconcertado, maravillado. Mientras se la entregaba a Baby masculló:
—Pero…, ¿puede decirme cómo lo ha hecho usted?
—¿El qué?
Pues eso… Derribar de un puntapié a un hombre que es mucho más fuerte que usted, y tirar al otro por el aire como si fuera una pluma… ¡Aún no creo lo que he visto!
—Ha visto un poquito de karate y una magistral ejecución de la proyección yama, arashi de judo. Por cierto: ¿sabe usted lo que significa yama arashi, traducido a nuestro idioma?
—No… Claro que no.
—Significa «Tempestad en la Montaña». ¿Qué deporte practica usted, Lomax?
—¿Yo? Bueno, el golf, siempre que puedo…
—Oh, golf… Es un deporte simpático —dijo con condescendiente amabilidad la espía más peligrosa del mundo—. ¿No es ese que se le va dando a una pelota con unos palitos?
—Claro… Claro, ése es, sí…
—Muy bonito. Yo practico judo y karate. Generalmente, me resultan más útiles que el golf. Bueno —dejó de hurgar con una horquilla en la radio de bolsillo que había estado utilizando—, esto ya está: onda Sector New York. Ahora voy a llamar a…
Bip-bip-bip-bip-bip…, comenzó a sonar la radio, apenas retiró ella la horquilla. Abrió el canal, y en el acto sonó en el pequeño aparato la voz de Charles Alan Pitzer:
—¡Baby, por fin…! ¿Está bien?
—Estoy bien, tío Charlie, tranquilícese.
—¡Llevo llamando más de un cuarto de hora…!
—Perdóneme, es que tenía la onda de Atenas… ¿Qué ocurre?
—¡Han encontrado asesinados a dos de nuestros diplomáticos destinados en las Naciones Unidas!
La voz de Pitzer resonaba con tal fuerza que Val no tuvo más remedio que escucharla. Palideció intensamente, y se quedó mirando a Brigitte, que a su vez, no menos pálida de pronto, lo miraba. Luego, miró a Lomax, que había lanzado una exclamación, más bien un gemido, y de nuevo sus ojos se abrían, expresando espanto.
—¡Quieren asesinar…! —empezó.
—Cállese —cortó secamente Brigitte—. ¿Ha oído eso, Val?
—Sí… Pero no sé nada sobre el asunto.
—¿No? Bueno, ya veremos… ¿Cómo ha sido eso, tío Charlie?
—¿Con quién está hablando usted? —preguntó a su vez Pitzer—. ¿Qué ha ocurrido ahí?
—Se lo explicaré luego.
—Es que… estamos muy cerca del motel, nos disponíamos a entrar. Ya sé que convinimos que usted lo haría sola, pero como no contestaba…
—Estoy bien. Y no vengan por aquí; tengo a dos rusos, y no hay necesidad de que ellos los conozcan a ustedes. Dígame qué ha pasado con esos dos diplomáticos nuestros.
—Aún no lo sabemos. Parece ser que los han encontrado hace poco más de una hora, tirados en una cuneta de la estatal 9, cerca del Hudson River.
—¿Quién los ha encontrado?
—Pues… dos parejas de jóvenes. Según entiendo, hay por ahí un lugar, a la izquierda de la carretera, al que suelen ir algunas parejitas a pasar un rato… Se sale uno de la carretera, con el coche, y ya está.
—Entiendo. Y cuando esos muchachos se disponían a pasar un ratito junto al río, vieron los dos cadáveres… ¿Hay mucha iluminación por ahí?
—¿Iluminación? No sé… Supongo que ninguna. Pero no hacía falta: al salir de la carretera, el coche que conducían pasó por encima de uno de los cadáveres, y bajaron a ver qué era aquello… Se han llevado el gran susto de sus vidas.
—Es natural. Escuche, tío Charlie, vaya para allá a ver qué saca en claro, y me lo comunica. ¿De acuerdo?
—Pues… Demonios, si usted está con dos rusos…
—Nos entenderemos bien, no se preocupe. Ah, otra cosa, tío Charlie: ¿sabe usted los nombres de esos dos diplomáticos?
—Robert Gaynor y Joseph Karpis.
Brigitte miró vivamente a Lomax, que había respingado de nuevo, y tenía los ojos más abiertos que nunca…
—Ya le llamaré luego, tío Charlie —cerró la radio y se quedó mirando al impresionadísimo Lomax—. ¿Qué le ocurre a usted?
—¡Gregoriev mencionó a Karpis! —exclamó Lomax.
Baby Montfort entornó los ojos.
—¿Qué dice? —susurró.
—Estoy seguro… ¡Estoy seguro ahora! ¡Lo mencionó, dijo algo de que yo conocería cómo sabía él las cosas, y mencionó a Karpis!
—¿Lo mencionó? ¿Qué dijo de él?
—No recuerdo… Sé que dijo algo de la labor de Karpis. ¡No recuerdo exactamente!
—¿A Gaynor no lo mencionó?
—No… No, no. ¡Pero a Karpis sí!
Brigitte quedó pensativa irnos segundos, como olvidada incluso de la presencia del ruso.
—¿Conocía usted a Karpis y a Gaynor, Lomax?
—Claro… ¡Naturalmente!
—¿Alguno de ellos mencionó alguna vez a Gregoriev?
—No… No, no, desde luego. Bueno, Gregoriev no era precisamente muy importante entre el cuerpo diplomático ruso. Quizá alguna vez hablásemos de él, como de otros muchos… No lo recuerdo.
—¿Le pareció que Gregoriev tenía tratos con Karpis?
—No —se sorprendió Lomax—. Desde luego que no.
—¿Y Gaynor?
—Tampoco. Bueno, ya le he dicho que los diplomáticos nos vemos en las Naciones Unidas, a veces charlamos un poco… Nada especial.
—Ya. Emmm… ¿Insiste usted en que fue Gregoriev quien lo citó aquí?
—¡Naturalmente que insisto!
—Sin embargo, no debe ser cierto.
—¿Qué quiere decir? —palideció el diplomático.
—Tranquilo —sonrió la espía—. No digo que usted mienta, sino que le engañaron. ¿Está usted seguro de que era la voz de Anatol Gregoriev la que oyó por teléfono citándolo aquí?
Weston Lomax parpadeó, atónito.
—Claro… Bueno, él dijo que era Gregoriev…
—Pero usted conocía su voz. ¿Era él o no era él?
—Demonios… —Lomax se pasó una mano por el rostro—. Para mí era Gregoriev, claro. Nunca había hablado con él por teléfono, y cuando me dijo quién era, lo acepté. Además, por su modo de hablarme yo creo que era él.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Usted sabe que cada persona tiene determinadas relaciones con otra, y sólo por lo que se dicen se interpretan esas relaciones… ¿Cómo se lo explicaría? Por ejemplo, si usted me llama mañana por teléfono, y me habla de todo este asunto, yo tengo que comprender que, en efecto, es usted; en cambio, si me hablase de filatelia, pues… me desconcertaría, al menos, y quizá inconscientemente me preguntase si realmente estaba hablando con usted…
—Entiendo. O sea, que por cómo le habló Gregoriev, usted está seguro de que era él.
—Yo juraría que sí, desde luego.
—Muy bien. Entonces —miró a Val, que los escuchaba con gran atención—, ¿cómo explicamos que Anatol Gregoriev quiera una entrevista tan discreta con un diplomático norteamericano…, y al mismo tiempo pase aviso de esa entrevista al servicio de… Relaciones Públicas de la embajada soviética? ¿Qué opina usted, colega?
—No lo sé.
—¿No sabe ni siquiera lo que usted mismo opina?
—No. Lo único que sabemos Oleg y yo es que nuestro jefe de servicio en la embajada nos indicó que debíamos vigilar a Gregoriev, pues acudía a una cita que le había pedido el diplomático americano Weston Lomax…
—¡No es cierto! —gritó Lomax—. ¡Él me citó a mí!
—Vamos a calmarnos todos —recomendó Baby—. Creo que están comprendiendo que algo raro sucede, ¿no es así, Val?
—Tengo que admitir que todo esto está muy confuso, desde luego —refunfuñó el ruso.
—En cuanto a su jefe, ¿quién le avisó de que Gregoriev tenía una cita aquí con Lomax? —preguntó Brigitte.
—El propio Gregoriev.
—Eso no parece admisible —sonrió amablemente Baby.
—Ya lo sé, pero… ¿quién más podría haberle dicho eso a mi jefe?
—Yo no lo sé, pero usted sí podría saberlo… ¿O no?
El ruso sonrió divertido.
—Entiendo que me pide que me entere de eso y le pase… informe a usted, Baby.
—Sería una hermosa manera de demostrar que ante todo somos inteligentes, colega.
—De todo esto, se desprende que Oleg y yo podemos marchamos tranquilamente.
—Por supuesto. Y espero que no me guarden rencor… por la Tempestad en la Montaña.
Val refunfuñó algo, en ruso, y se acercó a su compañero, sacudiéndolo hasta que Oleg se recuperó: se quedó sentado, mirando a su compañero, como hipnotizado… De pronto, lanzó una exclamación, e intentó ponerse en pie de un salto. Y al mismo tiempo que se llevaba las manos a la dolorida barbilla en la que se veía ya un amplio hematoma, Val lo retenía por un hombro.
—Cálmate. Estamos en situación de diálogo, Oleg. Y ella es Baby.
Los ojos de Oleg se abrieron más mientras los giraba hacia la espía, que sonrió y le saludó tocándose la frente con un dedito.
—Hola, Oleg. ¿Se encuentra bien? —se interesó.
—No —masculló el ruso.
—Lo lamento, de veras —amplió su sonrisa Brigitte—, pero no tuve más remedio que hacerlo. Val le va a poner al corriente del inesperado giro de este asunto, después que el señor Lomax y yo nos marchemos… llevándonos el cadáver de Anatol Gregoriev.
—¿Usted se va a llevar el cadáver? —se sorprendió Val—. ¿Para qué lo quiere?
—Los colecciono. Tengo la casa llena de muertos. Y éste, tan ensangrentado, es especialmente decorativo…
—Usted… usted no… no está hablando en serio… —tartamudeó Weston Lomax.
Brigitte lo miró, miró luego a los dos rusos, e hizo un gesto de disculpa, explicando:
—Es sólo un diplomático, hay que ser tolerantes con él. Empiecen a envolver bien con la manta a Gregoriev, por favor. Usted, Lomax, vaya a buscar nuestro coche. Luego, entre los tres, colocan el cadáver en el portaequipajes.
Toda esta operación les llevó a los tres hombres cinco o seis minutos. Ya terminada, volvieron todos a la cabaña, y Baby les devolvió las pistolas a los rusos, tras quitarles el cargador.
—Supongo que también nos devolverá a Gregoriev —musitó Val.
—A su debido tiempo. Mientras tanto, opino que tanto por parte rusa como por parte norteamericana, deberíamos mantener todo este asunto en silencio. ¿Le parece bien?
—Yo no tomo decisiones. Pero le diré a mi jefe cómo están las cosas. Y creo que él pensará que ustedes han matado a Gregoriev.
—¿Sí? Bueno, les vamos a dejar aquí, para que busquen la pistola que suponen hemos escondido. Eso, en primer lugar. Luego, dígale a su jefe de mi parte que Baby nunca sale a cazar pajarillos tan menudos como Anatol Gregoriev.
—Se lo diré —sonrió Val, divertido.
—De acuerdo. ¿Adónde puedo llamarle a usted?
—¿Adónde ha de ser? —alzó las cejas Val, sorprendido—: a la embajada rusa, servicio de Relaciones Públicas. Pida por Val Titov.
—¿Cuál es su horario de trabajo?
—Oh, puede llamarme a cualquier hora…
—Trabaja demasiado —sonrió Brigitte—. Vámonos, Lomax.
Salió de la cabaña, seguida por el todavía asustado, y, sin duda, desconcertado diplomático, que apenas sentarse junto a ella, preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?
—Ir a la Morgue —replicó la espía.
Y de acuerdo a lo convenido por radio, Pitzer la estaba esperando en la Morgue, con dos agentes de la CIA, que se dispusieron a entrar en el frío edificio el cadáver de Anatol Gregoriev, mientras Pitzer, sin decir palabra, conducía a Brigitte y a Lomax hacia el depósito. Una vez allí, tiró de dos de los compartimientos y alzó las blancas sábanas, mostrando los dos cadáveres desnudos… Pero ciertamente los diplomáticos norteamericanos Joseph Karpis y Robert Gaynor, no podían sentir pudor alguno. Ni sensación alguna, pues sus vidas habían escapado por los varios orificios producidos por las balas en sus cuerpos.
—Les van a hacer la autopsia dentro de muy poco —dijo Pitzer—, por eso no están en los compartimientos frigoríficos aún.
—¿Tenemos alguna idea de la hora de su muerte? —preguntó Baby.
—El forense de la policía dice que no podrá decir nada seguro hasta después de la autopsia, pero en principio, ha calculado que murieron hacia las seis de la tarde, media hora más o menos.
—O sea, que los mataron antes que a Anatol Gregoriev.
—Pues… sí, claro. Si ustedes vieron vivos a Gregoriev a las nueve…
—Con toda seguridad. ¿Les han extraído ya las balas?
—Aún no, porque como la autopsia la llevarán a cabo muy pronto, aprovecharán…
—Necesito esas balas cuanto antes. Y también las que han matado a Anatol Gregoriev. Por eso he traído el cadáver. Luego, que esas balas sean enviadas a Balística y examinadas: quiero saberlo todo sobre ellas, tío Charlie.
—De acuerdo. Un momento…
Estaban entrando los dos agentes de la CIA, acompañando a los dos enfermeros que transportaban en una camilla el cadáver de Gregoriev. Detrás de ellos llegaba un médico, también con bata blanca, y Pitzer estuvo hablando con él un par de minutos, mientras el médico asentía. Luego, Pitzer dijo algo a los dos agentes de la CIA, y se reunió de nuevo con Brigitte y Lomax.
—Salgamos de aquí —dijo—: podemos instalamos mucho más confortablemente en una sala de espera mientras esperamos resultados y cambiamos opiniones sobre el asunto…
—No cuente conmigo para eso —rechazó Brigitte—, al menos hasta que recibamos esos informes de Balística. Mientras tanto, voy a dormir el tiempo que me dejen.
—Está bien —asintió Pitzer.
—¿De verdad va a dormir? —se asombró Lomax.
—¿Por qué no? Estoy muy cansada, señor Lomax.
—Pe… pero… Bueno, sí, entiendo eso, pero… ¡yo no podría ni cerrar los ojos! Santo cielo, ¿cómo es posible que pretenda dormir, con todo esto que está pasando…? ¡No podrá conseguirlo!
Dos minutos más tarde, Weston Lomax salía de su error de apreciación: la señorita Lili Connors estaba tranquilamente dormida sobre un sofá.
—Se ha dormido…
Pitzer se permitió una mirada de guasa al diplomático.
—Vámonos —dijo amablemente—. Esta vez nos toca trabajar a nosotros mientras ella descansa. Y mientras tanto, le reuniremos los máximos datos posibles.
Salieron de la salita, y Pitzer cerró la puerta con llave, y se guardó ésta, para asombro de Lomax.
—¿La va a dejar encerrada?
—Si ella quiere salir, saldrá. Pero mientras tanto, es mejor que nadie pueda entrar aquí descuidadamente, señor Lomax.