Capítulo VII
—Pero… ¿dónde está Aleko? —masculló por fin el jefe del yate Marathon.
—No lo sé —dijo el atlético rubio de rizado bigote—. Escuche, le he dicho lo que pasó, señor. Yo soy rumano, me hice amigo de Aleko cuando llegué aquí, nos hemos visto varias veces… Él me llamó esta mañana, y me dijo que si quería ganar cincuenta dólares diarios viniese a este yate y preguntase por Vladimir. Me dijo que tenía que venir con una chica, yo vestido de esmoquin, y ella de noche… María y yo hemos conseguido las ropas, y aquí estamos… ¿No va a contratarnos?
Vladimir, todavía fruncido el ceño, miraba de uno a otra. Eran una estupenda pareja, desde luego. Ella, también rubia, con unos sensacionales ojos verdes, y él, atlético fuerte, elegante en verdad. Claro que se veía que las ropas que llevaban habían sido alquiladas, o compradas de viejo, pero no estaban mal.
—Me gustaría poder charlar con Aleko —insistió Vladimir.
—Ya le digo que no sé dónde está, señor. Me llamó, dijo algo de una chica que se llama Frida… Yo no entiendo bien el griego todavía… Creo que dijo que se iba a hacer algo… No lo sé. Por favor, señor; nos vendrían muy bien unos cuantos dólares.
—Está bien —se resignó Vladimir—, contratados.
—¡Gracias, señor! ¿Qué tenemos que hacer?
—Ya se les irá diciendo. Es todo muy fácil… ¿Alguna vez ha trabajado para el cine, han intervenido en alguna película?
—Sí… Oh, sí, sí…
—Mentira —sonrió Vladimir.
—Le aseguro…
—Nada de tonterías. A mí no me la pega nadie… Pero no importa. Alguna vez se empieza. Id a popa, con los demás. Vamos a zarpar muy pronto.
—¿A… zarpar?
—Esto es un barco, amigo.
—Sí, pero Aleko no me dijo que…
—Oigan, si les interesa, bien; si no, lárguense.
—No, no… Nos quedamos, sí, señor…
—Pues vayan para allá.
—Sí, señor…
La recién contratada pareja de figurantes se dirigió hacia popa, donde esperaban ya casi la totalidad de los extras para la película Amor y muerte en Grecia. Los motores del yate estaban ya en marcha, calentándose.
Faltaban cinco o seis minutos para las seis.
—Lo que no me gusta —Fedor Kevichian se apoyó en la borda— es llevar el cabello teñido de rubio. Y no te digo nada de este maldito bigote postizo que…
—Ya te acostumbrarás —sonrió Baby—. Yo también estoy caracterizada, y no me quejo. Es más que posible que Saúl venga al yate, y si estuviésemos con nuestro verdadero aspecto, nos reconocería inmediatamente.
—Ya lo sé, pero… Bueno, ¿qué digo cuando me presente con el cabello teñido de rubio ante mis camaradas?
—Di que has intervenido en una película de aventuras —rió ella—. Además, quitarte ese tinte es facilísimo: sólo tienes que lavarte la cabeza con cualquier jabón. Así de simple… Ahí llega otra pareja de figurantes. Y me parece, por los que he contado, que ya estamos todos.
—Menos Saúl.
—Ya vendrá.
En efecto.
A las seis en punto, un taxi de Atenas se detenía en el muelle, muy cerca del borde, y el israelita Saúl se apeó, pagó la carrera, y se dirigió directo al yate. Apenas lo hubo abordado, éste comenzó a separarse del muelle, mientras el recién llegado se dirigía hacia las cabinas, desapareciendo en su interior.
—Entonces —susurró Fedor—… no hemos fallado en nada, todo es cierto, él dirige esto…
—Quizá técnicamente —susurró también Baby—, pero no económicamente. Alguien tiene que estar respaldando a Saúl.
—Pero no la MVD —gruñó Kevichian.
—Lo sé. Tampoco Estados Unidos, ni Israel, por supuesto. De todos modos —vaciló—… quizá él lleve tiempo preparando esto, y haya conseguido el dinero por su cuenta. A veces, los espías podemos meternos en el bolsillo buenas cantidades. ¿Nunca lo has hecho?
—Bueno, yo… Pues…
—¡Pero si es normal! —rió ella—. Yo le he estafado a la CIA un montón de millones de dólares.
—¿De veras? —exclamó Fedor.
—Por supuesto. ¿Quieres alguno?
—¿Algún qué? ¿Algún millón de dólares?
—Claro.
—¿Me darías… un millón de dólares?
—O más, si lo necesitas. Personalmente, quiero decir; no para la MVD, comprende. Sería gracioso.
Fedor Kevichian ya no podía dudar más: estaba trabajando codo a codo con la agente Baby. Y ella le estaba ofreciendo un millón de dólares, o más, si los necesitaba…
—No… No necesito dinero, gracias. Y ahora comprendo por qué nunca te han cazado…, ni te cazará nunca nadie.
—Oh, eso es pura suerte…
—No. ¡Nada de suerte! Eres… extraña. O quizá el extraño, el loco sea yo, porque… Bueno, es asombroso —se echó a reír—. ¡Estoy trabajando contigo tan a placer como si fueses la mejor de las compañeras que pudiese haberme enviado el Directorio! Decididamente, debo estar loco.
—Yo también estoy un poco loca, no te preocupes.
Fedor Kevichian alzó las cejas, y se echó a reír otra vez. Ella le miró con expresión regocijada, y le guiñó un ojo.
—¿Qué tal si vamos a hacer nuevas amistades?
Hacia las nueve de la noche, habían hecho muchas amistades, llegando a una conclusión, al menos: tal como había dicho Frida a Kevichian, todos aquellos figurantes eran gente reclutada en Atenas y El Pireo, que no sabían nada de nada, excepto que les daban cincuenta dólares por sesión por no hacer nada, que era precisamente a lo que ellos y ellas estaban acostumbradas. Aventureros de poca monta, que comían a toda boca, como cerdos, y bebían como fuese el único objetivo de sus vidas.
En cubierta se había instalado un potente tocadiscos, y la música debía llegar muy lejos, mar adentro. No parecía haber ninguna embarcación cerca del Marathon, que se deslizaba velozmente sobre las negras aguas, como una blanca bola llena de colores, de luces que hacían palidecer las de las estrellas.
Por supuesto, las bebidas corrían ya a verdaderos ríos, y dos docenas de botellas vacías habían partido ya hacia el fondo del mar. Una muchacha que hablaba griego con gracioso acento francés, de Marsella, estaba iniciando una sesión voluntaria de strip-tease, contoneándose al compás de la música…
—Interesante commando —dijo Fedor, acercándose a Baby con una botella en la mano.
—¿Has visto algo que parezca peligroso?
—No. Si en este yate hay cañones o lo que sea, deben ser de juguete. Y he mirado bien. ¿Y tú?
—También. No hay nada, desde luego. Pero vamos acercándonos a la ruta del Queen Elizabeth, supongo que has pensado en eso.
—Sí… No lo entiendo. Esta gente no es capaz ni de robar un bolso a una vieja. Y sin embargo, nosotros sabemos que pretenden hundir el transatlántico… No lo entiendo, de veras.
—No creo que nadie en este yate sepa nada, excepto Saúl.
—Podríamos preguntarle —sonrió Kevichian.
—Buena idea. Yo me encargo de eso: tú sigue dando vueltas por aquí.
—Un momento, un momento —se sobresaltó el ruso—… Lo de ir a preguntarle a Saúl era una broma. Nuestra situación…
—Eso está resuelto, Fedor.
—Sí, pero…
—No te preocupes por mí. Te pondrían una multa en tu Directorio. Estaré dentro.
Se alejó del sobresaltado ruso, directamente hacia las cabinas. De pasada, recogió una botella de champaña y guiñó un ojo a uno de los tripulantes del yate…, que partió apresuradamente tras ella con expresión felicísima. La alcanzó en el pasillo, y la sujetó por la cintura, comenzando a murmurar palabras que la espía no entendió, pero iniciando un manoseo que sí era inevitable entender.
—¡Quietas las manos! —se las sacudió ella, gritando en inglés.
El marino no debía entender el inglés, porque insistió en seguir el juego…, hasta que un botellazo lo derribó fulminado en el centro del pasillo. Inmediatamente, Baby abrió la puerta de uno de los camarotes, asió al hombre por un pie, y lo arrastró dentro. Cerró la puerta, encendió la luz, y registró al hombre… Su documentación griega parecía verdadera, y no llevaba ni siquiera un pequeño cortaplumas.
Fruncido el ceño, Baby recogió la botella, que había resultado mucho más dura que la cabeza del marino, y volvió al pasillo. Al mismo tiempo, se abría la puerta de otro camarote, y aparecían dos de los figurantes, un hombre y una mujer, ella todavía poniéndose el vestido, riendo. La miraron maliciosamente, y se dirigieron a cubierta, riendo.
—¿Esto es un commando? —se preguntó una vez más Baby.
Comenzó a abrir puertas, encendiendo la luz del camarote de tumo y echando un velocísimo vistazo. En dos de los camarotes, encontró a otras tantas parejas, viviendo su propia aventura de amor, que no de muerte…
Y por fin, apenas iniciado el empujón a una de las puertas, vio la luz, y comprendió que no tenía que seguir buscando. En aquel camarote, sentado en el borde de la litera, fumando, estaba Saúl, que se puso en pie rápidamente, mirándola irritado.
—Fuera de aquí —gruñó.
No había nadie más en el camarote, y era fácil comprender que Saúl estaba esperando. Esperando lo que fuese. Pero no a ella, ciertamente. Sin embargo, la bella rubita cerró la puerta a su espalda, se llevó un dedito a los labios, y dijo:
—¡Ssssst!
Y ante el momentáneamente desconcertado Saúl, sacó una larga boquilla de marfil con brillantitos del escote, se la puso en la boca, y rió, divertida.
—¿Tú tienes cigarito, per favor? —pidió.
—No tengo nada —reaccionó Saúl—… ¡Largo de aquí!
—¿No tiene tú cigarito?
—No. ¡Fuera!
—Tú no tiene cigarito, no tiene focos ni cámaras film… Tú no tiene polícola, no tiene nada… Yo tiene burbujas para ti… Pero tú no tiene polícola en yate… Okey, mio amore?
Saúl se acercó rápidamente a ella, crispado el rostro por la rabia, alzando ya el puño derecho. Todo su aspecto, su gesto, era furioso, irritadísimo, impaciente…, pero la rubita que parecía borracha, se colocó de lado con respecto a él, alzó prodigiosamente la pierna derecha, y la disparó, como un émbolo. El talón dio en el estómago de Saúl, que lanzó un berrido, se llevó ambas maños allí, y cayó de bruces, encogido, demudado el rostro. La rubita dio un gracioso pasito hacia él, y como todavía se agitaba en el suelo, le golpeó ahora con el empeine del mismo pie, en la barbilla. Saúl dio un corto salto, volvió a caer, y ya no se movió.
—Tú no tienes nada de resistencia —dijo la rubita—… Nada, nada, nada de resistencia.
Dejó la botella en el suelo, y giró sobre sí misma, mirando a todos lados como si su mirada fuese capaz de atravesar las paredes. Esto era imposible, por supuesto. Pero el veloz examen dio fruto muy rápidamente. Primero, Baby examinó el armario; luego el único sitio donde podía esconderse algo del tamaño que ella buscaba. Se acercó a la litera, alzó las ropas, y miró debajo. Allí estaba la radio, y, en efecto, Saúl había estado esperando algo con impaciencia. Una llamada…, ¿de quién?
Tiró de la radio, sacándola de debajo de la litera, y se quedó mirándola. Se pasó una mano por la boca, pensativa, preocupada. Luego, recogió la botella de champaña, le quitó la malla de alambre al corcho, y la sacudió. Quitó el corcho, que casi escapó de sus dedos por la fuerza de la salida, y dirigió el chorro de espuma hacia la cabeza de Saúl. Pareció que éste no fuese a reaccionar, pero, de pronto, se sentó, sacudiendo la cabeza, las manos…
Luego, empapado en champaña, se pasó las manos por la cara, mientras notaba algo que recorría su cuerpo… Abrió por fin los ojos, vio a la rubia, y lanzó una maldición, llevando la mano al sobaco izquierdo.
—La tengo yo —mostró la pistola la rubia, de pie ante él—. Y he visto la radio. ¿Quién ya a llamarte y qué va a decirte?
Saúl la contemplaba con los ojos muy abiertos. Tanto, que parecía que fuese imposible abrirlos más… Pero no fue imposible. A medida que la comprensión iba penetrando en su cerebro, los ojos se abrían más, y más…
—¡Baby! —exclamó de pronto.
—Hola —sonrió ella—. Como ves, soy tan embustera como tú: no estoy muerta. Pero lo estaría si no hubieses querido ser tan orgulloso… Querías que antes de morir supiese que eras tú quien lo estaba dirigiendo todo en Istambul, ¿verdad?
—Parece… que cometí un error.
—Varios. Pero el más importante fue ése. Si Alexei no hubiese estado en la lancha, yo habría explotado con ella. Oh, me refiero al ruso que mataste allí, ¿comprendes? No se llamaba Boris, como quisieron… bautizarlo tus tres amigos ya que no sabían el nombre verdadero, sino Alexei. Claro que para convencerme a mí de que todo era cosa de los rusos lo mismo daba decir Alexei que Boris… No eran muy listos tus tres amigos.
—¿Los ha encontrado?
—Claro. Y por medio de ellos, a ti. Vamos, vamos, Saúl: ¿no te alarmaste cuando ellos no aparecieron en el yate?
—Creí que…, que habían tenido alguna dificultad para salir de Istambul, y que seguían allí.
—Pues no. No. No están en Istambul. Y nosotros tampoco —sonrió—. Dime, Saúl: ¿qué estamos haciendo aquí? ¡Oh!, ya sé que quieres hundir el Queen Elizabeth, pero…, ¿cómo? ¿Y por qué? Tus amigos dijeron que era por patriotismo, pero… no entiendo esa clase de patriotismo. ¿Podrías tú explicármelo?
—Usted es norteamericana…
—Pues… sí.
—No parece muy segura.
—Oh, lo estoy, lo estoy… Pero conmigo sucede algo curioso en verdad: mi madre era francesa, mi padre alemán, mis parientes paternos eran alemanes de origen y ciudadanos norteamericanos, mi familia materna creo que también era francesa, la mayor parte de mis amigos son norteamericanos, pero también tengo otros muchos amigos en todo el mundo; hablo inglés, francés, alemán, español, portugués, italiano, ruso, estoy aprendiendo el chino… ¿Norteamericana? Okey —sonrió—, mi pasaporte oficial auténtico es norteamericano, Saúl. Soy ciudadana de los Estados Unidos de América. Ahora, dime algo que me convenza, y seré también israelita… O bantú, o árabe, o hindú, javanesa, colombiana… O esquimal. Dame una sola razón que me convenza de que algún país tiene razón, y podrás contar conmigo hasta la muerte. Estoy esperando. Y soy capaz de entenderlo todo.
—Empezaremos por una pregunta —murmuró Saúl—: ¿quién cree que tiene razón en todo esto? ¿Los árabes… o Israel?
—Eso lo tengo decidido hace tiempo: ninguno.
—¡Los árabes son unos…!
—¡Ninguno! Pero mi mente no es la tuya, Saúl… De todos modos, quizá todavía podamos llegar a un acuerdo. Convénceme. ¿Cuál es tu patriotismo? Porque, equivocado o no, yo puedo admitir el patriotismo, pero nunca la traición. Explícame tu patriotismo.
—Bien —Saúl se pasó la lengua por los labios, que tenían sabor a champaña—… Vamos a considerar las cosas desde el punto de vista de mi país. ¿De acuerdo?
—Es un buen punto de partida. Sigue.
—Israel es, posiblemente, el país con más censo de población fuera que dentro de sus fronteras. Hay judíos en todo el mundo. La mayor parte de ellos, se esfuerzan en ocultar que son judíos. Otros, lo admiten. Muy pocos, envían ayuda a Israel. Pero, en todo caso, los que están fuera de la patria no saben nada de angustias, ni de miseria… ¿Quiere que hablemos de los seiscientos israelitas que viajan en el Queen Elizabeth? De acuerdo. Todos son millonarios, y van a Israel, para tomar parte en la celebración del vigésimo quinto aniversario de la fundación de la patria… Muy elogiable. Pero…, ¿qué hacen esos seiscientos cincuenta judíos por Israel?
—No sé. ¿Lo sabes tú?
—Lo sé. No hacen nada. Nada. Ellos dicen que son verdaderos patriotas… Pero mientras tanto, tienen sus fortunas en otros países. La mayor parte tienen legadas esas fortunas a Israel si ellos fallecen… Ellos y todos sus familiares, claro. Pero mientras quede vivo un solo miembro de su familia, Israel no verá un solo centavo. Y ellos, y sus familiares, están viviendo en Europa, en América, como verdaderos potentados… ¿Qué hacen por la patria? Toman un transatlántico de lujo, con piscina, bares, espectáculos, cocina internacional; lujo por todas partes… Un viaje de placer. Para ellos, el vigésimo quinto aniversario es sólo eso: un pretexto para seguir disfrutando una bella vida. Asistirán a los festejos, y luego volverán a Inglaterra, donde seguirán manejando sus negocios, sus millones, invirtiéndolos en un país extranjero. Y yo pienso: ¿no estaría mucho mejor ese dinero invertido en la patria?
—Es una idea digna de estudio —admitió Baby.
—Lo es. Pero vaya usted a decírselo a ellos… Le dirán que está loca. ¡Oh, sí!, aman mucho a Israel…, pero se aman más a sí mismos. Su dinero es de ellos y para ellos…, y para Inglaterra, por ejemplo. Y deberían… Sí, deberían volcar toda su ayuda económica en la patria. Pero no lo harán… Ninguno de ellos lo hará…, a menos que muera. Tiene que morir el jefe de la familia… y todos sus familiares.
La divina espía había palidecido bruscamente.
—¿Quieres decir que piensas matar a todas esas personas para que el dinero de ellos vaya a parar a Israel?
—¡Sí! ¡Eso es lo que pienso hacer, lo que quiero hacer! Morirán seiscientas cincuenta personas, pero…
—Mil.
—¿Mil?
—En ese transatlántico hay más personas, destinadas a atender todos los servicios.
—Ah… Bueno, es cierto. ¿Y qué importa? Está bien, mil personas. Pero la lección no va a olvidarla nunca nadie. Todos esos israelitas que nada hacen realmente por la patria, van a morir, y su dinero irá a parar al fondo de Israel, puesto que todos los familiares van a morir con ellos… ¡Muchos millones de libras esterlinas! Israel necesita dinero… Pero, además, todos los demás judíos de todo el mundo van a aprender la lección: ¿de qué les sirve el dinero si los árabes, apoyados por los rusos, pueden aniquilarlos en cualquier momento? Volverán… Todos volverán a casa, con su dinero, con todo… ¡Todos vendrán a la patria! ¿Entiende ahora mi patriotismo?
—Sí —mintió Brigitte, tragando saliva—… Claro. ¿Pero qué tiene que ver todo esto con un submarino ruso?
—Ah —Saúl sonrió alegremente—… ¡Esa es la gran jugada maestra! ¡Los rusos y los árabes cargarán con toda la culpa de lo que sucede!
—Entiendo eso, pero no cómo vas a conseguirlo.
—Soborné a dos marineros rusos en Fener, en el mar Negro. ¿Recuerda el gas… de baja calidad que utilizaron contra usted? Pues bien: dos marineros rusos de un submarino ya deben haberlo esparcido en su nave… En estos momentos, un submarino ruso se ha ido al fondo, sin mandos… No les pasará nada. Solamente que, durante un tiempo, debido al sueño de la tripulación y a las consiguientes averías técnicas por abandono de mandos, ese submarino va a permanecer sumergido quizá durante veinticuatro horas… Es decir, que la vigilancia de los servicios secretos mundiales notará la ausencia de un submarino ruso en la flota… ¿Qué creen que pensarán cuando se enteren todos de que el Queen Elizabeth ha sido hundido por un torpedo nuclear?
—Creerán que eso de la avería es una patraña rusa, y que ha sido ese submarino, alejándose de su flota, el que ha disparado el torpedo contra el Queen Elizabeth —murmuró Brigitte.
—¡Exactamente! Luego, dirán que el submarino simulará haber reparado la avería, y que vuelve a la superficie… Pero nadie creerá a los rusos. ¡Nadie!
—Yo sí.
—Oh, pero usted me entiende, ¿verdad? ¡Usted está de mi parte, Baby, usted es norteamericana, amiga de Israel…!
—Así es. Soy amiga de Israel…, y de todo el mundo. En especial, de Israel —se apresuró a mentir—… Y tu idea, en el fondo, no me parece mala, Saúl. Pero puesto que realmente el submarino ruso no va a hundir el Queen Elizabeth, no veo cómo…
—¡Eso está solucionado! En estos momentos, una lancha está navegando a nuestro encuentro, ya muy cerca… ¡Tiene que estar cerca, van a llamarme por radio de un momento a otro! —señaló la radio.
—¿Y esa lancha… llega remolcando un torpedo nuclear?
—¡Sí!
—¿De dónde lo has sacado? ¿Cómo has conseguido ese torpedo? ¿Y cómo vas a dispararlo?
—Lo compré —sonrió Saúl—… ¡Lo tengo todo preparado hace tiempo!
—Sí, pero ¿cómo y dónde compraste…?
En aquel momento, sonó la llamada en la radio.