Capítulo VI
Fedor Kevichian detuvo el coche cerca del muelle, en el lugar que los agentes de la CIA fueron indicando a Baby por medio de la radio. Llegaron los dos solos, pues los demás rusos se habían dividido en dos secciones; una de ellas se había encargado de sacar los cadáveres de los tres falsos rusos de la casa de Phaleron; la otra, permanecía en la casa, esperando instrucciones y atendiendo la radio, con la que se mantenían especialmente en contacto con Istambul.
Y a los pocos segundos de detenerse el coche, apareció Simón-Atenas I, que entró en la parte posterior.
Baby y Kevichian se volvieron hacia él, y la primera preguntó:
—¿Cuántos hombres hay en ese yate?
—Parece que no hay más de cuatro.
—Ustedes recibieron sin duda la descripción de Saúl desde Istambul, cuando les llamaron para que me esperasen… ¿Creen que alguno de ellos es Saúl?
—No. Todos los que hay en el Marathon parecen formar parte de la tripulación: marineros.
—Ya. Bien… ¿Cuál es el yate?
Simón señaló hacia el mar.
—Bandera griega, franja azul sobre la línea de flotación… El tercero de la izquierda contando desde el más grande.
Brigitte Montfort abrió su maletín, sacó los pequeños gemelos de teatro, y los enfocó hacia el yate, graduando la distancia en las lentes de los gemelos. Estuvo mirando atentamente, en silencio, durante casi un minuto. Luego, tendió los gemelos al ruso, que también se tomó su tiempo para examinar el yate, acercado por los gemelos.
Por fin, Kevichian devolvió éstos, encogiendo los hombros.
—No veo nada de particular —dijo.
—Yo tampoco… Parece un yate común y corriente, apto para buenas singladuras. Y nada más.
—Puede llevar dotación de armas ocultas, disimuladas en el casco, e incluso en cubierta —sugirió Simón.
—Sí… Es posible. Pero… ¿qué puede llevar? ¿Alguna ametralladora, o un par de pequeños cañones, unos morteros…? No, no, no… Sería absurdo.
—Desde luego, yo no atacaría a los barcos de guerra que acompañan al Queen Elizabeth II con ese yate —sonrió hoscamente Fedor Kevichian—. Y por otra parte…, ¿se imagina usted que para ese cometido Saúl haya contratado solamente a cuatro hombres?
—Hay… o ha habido commandos de cuatro hombres que han hecho cosas increíbles, Fedor.
—Lo sé muy bien —sonrió ahora casi alegremente el ruso—. Si tuviéramos tiempo le contaría una pequeña misión que llevé a cabo no hace mucho en…
—¿En dónde? —sonrió la divina espía.
—Oh, por ahí…
Se echaron a reír los dos. Simón los contemplaba no poco asombrado…, hasta que se encontró a sí mismo riendo también, aunque un tanto nerviosamente. De todos modos…, ¿por qué se asombraba? Cuando se trabajaba con la agente Baby todo podía suceder…
—Bueno —dijo ella—, me parece que no sacaremos gran cosa en claro haciendo cábalas.
—Podemos apoderamos de ese yate en menos de medio minuto —sugirió Kevichian.
—¿Y qué haríamos con él?
—De momento, tendríamos a cuatro hombres que…
—Que no podrían decirnos más cosas de las que ya nos han dicho los otros tres… —cortó Brigitte—. Sería como cortarle la cola al tigre. Y lo que hay que cortarle es la cabeza.
—Nunca he cortado una cabeza… —murmuró Kevichian—. Pero dicen que siempre hay una primera vez para todo. Y quizá me guste.
—Bueno, nos conformaremos con cortarle la cabeza y la tiraremos a una cloaca. Pero, para cortarle la cabeza, antes tenernos que encontrar a Saúl.
—Seguramente, los del yate saben dónde está.
—Quizá. Pero también es posible que no lo sepan, de tal modo que si los atacamos Saúl puede enterarse, y entonces perderíamos su pista irremisiblemente. Yo soy partidaria de esperar…, pero tú también tienes aquí voz y voto, camarada espía. ¿Qué decides?
—Pues… me parece que usted tiene razón.
—Bien. Y, por favor, tutéame… ¿O no somos unos buenos camaradas?
Fedor Kevichian estuvo unos segundos mirando a la bellísima rubia de los ojos verdes que aseguraba ser la agente Baby. Ni más ni menos que la agente Baby. Podía ser cierto y podía no serlo…, pero Fedor Kevichian ya estaba convencido de que sí. Por una sencilla razón: no podía haber otra mujer de las características físicas, mentales y morales de aquélla. Imposible.
—Tu idea me parece buena…, camarada Baby —musitó.
—Pues celebremos nuestro buen entendimiento fumándonos un cigarrillo y contemplando el mar. Esperaremos.
Tuvieron que fumar más de un cigarrillo, porque hasta bien entrada la noche nada sucedió en el yate, nadie lo abordó. Hacia las nueve y media, comenzó a llegar gente.
Baby volvió a utilizar los gemelos, y luego los tendió a Kevichian, que a su vez echó un largo vistazo antes de devolverlos, desconcertado.
—Un hombre y una mujer… —murmuró—. Vestidos de noche.
—El esmoquin blanco de él está bien… —murmuró también la espía internacional—, pero el vestido de ella no me gusta. Demasiado escotado. Y no lo digo por puritanismo; es que es un escote de mal gusto. ¿Qué le parece a usted, Simón?
El hombre de la CIA también utilizó los gemelos, para echar un vistazo. Las luces de cubierta del yate se habían encendido todas, de modo que pudo ver perfectamente a la pareja.
—No entiendo…
—¿No entiende usted de escotes? —se sorprendió Baby.
—¿Eh? Oh, sí… Bueno, algo… Pero… ¿qué hace esa gente ahí?
—Evidentemente, se disponen a dar una fiesta. ¿Qué me dice del escote, por fin?
—Oh, pues… Bien, es muy grande, sí… Francamente, no sé si es de mal gusto, pero… Bueno, yo diría que esa mujer tiene un… unos… Bueno…
—Digamos que su desarrollo torácico ha sobrepasado los límites del buen gusto —rió quedamente Brigitte—. ¿Le parece bien así?
—A algunos les gustan las mujeres con mucho… desarrollo torácico —rió también Kevichian.
—Muestra inequívoca de vulgaridad. Yo creo que una mujer debe tener los…
—Llega otro coche —dijo Simón, que continuaba mirando con los gemelos.
—Más invitados —aseguró Baby.
Simón no contestó hasta pasados unos segundos:
—Sí… Así parece. Otra pareja. También vestidos de noche. Ella tiene menos desarrollo torácico que la otra, pero camina como un pato.
—De donde se desprende que no ha ido precisamente a un college de esos tan exclusivistas —murmuró Baby.
—¿Usted…, tú sí? —se interesó Kevichian.
—En absoluto… —negó la divina—. Las universidades norteamericanas son tan poco exclusivistas que hasta admiten en ellas estudiantes rusos.
Fedor Kevichian tuvo que volver a reír. Imposible contenerse.
—Bueno —dijo—, de todos modos, caminas muy bien.
—Estimado colega; eso es una gracia natural en mí. Como todo lo demás. Te pondré un ejemplo… Como quizá sepas, la CIA tiene algunas escuelas de formación de agentes…
—¿De veras? —abrió mucho los ojos el ruso—. ¿Dónde?
Rieron los dos, y Brigitte prosiguió:
—Lo he olvidado. Pero las tiene. Pues bien, yo empecé a trabajar en la CIA sin pasar por ninguna de esas escuelas. Simplemente, un querido amigo me enseñó algunas cositas mientras yo le hacía pequeños trabajos de tanteo. Cuando me presenté, me ofrecí para llevar a cabo una misión en la que nuestros mejores hombres estaban fracasando, dijeron: no se la puede admitir, es demasiado joven, demasiado hermosa, demasiado llamativa… Además, es una mujer.
—Qué inteligentes, ¿verdad? —ironizó el ruso.
—No demasiado, lo sé. Bien, me encargué de aquella misión, la terminé, y volví a la Central. Parece ser que se alzó alguna voz sugiriendo que yo había tenido suerte, y que, de todos modos, si iba a continuar con la CIA, sería conveniente que pasase por una de las escuelas…
—Tú te negaste, naturalmente.
—De ninguna manera. Yo soy muy disciplinada…, así que fui a la escuela. A los diez días, los «profesores» de la escuela estaban hartos de mí. Dijeron que mi permanencia allí era lo mismo que si un empleado del zoológico se empeñase en enseñar a los micos a saltar por las ramas de los árboles. De modo que me… expulsaron, me dijeron que fuese de cuando en cuando para estar al día en pequeñas cosas tales como armas, electrónica, venenos y cosas así, y que con eso bastaba.
—Admirable. ¿Cada cuánto tiempo pasas actualmente por la escuela?
—Nunca. No me dan tiempo. Algunas veces, cuando llego a casa me están esperando al pie de la escalerilla del avión con otro pasaje, y…
—Llega otro coche —volvió a informar Simón.
—Pues más invitados —dijo Baby.
En efecto. Más invitados. Esta vez eran cuatro. Dos hombres y dos mujeres, también vestidos de noche. Y muy poco después aún llegaron más invitados. Y más, y más…
En un intervalo de quince minutos llegaron, en total, treinta y seis invitados. Dieciocho parejas. Y eso fue todo Por turnos, Baby, Simón y Kevichian fueron utilizando los gemelos para mirar hacia el yate, con la esperanza de que alguno de ellos supiese distinguir algún detalle importante. Pero no. No había ningún detalle importante. Los invitados estaban distribuidos por todo el yate, y algunos debían haber entrado en las cabinas… Paseaban, fumaban, bebían…
—Parece que lo están pasando muy bien —dijo Kevichian, bajando los gemelos.
—¿Y si aquellos tres tipos hubiesen mentido? —refunfuñó Simón. Quizá nos dieron el nombre de un yate que no tiene nada que ver con ese israelita.
Baby y Kevichian cambiaron una sombría mirada, porque a fin de cuentas, Simón acababa de exponer sus propios pensamientos.
—Me parece que nos precipitamos en matarlos —dijo Fedor.
—No —dijo Brigitte—. Están bien muertos. Y ése tiene que ser el yate de Saúl, o de algún cómplice. Toda esa… fiesta debe tener una justificación.
—¿Quiere que me dé una vuelta por ahí? —propuso Simón.
—La brisa del mar siempre es buena, Simón. Pero cuidado no vaya a pillar usted un resfriado.
—Entiendo. Hasta ahora.
El espía americano salió del coche.
… Y regresó veinte minutos más tarde. Volvió a sentarse atrás, y sonrió ceñudamente.
—Adivinen qué está pasando en ese yate.
—Algún cumpleaños —dijo Brigitte.
—No. Están filmando una película.
—¿Qué? —se pasmó Kevichian.
—Una película. Un filme, demonios.
—Por lo menos, no es de indios —murmuró Brigitte—. Una película… Fantástico. Pero no hemos visto focos, ni cámaras, ni…
—Es un ensayo general. Las escenas nocturnas del yate se filmarán mañana por la noche, en alta mar, según parece. Están esperando la llegada del protagonista del héroe.
—¿Y quién es? —sonrió secamente Baby—. ¿Charles Bronson?
—No sé. Pero a mí me gusta Charles Bronson.
—Sí… Es un feo con garra. ¿Quiénes son todos ésos, entonces? ¿Los figurantes, los extras?
—Exactamente.
Kevichian comenzó a mascullar algo rápidamente, muy irritado, mientras Baby quedaba reflexiva. Por fin, asintió con la cabeza, como dándose la razón a sí misma, y señaló a Simón.
—Llame a nuestro punto central en Atenas, Simón. Quiero que nos digan cuanto antes dónde se halla exactamente ahora el transatlántico Queen Elizabeth II. Que se pongan en contacto con los puntos costeros… Que se las arreglen como quieran. Llame.
Simón obedeció, pasando las instrucciones de Baby. La respuesta fue que esperase.
Y sólo tuvieron que esperar doce minutos hasta que la radio del espía emitió su zumbido de llamada, que admitió en el acto.
—¿Sí?
—¿Eres el niño que está con mamá? —preguntaron.
—En efecto —sonrió Simón.
—Dile que la niñera está en camino hacia su destino, pero que aún tardará un poco. No hace mucho pasó por Malta para ver a un pariente.
—Bien. Es todo —Simón cerró la radio, y añadió—: El barco está a la altura de Malta ahora.
—Sí, lo he entendido. A la altura de Malta —una extraña y dulce sonrisa pasó fugazmente por los sonrosados labios—. Es una hermosa isla. Mmm… ¿Pongamos unos ochocientos kilómetros entre Malta y Atenas?
Kevichian asintió, añadiendo:
—Más o menos, la distancia necesaria para que inviertan un día completo de navegación. O sea, que dentro de veinticuatro horas, más o menos, el Queen Elizabeth II pasará a la altura de Atenas… Y ese yate, dentro de veinticuatro horas, estará en alta mar… con sus ocupantes dedicados a la filmación de una película. Es interesante.
—Sí… ¿Tú hablas griego, Fedor?
—Pues… Bueno, muy poco, la verdad. Estuve seis meses en Atenas hace un par de años.
—Será suficiente…, espero.
—¿Suficiente… para qué?
—Para hacer nuevas amistades.
Él se llamaba Aleko Tadapoulos, y ella Frida Makaros. No estaban casados. Eran solamente amigos, pero en verdad, muy amigos. Tan amigos, que cuando terminó el trabajo en el yate, donde habían bebido y comido cosas buenas hasta hartarse, decidieron que tan excelente amistad debía ser celebrada cumplidamente.
De modo que Aleko le hizo la proposición a Frida al oído, y ella rió alegremente. ¿Por qué no? ¿Por qué no ir a la habitación del simpático y apasionado Aleko? ¡La fiesta podía continuar allí muy estupendamente!
Y parecía que así iba a ser, porque en cuanto cerró la puerta de su cuarto en aquella pensión, Aleko se encaró con Frida, y le dijo, un poco tartajeante:
—Hala, desnúdate, que jugaremos.
Frida rió…, y aún rió más cuando Aleko, riendo, sacó la botella de champaña que había llevado bajo el esmoquin para sacarla de contrabando del yate.
—Estamos borrachos —dijo Frida.
—Es verdad —fue sincero Aleko—… Pero desnúdate.
—Bueno.
Frida era una chica obediente, y complaciente. Se quitó la ropa, alzó los brazos para mesarse los negros cabellos, y movió las caderas…
—Estás muy gorda —dijo Aleko—… pero me gustas.
—Tú también me gustas a mí. Debimos hacer esto hace ya tiempo.
—Lo haremos ahora. Jugaremos a…
La llamada a la puerta dejó a Aleko mudo, parpadeante, muy intrigado, reflexivo. Sacudió la cabeza, dio otro paso hacia Frida…, y la llamada volvió a sonar.
—No hagas caso —volvió a balancearse Frida.
—Vaya que sí… Es mejor terminar de una vez. Oye, ponte detrás de la puerta, que no te vean.
—A mí no me importa que me vean —rió ella.
—No busques jaleos, o te pego un botellazo —gruñó él.
Frida se fue al lugar indicado, y Aleko se colocó ante a puerta.
—¿Quién es? —masculló.
—Del yate Marathon —dijo una voz de hombre.
El pobre Aleko respingó, y miró la botella que tenía en una mano. ¿Se habrían dado cuenta de que había robado una botella? Bueno…, ¿y qué? ¿Qué podía importarles a los del yate una botella si las gastaban como si fuese agua? Debía ser algo importante… Así que tendió la botella a Frida, y abrió la puerta.
Sí, señor.
Tenía que ser algo muy importante, porque de otro modo, el hombre que había allí no tenía por qué apuntarle con una formidable pistola. Aleko abrió la boca, pero el visitante dijo:
—Adentro.
Lo empujó con la mano izquierda, entrando a su vez. Detrás de él apareció una hermosísima muchacha rubia, de ojos verdes, que también entró en el cuarto y cerró la puerta. Entonces, quedó visible Frida, desnudita, con una botella de champaña en las manos. La rubia sonrió despectivamente, se acercó a Frida, y le quitó la botella de champaña.
—Todavía está bastante fresco —dijo, en un idioma que ni Aleko ni Frida entendieron—. Buscaré un par de vasos. Aunque deben estar sucios, si hay. Este es un lugar repugnante.
Fedor Kevichian asintió con la cabeza, se acercó a Frida, y le dio una palmadita en una cadera.
—Tú —dijo en griego—, siéntate en la cama. Y tú tamb…
Se volvía hacia Aleko, quien, al parecer, no estaba muy conforme con aquella usurpación de derechos, y se acercaba al hombre de la pistola muy agresivamente, torvo el gesto… En menos de un segundo, Kevichian se hizo una composición de lugar, y se decidió por lo más práctico: descargó un golpe en la cabeza de Aleko, con la pistola, y la borrachera del griego se convirtió en un negro, pesado, doloroso sueño. Lo sujetó con una mano, mientras con la otra colocaba el cañón de la pistola verticalmente sobre sus labios, exigiendo silencio a Frida, que parecía a punto de gritar…, pero que supo contenerse, asustadísima, muy abiertos los ojos.
Kevichian tiró a Aleko sobre la cama, miró a Frida, y ésta, con un respingo, fue a sentarse a toda prisa…
—Sí que hay vasos —dijo Baby—, pero no seré yo quien beba en ellos. ¿Un chorrito, Fedor?
—Bueno. Pero tú primero.
—Muy amable. Empieza a conversar con esta Venus.
Baby se dedicó a descorchar la botella, mientras Fedor se las arreglaba para entrar en conversación aceptablemente comprensible con la ajamonada Frida. Acercó una silla, se sentó delante de ella, y, de cuando en cuando, sonriendo, le daba una palmadita en una rodilla, como aprobando. Baby había alzado la botella, y vertía cuidadosamente un chorrito de champaña en su deliciosa boquita. Luego, la tendió a Kevichian, que bebió un sorbo, y la tendió a la opulenta Frida. Ésta vaciló, pero Kevichian insistió, y la griega acabó por sonreír. Bebió también, devolvió la botella a Kevichian, y él se lo agradeció con otra palmadita, más arriba ahora. Frida parecía empezar a encontrarse a gusto.
Y se dedicó a aceptar la conversación del ruso, mientras la bellísima rubia, sentada en una silla, los contemplaba con indiferencia.
Por fin, Kevichian asintió con la cabeza, se puso en pie, y tocó con un dedo un pecho de Frida, haciendo al mismo tiempo un comentario que hizo reír a la griega.
—Es una golfita —dijo, volviéndose hacia Baby—. Su amigo se llama Aleko, y es un desgraciado. Dice que un tipo los contrató para hacer una película, que les pagan cincuenta dólares diarios y todos los gastos cubiertos. Y por lo que ella sabe, con los demás figurantes de la película pasó lo mismo. Tienen que estar mañana a las seis de la tarde otra vez en el yate. La película parece que va a titularse Amor y muerte en Grecia.
—Originalísimo título. ¿Qué sabe del commando?
—Ni siquiera sabe lo que es un commando. Todo lo que sabe es que le pagan bien, come y bebe cuanto quiere, y que se quedará con la ropa que utilice en la película.
—Para lo que le sirve… ¿Qué más?
—Dice —Kevichian bajó la voz, su gesto se ensombreció—… Dice que no conoce a nadie del yate, sólo a un tipo que es el que manda allá, el que da las órdenes, en griego bastante bueno… El tipo ése se llama Vladimir.
—Oh… ¿Un ruso?
—¿Y yo qué sé? Además, ¿acaso yo sería americano sólo por decir que me llamó Johnny?
—¿Quieres otro trago? —sonrió Baby.
Fedor masculló algo, bebió, y devolvió la botella a Baby, que bebió otro sorbito. Luego, tapó cuidadosamente la botella, y la guardó en su maletín…, del cual sacó un frasco de perfume, del cual, a su vez, sacó una pequeña ampolla esférica de cristal, que sostuvo cuidadosamente con dos deditos.
—¿Crees que la Venus te dirá algo más?
—No sabe nada más.
—Entonces, vámonos. Dile que se tienda en la cama cómodamente, y salgamos.
Frida obedeció, temerosa. Parecía temer más a la rubia que al hombre… Temores injustificados, porque la rubia, lo único que hizo fue lanzar la ampolla de cristal en el dormitorio y cerrar rápidamente la puerta, ya ella fuera. Pero Frida estaba dentro…, y seguiría allí, profundamente dormida, por no menos de cuarenta y ocho horas. Pero en compañía de Aleko, eso sí.