Capítulo II

Pero era terrible, acongojante, doloroso.

Tenían la frente dura y fría como el hielo.

Un frío terrible, intensísimo, que, a través de los sonrosados labios de la espía, penetró en todo su cuerpo.

Sí.

Era como besar dos trozos de hielo.

Luego, todavía estuvo unos segundos contemplándolos a los dos, en sus respectivas cajas de embalaje muy «discreto», con las manos cruzadas sobre el pecho, lívidos, como si fuesen de cera. Pero no eran de cera. Eran, simplemente, dos cadáveres. Lyman y Thomas. Simón y Simón. Asesinados por la espalda…, ¿por qué? ¿Por qué?

Cuando alzó la mirada, los espías que la contemplaban un poco alejados pudieron ver las dos gruesas lágrimas que se deslizaron por su rostro. Ella las quitó con la punta de un dedo, y murmuró:

—Está bien. Pueden llevárselos ya, muchachos.

Simón I, que a cada instante parecía más fatigado, se acercó a ella, y la tomó de un brazo.

—Los israelitas nos esperan en el salón.

Baby asintió, dio media vuelta, y salió de allí, dejando en manos de los hombres de la CIA encargados de los cadáveres, su traslado hacia Yesilkoy, desde donde partirían hacia Estados Unidos… para siempre.

Cuando llegaron al salón, decorado absolutamente a estilo turco, los tres israelitas que esperaban allí se pusieron en pie. Ya los había visto antes, al llegar, y había cambiado solamente unas palabras de saludo con Saúl, que, efectivamente, le parecía demasiado joven para llevar la jefatura de Istambul, aunque fuese temporal,

—¿Se los llevan ya? —preguntó Saúl, en buen inglés.

Baby se quedó mirándolo. Era joven, cierto, pero había en sus claros ojos una dura expresión. Alto y fuerte, bien, vestido, de ademanes reposados, atractivo pese a su nariz un tanto grande, quizá la edad no tuviese importancia para que aquel hombre estuviese capacitado para el mando.

—Sí, se los llevan ya.

—Nos hemos entretenido demasiado con eso… Le aseguro que no estoy nada tranquilo, Baby.

—¿Por qué? ¿A qué se refiere?

—Ignoro qué pretenden los rusos con todo esto, pero, he estado pensando, y las conclusiones a que he llegado no me han gustado en absoluto.

—¿Cuáles son esas conclusiones? —se interesó la divina espía, dejándose caer sobre un montón de almohadones de vivos colores.

—Desde que sucedió esto, ha habido calma. Y me pregunto por qué. Posiblemente, porque no han encontrado a ninguno más de nosotros. No deben saber que la CIA dispone de esta casa…, pero quizá no tarden en enterarse.

—¿Sugiere usted que los rusos van a insistir en matar agentes nuestros?

—Exactamente. A menos que encontremos una razón por la que sólo quisieran matar a los dos americanos, y ahora se den por satisfechos.

—Entiendo —Brigitte encendió un cigarrillo que sacó del maletín, pensativa—… Y puesto que usted ha estado pensando, Saúl… ¿Se le ocurre algún motivo por el que sólo quisieran matar a mis dos compañeros?

—No. En absoluto. Creo que ese motivo deberían buscarlo ustedes, no yo.

—Un momento —masculló Simón—… Si mataron a mis dos hombres fue porque Jacob los citó. Es decir, citó a uno de ellos, y yo decidí que fuese acompañado.

—No fue una decisión muy sabia.

Simón palideció intensamente, y apretó los puños. Pareció a punto de agredir a Saúl, pero optó por sentarse junto a Baby, y tomar un cigarrillo del maletín de ella, que fue quien siguió la conversación con el israelita, un tanto secamente.

—Vamos a ahorrarnos comentarios de tipo personal, Saúl —dijo—. En cuanto a decisiones, todos nos hemos equivocado alguna vez, ¿no es cierto? ¿O usted nunca se ha equivocado?

—Por supuesto que sí —gruñó Saúl.

—Bien. En cuanto a Simón, no cometió esta vez error de ninguna clase. ¿Acaso no es cierto que ustedes y él han intercambiado información con alguna frecuencia?

—Sí, pero…

—Pero nada. Para Simón, aquella llamada personal de Jacob a uno de sus hombres, resultó extraña, es cierto. Pero sólo eso. No tenía por qué desconfiar de ustedes… ¿Cierto?

—Cierto —tuvo que admitir Saúl, hoscamente.

—Entonces, volvamos ahora al motivo por el que los rusos quisieran matar a Lyman-Simón. Sólo a Lyman-Simón, ya que fue a éste a quien Jacob citó en aquella casa. Está bien claro que Jacob sólo esperaba a Lyman, pero, claro, si llegó acompañado, tuvieron que matarlos a los dos. Ahora, por nuestra parte, por parte de la CIA, podemos garantizarle que no hubo en ningún momento una… actitud extraña por parte de Lyman: lo citaron, pidió permiso a su jefe, y acudió a la cita. Fin. Pasemos a su hombre, a Jacob. Respecto a él, es usted quien puede darnos alguna información, ¿no le parece?

—Ya le di a Grant toda la información al respecto. Y no dudo que él se la ha traspasado. Es todo lo que sé.

—En lo sucesivo —murmuró Baby—, cuando mencione a alguno de mis compañeros ante mí, lo llamará Simón, sea el que fuere. Pero volvamos a Jacob; toda la acción partió de él, eso lo hemos admitido todos, ¿no es así?

—Ya le he dicho…

—Está bien. Perdemos el tiempo con esta absurda discusión… Lo evidente, hasta el momento, es que Jacob estaba en combinación con los rusos para atraer a Simón-Lyman a una trampa y matarlo. ¿Sí?

—Ya ha sido aceptado eso —refunfuñó Saúl.

—¿Y eso no le parece estúpido? —replicó Brigitte secamente.

—¿Estúpido? —se desconcertó el israelita—. No comprendo. ¿Por qué había de parecer estúpido?

—Supongamos que usted quiere matar a Simón —señaló la espía a su compañero—. ¿Recurriría a un ruso para que engañase a Simón atrayéndolo a una trampa…, o se limitaría a esperarlo en cualquier lugar conveniente y vaciarle todo un cargador en la espalda?

—Pues… —Saúl parpadeó, desconcertado.

—Piénselo bien.

—Bueno… No sé.

—¿No sabe? Reflexione. Podemos permitirnos el lujo de esperar a que su muy despierto cerebro encuentre una respuesta.

Saúl frunció el ceño, y se quedó mirando torvamente a la hermosa mujer que lo estaba haciendo quedar como un pobre tonto.

—No necesitaría para maldita la cosa al ruso —admitió de pronto, con brusquedad.

—Ah. Vamos adelantando camino… En efecto: ¿para qué complicarse la vida? Si usted quisiera matar a Simón, sólo tendría que clavarle un cuchillo por la espalda, o llenarlo de balas desde el interior de un coche, o volarle la cabeza de un disparo de rifle con mira telescópica desde un tejado… Hay mil medios, y todos nosotros, por desgracia, los conocemos. La pregunta es: ¿por qué los rusos utilizaron a Jacob para tender una trampa a un agente de la CIA con el improductivo propósito de asesinarlo? A mi juicio, esto debe tener, inexcusablemente, una explicación. Una explicación sólida, convincente y única. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —tuvo que admitir Saúl, de mala gana.

—Bueno. No es que pretenda darle órdenes…, ni siquiera indicaciones o sugerencias, Saúl, pero le diré lo que pienso hacer por mi parte: todos mis compañeros disponibles en Istambul van a dedicarse exclusivamente a investigar en la vida de Simón-Lyman… Admito que quizá tengamos una sorpresa, pero eso vamos a hacer.

—¿Y usted quiere que yo y mis hombres nos dediquemos a investigar la vida de Jacob que nosotros no conocíamos?

—Yo no quiero nada. Sólo le he dicho lo que he decidido por mi parte.

—No es que me parezca mal, pero… ¿y los rusos?

—¿Qué pasa con los rusos?

—¿Cómo que qué pasa con los rusos? —exclamó Saúl—. ¡Nos han matado a tres hombres, deben tener algunos propósitos determinados, quizá incluso nos estén buscando a todos…!

Una expresión congelada apareció en los bellos ojos azules de la espía internacional.

—En lo que a mí se refiere —dijo con gran sosiego—, si me buscan me van a encontrar. Pero por el momento, yo no los voy a buscar a ellos, sino que pienso dedicarme a lo que le he dicho, por la razón de que lo considero más importante.

—Es absurdo. Si mientras tanto la encuentran…

—Más les conviene no encontrarme. En cuanto a que mi decisión es absurda, quizá logre convencerlo de lo contrario con otro ejemplo, Saúl. Supongamos que estoy encerrada en un gran jardín muy frondoso, en el cual hay escondido un enemigo que me está disparando con una pistola… ¿Qué cree usted que yo debería hacer? ¿Limitarme a correr de un lado a otro esquivando los disparos…, o buscar sigilosamente al hombre que tiene la pistola y quitársela?

—Si usted no entiende esto, Saúl —dijo con seco sarcasmo Simón—, será mejor que se dedique a otra cosa.

Para sorpresa de todos, Saúl sonrió, de pronto, y movió la cabeza con gesto admirativo.

—De acuerdo —alzó una mano en son de paz—. Mis hombres y yo haremos lo mismo que usted y los suyos.

—Con gran discreción y sin buscar fricciones con los rusos… por ahora. ¿Cuento con ello? —lo miró atentamente Brigitte.

—Ya he dicho que estoy de acuerdo.

—Pues no hay nada más que hablar sobre eso. Mmm… Gracias por su comprensión, Saúl.

—Bueno —refunfuñó éste—… Tampoco soy tan tonto como para no admitir las buenas ideas ajenas, Baby.

—Eso le será muy útil. Y ahora, el ruso. ¿Dónde está? —Saúl hizo una seña, y todos se dirigieron hacia el cuarto donde estaba el ruso herido… y tan maltratado a golpes que el hecho de que continuase con vida era un auténtico milagro. En el cuarto había un agente de la CIA y un israelita, que más parecían vigilarse mutuamente que atender al herido.

Y éste lo necesitaba, sin duda alguna.

No sólo tenía un balazo en el pecho, sino que todo su rostro estaba hinchado a golpes, tenía los labios partidos, una ceja abierta, una oreja casi despegada de la cabeza… Un auténtico milagro de supervivencia.

—¿Usted hizo esto? —murmuró Brigitte.

—Con pequeñas ayudas.

—Ya. ¿Conoce a algún muerto que haya hablado?

—No. Pero no está…

—Lo estará si no se le atiende mucho mejor que hasta ahora… Y nada de golpes. Por el amor de Dios, ¿cómo ha podido usted ser tan cruel… y tan torpe?

—Pregúnteselo a Jacob…, y a sus dos compañeros asesinados a balazos por la espalda.

—Su actitud es cuando menos rudimentaria, Saúl. En cuanto a los muertos, ya hemos convenido que ninguno de ellos habla, ¿verdad? Por lo tanto, ni mis compañeros ni Jacob podrían decirnos nada. Este hombre, sí.

—¿Cuándo?

—Si muere, nunca. Si vive, hablará. Y yo voy a encargarme de que viva. El favor, desde luego —se endureció su dulce rostro—, no se lo hago a él, sino a nosotros mismos. Simón, que vuelva a esta casa cuanto antes nuestro médico.

—Lo avisaré ahora mismo.

—Muy bien. Luego, usted y todos los Simones dedíquense a ver si consiguen averiguar algo desconocido en la vida de nuestro compañero Simón-Lyman. Y nada de choques con los rusos.

—¿Se va a quedar usted aquí sola?

—Salvo que Saúl y sus amigos decidan hacerme compañía.

—Nosotros —dijo Saúl— vamos a dedicamos a investigar la vida privada que Jacob llevaba en Istambul, tal como hemos convenido. O sea, que acepto su… sugerencia. ¿Aceptaría usted una mía?

—Si es buena, en el acto.

—No se quede sola aquí. Mire, voy a insistir en lo mismo, Baby: los rusos están tramando algo, y para conseguirlo, no han vacilado en matar. Ustedes creen que ellos no saben que la CIA dispone de esta casa. Pero…, ¿y si lo saben?

—Si lo saben, quizá vengan.

—¿Y comprendiendo usted esto… va a quedarse sola aquí?

—¿Alguna vez ha oído usted hablar del lobo disfrazado con piel de cordero, Saúl?

—Sí, pero…

—¿Y de una pantera disfrazada con plumas de paloma?

—¡Pero qué demonios…! —estalló el israelita—. ¡Usted está comportándose como si fuese invencible, y por muy pantera que sea, si vienen una docena de rusos…!

—Siempre me he entendido bien con los rusos…, en líneas generales, claro.

Saúl soltó un bufido, alzando los brazos. Estuvo unos segundos buscando palabras para proseguir la discusión, pero acabó por soltar otro bufido, encogerse de hombros, y salir del cuarto…, seguido de sus compañeros.

En el cuarto, con el herido, quedaron solamente los agentes de la CIA. Y Simón, tras vacilar, murmuró:

—Quizá Saúl tenga razón esta vez, Baby.

—Quizá. Ahora, llame al médico y váyanse todos. Ya saben lo que tienen que hacer. ¿Hay algo para comer en esta casa?

—Hay un refrigerador —refunfuñó Simón—. Pero si vienen los…

—¿Hay champaña en el refrigerador?

—No —se desconcertó Simón.

—Lástima, me habría gustado invitar a los rusos.

Durante unos segundos, el espía norteamericano estuvo mirando muy atentamente a la mujer que, un par de horas antes, le había relevado en el mando en Istambul. Por fin, hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Usted gana, Baby. Hasta la vista.


Una hora más tarde, llegó el médico que la CIA tenía a su, disposición en Istambul.

Era turco, y comenzó a farfullar en su idioma al ver el estado en que se hallaba el ruso, pero, como Brigitte no entendía ni una sola palabra en su idioma, le atajó, diciendo:

—Seguramente, tiene usted razón —habló en inglés—, pero así están las cosas, y le ruego que procure arreglarlas lo mejor posible.

—Sería mucho más fácil acabar de matarlo que curarlo.

—Para matar, yo no le necesito a usted.

El médico palideció bruscamente, y abrió mucho los ojos. Luego, sin más palabras por ninguna parte, pudo dedicarse a su trabajo…, que le llevó más de una hora. Cuando terminó, el ruso parecía muerto, pero el galeno aseguró:

—Si se le sigue tratando bien, vivirá.

—Pues eso depende de usted. ¿Cuándo podrá hablar?

—Supongo que usted quiere decir cuándo podrá ser interrogado debidamente.

—Más o menos, eso he querido decir.

—Bueno… No antes de tres días, si usted quiere garantías de que él pueda entenderla bien y contestarle.

—Esperaré tres días. ¿Cuándo volverá usted?

—Le voy a dejar mi número de teléfono. Si advierte usted algo alarmante en él, llámeme inmediatamente. Si no, creo que no va a necesitarme hasta mañana por la mañana… Puede que se produzca alguna pequeña hemorragia en la herida del pecho; en ese caso, si usted se atreve, sólo tiene que limpiarla y ponerle apósitos nuevos. ¿Puede hacerlo?

—Eso, sí.

—Pero llámeme si ve que la hemorragia no cede. ¿Algo más?

—Sólo gracias, doctor…, doctor…

—Kumel. Adiós.

—Adiós.

De nuevo sola con el herido, Brigitte Montfort volvió a ocupar la silla que había colocado junto a la cama, y se quedó mirando el demacrado rostro del espía soviético. Sí, parecía muerto. Pero estaba vivo… Mientras que Simón-Lyman y Simón-Thomas estaban verdadera y definitivamente muertos.

El herido gimió, de modo casi inaudible, y Baby se irguió vivamente. Se acercó más a él, y vio su rostro inundado de una finísima capa de sudor. Humedeció uno de los apósitos dejados por el doctor Kumel, y lo pasó por el rostro del ruso… Inesperadamente, éste abrió los ojos, sobresaltando a la espía internacional. Unos ojos grandes, pasmosamente azules, sorprendentes en verdad. De la maltratada boca del espía soviético brotaron unas palabras, apenas unos suspiros, y Baby se inclinó todavía más, colocando una orejita sobre la boca del herido. Y así, pudo entender las palabras de éste… Una sola palabra, en realidad: el espía soviético estaba llamando a su madre.

Baby se irguió vivamente, tan pálida que parecía más muerta que su colega ruso.

—Dios mío… —gimió—. ¡Dios, Dios mío…!

Y rompió a llorar, escondiendo el rostro entre las manos.