Capítulo primero

El avión de la línea turca THY, procedente de Atenas, tomó tierra sin novedad en la pista asignada en el aeropuerto de Yesilkoy, a veintitrés kilómetros de Istambul, después de haber efectuado su última evolución sobre el mar de Mármara, resplandeciente en azul y blanco.

Eran las catorce horas.

Ninguno de los pasajeros de aquel vuelo tuvo dificultades en ser admitido en el país. Unos, la mayor parte, porque eran turcos que regresaban, y lógicamente tenían perfecto derecho a pisar su patria. En cuanto a los extranjeros, que los había de varias nacionalidades, llegaban por negocios o por turismo, cosas ambas que merecieron el pláceme de los servicios de inspección oficial turcos.

De entre estos últimos, de entre los viajeros que llegaban por turismo, había uno, es decir, una pasajera, que además del pláceme y el permiso, mereció sonrisas de admiración, de aprobación y de simpatía.

Especialmente, de admiración.

Era una muchacha más bien alta, de formas espléndidas, elegante y sobria en el vestir, que solamente llevaba una maleta y un maletín rojo con florecillas azules. Ese era todo su equipaje… Eso, y su belleza, que tenía estupefactos a todos. En un país donde predominan los ojos oscuros y la tez bronceada, una dama de ojos tan intensamente azules y piel dorada como el oro y el sol, tenía que causar, cuando menos, admiración.

Alta, espléndida, elegante y bellísima, la pasajera supo corresponder con sonrisa un tanto desfallecida a las atenciones que recibió en todo momento. Finalmente, siempre con su simpático maletín en la mano izquierda, recogió su maleta, cargó con ella personalmente, y salió a los vestíbulos de espera.

Inmediatamente, un hombre se acercó a ella. Un hombre alto, de cabellos oscuros y ojos grises, indiscutiblemente de raza blanca, que se quedó mirándola con gran detenimiento, inescrutable el rostro, pero bien visible, en el fondo de sus ojos, una chispa de profundo afecto, y, sobre todo, de respeto.

—¿Baby? —susurró aquel hombre.

—Hola, Simón —susurró también ella.

—Sea bien venida —el llamado Simón señaló su maleta—. ¿Me permite?

—Gracias —le tendió ella la maleta.

No dijeron nada más. Simón se hizo cargo de la maleta, salieron del edificio, y caminaron, siempre en silencio, hacia el estacionamiento de vehículos particulares. Codo a codo, ambos con expresión sombría, el agente de la CIA llamado Simón, y la agente Baby, también de la CIA, aunque con atribuciones especialísimas de mando y decisiones en todo el mundo, recorrieron la distancia hasta el coche de Simón… Ciertamente que el hombre no se llamaba en verdad Simón, pero, cuando cualquier agente de la CIA trabajaba con Baby, la espía de superlujo y máxima efectividad, ése era su nombre: Simón. Nada más que Simón. Y si había más agentes que intervenían, se llamaban Simón II, Simón III, Simón IV…

Como los reyes. Porque la bellísima agente Baby trataba a todos sus compañeros como a reyes. Para ella, lo eran. Hombres que se jugaban oscuramente la vida por su patria…, y, a veces, la perdían.

Si algún Simón caía en lucha abierta, la agente Baby lo aceptaba. Así era el espionaje. Pero si alguno de sus Simones era asesinado a traición, sin darle la oportunidad de luchar, de cumplir su trabajo, la agente Baby emprendía el viaje en el acto hacia el lugar de los hechos, porque nunca, nunca, nunca, le habían gustado los traidores, ni siquiera cuando beneficiaban a la CIA o a ella misma. El lugar del asesinato podía ser confortable y elegante, o podía ser una sucia cloaca en el más repugnante lugar del mundo. No importaba; Baby cogía su maletín, y partía hacia allí inmediatamente, olvidando todo lo demás…

Simón había colocado la maleta en el asiento de atrás, después de abrirle a Baby la portezuela derecha. Luego, él pasó a ocupar el asiento ante el volante, puso en marcha el coche, y muy poco después abandonaban el aeropuerto, en busca de la London Highway, que los orientaría hacia Istambul.

—Espero que haya tenido buen viaje —murmuró Simón.

—Seguramente, sí; no lo recuerdo. ¿Han conseguido averiguar algo, Simón?

—No. Los israelitas tienen al ruso, pero… me parece que se han pasado de la raya en su interrogatorio. Ese ruso tardará bastante en estar en condiciones de hablar.

Por un instante, en la sonrosada y dulce boquita de la agente Baby apareció una mueca que no tenía nada de dulce.

—Esperaremos —dijo—. Esperaremos.

—Es un hombre muy duro. Los israelitas nos avisaron cuando ya le habían «trabajado» bastante, y aseguran que no dijo ni una palabra… Y le aseguro que esos agentes israelitas no se andan con tonterías. Están que echan fuego. Especialmente, su jefe, un tal Saúl. Si no le hubiésemos contenido, se habría abalanzado con todos sus hombres contra los demás rusos de Istambul.

—Hicieron bien en disuadirle de eso.

—No fue fácil, créame. Ese Saúl no me gusta demasiado, francamente. Tiene el genio demasiado vivo para un espía… Prácticamente, hizo pedazos al ruso, sin darle el menor respiro. Demasiado duro desde el principio, así que el ruso quedó hecho una piltrafa muy pronto.

—Comprendo a Saúl —murmuró Baby—. Pero, en efecto, hay que ser más fríos. Especialmente, cuando nos conviene.

—Pues le aseguro que si queríamos sacarle algo al ruso, nos convenía ser un poco menos rudos…, en principio, se entiende.

—Sí, se entiende. ¿Es joven el tal Saúl?

—Unos treinta años, calculo.

—Sí —sonrió amargamente Baby—… Demasiado joven para según qué cosas. Los espías se hacen a fuego lento. No basta un aprendizaje en una escuela; hay que moldearlos luego en la realidad, golpearlos hasta que adquieran la suficiente flexibilidad. Treinta años… Demasiado joven.

—Sin embargo, es el subjefe de los israelitas en Istambul.

—Entonces, cuando menos es inteligente. ¿Quién es el jefe?

—Un tal Gat. No está en Istambul, de modo que el mando ha recaído temporalmente en Saúl.

—Mala suerte. ¿Dónde está Gat?

—En Tel Aviv, recibiendo instrucciones especiales para este mes. Eso nos ha dicho Saúl, y, naturalmente, no hemos querido preguntar más. Nuestras relaciones son buenas, pero no tanto. Sería ingenuo, por otra parte, pretender que cualquier servicio secreto, por amigo nuestro que sea, nos diga todo lo que hace y piensa.

—Desde luego. ¿Ha sido avisado Gat?

—Por supuesto. Saúl avisó a Tel Aviv de lo sucedido poco después de avisarnos a nosotros.

—O sea, que Gat recibió la noticia mucho antes que yo.

—Evidentemente.

—¿Y todavía no ha regresado a Istambul?

—Suponemos que confía en Saúl… y que su permanencia en Tel Aviv debe ser considerada con prioridad a este asunto. Y si me permite decirlo, pues…

—¿Sí?

—Bien… No todos los jefes de Sector o Zona reaccionan como usted cuando reciben esa clase de noticias.

—Yo no soy jefe de nada, Simón.

—Bueno… —casi sonrió el espía—. Sabemos que oficialmente, no tiene usted nombramiento alguno de mando, pero también sabemos todos los agentes de la CIA que el mando de cualquier sector pasa automáticamente a sus manos en cuanto llega a cualquier parte del mundo. Lo cual quiere decir que desde este mismo momento, hacemos el relevo usted y yo.

—Gracias. ¿Le molesta?

Simón la miró un instante, estupefacto.

—¿Molestarme? ¡Me alegra extraordinariamente! Por dos motivos… El primero de ellos consiste en que nadie duda que usted hará lo mejor, y que, ciertamente, yo no podría superar su actuación. El segundo motivo, es quizá un tanto egoísta: estoy cansado… Muy cansado, Baby. Y dejar el mando en sus manos durante unos días me va a beneficiar en todos los aspectos: descansaré… y aprenderé. ¿No es para estar alegre?

Brigitte Montfort, la famosísima periodista internacional, alias Baby, la superfamosísima espía temida por todos los servicios secretos del mundo, estuvo unos segundos mirando a Simón, contemplando su gesto en verdad fatigado, el cansancio en su mirada, el desaliento en el gesto de su boca…

—¿Quiere marcharse a casa, Simón? —ofreció—. Creo que le sentarían bien unas vacaciones.

—Me sentarían muy bien —suspiró Simón—. Pero no me iré de Istambul hasta que haya hecho lo posible por vengar a dos de mis hombres…, dos de mis compañeros. Luego, sí. Luego, si usted fuese tan amable, debería… conseguirme unas vacaciones, Baby.

—Quizá sería mejor ahora mismo, Simón. Si yo le autorizo, puede usted regresar a Estados Unidos hoy mismo.

—Gracias, pero… esperaré.

—Está tan fatigado que convendría…

De pronto, toda la contenida violencia estalló en el agente de la CIA que hasta hacía un minuto había tenido el mando en Istambul.

—¡Estoy fatigado, estoy agotado, estoy asqueado; sí, es cierto! —gritó, crispadas sus manos en el volante—. ¡Y cada día estoy más cansado de todo esto! ¿Qué es lo que queremos, qué pretendemos, qué hacemos aquí nosotros, los americanos, y los rusos, y los israelitas, y… y todos? ¡Estamos siempre con la vida pendiente de un hilo por nada! ¡Por nada! Algunos, vamos aprendiendo, y suavizamos la profesión… Nos toleramos mutuamente, hacemos nuestro trabajo con guante blanco, y casi nos quitamos el sombrero cuando nos cruzamos con un agente de otro bando… Aprendemos a convivir… ¡Y de pronto, sin razón aparente, asesinan a dos de mis compañeros, de un modo estúpido, por nada…! ¡Por nada! ¡No quiero irme ahora, estaré aquí, esperaré! ¡Y si hay que matar, mataré, y si hay que…!

—Cálmese —Baby puso una mano sobre el brazo del espía—. Cálmese, Simón. Aunque sólo sea por mí. Se lo ruego.

—Está bien —Simón se quitó de un manotazo las gotitas de sudor que habían aparecido en su frente—. De acuerdo, ya estoy calmado. ¿Le quedan cigarrillos de los nuestros?

Ella asintió con un gesto, abrió su maletín, sacó cigarrillos, y encendió dos, colocando uno entre los labios de Simón, que aspiró con fuerza el humo.

—Lo siento —murmuró, expeliendo el humo.

—No se preocupe, Simón. Yo le comprendo.

—Gracias… Y supongo que yo debería comprender mejor a Saúl. A fin de cuentas, a él también le han matado a un hombre. Y todavía no es seguro que lo mereciese.

—¿Qué pasó exactamente? Todo lo que entendí fue que los rusos habían asesinado a dos de los nuestros y a un israelita.

—¿Sólo le dijeron eso? —se sorprendió Simón.

—En realidad, no quise esperar ampliación de informe. Me vestí, fui al aeropuerto, y tomé el primer avión hacia Europa. Claro está que me aseguré por medio de mi jefe de Sector que aquí recibiría información completa.

—¿Tiene usted… un jefe de Sector… al que obedecer? —se sorprendió de nuevo el espía.

—Naturalmente —sonrió con dulzura Baby—. Todos los dispositivos funcionan siempre con un jefe, ¿no es así?

—Gracioso —movió la cabeza el espía—. Muy gracioso. Pero, en fin, eso es cosa de usted. Le explicaré lo que sabemos, y que no nos gusta nada. Ni a mí, ni a Saúl. Maldita sea, creo que tendré que pedirle disculpas a ese muchacho…

—¿A Saúl?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque a él, no sólo le han matado un hombre, sino…

—A nosotros nos han matado dos —se tensó la voz de Brigitte Montfort.

—Cierto. Pero ninguno de los nuestros era un traidor. Y al parecer, Jacob sí lo era… Eso pensamos. Jacob es el nombre del agente israelita muerto al mismo tiempo que nuestros dos compañeros. Estaba con ellos.

—No comprendo…

—¿Sabe quién mató al israelita Jacob?

—Los rusos… ¿No?

—No. Los rusos mataron a…, a Simón y Simón. Aunque puedo decirle ahora sus nombres, ¿verdad? Ya no importa… Se llamaban Lyman y Thomas. Lyn y Tommie… Dos buenos muchachos…

—Simón…

—Sí… Perdone. Bien, a Lyn y a Tommie los mataron los rusos, por la espalda. Lyn tenía tres balazos en la espalda. Tommie, dos, y uno cerca de la nuca… Eso es, los mataron como a perros rabiosos. Pero, antes de morir, Lyman pudo matar a Jacob.

—¿Simón-Lyman mató al israelita? —respingó Baby, bruscamente pálida.

—Sin lugar a la menor duda. Lo hemos comprobado por medio de las balas. Las que había en los cuerpos de Lyn y Tommie procedían de pistolas rusas. La que había en el corazón del israelita Jacob, procedía de la pistola de… Simón-Lyman. Sin la menor duda. ¿Lo comprende ahora?

—Me temo que empiezo a comprender. ¿Cómo ocurrió?

—Veamos… Lyman se presentó a mí, y me dijo que uno de los israelitas residentes en Istambul, le había llamado por teléfono a su domicilio… Supongo que esto no le sorprende.

—En lo más mínimo.

—Claro. Pues… Lyman se presentó a mí, diciéndome eso. Uno de los israelitas, el tal Jacob, le había llamado, para pedirle una cita, con urgencia y muy discretamente. La cosa me sorprendió un poco, pues los israelitas y nosotros hemos intercambiado algunas pequeñas informaciones varias veces, sin tanto misterio, pero, como soy gato viejo en esto del espionaje —sonrió amargamente—, me dije que quizá había algún asunto especial, de los buenos, que valiera la pena atender cumplidamente. Así que autoricé a Lyman a esa entrevista con el israelita Jacob, pero hice que Tommie fuese con él… La siguiente noticia de ellos la tuve por medio de Saúl.

—¿De Saúl?

—Me llamó, y me dijo que quería reunirse conmigo, para entregarme en determinado lugar los cadáveres de dos de mis hombres. Imagínese… Salí para allí como una bala. Llego, y me encuentro muertos a Tommie y a Lyman, y también a Jacob…

—¿Qué hacía Saúl allí? ¿Cómo se había enterado de…?

—Al principio, se negaba a darme explicaciones, pero me puse firme, y tuvo que hacerlo… De muy mala gana, y lo comprendo. Al parecer, hacía algunas semanas que él no estaba muy conforme con Jacob, y le vigilaba, en solitario. No había querido decirles nada a los demás israelitas, por no causar malestar, o desmoralización, ya sabe. Además, claro, podía equivocarme… En fin, que precisamente aquella noche sus sospechas se confirmaron. Siguió a Jacob, y le vio entrar en una casucha de Silivrikapi, entre la Ciudad de los Muros y la Kocamustafapasa Mosque, cuya puerta había estado abierta y Jacob la dejó así. La impresión de Jacob fue que no había nadie en aquella casa, y que, quien fuera que Jacob tuviera que ver allí, aún no había llegado; de modo que se dispuso a esperar. Muy pocos minutos después, en efecto, llegaron Lyman y Tommie, y entraron en la casa… Saúl los reconoció, los identificó como de los nuestros, así que se quedó intrigado, ya que no era corriente que Jacob se ocultara para entrevistarse con nosotros. Era más bien extraño. E innecesario, ya que si Jacob tenía algo que decirle a la CIA, sólo tenía que informar al propio Saúl, quien, en definitiva, decidiría si esa información era o no era conveniente facilitárnosla… Así se había estado haciendo. Sorprendido, pues, decidió esperar, y, en el momento oportuno, abordar a Jacob, y, claro, pedirle explicaciones a solas antes de comunicar su acción a Gat, el jefe de Istambul…

—Que ya estaba fuera de Istambul.

—Sí, claro.

—Siga.

—Pues… Saúl llevaba apenas un minuto esperando cuando aparecieron tres hombres por una esquina, se acercaron a la casa en cuestión, y entraron en ella sin vacilar…

—¿Eran los rusos?

—Evidentemente.

—¿Saúl los conocía de antes, quizá?

—No. Eran nuevos en Istambul, o, en todo caso, de los que consiguen permanecer sin identificarse… Ya sabe que siempre tenemos todos un par de hombres en esas condiciones, para situaciones de emergencia…

—Sí, lo sé. ¿Qué hizo Jacob al verlos?

—Se sorprendió todavía más. Al ver los cabellos rojos de uno de ellos, su modo de vestir…, pensó que eran rusos, cosa que luego quedó demostrada. Ya era extraño que Jacob acudiese a una cita de aquellas características con dos agentes de la CIA, pero, que a la misma cita acudieran tres hombres que Saúl consideró rusos, resultaba ya inquietante. Así que decidió arriesgarse. Se acercó a la casa, entró… Todo estaba a oscuras abajo, pero arriba había un resplandor de luz que permitía ver la escalera encalada, blanca. Y cuándo comenzaba a subir, pistola en mano, oyó un grito, disparos efectuados con silenciador, más gritos de dolor, exclamaciones… Casi en seguida, uno de los tres rusos apareció en lo alto de la escalera, corriendo, y comenzó a bajar… Vio a Saúl, claro está, y se dispuso a disparar. Saúl se adelantó, y le metió una bala en el pecho; el hombre comenzó a gritar una advertencia en ruso, pero ya caía escaleras abajo… Saúl lo dejó pasar rodando, rebotando, y se quedó apretado contra la pared, esperando la aparición de los otros dos rusos, pero no fue así…

—¿Saúl habla ruso?

—No muy bien, pero lo entiende casi perfectamente.

—Hay que estar seguros de esto, Simón. ¿Eran o no eran rusos?

—Eran rusos. Seguro. Además, en cuanto el herido esté en condiciones de hablar, usted misma podrá convencerse. Yo he escuchado algunas palabras de su delirio, y le aseguro que es ruso.

Baby apretó los labios.

—¿Qué más? —los movió apenas.

—Mmm… Ah, sí. Bien, los otros dos rusos escaparon por los tejados, después de salir por una ventana de arriba. Posiblemente, temieron que abajo hubiese varios enemigos, así que optaron por no complicarse más la vida. Saúl comprendió esto después de esperar unos minutos prudentemente. Luego, subió, y en una de las habitaciones, la que tenía un quinqué encendido, encontró muertos a Lyman, Tommie y Jacob. Saúl llamó a los suyos, y luego me avisó a mí. Nos llevamos de aquella casa a los tres muertos y al ruso herido, y comenzamos a analizar lo sucedido. De mala gana, Saúl tuvo que informarme del motivo de su oportuna presencia allí, es decir, de su desconfianza hacia Jacob. Estuvimos haciendo cábalas los dos mientras nuestro médico atendía la herida del ruso, y acordamos reforzar nuestras respectivas sugerencias respecto a la traición de Jacob, que no comprendíamos… El médico extrajo las balas a todos, y comprobamos entonces lo que ya le he dicho: Lyman y Tommie habían sido muertos con pistolas rusas; Jacob, con la pistola de Lyman, que encontramos en su mano… En fin, la teoría no puede ser otra: los tres rusos habían disparado por la espalda contra nuestros dos compañeros mientras, seguramente, Jacob los entretenía… y, antes de morir, Lyman consiguió matar a Jacob, comprendiendo la trampa… Tommie ni siquiera pudo sacar su pistola. Tuvo que suceder así, Baby. No hay otra explicación… Pero la pregunta es: ¿por qué Jacob traicionó al servicio secreto israelita y a la CIA? ¿Y por qué los rusos querían matar a los nuestros, qué pretendían, qué esperaban de ellos? ¿Por qué hacer eso, a sangre fría, sin nada que ganar…? ¿Por qué?

—Por algo, sin duda —murmuró Baby.

—Pero… no había motivos de ninguna clase, todo estaba tranquilo, nada importante sucedía en Istambul… Lyman y Tom no llevaban encima información alguna, no sabían nada especial, no portaban nada que dentro de los límites del espionaje justificase una trampa y su asesinato… ¿Por qué, entonces?

—Tenemos un prisionero ruso que tomó parte en los asesinatos, ¿no? Pues él nos lo dirá.

—Es muy duro… Y está agonizante. Nuestro médico le hizo una buena cura, pero Saúl le calculó mal las fuerzas, y arremetió contra él, aprovechando mi ausencia y la de los demás Simones…

—¿Dejaron a los israelitas a solas con el ruso?

—Bueno, estábamos muy alarmados… Teníamos que reunir a todo el personal colaborador, darles dinero, enviarlos fuera de Istambul. Luego, había que ir a los domicilios de Tommie y Lyman, por si allí tenían algo ellos que nosotros ignorásemos y que pudiese interesar a los rusos… En cuanto a mí personalmente, tenía que avisar por la radio lo que había sucedido, así que tuve que trasladarme al lugar donde la tenemos oculta, enviar el mensaje, y esperar instrucciones… Nuestros compañeros estaban muertos, y el ruso, herido… No creí que los israelitas arremetieran contra él; ni se me ocurrió siquiera, francamente. Pero, como le he dicho antes, esos agentes israelitas no se andan con tonterías… Yo le había pedido a Saúl que me avisara cuando el ruso estuviese en condiciones de ser interrogado, pero cuando me llamó, ya le habían… «interrogado» ellos.

—Demasiado joven ese Saúl, en efecto… ¿Sabe él que yo he Llegado a Istambul?

—Tuve que decírselo… Creo que fue mi mejor baza para convencerlo de que debía esperar antes de lanzarse contra los rusos.

—Está bien… Intentaremos manejar sabiamente a ese jovencito. En cuanto a nuestros compañeros, espero que, al menos, ya que dejó solos a los israelitas con el ruso, completara usted todos los preparativos para ser enviados a casa, Simón.

—Sí… Sí, todo está preparado. Los israelitas ya han… evacuado a Jacob, pero nosotros estábamos esperando por si usted quería ver a los nuestros… para despedirse de ellos… Bueno, como tenemos… entendido que…, que…

—Ya no sé qué es peor: si despedirlos o no —murmuró la espía internacional, palidísima—… Ya no sé qué es peor…

—Si…, si no quiere verlos, los…, los…

—No —brotó ronca la voz de Baby—… No, no. Los despediré, puesto que ellos me han estado esperando…