Epílogo

La noche de aquel martes 15 de diciembre, el ingenio termonuclear construido por Whalid Dajani para Muamar el Gadafi fue transportado en avión a Los Álamos, para ser sometido a un examen a fondo.

Cuatro días después, Harold Wood, director del laboratorio atómico, confirmó, en un informe confidencial al presidente de Estados Unidos, que la bomba correspondía exactamente al diseño y a las indicaciones técnicas que acompañaban a la casete depositada en la Casa Blanca el domingo 13 de diciembre. Se trataba realmente de una bomba de hidrógeno de tres megatones, o sea, de una potencia aproximadamente ciento cincuenta veces mayor que la de la bomba de Hiroshima. En cuanto al aparato de ignición, su autopsia demostró que los técnicos de Trípoli habían previsto igualmente un sistema infalible para provocar la explosión a distancia.

La primera reacción de los miembros de los Gobiernos norteamericanos e israelí después de la desactivación de la bomba, fue un terrible deseo de destruir en el acto a Libia y a su jefe. Pero este reflejo de cólera no resistió un frío análisis de la situación. La red de misiles nucleares que poseía el jefe del Estado Libio a lo largo de su frontera oriental le permitía tomar en lo sucesivo represalias catastróficas contra Israel, en caso de que su país fuese atacado. Para Israel y Libia había sonado la hora del realismo práctico. A semejanza de América y la URSS desde hacía treinta años, el hecho de poseer armas de destrucción atómica establecía un equilibrio de terror entre los dos países y la perspectiva de un suicidio colectivo en caso de conflicto.

El día de Navidad, el presidente de Estados Unidos, deseoso de explotar el traumatismo provocado por esta crisis en Jerusalén, Trípoli y Washington, invitó secretamente a Menachem Begin y a Muamar el Gadafi en Camp David, a fin de buscar una solución definitiva al conflicto árabe israelí.

Antes de partir para Washington, Begin se presentó en el montículo rocoso de Elon Sichem donde los colonos del Bloque de la Fe y los soldados encargados de su expulsión habían permanecido frente a frente durante diez días, sin que ninguno de ambos bandos se atreviese a tomar la iniciativa de abrir fuego. El Primer Ministro se había hecho acompañar por la única autoridad capaz de doblegar la voluntad de los fanáticos de la colonización judía de Samaria; el viejo rabino Kook. Después de tres horas de uno de los debates más tormentosos de la historia judía, los colonos se avinieron a abandonar su picacho e instalarse provisionalmente en los barracones de un campamento militar israelí de las cercanías.

Leila Dajani no pudo cumplir la orden que le había dado su hermano al despedirse. Tampoco ella volvería a Palestina. Al menos, en un futuro previsible. Tres horas después de haberse separado de Kamal en la Séptima Avenida, su Ford verde fue interceptado por una patrulla de la policía del Estado de Nueva York en la carretera nº 9, a ciento cuarenta kilómetros al norte de Manhattan.

Inmediatamente, fue conducida ante el magistrado del tribunal federal de Kingston, la ciudad más próxima al lugar de su detención, y acusada, en aplicación del articulo 18 del Código Penal de Estados Unidos, de «extorsión nuclear» y de «tenencia ilegal de explosivos». Dos delitos por los que podía ser condenada a veinte años de prisión.

En Washington, y en el patio de la jefatura del FBI de Pensilvania Avenue, se celebró una sencilla y digna ceremonia en memoria de Jack Rand, con asistencia de su esposa y de sus tres hijos. Ministros, miembros del Congreso, el presidente del Tribunal Supremo y el fiscal general, se apretujaban en la tribuna levantada para el acto. El presidente había delegado en su esposa. El jefe de policía Bannion y el inspector Angelo Rocchia representaban a los policías de Nueva York. Cientos de Feds, con sus familias, llenaban la galería que rodeaba el patio. La ceremonia fue iniciada por una guardia de honor de Marines, que izó la bandera, y por una banda, que tocó un himno religioso. A continuación, un capellán castrense de Marina encomió el ejemplo del agente federal Jack Rand y conminó a los presentes a que «luchasen con más fuerza por el imperio de la justicia y del derecho en nuestro país y en el mundo». Después de ello, Joseph Holborn, director del FBI, entregó a la viuda del extinto el distintivo más preciado de los Feds la placa de agente federal de su marido.

La palabra final de aquellas terribles jornadas de diciembre debería pronunciarla el policía neoyorquino Angelo Rocchia, en el curso de la pequeña recepción ofrecida por Abe Stern en el Ayuntamiento para celebrar su boda con Grace Knowland y la entrega de la más alta condecoración de la policía: the Legion of Honor.

Cuando el alcalde le comunicó confidencialmente la noticia de la conferencia de Camp David, Angelo, que tenía una copa de champaña en la mano, exclamó:

—¡Santo Dios! ¡Y pensar que se ha tenido que arriesgar la vida de diez millones de personas para llegar a esto!